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Ternura Michelle Báez Aristizábal Profesora Ciencias Humanas

Michelle Báez Aristizábal Profesora Ciencias Humanas

Ternura

Es difícil pensar en octubre sin que se me haga un nudo en la garganta. Se agolpan demasiados sentimientos. El orgullo de haber vencido, porque octubre, sin duda fue una victoria. Pero también la rabia, la impotencia ante el racismo, la represión y la violencia. Miles de imágenes se me vienen a la mente. Aparecen una tras otra, como buscando un espacio para salir a la luz y ser contadas.

Empiezo por cualquiera, un recuerdo al azar que se me viene a la cabeza y me provoca una ternura infinita, una fuerza interna y un amor profundo: mis estudiantes. Todos los días de la protesta, en las calles, a veces agrupados, a veces sueltitos. Alegres, como cabritas, van con energía y claridad. Unos, sabiendo por qué están allí; otros, buscando. Los más experimentados van adelante, ponen el cuerpo, pelean duro, sostienen la jornada en las barricadas construidas con lo que haya por allí, valientes, conscientes.

Tomadas de la mano tres de las más jóvenes avanzan con una alegría ingenua por la Avenida América. “Es mi primera marcha, profe”, me dice una. Ella vive en el Quinche.

La otra viene de Cayambe y la otra es de Riobamba, pero vive en Quito desde hace tiempo. Contentas, en medio de una multitud enorme, como desde hacía años no se veía en las calles de Quito, se juntan a cientos de otros jóvenes de todas partes: estudiantes de la Central, de la Salesiana, de la Católica, de la Politécnica. Unos aguerridos, con banderas, van guiando a la gente, lanzan consignas, van juntos, en bloque, algunos con el rostro pintado, otros con el rostro cubierto. Otros nuevitos, como estas tres que avanzan delante de mí y me regresan a ver. “No se perderán”, les digo. “¿Sí tienen agüita?”. “Sí, profe”, me responden.

Después de esos momentos, su vida cambió para siempre. Sus rostros cambiaron como cuando algo duro te deja una experiencia grabada en la piel. Las veo grandes ahora. Me hablan como grandes. Días después de las protestas nos juntamos para hacer catarsis. “Mi mamá no me quería dejar en Quito. Me dijo que vuelva a Cayambe. No podía, no había buses. Pero, además, quería estar aquí. Me quedé donde mis primas. Fue duro. Pero tenía que protestar, no podía irme. Vi cómo le hirieron a un señor, le explotaron la pierna. Le llevaron al hospital, estaba al lado mío”. Nos sentamos en círculo y nos contamos lo vivido. “Nos golpearon, profe”; “Nos lanzaron bombas. La gente no estaba haciendo nada, estábamos tranquilas. Vino la policía. Nos lanzaron gases. Se oían disparos. Les pegaron a muchas personas. La gente estaba tranquila y la policía nos atacó”. ***

Llegando por la Patria hacia el Arbolito ya empiezan las bombas. Es temprano y la gente está tranquila, pero la policía no espera. Dicen que en el centro hay vallas por todo lado. Otra vez, no dejan pasar a la Plaza Grande. Avanzo

con un compañero hacia adelante. Hay tanta gente que estamos apretujados. Gritamos consignas. Con fuerza. Sin miedo. “Abajo el paquetazo!”, “Abajo!”, “Fuera el FMI!”, “Afuera!”. La gente, con carteles y pitos, avanza hacia el centro en medio de las callecitas estrechas. Mientras más nos acercamos a la Plaza, más numerosos nos vemos. “En las calles del centro es bacán gritar consignas, porque se oye clarito”, le dice un jovencito a su novia. Llegamos a la Plaza del Teatro y la marcha se detiene. A lo lejos, se ven las chompas fosforescentes de la policía… y las motos. Han cerrado la calle y ya no hay como avanzar. Y siguen las bombas. La gente se agolpa, se cubre el rostro, corremos, retrocedemos un poco, no se puede mucho porque somos un montón. Nos reagrupamos, alguien hace un fuego. Nos acercamos, los ojos llorosos, la piel irritada. Alguien pasa una franela cubierta con leche, “póngase esto, esto le hace bien”. Otro comparte cigarrillos. Otra reparte agua. Seguimos. Sin motivo, nuevamente, la policía vuelve a lanzar bombas. La gente se defiende, lanza piedras. Gritamos otra vez, no paramos. Horas. Hay mujeres, hay niños, hay ancianos. No importa, las bombas vuelven a caer. Hieren a un compañero en la cabeza. Acuden estudiantes de medicina, con lo poco que tienen le atienden enseguida. Un hombrecito con sombrero, ya mayor, camina medio a tientas con los ojos llorosos, alguien viene a su encuentro, le guía. “Siéntese, papito, siéntese”. Le pasan un pañuelo con vinagre “con esto respire”, “cúbrase los ojos”. La señora de las aguas le abre una botella. El hombre busca en su bolsillo, la señora dice “deje, deje” y se va. Dos heridos, tres, cuatro. En las redes anuncian que alguien perdió el ojo. Al final de las jornadas, once personas perdieron un ojo por la violencia policial.

