La sustituta y otros cuentos

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a sustituta

[ ยก yotro Gcntos


Colección Aquíy ahora La noche y la poesíatienen algo que decir, André; Cama Ríos Como el mer del agua sobre el agua,]em': Tan! Entre la inocenciay la mmm,/lijado Villanueva

IºPºNí Sueños de papel, Magaly Quiñones

Callando amores, Roberto Ramas Perea

Solo de pasión,Jos!Luis Vega Crimen en Ia calle Tetuán, fax! Cura:

Espejo de lluvia, Carlos Noriega La religión de los adúlteros, PedroLópez/lam

Amantes deDios,ÁngelaLópezBorrero

b-fv-iv tub.0

. Peso pluma, Eígardo Sanabria Santaliz . Este ojo que me mira, Lom'na Santo: Silva

. W

. Peloteros, Edgardo Rodriguezjulia

. Detrásdelosinfiemos, MguelÁngelFmºnerín . Tres lirios cala / La madre ticm,Abniel ¡Marat

Hr«Hrtttv OOOVOU . Arqueología, ]axéA. Peldez . Bajo el signo del amor,'13rancisco Alaro: Paoli . La sustituta y otros cuentos, ]uan Lopez Bauza

. Repams dcl espejo. Versos apóo'ifos de Sor Juana Inc'sdela Cruz, bianual

de la Puebla

20. Libreta de sueños, Myrna Nine: 21. El comón fuera dcl pecho, jorge María RascalledaBercedániz 22. Palabras en el tiempo (1948 1993), FranciscoLluch Mora 23. ¡Ay, bendito!, Carmen Alicia Morales

24. Te traigo un cuento, Lui: LópezNieves (Compilador)


Juan López Bauza

a sustituta

] ¡ yotro Gentos ¿

EDITORIAL

DE LA UNIVERSIDAD DE

PUERTO

RICO


15 dc marzo

de 1997

PIT/440 . L58 387 1 997

Aqmy ahora, colección creada y supervisada por el Dr. Iosé Ramón de la Torre Primera edición, 1997 © 1997, Universidad de Puerto Rico ISBN

0-8477-0284-7

Tipografía: Iván Quiñones Diseño de portada: José A. Peláez Fotografía de portada: Víctor Vázquez Impreso en los Estados Unidos de América Printed

in the United

States of America

EDITORIAL DE LA UNIVERSIDAD RO. Box 23322

DE PUERTO

RICO

San Juan, Puerto Rico 00931-3322 . Administración:

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Dpto. de Ventas: Tel. (787) 7588345

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Contenido

Entrada

....................................................................

Intrusión

de metales ..................................................

1 9

Pcrmutacioncs para la dcfcnestracién trágica ............ 13 ¡¿Que qué?! ............................................................ 37 Rcsbalando

.............................................................

47

La sustituta

.............................................................

53



Entrada

omando en cuenta sólo la fachada,diríase que el café, apiñado entre una galería de prendas finas y un restaurante mexicano, daba aires de cosa mala, de conciliábulo, prostitutas y alevosías. Poco podía adivinarse a través delos cristales, cubiertos

por una costra de sucio difícil que los ancblaba y oscurecía, salvo algunos movimientos fracturados y las vibraciones de una luz de neón. El interior, en cambio, impactaba, primero, por la limpieza, y segundo por una atmósfera de refinamiento y cosa seria: tenían repu tación sus panes, sus reposterías y el café importado de cuanto sitio del planeta, que se despachaba a precio razonable, tanto en grano como para allí, colado o percolado. En el techo, dos abanicos intranquilizaban el aire denso del aroma desplomado por todos lados. Contando a los tres dependientes, no más de diez personas ocupaban el local en aquel momento. En un rincón, una joven solitaria de cabello entre amarillo y blanco, limpísimo, recogido atrás en un nudo compacto, ocultaba el torso y la mitad de su cara tras las 1


hojas arrugadas de un periódico que sacudía un poco por causa de a saber que' nerviosismo, un poco por la excitación que le causabael fuerte brebaje malayo que sorbía lenta, lentamente.

Acá, un hombre

de boina

verde y anteojos perfectamente cuadrados, tomábase un pocillo puya sin despegar la vista enternecida de sus dos niños que, entre babeos y balbuceos sonorojerogliñcados, convertían en migajas media libra de pan flauta. Por el otro rincón, una pareja bellamente enamorada: él, pelo corto oscuro, bigote como empotrado sobre la cara, sonrisa similar a un apliqué de baño, ojos vidriosos, como matados; ella, negra fogosa y retinta, cabello apretado en muelles y resortes, cejas tan frondosas como labios, hermoso mentón protuberante. Las manos suyas, para encontrarse, atravesaban casi millas por un de'dalo de cigarrillos y talones colocados en la mesa como bajo los rigores de un sistema, en tanto que mirándose, besándose, sobándose, lamiéndose los rostros, se juraban amor hasta que Dios mande. En la esquina opuesta un muchacho anacoreta de espejuelos gruesos garabateaba signos indescifrables sin alzar la vista de las páginas amarillas. Los dependientes formaban un curioso trío. Una pareja de ancianos, 'a su vez los propietarios, cuyos rasgos físicos contrastaban severamente: él por su gordura estupefaciente y sus ademanes toscos; ella por su delicadeza y voz rebosante de cordiales maneras, por toda esa natural inclinación suya hacia el desvalido que le daba a cada gesto un aire de bondad ilimitada. Mas aun con tales disimilitudes, sus acciones parecían estar fundadas en un arreglo mutuo, en lo que no seentiende, 2


oye o percibe, sino que se supone por razones no expresas. Los asistía una muchacha joven y afectuosa, de rasgos añladísimos en ciertos ángulos y vagos en otros, que de no ser por la piel acribillada de barritos seria seguramente una belleza terrenal. Cuando

la señora hizo su entrada

triunfal

hubo en

todo el ámbito cierta noción de posiciones, una impaciencia progresiva que fue ganando el ánimo, la pérdida inaudita de la perpendicularidad con respecto al plano horizontal. El muchacho de los gruesos espejuelosquedó grandemente impresionado por sus zapatos: negros, crudos como el petróleo es crudo, de taco bastante estable, ideales para desatar unos buenos pasos de flamenco. Lejos de saber cómo ni por qué, sintió de improviso una injustificada agresividad contra ella, y mucho le costó permanecer al borde de la silla en vez de brincarle encima a la señora y arrebatarle los zapatos. La mujer negra, cuyo campo visual quedaba en dirección a la puerta, le prestó más atención a la orografía de sus contornos, al conglomerado del vello de la señora. El pelo: un complejísimo enjambre de moños y remolinos atornillados vertiginosamente, y de un matiz como si le hubiesen derramado la noche encima; las patillas, poca diplomáticas, desparramadas a manera de alfombrilla por los lados de la cara hasta derrumbarse en la papada como una barba de corsario; en los brazos unos pelos

largos y prietos, formidables paraenramarlosen trenzas, contrastaban acusadamentecon su piel de grasa cruda, a través de cuya membranosa superficie aparecía una retícula horripilante de venitas en diferentes azules, abajo, sumergida, como una escritura antigua; era el 3


mismo tipo de pelambre que sobre el labio le formaba un bigotillo duro y mal cuidado. La prieta, al verla, mudó de color, mudó de palabra y voz, y procedió a aferrarse tenazmente a los brazos de su amante para evitar que hubiese allí una escena. Y efectivamente, no hizo el joven muchacho más que verla pasar por su lado que ya estaba forcejeando con su novia para caerle a la

señora y darle de bofetadas.

El hombre de los niños, por su parte, asumió velozmente una actitud defensiva ante la intrusa, obs-

truyendo con su cuerpo cualquier tipo de contacto entre ella y las criaturas que ahora se bebían los mocos en un llante'n de miedo. Entretanto, a su lado la muchacha del pelo bonito se había quedado como inhibida de actividad motora en su grupo muscular, pero resistió, sentada, fingiendo la lectura, quizá para no catalizar un proceso que ya comenzaba a estremecer las cosas desde lo más alto hasta abajo.

De repente hubo un movimiento brusco detrás del mostrador, como si se hubiera soltado por allí un jabalí. De hecho, así fue como reaccionó el obeso propietario no obstante la edad, conservaba aun los gérquien, menes

de una fuerza

hercúlea

al ver a la señora

entrar. De un zarpazo echó a un lado a la asistente y se precipitó en dirección a la mujer, mientras su esposa, siempre cuerda, siempre ecuánime, opuso el cuerpo a su paso para evitar que se armase el gordo. La señora, entonces, se arrellanó de inmediato en una de las sillas vacantes, con movimientos

metódicos

de las extremidades, simulando una timidez poco 4


convincente, respondiendo sin lugar a dudas a un plan hace tiempo formulado y practicado once mil veces. ¡En que' podemos servirle! la interpeló a grito el dueño como si algo entre los dos impidiese que la voz viajara.

La señora, amable ella, respondió que por el momento no, gracias, al punto que el patrono emprendía una nueva embestida que su mujer detuvo en seco con una mirada férrea y el dedo en alto. El hombre de los dos niños se paró un segundo y llegó hasta el mostrador, en donde se hizo de un bollo de servilletas para soplarle a los niños las narices, pues sus lloriqueos continuaban, y sumados al ruido que la muchacha rubia se empeñaba en hacer con las hojas del diario, aquello todo era ya un alboroto francamente molestoso. Pausadamente, moviendo sus dedos como por cordones, la señora introdujo la mano en la cartera, de donde extrajo un diminuto monedero de felpa violeta, apestillado por un cerrojo dorado, y en los lados un diseño sencillísimo de pagoda china. El muchacho de gruesos espejuelos, observándolo todo tan de atrás que casi veía su propia nuca, quedó atontado ante la revelación: una ojeada era suficiente para sentir el fallo en la respiración, en la boca los labios del cerrojo, en la piel el dolor de las costuras de los hilos de oro que sobre la felpa caían en bocetos orientales. Poquísimo había que meditar para saber que nada bueno podía salir de allí. Con los dedos amorfos y torcidos la mujer fue tantcando

los confines

del monedero

como

si imitara

la

ceguera, y entonces, de golpe, dejó libre el pestillo que se abrió como fauces prestas a tragar, a atragantar... 5


Al segundo todo el desorden de periódicos viejos olvidados por las esquinas, sobre las mesas, entre las patas de las sillas, fue salvajemente succionado hacia el fondo del monedero. Las hojas del diario de la jovencita del pelo recogido fueron también bruscamente arrebatadas de sus manos, y volaron como un bando de palomas hacia la misma región, seguidaspor un barullo de tazas decorativas aburridas sobre una repisa, al igual que otras tantas colgadas de unos pernos en la pared, todo a una velocidad de relámpago y sin aparente incremento en el volumen del monedero. En tanto que de la pared comenzaban a desprenderse cantidad de cajas y chucherías culinarias para colar cafe'de modos versátiles, los presenteshacían lo indecible por ganar un

sustentáculo en la mesa,en el codo del tabique, y evitar ser.también ellos succionados. Dos largas bombillas fluorescentes reventaron con grande estruendo, formando sus fragmentos dos nimios remolinos de vidrio y polvo blanco que el monedero procedió a engullir ñeramente; cuatro lámparas de vitral colgadas con cadenas de una viga fueron desprendidas con violencia y también succionadas (las cadenas parecieron, por

fracción diminuta de tiempo, una lengua bífida que se esconde en la fauce de una víbora), seguidas muy de cerca por ambos abanicos despedazados,el letrero de neón que nunca se supo qué decía, todos los granos de cafe' en fila india como una interminable

concatenación

y cinco bizcochos de chocolate escondidos tras una vitrina, habiéndose rendido sus cristales tras combarse

a un punto increíble.


