10 minute read
Las valijas de Teresa
L as valijas de Teres a
“Quiero que quien esto lea se detenga un segundo, y trate de imaginar lo que supone, para un niño o para un adulto, para cualquiera, tener que elegir entre lo poco que tiene, hacer un mínimo equipaje, salir con él de su casa por última vez, camino de la incertidumbre y con una única convicción: que jamás volverá”.
Advertisement
Fernando Marías Zara y el librero de Bagdag
Verónica Villa Agudelo*
Mi abuela era una contrabandista. Y aunque sus caderas si eran un poco anchas, lo parecían aún más porque en su falda de vuelos estilo campana escondía los relojes, perfumes, joyas, cremas faciales, sedas, peinetas de nácar y perla que compraba libre de impuestos en San Andrés para, a su regreso a Medellín, venderlos a las señoras que le hacían encargos o se permitían alguna indulgencia. Pero sobre Teresa y el equipaje que dejó atrás ya se hablará más adelante. Gerardo, mi abuelo, un paisa de tez morena y un corazón tan grande como su estatura y su buen humor, contrajo matrimonio con esta inteligente manizaleña de cabellos dorados, piel pálida y personalidad aguerrida. Él sabía de cuero y marroquinería; ella de cocina, ventas y cómo relacionarse con la alta sociedad. Ambos fueron excelentes comerciantes y durante el tiempo que permanecieron unidos mantuvieron un solo interés en alma y corazón: proveer de comida, techo, estudio y una vida honrada a los hijos que llenarían su hogar. Sin herencias que reclamar, principalmente por lo que algunos calificaban como orgullo derivado de rencillas familiares, pero que siempre fue justificado como dignidad, la pareja eventualmente creó su capital desde cero, estableciendo en Medellín la fábrica de zapatos DOSFEL —Durables, Originales, Sobresalientes, Finos, Elegantes y Lujosos— que serviría como medio de sustento para la que prometía ser una descendencia numerosa. Se hicieron a una casa con el tamaño suficiente para acomodar un almacén, una fábrica y a las seis primeras niñas que además de atracar la cocina en busca de golosinas y galletas recién horneadas, perseguir al perro, trepar por los techos, molestar a los vecinos y entrenar al gato para hacer sus necesidades en el baño al final del corredor, llenaban el espacio de vida y de risas enérgicas,
Escritora y guionista. Vive y trabaja en Medellín.
pero también de reclamos y lágrimas cuando los castigos por sus travesuras eran implacablemente impartidos por Teresa y Gerardo. La parte anterior de la casona estaba destinada para el almacén de miscelánea donde las señoras de modo encontraban sus accesorios de piel y todo tipo de detalles y adornos para acicalarse, ellas y sus casas; mientras que en la parte de atrás se encontraba la fábrica, un espacio amplio con olor a cuero curtido, cubierto por el polvillo color pastel que desprendían las tizas de sastre, y decorado con las tijeras, hilos, agujas, moldes, suelas, herrajes, leznas y sacabocados que se repartían a lo largo y ancho del taller. “Nosotros servimos”, era el lema de la Asociación Internacional de Clubes de Leones a la que orgullosamente perteneció Gerardo; y no solo lo aplicaba a su modo de llevar los negocios, con justicia, dignidad y honestidad, sino que esta consigna se irradió a la vida cotidiana de la familia, donde Teresa también formaba parte activa de fundaciones solidarias y voluntariados promovidos por la iglesia. Ambos tenían la fiel convicción de que valía más un buen nombre labrado a partir del trabajo honrado, el trato justo a sus empleados y el servicio a la comunidad, que la obtención de dinero a como diera lugar. Cuando San Andrés fue declarado puerto libre en 1953, comenzó a gestarse en Teresa no solo la vida del que sería su único hijo varón, sino también la idea de crear un negocio en la isla. Y aunque la iniciativa se expandía inconteniblemente en su mente, su familia también continuaba creciendo, obligándola a posponer su plan. Finalmente, con el nacimiento de la rubiecita, esa beba con cara de ángel, el singular paquete de hermanos quedo completo y el nuevo proyecto pudo ver la luz. Las puertas de la isla se abrieron gracias al ímpetu