En los momentos de pausa, buscamos más información. Hay muchas noticias falsas. Que la marcha la financia Maduro. Que no somos muchos. Que somos terroristas. Que van a bombardear el Ágora. Quieren sembrar el pánico, confundirnos. Otras noticias llegan por nuestras redes, directo desde la comunidad, desde la gente. Ésta nos hiela la sangre: unos jóvenes, en San Roque, los lanzaron del puente, la policía, los perseguía, los acorraló. Llenos de estupor, de rabia, tratamos de saber más. Circulan videos, se ve a los jóvenes huyendo, luego los cuerpos en el suelo, la gente gritando pidiendo ayuda. Luego de horas de incertidumbre se conoce que el joven Marco Oto fue internado en el Hospital Andrade Marín, diagnosticado con muerte cerebral. A los pocos días el joven trabajador murió. Su familia denuncia la responsabilidad del Estado.

En los chats la discusión se polariza. Desde la comodidad de su casa, alguna ex amiga de pasadas décadas habla de la “violencia de los que protestan”, de “la debilidad del gobierno que no pone orden”: dice que “qué pasa que la policía no dispara”. Otro se queja porque no puede salir en su “auto”. Otra lanza improperios e insultos racistas sin ninguna vergüenza. ¿Por qué estoy en este chat? Me salgo.

En un chat hermoso, los compañeros de Intag van relatando su trayecto desde noroccidente hasta Quito. “¡Somos un montón, compañeros! Consigan un lugar donde podamos dormir. Somos como doscientos”. Vienen con música, con carteles, con pitos. ¡Abajo la minería! ¡Fuera trasnacionales del Ecuador! A su paso por Cayambe les dan comida, les lanzan frutas, mandarinas, pancito. ¡Vamos compañeros! ¡Adelante! ¡Qué viva el paro! ¡Qué viva el agua! Llegan cansadísimos y se juntan a la muchedumbre de la Casa de la Cultura. En medio del frío de la noche, miles de personas se

apretujan como pueden y duermen sobre cartones cubiertos con unas pocas mantas. Cerca de la entrada hay cajas con donaciones por todas partes. “Ya no más avena ni pan, compas, por favor avisen! ¡Ya no más avena ni pan!”. Afuera, en el Arbolito cientos de personas acompañamos desde la mañana hasta la noche, trayendo donaciones, ubicando a la gente en los refugios de las Universidades. Hay mucha gente y no se puede entrar, pero escuchamos la voz de los dirigentes indígenas. Las cámaras y micrófonos de los compañeros de la prensa independiente Akapana, Cámara Shuar, Wambra Radio acompañan e informan.

Llevamos horas luchando por entrar al centro. Estamos en la Diez de Agosto frente a la Caja del Seguro. A lo largo del día, avanzamos y retrocedemos con las bombas de la policía. Gritamos consignas, nos hermanamos. Tejemos resistencia en la calle. Con los que estén ese día. Como siempre, hay de todo: jóvenes, señoras, trabajadores, indígenas, vendedores, algunos en grupo, organizados, muchos sueltos, por su cuenta. Conversamos, comentamos. Un jovencito impaciente pregunta a su padre: “¿Para qué avanzamos? Si dicen que el Lenin ni está en Quito”. El hombre mayor, responde pausadamente: “No importa. Hay que tomarse el lugar que nos pertenece, la Plaza Grande, la Plaza del Teatro, Santo Domingo, la 24. Son nuestros. Hay que ocupar esos sitios. Son del pueblo. Hay que sacarles a los chapas de ahí”.

