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Equipaje de experiencias
E quipaje de experiencia s
Claudia Restrepo Ruiz*
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Después de un viaje de doce horas aterrizó en Estambul sin saber cómo sería Oriente y si algo tendría de la ruta de la seda de Alexandro Baricco. Moría por comprar especias y visitar la Mezquita Azul. Su asiento: el 22 D, la había llevado incómoda esas doce horas. Pararse y caminar por el pasillo sin llegar hasta la cabina no había sido suficiente para aceitar sus piernas de hojalata. Al bajar del avión la seleccionaron para una requisa de equipaje de mano sin mediar palabra y ella esperó que esculcaran. Cuando recibió de vuelta su equipaje sintió que no cargaba solo con sus cosas sino con la duda de aquella funcionaria. Intentó sacarla, pero ya estaba incrustada allí, con el estigma de su rostro y su procedencia. El aeropuerto era monumental, propio de un país que puede darse el lujo de tener a Asia a un lado y Europa al otro. Cuando llegaron al bus respiró un aire nuevo. Antes de ir al hotel se bajaron en el puente de Gálata y tuvieron la primera panorámica de la ciudad. Lo antiguo de la ciudad se conservaba de una manera increíble, era como si una abuela hubiera vertido un poco de la laca de su cabello a los templos y monasterios para conservarlos en el tiempo. El hotel Leonel resultó fantástico. Pudo hacer la siesta a pesar de estar contraindicado para adaptarse a las horas de diferencia. A las tres, la despertaron unos cánticos que jamás había escuchado y se asomó a la ventana, pero no vio a nadie. Por fin se decidió a abrir su equipaje y notó que había dejado la melancolía en inmigración en Bogotá. Por más que buscó, no la encontró y sonrío ante tal logro. Abrió la nevera de la habitación y bebió con gusto su acostumbrada cola. Se sintió sucia y se metió a la ducha a quitarse el Jet lag que ya había comenzado. No se dejaría amedrentar por él. Según el itinerario estarían tan solo dos días en la ciudad antes de viajar a San Petersburgo
Magister en literatura. Lectora de libros y personas. Amante de la poesía y su lectura en voz alta. Escribe para sobrevivirse. Vive y trabaja en Medellín.
para luego regresar, así que de la maleta solo extrajo dos mudas de ropa y su piyama. Su compañero estaba en el bar porque la resaca se le quitaba con un poco más de licor y aún no había probado el té, único y exquisito, casi ritual, de la puerta de Oriente. En su equipaje tampoco venía su hijo. Lo había dejado enfadado por ese capricho de viaje que había formulado de un mes a otro. Se sentía bien ser madre a distancia. Por fin tenía tiempo para sí misma. Tiempo y silencio. Se vistió con ropa fresca -diferente a las dos mudas- y bajó al Lobby. Preguntó en un inglés perfecto dónde quedaba el bar y siguió las instrucciones. Su compañero aun no podía creer que estaban en la mitad del mundo. ¿Te vas a duchar? No, no lo sé. El tour comienza en media hora. Espera subo a lavarme los dientes. Mejor te acompaño. Cuando cerraron la puerta y encendieron las luces con la llave-tarjeta se miraron con deseo y abandono. Ella corrió hacia sus brazos y le dio un beso incapaz de quitarle la resaca, pero mágico para encender la pasión necesaria para desnudarse de prisa y hacer el amor sobre las sábanas mientras las cortinas semiabiertas pudieron servir de señuelo para un voyeur amateur. El decidió ducharse, ella no. Tenía semillas del origen de la civilización en su vientre y las iba dejar buscar el tesoro conjurado tras el velo de una ligadura de trompas. Se subieron al bus y se prepararon para visitar la Mezquita Azul que por desgracia estaba en restauración y fue superada con creces por la Mezquita Verde. Ella tuvo que cubrir su cabello como cualquier mujer islámica para entrar y lo hizo con una pañoleta de colores. Se tomó una fotografía y entró a observar con detenimiento los mosaicos, el tapete rojo, los divanes extravagantes y la luz comiéndose los vitrales. No encontró ni un solo ícono religioso cuando esperaba al menos ver al arcángel Gabriel que tanto habló con Mahoma. No había rastro de ninguno. Salió al jardín y una mujer árabe le dijo que era hermosa. Respondió al cumplido con otro y comprendió que sus ojos almendrados la hacían pasar por una mujer árabe sin ningún problema, lo único que la delataba era su vestuario de mujer occidental. Cuando se subieron al avión con destino Rusia, se alegró al saber que el viaje tan solo duraría tres horas y media. En su equipaje de mano llevaba los libros de emergencia y aunque los pensó todo el tiempo no hubo momento para ellos. Estaba de viaje por el mundo. San Petersburgo la recibió con una mezcla de aristocracia y dulzura. Sus palacetes, el Hermitage, el río Neva y toda la ciudad le parecieron dignas de una novela fantástica. Tuvo que comprar una maleta de mano en Estambul porque se dio cuenta de que había llevado muchas cosas que no necesitaba y que compraría las que se le antojaran. Si de ella hubiera dependido habría guardado la cúpula de una de las mezquitas, los conos arquitectónicos de la plaza roja que en fotos parecían el decorado de una torta y algunos de los monumentos del metro de Moscú. Después de una semana en Rusia regresaron a Estambul. La Capadocia esperaba con los globos que constituyen la atracción principal de la región y decidió: no ir. Prefirió un día libre para descansar del trajín de una excursión que se dejaba llevar hasta los tejedores de los famosos tapetes persas cuando ninguno podía costearlos. Para ella, tan irreverente, era mejor quedarse en la piscina del hotel que resultó fría y refrescante como un manantial de agua pura. Sabía viajar, pero no lo hacía sola. Hacía mucho tiempo había escuchado “cuando viajes, hazlo con alguien que ames” y esa había sido su consigna. Amar y viajar… Toda su cosmogonía se reestructuraba tras una pintura de Caravaggio en El Hermitage o en el mural con peticiones en la casa de María y el apóstol Juan. Perderse era inevitable y cuando se viaja en grupo puede causar grandes disgustos y ella era especialista en eso, en perderse tal vez porque le gustaba la sensación de ser encontrada.