de Teresa y a la hermandad entre los miembros leones del Club al que pertenecía Gerardo. Con el camino libre, la pareja acudió a las mismas habilidades que les permitían administrar un hogar, una fábrica, un almacén y a ocho niños para hacerse socios de un pequeño hotel y abrir un restaurante de comida antioqueña en San Andrés. El concepto para el restaurante, bautizado en aquel entonces como Rincón Antioqueño, sería hacer sentir en casa a los paisanos del interior que, aunque decidían remojar durante algunos días sus pálidos dedos en las aguas cristalinas del mar de los siete colores, no estaban dispuestos a dejar atrás las tradiciones culinarias propias de la montaña; y el hotel, llamado El Edén, hizo honor a su nombre al convertirse en el refugio para turistas colombianos y otros provenientes de países cercanos, especialmente de Costa Rica, que deseaban disfrutar del paraíso durante sus vacaciones. Y entonces, cuando los negocios tomaron vuelo, debió establecerse una nueva rutina en la familia. Gerardo se asentó de forma casi permanente en la isla para administrar el restaurante y el hotel, mientras que de domingo a viernes Teresa lidiaba con todo lo que permanecía en Medellín. Así, de sábado a martes, las mellizas, la flaquita, la introvertida, la cómplice, la traviesa, Tacho y la chiquita se quedaban al cuidado de su abuela Soledad, una mujer de cabello trenzado, blanco y largo hasta la cintura cuya inverosímil historia merecerá en algún momento un capítulo aparte. Mientras los niños creaban peculiares recuerdos en la finca de sus abuelos paternos, Teresa transportaba a la isla todo lo necesario para recrear la comida tradicional antioqueña. Sus maletas se llenaban de maíz fresco que sería amasado y convertido en arepas o mazamorra pilada, y otro compartimento era reservado para los granos de fríjol cargamanto, ingrediente sin el cual la bandeja paisa perdería todo sentido. Los plátanos que viajaban tenían que ser de procedencia quindiana, esos de color rosado y sabor dulce que nunca podrían ser reemplazados por los amarillos de Urabá; y los ingredientes más complejos, como la carne de cerdo y especialmente el tocino troceado para fritar los
chicharrones, se empacaban cuidadosamente y a último momento en hojas de papel periódico que conservaban su frescura, traducida finalmente en una garra seca y crujiente. Los chorizos, la morcilla, los bocadillos de guayaba, la panela y el queso fresco se beneficiaban del empaque en hojas de bijao, que además de protegerlos contra las eventualidades del viaje, les impregnaba ese saborcito típico que caracterizaba la comida de fiambre. A su llegada a la isla, Teresa terminaba de comprar directamente a vecinos y proveedores locales alimentos como la leche, los huevos, la mantequilla o el arroz, sin desaprovechar la gran oferta de dulces autóctonos como las cocadas, la natilla de maíz y la torta de coco que ofrecía como cortesía a los huéspedes del hotel o como postre a los comensales que visitaban el restaurante. Con los ingredientes listos en la cocina, las valijas quedaban libres para su regreso a la capital antioqueña. Los lunes los destinaba a visitar los comercios para aperarse, sin pagar impuestos, de todas las novedades importadas que sabría les fascinarían a sus clientas en Medellín. Licores, sábanas de algodón egipcio, cubiertos de plata, manteles bordados en hilo, adornos de porcelana y juegos de té ocupaban las maletas de regreso. Elementos más pequeños y normalmente más costosos, como relojes, joyas de oro y perfumes, eran encaletados dentro de los bolsillos cosidos minuciosamente por Teresa en el forro interno de sus faldas acampanadas o en los turbantes y sombreros que lucía elegantemente durante los vuelos. Omitir que llevaba cantidades superiores a las permitidas, mientras declaraba frontalmente buena parte de la mercancía, no constituía, para ella, delito alguno y el contrabando se convirtió en costumbre durante sus viajes de regreso a casa. Lo que se volvió insostenible fue tener que dividirse entre dos ciudades, así que Gerardo y Teresa decidieron que era el momento para que todos sus hijos