Cae la tarde y la represión aumenta. Se vuelve más agresiva. Lanzan más bombas, la gente empieza a dispersarse. De pronto, asoma el trucutú. Uno, dos, son varios. El miedo nos recorre el cuerpo. Corremos, nos persiguen hasta El Ejido. Nos escondemos atrás de los árboles, como si los pobres

raquíticos fueran a cubrir a las decenas de cuerpos agachados detrás de sus troncos. Pasan los camiones cisterna haciendo un ruido infernal: “ten, nine, eight, seven…”. La voz robótica del trucutú se escucha por todas partes. ¡Nos hiela la sangre! ¡Zero! Encima más, en inglés. Avanza a toda velocidad, arrasando lo que esta a su paso, los pequeños obstáculos que hemos puesto para hacer una barricada: pedazos de madera, bloques, basureros, tubos, cartones, botellas.

De pronto, surgen de la nada dos jóvenes con el rostro cubierto, ágiles, como un resorte, saltan junto al monstruo metálico, el uno lanza una piedra, el otro lanza una molotov. ¡¡¡Le dimos!!! ¡La muchedumbre victoriosa levanta las manos!, ¡eleva gritos! ¡!Eeeso carajo!! ¡Qué emoción!! ¡¡Le dimos!! El camión se detiene y gira en 180 grados, veloz, bestia ciega busca a los muchachos y lanza chorros por todas partes. Vuelve a la carga: “ten, nine, eight…”. No importa, ¡¡le dimos!! La gente detrás de los árboles festeja agachada la pequeña vitoria. Pero vuelven a lanzar bombas. Una le llega a la cabeza a un joven. “¡Médico, aquí, médico!”. Alguien de bata blanca corre a socorrer al muchacho, le sangra la cabeza profusamente, lo sacan entre varios.

Entonces vienen las motos. Son decenas y salen de todas partes. Nos persiguen dentro del parque. Dos policías en cada moto, el uno maneja, el otro va con el tolete golpeando sin piedad, en la cabeza, en las piernas. Cae un compañero, caen dos, caen tres, ¡qué angustia! En medio de los gases no alcanzo a ver dónde están los demás. Siguen lanzando bombas, la gente grita, huye, algunos nos orientan: al Arbolito, compas, ¡al Arbolito!, corremos hacia la Tarqui rumbo al Arbolito. También hay motos por allá, más motos, ¡de dónde salen tantas! Corremos, yo casi sin aliento. No puedo respirar por los gases y las lágrimas me nublan los lentes.

Casi no veo por dónde voy. Alguien me toma de la mano. “¡Corre! ¡corre!”. Tomamos la Doce de Octubre hacia el norte, llegamos a la Patria y nos paramos ahí un momento. Distingo a varios de mis estudiantes. “¿Está bien, profe?”. “Sí, mijo. Sí, vamos, vamos”. Alguien avisa: “Dicen que le han detenido al Nico. El Nico no hay. Vamos a la Fiscalía”. Al final de las protestas, la Defensoría del Pueblo informó de 1152 detenidos.

La gente sigue huyendo y la policía no da tregua. Entran con las motos debajo del puente, encima del puente. Corremos por la Patria ahora hacia la Seis de Diciembre. Un hombre indigente con muletas en medio de la calle. Dos muchachos intentan cubrirlo. “Salga señor, salga de la calle”. Llegan al parqueadero del McDonald’s y lo ponen detrás de una caseta de guardia. “Ahí quédese, no saldrá”. Seguimos corriendo, la policía por todas partes. Otra vez, el trucutú ¡Son cuatro! Vienen rápido. Corremos por la Patria hacia la Diez de Agosto y veo los caballos que vienen hacia nosotros. “¡Por aquí!”, alguien nos lleva hacia la Amazonas, pero los caballos nos acorralan. Son altos, veo el casco medio empañado y los ojos de furia del policía que levanta su tolete. “Nos van a matar a golpes”, pienso. Están furiosos. Nos empujan contra la entrada del Hilton Colon. Somos unos diez, la gente se ha desbandado en grupos pequeños. Unos siguen por la Amazonas, otros nos quedamos allí. Instintivamente levanto las manos y digo “tranquilos, tranquilos”. Son muchos, avanzan sobre los caballos que me parecen altísimos. De pronto, suena un “¡crack!” y un vidrio del Hilton se cuartea por la presión de la multitud. Uno de los policías grita “¡¡suelta eso, hijueputa!!”. Un joven a mi lado bota un palo que tenía en la mano, una bandera de la jota. No respiro. Empiezan a golpearnos.