En eso los dos niños, perplejos, agarrados de mano, sin un gemido, cruzaron los aires acompañados del retrato

de una

bailarina

tailandesa

arrancado

de la

pared, mientras el hombre de la boina verde, con una mano libre, hacía un gesto tristísimo por rescatarlos de las entrañas del monedero.

Resultaba

curioso

ver cómo

los objetos más grandes el cuerpo de la dependiente parapetada detrás del mostrador, por ejemplo, el mostrador mismo, o la antigua coladora de café entraban al monedero con una facilidad que daría a pensar en la rutina, conservando su figura intacta hasta

ya en el pestillo estrecharse de repente y perderse de vista; pero todo ocurría tan de pronto y hasta parecía imposible precisar el método de chupe. La muchacha rubia entró asumiendo una posición de clavado, perseguida por una silla y por la anciana que entró con las ropas tan raídas, tan destrozadas, bueno, prácticamente desnuda. La pareja de amantes, quienes se habían lanzado al suelo con la falsa idea de que a un nivel inferior la succión sería menos apremiante, no quedaron a salvo de la fuerza del monedero, y entraron juntos en un número de lo más comprometedor. El hombre de la boina verde y el muchacho de los espejuelos gruesos entraron casi a la vez, mas fue difícil distinguir sus expresiones pues se confundieron con una butaca y varios litros de leche que vinieron volando de algún depósito trasero. Las mesas, atornilladas al suelo y últimos reductos de resistencia, se torcían como palmas de coco azotadas por vientos ciclónicos, hasta ceder finalmente una a una con crujir de astilla y maderas resquebrajadas.


Ay, pero que'bueno que aun en las situacionesmás gravespuede pescarsesiemprecualquier cosita de ésas que empujan la sonrisa. Y la tal cosita fue la succión del inverosímilmente gordo dueño del cafe',quien, incapaz

de prolongar su abrazo a unos tubos de gas,entró en el monedero de culo, con los labios haciendo trompa y los cachetes de cerdito, semejante a un gran pañuelo que en amarillo cruzaa negro por el puño del prestidigitador, vertiendo así una nueva luz sobre la parábola de pasar un camello por el ojo de una aguja. Una vez quedó el local desprovisto de revestimiento, adorno o complemento, la señoracerró el monedero, lo colocó de nuevo en la cartera, y salió silbando como soberana de un imperio.


Intrusión

de metales

...butl

heard :; murmur,

somethinggonewrong with the silence... Samuel

Beckett

e' que ya ninguna potestad mayor me habrá de revelar el cómo ni el por que'del impulso que me llevó a la cocina a semejantes horas de la ama

nezca. Mi rústico entendimiento intuye, alo sumo, quc ñle una censurable adicción a la nicotina; en cambio

todo parecía fraguado, y mis impulsos, respuestas.Pero no busco fingir la inocencia total, y menos insinuar que he sido Víctima de traición o de injusticia; tampoco pienso desgranarme en un rosario de acusaciones; lo que sucedió, pues, sucedió, y sólo el mecanismo de secretasdecisiones, propulsor de vueltas, ascensos,saltos, tumbos, tantas caídas del alma, podrá ser suficiente mente explicativo. En fm, admito que me desperté de golpe, aterrado

por una lanza que se clavó en lo más profundo del 9


sueño, e inadvertidamente,

alterado casi, en cortos

intervalos la respiración, agarré los cigarrillos y sin pensarlo me dirigí a la cocina. No fui capaz de espantar las ominosas vibraciones de la casa en penumbras, el cirnbreo apremiante emitido en lo alto dcl tccho, cl aire afilado colándose en suspiros. Sentí la casa roncar, las sillas, sentadas, gemir; el marlin en la pared no se' si lloriqueaba, y turbado por toda una dejadez, por un sorprendente deseo de tirarme o incluso de irme de bruces, me escurrí tanteando a ciegas por la galería, tropezando aquí y allí con unos tiestos de begonias colocados a lo largo de una balaustrada no más alta que la pantorrilla, hasta llegar a la cocina muerta. Procedí enseguida a sentarme en lo bruno de la noche, a encender el cigarrillo y fumarlo, pausado... La luz de la luna se desgarraba por las celosías, en fila india, buscando con entusiasmo infantil jugar con el cordón de humo: lo vi formar momias, árboles en el colmo del otoño, danzantes en trance rítmico; vi a su vez al humo,

menos infantil que la luna, reprobar los inquietos retozos y subir en línea vertical hasta en el techo deshacerse como un hongo. Al principio me pareció ser un simple ruido de búho, mas luego lo.percibí cercano, lo escuche más humano.

Lo escuché

sin moverme

de sitio:

un llanto

aguantado, contenido, que si no por lo tarde de la hora sería quizás desenfrenado, altivo, sometido al desquicio. Sereno, lo escuché por tres cigarrillos y fue entonces cuando tuve la certeza de que manaba de la casavecina. Debido a la oscuridad imperante en la cocina no tomé precaución alguna al asomarme por la ventana: 10


alguien también fumaba en la casavecina. Fui testigo de un excitado caminar, del vuelo intermitente

de la

luciérnaga del cigarrillo; supe de unos ojos hemisfe'ricos que indagaban una calma, una paciencia,y temí mucho escuchar nuevamente aquel aHigido llanto. Mas hora era en que el mundo se fragiliza, y distinguir entre un vivo presentimiento y una trastada de los sentidos era batallar contra ñJerzasimposibles. Pero atendí al nuevo sollozo y no se'cómo supe que algo de urgencia se teji'a en la otra morada: la ausencia cabal de luz descollaba entre los temas de la noche, y el llanto impregnaba la masa del silencio como infinitos ríos que inundaran infinitas cavernas. La luna, entre unos bultos de nubes, miedosamente se metió.

Este tornillo de tan descomunal peso... tal vez... no, no se' de dónde vino

declamó la voz llorosa,

fracturada por unas pausas temblorosas, que buscaban adueñarse de sus palabras. Cinco cigarrillos, hervía ya el agua para colar cafe' en la cacerola. Temi'a cavilar demasiado, permitirle a la imaginación hacersecargo; sospechabaque mi alrededor podría ser un espejo cuya cara reflejaba las imágenes pensadas,fantaseadas,no las contenidas por los átomos; me estremecía el posible efecto, tal vez trágico, de una irresponsable y desquiciada licencia de la quimera sobre el débil mundo de aquella hora tan voluble. iOhhh, clemencia, clemencia por esta tuerca...! oí la voz mascullar como si confrontara puñales, como si su entera vida se proyectara en eseinstante dentro de una vertiginosa serpentina. 11


A duras penas cole'el brebaje, y, como un ratoncillo, introduje tres de mis dedos en la caja de repostería sobre la mesa, extrayendo, quebradizos, dos secantes y un bizcochito

de crema.

Proponía llevame la taza a los labios cuando advertí una fracción de grito, un balandro de fm, de repente agazapado, amordazado, seguido por un sonido de denso derrame, de melón de agua, bolsa de mermelada, vejiga tajeada, seguido por el cóncavo de un silencio, vaho de viento, de conciencia, de cosa muerta.

Impulsivo, destroné el bizcochito de su cuidada arquitectura con las manos convulsas; pálido y con

fundido llevé a la boca el caféy entoncessentí dentro de la taza otra sustancia que no ya el líquido ardiente: sentí un tintineo de campanas.De improviso, la taza comenzó a pesarme una barbaridad. Me puse en pie, corrí, corrí acobardado, volque' la taza y contemple, en cámara

lenta, cómo las figuras de un tomillo y de una tuerca se mezclaban con el café y derrumbábanse juntos en el

fondo de la pileta. Una descarga de miedo corrió por mi piel como un reguero de pólvora; un minúsculo papalote sobrevoló los lugares más secretos de mis entrañas; y no pude impedir que el vómito, cruel, como un tren, me partiera en dos, sin voz, sin noción.

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Permutaciones

para la defenestración trágica rujido, sí, como de gravilla entre el neumático yla senda quebradiza, o como el de olas batiendo rocas contra orillas, ese fue el ruido que sacudió a ]osefma de la Esperanza y Alcántara de las profundidades del trance onírico. Uno que viene y uno que va, se dijo, en referencia a los días, antes de autorizar a la claridad anclada en su aposento apuñalarle los luceros. Sendase suavemente marcada; mareo mañanero

que resulta al desenfocarse los sueños y esclarecerse el mundo tangible, a veces aliviado por el alcoholado Eucaliptino impregnado en un pañuelo embollado en la mano siempre, cuyo efluvio tranquilizante penetraba sus fosas nasales ni un manso arroyo de serpientes, y confluía en su cavidad del pecho con otros aires atorados

allí adentro que, oprimiéndola, ocupándola, dejábanla abandonada

al filo

de lo más alto,

recordándole

el

silencio inquietante que antecede a cada infarto. Respiró con volumen y concentración: se diría que comprobaba que aún pudiese hacerlo. Mantiene el viento por tiempo 13


dentro, luego exhala por entre labios que asumen actitud de trompa, produciendo, acompasadamente, cortos pero armoniosos silbidos. Con dificultad logró desentender a los barrios más lejanos de su enorme cuerpo del magnetismo al que los sometía la cama, y esforzándose como

lo haría una caracola

descomunal

molesta

por el fardo de su concha asombrosa logró ponerse en pie. Observar, ciertamente con alguna ternura, la manera en que su cara tendía a precipitarse, la penosa firmeza de sus mofletes y papada y carnes guindando, sería suficiente para resumir la dificultad que hallaba en el simple acto de estar; y aunque siempre fue admiradora de lo que palpita y se eleva, del gorrión que en la penumbra llega a la cima y canta; con todo y que el mero ardor del viento contra su piel la convulsaba de felicidad, la sórdida espera de un nuevo infarto, penosamente, la desgajabade eseconvulsionado regocijo y le hacía los días abominables. Pausada, llegó hasta el ropero de donde extrajo la bata de seda y las chinelas de paja, saludando entretanto a boca abierta la intrusión

por la ventana del fresquito ligero de esa hora, que no obstante su suave cadencia, descendía por su garganta peristálticamente, con decidida dificultad, como si fuese en vez

bola de lana. saturada

de miel

rancia.

Mas una

vez pasado ese inicial trago, de pronto... ¡sorpresa, sorpresa!, sesentía de pronto segura y saludable, augusta, hasta elástica, rayana en la mocedad. El efecto erosivo

de unas profundas gárgaras de agua tibia y sal de Eno dejó los arrecifes tajantes producidos por los ronquidos y la natural excresión flemática retorciéndose en la pileta del baño, vació la escupidera que en el transcurso 14


de la noche le sirvió para más cosas que escupir; permitió que el estuche de plata ornado con el relieve de sus graciosas iniciales fortaleza de la nitroglice rina

se acurrucara

cómodamente

en el fondo

del

bolsillo de la batola; y una vez en la cocina sintió el reflejo del reloj en el cristal de la alacena cruzar frente a su vista como una cigarra en fuga casi marcando las ocho

exacto.