El bus cruzó el desierto con venta de agua helada y el primer puesto, el panorámico, le otorgó la mejor vista de la carretera sin casas ni edificios. Se detuvieron en las primeras catatumbas cristianas y el sol era implacable. Compró una gorra roja y sus sandalias resistieron los kilómetros a pie recorridos aquel día sin causarle ninguna ampolla. En uno de los hoteles notó que tendría que empezar a llenar el equipaje de mano. ¿Pero si no he comprado tanto? –pensó. Entonces miró las Matruskas y las lámparas y pronto la maleta engordó o ella la embarazó y se iba de bruces cuando la soltaba. En la banda transportadora solo iría lo que trajo y en la pequeña valija, lo que compró. Un riesgo enorme si perdía su equipaje, pero no se preocupó. Lamentó ver su maleta violentada luego de cuatro días bajo la estricta vigilancia de dos turquís en el hotel. El candado estaba forzado y cuando la abrió no pudo identificar qué faltaba. Fueron varias cosas. Por fortuna y precaución el anillo de zafiro que había comprado para su nuera que cumplía quince años estaba con ella. Desde que lo compró, lo llevaba en su cartera. Que conste que las mujeres gastan más porque tienen más donde guardar: equipaje, maleta de mano, morral y cartera. Éfeso la deslumbró por su historia, otra abuelita mágica había vertido laca en los anfiteatros, el ágora y solo un poco en la biblioteca de Alejandría. Había gatos por todas partes y se preguntó si Hemingway había visitado Oriente antes de adoptar su pandilla felina para vivir en Key West. Tomó tantas fotografías como pudo y se sorprendió al ver en su teléfono que había caminado nueve kilómetros aquel día. Pammukale y sus termales también la habían seducido a pesar del inmenso riesgo de caída que tenía su superficie mohosa y tibia. El atardecer que les regaló aquel día fue uno de los más bellos que jamás había visto, parecía un eclipse naranja. De regreso al hotel estuvo callada, se preguntó si algún día tendría el chance de describir las emociones que le despertaba Oriente y si la vida sería tan generosa como para permitirle volver, ya no en tour sino en solitario como lo hizo Agatha Christie para escribir su “Expreso de Oriente”. El sol de Pammukale se tragó los días que faltaban y llegó el momento de regresar a casa. Cuando fue a empacar notó que faltaban los pesebres, las bufandas, algunas camisas y sus lentes. Pero… ¿a quién culpar? En silencio empacó todo con una pulcritud absoluta y se cercioró de que al menos los regalos importantes fueran con ella. Nunca descubrió al ladrón, pero supo qué hacía parte de la excursión porque había comprado una imitación de un huevo Fabergé en Moscú e iba en su cartera y el huevo no llegó. Desconfío hasta de su compañero y sintió rabia por cosas que no eran para ella sino para las personas que más quería. Y aunque su padre siempre le había insistido que no se viajaba para comprar nada, ella cuando viajaba tenía una excusa para comprar un detalle a sus seres queridos y decirles… aquí o allí estuve pensando en ti. En efecto, tomaron el avión desde Estambul sin escala en Panamá y sintió ansiedad de llegar a casa. Veinte días era el tiempo sin ver a su hijo y esperaba que las camisetas que le llevaba le gustaran al igual que el anillo que era un regalo único. Cuando desembarcaron buscó su maleta negra, la importante, en la banda transportadora, y no la encontró por ningún lado. –Venga conmigo señora– le dijo un agente de la aerolínea y comenzó a preocuparse. Es posible que el equipaje haya sido desviado, necesitamos su información de contacto para hacérselo llegar tan pronto lo encontremos. No supo qué decir. Los errores humanos son lumbre diaria. Accedió con la cabeza y salió por el esperado abrazo de su hijo.
– ¿Qué ocurrió? – No llegó la maleta. – ¿Y qué traías ahí? – Todo. Casi todos los regalos. Por fortuna las camisetas y los búhos estaban en el equipaje grande. Vamos le dijo tan pronto se subió al carro, no mamá, primero muéstrame el anillo. Entonces extrajo de su cartera que hacía las veces de caja fuerte, una cajita blanca. – ¡Mamá! Aún faltaban meses para los quince y lo difícil sería guardarlo sin desesperar. Entonces tuvo una epifanía. Comprendió por qué no había llegado el equipaje. En él no solo venían regalos, venía el lomo del delfín que había visto mientras navegaban las aguas del Bósforo, los mosaicos en las cúpulas de las mezquitas, las especias, el té, el jugo de manzana que bebió más que gaseosa, las velas que encendió en la primera iglesia cristiana de occidente y la de la casa de María donde solo pensó en su madre. El gato recostado sobre la piedra tallada en honor a Hermes en Éfeso donde el guía dijo que además de mensajero de los dioses, era considerado un ladrón, los huevos custodiados por Artemisa, la danza del vientre y los siete velos, el ballet de Moscú y en especial el departamento de Fiodor Dostoievsky que se sentía tan lúgubre como la mirada del autor en la famosa y única fotografía que se tiene de él. Su equipaje no llegaría. Tenía la certeza. Cuando la llamaron a darle las malas noticias no se alteró. Lo importante llegó con ella.