Argonauta, Revista Cultural del Bajío Año 5 nro. 15

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LOS SICARIOS ESTÁN ENTRE NOSOTROS HÉCTOR HUGO ACOSTA MEJÍA Para Rosalío.

—Están entre nosotros, los sicarios están entre nosotros. – dijo Bernardo a Martín sin darle los buenos días. Un silencio quedó suspendido en el ambiente, la zozobra podía respirarse sin dificultad, se diferenciaba de las lociones y el olor a vehículo nuevo. Jorge, chofer de Bernardo desde hacía muchos años, se había acostumbrado a ese aroma particular que despide el miedo, pero esta vez era diferente: el señor Bernardo había vuelto a morderse las uñas. Jorge, cuando fue militar aprendió que del miedo se contagia uno a través del oído, y por ello procuró no escuchar. Esperó a que el licenciado Martín terminara de ponerse el cinturón para cerrar la puerta correspondiente de la camioneta, se instaló tras el volante y esperó indicaciones, aunque al ser conocedor de las costumbres de su patrón, estaba casi seguro del destino. Bernardo apretó los labios, asintió para sí con un gesto de profunda preocupación y suspiró con los ojos cerrados; luego pidió a Jorge que los llevara a Café Las Acacias, donde acostumbraba desayunar cada viernes con alguien cercano, a veces su mujer, otras con algún amigo o socio, pero la mayoría de las veces con Martín. Jorge sintió una especie de vanidad cuando fue confirmada su premonición. —Está de la chingada. –Continuó Bernardo, mientras Martín terminaba una llamada sin prestar atención del todo a la conversación–. La semana pasada vi a unos güeyes frente al minisúper del Templo de Guadalupe. Iban en dos camionetas: una pick up morada y una miniván roja sin placas. No podían ser otra cosa más que malandros. Los vi también el domingo, y las dos veces comprando cervezas. A ver, dime, ¿qué quieren ocho cabrones chupando un miércoles a la una de la tarde? –Bernardo se quedó un par de segundos en silencio mientras recordaba la apariencia física de los sujetos y agregó: —Eran sicarios; lo sé por sus vestimentas. No eran albañiles de alguna obra ni tenían pinta de venir de otro trabajo. Si los hubieras visto me entenderías. No eran cholos ni estaban chacalosos, pero sí vestidos mal, muy mal. Ya sabes: playeras jodidas, pantalones de mezclilla sucios y rotos, botas como de trabajo y gorras medio placosas. De esa gente que según anda limpia pero sigue viéndose mugrosa. Además, todos prietos y panzones, o de plano chupados por el cristal. Hasta el rango de edades llamaba la atención: unos ya rucos, de sesenta o más, con escuincles de veinte o menos. Y ahí en la miniván estaba de copiloto un cabrón con los ojos bien rojos hasta la madre de drogado. Se me quedó viendo y mejor me fui, ya ni quise entrar a comprar. — ¿No llevabas escolta? –preguntó Martín. —El domingo no, porque venía de trotar; sólo traía la fusca en la cangurera. El miércoles sí, pero pues ni modo de llegar y hacerla de pedo. Martín simuló reflexionar sobre las conjeturas de Bernardo, no le resultaban extrañas sus paranoias muchas veces infundadas, pero por cortesía siguió el hilo de la conversación. —Igual y sí eran malandros −dijo Martín en un tono que revelaba seguridad– así como los describes, me suenan a la clase de güeyes que nos caían al juzgado por delincuencia organizada

o huachicoleo. Las mismas características. ¿Sabes como quién? Parecidos al Rodo. Bueno, el Rodo siempre anda mugroso porque anda en la talacha –aclaró con remordimiento−, pero parecidos físicamente: panzones, morenos, con la barba toda malhecha y con un semblante tranquilo; hasta parecieran amables pero su vibra no puede esconder que son unos desgraciados. Bueno, al Rodo no se le ve mirada de maldito, me refiero a la clase de güeyes que te encontraste. —¡Sí, hombre, como el Rodo! ¡Igualitos! –confirmó Bernardo con una sonrisa de asombro al descubrir el parecido entre unos y otros, al tiempo que los recreaba mentalmente. —Y fíjate que sí es cierto eso que dices de la diferencia de edades, hasta parece que estoy viendo un asunto de los que te conté −agregó Martín con mayor entereza. — ¡Oye, de verdad, pinche Rodo tiene una pinta de malandro que si no lo conociera ni de broma llevaba las motos con él! −añadió Bernardo, conteniendo la risa. Ambos se quedaron en silencio un par de segundos, se miraron con complicidad y soltaron una carcajada. Bernardo no acostumbraba salir de casa sin la Pietro Beretta que le regaló su padre cuando cumplió veintiún años e incluso dormía con ella, pues, según sus palabras, el mayor de sus temores era despertar y no encontrar un arma para defenderse en caso de ser necesario. Jorge no terminaba por comprender lo profundo de tal angustia, porque, además de estar armado, don Bernardo gastaba mucho dinero en guaruras y camionetas blindadas. —Este hombre debe tener muchos enemigos de quién cuidarse, –pensaba Jorge cuando empezó a trabajar con él–. Pronto se dio cuenta de que no era así. Bernardo era respetado en su negocio y su ciudad, se llevaba bien con todo mundo, y a pesar de su carácter hosco y modos golpeados de dirigirse a la gente, su infantil sentido del humor reflejaba inteligencia y humildad de corazón. Tampoco Martín entendía por qué tanta paranoia en su compadre Bernardo. Se podía decir que Martín gozaba de cierta seguridad personal, pues antes de volverse abogado postulante trabajó como Secretario en un Juzgado Federal, y jamás vio que los Jueces o Magistrados que había conocido se comportaran con miedo, a pesar de tener muchas veces en sus manos asuntos donde se afectaba la libertad de alguien peligroso, o se exhibían actos espurios de algunas instituciones gubernamentales. Llegaron a la cafetería, los escoltas se dispersaron de manera estratégica para dar el visto bueno a Jorge, quien se encontraba atento a recibir la indicación. Una vez que detuvo por completo el automóvil, uno de los escoltas abrió la puerta de la camioneta, Bernardo y Martín descendieron y entraron inmediatamente. Los sentaron en la mesa de costumbre. Mientras esperaban ser atendidos, Bernardo retomó la conversación que había iniciado momentos antes: —Como quiera que sea, ya le dije a mi mujer y a mis hijos que no anden yendo al minisúper, porque se está poniendo difícil la cosa. Un día no vayan a acribillar ahí mismo a esos cabrones que vi, o que lleguen a detenerlos y se arme una balacera. No tar-

INTERVENCIÓN POÉTICA

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