Antonio Rodríguez, flotando casi en la paja cuadriculada del cojín de conductor, presintiendo la inex orable cementización de las nalgas, sabia, como revelado por una centella fulminante, que sería el día más largo que hasta entonces le había tocado. Maldecía con modestos atropellos su malsano y bueno y débil carácter, su indigente capacidad para negarse, conduciendo sin la conciencia del acto, dado por completo a desenmarañar de su propio enredo la razón que impidió decirle a Bruno que no, que hoy no puedo sustituirte en el de las cinco, chico, que necesito el descanso, cada vez más escaso, que ya los amaneceres me revuelcan el hígado que no es juego, anda, por lo más que quieras, no me pongas de nuevo en esta situación... Pero el Bruno ruega quete ruega, próximo a caer de rodillas, por amor al Santísimo, Toño, que no te lo vuelvo a pedir, Toño, e intentando aplanarle el corazón con el rodillo

de la culpa le bajó con lo del nene y el hospital, tranquilla para lograr su capitulación, sí Bruno, cómo no, despreocúpate, aquí siempre para servirte... Ahora, sin embargo, aprisionado tras la disparatada rueda del guia, intentando cavilar por sobre el alboroto del cuenta 15


monedas a su lado y de las partes flojas de la guagua, desatento por las cinco tazas de café y ofuscado por la interminable tarea de manejar el dichoso vehículo por las siguientes ocho horas quitando, claro, el breve almuerzo, y uno que otro receso para estirar la mente y las piernas maldecíase y execraba la buena bondad de su espíritu. Sometido por una fuerza ajena a su voluntad y gobernadora de su atención, desvió una y otra vez la vista de la carretera dirigiéndola empecinadamente hacia su reloj de pulsera; atisbó el conocimiento del aparato con mayor frecuencia que de cuando en cuando, con una perseverancia maniática, percatándose con mayor claridad cuanto más lo hacia, que a esa hora no fluye el tiempo como vuela la semilla del árbol de bellota en el viento, sino como resbala la esencia del vidrio en la ventana o como crecen los anillos del tronco, sin la

soltura deseada,y de inmediato aborreció la parsimonia en todas sus manifestaciones,

clavando instintivamente

el pie en el acelerador sin importarle la alarma de los pasajeros quienes clamaban casi escandalizados por un método más tenue y que seguramente se apearían en esquinas y paredes no anheladas, no sin antes dirigirle unas miradas atónitas que llevaran condensadas en un solo instante incredulidad, censura y grito. Hizo un esfuerzo casi sobrehumano por suprimir la tentación que le impulsaba hacia el abismo del reloj, y la ilusión de que el tiempo es más veloz cuanto más se ignora ganó casi enseguida su cada vez más volátil tempera mento. Al cabo de un rato, que a él le pareció interminable, recordando que la última vez que sucumbió a la tentación del reloj éste marcaba las siete y treinta y tres, 16


tuvo la certeza de que debía estar tocando ya eso de las diez. El terrible cronómetro, protegido por un resuello de blando asfalto y el sopor de la ciudad en descanso, a poco indicaba las ocho exacto. Las escandalosas pataletas entre Arturo Marieta

se habían

convertido

en una

José y

ceremonia

tan

frecuente como la de cepillarse los dientes. Iniciábanse por lo común sin respeto a la hora, y hasta en más de una ocasión tuvo la policía que intervenir por intimación de los vecinos. Y por qué no señalar que las paredes del

edificio eran de un grosor de papel chino de arroz, y aunque ellos ocupasen el piso treinta y cuatro, los chillidos de ella traspasaban como agujas clavadas, haciendo hasta en el primer piso ardua la tarea de cubrirse con la almohada los oídos y lograr detener en seco el vómito sonoro con que Marieta pretendía magullar a su marido. Pero, ¿yqué eran las admoniciones de ella comparadas con el escándalo que armaba Norberto, un pekine's majaderísimo, sino un poquito más que nada? Cuando esto ocurría entonces sí que no quedaba otro remedio que llamar a las autoridades para que restablecieran la paz en esta vida. Aquella mañana, la reyerta comenzó antes que el alba. Siempre comenzaban gritándose en voz baja, de modo muy gesticulante, buscando mantener a Norberto en la ignorancia; éste, una vez percibía las voces violentadas, sealteraba todito y procedía a brincarles en la cama, desprendiendo de los colmillos como capullos finos cordones de baba, hasta que Marieta enrollaba el periódico y le pegaba en el hocico, rebotando e'l nervioso y sobresaltado con una 17


queja entrecortada sólo para continuar la diatriba canina desde el suelo. Pero aquella gloriosa madrugada los murmullos no fueron de mucha duración, y ya antes de las siete la mayoría de los inquilinos sabía que Arturo Iosé había llegado tardísimo anoche, ocultme entre la nata sudada de la camiseta y el gabán de cuadros un olor a sexo enfermo, y en no menos tiempo se hicieron palpables los alaridos de Norberto protestando con furia, un llanto estentóreo, un cristal que se desbarata con un ruido lamentable de fogata, y el eco de un gemido viniendo como a través de una nulidad... Y más allá del lacónico llanto se escucha una puerta trancándose con ferocidad, amortiguando por esetan breve instante uno de los múltiples bramidos de Norberto, que continúa vociferando impulsado por su propio instinto. Poco antes de las ocho, Berta, la mujer del piso primero, logró atrapar la imagen de Arturo Iose' saliendo a la calle por la puerta principal, con el gabán de cuadros sobre el hombro izquierdo, sobre la camiseta sudada, sobre la cólera de macho encabritado, y lo siguió con la mirada hasta perderlo al doblar con movimientos particularmente militares la esquina de la calle las Praderas. Pilas de mierda son los dos... ¡y a esta hora!&

Que' madre, ah, se dijo con no mucho consuelo, y que ponerse malita la madre con un día tan bonito, en tanto se arrojaba con desenfreno a lo inesperado tras la comba de las curvas, cruzando carriles con una temeridad

escalofriante, sin noción de lo lícito y con poca de la cautela, presumiendo que a esahora pocos se aventuran por caminos rurales, sobre todo en un día como hoy, 18


habiendo regado el sol trastabillado esta luz amaran que se posa como un pájaro sobre la lata roja del carro... Con la intención de derrotar el sueño, cantó a viva voz primero, siguiendo el compás de la radio apenas per ceptible tras un sunami de estática. Lo interrumpió, por un lado, la ronquera, y por otro, un ardor atrapado en las mallas del alma, fruto de la culpa horripilante de

que el aquí, cantando de lo lindo, y la madre allá, gravísima, muy delicada había dicho la vecina por teléfono, intensificando la noticia con una brevedad aterradora. Concluida la melopea, bajó las ventanas sin

fuerzas, con el mismo desgano que experimentaba al confrontar un cuerpo de agua en la noche o una escalera alfombrada, suplicándole al aire que le abofeteara, que le mordiese la piel hasta la sangre casi, para que la culpa, disfrazada de sueño, cogiera las de Villadiego. Lo próximo es que comenzó a divagar hacia un remanso de recuerdos, hacia regiones soterradas de la memoria

en donde, como en un escenario dividido, aparecía el espectro de la madre anidada por la enfermedad a un lado, y en el otro la madre en la flor de la lozanía, hallando ambas figuras, simultáneamente, irreconci liables e idénticas. Presa de este delirio, olvidó los rudimentos de conducir, de oprimir el freno o el acelerador, hacer girar las ruedas, cumpliéndolos no obstante de manera mecánica e inconsciente,

ahora en

silencio, ahora percutido por una jaqueca columpiándose entre el occipital y el reverso de los ojos, allá donde es común que ardan hogueras de fiebre, convencido a ratos de que era víctima de una inexplicable parálisis, vedado de ir y de venir, de encontrar o ser encontrado, 19


confuso con respecto a su propio movimiento. Esporádicamente dicho estado de su mente quedaba inte rrumpido cuando una caca de pichón se espachurraba contra cl parabrisas o un insecto era igualmente ejecutado. Pero un segundo luego volvía al hermetismo, al marasmo de su mente, donde quedaba en evidencia su incapacidad para defender la justicia de sus decisiones contra la culpa de haber desertado de sus deberes de hijo. Entretanto, la voz ululante de la madre, pescada del recuerdo, repetía hijo malo, mal hijo, y él, entre respetuoso y afligido, respondía que tienes razón, madre mía, pero tampoco es justo que así me conmines; y digame quién que vive con la madre por tiempo dema siado no acaba detestando sus innumerables

manías, su

insistente actitud ante todo, físicamente repudiándola cuando la escucha decir marfil o salamandra; quién en esta situación no acaba sin otra opción que la de huir de casa con asco y mucho miedo; y para qué recalcar que desde que se fue a la ciudad del norte había desechado casi por completo el cuidado de la madre, manteniendo un contacto mínimo gracias a distintos subterfugios, que si el desbarajuste en el negocio lo empuja hacia el desmejoramiento, sin tiempo para la lectura, el propio entretenimiento,

la alimentación,

en ocasiones hasta el

aseo personal-, si bien de vez en cuando le escribía para decirle: Madre, vivo para el trabajo; pena que siento,

hijo, avalaba ella a la semana, con más cinismo que genuina aflicción. Secó con la manga de la camisa una que otra lágrima estrujada del pasado y supo, como por vez primera que la llamada de la heralda penetró su tímpano con el furor de un chorro de agua fría poco 20


antes de las seis; que no demoró más de un cuarto de hora en vestirse y caer dentro del carro; y partidario de la urgencia que encomendaba la noticia, se impuso el deber de hacer un tiempo excelente poco menos de tres horas es razonable estimar, y que una vez en las periferias de la ciudad debía tomar la autopista que va al Barrio Primero, de allí coger la salida de la abigarrada calle Mascuelos y seguir por ella hasta la intersección con la Avenida de Todas las Torres, coger esta y doblar en las Praderas hasta Infantes, ya que intentar una escaramuza por el tráfico de Belén le parecía, a esa hora, una ingenuidad imperdonable. El desenlace, sencillo: no más de una cuadra, alrededor de la manzana

hasta los Chinos, estacionar en cualquier sitio. Minutos antes de las siete se cruzó en su camino la figura desafiante de una vaca aterrada. Se apeó del carro, y seguido estropeó el silencio la acústica de sus gritos desaforadosque, entre los demásdel bosque,descollaban por su poca armoniosidad. Hipopotámica realmente no era, aunque sí en carnes metida, poco pelo revuelto en un destemple de calvas, piel antigua, desgastada, casi como si fuese de seda, ojos color adobe. Verla nada más era ya una experiencia,

y más cuando le daba con engalanarse como lo hacía aquella mañana: blusa colorada con onomástico alfiler IEA en montura de oro incrustado con glaucas piedras, manga corta, mostrando brazos laminados por sin número de esclavas y brazaletes de metales preciosos y adheridos a la piel con el rigor de un fakir, en orden metódico, de mayor a menor circunferencia, como 21


queriendo dirigir la atención hacia los dedos igualmente martírizados por una multiplicidad de sortijas de soez riqueza en mayor y menor suplicio; pantalones lila cuyos ruedos, espectacularmente encampanados, parecían capuchas de monje sobre sus pies de estaño, a su vez recogidos en chanclas de paja y suela de goma. Cada paso de ella era una intimidad, ver sus pies deprimir la madera, la baldosa, el concreto en la acera, era creer que hacía del suelo fontanelas. En esa facha, cartera de cuero nada pequeña en una mano, fuete para fustigar ladrones en la otra, descendió con una par simonía

francamente

admirable

la escalera enroscada

como el nudo de la horca a la jaula delimitadora del ascensor, hace años en desuso, malamente iluminada

por la claraboya, opacada por las capas y capas de mierda de chango o paloma. Y si se afina bien el oído se le escucha musitar con un hilo de voz, Cristo

del Gran

Suenen esas trompetas... y Poder..., Alabado..., otras cosas de fervor. Hasta daría la impresión de que cada escalón encarnaba para ella un casi imperceptible detrimento del cuerpo, a su edad, una alteración capaz de desencadenarprimero el silencio, luego la taquicardia, y finalmente el infarto entero, y de que en una manera más o menos metafórica veía en sus pisadas las de San Pedro sobre el mar encabritado. La meta suya era el banco, a pocas cuadras de allí: bloque y medio por la calle Palacios hasta Praderas, y de allí dos más hasta la esquina de la Avenida Entendidos: le haría bien la caminata, la ducha de sol, hacerse de un ramillete de

nardos para con el perfume de vuelta alegrar el cuarto, 22


el Céfiro sutil le enjuagaría en baños de María los pulmones. Una vez en la calle le advirtió el reloj giratorio de la farmacia en la acera opuesta que ya eran las nueve con cinco.

