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Rabia Nicolás Cevallos Estudiante de Sociología

Nicolás Cevallos

Estudiante de Sociología

Rabia

Cuando desperté, sabía que aquel día tenía algo importante que hacer. Pero jamás imagine como terminaría todo.

Comencé con mi rutina diaria: despertar, levantarme, desayunar, una ducha y hacia la universidad. Durante mi recorrido, estaba repasando lo que tenía por hacer aquel día: asistir a clases hasta las 9am, salir y encontrarme con algunos compañeros con los cuales ya había conversado la noche anterior para ir a la marcha.

Así que salí y nos dirigimos en un grupo pequeño hasta la Universidad Central. Allí pudimos ver como la marcha comenzaba y como se marcaba un grupo al que se unía gente con mucha rapidez. Nos unimos y comenzamos a caminar. Repetíamos las consignas, veíamos con cierto recelo a las personas a nuestro alrededor, presintiendo quizá, lo que sería el comienzo de 13 días de resistencia y miedo.

No recuerdo bien cómo comenzaron los disturbios. Solo recuerdo que, en cuestión de minutos, tuvimos que

precautelar nuestras vidas ante la acción de los chapas. Íbamos caminando tranquilos (como en anteriores manifestaciones) intentando ser claros y fuertes, y de repente el ambiente de “fiesta” en el que estábamos cambió. El aire se sentía denso, como si algo más grande estuviera al frente esperándonos para atacar. No era para menos. Según nos acercábamos a la Plaza del Teatro, se escuchaba un sonido, un ruido que no cesaba: era la sirena que utilizan los antidisturbios para confundir a la gente, incluso llegando a hacerlos vomitar. Mientras la sirena sonaba sin cesar, vi como la gente se iba quedando, se detenía mirando al frente. Otros se detenían para ponerse una máscara, una capucha, algunos sacaban botellas de agua y retomaban el paso.

Después de unos momentos un estruendo dejó todo en silencio. Era la primera bomba lacrimógena, que había reventado a unos cuantos metros delante de mí. Quizá por la adrenalina, quizá por idiota o quizá solo como respuesta automática de mi cuerpo caminé más deprisa hacia al frente, quería saber qué estaba pasando, para qué debía prepararme y a qué me iba a enfrentar. En cuestión de segundos vi caos y sentí desesperación, sentí rabia, y sentí un lazo extremadamente fuerte con el compañero con el que asistí a las marchas.

Al estar al frente del bloque pude ver como los policías cerraban las calles, policías resguardados de pies a cabeza por trajes, escudos, autos, motos y, encima de todo, con armas. Pude ver como sostenían en un brazo el escudo que tenía un mensaje supuestamente llamando a la conciencia de que ellos también son personas, mientras en el otro la mayoría sostenía un tolete agarrado al revés para que cuando lancen golpes estos causen más daño. Los otros chapas, en lugar de tolete, tenían escopetas, lanza granadas y bombas

lacrimógenas, un sin número de bombas de diferentes tamaños y tipos. Incluso, algunos chapas más osados disparaban una bomba y enseguida salían con el tolete.

Yo estaba “super” preparado con mi mochila, mi ropa (con la que voy a la universidad) y una botella de agua. Listo para causar caos, por supuesto.

Mientras analizaba todo lo que ocurría, o al menos lo que más podía, me saqué los lentes y me puse una bufanda que llevaba por el frío de la mañana. Terminé de acomodarme la bufanda junto con la capucha y me puse los lentes. Acto seguido estaba corriendo, intentando escapar del gas, que si no fuera por el ruido extremo que produce ni siquiera lo hubiera sentido. Más atrás, un grupo comenzó a prender papeles, cartón, plástico, lo que se tenía ese rato.

Ahí nos dijeron que respiremos el humo pues dejaba sin efecto al gas lacrimógeno. Estuvimos un buen rato en ese ciclo: ir hacia primera fila, intentar resistir lo más que se podía, sofocarse con el gas y regresar hacia una de las fogatas improvisadas. Después de ir y venir optamos por intentar ayudar a las personas que ya no podían más. Había personas que ya no podían ver por acción del humo del gas, otras que tenían miedo. Más miedo que yo y otras quienes estaban respondiendo con piedras a los policías.

Las cosas ni siquiera tenían pinta de querer tranquilizarse. Por el contrario, cada vez que regresábamos a primera línea todo se veía peor. Ante la indignación de no poder hacer nada, tomé una piedra, sin saber muy bien lo que hacía, la sujeté fuerte y fui hasta adelante. Sabía que mi fuerza no era mucha, por lo que no debía acercarme tanto o debía utilizarla en el momento correcto. Intenté lanzarla varias veces, pero no pude. Al final, sabía que lo que estaba haciendo

podía herir a un chapa. Como si una maldita piedra hubiera podido hacer algo contra el blindaje que tenían.

Después de estar forcejeando con la policía por un tiempo, parecía que avanzábamos, que lográbamos tener el control de la Plaza del Teatro. Un grupo grande se acercó y comenzó a alzar piedras, intentar reorganizarse. Incluso, intentaron hacer una especie de barricada para detener a la policía que cada vez era más salvaje.

En este pequeño “descanso” que tuvimos, la policía se reabasteció de bombas y de refuerzos. De repente, algo comenzó a sonar como explosiones seguidas. Eran los escapes de las motocicletas de los policías, los cuales hacían sonar a propósito como aviso de que ya venían y era mejor que corriéramos. En efecto, tomé el brazo a un compañero y lo jalé por una calle aledaña que conectaba con la Marín. Compañeros que ya se habían recuperado comenzaron a traer vallas desde la Marín, hasta la Plaza del Teatro. Allí armaron una especie de barricada para detener a los policías y el ciclo se repitió.

Hasta ahora no me explico cómo, pero mi rabia fue tal que lance la piedra (que hasta ese momento había mantenido en la mano). Me di la vuelta y caminé hacia mis compañeros mientras las sirenas y las bombas sonaban. Escuché que las motos aceleraban y corrí pasando por un lado del cerco que minutos antes habíamos alzado. Regresé la vista para saber dónde había caído la piedra que lancé y pude ver la trayectoria. Le di a un escudo. En esos escasos segundos, yo ya sentía que debía resguardar mi vida. En esos escasos segundos, tuve fuerza para pararme firme e intentar defenderme. En esos escasos segundos, vi como una piedra era detenida como si nada contra un escudo de policías. En esos

escasos segundos, vi como la policía nos atacaba sin miedo ni compasión alguna.

Vi como los policías lanzaban sus motos contra nosotros. Vi como policías pateaban cercos, personas o lo que se pusiera al frente. Vi cuan despiadado es un ser totalmente armado que lanza una bomba contra estudiantes.

Corrí, solo corrí mientras escuchaba como se acercaba la policía –hasta hoy le sigo teniendo miedo a la policía–.

Intentando escapar, logramos entrar a un local de camisetas en el cual al principio me sentí aliviado. Pensé: “La policía no puede entrar aquí”. Fue un error. Después de unos segundos, varios chapas estaban en la puerta y, si no hubiera sido por los dueños del local, quizá nosotros hubiéramos sido parte de los “números” que dejó el paro.

Descansamos unos minutos y tomamos la decisión de regresar un poco al norte donde se encontraban la mayoría de personas que no se acercaba al foco de la protesta. Allí nos reagrupamos entre compañeros universitarios y conversamos un poco de lo que habíamos vivido. En una charla un poco más cerrada con compañeros que nos encontrábamos en el foco de la protesta decidimos comprar leche y bicarbonato, leche para los ojos y bicarbonato para las mascarillas. Sí, claro, como si un litro de leche y bicarbonato diluido en agua pudiera hacer algo contra armas de fuego.

Decidimos ir por una calle más arriba para ver si había la posibilidad de ingresar hacia el Palacio de Carondelet por allí. Y, aunque temprano si hubiera sido factible, la gente se amontonó en la Plaza del Teatro y rara vez se movió. Caída la tarde entre correteo y correteo, la persecución se puso más salvaje. Había momentos en los cuales parecía

una especie de tregua entre los chapas y los estudiantes –para ese momento, ya no solo éramos estudiantes, sino que ya se habían unido trabajadores y otros grupos sociales–. Pero estos pequeños momentos no fueron más que trampas de la policía para hacer tiempo para que llegaran los trucutú con más bombas y con más policías. Estando al frente pudimos ver como el trucutú lanzaba mensajes: ¡¿mensajes en inglés?!

Me quedé loco. Ya no solo era una fuerza armamentística mayor, sino que ahora también nos querían desmoralizar psicológicamente. La voz que daba estos anuncios era fuerte, gruesa y patriarcal. El mensaje era una cuenta regresiva, una advertencia. Era una locura, algo inédito. Cómo es posible que en manifestaciones en contra de las medidas que el FMI quería imponer en el Ecuador, salgan fuerzas del “orden y la seguridad” con mensajes en inglés, con mensajes que claramente eran advertencias en contra de los derechos humanos.

Al caer la noche la cuestión no tenía fin. Junto con la obscuridad, también comenzaron a lanzar bombas desde los techos de los edificios aledaños a la concentración. Directo a nuestras cabezas, directo a nuestro cuerpo, directo a matarnos.

Con un compañero decidimos regresar al sur de Quito, donde vivimos –desde donde venimos y a donde regresamos–. Hubo algo que, después de todo, me llamó la atención: la seguridad que sentí. Tuve que caminar desde el sur, hasta el norte, del norte al centro y del centro al sur, por varios días. Tuvimos que pasar por “zonas Rojas”, altas en delincuencia. Pero esa noche y las siguientes, tenía más miedo de ver a un policía, que caminar en completa obscuridad por un sector peligroso.

Por la noche, logré llegar a mi habitación y comencé a responder mensajes a amigos y algunos familiares. Después comencé a buscar información de lo que había ocurrido en redes sociales y medios de comunicación. Era sorprendente cómo no había nada. Parecía que la jornada de lucha de aquel día nunca hubiera ocurrido. Lo poco de información que me llegaba era por grupos de compañeros que nos conocimos ese día o compañeros de la universidad.

Fue alarmante. Cómo no iba a temer por mi vida, si aquel día yo pude llegar a mi casa, pero ya varios compañeros no iban a llegar nunca más. Cómo no iba a temer por mi vida e intentar defenderme, si yo podía ver como machacaban a palos a periodistas y estudiantes, a colegiales. Cómo no iba a temer por mi vida, si después de todo, la policía nos “cuida”. Qué clase de relación es aquella, en donde quien te debe cuidar termina asesinándote.

Al final de aquella jornada, me quedaron estás preguntas: ¿la policía nos cuida o solo cuida los intereses de las personas en el poder? ¿El poder económico-estatal-jurídico es dictado por intereses personales? Esto ya lo tenía claro, pero es importante recalcarlo.

Mucha de la seguridad y confianza que no he podido tener en toda mi vida (22 años, hasta ese momento), la obtuve con gente que conocí en las calles, a las cuales cuidaba y me cuidaban. La calle nos une. Para decirlo con Pablo Milanés: “Yo volveré a las calles, ensangrentadas”.

Liliana Muñoz

Estudiante de Sociología

Impotencia

Era un jueves 3 de octubre de 2019. Habíamos salido con un grupo de amigos desde la universidad para congregarnos con compañeros de otra universidad. Agarramos la marcha y estábamos casi encabezándola. Era algo muy lindo, ver el pueblo joven levantarse frente a las medidas del Estado neoliberal. Se podían escuchar las consignas “este gobierno no es nacional, es recadero del Banco Mundial”, junto con la música de fondo la cual tocaban mis amigos con sus tambores. Al llegar a la Plaza del Teatro, nos esperaban una cantidad bastante grande de policías, motorizados, los cuales empezaron a lanzar bombas sin importarles nada. Todos nos empezamos a apartar del lugar donde caían las bombas, gritábamos para que se detuvieran. Nuestra marcha era pacífica, las únicas armas que teníamos eran la leche, el vinagre, y los cubre bocas como precaución por si algo así llegaba a pasar. Nunca me imaginé que iba a ser tan rápido. De repente, se escuchó como aceleraban un carro, cuando regresé a ver me espanté, era un famoso trucutú. Nunca lo había visto antes, casi atropella a varios de mis compañeros de lucha. Detrá de él, salieron varios

motorizados y policías con tolete en mano. ¡CORRAN! Era lo único que alcancé a escuchar y gritar, mientras todo pasaba en cámara lenta. Mis amigos se quedaron atrás, otros se adelantaron, yo solo estaba muy preocupada por todos los que los policías lograron agarrar. Eso fue solo el inicio de lo que se venía.

Ese mismo día se decretó estado de excepción. Lo oímos mientras esquivábamos las lacrimógenas. Ya estábamos cansados, era tarde y ya habíamos aspirado mucho humo de las bombas. Parecía que no nos daba la fuerza. Sin embargo, vimos a más compañeros de lucha uniéndose. Eran trabajadores, el bloque de mujeres. Eran muchísimos. Se sintió el apoyo y solo con ver eso me alegraba de que no fuéramos solo pocos los que estábamos luchando, fuimos muchísimos “zánganos” y con el pasar de los días se unirían más. ¡El movimiento indígena estaba en camino! Esos valientes inquebrantables que, sin duda, lo dan todo por todos. Fue un sentimiento bastante grande el que me invadió ese momento. Habíamos estado apagados y reprimidos durante el gobierno de Correa, pero esta vez era diferente, ya no nos callaríamos más.

Ese día jueves hice un trayecto bastante grande para poder llegar a mi casa. Traté de ir en carros informales los cuales estaban prestando su servicio a $2 para que la gente pueda ir desde el Quicentro, más o menos, hasta “donde más avance”. Me pudo dejar en la entrada de La Bota. En ese momento sentía mucha calma porque toda la marcha fue un lugar perfecto para arrojar toda la ira que tenía dentro. A medida que iba caminando pude escuchar a personas gritando a la altura del Santa María del Intercambiador de Carapungo. “Vayan para allá”, gritaban unos jóvenes mientras trataban de huir de lo que al principio creía que era

neblina. Estaban lanzando gas lacrimógeno. La lucha no solo estaba pasando en el Centro Histórico. La gente subida en el paso elevado gritaba desesperada “ya déjenlo”, “suéltalo, suéltenlo”, “no le peguen”, “ya déjenlo”. No sabía qué estaba pasando, no alcanzaba a ver. Unos chicos me supieron decir que unos “chapas agarraron a un guagüito, ahí le están dando de toletazos”. Se me puso la piel de gallina, pero aceleré el paso porque mi pa me estaba esperando a la altura de Llano Grande.

Cuando crucé la Panamericana para evitar a los policías y el olor a gas lacrimógeno, empecé a correr porque vi a mucha gente huyendo. No entendía qué estaba pasando. Pude observar unos dos chicos que se lanzaron del paso elevado para tratar de huir, atrás de ellos venían varios policías motorizados con tolete en mano. Eran dos en cada moto. Solo pude ver que una moto se acercaba en dirección a mí y el policía de atrás estiró el brazo con el tolete en la mano, mi reacción al ver eso fue dejar de correr y quitarme la prenda que me cubría la cara hasta la altura de la nariz y la capucha. Después de eso solo aceleraron. Iban directo hacia estos chicos, quienes trataron de refugiarse por una puerta donde estaban algunos materiales del centro comercial. Los policías empezaron a gritar para que el guardia los sacara. Cuando salieron, ocho policías empezaron a golpear a los dos jóvenes. Me daba tanta impotencia no poder hacer nada para ayudarlos. Muy temerosa saqué mi celular y empecé a grabar lo que sucedía. Después de tantos golpes se los llevaron en las motos para que sean detenidos en la UPC. Después de ver tanta violencia me daba mucho pánico estar cerca de los policías, pero debía pasar por un tumulto cerca de la UPC, donde se encontraban casi todos ellos con algún tipo de instrumento de “defensa”.

En todo este miedo que sentía me encontré con una chica, la cual estaba yendo en la misma dirección que yo, empezamos a caminar juntas. Me sentí más tranquila. Después de caminar y conversar con ella un tiempo le encontré a mi papi. Nunca me dio tanta paz verlo. Empezamos a caminar en dirección al carro para poder ir a casa, mientras veíamos imágenes súper caóticas de cómo se vivía todo esto en la Panamericana.

