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Frustración Jorge Salazar Estudiante de Sociología
from La voz de octubre
Jorge Salazar
Estudiante de Sociología
Frustración
Todo inició con restricciones de ciertos espacios. Mis días comenzaban con un vacío en el pecho alentado con un no saber qué hacer. Esto, seguido de una pelea con mis padres por diferencias políticas e ideológicas para, finalmente, dirigirme hacia la universidad (caminando la mayoría de días) a brindar todo el apoyo posible. La realidad en las calles cambiaba de manera abrupta: mientras más se dirigía uno en dirección al centro de la ciudad, donde acontecía la confrontación más cruda, la ciudad misma comenzaba a cambiar. El transporte dejaba de funcionar hasta un punto desde donde había que caminar, se sentía a la gente desconfiada y con miedo, y mientras más se avanzaba se encontraba a personas que iban a apoyar las movilizaciones o a ayudar en los albergues. Desde un punto de la ciudad, toda la dinámica cambiaba, y me encontraba caminando incierto, pero con gente que al final de todo quería un cambio real.
Las medidas económicas solo eran un clímax de una vida llena de desigualdades. Ya dentro del albergue siempre había algo en lo que ayudar. Las realidades se encontraban en ese lugar y se veía lo crudo que es sobrevivir en ciertos espacios.
Cuando ya no se tiene nada más que perder, la gente está dispuesta a dar la vida por un mejor futuro; y eso fue lo que observé ahí. Una mezcla de tristeza con esperanza, de amor con fuerza, cuerpos conformados desde una desigualdad mucho más cruda y agresiva que la nuestra. Ver eso era una verdad que se escuchaba, pero al tenerla cerca desembocó en el desborde. Las relaciones desbordándose, perdiendo forma, asumiendo sentidos independientes y volátiles. Eran estas injusticias que ya no se podían contener lo que se vivía en esos días, cuando la desigualdad perdía su espacio relegado y venía a la ciudad a luchar.
Este desborde se asimilaba de distintas formas y en distintos espacios. En mi caso, lo vivía en el albergue. En este espacio se lo evidenciaba en la incapacidad de hacer ciertas cosas. Los días se desarrollaban con cierto peso, y cada día que pasaba de las movilizaciones había más problemas en estos espacios. Los primeros días nos enterábamos que los demás puntos de ayuda eran abordados y cerrados por policías y militares, mientras que otros no tenían abastecimiento para las comunidades que albergaban. Por suerte, la gente fue generosa y pudimos hacer una red para ayudarnos entre los centros de acopio; nos manteníamos activos para poder dar la mano. En la PUCE existía una lista de comunidades que podían entrar, y una de las sensaciones más feas era tener que decir que no a personas que habían venido de muy lejos y que, habiendo el espacio, no podían alojarse en el lugar debido a que no constaban en la lista.
Con el pasar del tiempo, se sentía el desgaste de todos y todas. Adultos y jóvenes salían por la puerta principal, armados con palos y preparados con cartón y plástico para aguantar lo peor. Sus caras evidenciaban valor y amor, de la mano con el apoyo de toda su comunidad, todo esto
debajo del miedo de poder morir afuera. Cuando volvían, la imagen era totalmente distinta: heridas abiertas, gente cojeando, ojos sumamente asustados. Los voluntarios, inmediatamente, vivíamos por sus bocas lo que sucedía en las calles, pues las historias de desahogo recaían sobre cada voluntario que poníamos los hombros para ayudar con su carga. Cada que volvía un grupo era un momento de caos en el albergue, el punto médico se llenaba y todas las personas se movían para ayudarlos. Mientras esto sucedía, otro grupo los relevaba, en tanto que adultos y jóvenes de otra comunidad salían a la lucha. Esto era el pasar de todos los días.
Llegada la tarde regresaba a mi casa, no porque quisiera, sino porque las cosas se volvían cada vez más tensas con relación a mis padres. Al regresar, todos los días me esperaba un regaño porque no estaban de acuerdo con lo que estaba haciendo cuando iba al albergue. La gente aclamaba por la paz, pero el racismo y la xenofobia estaban en la casa de todos los quiteños. Llegada la noche se encontraba la carga más pesada. Después de soportar los comentarios, las noticias y toda la actitud en contra de lo que sucedía, las cosas se ponían más violentas en las movilizaciones. Si bien, en esos momentos no me encontraba allí, la violencia llegaba hasta las zonas de paz, donde amigos y profesores sacrificaban su seguridad por una mejor situación. Mi carga llegaba con la logística, yo mandaba a los voluntarios que me escribían para poder organizarnos mejor en el lugar, y me sentía en gran medida responsable no solo por el espacio, sino también por las personas del lugar. Es así como la frustración se hacía mucho más fuerte al saber de los bombardeos en las zonas de paz, de los infiltrados o de los propios problemas entre las comunidades; sin poder incidir de una manera útil en todo eso.
Es así como llegábamos, siempre, a la sensación principal de todos esos días: la frustración. Frustración por una insignificancia en lo que se hacía, en la falta de capacidad de poder incidir por los demás. La situación del país evidenciaba que las cosas ya no estaban en su lugar, todo se estaba desbordando. Y la insignificancia que se sentía la compartías con todas las personas en el albergue. Vivir desde y con el desborde fue lo que se tuvo que hacer en esos momentos. Se tenía que tomar conciencia de lo que estaba sucediendo. Asimilar que la frustración que se sentía era parte no solo de la lógica con que se manejaba todo durante el paro, sino de la vida como tal.