Lentos

se le hacían

los minutos

como

deslum

brantes los charcos de calor sobre la prieta cinta de brea, y reconociendo lo inevitable del momento, comprendiendo la voluntaria encarcelación de su estado, concluyó que era inútil malhurnorarse, desquitarse con los pasajeros; clavar el pie en el freno, por ejemplo, pararse, y, agarrando por las greñas a la anciana de las gruesasgafas verdes, a quien había recogido dos bloques atrás y que andaba aún por la guagua desordenando y dando tumbos como un globo de helio sin mano dueña, obligarla con severidad a ocupar un lugar. Pero no, intolerable la carga de conciencia, el manojo de greñas arrancadas de cuajo, de raíceslevemente ensangrentadas, la anciana a llanto

tendido,

acariciando

con la mano

temblorosa el lampiño cuero cabelludo tierno tras el desyerbe, y así otras tantas cosas que serían el seguro resultado de tan deplorable conducta. Igualmente nefasto hubiese sido provocar un altercado con el trigueño del afro inverosímil, a quien le faltó una moneda

para completar el pasaje y que él, idiota al fin, puso de su bolsillo. Aceptó entonces la asepsiay la contemplación como método para consumir las yerbas del enojo, y casi sin saber cuando ni por que' se perdió en meditaciones acerca del fuego y del tiempo. Pensó, primero, en la imposibilidad de demostrar con validez que dos personas que observan la misma llamarada ven exactamente 23


lo mismo, que reparan la misma intensidad del azul eclosando en la base del tronco, de tono plomizo o poco más oscuro; que se percatan ambos del amarillo como abultado que, por un momento absurdo de breve, parte la cúspide encendida en dos lenguas menores-, y así con cada torcer y retorcer del plasma, con cada sesga de la flama, con el más deleznable retozo de la brasa, en cuyo corazón late un tiempo minucioso, atómico, como estupefaciente el de los astros y el vacío. Así dedujo que, de ser cierta su conjetura, habría entonces que aplicarla a cada ola del mar, a los bultos en el velamen de un buque, al grado de bermejo en la cresta de un gallo, a todo, incluso al transcurrir de las cosas, y así

justificó lo exiguo del reloj, del tiempo común, qué rayos, se dijo, si cada cual escoge la extensión de sus segundos... Despertó con una sacudida de pesadilla pues la obligación de detenerse en el tráfico de Enten

didos a las nueve era mayor que la de divagar. Pensó únicamente en terminar la ronda: última parada en Entendidos y Praderas, otro café, una dona, despejar la mente. ¡Qué cruz!

Duras las manos, palidecida cada coyuntura por la presión de las pétreas manos, aferradas al guía como queriendo desprenderlo del resto, como ansiando dejar su inviolable vestigio plasmado en sus palmas húmedas. Demorado ya, presintiendo la consumación de su origen, en cierta medida vencido y humillado el ala de la madre, en pleno vuelo, la sentía el rozarle cariñosamente la mejilla trató inútilmente de no pensar en todo aquello, entretenerse, buscar y rebuscar desesperado 24


elementos triviales y figuras desganadas.Sin saber cómo, se halló de repente tratando de explicarse el episodio de la vaca, colándolo frente a otros asuntos de más urgente melancolía haciendo fila en su cerebro: un campesino holandés reducido a lindes de Lladró, un enorme elefante

africano huyendo de una tormenta en un cuadro de la calle Reina, un pedazo de humo saliendo de una plancha Cosas así, tan unidas al recuerdo de la Pero la vaca había sido también un incidente

de carbón& madre.

tan conmovedor: clavada en medio de la carretera por un buen cuarto de hora, a saber si atormentada por visiones de sangre, mataderos y un futuro de filete; y él, de impaciencia y frustración, llorando, sin lograr con esto mover

ni un centímetro

a la bestia aterrada,

compungido ante la horrorosa certidumbre de que la piedad, Señor, la piedad, no es atributo del que se jacte la muerte, y que se llevaría a la madre sin esperar a su llegada, igual que una madre se llevaría a su hijo de cualquier lado, ejerciendo simplemente la tutela de su autoridad natural, quedando él al otro lado atado siempre a esas palabras que era tan necesario decir, apegada su alma a este ridículo de imágenes, ardiendo todo su ser al fuego lento de esaspalabras que había que gritarlas para que fuesen cargadas por los vientos hasta los oídos de ella. Extraviado en tan enloquecedoras profundidades, asoció, místicamente, a la madre con la vaca. No en un plano físico, por supuesto, sino más bien como un augurio, como un gremio de espíritus, parangonando al bruto con un iman y un desahogo,

buscando la manera de conducir y taparse los oídos a la vez, para no escucharsea sí mismo, para no padecer la 25


amargura del grotesco parloteo en los tambores de su mente, que, y a modo de burla, le traía de pronto visiones de ballenas y prostitutas japonesas, dejándolas ahí colgadas para que hiciese algo con ellas, para que también las parangonara con sabe Dios qué. Sin embargo, y pese al inaudito desorden de su abstracción, tuvo la lucidez suficiente para admitir que todo cuanto pensaba y veía tenía algo de semilla y pesadilla, de delirio que abrasa, que enciende, de ese cuando no

sorprende que un grano de arena pese como un volcán o un vértigo, como un denso cubo, como un cono macizo. Comprendía, en una región de su mente todavía con lucidez, que era incapaz de detener las mutaciones de sus facultades cogniscientes que, helándole la sangre, deletreaban silenciosa, curiosamente, vaca, madre, madre, vaca, en idéntica manera, utilizando letras y

puntuaciones en combinaciones nunca vistas antes, mas las palabras eran vaca y madre, no cabía duda, eran las mismas, exactamente

las mismas...

Lo bonito

era

saber que de expirar la madre antes de su llegada perduraría en su avatar la vaca, digerida por aquellos torbellinos del campo, perdida en aquella espesura verde, rumiando en feliz complacencia, con ese deleite reservado sólo para las reses: la buscaría nuevamente, le recordaría cosas de la infancia, vencidos por la hilaridad beberían ambos sus lágrimas, unas de vaca, las suyas de

hijo, le diría cuánto la ama, que nunca la odió, culparía a la soledad por cruzarle de sables el entendimiento, y ¡qué felices serán de nuevo!, su admisión de origen y evolución

imposibles

sin ella, su engendro

y su

pequeñez; pequeñez sólo comparable a la de su carro 26


de latón rojo, uno entre tantos otros compartiendo el tráfico de la Avenida de Todas las Torres a las nueve, sumido en el ombligo de la ciudad enconcretada.

Cuando la cólera y la sin razón ocupaban posiciones estratégicas en la constitución emocional de Marieta, ésta no podía impedir que una disposición de estatua le dorninase cada movimiento. Desde que Arturo 1056salió por la puerta dramatizando el enfurecimiento, con histrionismos de sentimiento e incomprensión, Marieta había permanecido sentada al borde de la cama, su cuerpo una tesela más en el mosaico de almohadones, colchas, frisas, un dedal de cobre, un nimio yunque de plomo, el diario semienrollado cubriendo

fotos decimonónicas

de años nuevos

en los

campos del río Septinlogogo. Separadas las piernas, dejaba sus dedos besar la losa fría del suelo; la falda,

fruncida alrededor de sus rodillas, ajada, poseía una textura rara que hacía pensar en el papel doblado; la blusa, desaliñada, de un color muy pálido, más aún que el de su cara, arrugada y abotonada sólo en sus tres botones bajos, revela una impresionante zanja acurru cada entre los senos. Las manos, huesudas, aprietan con excesivo aplomo uno tras otro cada cigarrillo, y el pelo, cogido arriba en moños desajustados formaba una especie de decadente torre 0 minarete musulmán; su silueta contra el resplandor de la ventana, rigurosa; las líneas de su figura, rendidas, ni pintadas por mano borracha o extenuada; a veces llorando contenidamente, a veces en mortiñcado silencio, siempre inmóvil. Nor-

berto, algo apartado de ella sin quitarle el ojo de 27


encima, ladrándole en ocasiones y en otras tan sólo gruñe'ndole, mostraba sus bicúspidos relucientes cada vez que se llevaba ella el cigarrillo a la boca. Todo le parecía ahora una insoportable repetición: primero la riña, seguida por el balbuceo, la gaguera, Arturo ]ose' punzándola con su brillante calidad de circunstancia, y luego, tirando duro la puerta, se marcha, abandonandola, sentada en la cama o el sofá, frente al odioso pekine's que no mostraba un átomo de afecto por ella, lógico, siendo siempre la encargada de censurarlo a fuerza de golpes, porque Arturo Iose' nada, a él podía pasarle un tren por la cabeza y creería que fue una intranquilidad de la luz, por eso Norberto era amores con él y lo defendía de ella como queriendo acusarla, tildándola, a su modo, de tirana. Pero la pantomima ya le asqueaba, como si ella ignorase que el muy sátrapa subía por Praderas par de bloques hasta la esquina de Amalia Méndez, en donde se sumergía en el cafetín, leía el periódico, perdíase en sí mismo masticando masas de trigo con bacalao, sereno por horas, si la intensidad de la riña lo ameritaba. Porque todo para él dependía de la intensidad de la pelea, intensidad que juzgaba por las manecillas del reloj en vez de por las mareas del alma olas tormentas de la razón, y entonces, seguro de que los animos habían cedido a períodos de paz y armonía, volvía como si nada, agravando de cuando en cuando la cosa con una rosa o un jazmín. ¡Qué asco de vida!, se dijo Marieta en voz alta casi sin poder escucharse por los ladridos de Norberto, me trata peor que a la toallita para bajar la olla caliente, soy su medio de subsistencia, flotandole los ojos en un 28


pantano salado, cloasmada la cara de erráticas marcas sonrosadas y blancas. Pensar que en un tiempo le amó, que una vez corrieron de manos por las avenidas poseídos por la insoportable felicidad de estar juntos, cantando y tropezando con los destos en las puertas de los comercios. Pero ahora las palabras cabrón y canalla subían, livianas, hasta sus labios con una facilidad indecible al

desfilar por su mente la figura de él, seguido por la mugre de sus estúpidos argumentos, que si me amas, no me amas ya, que si te dejo, que si me quieres dejar, que si tira que si jala que si empuja que si saca y estruja quete estruja quere estruja con sus majaderías llevándola a los confines mismos de la náusea, y esto se pasó de maduro a podrido, Dios Santo, ya no puedo con este animal que me quiere roer los tobillos, ni con este empellón del silencio que me empuja y arrastra hacia atrás. Inmóvil, Marieta, permanecía. El sosiego imperaba en la ciudad de esa hora temprana; las hojas de los árboles parecían no otra cosa que diminutas esculturas de aceitunado mármol, razón por

la cual resultaba realmente sorprendente el espectáculo de Josefina de la Esperanza y Alcántara marchando hacia el banco como si luchase contra un viento cebible

ondeándola

como

a una

bandera

incon

en movi

miento, asumiendo esa pose que por lo general asumen los corredores al cruzar las metas. El esfuerzo y la lentitud que en ella resaltaban no eran producto de la imposibilidad de hacerlo de otra manera; por el con trario, a su edad era sorprendente la agilidad y facilidad de movimiento

que conservaba, pero prescindía de 29


estas facultades por temores cardíacos, usted sabe, un mal paso, repentina falta de aliento, vértigo inexplica ble. En la esquina de Palacios con Praderas se topó con... con& la niña e'sta... hija de& de... de... casadacon Piruchi. En fin charlaron un rato, los nenes todos bien, gracias, si, el mayor en colegio, ¡cómo pasa el tiempo!, tu mamá la pobre, una santa ella, hay cuarenta por

ciento de probabilidad de lluvia, ¿tomas mucha agua?, y si la niña ésta no le hubiese informado que iba tarde para la cita con el médico Josefina de la Esperanza y Alcántara la hubiese mantenido cautiva por horas machacándole encima largas banalidades. Se bcsaron, se dieron los adioses con torpeza y algo de desorden, y cada una siguió por donde se le había asignado. Mientras

leía masticaba

lenta, lentamente,

cada

cantito de bacalao, como si fuera un animal en peligro de extinción,

tratando

de eternizar

en su memoria

el

sabor. Leía no sabía qué noticia sobre unos jóvenes asesinados en no sé que' cerro de las dulzuras y que el diario alzaba a nivel de escándalo público aquella mañana. Le ofreció el mozo otro café, pero el lo miró como asustado y dijo que no, luego de ver el reloj colgado encima de la cantina, y fue entonces cuando la imagen de Marieta le volw'ó envuelta en una niebla de

encajes.Una hora más o menos había transcurrido, tiempo que él consideró apropiado para regresar y hacer las paces. Poniéndose en pie estiró los brazos hasta por poco tocar el techo a la vez que torcía el resto del cuerpo hacia atrás, sacando la barriga, hasta alcanzar la curvatura de un plátano verde. Se puso el gaban de 30


cuadros, dejó la propina en la mesa, le dio los buenos días a don Porfirio sin mirarlo de frente, recordandolc que en la próxima pagaria el resto de lo que debía, y

salió a la calle con una petulancia ofensiva, sacudiéndosc el gabán con irritante pinturería, como si eso fuera a decir algo, como si el resto de la ciudad no lo tomase ya por pérlido y bacan. No había recorrido media cuadra todavía

cuando

recordó

las llaves olvidadas

sobre

la

mesa, y, como quien no quiere la cosa, dio media vuelta girando en el talón del zapato izquierdo y volvió por ellas.