La mayoría de calles estaban cerradas por las personas que moraban en el sector, mientras que otras preferían emprender su caminata para llegar a la Panamericana. Se podía ver en el regreso a casa como la gente salía en la noche con palos y cualquier tipo de cosas para quemar. El pueblo se había levantado y, en ese momento, no había fuerza policial que les importe. Salían a darlo todo.

Describir el momento en el que por fin pude salir al voluntariado es algo que me trae alegría. Salir de mi casa hasta la universidad era lo que anhelaba hacer desde que todo comenzó. Cuando avanzábamos por la ciudad veía muchas partes calmadas, aunque casi no había carros ni gente afuera. A medida que nos acercábamos a la zona cero, se sentía un ambiente muy pesado y se podían observar las calles con el color negro intenso de las llantas quemadas. El olor también era diferente, olía muy fuerte. Una vez que ya llegamos con mi amiga a la afueras de la universidad, solo nos quedaba correr para que nada nos pase hasta ingresar. Al momento de cruzar la puerta, nos pidieron registrarnos con nuestros datos y nos asignaron una pulsera para determinar en qué parte íbamos a colaborar. Se sentía bien ver a tanta gente que venía a ser voluntario. Encontrabas a todas las personas reunidas en grupos desayunando y planeando como iban a manejarse afuera de la universidad para poder ayudarse en

caso de que algo pasara. Todos los discursos inspiradores rondaban la parte de ingeniería, el Coliseo y sus parqueaderos aledaños.

Llega ese punto de quiebre cuando, caminando por ahí dejando las donaciones que llegaban a cada momento, llego a escuchar que un líder en un grupo dijo: “Si es de morir, pues, moriremos”. Escuchar el compromiso que tenían con nuestra lucha, que literalmente lo daban todo por defender una vida digna para ellos y su gente.

Se me parte el corazón al ver a un grupo de chicos jovencitos que estaban a un lado de todos. Uno de ellos, se paró frente a sus amigos y dijo titubeando: “Yo no me quiero morir”. En ese momento, algo dentro de mí se rompió y querían salir las lágrimas. Ver que la lucha era tan fuerte y que los compromisos eran mucho más fuertes que implicaban dejar la vida y darlo todo. No todos estaban dispuestos a morir. No todos imaginaban que la situación se iba a tornar tan violenta y que podían salir un día a luchar y nunca más regresar.

La incertidumbre que se creaba al momento de que la gente salía con sus escudos y máscaras improvisadas de materiales reciclados era muy grande. Solo esperaba que todos puedan regresar a salvos al centro de acogida. Se vivían momentos desgarradores cuando venía gente con listas de personas desaparecidas, personas que buscaban niños y que tenían la esperanza de encontrarlos en alguno de los centros de acogida. Familias preguntando por algún miembro que no se encontraba con ellos y no sabían de su paradero.

Otra de las cosas que causó impacto fue la manera en la que llegaban las personas en busca de ayuda médica urgente: había sangre por todas partes. Se podía ver gente indignada,

¿y cómo no? Quién podría no indignarse con tanta represión y violencia que se vivía en las calles con los policías. Ver la frialdad que tenían al momento de lanzar gas, acelerar sus carros inmensos que podían pasar aplastando a alguna persona en cualquier momento, salir en caballos con toletes en mano para pegar a la mayor cantidad de gente.

A partir de todos los momentos vividos en el Paro Nacional el mes de octubre de 2019, se puede evidenciar que las medidas tomadas por el gobierno, respondiendo a una lógica del FMI provocaron mucho descontento entre la población. Las medidas que se presentaron afectaban directamente a los grupos de estratos económicos bajos y medios. El discurso que manejaba el presidente Moreno fue que no era necesario mantener un “subsidio perverso a la gasolina”, ya que esto afectaba en gran manera a la economía del país.

El pueblo trabajador, que en gran parte se veía afectado por todo lo que estaba sucediendo, tras 10 años de opresión en el tiempo de Correa, decidió decir ¡BASTA! a todas estas afectaciones que se estaban generando. Se convocó a una marcha en diferentes lugares del país, tratando de mostrar que el pueblo estaba inconforme con la decisión por parte de la Presidencia.

La respuesta a la convocatoria de las movilizaciones por parte de diferentes actores fue una respuesta oportuna para tarde o temprano generar un diálogo con las autoridades. Varios grupos de estudiantes, trabajadores, transportistas, ciudadanos en general se unieron a la marcha. La opresión que se dio por parte de las fuerzas policiales fue, sin duda, desmedida. Las respuestas de los policías eran muy violentas. Todo por “tratar de recuperar la paz”. Por no dejar que unos “zánganos” irrumpan con la paz de la ciudadanía. ¿Pero en

realidad era necesaria toda esa violencia? Si el gobierno no hubiera tenido esa idea “de no dar el brazo a torcer” por un simple hecho de mostrarse imponentes, se hubiera podido tener un diálogo abierto como se dio al final. Se pudo haber evitado todo el uso de materiales por parte de militares y policías que le cuestan tantos millones al Estado, invirtiéndolos de otra manera, apoyando a la producción. Se pudo también haber optado por otras medidas como no perdonar la deuda de 4,500 millones a los banqueros y los grupos económicos de élite.

Es ahí donde uno se pregunta, ¿por qué al gobierno le duele tanto subsidiar la gasolina en pro de la mayoría de la ciudadanía que en serio lo necesita y no le duele perdonar a los deudores que representan un grupo pequeño?

Toda Latinoamérica se levantará de ser necesario. Todos en pie de lucha contra las injusticias de todas las políticas neoliberales y de los actos de corrupción generados por parte de los gobiernos.

Manuela Oña

Estudiante de Sociología

Decepción

Los sentimientos que surgieron en la revuelta social son, de esa misma forma, revueltos. Sin embargo, cada una de las personas que lo vivió ya sea de forma directa o indirecta tiene un sentimiento que aflora con mayor fuerza. En mi caso, fue la decepción. ¿Decepción de qué?, me pregunto. Decepción de mí, de mi familia, de mis amigos, de los que no conozco, de los que reconozco aunque ellos no conocen ni mi nombre y tampoco les importa.

Isabel Allende lo dijo, entonces, en su libro y yo lo siento muy cercano a mi realidad hoy: “Si las locuras se repiten en la familia, debe ser que existe una memoria genética que impide que se pierdan en el olvido”. Todos tenemos una historia. La mía comienza con la locura de una familia con ideales de la lucha por la justicia. No, únicamente, lo que es justo para uno mismo, sino la verdadera justicia, esa en la que no hablas en nombre de nadie, sino que juntos unen sus voces en un canto de orgullo por la equidad. De repente, un día me despierto y hay paro. No hago nada.

Día dos: pienso en lo divertido de estar en casa y perder clases.

Día tres: los transportistas abandonaron la causa. ¿Qué querían realmente? Asegurarse ellos, dejando atrás a los estudiantes que, en su momento, salieron a luchar por todos. Me pregunto ¿qué vuelve a los estudiantes tan impetuosos por la lucha por justicia? Isabel Allende hace tiempo ya me había respondido, aún antes de que siquiera surgieran mis dudas: “[…] en la universidad, la política era ineludible. Como todos los jóvenes que entraron ese año, descubrió el atractivo de las noches insomnes en un café, hablando de los cambios que necesitaba el mundo, y contagiándose unos a otros con la pasión de las ideas”. Supongo que eso les impulsa. Quizás sea lo que, en algún punto, me impulsa también a mí. He dormido demasiado.

Día cuatro: los compañeros indígenas están en camino. Dicen venir por ellos, por sus hijos, por nosotros. Se despierta en mí un espíritu nuevo: la lucha significa algo. Necesito salir, necesito ver a mi gente, unirme a su voz. No lo hago.

Día cinco: buscan voluntarios y yo puedo ser uno de ellos. Mi madre lo entenderá, mis hermanos entenderán. No, no lo hacen, yo tampoco. Me encierro en mi propia frustración. Cuando veo las noticias de la televisión nacional me imagino un caricaturesco diálogo entre ricos y gobernantes dónde se preguntan ¿cuál es la mejor inversión? Salud, educación… No. Mejor destinamos ese dinero a comprar todos los medios de comunicación, así podremos manejar a la opinión pública, que es lo que cuenta en realidad. Burlesca opinión de Allende que toma sentido en mi cabeza.

Cuando por fin llega el día seis: veo noticias basura presentadas por la basura de la TV: “vándalos”, “terroristas” y

“ladrones”. Esos son los calificativos que usan para definir a quienes yo llamo compañeros y hermanos; “al país se lo saca trabajando”, decían, gritaban, posteaban y recalcaban. La gente poco sabe del esfuerzo de los que, por culpa de este sistema, se han colocado eternamente abajo. Qué posición tan peculiar. Tuve una primera duda que golpeó mi cabeza en cuanto oí y leí estas posiciones adversas al paro. ¿Por qué alguien podría pensar así? No hay que engañarse. “[…] el imaginario latinoamericano está marcado por valores estéticos de origen colonial, que colocan a la mayoría de los indígenas en una situación deficitaria, que los rebaja y menoscaba su autoestima”. Ese es el problema con la lucha: quienes están a la cabeza son los indígenas “apreciados y defendidos por todos”, mientras no demuestran capacidades de autonomía.

Finalmente, salgo al voluntariado. Me pregunto: ¿la gente está enojada? No, la gente está dolida. Dejan su vida, entregan su tiempo. ¿Y todo para qué? Para ser ignorados. No solo es el subsidio del gas, hay mucho más detrás.

Ayudo y siento que soy parte del cambio. Este es mi deber y, finalmente, me decidí a cumplirlo. Entonces, ¿por qué me resulta tan difícil seguir en medio de esto, en medio del caos? ¿por qué solo pienso en volver a casa y refugiarme, alejarme de todo, alejarme de las ideas, de la violencia, de los policías, de la realidad? Otra vez, Isabel Allende me había respondido años atrás: “Esto sirve para tranquilizarnos la conciencia, hija –explicaba a Blanca–. Pero no ayuda a los pobres. No necesitan caridad, sino justicia”. Mi problema era que no sentía que había luchado por la justicia. Mi real problema era que la verdadera razón por la que había salido era en nombre de mi propia paz de conciencia. Algo que, por más idealista que sea, no traerá consigo la verdadera justicia.

Día siete: evito todo, las noticias, las redes sociales y a cualquiera que esté dispuesto a devolverme al caos. Pienso en los policías, siento rabia. ¿Cómo pueden dar la espalda a sus hermanos, amigos, hijos y compañeros? ¿En nombre de qué? ¿Qué los guía? Dicen que es su deber, para eso les pagan. ¿En qué punto de la historia el dinero vació al hombre y lo volvió engranaje de una maquinaria sádica? Los detesto y, sin embargo, lamento su realidad. Luchan sin un ideal, tan vacía es su causa que sus propios dirigentes miran desde arriba mientras los rangos menores matan y destruyen a su propia familia. Matan, de a poco, con cada bomba y toletazo una parte de ellos mismos. Ellos también tienen un deber, pero no creen en él. Nosotros, los de afuera, solo vemos un mal banalizado, el mismo que fue descrito por Hannah Arendt al hablar sobre el juicio de Eichmann: “El problema con Eichmann fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran y siguen siendo terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones legales y de nuestras normas morales a la hora de emitir un juicio, esta normalidad es mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas” (Arendt, 1958). El mal de los policías es aún peor que el de los enfermos sádicos, pues son gente que son como nosotros y que, pese a su normalidad, “bajo condiciones de tiranía es más fácil actuar que pensar” (Arendt, 1958). Ellos eligen no pensar. ¿Qué opción nos dejan? No nos queda más que odiarlos porque, de alguna forma, ellos eligieron sernos ajenos. Nos volvieron “los otros” a a quienes han dado la espalda. ¿Su deber con la Patria es más fuerte que su deber con la gente?

Día ocho: no me atrevo a salir. Las calles son un caos y mi cabeza lo es el doble. Principal noticia del día: Bob Esponja es trending topic en Ecuador. Mi única pregunta es:

¿para qué pasaron tantos años en la universidad para volverse periodistas y/o comunicadores? Lo mejor que pueden hacer con estas noticias de tanto interés es pasar una caricatura, la más alegre que pudieron encontrar, como si se tratara de algún tipo de burla. Tantos años, más de diez, pasaron reclamando su libertad de expresión y comunicación para terminar haciendo de su trabajo una mofa. Es entonces que, como nunca antes, se pudo evidenciar su doble cara. Es este momento tan crucial fue donde se entendió que su deber no era informar, sino que dependía de lo que solicitara el mejor postor. Para nuestra mala suerte, ese no estaba del lado de los derechos del pueblo. Es así que aparece nuevamente la imagen del deber. ¿Qué motivó sus acciones? Ya no son las órdenes seguidas por seres humanos vueltos máquinas. Ahora hay algo que desequilibra la balanza: el dinero.

Día nueve: la crisis explota. Toda historia tiene un clímax. Este es el clímax de la historia del paro: violencia descontrolada disfrazada de “uso progresivo de la fuerza”, toque de queda impuesto con sólo 30 minutos de antelación para refugiarse. Entonces, lo escucho en un lugar tan distante como es la pequeña loma en medio del Valle de los Chillos, que es donde vivo: el golpe de las cacerolas empieza como algo pequeño y sin importancia y, de repente, se van uniendo más personas. Es su forma de protestar pues no todos pudieron salir a las calles a pelear. Golpean las cacerolas en su nombre, en nombre de sus hijos, en nombre de sus padres, golpean de esa forma estrepitosamente mágica que sólo se consigue cuando se permite que la frustración fluya y se exprese. Veo a los niños salir. Ellos no entienden lo que pasa pero si entienden que golpear ollas como si fueran tambores de guerra los hace formar parte de algo importante, y se emocionan, y salen. Marchan y alborotan a los vecinos que siguen dormidos, como si quisieran despertar más que los cuerpos:

las almas. No puedo evitarlo y lloro porque he visto la decadencia del ser humano durante años, pero nunca así. Por primera vez, comprendo cuan real puede ser.

Día diez: después de varias horas, con heridos e incluso muertos, empieza el diálogo y se termina el paro.

No fue hasta terminar de escribir que comprendí cuan decepcionante es la fragilidad de mi propia decepción. Si soy realista, para el punto del clímax yo ya había cambiado. En el momento del cacerolazo, cambié nuevamente. Veo surgir un nuevo pensamiento, una nueva emoción de la que no me había percatado hasta que plasmé mi historia y mis vivencias en papel. La decepción de días se había vuelto ilusión de esperanza. Si bien parecía que en concreto no se había logrado nada, se alcanzó mucho. Se pudo sacar a flote problemáticas sociales que estaban ocultas tras una supuesta cortina de respeto, salió a flote el clasismo, racismo y la división ideológica de todos y cada uno de los ciudadanos. En pocas horas el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse entre todas las familias.

Pero, entre todo este caos, surgió un inexplicable brillo de esperanza, la juventud de los espíritus que están dispuestos a luchar por un nuevo mañana un poco más justo. Esa luz me la dieron esos niños que golpeaban sus cacerolas en nombre de su propia libertad. En este punto perdoné. Perdoné a los policías, a los racistas, a los clasistas, a la prensa y hasta a los políticos. Entendí que ahora es el momento para volcar a la juventud y a los espíritus jóvenes hacia la concepción de una nueva sociedad. Una sociedad en la cual los policías no dirijan sus golpes hacia su gente, donde racistas y clasistas no sean más que un cómico recuerdo del pasado, donde la prensa sea honesta y real y donde los entes políticos seamos

todos. Así, tal vez, la lucha por la justicia sea el bien común y, sólo entonces, podré dejar mi propia decepción de lado. Será entonces que, por fin, podré dejar de hacer pequeños actos para calmar mi conciencia y podré dar grandes pasos hacia la lucha hombro a hombro, con todos los que por cientos de años han sido relegados por el sistema.

Fragmentos de Memorias

Manuel Kingman G.