volaran a San Andrés y se establecieran definitivamente en el paraíso. Finalizando el año escolar, Gerardo llegó a la isla con una de las mellizas y la flaquita. Mientras tanto, Teresa dejaría todo organizado en Medellín, surtiría el almacén con mercancías para la temporada navideña y viajaría de regreso con los seis hijos restantes. Ese era el plan. Pero como el destino tiende a ser caprichoso, durante la navidad de 1959 todo cambió. Aquel ocho de diciembre, día en que tradicionalmente se celebra en Colombia la inmaculada concepción de la Santa Madre María, ese día de fiesta y reunión familiar, Teresa regresaría a Medellín para pasarlo con sus hijos y encendería las velitas como signo de agradecimiento a la Virgen del Perpetuo Socorro de la cual era devota. Pero ella no era la única con necesidad de viajar. El vuelo San Andrés – Cartagena – Medellín que saldría del Aeropuerto Sesquicentenario estaba totalmente vendido. Su convincente discurso fue el que consiguió que una mujer que trabajaba como empleada de contabilidad en Medellín le vendiera su asiento por $50 pesos de la época y así, a las 11 de la mañana de aquel martes decembrino, abordó el HK 515 de la Sociedad Aeronáutica de Medellín (SAM), desconociendo que la silla que logró comprar sería la última donde su cuerpo reposaría. Lo último que se conoció del bimotor Curtis C–46 de fabricación inglesa, unos cincuenta minutos después de su despegue, fue el reporte de rutina que el piloto Ricardo Fehrenbach envió en uno de los puntos de chequeo a la torre de control. Después de esta comunicación, nada más se supo de este avión que además de engullir las vidas de sus 46 ocupantes, segó la posibilidad de que sus familias compartieran con ellos una última navidad. Teresa nunca regresó a Medellín, y en su lugar llegó la noticia de un avión desaparecido que conmovió al país entero, una noticia que confrontó a los seis hermanitos varados en Medellín con la brutal realidad de que su mamá nunca regresaría por ellos. Entender la naturaleza de lo que había sucedido no fue fácil ni para los niños
ni para Gerardo, especialmente porque las causas de la desaparición nunca fueron esclarecidas y en cambio, surgieron rumores de todo calibre que involucraron desde el Triángulo de las Bermudas hasta la posibilidad de un secuestro político atribuido a la revolución cubana recién liderada por Castro. La casa donde alguna vez retumbaron las risas y los juegos infantiles se llenó de silencio e incertidumbre. La música decembrina fue reemplazada por los murmullos de los vecinos, familiares y amigos que acudían para elevar plegarias que ayudaran a dar con el paradero de la aeronave y mientras en el día Gerardo intentaba reconfortar a todos sus hijos, desde las mellizas de doce años hasta la bebita de dos, reservaba la noche para llorar por Teresa. El jueves 24 de marzo de 1960, casi cuatro meses después de la tragedia, la Aeronáutica Civil determinó que el accidente se debió a “causas indeterminadas” y que después de las investigaciones no había elementos de juicio que permitieran determinar el origen de la tragedia. Lo único que los peritos asignados al caso encontraron, fue una llanta de la aeronave que pudo ser identificada con precisión y que apareció en una playa del archipiélago de San Blas en Panamá junto a algunas zapatillas, telas y prendas que supuestamente venían en el equipaje de los pasajeros y que ahora estaban desperdigadas en la arena o en posesión de algunos indígenas Guna que habitaban la zona. Hoy, a 60 años de la tragedia, ningún cuerpo fue hallado. Mientras que una parte del contenido de las valijas de Teresa quedó en manos de extraños y otra fracción permaneció sumergida en el océano, Gerardo debió hacerse cargo del equipaje más importante que su amada dejó atrás, siete niñas y un niño que apenas comenzaban a vivir. Su coraje y honor le permitieron recoger las piezas y solo puedo imaginar que las promesas de boda y la premisa de su respetado Club de Leones —mantened viva la llama de la perseverancia— le ayudaron a mantener la entereza y fortaleza necesarias para ofrecerles a sus hijos el mejor futuro posible.