En menos de un segundo, aparecen de la nada unos ángeles con bata blanca, con las manos en alto se ponen entre los caballos y nosotros. ¡¡Son los médicos!! Hombres y mujeres, jovencitos, no tienen más de veinte años. Nos hacen un gesto con la mano, como diciendo “salgan, salgan”, mientras miran de frente a la policía montada. Con voz serena y firme les dicen fuerte: “No están haciendo nada. Déjenlos ir”. Salimos por la Amazonas hacia el norte, huyendo mientras la policía desconcertada obedecía la autoridad de los jóvenes médicos. Angustiada regreso a ver: los caballos se fueron. Esa noche mataron al compañero de Pujilí, Inocencio Tucumbi. Una bomba le impactó el cráneo y los caballos le pasaron por encima. Inocencio fue uno de los doce muertos que dejó la represión policial en octubre.

Tempranito en la Bola del Arbolito esperamos a las demás. Nos dicen que un grupo ya se ha reunido para organizar la marcha. En la Seis de Diciembre los hombres desde temprano seguían en guerra. Recibiendo bombas y lanzando piedras desde la madrugada, los jóvenes indígenas no habían podido descansar. Apostados en la parte alta de un hostal, los policías dominaban el campo con una vista privilegiada. Una muralla de alambre separa a los manifestantes de la policía.

Poco a poco van llegando las mujeres. Una de las portavoces de las organizaciones feministas nos explica el recorrido. “Vamos a salir por la Doce, bajamos por la Patria, recogemos a las demás en la Circasiana y avanzamos por la Amazonas. El objetivo es que el norte sienta la protesta, que no se quede en la zona de la Asamblea o en el Arbolito”. Una de las dirigentes indígenas advierte: “compañeras, por favor, no vamos a tolerar expresiones de violencia, esta es

una marcha pacífica” y añade “a los compañeros hombres, gracias por participar, pero esta es una marcha de mujeres, por favor, ubíquense al final”. Con desgano, y sin estar muy de acuerdo, los hombres hacen caso. Toma la palabra otra compañera de una organización campesina de la Costa: “esta es una marcha de protesta con tres objetivos: en contra de la violencia del Estado, en contra de las medidas económicas y por las mujeres. No permitamos que nuestra marcha se desvirtúe. Esas son las consignas”.

La marcha avanza festiva, hay cantos, música, colores. Hay niños, hay mascotas. Otra energía recorre los cuerpos. Que distinta la sensación de hoy, el aire de lucha es fresco, liviano, pero potente. Al llegar al centro financiero, frente a los Bancos, las mujeres recuerdan que el sentido de la protesta es anticapitalista, son las entidades financieras las que generan despojo y muerte. Prendemos velas y recordamos a los caídos durante el feriado bancario, a las víctimas de la deuda externa. Cada vez somos más. Tumultuosa la marcha de las mujeres recorre toda la Naciones Unidas, los carros pitan en señal de apoyo, muchos camiones cargados de gente siguen llegando desde el norte y continúan hacia el sur, vienen a la protesta. La marcha de las mujeres retorna por la Seis de Diciembre, desde los edificios altos la gente blanquita nos mira y las manifestantes gritamos: “waaaaaarmikuna! ¡Kaipimi kanchik!”. El sol pega fuerte. Culminamos la marcha en el monumento a Isabel La Católica. Bañada en pintura roja, la estatua sangrienta de la Reina recuerda la crueldad de la conquista y los siglos de resistencia indígena. ***

Octubre fue una victoria porque cambiamos la historia, porque nos posicionamos otra vez desde el triunfo, porque

retomamos la ciudad, porque fortalecimos la alianza con el campo, porque cambiamos el relato, el imaginario. Porque otra vez fuimos miles, porque los jóvenes estuvieron. A todos los caídos, a los que lucharon, a los heridos, a las mamas, a sus hijos, a las guerreras, a los dirigentes, a los amazónicos, a los estudiantes, a los que escriben, a los médicos, a las vecinas, a mis compas: Yupaichani!

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