Para distraerse y embaucar la monotonía del tiempo resolvió hacer rituales secretos de los sucesos del día, ceremonias del interior dio con llamarlos: desprendería un ligero vistazo hacia la izquierda si el pasajero subiendo era mujer, hacia la derecha cuando fuera hombre, hacia arriba si existía la lejanísima posibilidad de que fuese

hermafrodita, hacia abajo si era hombre pero no cabía duda que era esclavo de la vanidad de encaramarse en tacos de mujer; de toparse con un carro de procedencia japonesa produciría tres golpes sigilosos con el lápiz en el parabrisas, dos de ser europea, si norteamericana ninguno, exceptuando cuando los carros sean verdes o rojos, en cuyo caso el ritual mandaba dos bocinazos suaves de ser verde, y tres, pero estentorios, de ser rojo. Todo esto sin pasar por alto que debía operar la palanca de la puerta con el dedo índice de la mano izquierda al abrirla, y cerrarla con la palma desplegada de la derecha. La regla de oro del juego sería que nadie debía tan 31


siquiera recelar que lo jugaba; descubrirlo era cesarlo, era caer en la derrota. Por lo demás, Entendidos a esa hora estaba atestada de transeúntes y vehículos, lo que dispersaba el temor de carencia de sujetos.

Por lo general Arturo ]ose' nunca tomaba la misma ruta de vuelta a casa.Salió del cafetín en Amalia Méndez,

una vez recuperadaslas llaves, y emprendió su descenso por Chichamba, admirando las vitrinas para dar la impresión de no estar apurado. No podía cruzarse en la acera con hembra alguna sin que un deseo infinito lo forzara a volverse y estudiar sus postrimerías entre obsceno y lascivo, dejando escapar sobre el marco de las gafas de sol un repaso de fauno. Anduvo Chichamba

abajo, saludó con característica impropiedad a dos excompañeros de escuela superior que no veía hacía bastante, entró un segundo en la farmacia con la intención de obtener un jarabe para la tos que eventualmente decidió no comprar, y en la esquina de Entendidos se

detuvo para contemplar cosa

inaudita para alguien

tan indiferente como él a tres chicos jugando trompos con una intensidad y una competencia propias de rufianes y salones de billar, estupefacto ante el regocijo de aquellos niños que se rajaban los trompos unos a otros, sin reconocer en ello el propio porvenir suyo, sin descifrar los códigos de lo que le venía encima. Dobló en Entendidos y prosiguió, ahora con mayor temple, deteniéndose un segundo para comprar un jazmín el muy hijo de puta, asumiendo de repente esadisposición de sufrido tan transparente para Marieta, exagerando la congoja a sabiendas de que ya estaba al alcance de la 32


vista de ella, si por casualidad se le ocurría asomarse por el balcón... Y en tal fingida actitud continuó su progreso hacia el colofón

de su existencia.

A media cuadra de alli se aproximaba Josefina de la Esperanza y Alcántara fatigada, no obstante persistente pues reconocía ya el letrero del banco en la próxima cuadra.

Inmediata

casi a la intersección

de Entendidos

un pavor cercano al terror, causado por el carro rojo que pasó a su lado por la calle Praderas a una velocidad que le robó el aire, la dejó inmóvil, francamente paralizada. Si el carro hubiese atropellado al joven del gabán de cuadros que se proponía en ese mismo momento a cruzar la calle, ella hubiera sido sin lugar a duda uno de los testigos estrella. L0 vio todo tan claro que le pareció verlo más lento de lo que en realidad pudo ser; y lo quc es más, también le pareció haberlo visto más cerca de lo que estaba, como a través de un lente telescópica, puesto que pudo precisar con lujo de detalles el ceño rampante en la cara del joven, sus pupilas urgentemente dilatándose, el filo de sus dientes hundiendo la blandura de los labios: él, a punto de tirarse a cruzar, y el bólido aquel loco que prácticamente se le echó encima, dejándolo petrificado al borde de la acera, con el corazón en una mano y el jazmín en la otra, respirando ásperamente para no ceder frente a la

flojera de las piernas y el súbito sudor frío que le invadió el cuerpo, y el chofer de la guagua, también testigo de lo que por poco ocurre, que escarmienta al conductor del satánico vehículo con tres buenos bocinazos, para que sepa que lo hemos visto y que condenamos tanto su 33


negligencia como su diligencia, ¡bendito sea el Cielo, bueno que queda gente con rabia en esta vida! Sin detener su progreso hacía el banco, no pudo ella dejarse de fijar en la consternadora figura del pobre joven del gabán de cuadros quien despedía casi una zozobra líquida en carne viva, una tristeza mucho mayor que la cautela que empleó al cruzar la esquina hacia la acera opuesta. Tampoco pudo evitar ver el celaje en lo alto del edificio, el perro que caía sin remedio desde un balcón de los más altos, hasta aterrizarle precisamente en la cabeza al mismo joven que aun no había abandonado su visión. ¡Y qué curiosos son los prodigios de la mente! Porque acá la suya se empeñaba en hacerle creer, aunque esto por un instante impensable de diminuto, que no había sido nada, simplemente ese muchacho se había propuesto hacer el ridículo saliendo a la calle con un sombrero en forma de pekine's o en general de faldero, ¡ay santo, la juventud hoy día, como es! ¡Anda loca por ahí, loca! Y no fue sino el estruendo ensordecedor como cuando se agrieta el hielo, como

cuando se parte una avellana colosal, lo que le hizo comprender que también ése puede ser el ruido de los cráneos cuando se rajan, cuando son incrustados por pequeños canes, ¡A_ltísimo Señor!, y cómo se ha desplomado ese muchacho ni que lo hubiesen vaciado con una aguja, sin un quejido, bajo una niente de sangre mezclada con cierta mermelada de trozos entre

blanco brillante y rojo más profundo que la sangre. Y ahora que lo pienso, ¿no será esto el delirio? ¿Será la alucinación otra forma del infarto, o quizá sus primeros 34


vientos.> No, no, es obvio que no soy la única que ha presenciado la hecatombe porque ahí se ha quedado esehombre plantado en medio de la calle, boquiabierto y claramente absorto por la fugacidad del evento, oh, ¡Oh!, pero si parece que igualmente absorto se ha quedado el chofer de la guagua, Amadísimo, y alguien que le advierta a ese hombre que en cuestión de nada será arrollado, y mi garganta que se rehúsa a tejer voz, Encarnación Divina, que no tolero esta compresión en la cavidad del pecho, este encogimiento cruel del universo, la ausencia de balance, la ceguera fulminante que me cubre toda todita y me arrastra... Cie'rrase de este modo eslabonado

el último

anillo

el círculo.

Queda

de la ineluctable

así

cadena.

Sólo resta recoger los cuatro cuerpos muertos, diligentemente, para que no se escandalice mucho la ciudadanía.

35



¡¿Que qué?! ...comosi la vida recibiera depronto un estupefaciente y sepesentam "gida, coherenteconsigomisma, claramente limítuduy absurda. Robert

Musil

ouchred testeykadrsspunskichuud respondió el Oficial con una calma ya atrevida lindando en la ausencia de toda emoción y hasta del alma misma, tras haberle entregado el señor el grueso sobre, acompañado de la siguiente instrucción: Un sello, de primera, para este sobre, si es tan amable.

Hechizada de pronto su razón por aquel gruñido onomatopéyico en respuestaa su simplísimo pedido, se preguntaba él si no era acaso el gemido gutural pro ducido por la inesperada insuflación de gasesdel inte rior de un cuerpo particularmente indigestado hacia el exterior, o si, por el contrario, cabía la más lejana posi37


bilidad de que aquello que sonaba algo como vouchred testeykudsspumkichund estuviese dirigido a él. Impartida la complicada sentencia, el Oficial quedó plantado inmóvil como un árbol en las raíces de sus pies, mirándolo medio fijo y medio no, imprimiendo en su mirada un subjuntivo; mirada que negaba lo simple, lo visto a flor de piel, e indagaba, buscaba, rebuscaba debajo, tras sus ojos y su perpleja sonrisa; buscaba más allá del gesto y de la apariencia externa: con la mirada el Oficial buscábale el pensamiento. El señor notó que el calor amasado en el salón tenía efectos desafortunados, por no decir francamente lamentables, en la persona del Oficial, y por un momento atribuyó a esto la razón de su abominable incongruencia; era obvio el sudor en sus axilas, en el pecho de la camisa azul, en el filo apretado del cuello contra su cuello algo hinchado; grandes gotas, turbios líquidos, chorros sebosos fluían desde su calva, por las cejas y después el entrecejo, los párpados, los ojos verde claro, confluyendo todos en un nimio río que, con su corriente, insistía en arrastrar los espejuelos apoyados en el puente de su nariz. En bien poco tiempo el señor tuvo que sacudirse de la cabeza tan ridícula conjetura, pues no pudo establecer el vínculo entre la voz y la temperatura. ¿En que' aspectos podrían conciliarse la magnesia con la gimnasia, el grillo con la manteca? En ese momento no se le ocurrió ninguno. Se propuso entonces proveer de alguna sustancia a aquella hemorragia verbal, para él sin significado, cuya resonancia, no obstante, se intensiñcaba gradualmente 38


en su recuerdo, rebotando

contra los muros blandos de

su memoria. Prosiguió a observar, detenido, fingida la también dejadez, el mostrador frente al Oficial y frente a él, aunque separado por un grueso vidrio con la esperanza de hallar encima algún protector tipo de envoltura o migaja de pan o vegetal mustio, algo que revelase la presencia de un objeto atravesado en la garganta del ya un poco antipático Oficial; sólo así podía él estar seguro de que el vouchred testey kadmpumkich und no era un verdadero vouchred testey kadmpunskích umi sino un ¡Socorro! arrancado a duras penas, un sonido instintivo, un ¡Agua, Señor, que no respiro&l Sorpresivamente, esa primera observación dejó las cosasmás turbadas que entreclaras, puesto que sobre el mostrador yacían sólo papeles coloreados de tamaños distintos y distintas importancias, sellos, giros y cartas certificadas; además, ¿qué podría comentarsc de la incólume expresión del Oficial, cierto que sazonada aquí y allá con principios de impaciencia revelados por ciertas líneas temblorosas en sus labios, en la curvatura de sus párpados, en la tensión de la papada contra la corbata; líneas acentuadas por la cara de poco aludido que el señor mostraba? Nada, pensarse nada, aceptar, cabizbajo, la teoría de la quenepa en la laringe, de la pajilla de hojaldre en los bronquios, del polvo de mayorca en los pulmones, como un absurdo sobre otro absurdo sobre un absurdo

nuevo.

