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La muerte y las cosas
L a muerte y las cosa s
Paloma Pérez Sastre*
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Ahora todos me recuerdan la edad para frenar mi impulso andariego. Parece necesario exacerbar el miedo a morir; hay que admitir que una peste agrega posibilidades. Pienso en ese cliché de libro de autoayuda, según el cual cuando morimos “no nos llevamos nada”, para justificar otro cliché: el imperativo de “desprenderse”. ¿Despojarse sin más? Quien no aspira a la vida eterna no se sacrifica. Los predicadores del desprendimiento cobran diezmos para procurarse lujos. Somos seres culturales, constructores de herramientas y pertrechos; imposible vivir sin ellos. Son bienvenidos si contribuyen a la buena vida; pero otra cosa es vivir al servicio de los bienes. Más allá de clichés y metáforas, para mí morirse no significa irse. Y, si uno no se va, ¿cómo va a llevarse algo? Ni los faraones. Cuando alguien muere, sus pertenencias se desinflan, pierden vida y lustre. Tendrá que venir un viviente a restaurarlas y darles nuevo sentido. Muerte es vacío. El vacío que se abrirá algún día en mi lado de la cama; y el que aprovechará el gato pequeño, para adueñarse de la silla de mi escritorio. En la Edad Media, el baúl era el mueble por excelencia. Los muebles eran “muebles”; no porque se pudieran mover, sino porque de hecho se movían (y varias veces al día), según la actividad doméstica del momento: ahora vamos a comer, y la estancia se convierte en un comedor; si vamos a dormir, se corre la mesa hacia la pared y aparece la cama inmensa. El baúl, fácil de arrinconar, servía de silla, mesa y recipiente; y cuando se viajaba, se llevaba consigo. Como quien dice, vivían con el equipaje listo. Mis pertenencias no caben en un baúl, pero voy a suponer que debo meter en un baúl mis haberes más preciados. ¿Qué escoger? Se puede dar por sentado que lo que ha sobrevivido a más de doce cambios de casa se valora. Pero no. He cargado con cosas que no me he atrevido a
Escritora. Vive y trabaja en Medellín.
botar y que, por haber pertenecido a otros y por viejas, adquirieron una dignidad incómoda y perturbadora. ¿Cómo voy a dejarles semejante fardo a mis herederos? La sola idea de hacer una lista me da pereza. Las cartas que se escribieron mis padres cuando se enamoraron: no quiero llorar, ni sentirme avergonzada de entrometerme en asuntos ajenos, bien hacían en el siglo XIX quemando de inmediato las cartas de quienes morían. Los libros que llegaron con mi mamá de España: pesan mucho. El misal de la primera comunión: soy atea. Una virgencita desconchada de mi abuela paterna: nunca me vio ni me quiso. Un collar de filigrana de Santa Fe de Antioquia: Quizá. Es bonito y no ocupa espacio. Qué encarte. Voy a probar otro escenario: sobrevivo a la peste. Debo tomar un vuelo de bajo costo, con un morral. Como sigo siendo cuerpo frágil y desnudo, llevaré abrigo. ¿Qué más? Medio pan y un libro. ¿Qué libro? Ummm. Mejor una libreta. De papel blanco y liviana.