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Esperanza Fernando Manosalvas Estudiante de Sociología

Fernando Manosalvas Estudiante de Sociología

Esperanza

Amanecí el 3 de octubre sabiendo que habría movilizaciones en las calles de Quito. Los días anteriores en clase y en los medios se escuchaba sobre nuevas reformas económicas y laborales que el Gobierno quería imponer. “Si sube la gasolina, sube todo”, escuchaba decir preocupadxs a la gente de mi barrio.

Mi día comenzó viendo los posts en redes sociales de mis compañerxs que iban a movilizarse. El día anterior habíamos quedado con mis amigos de la Facultad en vernos antes de la marcha, para ir en grupo, como solemos hacer. Llamé a mi novio y le dije que saldríamos a las 12. Él me decía que salgamos más tempano porque “dicen que va a estar denso”. En verdad, y tengo que admitirlo, no dimensioné la magnitud de lo que vendría. Sabía que el momento político era muy tenso, lo suficiente como para generar una reacción del pueblo. Pero, en mi cabeza, la posibilidad de que haya un paro como los que me contaban compañeros viejos (de días y días, de toma de iglesias y de presidentes botados) no parecía plausible. Por años de desestructuración de la protesta, las organizaciones “ya no se movían”.

Cinco minutos en Facebook y me di cuenta de que estaba equivocado. Todo se veía mal. Había cadenas nacionales de un presidente que se veía nervioso –más de lo usual– y gente en redes denunciaba detenidos, había videos de ensangrentados y gente enfrentándose a la policía mientras estos lanzaban lacrimógenas. Y yo, preocupado, pensaba “recién son las 12”.

Unos días antes, en la Asamblea, nos habían tirado gas y bombas cuando nos manifestamos porque el aborto no pasó, y ese momento venía a mi cabeza. Incluso en esa ocasión, que no fue nada en comparación con lo que sucedió en el paro, sentí el miedo de mis compañeras. Me imaginaba cómo iba a ser eso a escala nacional. Me alisté rápido. Puse una botella de agua, otra de leche, tabacos, mi cédula y una manzana en mi mochila, y salí a encontrarme con mi novio. Nos encontramos en la Avenida Napo, cerca de nuestras casas. Y al ver que los buses no pasaban, pensamos en pedir un Uber. No funcionó. Nadie quería acercarse al centro de la ciudad. Llamé a mis amigos, porque ya estaba tarde para encontrarme con ellos, y el Mateo me contestó jadeando, diciendo que no me puede decir dónde van a estar porque los chapas los tenían huyendo. Sería la primera vez, de muchas que vendrían esos días, que me preocuparía por la seguridad de mis amigos, que era absolutamente incierta. Logramos tomar una camioneta que nos llevó al Trébol y desde allí caminamos hasta llegar a la Marín, camino a San Blas. Mi novio, Runa, traía un pañuelo verde con el logo abortista, y yo uno rojo con una hoz y un martillo, para cubrirnos las caras. Pensamos que como se veían las cosas sería buena idea quitarnos cualquier insignia, “por si acaso”. Comenzamos a meternos por las calles del centro que ya tenían olor a gas lacrimógeno. A veces, nos tomábamos de la mano. Por momentos, era más seguro estar conectados con la mirada.

Estábamos por la iglesia de San Agustín. Había calles cerradas, calles con piedras y algunas con enfrentamientos entre policías y jóvenes. Todas las calles del sector tenían el mismo panorama y decidimos tomar por la calle Flores, en dirección al norte. A lo lejos, se escuchaba un trucutú y gritos de la gente. Caminamos apresurados y mi novio dijo que sacaría su cámara, lo que me puso muy ansioso, porque compañeros en redes sociales habían denunciado que los policías estaban requisando, e incluso destruyendo, las cámaras de periodistas. Le dije que mejor cuando estemos con mis compas, que no me sentía seguro porque sentía que si los policías nos veían con las caras y con una cámara en mano, llamaríamos aún más la atención. Me hizo una mueca y la guardó. Ese fue uno de los momentos en los que sentí los efectos del terror estatal en mi cuerpo: le pedía a mi novio, un comunicador y periodista, que no comunique por nuestra seguridad: ¡que se calle!

