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Equipaje al fin del mundo
E quipaje al fin del mund o
Un avión alza vuelo y retengo aquellos equipajes que perdí, que llegaron a un destino diferente del acto de la entrega. Me hice en ellos paisaje, cosas del ayer, cuerpo extraviado, el remate exiguo en una subasta de equipajes perdidos. Me encontré en mi propia sala de espera, trazando el próximo vuelo donde aguardaba esa que no soy, sin una sonrisa. Me avergoncé de despertar en medio de un parque, en algún camino de aquella ciudad a la que nunca llegué en primavera. Allí enmudecí en el descuido del tiempo y deshacerme en equipaje empezó a parecerse a un trozo de soledad. El doblez de la ropa abrió la puerta a una mujer con arrugas, que debajo de esta duerme en somníferos envueltos de despedida. Las pantallas electrónicas anuncian salida para México, Madrid, New York, donde soñé llegar de niña. Desde que entendí en los 90´s cómo el equipaje significa deshacerlo
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Hacer una maleta es guardarse en épocas y deshacerla vaciar el tiempo que se ha hecho: suciedad, recuerdo, espera, olvido. Porque no hacemos un equipaje para un viaje, lo hacemos para huir del vacío que conlleva ser viajero.
Paula Andrea Gaviria*
Paula Andrea Gaviria todo, desdoblar, clasificar y ritualizar febriles aficiones, supe que cada objeto sumaba abandono. Mi ritmo de cargar era un demonio que me cortejaba, con un abrigo ataviado de destierro. De golpe, estaba ahí, dócil ante un lenguaje vacío. Observo esta relación enfermiza de descubrirme en un jardín de maletas, que como hiedras e insectos rodeaban mi árbol de miedos. Infierno ganado después del beso de un amante celoso. Lo escucho a diario en una canción al viejo estilo de Rubén, porque aún voy “buscando guayabas” sembradas en las maletas:
“Mucho he viajado por todo el mundo y nunca, nunca pude encontrar una guayaba que me gustara y detuviera mi caminar” Siempre la sombra de los detalles que acosan, como el último amor descarriado en braguetas abiertas que me
Escritora. Poeta. Ha realizado su proceso creativo desde la danza y el teatro. Vive y trabaja en Medellín.
llevaba a perder una noche o semanas. Cuántas guayabas tuve en mis manos donde los gusanos sacaban su cabeza blanca e inofensiva, eran alimento natural, pero yo prefería esculcar la guayaba hasta el fondo, incluso la última larva invisible y solo quedaba esa pulpa tropical anidada de semillas, con su terrible olor frutal, a mordiscos el equipaje se iba desapareciendo en cada una de las mujeres que soy. Mas allá, cruzo el Duty Free, su arrogancia de perfumes, gafas de sol, relojes, aparatos electrónicos y souvenirs atan mis brazos a regalos de último momento. Llené mi equipaje de emociones baratas para pregonar en tonos luminosos mi llegada a casa. Jamás emociones compradas, de ninguna manera oí a madre en sus faenas diarias anhelar hacerse equipaje, pero sí pensar “si tomara una maleta no regresaría a esta misma vida”. La escucho cómo retumba en cada objeto que cae en esa bóveda de mi equipaje, ella permanece como un diente de león, sedoso volando por el aire, diseminando cada palabra, oigo sus oraciones y los equipajes me embriagan como alguien que perdió su rumbo. En las nubes, miro la línea dejada por un avión al pasar y más arriba de ellas otros nubarrones forman rostros y monstruos que creí olvidados. Al bajar la mirada, aún cargo un equipaje de mano, no sé por qué lo conservo, sin este, podría regresar a casa en un trance veloz con un corazón latiendo a ritmo de viajero y encender la tele y discutir con mi amante por el deseo perdido o visitar ese bar donde tantas veces me vi, allá abajo en el sótano, en plena avenida setenta y bailar hasta que los pies exploten de felicidad. Bajo las escaleras eléctricas y al lado de un café otra pantalla anuncia los vuelos cancelados. Un eco de quejidos empuja las maletas que regresan sin ser abiertas. En esta inseguridad