Profesor Facultad Arquitectura, Diseño y Artes

En lo personal, rememorar y tratar de generar una coronología a partir de las experiencias me resulta un ejercicio infructuoso; al recordar lo que hice en un solo día, la memoria me suele jugar malas pasadas: levantarse, bañarse, comer algo, salir al trabajo, escribir, preparar las clases y luego pararse al lado del pizarrón para contar sobre teorías leídas y escuchadas, pensamientos de otrxs que se cruzan con reflexiones propias y con algunas pocas anécdotas de situaciones vividas. Salir de la emoción de la clase a la sinrazón de las tareas administrativas, regresar a casa, jugar, descansar, evadirse de la rutina con series en las que se presentan espadas, castillos medievales e intrigas, mundos del siglo XI vistos desde el prisma hollywoodense del XXI. Si en esos días de normalidad y rutina a veces me es difícil recordar y dar sentido a lo acontecido, me es mucho más complicado tratar de armar en mi mente una cronología de lo vivido en el Paro Nacional. Quizás si hubiera llevado un diario de campo o habría tomado fotografías, quizás, quizás, quizás. No se me ocurrió llevar un diario de campo, y aparte de dos o tres fotografías y un pequeño video de cantos y

zapateos en el contexto de una marcha, no lo documenté de ninguna otra manera. A pesar de que practico la fotografía, decidí no llevar cámara. Pensé que eso me iba a poner en una posición de observador y, por lo tanto, colocarme en una distancia frente a las situaciones vividas. Pero me pregunto: ¿Qué es lo que viví en el Paro, y cómo dar sentido a esas vivencias?

Tomó la oportunidad de escribir este texto testimonial como una entrada para contar sobre esas experiencias concretas. Renuncio a testimoniar de manera cronológica y recurro a los pedazos, porque es de manera fragmentada como vienen esos hechos a mi memoria, y es de manera fragmentada, y cumpliendo muchos roles, como viví el Paro Nacional de octubre.

Salí a las calles el viernes 4 de octubre, saqué limones, una botella de vinagre y una camiseta vieja para protegerme del gas, caminé hasta el Parque de la Alameda donde pensé que se iba a concentrar la protesta. Grupos de policías en motos fueron disgregando la manifestación, golpeaban con toletes y desalojaban a los manifestantes. En El Ejido, justo en la Avenida Diez de Agosto, se veía humo de lacrimógenas y barricadas que impedían que el trucutú avance. Go ahead, go ahead y sirenas era el sonido que transmitía un enorme parlante incorporado al camión. El vehículo aceleraba y rompía las barricadas, piedras eran arrojadas en defensa. A mi lado, cayó un herido por impacto de bomba lacrimógena en la frente. Las motos llegaron y en un momento nos vimos rodeados, corrimos hacia el parque El Arbolito, ahogados por los gases lacrimógenos. Luego escapamos hacia la Avenida La Patria, bajamos hacia la Seis de Diciembre, gritamos consignas, al rato fuimos desalojados. Como algunos manifestantes fueron perseguidos y apresados, cuándo pasaba la

policía decidí sacarme el pañuelo y la gorra y tratar de pasar como gringo curioso. Regresé caminando a la casa. Creo que me sentí derrotado. Me da la impresión de que todavía no entendía el sentido de lo que estaba pasando.

No recuerdo lo que hice el fin de semana. No salí el sábado a las calles cuando fue tomado el Centro Histórico de Quito. Me llegaron imágenes por las redes, vídeos en los que se veía a la multitud corriendo por unas escalinatas. Creo que fue el domingo cuando fui a dejar unas cobijas a La Salesiana, el día siguiente preparé sándwiches y guayusa para un grupo de comuneros que venía desde Chugchilán.

No sé las motivaciones de las otras personas para involucrarse en el Paro Nacional. En lo personal, me pareció que estaba sucediendo algo importante y que era necesario estar ahí, apoyar ese proceso. Me sentí orgulloso de pertenecer a la Universidad Católica. La acción de abrir las puertas y recibir a los compañeros indígenas me pareció un acto de coherencia con los procesos educativos que la misma Universidad ha llevado a cabo en conjunto con diversas comunidades.

En el Paro cumplí diversos roles. En la Universidad trabajé junto a varios estudiantes de la PUCE y otras universidades en la limpieza. Lavé tarrinas y cucharas, recogí la basura, limpié los rincones.

Salí a una de las marchas, intenté llegar a la Plaza Grande, caminé al lado de un amigo que llevaba un gran tambor, nos juntamos a un grupo de mujeres que habían adaptado canciones populares con contenido relacionado con el Paro. Luego de salir del Centro Histórico, en la Plaza de San Blas, se improvisó un baile, recuerdo cánticos, zapateos, el tamborileo y el sonido de una flauta.

En El Arbolito, fui testigo de la represión y los impactos de bombas y balas de goma en las personas. A cada rato se escuchaba el grito: doctor, doctor. Me encontré con una persona con el rostro sangrante pidiendo ayuda. También vi la rapidez con las que se activa el sentido andino de la minga: la cantidad de bombas era asfixiante, una chica propuso formar una cadena humana para transportar agua para apagar las bombas lacrimógenas, la cadena se formó instantáneamente y grandes cantidades de botellones fueron transportadas desde la Casa de la Cultura hasta las zonas de las barricadas que estaban a unos 400 metros de distancia. Mientras eso sucedía, varias personas pasaban repartiendo agua con bicarbonato y vinagre para mitigar los efectos de las bombas y algunas mujeres elaboraban escudos de cartón y tela. Mientras tanto, otras personas desgarraban pedazos de ropa para utilizar como pañuelos.

Pasé una noche apoyando en la cocina de la Universidad Andina. Ahí aprendí de un chef a picar cebollas, cocinamos para 200 personas. Luego de las tareas, volví con una amiga a mi casa. En La Floresta había gente en las calles desafiando con cacerolas al toque de queda. Al día siguiente recién pude ver a mi esposa y a mi hija que se habían trasladado al Sur de Quito. Aunque mi hija Martina odió la situación del Paro, tanto por la incertidumbre, como por no poder ir a la escuela y también porque me extrañó durante esos días, en la noche disfrutó de golpear las ollas y escuchar los sonidos del cacerolazo que llegaban a esa terraza de Chimbacalle.

Me pregunto si en estos tiempos “interesantes”, marcados por el capitalismo extractivista, la precarización laboral, la apatía generalizada, el racismo y la crisis climática, tiene sentido el disenso, la protesta y la presencia en las calles.

Génesis Carvajal

Estudiante de Sociología

Impotencia

Ver los días pasar lentos y temerosos desde el interior seguro de mi casa, no solo me dio una sensación de inutilidad o impavidez, también me hizo probar una cucharada de rechazo. No hacia la lucha que afuera se llevaba a cabo, sino a las paredes que me encerraban, que me condenaban a escuchar el discurso degradatorio y racista de ciertos miembros de mi familia. Rechazo a la desesperación de la aparente calma, de la charla vacía y los que-me-importismo por el otro.

No quería estar allí. Irónicamente, me hubiera sentido más en paz conmigo misma estando afuera, entre esa gente que, con mi mismo perfil y mis mismos privilegios, luchaba por sus derechos y también por los míos. No me sentía tranquila, ni cómoda, ni superior, ni favorecida. Ni siquiera las redes sociales podían disuadir de alguna forma mi malestar. De alguna forma, busqué distraer mi mente, pero dentro de estos espacios, todo era igual a mantener una conversación burlona y vacía con mis familiares, repitiendo todo lo que decían en las noticias sesgadas de siempre.

Comencé a eliminar y bloquear amistades cuando fue demasiado para mí soportar las agresiones verbales contra el movimiento indígena. No podía bloquear a mi familia ni sus opiniones. Me enfermó la ira y la ansiedad, sentía en mi estómago la impotencia, la veía en mi cara, en mis expresiones y en mi forma de dirigirme a todos. Llegué al punto de no querer hablar más. Simplemente, comencé a ignorar lo que acontecía, escuchando música o mirando series en Netflix.

Quería distraerme de las conversaciones y los discursos de la gente cercana a mí. Varias veces les mostré que me sentía incómoda con sus bromas y su forma de tomar todo a la ligera. Aunque no quiera aceptarlo, aún existe en mi entorno el sentido del respeto hacia los mayores. Si les daba argumentos, me decían que exageraba o que estaba siendo grosera, cuando para mí era una respuesta similar a la que ellos me daban.

Hubo algo que mi mamá me dijo y que no creo poder sacarlo de mi mente aún. “Si ellos estuvieran luchando por las injusticias y los derechos de todos, también yo saldría a la calle”. Unos minutos después veíamos la marcha feminista en apoyo a los indígenas y me pregunté ¿por qué ellas sí? ¿Por qué ellas sí encontraron que esos indígenas luchaban por y para todos? ¿por qué, pese a todo lo que creí lograr en mi hogar, aún existen este tipo de respuestas tan frías y antipáticas?

Estoy segura que si fuera el caso de otras minorías, como luchas por el empoderamiento femenino o de la comunidad LGBT, mi mamá no hubiera tenido problemas en dejarme ir, no hubiera puesto tantas trabas e incluso me hubiera ayudado a acercarme a los centros de ayuda. Entonces, descubrí que detrás de todo ese apoyo también existían experiencias

pasadas que hacían que a mi mamá le pareciera adecuado que yo apoye una causa e ignore otra. Ella es una mujer fuerte, que ha logrado todo y más, y por lo tanto me quiere como un reflejo de ella, pero bajo sus términos. Mientras yo no me ‘rebaje’, sino que me supere, que me vuelva más grande, está bien.

Por eso, creo yo, ella no podía imaginarme igualándome a indígenas sencillos, hambrientos y de piel oscura. Estaba bien que yo quisiera luchar, siempre y cuando mis compañeros de lucha se parecieran a mí en toda regla. Eso me desilusionó incluso más. Me ahogó, porque sentía que yo necesitaba apoyo, yo, que tenía todo a mi favor. La impotencia se maximizó y se hizo culpa. Esto habla mucho acerca de la cultura racista que todavía está presente en los hogares. Un racismo oculto tras excusas, racismo que alimentaban los noticieros y los memes que circulaban en internet.

Durante el diálogo que se llevaba en vivo entre los dirigentes indígenas y el Presidente, no solo no dejaban de hacer chistes de toda clase. Pero no era apoyo a los indígenas, era solamente rechazo al poder ejecutivo del país. No los estaban escuchando, vitoreaban todo lo que decían sin más, alimentando así también el odio hacia el otro lado, policías, militares, etc. Y yo parecía ser la única persona en mi casa que pensaba que realmente lo que se dio fue una serie de recriminaciones necesarias y de etiqueta innecesaria, pero sin respuestas contundentes de ningún lado. Ninguna opción, ninguna solución, porque claramente alguna alternativa tenía que haber.

Consideré el derogamiento de la ley como un triunfo para el país, pero, nuevamente, quedó en mí una sensación de incertidumbre. Cuando dije en voz alta que todavía

deberíamos esperar por la nueva ley que entre ambos grupos armarían, mi mamá me preguntó cuál sería la mejor solución. No supe que responder. De nuevo, estaba en el inicio, sintiéndome inútil, poco preparada para este tipo de situaciones.

Todo este malestar se debe, creo yo, al hecho de que en mi hogar soy la única persona de mi edad. Además, soy la única persona con estudios sociológicos. Todos los demás eran adultos enfrascados en la idea de querer salir a trabajar, apegados tontamente al ciclo que para ellos han predispuesto otros y dispuestos a discutir, más no a dialogar con alguien menor.

Este fenómeno generacional, según Mannheim, remite a unidades sociales que no se constituyen simplemente por su cronología, sino más bien por la incorporación de las personas en marcos socio-históricos específicos, por experiencias sociopolíticas compartidas, y formas de pensamiento similares. Cada generación, nos cuenta, se caracterizaría por tener una posición social única, basada en experiencias históricas que las identifica. Por ejemplo, para mis padres que vivieron gobiernos represivos a nivel dictatorial, el ‘toque de queda’ les causaba un terrible miedo, mientras para mí fue un impulso de rebeldía, más sed de revolución.

En otro caso, los movimientos sociales e incluso las reuniones con ‘pensamientos de izquierda’ estaban totalmente vetados para ellos. Para mí, en cambio, han sido los que me han formado como persona. Cuando eres consciente de las injusticias, la desigualdad y la violencia, no puedes pretender que no existen.

Esperar la lluvia

Christian Escobar Jiménez

Profesor Facultad Ciencias Humanas

Llueve y tú dices es como si las nubes lloraran. Luego te cubres la boca y apresuras el paso. ¿Como si esas nubes escuálidas lloraran? Imposible. Pero entonces, ¿de dónde esa rabia, esa desesperación que nos ha de llevar a todos al diablo? Roberto Bolaño

Espero por la lluvia. Desde hace algunas noches se pueden respirar las gotas sin condensar y, en esta noche en particular, la humedad forma una gasa que no termina de caer. Llover. Ése es uno de esos verbos que uno quisiera conjugarlos en presente indicativo y en primera persona: “yo lluevo”. Pero poco sentido tiene ya en este desierto.

Me gusta ver las gotas que caen, guarecido bajo una visera en un lugar sin muros, porque así se siente el aire frío y lavado por el agua. Sentado en el corredor, presintiendo su llegada, no sé a quién rogar para que no suceda. En el descampado, cerca de una palmera inútil, pernoctan algunas personas, envueltas en cobijas. Prefieren la suavidad del

pasto a la intemperie que un piso bajo techo. Solo la nariz que sobresale de entre todas las mantas advierte lo que contiene el bulto. En el corredor de la derecha, que cierra el ángulo casi recto que forma con el mío, la gente finge dormir. Si las gotas llegarían, en esta noche imposible, salpicarían el piso donde la gente se arruma como trastos, junto a las ollas de una cocina que siempre se mantiene en pie y tampoco duerme.

Me levanto a fumar un cigarrillo antes de salir. No quiero hacerlo. Por la tarde, junto a dos voluntarios de fuera y tres estudiantes de medicina, tardé casi tres horas en recorrer poco más de un kilómetro de una ciudad que juega a la guerra. En el camino hasta el acopio de provisiones, a cuenta gotas, fuimos dejando las cosas que llevábamos a quienes lo necesitaban. Al llegar al punto médico en el parque, perpendicular a un edificio que arderá mañana, casi nada nos quedaba para repartir. Estoy cansado. Más de diez años de la tregua, la cooptación y el país de las carreteras me habían borrado la memoria de los efectos de agotamiento de las lacrimógenas. Después de varias noches sin sueño y cansancio, el mundo parece una masa confusa que se sostiene por una especie de ansiedad que no cede, como si esperáramos todo el tiempo por algo perentorio. ¿La lluvia? Todo se sucede, lo inútil se multiplica, se amontona en las bodegas del acopio, como ropa prestada para vestir a los muertos, zapatos que manchan las paredes, basura que se multiplica en las calles junto a las piedras de las barricadas, y contribuye a agigantar la borla de la informidad del mundo.

Estoy cansado y ansioso, en ese orden. Tal vez sea miedo, pero el cuerpo no me deja distinguirlo. Desde el parque, a menos de un kilómetro, todavía se oyen los disparos y los gritos. Es casi medianoche. Desde que todo empezó, nunca

se había combatido hasta la noche. Hasta ayer, parecía que la guerra tenía solo horario de oficina, pero hoy es viernes, y seguramente no habrá semana inglesa ni shabbath. Por lo menos no llueve, pienso. Poso mi mano sobre el césped para medir la humedad del sereno e imaginar el estado de la cobija de lana. Pienso en las gotas. Sencillamente es imposible correr con lluvia, una máscara y las lentes puestas. El mundo se empaña aún más. Sin duda, la guerra (¿la violencia física?) es una cosa de hombres, pero no de hombres ciegos. Para mí, toda pelea debe ser bajo una farola, para al menos ver lo que le digo a mi enemigo.

En la puerta, una docena de chicos se agolpa y se prepara para salir. No salgan, les pido. No, profe, no podemos quedarnos aquí, dice Ariel, mientras sostiene la camilla. Lo que pasa es que no pueden irse solos, les replico. Me veré obligado a salir con ellos. Si no es por ustedes, háganlo por su querido profesor, les ruego con sorna, pero entre el suyo propio, a quién podría importarle mi cansancio. Entonces, si vamos a salir, llevemos la mayor cantidad de cosas posible. Frente a la puerta, empezamos a acumular todas las cosas que se han receptado en el acopio y que podrían necesitar en el otro recinto.