Nos acercábamos a una calle que tenía gente pasando y tiendas con ventanas tapadas. Vi los policías en la intersección de la calle y mi cuerpo sintió el terror de nuevo, pero decidimos caminar porque era la única manera de pasar para llegar a San Blas, donde estaban mis amigxs. Entre más nos acercábamos a los policías, sentía que más nos miraban. Mi cuerpo me decía que no me acercara más, que algo iba a pasar, y no me equivoqué. Ya cerca de ellos, un policía gritó, “veles a los de los pelos pintados, ¡ellos son!”. Hicieron un movimiento hacia al frente, como para correr hacia nosotros, y gritaban que alcemos las manos y que no nos movamos. El miedo me paralizó el cuerpo y, en cuestión de segundos, recordé todas las veces en las que los policías me han acusado de hacer cosas que no he hecho, tratando de manipularme para que, por el miedo, admita lo que querían. Corté el pensamiento y solo pude levantar mis

manos y pedirle a mi novio que haga lo mismo. Tratamos de explicarles calmadamente que acabábamos de llegar, que no habíamos hecho nada, mientras uno de ellos nos gritaba que nos vio lanzando piedras y que “seamos hombrecitos” (qué fea expresión) para hacerlo en ese momento. Los vecinos de las tiendas empezaron a gritar en voz baja (como con enojo y firmeza, pero sin alzar la voz) “déjenles a los jóvenes”, mientras una señora se acercaba hacia nosotros, mirándoles a los policías y diciéndoles “ya van a ver si les cogen”. Seguido a eso solo recuerdo el brazo de mi novio jalándome para atrás y mis piernas corriendo.

Corrimos una cuadra y mi cerebro se repetía “el primer día, el primer día, el primer día”. Con enojo me preguntaba qué significaba “ellos son” y me respondía “están cogiendo a cualquiera, ni ellos mismos saben qué hacer”. Recordé lo que un compa me contó sobre las manifestaciones de los 80’s y 90’s, que lxs tomaban presxs sin ver rostros, que eran criminales solo por estar parados en un lugar que no debían. En medio del susto bajamos al sector de la Marín, pero todas las calles estaban bloqueadas. La gente caminaba por el puente que sube al Mercado Central. Nosotros nos movimos con la gente, hasta que unas sirenas hicieron correr a los manifestantes que estaban frente al mercado, detrás de un retén policial. Obvio, los chapas tenían las de ganar. Cada vez me daba más cuenta de que iba a ser imposible llegar a San Blas, llamaba a mis amigxs y me decían que estaban refugiándose donde podían en San Blas, que estaban rodeados de chapas. No supimos qué más hacer y decidimos tratar de volver a casa. Era desesperante no poder hacer nada y que las redes te relaten lo que está pasando en la calle. Las llamadas no salían y mis amigos no se contactaban. Las noticias reportaban presos y me ponía en pánico pensar que alguno de ellos era amigx mío.

Nada mejoró en los días siguientes, hasta que las organizaciones indígenas avisaron su de próxima llegada a Quito. Entonces fui a ayudar en la Casa de la Cultura, donde serían acogidos. De esta forma, vi que la gente se activaba: los colectivos de estudiantes se reunían, quienes trabajaban con derechos humanos se juntaban, los activistas de varias luchas se contactaban unos con otros para mantenerse en las calles pese al estado de excepción. Me sorprendía ver tanta gente de sectores medios altos ayudando en la recolección y clasificación de víveres en la Casa de la Cultura. La última vez que vi algo así fue en el terremoto de 2016, lo que me hizo pensar que esta era una verdadera emergencia nacional. Incluso después de días sin dormir, los voluntarios seguían preguntando “¿qué más hay qué hacer, qué más falta?”. Cuando decidíamos salir del albergue a los alrededores, veía a la gente compartiendo comida y agua, esperando a los que estaban en primera línea con avena y pan.

El día de la emboscada en la Asamblea me enseñó mucho sobre la resiliencia, más que cualquier manifiesto o discurso. Llegamos temprano, en la mañana, y caminamos por el Arbolito tomando fotos y buscando testimonios para el programa. Una compañera de Las Palmas nos habló, nos repetía que no le importaba venir de tan lejos pasando hambre y cansancio porque “es la lucha de todos”. Recordar esto me hace chiquito el corazón. ¡Cuan leales a su pueblo son los indígenas, cuánta ética nos pueden enseñar, qué capacidad tan bella de ver más allá de lo individual tienen! Acabamos la entrevista y yo sonreía, no por felicidad, sino por esperanza.

Nos reunimos con amigxs y salimos a la calle. Helicópteros sobrevolaban la Asamblea y la gente murmuraba que “ya, van a hablar”. Dos horas estuvimos en calma en El Arbolito, mientras el “diálogo” sucedía. Después, la calma

se volvió pánico y pasó lo que pasó. No quiero hablar de eso, sino de lo lindo que fueron esas dos horas de calma. La gente jugaba con sus niños, se alimentaba, unos dormían y hasta tocaban la guitarra. Yo estaba muy abrumado emocionalmente por lo que pasaba: ver tanta sangre todos esos días, oír tanto llanto, y no me cabía en la cabeza cómo los compañeros indígenas podían seguir ahí, jugando con sus niños, atendiendo a sus enfermos, y parados en pie de lucha. Yo solo me decía, “lo hacen porque les toca, no les queda de otra más que resistir”. Se abrió un vacío y pensaba en que eso es lo que se tiene que sentir –un vacío– cuando te das de cara con la realidad.