de viajar, la protesta se aviva frente a una empleada de la aerolínea, recuerdo anotar lo inútil que es, no empacar objetos cortopunzantes o explosivos para abrirse paso ante la mala educación de la jauría que ataca, también dibujo algún garabato donde me hallo con una copa de vino divisando el mar del Pacífico, en la cima de alguna montaña de los Andes o perdida en una calle de Cali. “No, allá no”, no quiero encontrar a Andrés Caicedo diciéndome: “Odio todo lo que tengo de cielo para mirar, sí, todo lo que alcanzo, porque nunca he podido encontrar en él la parte exacta donde habita Dios.” Si lo escuchara, gritaría con él “¡Que viva la música!” y me vería envuelta en ese goce pagano de la salsa y dejaría en la puerta del antro las maletas para que escucharan lo sagrado de una mujer prohibida. Camino por cada sala de espera hasta encontrar el número correcto, informan un cambio repentino y estamos en el lugar equivocado, es necesario correr para no perder el vuelo, correr arrastrando equipaje, correr para ser primeros, correr. Qué tonto correr detrás de un retorno que se diluye. “Uno debe estar mosca por donde quiera”, retumbaba en la calle, agúzate morena, el equipaje se ha hecho fuego y te llevan a otro lugar; detrás de bambalinas el amor sacude a la noche y los pies pierden los zapatos, abajo, la crítica de cine reclama que alguien conjugue el verbo besar, retomo esta película de moverme y dejar a Andrés empantanándose hasta los cogotes con los angelitos en su equipaje. Miro la pista atestada de pájaros mecánicos, soportan en su vientre el equipaje, que como huevos contienen la vida de otros. En letra fuerte escribo tener un equipaje en la mitad de la playa contemplando la buena suerte del mar o frente a una ventana añorando el regreso de su dueño. En instantes abogo por las maletas que se hallan en una sala de psiquiatría o en el cuarto de un desahuciado. Pero al otro lado del papel, vi a la abuela Tulia empacar una docena de hijos, la misma cantidad de nietos y pocos bisnietos, echarles agua bendita, caminar alrededor de la cuadra, varias veces, arrastrando superstición detrás de un deseo cada treinta y uno de diciembre, toda vuelta
era una celebración de llegada, un logro sin sentido, hasta que ya no podía más, soltaba las maletas y abatida se desmayaba en un sofá, miraba con sus ojos de mujer recia y decía: “pobre niña, prepara ya tu propia mochila, entre más pequeña mejor, porque entonces harás un viaje largo, yo no puedo llevarte en mi próximo éxodo. A ese, voy sola”. Lo que no sabía, era que yo amaba ayudarle a esa valiente mujer, para que hiciera el camino y regresara con una expresión de conquista por haber descubierto el mundo en una cuadra. Después de abrir su equipaje, nunca más tuvimos a Tulia. Las flores doradas que engalanaban su única maleta aún no han dejado de rodar. Y la evoco:
“Se fue la madre y no volverá se fue con su equipaje cargado de hijos se fue la marea con su rostro pintado…de amores, soledades dime dónde, en que edén están sus rezos que susurran olvido.” Llego al counter de registro. Me preguntan: con cuál de las rutas ofrecidas deseo cambiar el vuelo. Repaso mi agenda. La espera se hace larga. Cierro los ojos y suelto mi equipaje de mano. En la fila todos revisan sus celulares y exigen rapidez con sus gestos. La funcionaria tras el counter simula no acosarme. La miro sin expresión, pero mi cuerpo es una danza de posturas, hasta que veo la banda transportadora pasar con mi equipaje de bodega. Una maleta es como una mirada, no termina de expresar lo que tiene para decir, hace que un aullido estoico resuene dentro de mí. Para mí. Le pregunto a la joven que atiende: “¿Cuál es el tiempo de un equipaje antes de morir?, ¿Por qué un equipaje en su vida obedece a fugas?” Ella me observa con sorpresa y cubre su boca de hojas secas. No la pierdo de vista, retiro con mi mudez las hojas de su rostro y le digo: Deme un tiquete al fin del mundo… Sin equipaje… Sin boleto de regreso…