Las cosas que acumulamos para llevar parecen interminables y mi cansancio me hace maldecir la tozuda generosidad de la gente. Envío un mensaje de medianoche a alguien a quien apenas he conocido en estos días, confirmando lo que se necesita. De antemano, todos sabemos la respuesta, pero no está demás. En las noches de frío (todas en este páramo en el que quiero quedarme, aunque algún alcalde no me lo hubieran aconsejado) el nombre de “El Ágora” cobra todo el sentido. Sacamos cobijas y colchas, que es lo que más se necesita. Hay heridos, dice uno de los dos

Daniel de la noche, sosteniendo una de las camillas. Ariel carga la otra. Sí, hay heridos, confirma alguien. Debe de parecer tan razonable la aseveración que no me atrevo a preguntar quién lo vio o quién se los dijo. La corrección de las fuentes se me antoja como una especie de bien de lujo. Entonces, no podemos ir solos, digo. Los dejo esperándome en la puerta y voy hacia la carpa médica. Pido que un médico nos acompañe. A regañadientes, alguien se ofrece. Tiene miedo, se le nota en los espasmos de la cara, pero se levanta y asiente de todos modos. Los reúno frente al médico que les da unas pocas instrucciones básicas, necesarias, olvidadas. Parece que mis chicos quisieran constatar el mundo por sí mismos, darle nombre a algo que todavía no ha sido dicho, reclamarle al tiempo el ser inofensivos o ser tan útiles como ahora lo son los médicos.

Alejandra llega. No se vayan, les pide. Después de todo, están por su cuenta, pero a nuestro cargo. Diles que no se vayan, me pide. Yo sonrío. Es asombroso que ella crea que alguien me va a hacer caso. Ella me abraza y llora. En este instante, parece que todo el cansancio vive en ella. ¡Ah, si yo habría contado todos los llantos que vi en el día! Fichas de dominó detenidas con unos pocos intervalos para continuar el camino. Una pieza golpea a la otra, una y otra vez, una y otra vez se contagian. El último del día había sido el de una mujer, más o menos de mi edad, con un niño pequeño en la mano, que me decía: dígales que vengan, que ya no peleen. Solo a Alejandra y a la señora se les puede ocurrir pedirle eso a mi cara inocua. ¡Qué falta de juicio! Eso hablaba más de su fatiga que de su desesperación. Así no se piensa claro. Señora, a mí no me hizo caso ni el cura cuando respondí “no” en el altar, le dije en broma. Ni mi hija me hace caso, añadí, viendo al niño. La mujer sonrió. Pienso en mi hija, dormida, plácida, ajena. Veo a mi niña, a mis niñas, a todas

las niñas en los ojos de un niño que tose, con una camiseta tapándole la cara, tomando la mano de una mujer, gaseado y ensombrecido. El efecto dominó siempre funciona. El intervalo termina. Alejandra me va a contagiar el llanto, pero estoy tan cansado que me dejo ir. A diferencia de todos nuestros invitados, hoy en mí no hay resistencia.

Buscamos mandiles, las medicinas, las colchas, las cobijas. Nos contamos en voz alta y salimos a la calle. Caminamos. ¡Cuánto odio la noble, torpe, novelera, necia y estúpida generosidad de estos chicos! Les voy repitiendo las pocas consignas que tenemos y me van contando las experiencias del día. Los disparos suenan cada vez más cerca y el cansancio empieza a ceder a la ansiedad. Frente a la puerta de El Ágora, pido tres voluntarios para llevar las cobijas y las medicinas al centro del recinto. Miro al techo. Tantas veces ha pasado algo similar allí que la repetición en el insomnio y la ansiedad parece un viejo sueño. Pellízqueme usted, que quiero levantarme, prefiero ir a la escuela que ver esto. En el camino, vamos dejando algunas cobijas. Me avergüenza el arbitrio de mi selección de a quiénes las entrego. Estoy en el sitio del acopio. De pronto, como si los otros disparos fueran la envidia del silencio, una explosión. El estruendo es tal en este lugar convexo y hueco que todos se levantan. Entonces, un miedo no desesperante le gana a la ansiedad. Apuro la entrega de las cobijas, mientras imagino un panzer y a su Rommel respectivo, disparando contra las barricadas hechas de adoquines robados a la calle.

Terminamos la entrega y corro hacia la puerta. ¿Oyó, profe? Me preguntan en la puerta. ¿Brillante pregunta o inútil exclamación? No me detengo a averiguarlo. Corremos a encontrarnos con los otros. Nos volvemos a concentrar y a enumerar. ¿Quiénes faltan? Los voy a buscar. Quédense

aquí, les pido. Permanecen allí, junto al médico que organiza con dos estudiantes de medicina el nuevo punto de atención. En la penumbra, se distingue un grupo de médicos de otra universidad. Apenas llegamos al sitio en el que están, la gente grita “ayuda, ayuda”. Las voces se multiplican y es más difícil distinguir entre todos los que la piden, quién la necesita. Irreflexivamente, Ariel y tres chicos más salen disparados. Voy tras ellos en mi papel de chaperón tardío. Alcanzamos el punto. No se necesitan camilleros, sí médicos. Se miran entre ellos ¿qué eres tú? Sociólogo, sociólogo, psicólogo, economista. Pero hay dos chicos de mandil. ¡Nuestra salvación! ¿Ustedes? Odontólogos. Bueno, después de todo, siempre hay alguna muela mala.

Llegan los médicos del punto de avanzada. Se oye el ruido de una tanqueta moviéndose por los alrededores. Pero entre los disparos y los gritos es difícil distinguir de dónde proviene. Apostados en la azotea de un edificio que arderá mañana, se pueden ver a hombres de uniforme, armados. De vez en cuando, cañones de luz le roban las sombras al parque. En la oscuridad, hacia La Alameda, se oyen gritos. Un sonido indistinguible, nunca antes oído, un pitido electrónico e inquietante funciona como música de fondo de esta película a ratos sordomuda, a ratos a lo Tarantino. La banda sonora del teatro del absurdo.

El ruido de las tanquetas continúa y una extraña sensación de quedar en medio de un cerco es inevitable. Los disparos no cesan. A diferencia de los paramédicos del punto de atención y de buena parte de los combatientes, nosotros no tenemos casco. No podemos estar aquí, no tenemos casco, digo. Volteo. A mis espaldas, una centena de hombres jóvenes se dispersa en el parque. La mitad están sentados ya. Ninguno es indígena. De la calle, como cereza de este

pastel de incoherencias, un hombre avanza a zancadas con un escudo de madera, y un tronco de cuatro metros como lanza, cuya punta arde en llamas. Lanzarote al rescate. Va con pasos agigantados hacia una barricada, mientras todos tememos que caiga por un disparo. Excepto el sonido de la tanqueta que nunca aparece y sus propios gritos, todo lo demás es silencio. Ese hombre, con su espolón, sin ejército detrás ni objetivo distinguible al frente, termina por golpear su madero contra algo. Lo suelta y corre. Vámonos de aquí, les digo. Para completar la escena, una mujer rubia y maquillada, quizá de la edad de mi madre, recorre la zona con un sobretodo largo. Vámonos, les ruego. La calle parece una chistera con mil conejos improbables saliendo de ella. Vámonos, les grito. Todos asienten. Volvemos al punto en el que nuestros médicos se instalaron. Aquí todo está cubierto, digo. ¿Y en La Alameda, profe? Vamos al borde de la calle que separa ambos parques, pero los árboles son una sola sombra espesa que se esparce continua y no se interrumpe por nada de lo que ocurre alrededor. No, digo o sentencio por primera vez. Allí no hay nada, especulo. Repaso nuevamente a los muchachos del parque. Estoy seguro de que no hay indígenas. Todos los que quedan son jóvenes, muy jóvenes. Grupos dispersos, aquí y allá, agotados, taciturnos, espectadores de la aparición de ese Quijote absurdo yéndose directo contra el molino, embistiendo con su ariete a la nada.

Ya en el puesto médico, un hombre se nos acerca. Se presenta. Con su brazo izquierdo, rodea el cuello de una chica de unos trece años. Se parecen. Seguramente es su hija. Hay muertos, dice, enjugándose los ojos. No me atrevo a preguntar dónde o por qué lo dice. Nos agradece muchas veces. No nos dejen, ruega. Abraza a su hija y llora un poco. Siento una fría vergüenza por nosotros. Cuando se reincorpora

le pregunto por los que siguen peleando. Chicos de Quito, aquí no hay nadie de las comunidades. Al fondo, con excepción de los sitios bajo las farolas, todo, excepto la luz que acompaña a ese horrible sonido electrónico, es más borroso. ¿Qué explotó? Un tanque de gas o de oxígeno, responde. El hombre agradece nuevamente. Quisiera confesarnos, contarle cuán buenos camilleros somos, pero opto por despedirme. Una mujer y su hija se nos acercan. Para aumentar la vergüenza, también agradecen y preguntan si queremos avena. Mientras tomamos avena y comemos pan, el médico da las últimas instrucciones a los chicos a su cargo. Dos médicos y dos voluntarios más se quedan en el punto. Nos despedimos de ellos y recorremos el camino de vuelta.

En el patio, Alejandra nos recibe. ¿Qué pasó? pregunta. Salvamos algunas vidas, dice Ariel. ¿Cuáles? Las nuestras, responde. No solo basta querer, les había dicho el médico. Pero qué más se les puede decir si estos chicos lo han querido todo, han hecho de todo. Nos sentamos a fumar. Se ríen de sí mismos, de su trabajo de improvisados camilleros, visitadores médicos, apaga bombas, zapadores, porteros, cargadores, cocineros. Cuentas sus historias. No cuento la mía, porque no la recuerdo del todo. A ratos, toco piedras con la punta de mis pies, repaso un casquillo que recogí un día o hurgo cualquier otra cosa en mis bolsillos como constatación de que algo ha sucedido. Me despido de ellos. Quiero evitar la cursilería de darles un abrazo.

Mientras veo la noche que transcurre, recibo una llamada. Son los médicos que me preguntan si pueden terminar la guardia dentro del recinto porque la gente también se ha dispersado. Me cuentan el número de atendidos. Por alguna razón, sé que el edificio de las barricadas volverá a arder más tarde, en la mañana, como otra forma de constatación,

como si alguien también hurgara en su consciencia o sus bolsillos. El edificio arderá por el simple hecho de ver arder el mundo. Ojalá venga la lluvia.

Paulina Muñoz

Estudiante de Sociología

Escalofríos

El 02 de octubre de 2019, el presidente Lenin Moreno firmó el decreto 883 que ponía fin al subsidio del combustible. Leí esto como una noticia en el diario y en las redes sociales. En principio, estoy de acuerdo con que el combustible no tenga subsidio, desde un punto de vista de uso de energía y el costo ecológico que tiene. Pero en Ecuador este subsidio es otra cosa. Existe hace décadas y es parte de los esquemas de gastos de todos los núcleos productivos. Por lo tanto, su derogación tenía una influencia decisiva en el modo de producción de muchos. Especialmente de quienes trabajan en el transporte y en la agricultura.

Estas dos últimas ramas de la economía son desarrolladas por grupos muy heterogéneos. Los transportistas están organizados en gremios muy poderosos. Lo he podido constatar con el solo hecho de vivir en Quito, ciudad que me acoge desde hace 4 años. Yo no soy ecuatoriana, soy una mujer chilena entrando en la década de los 40 y mi modo de ver estos procesos tiene origen en mi propia experiencia vital. Los primeros en reaccionar una vez firmado el famoso decreto fueron los transportistas, que sus medidas

paralizaron a la ciudad. No era posible salir de la ciudad, tenían cerrado el paso al aeropuerto, no podían venir las mercancías de la costa. Esos días no pudimos ir a la Universidad y suspendieron las clases de los niños en los colegios.

Como chilena de edad media, esto me parecía extraño. Sobre todo, en el tratamiento que el Estado le estaba dando a esta manifestación. Me acordaba bien de un paro de transporte que le hicieron al Presidente Lagos el año 2002. Estaba en pleno proceso el cambio del sistema de transporte de pasajeros en Santiago que termino con el fisco del Transantiago. Pero, en ese momento, Lagos y su ministro de transporte estaban diseñando nuevos recorridos para las micros. Entonces los gremios organizados paralizaron su actividad y se fueron a las entradas norte y sur para bloquear la ciudad. La respuesta del Estado fue rápida. Los Carabineros retiraron todas esas micros con grúas y metieron preso a medio mundo. Lagos usó una ley muy cuestionada en esa época que era la de seguridad interior del Estado que contempla altas penas de cárcel para los que atenten contra el normal funcionamiento del país.

Sin embargo, aquí en Quito del 2019, yo no veía a la policía meter presos a los dirigentes, ni sacar buses o autos con grúas. Los transportistas estaban discutiendo con Moreno un trato especial. De algún modo el Estado seguiría subsidiando el combustible para ellos. El resultado de esta negociación fue que se bajaron de la movilización popular que estaba empezando.

El segundo grupo más afectado eran los agricultores, que en Ecuador son pequeños y medianos. Además esta actividad, generalmente, está desarrollada por las comunidades indígenas de la sierra. Estas comunidades tienen un nivel bajo de tecnificación. Sin embargo, requieren de combustible para sus labores. En el discurso del Presidente Moreno la idea

principal era que había que terminar el subsidio porque con los recursos de todos se apoyaba a los traficantes de combustible y a los dueños de autos de 40 mil dólares o más.

No hicieron política antes del anuncio y el resultado fue a Quito en uno o dos días llegaron miles de hombres, mujeres y niños de las comunidades. Moreno decretó rápidamente estado de excepción y la noticia salió al mundo. Ese día nos llamaban de Chile nuestros familiares y amigos para preguntarnos qué pasaba y desearnos que estuviéramos en un sitio seguro. Para los chilenos de mi generación y mayores hablar de estado de excepción tiene una connotación especial. Inmediatamente vienen imágenes de violencia, de abuso policial, y de desabastecimiento.

Los consejos urgentes, a los que atendí los primeros días, estaban todos relacionados con comida y agua. Mi mamá me decía todos los días: compra granos secos, no te pueden faltar porotos, lentejas, garbanzos, arroz y agua. ¡Junta agua, hija!, me decía preocupada. Sin más memoria histórica que la de una niñez en dictadura no tenía más herramientas para enfrentar esta crisis como madre de dos hijos y sin ninguna posibilidad de irnos a Santiago. Entonces partí al mercado a abastecerme de granos secos. Se me contagió el miedo de todos los compradores que llenaban sus carros de muchas cosas. Pensé que íbamos a tener que enfrentar un largo periodo de escasez.

En el supermercado, rápidamente, se acabaron las cosas básicas. El escalofrío que se siente cuando calculas la comida que tienes y para cuántos días te alcanza, me recorrió el cuerpo. Volví a la casa y empezamos a vivir el toque de queda. Creo que esos fueron los momentos más estresantes de esos 10 días. Porque el domingo que amanecimos con prohibición de salir, yo miraba a la calle y veía mamás con guaguas paseando, parejas en tenida de deportes trotando

hacia La Carolina, veía que pasaban autos por la Av. 6 de diciembre. Era un escenario extraño si todo lo que tengo de recuerdo es que los militares a cargo de una ciudad no preguntan nada. Tengo recuerdos de detenciones, de disparos, esas son las cosas que recuerdo cuando dicen toque de queda. No a mamás con guaguas o vecinos paseando con sus perritos. Las horas y los días que siguieron la protesta callejera recrudeció. Todavía eran mayoritariamente los indígenas de las comunidades los que estaban en la calle luchando por la revocatoria del decreto. Los enfrentamientos con la policía se hacían cada día más violentos. Había denuncias de uso desmedido de la fuerza, de lacrimógenas vencidas que hacían vomitar a la gente que estaba en la calle.

Mientras tanto las Universidades del barrio universitario al que acudo cada día por mis clases de sociología (soy estudiante) fue escenario de momentos que creo que fueron fundamentales para mis compañeros. Ellos no habían tenido la experiencia de participar en una protesta. El rector de la Universidad Católica abrió un espacio de refugio para todos los que estaban en la calle. Esto también es totalmente nuevo para mí. Yo soy santiaguina y normalmente cuando hay marchas (todo esto antes del estallido social de 19 de octubre de 2019), la gente que participa es mayoritariamente adulta y de la propia ciudad. En el caso de las protestas de Quito, los protestantes son familias ampliadas de las comunidades. En la calle las madres caminan con sus hijos y llevan a sus guaguas amarradas en la espalda.