Pero había momentos en los que asimilar todo lo que sucedía simplemente no era posible. Y la sensación se exacerbaba en todas las personas. Esto se veía mucho en la universidad. En un momento, se acercó una chica a la cual no se le dejó entrar por seguridad, debido a que muchas personas se estaban metiendo a grabar a las comunidades para desprestigiarlas. Al no poder hablar con las comunidades, la señora comenzó a gritar diciendo que les tenemos encerrados, y se plantó en la puerta de la entrada ahuyentando a las personas que se acercaban. Una profesora y alguien de una comunidad tuvieron que salir a hablar con ella para calmar la situación, una situación nacida desde la propia frustración de no poder hacer tanto como se quería. Por otro lado, había también gente que quería ser voluntario desesperadamente, que nos exigía que nos comuniquemos con algún otro centro para saber en cual se necesitan manos ya que en la Cato no se permitían más personas. La frustración era cada vez peor cuando no se asimilaba el desborde.
Aprender a la carrera a vivir desde esta frustración no solo era algo necesario, sino que no había opción. Cada día
el espacio de ayuda se volvía más pesado, las personas se encontraban más cansadas y las consecuencias de salir a marchar eran cada vez mayores. Era necesario, entonces, saber lidiar con la frustración para no quedarse estático frente a tantas injusticias. Saber que se puede hacer algo desde la insignificancia era el punto de partida, y fue el punto de partida para crear el espacio de ayuda desde un primer momento. Se requería estar saludable a nivel emocional, mental y a nivel social para generar esperanza, y nada de esto era posible sin aprender a vivir desde lo que realmente sucedía.
No es posible mirar solamente hacia atrás con respecto a lo sucedido, como un vago recuerdo de algo que ya pasó. Las protestas explotaron por factores estructurales clave, los mismos que siguen presentes en las conformaciones de gobierno de toda Latinoamérica. Estos espacios de disputa presentan una continua lucha que no cesó con la apertura al diálogo, sino que continúa articulada a las demandas colectivas que siempre se han ignorado, y se expande por varios países presentando un fuerte sentimiento de inconformidad que ya no puede ser callado con chivos expiatorios.
Cabe asentar la realidad de algunos nuevos protagonistas en este caso, y los abordaremos como la “gente joven”. Mi generación solo había escuchado este tipo de anécdotas por parte de padres y abuelos, personas que vivieron los levantamientos de los forajidos o el feriado bancario. Nos estrenamos con un gran evento que tendrá connotaciones en nosotros por toda nuestra vida, un evento que no se conformó de manera simple, sino que destruyó varios pisos desde los cuales se edificaba el día a día de una gran cantidad de personas. La violencia, las demandas, las acciones y también las inacciones fueron las cerezas de un periodo que estuvo tranquilo por más de 10 años.
¿Qué tiene que ver la frustración con todo esto? Si bien gente de todos los estratos sociales se encontraba de ambos lados de las movilizaciones, me atrevería a decir que fueron en su mayoría los jóvenes quienes funcionaron como contención dentro de todo este proceso. No solo dentro de las protestas, sino en la conformación de espacios de ayuda humanitaria y en la participación activa dentro de la difusión en redes. Aquellos nuevos actores nos conformábamos como parte fundamental de todo lo sucedido.
Es en este punto donde cabe la responsabilidad por lo que pasó, y donde inicia el trabajo posterior y largo de construir después del desborde evidenciado. La incapacidad como actores jóvenes al ser minusvalorados dentro del conglomerado social, desemboca en una frustración de no tener voz al respecto. De tener ideas, pero no tener colaboración. Es la frustración de encontrarse en un punto medio entre la capacidad de poseer un accionar político y social potente, y seguir invisibilizados por generaciones con mayor “experiencia”.
Entonces, ¿cómo se sobrelleva esta frustración? El aprender a vivir con ella es parte sustancial para la salud y la convivencia de todos, caso contrario solo nos queda desplomarnos. Pero este saber vivir frustrado va de la mano con un poder comprender la realidad como es, mas no como queremos verla. Ver las injusticias por lo que son, tanto como los aspectos positivos de las acciones. Entender el entramado social en su complejidad, para asimilar de manera apropiada nuestra posición dentro de toda esa lógica. Mantenerse enfocados, pero a la vez inquietos.
Para esto quiero retomar algo ya mencionado, esta lógica de vivir desde el “no alcanza”. Connotación asentada de
una estructura que te obliga, desde el inicio, a vivir desde las injusticias; a vivir desde la frustración. Los jóvenes involucrados en cualquier espacio que haya tenido el peso de las movilizaciones sociales sabrán asentar, con el paso del tiempo, esta facultad en sus vidas. Pero es necesario que los espacios de desfogue sean continuos y fuertes, para que el alcance de esta realidad llegue a más personas y podamos dejar de vivir “acomodados” en el mundo. Cómo lograrlo es la travesía que se cuestionará en los años venideros, en un constante trabajo que nos permita asentar las certezas para reorientar la insignificancia de actuar.