El Oficial, confuso por su parte ante aquella actitud de tan poca comprensión, fue primero empujando con 39


el dedo índice de su mano derecha los espejuelos hasta devolverlos a su posición original arriba, esparrachados casi contra las cejas y luego, con esa parsimonia habitual en la combinación de gordura extremada y calor, colocó suavemente los codos sobre el borde del

mostrador, acercó su cabeza a la ventanilla, y ya con la nariz humedeciendo el cristal exhalando aliento, repitió, esta vez de modo imperativo, aunque sin gritar: Vouchred testeykadmpumkich uud. ¿Qué azar del destino, pensó el señor, me ha traído a esta isla, a esta ciudad, a esta oficina de correos, a la ventanilla

tras la cual se encuentra

este demente

de

Oficial? Ah, pero de inmediato supo que el carácter ambiguo de esta consideración tan general jamás lo llevaría, lo que sedice jamás, a solucionar la problemática inmediata, compuesta de dos muy sencillas interrogantes: ¿Qué quería de él el Oficial? ¿Por qué insistía en comunicarse por medio de aquella enrevesada jeringonza.> Sí, porque jeringonza era aquello, el señor ni por un segundo lo puso en duda; y así lo confirmaba su recuerdo, que le subía ahora a escena los minutos anteriores, cuando, esperando callado su turno, sus oídos lograron lamer fragmentos de conversación entre los anteriores clientes y el Oficial; y si bien el cristal hacía no menos que.imposible descifrar desde su lugar las palabras de éste, eso no impidió que el señor notara el alto grado de satisfacción que mostraba todo aquél que tuvo manejos con el Oficial antes que él; pudo percatarse, sí, de cómo uno que otro salía contento, mostrando,

relucientes,

hileras de dientes, contentos, 40


sí, ¡por la diligencia del Oficial! Y lo que es peor: se devolvían mutuamente las gracias efusivas en lenguaje común y normal, el mismo que utilizó el al pedirle, cortés:

Un

sello, de primera, para este sobre, si es tan

amable.

Tomando

en cuenta

lo incierto

de la incómoda

situación, es de admirarse la cantidad de conjeturas t0das inconclusas, claro que cruzaron por la cabeza del atribulado señor. Al mismo tiempo, el Oficial comenzaba ya a dar indicios de una auténtica irritación, mezclada con un pellizco de ira y medio dedo de

ansiedad. ¿Serála casi completa ausencia de luz en este recinto la culpable de semejante deformación? se preguntó el señor, añadiendo: casi nada se ve ya... Volvió la cabeza alrededor suyo con la intención de confirmar su rara reflexión; y en efecto, allí, sobre la mesa, inclinábase una anciana a punto de derramar los ojos sobre el formulario que con dificultad llenaba a lápiz, tembloroso entre las manos; aca',un joven, que por no poder calcular bien la posición de la columna, debido a la oscuridad, conjeturó el señor, preparábase a recostar donde aire solamente había. No obstante, ¿qué influencia podría tener la oscuridad en la tan original torcedura de la voz del Oficial? Ninguna, se respondió. Muerto ese pollo. Entonces se planteó: ¿en qué condiciones se hallará mi aparato auditivo.> No creo haber notado desmejoro en grado considerable; sin tomar en cuenta mi edad y hasta ahora inquebrantada

salud que más me inclinari'an hacia la hiperaudición; 41


debo, entonces, concluir que el Oficial 0 padece de un severo trauma en la faringe, o el vidrio de la ventanilla transforma

su voz en fanfarronadas.

Falsamente envalentonado, procedió a clavar su mirada inquisitiva en los ojos del Oficial, y éste, en respuesta, la suya, hirviendo de iracundia, en los muy perplejos de el: ese Oficial se halla ensimismado, se dijo el señor, enclaustrado, encadenado al último

anillo de

su propio infierno. De pronto, dando un puño sobre el mostrador que dejó flotando en frente suyo una nube de papeles y formularios, verdes, blancos, colorados, y con cara de escasísimos amigos, el Oficial, obedeciendo al impulso de su inexplicable crueldad, repitió escandalizado: ¡Vouchred texte)!kadysspumkichuna!! una Por un rato que a él le pareció largo nada, fracción de segundo acaso retumbó esta frase cole'rica como

arena en la maraca

de su cabeza:

el dared lo sintió

introducirse por sus oídos como un alambre de púas enroscado en trenzas o en bucles de enredadera; tzstey, efervescente, se le acumuló en el centro superior del cráneo, igual que un globo de helio que escapa de la infante mano y va a tener, acumulado, a lo más alto de la cúpula de San Marcos; las esestodas de kadssspunrkich reptaban vivas aún por sus labios; y el umi, ay, ¡el Mud casi le arranca lágrimas a sus faros! Más que curioso, el semblante que mostró el señor al volverse hacia los que hacían fila detrás suyo llevaba condensada

no la rabia, sino todos los matices de la

incomprensión. La suya era, ante todo, una tentativa 42


de contacto, la búsqueda de semblantes similares, de apoyo, de solidaridad, la esperanza de un frente común contra el despotismo del Oficial. Su sorpresa, sin embargo, no venía de la total indiferencia por parte de los otros, sino de toda la confabulación que despedían sus miradas, de la aprobación tácita de los medios de aquel gordo oficial de correos. Con igual incomprensión, en protesta por el comportamiento poco considerado suyo, ¡suyo!, no del Oficial, alguien, al fondo, masculló: <<¿Quépasa que no avanza?» Capitulo. Comprendió, con el ímpetu de una revelación, la centella de una epifanía, que la raíz del malentendido yacía tras las alejadas compuertas de su interior, y no en la distorsión, en apariencia descabellada, de la voz del Oficial. Cada cosa parecia

verificarlo, sobre todo la actitud de aquéllos que tras de él esperaban sus respectivos turnos; palpaba ya de manera casi biológica el rencor de ellos empujando contra su espalda, igual que un sable, cercenándole los miembros, tajandole el tegumento. Mecánicamente introdujo la mano derecha en el bolsillo del pantalón y entregó al Oficial, a través de la media luna abierta en la parte inferior de la ventanilla, todo, todito su caudal. Los billetes el Oficial los contó de mala gana: estaban viejos, arrugados y en bollitos compactos; el menudo lo contó con mejor entusiasmo, utilizando cuatro

de los dedos

de su mano

derecha

en forma

sucesiva, arrastrando cada uno en orden una moneda sin volver

a usar el mismo

dedo hasta haberlos

usado

todos antes; si algún extraño no se hubiese percatado de la monedas pensaría que se aburría el Oficial. 43


En un rincón del gran salón de la oficina de correos central, una niña había. jugaba ella con una argolla grande en el tobillo, amarrada a una soga larga y amarilla quc moria en una pelota del mismo color. Resucitándola, feliz, la niña hacía girar la pelota en torno suyo saltando con la pierna libre en círculos concéntricos

una cuica ella sola. Mientras

el Oficial

contaba el dinero, el señor la miró, y se le ocurrió pensar que si la pelota fuese la niña y la niña una estaca, daría ella vueltas y vueltas alrededor como una yegiiita,

un potrillo en una finca ecuestre austriaca. Pero aquella curiosa cavilación no duró un gran trecho, pues una vez contado el dinero rendido en supuesto pago por un sello de primera clase para el sobre, le dijo el Oficial: Uud.

Y lo miró fijo, exigie'ndole algo más. Viendo que ni el más remoto movimiento turbaba la impasible quietud del cuerpo del señor, el Oficial perdió, lo que se dice perdió la compostura, el juicio, el control de sus facultades y el buen orden de sus nervios, y sin poder contener la ebullición como una tetera al agua hervir, gritó... ¡UUUUUUUUUD!

La niña interrumpió

los saltos con su larga cuica

solitaria; los clientes en las demásventanillas volvieron bruscamente sus cabezas hacia aquélla que acababa de escupir uud por su cristal; y el silencio, como una tropa de ocupación, entró por puertas y agujeros, por las ventanas luego, se dilató, y declaróse dueño y señor de cada molécula en aquel lugar. 44


Entendiendo vagamente sin realmente comprender, se llevó el señor a los bolsillos

las dos manos sacando de

ellos no otra cosa que ellos mismos al revés. Ante esto, algo así como un horror se plasmó por toda la tez del Oficial; horror que, aunque en principio se manifestó sólo en contra del señor, no tardó mucho en bifurcarse

en reproche contra éste,por una parte, y por otra, hacia el resto de la clientela, en un ¿lo pueden ustedes creer.> Con movimientos simultáneos, pero en direcciones opuestas, de ambos brazos, devolvió con la mano izquierda el sobre aun sin estampar a su dueño, que babeaba cstupefacto, mientras que con el antebrazo derecho arrastró todo el dinero que había sobre el mostrador hacia una gaveta abierta en frente suyo, la cual cerró luego con un campanillazo que retumbó por la amplitud de todo el cuarto revolcando brevemente el imperio del silencio. El anciano próximo en turno tomó al señor de los hombros, y delicadamente, lo echó a un lado, un poquito hacia la izquierda, cosa de que no siguiera estorbando el correcto girar del universo; lo movio así con ambas manos como a un niño petrificado ante una acción de sangre o un espectáculo de carnes en trance de pasión; lo movió y abandonó, sin dinero o dirección, noción temporal u orientación cósmica, con una carta no enviada sostenida entre dedos que convulsan. Mientras reanudaba la niña los largos saltos con su cuica desolada, el Oficial atendía con grandes reverencias al anciano risueño, deseoso de enviarle una caja de pasteles al cuñado.

45



Resbalando

1 hombre se aproxima a la puerta alterado, apresuradamente. Un sentido de urgencia matiza

el movimiento

de cada

uno

de sus

mĂşsculos; mas si se observa con calma, pausadamente, se ve que dicha alarma, en perfecta consonancia con su naturaleza, no parece forzada, es parte integral de sus particularidades.

La puerta es de hoja doble y se encuentra, al momento, abierta enteramente al fondo del pasillo. Resaltan de la madera de sus hojas relieves labrados con arduo trabajo y casi insoportables zamientos;

tan detallados,

en sus entrecru

tan delimitadas

sus roscas,

molduras y volutas, con motivos de amapola, de flor de parcha y de granada, que nadie creerĂ­a su ejecuciĂłn Sobre su dintel puede observarse una hilera de vidrios separados por finos tabloncillos blancos. Verdes, colorados, verdes, colorados, son los vidrios que ademĂĄs siguen todo el contorno del marco a ambos lados. Las

dos hileras de vidrios que descienden paralelas a las jambas permanecen, no obstante, ocultas a la vista del 47


hombre que se aproxima, y sólo corrobora su existencia un resplandor de colores compuestos que nace tras las hojas abiertas de la puerta, que las tapan. Más allá de ésta, nada: un viento fuerte que sopla y entra, luz brillantísima, descontinuación de las locetas, nubes que surcan el cielo azul metálico

en cámara

acelerada.