Es por esto que en La Católica se abrieron albergues para que las familias pudieran pasar las noches, descansar, alimentarse. Es la primera oportunidad en que me tengo que enfrentar a una manifestación de esta envergadura como mamá. Qué difícil explicar lo que pasa a mis hijos para que

entiendan porque no pueden ir a su colegio, porque no pueden salir al parque a jugar. Porque tienen que tener cuidado de la policía. Qué significa que las comunidades estén peleando en la ciudad si ellos son gente de campo. Porque hay que racionar la comida. La verdad, me dio tristeza. Siento que son muy chiquitos para entender la profundidad del problema de la pobreza y las incapacidades de los Estados para incluir a más nacionales en los proyectos colectivos.

Cuando nos acercábamos al fin de semana del diálogo, seguíamos siendo testigos de los transportes que no dejaban de pasar por las calles llenas de gente gritando en dirección al centro. Una o dos veces, también, pasaron marchas de personas caminando. A esas alturas, Moreno se había retirado con el gobierno a Guayaquil y se estaba formando un ambiente de violencia cada vez más duro. Había rumores que iban a cortar el agua, y la policía parecía descontrolada en su tarea de mantener el orden. Tengo la sensación que, tanto en Ecuador como en Chile, las policías no tienen ninguna capacidad para cumplir con su deber de mantener el orden público. Quedan totalmente sobrepasados por la contingencia. Tanto en su capacidad como cuerpo, así como en el uso de la tecnología que tienen para controlar la protesta. La crisis de octubre fue larga y desgastante. Hubo un gasto de energía que todos sufrimos que no estaba pensado. El final de año llegó como regalo.

Sentí mucho alivio cuando supe del diálogo. Me pareció impresentable que ese domingo recién Moreno hiciera política para quedar exactamente igual que antes de todo, pero con miles de detenidos, con muertos, con heridos, con todo el gasto social que significó la jornada de protestas. Esta experiencia tiene que dejarnos muchos aprendizajes y cosas para reflexionar.

En el plano familiar, es importante como padres no tener a los hijos tan alejados en la burbuja de la casa. Me costó mucho encontrar la forma de explicarles lo que estaba pasando sin asustarlos tanto, ni generar en ellos condicionamientos que serán sus futuros prejuicios a la hora de analizar algo. Me parece que les traspasé sentimientos de desconfianza hacia la policía, pero es que las imágenes de las noticias hablaban solas.

En el plano personal, me queda la tarea de seguir reflexionando sobre la importancia de la idea de nación. En mis estudios de sociología política hemos trabajado mucho sobre los análisis de construcción del proyecto nacional. Y vemos el déficit de Latinoamérica en todas partes. Esta política de Moreno de seguir los 10 mandamientos del FMI sin consultas previas, sin discusión en serio con los afectados, claramente, terminaría en conflicto. No es que tengamos problemas con el conflicto, porque la política es eso, pero hay que usar las herramientas democráticas, el diálogo.

Desde el punto de vista institucional las preguntas pertinentes que nos quedan están todas ligadas a la idea de sumar a este otro excluido del diálogo. Esta experiencia que vivimos en Ecuador es un ejemplo de lo que pasa cuando los que hacen políticas públicas no hacen su trabajo.

Entonces tenemos que preguntarnos: ¿hasta cuándo este modelo de hacer política pública puede seguir funcionando? ¿Cómo incorpora al diálogo democrático a los históricamente excluidos pero afectados directamente por estas decisiones? Es más, ¿hasta dónde podemos hacernos cargo de los deseos de instituciones como el FMI? ¿Por qué esas medidas que toman personas que no son elegidas por nadie, terminan siendo obligatorias para todos?

Alejandra Delgado

Profesora de Sociología

Acogida

Parece que una de las tareas más difíciles es desprenderse de todo aquello que nos hace mirar el mundo con el filtro de la formación profesional. Mirar los acontecimientos a través del análisis académico y tratar de encontrar “los hechos”, sus explicaciones, sus consecuencias, sus relaciones, resultaría la labor más adecuada para una persona que se desenvuelve en el ambiente académico. Sin embargo, el volver los ojos atrás, para pensar en los eventos de octubre, me remite sobre todo a sensaciones y sentimientos que no pueden ser atrapados por la racionalidad de las palabras. No puedo contarlo con datos, desconozco las estadísticas al respecto. Por ello, voy a contarlo a través de mi experiencia, de lo que recuerdo, o de lo que decidí guardar en mi memoria con profundo cariño y agradecimiento a quienes estuvieron conmigo durante esos 8 días en el centro de acogida.

Recuerdo ese octubre como una suerte de paréntesis que me traslada a un lugar lleno de sensaciones. Las instalaciones de la PUCE se habían convertido en centro de acogida humanitaria con brigadas funcionando las 24 horas del día.

Las aulas se convirtieron en centros de acopio: ropa, medicinas, útiles de aseo, cobijas, colchones, cartones que hacían las veces de colchones, pañales y alimentos. Las donaciones empezaron a llegar desde la noche del 6 de octubre, y su llegada no se detuvo hasta que el centro de acogida se levantó el 14 de octubre.

La cocina, de inicio, improvisada en uno de los pasillos con una mesa de plástico de la coordinación de deportes, en la que, con un cuchillo de mesa, sobre una tapa de metal, los primeros voluntarios picaban cebolla para preparar una olla de arroz, se equipó de a poco con la generosidad de la gente que traía cocinas industriales, ollas, cucharones y todo lo que consideraban que podía ser de utilidad. Traían lo que creían que era necesario para alimentar con dignidad a más de mil personas con tres comidas diarias. Nadie, o al menos así lo percibí yo, traía lo que le sobraba. Las buenas intenciones de la gente lograron instalar dos estaciones de alimentación, cada una con dos cocinas industriales, ollas, vajilla, y equipos permanentes organizados con sistema de relevos. ¿Los cocineros? Voluntarios auto convocados que venían a apoyar. Estudiantes, ex estudiantes, personas que tenían negocios de comida y que pensaron que sus manos y su sazón serían útiles. Esas estaciones prendieron sus hornillas y solo interrumpieron su funcionamiento para cambiar los tanques de gas y claro, cuando las cocinas debieron ser guardadas y los tanques de gas embodegados para evitar que, por accidente, una bomba lacrimógena caiga en el lugar.

Los días transcurrían de una forma particular. Se habían organizado brigadas con un sistema de relevos para que el sitio no deje de funcionar ni un solo instante. Las 9 brigadas estaban organizadas en tres turnos. El primero de 7h00 a 14h00, el segundo de 14h00 a 19h00 y el tercero

de 19h00 a 7h00 del día siguiente. Se habilitaron aulas para que descansen los voluntarios, unos dormían en sus asociaciones de escuela, otros optaban por dormir en el centro de acopio, del cual eran responsables, improvisando camas sobre la ropa donada, los pañales e incluso sobre los costales de arroz. Los voluntarios que decidíamos no regresar a nuestras casas, también debimos solicitar una mudada de las donaciones de ropa que, valga la pena señalar, salvo poquísimas excepciones, estaba limpia y en buen estado.

Los médicos, enfermeras y fisioterapistas, instalaron puntos de atención en perfecta coordinación con otros centros de atención. Los psicólogos instalaron un área de intervención en crisis y áreas de cuidado infantil. Y bueno, los profesionales de otras áreas, hacían lo que se necesitaba para que la cotidianidad no sea tan violenta para la gente que había llegado a este sitio buscando descanso. Artistas recogiendo basura, geógrafos recibiendo donaciones, arquitectos lavando los platos o armando camillas para trasladar a los heridos, economistas repartiendo ropa, sociólogos cocinando, comunicadores llevando alimentos a otros centros de acogida, biólogos trasladando heridos. Se estableció un código de convivencia, poner las manos donde las necesiten.

Las necesidades de insumos variaban a cada hora. Se necesita proteína animal y verduras; se necesitan gasas, bicarbonato de sodio, vinagre, talco, cepillos de dientes, analgésicos parentales, guantes quirúrgicos, equipos de venoclisis; se necesitan zapatos cómodos, gorras y cobijas. Una hora más tarde, ya no se necesitaba. La generosidad había abastecido el centro de acogida. Lo único que no se logró conseguir con la velocidad deseada, fueron medias. La gente alojada necesitaba medias. Sus pies estaban quemados, llenos de ampollas y, necesitaban medias. Antes de octubre,

no se me hubiera ocurrido pensar en lo importantes que son las medias.

Habíamos logrado, con relativa eficiencia para utilizar los términos actuales, armar la logística para la acogida humanitaria de aproximadamente 1000 personas que, de manera itinerante, pernoctaba en el espacio habilitado. Sin embargo, y aunque la logística estaba organizada, para lo que vivimos durante esos días, nadie podía haber estado preparado.

Cada vez que llegaba un herido, a veces caminando, otras veces inconsciente. Cada vez que se escuchaban los llantos de un niño o una niña extraviados. Cada vez que se oían los desgarradores gritos de una madre, cuyo bebé ya no respiraba después de haber corrido más de seis cuadras para huir de los gases lacrimógenos. Cada vez que las mujeres lloraban en las noches porque no llegaban sus maridos. Cada vez que los maridos llegaban para que los médicos curen las heridas de sus mujeres. Cada vez que los comuneros se limpiaban la sangre y, con un cartón sobre la cabeza, salían a buscar a sus compañeros que quedaron atrás. Cada vez que los voluntarios salían a llevar medicamentos o a traer heridos y transcurrían horas hasta verlos llegar, uno a uno, con los ojos rojos y la mirada vencida. Cada vez que llegaban fotos o videos de nuevos incidentes. Cada vez que eso ocurría, la angustia se apoderaba del ambiente y eso se reflejaba en el rostro de cada uno de los voluntarios que, sin perder la fortaleza, respiraban profundo y con la sensación de tragar agujas seguía cada uno en su tarea.

No había espacio para decaer, al menos, no emocionalmente. Los que en ocasiones no podíamos esconder las lágrimas, buscábamos un sitio oscuro y el hombro de alguna compañera o algún compañero voluntario. Las mamas

de las comunidades, siempre estuvieron atentas para acoger a quien aparecía con mirada triste, rostro afligido o temblor en las manos. Para situaciones más complejas estaban los psicólogos, que también hacían rotaciones de 24 horas. Ahí aprendí, sintiéndolo en la piel, el significado del término “contención”.

Probablemente, una de las tardes y noches más complejas, fue la del 12 de octubre. Sentada sobre un costal de arroz en la sala de acopio, abrió la puerta uno de los voluntario y dijo: “aquí les dejo vinagre y bicarbonato, mascarillas no hay”.

La coyuntura política de ese día no viene al caso en este relato, lo cierto es que se escuchaban motos, explosión de bombas y, por supuesto, gritos. Ahí sentados en la sala de acopio, los voluntarios convirtieron unas telas en mascarillas y salieron a ver en qué condiciones estaban las personas que ya habían regresado a descansar en el coliseo. Los voluntarios habían pedido a todos que ingresen al coliseo y, con cadena de manos, impedían la salida para que no haya provocaciones con las motociclistas que rodeaban el campus. Otros voluntarios repartían las telas con bicarbonato para cubrirse la cara, otros preparaban la ruta de evacuación, otros desmontaban la cocina porque los tanques de gas estaban expuestos, cubriendo con mucho cuidado las ollas que contenían alimentos. Si perdíamos eso, nos quedábamos sin comida para la cena de 1000 personas.

La gente que se refugiaba de los gases seguía entrando al campus y los voluntarios, preocupados por la integridad de los albergados, les pedían que entren al coliseo. Había cinco personas en el patio que cubrían sus cabezas con cartones y protegían su rostro con un envase de galón de agua partido por la mitad, que simulaba una mascarilla. En la tapa

del envase, habían colocado un trapo con bicarbonato para menguar los efectos de los gases. Se acercaron dos voluntarias y les pidieron que, por su seguridad, entren al coliseo a lo que ellos respondieron, “tenemos que quedarnos aquí para sacar las bombas, ustedes no saben patear bombas y tenemos que protegerles”. Creo que hasta ese momento, no había entendido bien, al menos no en la piel, el significado de la palabra “reciprocidad”. Contado, quizás puede no tener mucha emotividad, pero esas palabras me conmovieron hasta las lágrimas.

Con todos resguardados, mientras la cadena humana estaba en las afueras del campus exigiendo que se respete la zona de paz, volvimos a sentarnos en la sala de acopio. Había seis voluntarios además de mí. En ese momento, mientras las bombas seguían sonando afuera, les pregunté ¿por qué creen ustedes que estamos aquí? Uno de ellos respondió: no podríamos estar en ningún otro lugar. Todos estábamos ahí porque quisimos, nadie nos obligó. Estábamos ahí más de seis días y a pesar de que no era el mejor de los momentos, nadie quería salir de ahí. Para ser honestos, nadie podía salir de ahí. El toque de queda y los acontecimientos de la noche, aumentaron significativamente el número de personas que durmieron esa noche en el campus. No solo las personas de las distintas comunidades que no alcanzaron a llegar a los otros centros de acogida, los niños, niñas y sus madres que fueron evacuados del ágora de la Casa de Cultura, sino también 200 voluntarios que ya no pudieron regresar a sus casas, sobretodo médicos y paramédicos que debieron abandonar los centros de atención cercanos al parque El Arbolito.

Esa noche, el sonido de las bombas nos acompañó en el desvelo. Tal como estaban las cosas, las personas, sobre

su trozo de cartón, no podían hacer otra cosa que tratar de descansar y esperar con ansias que amanezca para salir a buscar a los que no llegaron en el transcurso de la tarde. A cada momento se requería contactos de abogados.

En medio de la preocupación, el dolor de las decenas de heridos, y las llamadas a otros centros de acogida para ubicar extraviados, a lo lejos empezó a escucharse el agudo sonido del metal. Eran los vecinos, que con olla en mano llegaron hasta la esquina de la Veintimilla y 12 de Octubre. Personas de los edificios aledaños también salieron con sus ollas, sartenes y cucharas de palo a los balcones y ventanas. Exclamaban fervorosamente y al unísono: ¡no están solos, no están solos, no están solos!

Esa no fue solo una manifestación de solidaridad, era el equivalente al abrazo cariñoso que una necesita para volver a conciliar el sueño después de que ha despertado perturbada por una pesadilla. Ese gesto nos permitió recuperar la calma y, más aún, recuperar la esperanza. No vi ninguno de los rostros, pero fueron las voces más melodiosas que jamás había escuchado.

Durante la noche, los quemadores de la cocina no dejaron de hervir agüita de canela o café que era acompañado con pan o tortillas de maíz. En la fila para recibir café con pan, pregunté a unas cuantas personas que llegaron desde el primer día: ¿hasta cuándo se van a quedar ustedes?, ellos y ellas respondieron todos en coro, ¡hasta el último! Desde ese momento, no dejo de pensar cuándo fue la última vez que estuve tan comprometida con algo en lo que me quedaría hasta el último.

Karla Rosero

Estudiante de Sociología

Tiempo

Día 2

El paro nacional había sido anunciado hacia dos días y no pensé que fuera a ser tan dramático. En mis 19 años de vida no había escuchado de uno o, al menos, no lo recuerdo. En el segundo día de las manifestaciones las cosas parecen estar bastante calmadas en Esmeraldas (mi casa). En las ciudades grandes como Quito, se nota el caos. No hay facilidad de movilización, no hay buses ni taxis, solo ubers. Las noticias no transmiten mucho de lo que acontece, pero yo estoy un poco alarmada, porque el presidente ha salido en cadena nacional decretando estado de excepción. Hace poco empezamos a ver de qué se trata dentro de la Constitución, así que aun no entiendo lo que significa del todo. Por suerte, hablé con mi mami. Dijo que esté tranquila, que los transportistas siempre hacen huelgas por la subida de la gasolina y cuando se reúnan los dirigentes con el gobierno y hagan acuerdos medios turbios para que todo cese, pasará el problema, pero que subirán de seguro el pasaje del transporte público.