Cuando me detuve a pensar en la duración de estas movilizaciones no tenía ningún referente. El 30S o la rebelión de los forajidos (de lo poquitito que me acordaba) no fueron más de un par de días. Si el 30 de septiembre la gente se sorprendía de la muerte del policía que se transmitió por los noticieros en 2010, ahora teníamos videos con personas cayendo de puentes por la violencia policial. Todo se veía muy de cerca, la realidad estuvo peligrosamente más cerca de lo que estamos acostumbradxs.

La mañana del 12 de octubre, las organizaciones de mujeres y las mujeres de las organizaciones sociales decidieron hacer una marcha pacífica en la avenida Naciones Unidas. Para este día, la palabra diálogo que daba vueltas en boca de todos era un grito de demanda. Ese día, como todos, las mujeres tenían cantos, bailes, y consignas. En la marcha veía lo que en todos los días: compañerxs de diferentes luchas con una misma consigna, compartiendo el espacio y apañándose unxs con otrxs. Cuando ya terminaba la toma del espacio de las mujeres, a las 15:00 el presidente Moreno decretó toque de queda en toda la ciudad, con tan solo

30 minutos de anticipación. Se sintió tristeza alrededor. Algunas parecían enojadas, otras se cogían la cara y se preguntaban “¿a dónde vamos?”. Corrimos con desesperación con unxs compañerxs a la Casa Uvilla, donde nos refugiamos. Todo se sentía fatal. Estábamos a salvo, pero en la terraza se veía el Arbolito y los humos blancos y negros. Sabíamos que la gente estaba en peligro. No había nadie en las calles, y en redes se convocó al cacerolazo –que, no sabíamos, sería el primero en Latinoamérica–. Llegaron las 8 de la noche y ¡bam!, los ollazos empezaron a sonar. Salí de la biblioteca de la Uvilla y, en el patio, con la poca luz de la noche, se veían cuerpos saliendo de las ventanas de las casas, golpeando sus ollas de presión o sus sartenes. En la casa de al lado unos niños, criminales, se atrevieron a romper el toque de queda y empezaron a jugar con sus carritos, mientras el vecino de enfrente salió al techo a golpear su antena de televisión. ¡Yo sonreía mucho!

Cada bam, que a veces se transformaba en consigna, me recordaba que la situación no se reducía a mi novio y yo, asustados, refugiándonos en una casa cultural. Era todo el pueblo acompañándose, con golpes en sus ollas, mientras se refugiaban del monstruo del Estado. No estábamos solos.

Tengo que decir, aunque me moleste, que en movilizaciones de izquierda me ha ido mal. Me veo extraño, y mi novio igual, y lo amamos, pero el macho existe en todos lados. En las movilizaciones del 1 de Mayo de hace un año, fue inevitable sentirme incómodo porque compañeros me señalaban y se reían o me miraban con algo entre el asco y el “qué le pasa a este”, y comentaban entre ellos. Ese primer día de paro, aparte de preocuparme por los chapas, también estaba preocupado porque la gente de la marcha no me haga sentir incómodo por cogerle la mano a mi novio y por

verme como me da ganas de verme. Pero la realidad fue otra, la situación de terror fue proporcional a la solidaridad de la gente. Eso fue lo que sentí. La gente estaba tan consiente del momento histórico que estaba sucediendo, que no tenían tiempo de mirar feo a nadie. A todxs nos repartían pan y avena. A todxs les lavaban los ojos con leche y les soplaban el tabaco cuando lo necesitábamos. Todxs gritaban cuando a unx le intentaban coger los chapas. Todxs éramos compañerxs. En estos momentos de lucha de clases, la gente tiene la maravillosa capacidad de ver más allá de lo particular, de lo sustantivo, de lo coyuntural, para ver la imagen en grande, y entender que la lucha es contra los de arriba, contra el hegemón, y no entre nosotrxs. Me da esperanza saber que en un paro nacional, indígenas, estudiantes, feministas, ecologistas, maricas, trans, anarcxs, comunistas, obrerxs y muchos, muchos más, nos vimos a la cara y nos (re)conocimos en nuestra complicidad y conspiración contra la bestia grande.

Del paro me llevo esto, la esperanza de luchar entre cómplices, porque yo lo decido, porque es lo que no quieren que uno se lleve después de llenarte los pulmones de gas y caerte a toletazos.

Me llevo la esperanza porque no hay de otra.

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