Lo normal sería especular, por ejemplo, que pasado el umbral debe de haber sin duda peldaños, cierta escalinata que, por lo suntuoso del lugar por dentro, debe de ser de mármol verde; algún ti po de continuación descendente del piso por donde se aproxima el hombre ya bastante precipitado. Si, lo normal, pero lo errado: lo que hay es un barranco. Las locetas del pasillo que conduce hasta la puerta han sido pulidas recientemente, con exageración, con indebida prolijidad: blanca, negra, blanca, negra y así. Tan pulidas lucen desde aquí que pierden por momentos solidez, dureza, y ganan flexibilidad, viscosidad aparente. Por este piso resbaladizo se acerca el hombre hacia la puerta ya con un trotar presto a ser carrera. Lleva el hombre como atuendo un gaban cuyo color gris resulta de la armoniosa combinación de rayitas claras y oscuras, complementado con todos los admim'culos de la decencia: yuntas, pinches de corbata, hebilla plateadísima. Lleva también arrodillado sobre la cara un mohín de perplejidad que sobrecoge mirarlo; perplejidad que, al verse atrapada entre la felicidad y el espanto, se desespera en el labio que la trepa. Pese a que ignoramos por que' corre tan de prisa el hombre, a juzgar por su mohín, no dudamos que lleva consigo un 48


secreto que le asfixia. Sus manos libres y sus brazos se desplazan a cada lado cual pistones sincronizados, bien engrasados, sin esñierzo, con poco o casi nada de empeño, ayudados por el mome'ntum mismo que lleva el cuerpo. Cerca ya del vano de la puerta se percata el hombre de lo azaroso de su rumbo y la inminencia del

peligro; reconoce la caída de quien lo atraviese. Decide entonces detener el impulso de su cuerpo. Comienza

a resbalar

el hombre

sobre las cáscaras

de suelas lisas de sus zapatos de cuero vacuno, los que, acostumbrados a la forma particular de los pies suyos, se han doblado un poquito en la forma como se doblan las puntas de los zapatos de payasos. Poco a poco se va borrando el gesto en su boca, sustituye'ndolo rasgos de genuina intriga, de preocupación: perspira fuertemente por las axilas. Las cejas se le tuereen hacia arriba; un dejo de terror se dibuja en las arrugas de sus párpados, en la frente llena de estrías. Los brazos, antes tan

sistemáticos, se han vuelto erráticos y buscan las paredes de los lados. Pero no: se desliza el hombre por el centro exacto del pasillo, cuyo ancho, a gran pesar suyo, es mayor que lo que sería de largo el travesaño de su cruz. Los dedos de las manos, de los pies, se crispan; los primeros aferrándose al aire intentando ganar pared; los otros, dentro de la piel de carnero degollado, empujan la loceta. Esto, no obstante, no disminuye, hasta donde se puede ver, el ritmo inquietante de su avance. Sin dejar de resbalar en dirección a la puerta, el hombre logra dar a su cuerpo un giro inverosímil de ciento ochenta grados en los pivotes de sus zapatos; mas, como si en vez de suelo seco fuera hielo, continúa 49


avanzando sin abandonar el curso original. Intenta de pronto (no hay más que desesperación actualmente en su faz; las bolas de los ojos le quieren abandonar el

cuerpo) dar algunos pasos hacia el nuevo frente suyo, que, tomando en cuenta el movimiento aún constante de su cuerpo, viene siendo andar hacia atrás. Su esfuerzo, en términos del fin quc persigue, es nulo, pues otro fin le está ya reservado, y nos recuerda a esos atletas que se ejercitan corriendo sobre correas que a su vez ruedan sobre rodillos, es decir, que corren en un mismo sitio. Sus brazos siguen buscando a lado y lado algo, algún reborde para aferrarse, y en el proceso hace con ellos movimientos tan abruptos, tan de quien se ahoga, que se le descocen las costuras que comprometen las mangas al conjunto de la chaqueta. Dice, de buenas a primeras, sílabasinconexas..., o al menos desdeaquí no seescuchó con

claridad.

Consciente

de cuán

mal

se le habían

puesto las cosas, echa por encima del hombro una mirada

aterrada...

Creyendo acasoque lazándoseal suelo podrá detener su deslizamiento, se tira a él de pecho como si fuera agua. En cualquier otro piso, en uno de madera, digamos, su esperanzatendría tal vez una posibilidad; pero no en este por donde, inocente, resbala sin pena. Parecido a una reacción química en la cual un aumento en la superficie expuesta cataliza el proceso, con este acto se ha acrecentado la velocidad del cuerpo suyo que patina por el suelo. Nunca sabremos si esto responde al tipo de cera, a la calidad de la loceta, a una inclinación desmesurada, pero lo cierto es que el hombre, con esta torpeza, ha reducido el tiempo que le queda. Eso si, ha 50


desviado en algo su trayectoria pues de pronto lo vemos dirigirse hacia la orilla de una de la hojas de la puerta que abren hacia las paredes laterales y establecen una relación de ángulos con ellas. Analizando la velocidad que ha ganado el hombre con su maroma, no dudamos que al llegar choque y rebote contra la hoja abierta, pasando luego a desplomarse sin remedio por lo que sea que hay al otro lado& Ah, sí: un barranco. Efectivamente, rebota y fracasa también en su intento por asirsea alguna arista, a las múltiples molduras de la puerta que dibujan cornucopias. El impacto parece haber amortiguado todo aquel impulso suyo, y a medida que su cuerpo va devorando la frontera y ocupando profundidad, vemos cómo aprieta las uñas, al parecer tratando de rallar el suelo. Queda finalmente suspendido, anclado en las últimas coyunturas de ocho de sus dedos, los cuales dibujan con el resto de la mano un ángulo recto forzado por el borde de las locetas finales. Obviamente le gustaría incorporarse, de alguna manera encaramar otra vez la pierna en terreno firme; pero sabe, por lo estrecho del vano, que eso es parte del delirio. Le sangran, a causa de la burda y filosa piedra del barranco, las cejas, la nariz, la barbilla, las rodillas. Pendiendo, sintiendo bajo sus pies el llamado sentencioso del vacío, el hombre de repente piensa que no

entiende por qué tiene que ser áspera aquella piedra. ¿Será coral? ¿Habrá, abajo, mar.> Mientras caía, mientras se desmembraba contra los

filos del precipicio, el hombre sólo tenía conciencia de que las cejas,la nariz, la barbilla, las rodillas, en esejusto momento, eran lo más, pero que lo más que le dolía... 51



La sustituta

¿Por qué no hagoyo comolo: otros: vivo en armonía con migmtzy aceptoensilencioaquelloquepueda trastornar la urmoma mima; ignorándola como un mero error dentro del conjunto,- tmiendo siemprepresente aquella otra que nosunefélizmente y no lo que nosempuja una y otra vez, como por fuerza bruta, firma de nuestro círculo racial?

Investigaciones

de un perro Franz Kafka

hora quc lo pienso, lo insólito del caso no fueron los hechos como tal, sino la desfachatez

con que ocurrieron, pues resulta inconcebible que semejante cosa suceda así, sin reserva ni pudor, en un paraje de dominio público como es el parque a mediodía. Pero ahora que conozco a fondo el ritmo, la armonía, la taimada ejecución de la carnicería, la mesura y delicada perfección con que todo se cumplió sin

contrapeso o resistencia, sumada la casi complicidad 53


de los elementos naturales y otros factores del azar, ¿podría acaso señalarlos, culparlos, irnputarles oprobio e ignominia? ¿Cómo decirles que estaba mal hecho lo que hacían, cuando yo, en su lugar, no les hubiera llegado a los tobillos, en lo que a esmero y excelencia se refiere?

Me gustaba el parque porque era distante y por lo general sosegado, porque los estrechos paseosno sabían del rigor ni del método, y burla'banse de la rosa náutica en un dédalo de encrucijadas y acerassin salida. También me agradaban del parque las figuras fingidas por los árboles, cuyas copas despachaban sombras movidas por el viento y por la luz formando perfiles de gárgolas sobre la hierba... En fin, me gustaba el parque por su invitación a uno esplayarse,por su silencio y ceremonia, y por el derecho de propiedad para las aves. Llegué allí acompañado por Roberto Arlt inhu mado en una páginas de cuentos. Irrumpiendo dis traídamente, entre' en aquella atmósfera saturada por vientos cruzados, oscilando a uno y otro lado, esquivando una toalla de borde amarillo por ahí, un ramillete de uvas por allá, los zapatos de una pareja de novios más acá, hasta echarme en un banco como una paila de arena sin prestar más atención a la concurrencia. No sé, no me es fácil ahora precisarlo, quizá fue el trino escandalizado de un gorrión en su tifón de paja, quizá la macabra inmediatez del presentimiento... Lo cicrto es que terminaba la quinta página de Las Fieras cuando la cabeza se me volteó como por un resorte interno, y fui testigo de cómo la muchacha del sombrero de paja entraba al parque remolcada por las gruesas cadenas de 54


hierro que morían en las carlancas de sus dos cnormcs perros pastores. Y era tal la fuerza del arrastre, la deci-

sión de los animales,que verdaderamenteseme ocurrió si acaso no eran ellos quienes habían sacado a la muchacha a pasear, para que deje ella manar contra un poste los líquidos de su vejiga o suelte por la acera bolitas

de cabro.

La muchacha era robusta, saludable, coloradota, y aunque algo jorobada, no por ello incapaz de refrenar

los caprichos de sus mascotas. No así, éstas la halaban de aquí para acá, de aquel árbol por cuyo flanco se precipita el busto de un emperador romano, a ese banco de tablones rojos hundido

en un arbusto de

grosellas, y fueron arrinconándola por allá más lejos, por un recodo del parque donde mejor a salvo estaban de las miradas curiosas y los abusos del sol. Parezca o no parezca inverosímil, había en la actitud de aquellos animales algo de fauno, algo de sátiro, algo de troncos peludos y piernas de cabro: allí los mismos temblores,

los titubeos, las miradas escapando por los bordes de los ojos, la búsqueda de la encerrona, del ambiente cúbico y tenebroso. Los perros formaban una pareja acoplada, muy acostumbrados entre sí. Mas al cabo de un rato aquel acoplamiento notábase en una compenetración exage-

rada, en que' sé yo que complicidad que francamente me alimentaba las sospechas. En el físico, eran ambos igualmente melenudos; uno blanco y algo más pequeño, de temple sumiso y cabeza gacha; el otro negro, fornido, claramente el jefe, la voz cantante. Calculando mentalmente deduje que de estar yo parado junto a ellos me 55


llegarían a la cintura o algo por el estilo, viendo que los hombros de la muchacha apenas rebasaban de sus lomos, aún lo más enhiesta que podía estar. Los perros eran, pues, de un tamaño bastante considerable, pues la muchacha tampoco era ninguna enana. ¿Habrá sido un error de ellos no haber suprimido sus evidentes muestras de cariño hacia la muchacha,

aún cuando éstas rápidamente degeneraran en maja derías capaces de pisotearle la paciencia al más santo.> Lo digo porque gracias a esta observación me fue fácil percatarme luego del cambio, de la expresión de alarma que se desparramó por la cara de la muchacha, su aferramienro más que casual a las cadenasque la unían a sus animales. Claro, tampoco era para menos considerando los saltos que los muy salvajes daban, y considerando también sus repentinos ademanes humanos, particularmente los del Negro, que combinaba su andar con un ladeo de derecha a izquierda en la cabeza ni que fuese él un soldado solitario que captura una aldea enemiga. Como dije, el trío bajó por una veredita que llevaba

a aquel sector alejado del parque, y, a mi entender, sólo a la vista de quien ocupara el banco en donde yo me hallaba. Sentado al otro extremo de este, un anciano balbuceaba insultos contra el gobierno, acompañándolos con escupitajos que crepitaban como un incendio de caña contra las hojas del periódico que leía. El anciano tuvo que haber estado profundamente ensirnismado para no percatarse siquiera del esbozo de lo que se avecinaba, por más de espaldas o sordo que estuviera. Lo digo porque el grupillo entró al parque con una 56


turbamulta de aullidos y jadeos que otra de bombos y platillos no hubiera disimulado, pasándonos demasiado cerca para que alguien en su posición no se hubiese al menos inmutado.