Las protestas aún no parecen salirse tanto de control, pero se nota que se reprime al que es y al que no es. Aún no sé mucho de leyes, pero tenía entendido que la libertad de expresión es un derecho. Solo noto hipocresía en este gobierno. No lo aborrezco ni estoy a favor de ningún otro dirigente, pero soy consciente de que ha pasado dos años de su mandato diciendo que está abierto al diálogo.

Estoy muy segura de que las manifestaciones del primer día no fueron violentas. Al menos, no era la intención de gran parte de los que salieron a marchar. Mis compañeros de clase parecían bastante felices por ir a marchar, como para que dicha marcha fuese realmente un ataque hacia el Gobierno o algo parecido.

Día 3

Los indígenas han anunciado su arribo a la capital para el día lunes. He visto algunas publicaciones en Facebook. Es muchísima gente y me llena de sentimientos saber que son personas tan unidas y que, si algo no les parec,e todos vienen en comunidad a exigir ser escuchados. Es viernes, se oyen rumores sobre la importancia de abastecerse de agua, comida y todos los insumos indispensables porque el paro va para largo. Dicen que si los indígenas han anunciado su llegada es claro que las cosas van a empeorar, que ellos son gente con temperamento fuerte. Muchos de ellos no han de venir a querer escuchar explicaciones. Y muchos otros comentarios. No tengo idea de si sea cierto todo lo que dicen, pero la forma en que los describen es bastante grotesca.

Me empiezo a atemorizar. Hoy hubo saqueos en muchísimos locales en Guayaquil. Se supone que hay gente que viene a luchar porque no le parecen las medidas, porque considera que su voz tiene que ser oída y es el Gobierno

quien debe escuchar, pero como siempre hay personas que se aprovechan de la vulnerabilidad de lo demás. Me imagino todo el trabajo que debe haber implicado para todas estas personas poder conseguir un local donde ponerse un negocio. No es fácil tener un negocio, levantarte cada día de tu vida temprano y en ocasiones cerrar tarde solo para poder conseguir un sustento para sus hijos, padres, familias. Nadie sabe el sacrificio que ha hecho cada quien para llegar donde está y por eso mi indignación es tan grande. Considero que hay personas pobres y que uno puede ser pobre pero que eso no justifica, por ninguna razón, que seamos deshonrados y arrebatadores del esfuerzo de los otros.

Cómo es posible que no les duela llevarse una nevera, un plasma y tantos otros electrodomésticos con ese nivel de descaro, dañar puertas lanfor de supermercados, farmacias, y otros locales. Me parece algo más que vil. Le están quitando las ganas de levantarse a trabajar a alguien que quizá ha tenido que sacrificar tiempo con su familia para generar lo suficiente para comer.

A las 4 pm ha vuelto a llamar mi mamá. Por la situación, llama más veces de lo habitual. Le he dicho como me siento y que quiero irme a mi casa, que me da miedo estar en Quito. Me ha sugerido llamar a mi tío y pedirle que me lleve al terminal en su carro. Cuando hemos llegado al terminal resulta que no hay buses para ir a ningún sitio, y un señor de una buseta se está ofreciendo llevarme, pero no me inspira mucha confianza. Minutos después, le pregunto cuántas y cuáles son las otras personas que va a llevar a Esmeraldas. Me acerco a estas personas y, al escucharlas hablar, de inmediato me siento más tranquila. Supongo que saber que hay más gente como yo, que intenta regresar a Esmeraldas y que habla de la forma a la que estoy acostumbrada a escuchar,

me da un respiro de alivio. Emprendí un viaje de 6 largas e incómodas horas para volver a casa. He pasado un fin de semana muy tranquilo. Pero ya ha dicho mi mami que el domingo temprano debo regresar a Quito poque puede que, a pesar de las manifestaciones, las clases no sean postergadas.

Día 4

Los buses empiezan a circular en Quito según veo en las noticias. Sin embargo, es solo por las sanciones mencionadas si se niega a dar el servicio de transporte público. Veo que han subido el precio de los pasajes entre 0,05 y 0,10 centavos, dependiendo del bus al que te subas. Definitivamente, tendré que aprender a andar en bici. Para muchos, 10 centavos es nada, pero ese incremento del pasaje representan mucho en la economía de mi familia. Ya tengo bastantes limitaciones en situaciones hasta de alimentación, no necesito más.

Día 5

Ya es domingo. No quiero viajar, pero como la universidad no se ha pronunciado acerca de que las clases se postergan, no tengo más opciones. Tras horas y muchas publicaciones de los estudiantes exigiendo que se vele por la seguridad de ellos, la universidad se ha pronunciado sobre el aplazamiento del retorno a clases. Son las 20h00. Es de noche y estoy tan molesta que no creo que se los pueda expresar del todo. Han tenido todo el día para decir que no habría clases y han esperado hasta el último momento. Pude haberme quedado en la tranquilidad de mi casa en Esmeraldas, pero no, ellos me han arrebatado esa oportunidad. Ahora debo vivir la angustia de estar en esta ciudad con miedo y sin poder salir de las cuatro paredes de mi departamento. Mañana ya es lunes, ¿llegarán los indígenas?

Día 6

Mi hermano, finalmente, ha llamado. Se supone que vive en el mismo departamento que yo, pero no es cierto, rara vez viene a dormir. Me han invitado a pasar el resto de los días del paro en su casa, y he aceptado. Por si no lo había mencionado, ya no tenía comida y como todo está cerrado no hay muchas opciones como para negarme.

Por otro lado, he escuchado que ya llegaron una parte de los indígenas. Creo que no lo dije antes pero el viernes los transportistas ya anunciaron el cese del paro por su parte. Los indígenas llegaron en buses, en camionetas en las que traen vacas o mulas. Fue impresionante para mí saber que se han echado un viaje bastante largo. Al llegar, hubo una organización increíble por parte de muchas organizaciones, incluso de las universidades. He visto miles de imágenes de estudiantes de medicina de la Central que curan y acompañan a los heridos, porque aunque se niegan a aceptarlo hay muchos. Los estudiantes de la Salesiana y la Católica (que es donde estudio) shan formado centros de acopio, han pedido voluntarios e implementos de todo tipo. Van saliendo adelante.

Día 7

La llegada de los indígenas continúa. Hay muchísimas personas detenidas. Yo no salgo ni a comprar agua porque estoy desconcertada. Nunca en mi vida había vivido una situación de tanta tensión, aun sin estar involucrada de manera activa. Las clases llevan más de cuatro días suspendidas. Muchos se deben haber alegrado, pero conforme van pasando los días empieza a sembrarse una incertidumbre tal, que es inevitable pelear con quienes están en casa. El Presidente parecería haber pensado, “bueno como vienen

los indígenas, me retiro a Guayaquil”, porque ha decidido trasladar la sede de Gobierno a dicha ciudad y restringir la entrada de cualquier ciudadano. En mi opinión, está huyendo. Parecía muy firme sobre su decisión en cuanto a las medidas económicas y esto me hace pensar que ha perdido la seguridad. Por otro lado, una de las cosas que más me causa gracia de todo esto, por no decir que repugnancia, es saber que hoy se convocó una marcha por la paz por parte de la alcaldesa y ex alcalde Guayaquil. Dicen que los indígenas son unos ladrones, que vienen a usurpar la Patria. Si mal no recuerdo, los únicos que salían en videos robando a supermercados, locales, farmacias, eran las mismas personas de esa ciudad, Guayaquil, específicamente el Guasmo.

Día 9, 10, 11,

El presidente ha basado su discurso de las manifestaciones en que todo se trata de un golpe de estado. Desde su perspectiva, todo lo que hay detrás del paro es una red organizacional dirigida por el expresidente Rafael Correa y ejecutada por medio de los indígenas y quienes fueron sus seguidores en el correísmo.

Día 12

La represión hacia los manifestantes es tan atroz que me da pena por la gente que continua en la lucha. El día de hoy faltando 30 minutos para las 15h00, el Presidente ha decretado toque de queda. Así, de la nada. Toda la gente que estuviera en la calle podía ser detenida, apaleada o, incluso, asesinada. Dependía de lo quisieran los policías. Es todo tan chocante para mí. Se imaginan la desesperación de todas esas personas que viven a una hora del centro ¿cómo habrán tenido que hacer para llegar para no correr peligro? Asumo que muchos pidieron alojamiento, al menos, hasta

que todo pase. Increíble ser tan inconsciente con el otro. ¿Era su única opción para reestablecer el orden? Han pasado doce días y la gente sigue en las manifestaciones. Esto es una señal de que realmente no habrá forma de que los calmen. A pesar de todo eso, la gente se organizó e hizo el cacerolazo desde sus casas, como muestra de que no los van a callar, que aún queda mucho por decir. Se tiene previsto realizar otro mañana a la misma hora.

Día 13

Se dice que hoy habrá diálogo por parte de los representantes indígenas y el gobierno. No se ha revelado el lugar por el riesgo de que haya gente que intervenga. El diálogo ha sido transmitido por televisión nacional. Me siento muy orgullosa de saber que han podido decir todo lo que tenían por decir. Hay dos frases que no puedo olvidar del dialogo. La una es: “Señor Presidente, tiene un montón de ministros vagos, que lo hacen quedar mal. Cuando los llamo nunca contestan pero hoy mi celular no para de sonar”, dijo Jaime Vargas. Y la otra, que no recuerdo quien emitió decía: “Somos los dueños del petróleo. Está en nuestros territorios y no tenemos una sola carretera con cuatro carriles, pero vaya mire las grandes ciudades como Quito y Guayaquil”.

Me llegaron tanto esas dos frases porque a pesar de no pertenecer a su cultura estoy más que consciente de que tienen razón. Sobre todo en la segunda. Solo he ido una vez al Oriente y no pude tener un viaje tranquilo, de tantos baches en las calles. Incluso, había una vía que estaba por la mitad y que los carros tenían que turnarse para cruzar. Espero y esto no sea solo novelería por parte del Gobierno de que están dispuestos al diálogo y que no tomen decisiones que solo causarán este tipo de situaciones. Tras el diálogo se ha

decidido revocar el decreto 883, que es el paquete de las medidas económicas. Me siento tan aliviada de que por fin se acabó. El nivel de encierro que estaba viviendo era impresionante. No creo que sea posible que desee estar un día más en este departamento. Quiero ir a un sitio donde vendan almuerzos y poder probar comida que no sea reciclando lo poco que queda en una nevera. Quiero salir de aquí. No tengo idea de cómo hará la gente que está encerrada para no sentir que el mundo se acaba dentro de esas cuatro paredes. El día de mañana se reanudan oficialmente las clases, pero todo lo que ha dejado estos 13 largos días ha sido tan intenso que creo que lo único que no me hará derramar lágrimas al contar mi experiencia de encierro sería poder ir a casa.

Después de esto días de encierro me pregunto ¿quiénes son los ladrones del pueblo? ¿El Gobierno continuará culpando por todos sus males y desgracias al ex presidente Rafael Correa o será que, finalmente, empezará a apoderarse de la situación en la que se encuentra para solucionarla desde allí? ¿Si no se sube el precio de la gasolina, qué precios subirá el Gobierno para recompensar dicha pérdida? ¿Fue suficiente con la derogación del decreto 883 para los manifestantes? ¿Se respetarán los acuerdos estipulados en la reunión emitida por televisión nacional? ¿Qué otras opciones propondrá el Gobierno para salvar la economía nacional? ¿Es, realmente, el final del paro la calma tras la tormenta o solo se buscó calmar las aguas un tiempo?

De la impotencia a una salida desesperada

Nicole Ron

Estudiante de Sociología

Cómo entenderías tú tener que levantarte un día y simplemente no tener tu rutina normal. Creo que son cosas que nos abren los ojos y nos empujan, de manera violenta, a la realidad. No a la realidad común que nosotros mismos formamos día a día, sino esa realidad que tratamos de difuminar, esconder, perder. Creo que nadie sigue siendo igual que antes, sea de un lado o del otro nos hicimos conscientes donde estamos, con quien vivimos, que clase formamos y a donde están dirigidos los intereses del país. ¿Fue necesaria una revuelta así? Completamente. Porque entre todos los lujos, los cuales no agradecemos ni valoramos día a día, esa fue la luz para decirme “tienes tantas cosas alrededor, pero nada de eso te sirve”. La incomodidad fue lo que me hizo sentir impotente, de qué nos sirve tener tanto o tener más que otros cuando esos otros luchan por nosotros a cambio de lo justo, no de privilegios. La desesperación me permitió alejarme de todo lo que me hace sentir a salvo, quiero sentirme incómoda, quiero sentir miedo. Es nuestra gente, son nuestros hermanos y hermanas que defienden lo que ha sido suyo desde mucho antes, y que nosotros les quitamos.

Impotencia. Es el punto de partida en el cual muchos nos encontrábamos y el cual nos unió. Ser parte de algo así, definitivamente, no era casualidad, había algo detrás que nos llamaba. No queríamos sentirnos impotentes, inútiles, privilegiados, cómodos; puedo afirmar que un sentimiento negativo te puede impulsar a realizar cambios positivos en tu vida, en la conciencia. Sobre todo, te puede dar un empujón a enfrentar el miedo o la costumbre que tanto no adormita. Sé que como yo muchos de nosotros habremos sentido esto, vernos al espejo, ver nuestras casas y no querer eso nunca más. Cuando llegó el día de salir y romper muchas cosas, no solo en mí sino en mi círculo familiar, supe que mi papá, que con orgullo disimulado me miraba y me aconsejaba, sintió dentro de él lo mismo que yo: impotencia. ¡Papá, somos indígenas también! Mi abuelo hablaba quechua, aunque mi abuela tenía riquezas. Papá, tus amigos son ellos, los que están viniendo con plumas coloridas desde la selva más profunda, y están ahí por quienes me has enseñado a agradecer cada cosa, a respetar cada vida y a respirar la naturaleza. Mi impotencia, que se convirtió en llanto, no solo me hizo sentir incómoda, también me liberó de cadenas muy fuertes, también devolvió, al menos a mi padre, la memoria de dónde venimos y desde ella a donde debo ir. Así, la impotencia dejó de ser impotencia y se convirtió en fortaleza, en razón.

Desde ese día me he preguntado si alguien además de papá sintió una conexión con lo que debía hacer, pero no he tenido una respuesta positiva. Mamá se sentía impotente por no lograr que me quedara en casa como mis hermanos, viendo películas, series, comiendo y durmiendo. Mis hermanos solo se informaban por medio de las noticias convencionales que distorsionaban la información. Cada día, al llegar a casa, quería contar las injusticias que observé.

Al principio fue difícil de decirlas, pero después se hizo más fácil. Sin embargo, no lograba llegar a sus conciencias y poder despertar en ellos alguna curiosidad por saber lo que yo veía en aquellos días, menos aún empatía con lo que estaba pasando. No me arrepiento, y no me arrepentiré nunca haber participado, a pesar de la familia que no siempre es nuestra aliada; a pesar de los comentarios, de la falta de apoyo y de los inconvenientes que todos los días me encontraba en el camino. Al final, lo mío no era nada comparado con lo que estaban viviendo las comunidades que luchaban, lo dura que se había vuelto su situación lejos de sus hogares, sus pertenencias y su familia.

Desesperación. Ese fue el segundo sentimiento en este camino. Superada la incomodidad de tenerlo todo y no querer nada, llegamos a lo verdaderamente fuerte. La desesperación no era por salir ni por tratar de explicar a otros la lucha de la gente, era desesperación producto del miedo tan fuerte que sentí cuando estuve, ahí, en la primera línea con ellos. Pude observar que la injusticia no solo es social por efecto de la inequidad en el disfrute del progreso, es material, tangible, es milenaria. Es la injusticia de los muertos y heridos que, atendidos por jóvenes estudiantes como yo, veía pasar frente a mis ojos. Nunca pude curar la desesperación. Ver las atrocidades que se estaban cometiendo y el llamado de ayuda constante hacia las brigadas médicas, no se ha borrado de mi memoria. Ahí te das cuenta que el poder que día a día lo creemos legítimo puede convertirse en el arma de destrucción de nosotros mismos. La desesperación solo me ayudaba a actuar más rápido sin medir el peligro. Para las comunidades indígenas la desesperación era porque los estaban hiriendo y matando. Para mí, se hacía más difícil sacarlos de la primera línea del conflicto, pues los del otro lado, es decir, los “defensores del orden”, atacaban

más fuerte. Al recordar este episodio puedo dar fe que los grupos indígenas y, realmente, todos aquellos que se habían unido a su lucha no querían ser violentos. Su grito era por la justicia y la paz.

¿Quién soy yo y con qué privilegio divino he nacido para tener lo que tengo, para vivir la vida que disfruto, para contar con dinero que satisface no solo los precios de los gastos básicos, sino de lujos innecesarios? ¿Quién soy yo? Me pregunto qué habría pasado, cómo mi familia habría reaccionado si uno de aquellos días, entre la confusión, algo me habría pasado por culpa de la policía. ¿Se habrían enfurecido aún más con la lucha indígena, aludiendo que se me impulsó a ayudar a su gente mientras pude haber estado en mi casa tranquila y a salvo? O se habrían dado cuenta de lo que esas personas sufrieron aquellos días y habrían salido para ser parte de la misma lucha y recibir justicia por lo que me hubiese sucedido? No tengo respuesta, pero creo que no debería ser necesario llegar a esos niveles para darse cuenta que muchas de las cosas que nos impone el Gobierno están mal, que vivimos en una sociedad sumamente sumisa y temerosa que no quiere arriesgar el presente por el futuro de otros.

Deberíamos responder de manera sincera, ¿qué sentirías si por más de una siglo te han tratado como el pobre e ignorante, si romantizan tu cultura en revistas y comerciales, si toman tus prendas y las convierten en ropa cara de una tienda multinacional? ¿Qué harías si tus hijos no pueden acceder a la educación a la que todos los demás niños tienen acceso? ¿Qué harías si tus saberes no son consideradas fuentes de conocimiento? ¿Qué harías si eres burlado y no te dan el trabajo que esperas, aunque sea para entrar en la mentira del progreso y el desarrollo? ¿Qué harías si un día vives con lo mínimo, y aunque quisieras vivir sin estar atada al dinero,

la sociedad te obliga a ello, y, de repente, por unas cuantas reformas sin fundamentos, te quitan incluso ese mínimo? ¿Qué harías si tu trabajo se ve afectado de manera directa y ya no te alcanzan las cuentas y se te cambia el panorama y tus productos no se venden? ¿Aceptarías la recomendación de “adaptarte””porque es la competencia, así es el sistema, “al país se lo saca trabajando”? ¿o te levantarías a pesar de que te acusen y te repudien por detener el trabajo del país? No entenderás el odio, porque no es correcto, y tampoco entenderás la imagen que te han puesto de violento. Aún así saldrás a las calles, llevarás a tu familia, tomarás pocas cosas contigo y soportarás hambre y frío. Todo lo que sea por reclamar tu presente y tu futuro, parar defender el respeto que se te ha arrebatado, por ser quien eres. Han salido los hijos propios de la tierra, de todo lado y se han unido, y agradecidos a su madre vienen a enfrentarse al sistema. ¿Qué haces tú? Los niegas, niegas tu sangre, haces contra marchas, publicas odio, insultos y alientas a policías y militares violentos.

Gracias a ellos y ellas que vinieron y nos levantaron, que nos golpearon la memoria, la conciencia y la vida; gracias a ellos y ellas que no se dieron por vencidos como otros grupos que solo vieron por sus intereses. Gracias porque mi impotencia, ahora que la veo de lejos, fue lo que me ayudó a darme cuenta de que tengo un cuarto donde dormir y comida segura; pero más que nada tengo derechos que se han conseguido gracias a la lucha de ellos y ellas. Impotencia que me ayudó a salir de mi casa, desesperación que me llamó a despertar el sentimiento más angustiante de la vida, con el que puede ser valiente y tener fuerzas para enfrentar a mi familia y hacer lo que creía justo.

No es noticia que muchos hayamos tenido confrontaciones con nuestras familias. Es parte de comprender que

vivimos adormitados por nuestro entorno. El amor esta vez no podía estar por sobre la indiferencia y la injusticia. Puede ser que muchos quiteños se hayan sentido impotentes como yo, pero a diferencia de los que estuvimos en la movilización no movieron un dedo, se contentaron con ver lo que pasaba en la televisión y en redes sociales mal informadas. Nosotros ayudamos a romper esto, pelear frente a la indiferencia por más lazos que nos unan y decirles: esta vez no. Mil veces no, saldremos y haremos lo que se pueda, pero no me quedaré en casa y no voy a compartir su pensamiento, porque algo que me ha enseñado la sociología y esta universidad es que hay que incomodarse para abrir los ojos. Hay que enfrentar los comentarios externos y no dejar que las cosas pasen frente a nuestros ojos y sigamos cegados por mentiras. Está claro, más que el agua, que con estos acontecimientos podemos ver el verdadero rostro de las personas. Ellas, personas “religiosas” que odian, que rechazan, racistas, xenófobas, clasistas, blanqueadas. Ellas, personas que se han vuelto locas por la llegada de las comunidades indígenas a la ciudad, la misma que se levanta en las tierras que antes de la conquista eran suyas. Ellas, personas que no tiene empacho en decir “nos invadieron”. Habría que preguntarse: ¿quién invadió a quién? ¿Quién saqueó a quién? Hemos degradado tanto a los indígenas que pensamos que no tienen derecho de pedir las cosas que por ser seres humanos pueden hacerlo como cualquier otro.

Me pregunto ¿qué pasaría si habríamos sido nosotros quienes por un derecho formado en nuestra cabeza nos habríamos levantado contra alguna injusticia? Durante mucho tiempo he pensado que nosotros, como “blanqueados” y clase media peleamos por muchas cosas, para botar presidentes, para reclamar sobre algunos impuestos y para quejarnos sobre las obras públicas. Sin embargo, nunca nos hemos unido

a verdaderos cambios. Nos molestan cosas banales, tenemos un pensamiento banal y vacío. Confiamos en personas que nos manejan mental y económicamente y no nos molesta. ¿Que los indígenas son minoría? Sí, porque nosotros los hemos degradado, disminuido y esta cultura occidental ha provocado que muchos deseen esconder sus raíces y autodenominarse mestizos o, incluso, blancos. El problema real radica en quienes somos mestizos y negamos las raíces indígenas que nos deberían llamar a ser más conscientes sobre los problemas de nuestros hermanos y hermanas indígenas. Cuando un mestizo con mentalidad occidental dice cualquier cosa en los medios de comunicación parece ser un gran líder, un héroe de las clases medias. Cuando un indígena habla en televisión nos sorprende su inteligencia y capacidad, porque pensamos que no deberían saber responder por si solos frente todas las injusticias que viven.

Cuando pasó todo lo que pasó quería salir y romper todo. Sentía una furia inmensa al no poder ayudar lo suficiente o no poder pensar como pensaba y tener que callar por mi mamá. Hubo una sola persona que me ayudo a ser fuerte y hacer lo que debía ser. Quizás algún día esa persona lea esto y sienta en ella el alivio de haber sido parte de mi fortaleza, de no ser contraria a lo que sentía ni pensaba. Salí y no era indígena ni esperaba una recompensa, ni me habían pagado partidos políticos oportunistas. Salí y sentí miedo. Mientras caminaba esperaba que muchos de mis familiares y amigos entendieran esta situación. Quizás me arrepentiría al exponer mi vida, pero sentía que aquellas personas necesitaban mi ayuda más que mamá en casa, porque sus vidas y más que nada su futuro estaba totalmente expuesto frente a las decisiones de los grupos de poder que han controlado su territorio, sus vidas y su pensamiento. Al llegar, lo supe. Había hecho lo correcto porque me vi a mí misma en todos

ellos y les di las gracias por ser fuertes y pelear por lo que yo no habría luchado, a no ser por su ejemplo.

Espero, y de verdad deseo, que nos demos un momento de reflexión sobre nuestros privilegios, sobre nuestras comodidades y todo aquello que hemos ganado, quizás con esfuerzo o quizás no. Porque muchas son materiales por las cuales realmente nadie lucharía de la manera que las comunidades indígenas lo hicieron y lo han hecho no solo ahora sino durante años. Pensemos en quiénes somos y quién nos ha puesto una corona para creer que esta ciudad es nuestra, y por qué creemos que somos dueños del país cuando desde el nombre de nuestra ciudad se nota la presencia de lo indígena: “quitus”. Pensemos que nuestro país ha sido vendido a empresas que poco o nada les importa el bienestar de los pueblos milenarios o el bienestar de cualquier otro grupo o clase social que no sean los grandes empresarios. Recordemos que no somos nosotros quienes cultivan, cosechan y cuidan la tierra, no somos quienes se hacen cargo de la ganadería y no somos nosotros quienes devuelven a la tierra lo que se ha consumido. Somos los malagradecidos, los que un bloque partido nos vuelve locos, pero la injusticia social no nos mueve ni un cabello. Somos los ciegos y desinformados que creen no dejarse controlar por “minorías”, cuando día a día los banqueros nos meten la mano en el bolsillo. Cuestionémonos quiénes somos de verdad y qué hubiera pasado si esas familias eran nuestras y esos niños eran nuestros y los muertos eran nuestros hermanos. No quiero preguntar más qué hubiera pasado si no hubieran sido indígenas. Mejor pregunto qué pasaría si nosotros nos consideraríamos parte de ellos y hubiéramos visto esa lucha como un bien común, como lo justo. El simple hecho de habernos podido integrar y por primera vez, en siglos, ser todos una misma comunidad sin distinción y haber desperdiciado esa

oportunidad por pensar en intereses de clase, nos deja claro que no estamos listos para aceptar todavía las condiciones en las que vivimos. Más bien, esto nos deja claro que aún somos ciegos a la realidad y lo seguiremos siendo porque preferimos negar nuestras raíces indígenas, preferimos seguir viviendo la impotencia y la desesperación desde la comodidad de nuestras casas.

Impotencia

Daniela Zurita

Estudiante de Sociología ¿Qué es la impotencia? La impotencia es ese sentimiento, ese dolor emocional como resultado de no poder arreglar una situación desagradable o de no poder llevar a cabo una acción. Este sentimiento estuvo presente en mí durante los días del paro nacional ecuatoriano. Este horrible sentimiento me mantuvo preocupada y asustada de todas las cosas que podían suceder. Ahora, ¿por qué sentí impotencia durante dichos días? Bueno, pues, impotencia porque no había medios de transporte seguros para poder movilizarme del Valle de los Chillos a Quito. Impotencia porque no podía participar en la lucha del pueblo contra el Estado opresor. Impotencia porque se estaban cometiendo varias injusticias en el país. Impotencia por la violencia que usaba la policía para reprimir a los manifestantes. Impotencia porque la gente se infiltraba en las manifestaciones del movimiento indígena. Impotencia por todas las personas racistas que manifestaban su odio en las redes sociales y en sus discursos. Impotencia porque mi abuelo se encontraba mal de salud. Impotencia porque mis padres no me dejaban salir de casa. Impotencia porque varios de mis amigos salieron a las marchas y arriesgaron sus vidas por una importante

causa. Pero, sobre todo, impotencia porque no podía hacer nada al respecto.

La noche del miércoles 2 de octubre, tras las nuevas medidas impuestas por el FMI, se anunció paro de transportistas –quienes estaban en contra de la eliminación del subsidio a las gasolinas extra y el diésel– para el día siguiente. Esa noche, al ver la noticia, la PUCE no suspendió las clases del siguiente día, sino que continuó con su horario normal. Por esta razón, proseguí a hacer planes con una amiga, la cual vive en el puente 2, para subir al siguiente día con ella y su madre a la universidad. El jueves 3 de octubre, yo desperté a las 7am y me preparé para la clase de las 9am, aunque sabía que no iba a tener esa clase, pues ante el paro, la profesora canceló la clase. Sin embargo, hice como si no pasara nada, pues quería asistir a las manifestaciones que también habían sido anunciadas la noche anterior y sabía que mis padres no me dejarían salir si les decía la verdad, entonces les dije que sí tenía clases. Es así como, a las 8am, salí con mi padre –quien se encontraba trabajando en Carapungo– en su carro, pues, me iba a dejar en el puente 2 para encontrarme con mi amiga.

En el camino de mi casa al puente 2 no se veían buses ni taxis circulando. Recuerdo haber pensado “ojalá tenga cómo volver”. Cuando llegué al puente 2, mi amiga y su madre me estaban esperando en su auto.Me despedí de mi padre y fui con ellas. Como eran apenas las 8:15am –mi padre maneja rápido–, mi amiga y su madre se encontraban todavía en pijama y fuimos a su casa para que se terminen de arreglar. Al llegar a su casa prendimos la televisión y en las noticias anunciaron que varias personas estaban quemando llantas en varios lugares para cerrar el acceso a Quito. Minutos después me llamó mi padre y me dijo que el desvío estaba cerrado y

que no podía pasar, ofreció pasarme viendo para llevarme a la casa con él. Pero yo quería ir a las manifestaciones. Así que lo rechacé y le mentí diciendo que tenía prueba a las 11am y que todavía esperaba que la madre de mi amiga nos llevara. Cuando terminé la llamada con mi padre, la madre de mi amiga dijo que no podíamos salir, porque estaba revisando Facebook y vio varios videos de la quema de llantas y el cierre de vías y se asustó.

Mi amiga y yo estábamos muy enojadas porque su madre no nos quería dejar salir a ayudar en la lucha del pueblo. Sabíamos que el resto de nuestros amigos si había logrado llegar a la universidad y se estaban organizando para ir a las manifestaciones en el centro de Quito. Ese fue el primer día en el que sentí impotencia. Mis amigos fueron a las manifestaciones y lograron hacer algo que yo no pude, es decir, contribuir con la resistencia del pueblo.

Ese día, minutos después de que el presidente haya declarado estado de excepción, al ver que empezaban a llegar los militares, algunas personas quemaron llantas en el puente 3 para cerrar el paso. Nadie podía ingresar a Quito desde el Valle de los Chillos. Por esta razón, pasé todo el jueves de paro en la casa de mi amiga, llamando a nuestros amigos para preguntarles si estaban bien y qué estaba pasando. Veíamos en Facebook varios videos de la violencia que se desencadenó con la proclamación del estado de excepción y temíamos por su vida. Cuando se reúne mucha gente en un sitio, la señal de los celulares no suele servir. Algunos de mis amigos no se podían comunicar entre ellos y cuando lanzaban las bombas de gas lacrimógeno todos se separaban y corrían hacia lados diferentes. Mi amiga y yo –desde su casa– nos contactábamos con ellos y los ayudábamos a encontrarse. En ocasiones, les llamábamos para decirles lo

que pasaban por las noticias y lo que veíamos en Facebook para que tuvieran más cuidado.

El viernes 4 de octubre desperté en la casa de mi amiga. Todavía no había buses, pero habían retirado las llantas quemadas que impedían el paso y la madre de mi amiga me bajó a dejar a mi casa. En el Valle, a excepción de la falta de buses, parecía que no pasaba nada. Todos los negocios funcionaban normalmente. La gente continuaba con su vida. Supongo que las personas tenían la mentalidad de “al país se lo saca adelante trabajando”. Todo el fin de semana, tras el cese del paro de transportistas, el cual se dio la noche del 4 de octubre, en el Valle todo estaba normal, mientras que en Quito continuaban con la resistencia.

El domingo 6 de octubre, por la noche, un amigo que había estado saliendo a las manifestaciones todos los días –ya que participa en algunos grupos antifascistas en Quito–, me escribió por WhatsApp. En resumen, me dijo que tenía miedo de lo que podía pasar mientras estaba en las manifestaciones y, prácticamente, se despidió por si le pasaba algo. Eso me hizo sentir impotencia nuevamente. Yo no podía ayudarlo. No podía hacer nada para que él se sintiera mejor. No podía quitarle ese miedo que le atormentaba.