Por lo común este tipo de cosas no suelen provocarme más allá del vistazo de reojo, o, en este caso, más allá del asombro

frente al tamaño

de los animales.

Por ello me pareció extraño verme tan atento a los recién llegados, en vez de volver a la lectura como sería lo normal y correcto. Pensándolo bien, creo que la preocupación rampante en el rostro de la muchacha tuvo un efecto hipnótico en mí, un no saber si se mira 0 se ve. Se' que ella también presagiaba el peligro, el desbordamiento

de una baba lenta; en cambio sus actos

carecían de intento alguno por evitar aquello --<'aqué1105?- que pronto le caería arriba, y mientras los perros la halaban hacia el lugar de los hechos, ella se dejaba llevar como sin quererlo, entregada a un abandono característico en víctimas de agresión o de secuestro. El Negro parecía haber estudiado a fondo no sólo la geometría del parque, sino la posición exacta de cada

uno de sus ocupantes,desapercibidoa disloque en la fortuna

saber por que

de la mía: mimetizado tras un

arbusto, pasé inadvertido, no sin antes asegurarme de poder observar toda la escena, armandola a modo de rompecabezasjuntando los intersticios que bullían como pájaros entre su fronda.

De pronto el anciano dobló cuidadosamente el periódico, y se marchó en dirección opuesta a donde se encontraba el curioso grupo reunido. Creí ver en esos momentos al Negro mover efusivamente la cola y 57


relamerse los bigotes con un regocijo inteligentísimo. El Blanco, tal vez menos observador, movió a su vez la cola, con menos entusiasmo, y no por observación

propia sino como resultadode la alegríade su compinche. Antes de proseguir quisiera poner algunas cosas en claro: el propósito principal de estanarración esdescribir los hechos tal cual. Ruego, por tanto, que no se pase juicio seguramente desfavorable sobre mi reacción, o mi falta de ella, frente al suceso. Ante todo debe

señalarse que, dada la rareza del lance, otro (estoy seguro, ¡segurísimo!), en mi lugar, hubiese actuado lo digo sin ánimo de jus idénticamente. Además y tificarme debe exponerse el problema, tal vez más personal, de que aquellos sucesos tan extraordinarios produjeron un vaivén narcotizante en mi entendimiento, cierta turbulencia en mi cabeza, tanto por el profesionalismo de su ejecución como por una praxis dirigida a señalar otra cosas, una baba gelatinosa que buscaba desbordar los límites de lo posible, un pujante anhelo de que todo se consumara de acuerdo con no se' qué designios. La droga de aquella irrealidad me frenó los movimientos.

En fin, que la muchacha recostó la espalda contra el tronco de aquel árbol tan apartado, perpendiculando el resto del cuerpo con el suelo, custodiada a ambos lados por los animales, también sentados. En esta pose alcanzaban ellos mayor altura que la muchacha, quien menguaba ahora poco a poco en el sueño, semejando un centinela

dormido

entre soberbias

estatuas de canes

a las puertas del castillo de su señor chino. El Negro 58


Vigilaba escrupulosamente, frunciendo el entrecejo, percatándose de cualquier modificación del ámbito, en tanto que el Blanco daba a sus gestos cierto disimulo, perpetuando algunos gestos animales que el Negro ya había abandonado casi por entero. La muchacha, un poco más sosegada, reposaba con los ojos cerrados y las manos juntas sobre el vientre, de donde salían hacia cada lado las pertinentes cadenas que la unían a sus bestias.

De pronto hubo un intercambio de miradas entre ellos, un brusco entrecruce de señales, y, sin piedad, haciendo papilla aquel cariño que creí notar, se arrojaron contra la casi adormilada. El Blanco se encargó de inmovilizarle los pies sujetándolos con una pata y atándoselos con la otra usando para ello su propia cadena, la cual había arrebatado de las manos reposadas con un tirón inicial. La agilidad y ligereza de sus patas eran cosa de otro mundo. Parecía un hombre que se disfrazara de mono que se disfrazara de perro pastor. Por su parte el Negro, con igual destreza, ahogó los gritos de la muchacha con una de sus zancas mientras que con la otra tomaba su cadena, la enrollaba al cuello de la muchacha, y comenzaba a aplicar presión tirando hacia atrás el cuerpo para incrementarla con su propio peso. El sombrero de paja salió disparado gracias a una marejada de convulsiones que sacudieron el cuerpo de la muchacha a medida que le era más caro obtener el aire, pero ahora el Blanco se encontraba encima de ella, sujetándole los brazos que buscaban zafarse con más y mayor Violencia en tanto la tensión de la cadena contra su garganta se hacía insoportable. Aunque aquello era 59


había terrible, terrible --¡una verdadera desgracia!, la dedicación de las admirar bestias que que, pese al

forcejeo y a los nervios, no bajaban la guardia ni un instante, asegurándose de que nadie fuese a ocupar el lugar en donde se dibujaba aún el ectoplasma borroso del anciano.

Por mucho tiempo duró el forcejeo. Al final la muchacha vertió levemente la cabeza a un lado, asi, sin

aliento, como un cisne herido cuyo cuello cuelga, demasiado débil para estar erguido, y dejó de convulsar, estrangulada, con un suspiro que cada vez que sueño escucho

en mis adentros.

Exhaustos, aunque sin desperdiciar ni un segundo, los perros se lanzaron a la labor de desenredar las cadenas del cuello y piernas del cuerpo del delito, escandalizados,

como

si no hubiesen

sido ellos los

responsables de la barbarie, como si quisieran resucitarla dándole a beber el jugo de su arrepentimiento, todo el tiempo sin bajar la guardia, con sus ojos en los ojos de los demás ojos... La pura verdad es que me horrorizó el sesgo que comenzaron

a tomar

los eventos

cuando

el Blanco

comenzó a quitarle los pantalones a la muchacha muerta, y el Negro a desabrocharle los botones de la blusa. En cuestión de nada tuvieron el cadáver completamente desnudo, junto al montoncito de su ropa que entre los dos doblaron, y los zapatos, cubiertos con un toldo de paja en estampa de sombrero. Pero contrario a mis peores sospechasde una ofensiva práctica necrofílica, el Negro procedió inesperadamente, con movimientos dislocados del cuerpo entero, a morderle el cuello con 60


una fuerza de quijada capaz de serruchar un poste de acero, y en muy poco tiempo le había cercenado la cabeza con un cuidado y precisión que ni guillotinada. La incisión

fue en su conjunto

una obra

maestra,

subrayando cautela enla separación de la médula espinal con la base del cráneo, y me cuesta mucho pensar que un animal apto para una intervención de esta categoría no posea ciertos conocimientos básicos de anatomía. El Blanco, por su parte, seccionaba rebanadas y rebanadas de muslo con mordiscos algo más descuidados, y hasta casi le separa la pierna izquierda de una sola tarascada indiscriminada parece que había encontrado escollo enla coyuntura del fémur y el hueso de la cadera, pues acabó liberándola con sacudidas desesperadasde ambas patas. Obedeciendo a un plan preacordado, el Blanco se encargó de las partes bajas, y aunque no lograba la excelencia de cada tajo ni la gracia de una sabia hen didura, como era el caso del Negro que no había roto una sola regla de urbanidad, desarrollaba, no obstante, mejor velocidad en la faena. El Negro, como dije, se encargó primero de la cabeza, y luego pasó a separarle los brazos del resto del cuerpo como quien corta las bifurcaciones de una ramita para dibujar una cotorra en la arena. Era de admirarse cómo los ríos de sangre que escupía el cadáver eran restañados por las lenguas de los perros sin distraer empeño en la disección, al punto que en ningún momento el rojo se mezcló con el verde de la hierba. El resto de la muerta, el tronco, se lo dividieron

como buenos hermanos, tocándole a uno la región torácica y al otro la sacrocoxígea; y como eran dos 61


bocas trabajando en una misma incisión la acabaron en menos de lo que canta un gallo.

Descuartizado el cuerpo, cada cual se ovilló junto a sus cortes selectos, y comenzó a devorarlos a dentelladas, locos, locos, hasta en un tris almorzarse a la

muchacha dejando de ella los huesos relucientes. Tomando en cuenta que ambos se tragaron los trozos de carne con más apuro que deleite, no pude pasar por alto cierto regocijo por parte del Negro en lo que respecta al área de los ojos, lo que me induce a pensar que el liquido óptico podría ser un rico néctar en el oscuro mundo canino. Pongo en duda, por el contrario, la suculencia de los sesosya que descartaron el cráneo con cierta hostilidad,

como hacemos los humanos con

la bilis del cangrejo. El Blanco, por allá, gozó de lo lindo con las partes naturales, o por lo menos así sonaron aquellos relamidos sin duda perversos... Una vez quedó sobre la hierba la osamenta del cadáver, ambos procedieron a cavar una fosa en donde sepultarla más rápido que ligero. Fuera o no fruto de la urgencia, noté aquí cierto relajamiento, un no cuidar el frente

de batalla defendido

hasta el momento

a brazo

partido, lo cual hubiese permitido a cualquiera un acecho menos cuidadoso. Con gestos otra vez perrunos, lograron una profundidad razonable, y procedieron inmediatamente a recoger cada trozo de la muerta ahora de nuevo humanos con respeto, y a darle cristiana sepultura sin olvidar una clavícula, un hucsito de los dedos, persignándose finalmente haciendo una cruz bastante rústica por contar sólo con cierta flexi-

bilidad en sus músculos. El panegírico: un aullido a dos 62


voces, como si a una luna llena regañaran Pero ya cuando pensé que incluirían los ropajes en la inhu mación, los vi cerrar la fosa dejando la crucial evidencia a plena vista. (¡Ah, pero y quién, quién se iba a imaginar!) Me confundió esta negligencia, y a ley de nada estuve de salir de mi escondite y recordarles tan importante detalle; mas antes intuí que aquello no podía ser el término de algo llevado a cabo con un orden tan específico, con una división de las labores tan duramente estipulada, con un afán tan sentencioso... No, no me engañaba, aunque tampoco me convencían sus artimañas. En mi opinión fue aquí donde más gravemente erraron las bestias, y de nuevo estuve a nada de revelarme y hacerles entender que aquello no era necesario, que era demasiado evidente y los traicionaría frente a las autoridades. ¿Pero quién era yo en ese instante para decir o decidir, yo, ahogado acá en mi mundo que nada tenía que ver con el de ellos.> ¿Cómo imponerles una jurisdicción que les hubiese sido incomprensible? Además de que, revelándome, corría el riesgo de convertirme yo en su postre, lo cual no me hacía ninguna gracia. No, mejor no. Comprendí que debía aceptar sus resoluciones con la misma sangre fría con que acepté los momentos más atroces del crimen. Que hagan lo que les de' la gana, me dije. ¿Y qué fue esto.>Pues el Negro engalanarse con las ropas de la difunta pantalones, zapatos, sombrero, pantis, blusa y salir como si tal cosa en las patas traseras sujetando con una delantera la cadena que iba al Blanco, que le seguía a poca distancia fingiendo interesarse por el olor de los postes y los bancos, y aun cuando creí 63


bastante obvia la metamorfosis, no sé cuánto podía serlo para otro, vedado del espectáculo que a mí me deparó la ventana del azar. Es más, ahora que lo veo en el recuerdo, lo hacía tan bien el diantre de Negro, contoneaba el cuerpo en tan ñel imitación de los ademanes y gestos de la muchacha, que a pesar de la pelusa repartirse por su cara como una ola de algas, salirle por las mangas y hasta por el ruedo del pantalón, lo cierto es que resultaba bastante difícil encontrar algo extraño o fuera de lugar en aquella muchacha que partía del parque acera abajo, frenando con la cadena las veleidades de su inquieta mascota.




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