El lunes 7 de octubre, llegaron los indígenas y la universidad se convirtió en centro de acopio para donaciones. Esta fue la excusa perfecta para subir a Quito, pues les dije a mis padres que solo subiría a Quito para dejar las donaciones en la universidad y que bajaría enseguida. Al escuchar eso mis padres me dijeron “bueno” y me permitieron subir. Entonces, cuando llegué a la universidad, me encontré con algunos amigos y fuimos a las manifestaciones que estaban tomando lugar de la Caja del Seguro en adelante. Ahí

presencié la violencia con la que los policías y militares se manejaban y sentí impotencia, de nuevo. Impotencia porque sentí la necesidad de pararme en primera línea y gritar “¡BASTA!”. Nos estábamos manifestando en paz y los policías empezaron a lanzar su gas lacrimógeno y a hacer uso de sus “armas de defensa”. Sin embargo, lo único que pude hacer fue correr para que no me lastimaran.

Después de ese día, las cosas solo empeoraban y consecuentemente mis padres no me dejaron subir a Quito de nuevo. Estuve mucho tiempo enojada con ellos porque no me dejaron ir a ayudar. Yo quería ir a la universidad, la cual estaba dando refugio a los indígenas para ayudar, de cualquier forma. Aunque también quería ir para salir a las manifestaciones y luchar contra la violencia que estaban ejerciendo los policías y militares, siguiendo las órdenes del Gobierno. Recuerdo que, en cierto punto, la impotencia dejó de ser solo mía y se hizo colectiva. La impotencia es la falta de poder y nosotros le habíamos entregado nuestro poder al Gobierno, quien tenía que velar por nuestros derechos humanos y por nuestra seguridad. Sin embargo, no lo hizo. Solo supo defenderse a sí mismo y hacerse el loco. No se responsabilizó de todo el daño que estaba causando, sino que estaba mintiendo y ocultando que había sido él quien había dado la orden de atacar.

La impotencia colectiva se mostró el día sábado 12 de octubre con el cacerolazo –forma de protesta en la que los manifestantes expresan su descontento a través de ruido–. El presidente había decretado toque de queda a partir de las 3pm. Entonces, cuando dieron las 8pm, varias personas –más de las que esperaba– salieron a su terraza o se asomaron por la ventana junto con su olla y cuchara para expresar su rechazo a las medidas del FMI y a la violencia

con la que se estaba manejando el Gobierno y sus secuaces. Desafortunadamente, al igual que siempre, los medios de comunicación tergiversaron los hechos y dijeron que el cacerolazo se estaba dando porque “todos queríamos paz”. Una vez más, sentí impotencia al ver en las redes sociales lo que las personas pro paz publicaban. Ellos querían que se acabe el paro para poder continuar con su trabajo y con su vida. Según ellos, “al país se lo saca adelante trabajando”. También hacían de menos a la lucha del movimiento indígena y les decían que se regresen al páramo.

Dados estos sucesos, se puede observar un gran racismo hacia los indígenas por parte de los mestizos blanqueados, quienes no estaban al tanto de que son los indígenas quienes hacen que nuestro país se mantenga en movimiento. Una vez que ellos se pararon, nadie podía hacer nada y todo el país paró la producción y la actividad económica. Por otro lado, es entendible la reacción de todas las partes que jugaron cierto papel durante el paro nacional. Sin embargo, sus acciones no son justificadas. Quienes abusaron del uso de la fuerza para reprimir hirieron a muchos manifestantes, así como, quienes se aprovechaban de las manifestaciones para robar y para desatar su furia y violencia, también hirieron a varios represores. No obstante, la infiltración de personas en una lucha social que tiene causas y objetivos, está completamente mal. Al hacer esto le quitan importancia a la lucha que se está dando y la cambian de dirección, la hacen quedar mal y hacen creer que la lucha quiere y causa destrucción. Dado que en la Constitución del 2008, el Ecuador se reconoce como un país plurinacional, ¿hasta cuándo será sostenible esta relación que maneja el mestizaje urbano con las comunidades indígenas frente a situaciones como esta?

Deniss Trujillo

Estudiante de Sociología

Orgullo

En octubre de 2019 tomé la decisión de vivir cerca de la universidad, debido a que durante los 5 semestres que estoy cursando la carrera de Sociología me ha tocado una realidad bastante complicada y desigual en relación a la mayoría de mis compañeros. Mi vivienda se encuentra ubicada en la parroquia de El Quinche, que es a aproximadamente a 2 horas de la ciudad. Por lo tanto, cada día para poder llegar a las 7 a clases tenía que levantarme a las 3 y 45 de la mañana. Volvía a mi casa casi a las 8 de la noche a realizar deberes, los cuales a veces no alcanzaba a realizar por el poco tiempo que quedaba. A veces, no tenía suficiente tiempo para descansar.

Recuerdo que mis compañeros, en un chat grupal, empezaron a cuestionarse sobre si ir a clases o asistir a la marcha pacífica que organizaban los estudiantes de la UCE. Tomaron la decisión de no ir a clases y encontrarse a las 10 de la mañana en la planta baja de la torre II de la PUCE. Sin embargo, a pesar de tener conocimiento de todo lo que iba a suceder, yo lo tomé a la ligera y me quedé descansando en mi departamento. La mañana del 3 de octubre me desperté

a las 7 de la mañana y mientras seguía acostada en mi cama muy tranquila, comencé a revisar mis redes sociales. Encontré varios videos en los cuales se mostraba que en algunos lugares ya habían cerrado las vías e incluso ya existían enfrentamientos entre la fuerza pública y grupos de personas.

Estaba claro que estos sucesos iban a mantenerse durante algunos días más. Al ver esto me alarmé porque no sabía cuánto iba a durar. Como llevaba pocos días viviendo sola no sabía qué hacer. Llamé a mi mamá y le dije que me viniera a retirar antes de que cerraran más las vías que utilizo para llegar hasta El Quinche. Enseguida mi mamá y mi hermana salieron a verme, pero ya se encontraron con gran parte del trayecto cerrado, por lo que tuvieron que tomar vías alternas y se demoró en llegar 2 horas más de lo habitual. Al ver que cada vez las cosas se ponían peores decidimos esperar. A las 5 de la tarde salimos pensando que ya se retirarían, poco a poco, de las vías. También pensamos en buscar rutas alternas para llegar.

El trayecto fue muy complicado debido a que en la Ruta Viva, Pifo, Oyambarillo, Yaruquí, Checa e Iguiñaro nos encontramos con bloqueos en las vías. Con llantas encendidas, tierra, volquetas, palos, alambres, árboles y algunas cosas más los transportistas y algunas personas del lugar bloquearon esas vías. No permitían pasar e incluso en algunos sitios pedían dinero para dejar circular. Nos tocó esperar varias horas en cada cierre hasta que llegaban camiones con militares, que con bombas lacrimógenas ahuyentaban del lugar a quienes se encontraban obstruyendo el paso. Llegamos a la casa a la media noche.

Mientras los días pasaban, me encontraba en una situación compleja debido a que únicamente me mantenía

informada de lo que sucedía en el país por redes sociales. Sin poder hacer casi nada, veía que en Quito cada día eran más fuertes los enfrentamientos. No podía salir de El Quinche. Por un lado, las vías estaban completamente cerradas y, por otro, mi familia mediante frases de desprecio criminalizaba la lucha de los que resistían. No pude actuar como hubiera querido. Una vez más estaba en una situación de desigualdad frente a mi círculo de amigos de la PUCE, quienes sí tuvieron la posibilidad de involucrarse en los eventos: como voluntariados y en las calles. Cuando el voluntariado comenzó, se hicieron pedidos de las cosas que eran necesarias para ayudar, principalmente, al movimiento indígena, el cual fue llegando de a poco.

En mi parroquia comenzaron a alarmar a la población mediante audios que decían que un grupo de indígenas se acercaba. Otras personas que se aprovechaban de la situación y estaban saqueando los locales comerciales. Por este motivo, todos los negocios cerraron. Una gran parte de la población nos concentramos en la E-35 para recolectar alimentos y todo lo necesario mientras esperábamos al grupo indígena que iba a pasar por el lugar. Sin embargo, los rumores no fueron ciertos por lo que se procedió a llevar todo lo recolectado en camiones hasta los centros de acopio. Transcurrían los días y la situación empeoró. Al final, el Gobierno aceptó el diálogo y derogó el decreto que afectaba a todo un país. De esta manera, las actividades se normalizaron.

Durante el transcurso de la vida nos encontramos frente a un sinnúmero de situaciones que, de alguna manera, dejan huella en nuestras vidas. Sin embargo, existen algunas que nos marcan más que otras debido a las circunstancias en las que se producen. En aquellos 12 días críticos, a pesar de la represión que se sintió desde el inicio, la resistencia nunca

decayó. Por el contrario, aumentó cada día. Esta jornada provocó en mí un sentimiento de orgullo. Como dije antes, debido a circunstancias ajenas a mi voluntad, no pude ser parte de estas personas que, a pesar de las dificultades, dejaron todo a un lado y resistieron en las calles.

Soy parte de una familia con muy poca consciencia social, una familia que sataniza estas acciones de resistencia frente a las desigualdades. Esto me provocó mucha impotencia. No podía hacer nada, solo informarme a través de redes sociales. Los medios de comunicación tradicionales no mostraban lo que sucedía, lo cual alimentó la posición de mi familia para afirmarse en la deslegitimación de la lucha y en no permitirme ser parte de ella.

El sentimiento de orgullo que sentía creció cada vez más. Sobre todo, cuando escuchaba dentro de mi familia comentarios como “ya se van a cansar”, “no van a aguantar tanto”, “vagos”, “si no se trabaja, no se tiene”, y otras cosas que prefiero no recordar. Mientras escuchaba esas opiniones negativas, pensaba que aquellos que dejaron su vida en las calles demostraron lo contrario con su resistencia. Pensé: logaron pasar toda la circunstancia adversa también gracias a la solidaridad de los cientos de personas que, de alguna u otra manera, apoyaron la causa. Se demostró la empatía que todos deberíamos tener, y que nunca hay que darnos por vencidos. Este sentimiento se fortaleció más cuando, finalmente, el pedido fue escuchado a través del diálogo y el decreto fue derogado. Fue una lección para todas las personas incrédulas. Esta lucha es un acontecimiento que tal vez a muchos nos dejó una enseñanza: cuando hay un propósito se lo puede alcanzar a pesar de las dificultades. Un ejemplo de lucha y resistencia frente a las desigualdades que

impulsó al resto de la región Latinoamericana a salir del silencio y levantarse frente a todo lo que daña al pueblo, a los menos privilegiados.

Quiero destacar la participación del movimiento indígena. Principalmente, la fuerza de su organización con la cual construyen su identidad. En el contexto de las movilizaciones mostraron que fue la comunidad la que les dio la fuerza para enfrentar las dificultades de la lucha. Hay que tener en cuenta que tuvieron que trasladarse desde sus territorios, algunos muy lejanos de la capital. En comunidad todos forman una sola fuerza: niños, mujeres o adultos mayores salieron desde sus hogares, sin tener garantizado su retorno. Dejaron ahí hasta su forma de subsistir. Definitivamente, esta organización comunitaria sirvió como fuente de inspiración al resto de colectivos para salir a las calles, unirse y respaldar a esta lucha.

De esta manera, se produjo una nueva realidad dentro de nuestro territorio ecuatoriano, que sirvió como referente para que el resto de América Latina levantara su voz. Estos acontecimientos quedaron marcados en la historia. Principalmente, los jóvenes nos enfrentemos con algo nuevo. Nosotros sólo sabíamos en teoría o lo qué nos habían contado nuestros padres. Ahora lo vivimos y esto provocó una gran cantidad de sentimientos y experiencias nuevas, para las que tal vez no estábamos lo suficientemente preparados. Sin embargo, nos han servido para reafirmar de alguna manera nuestra identidad y unidad nacional.

Después de esta rara experiencia, ypor la importante presencia y liderazgo del movimiento indígena, me pregunto si a partir de su identidad, se construirá una nueva fuerza política que pueda ser aceptada por el resto de la población.

Mateo Yacelga

Estudiante de Sociología

Confusión

El poder de la multitud que se siente al estar en una marcha es único. La gente grita a todo pulmón sus demandas. La voluntad de cada uno aporta a una voluntad colectiva que irrumpe en lo cotidiano, visibilizando ese malestar casi siempre oculto.

Cuando el sindicato de choferes anunció una paralización debido a la eliminación de los subsidios a la gasolina, condición para poder recibir un préstamo por parte del FMI, la gente pensó que se trataba de una amenaza más que sería arreglada rápidamente. Sin embargo, la cobertura mediática que recibió el paro de choferes, ocultó las demás medidas que habrían sido aplicadas de haberse firmado la carta de intención. Por esta razón, el 2 de octubre comenzó como un día corriente cuya única molestia sería la dificultad de movilización.

La mayoría de las universidades decidieron no cancelar las clases y comunicados de distintas asociaciones circulaban en las redes sociales informando que solo se tolerarían atrasos, pues la asistencia sería normal. Cuando salí de mi

casa hacia la universidad pude moverme con facilidad en los buses. Llegué a la PUCE y había una cantidad normal de gente. No obstante, entre las conversaciones que se cruzan a tu lado mientras caminas, pude escuchar como algunos comenzaban a tener problemas para llegar. Con mi grupo de amigos habíamos planeado encontrarnos en la universidad para luego ir caminando hacia la Central y unirnos al bloque de estudiantes. La gran mayoría no pudo llegar. Comenzaron a circular videos de llantas quemadas y enfrentamientos entre manifestantes y policías. Varios estudiantes de Sociología nos reunimos en el Parque Central y salimos hacia la Central. Cuando llegamos vimos que no había una hora fija para movilizarnos todos, sino que cada bloque que se consideraba organizado podía salir directamente hacia Carondelet. Me uní con mi grupo a un bloque y comenzamos a caminar.

No era la primera marcha a la que asistía. Rápidamente, comenzaron a sonar los tambores y las insignias empezaron a ser coreadas por todos los que estábamos ahí. El recorrido era familiar, salir desde la pileta del teatro de la Universidad Central, caminar por la América y bajar hasta la 10 de Agosto para pasar frente a la Caja del Seguro, la Prefectura y luego seguir por las calles del centro, procurando siempre llegar a Carondelet aunque conscientes también de lo altamente improbable de nuestra intención. Si lográbamos entrar a Carondelet (como en la marcha por el aborto, por ejemplo) nos pararíamos adelante y gritaríamos en la plaza, si no les gritaríamos a los policías por no dejarnos pasar. Horas después, la marcha se acabaría y la gente regresaría a sus casas. Así, hasta que una nueva marcha, una nueva causa, los/nos vuelva a convocar.

La marcha avanzaba tranquila entre risas e ira desfogada en gritos, zapateos y tamborileos que estremecían las calles

por las que pasábamos. Banderas con insignias antifascistas, pañuelos verdes con demandas de autonomía y otros morados que exigían igualdad. Algunos carros pitaban, algunas personas aplaudían, estábamos ya en San Blas y el grupo se movía con agilidad ya para llegar a la Plaza del Teatro. Se podía ver que en el tope de la calle había un grupo grande de policías resguardados detrás de un carro negro inmenso, que en ninguna marcha había visto. Sin embargo, pensé que solo querrían asustarnos. Con mi grupo avanzamos hasta casi la mitad de la plaza y nos quedamos parados entre la multitud levantando las banderas, los letreros, los puños y la voz. En un momento se me desató el cordón, me agaché tranquilamente para atarlo y cuando comenzaba a incorporarme el sonido de una explosión me heló la sangre. En cuestión de segundos toda la gente que me rodeaba se esparció por la plaza a toda velocidad, intenté buscar a alguien conocido pero no había nadie. Comenzó a salir un humo blanco por todas partes. Esto no es lo que debía pasar, pensé antes de comenzar a correr.

Tapado la cara con la camiseta, llegué a una banca en el lado opuesto de la Plaza del Teatro, el gas ya no era tan fuerte en ese sitio pero comenzó a escucharse un sonido fuerte que aturdía a todos. La gente insultaba a los policías, criticando cómo nos habían atacado sin haberles provocado. Todo esto mientras me movía en círculos intentando encontrar a un conocido, un amigo, algo seguro en medio del caos del gas y el sonido agudo. Juan Sebastián, uno de mis compañeros de Sociología, apareció entre la multitud. Fue fácil reconocerlo por su estatura. En seguida me paré a su lado, discutimos sobre lo que estaba pasando y, poco a poco, el grupo volvió a unirse. Sentí rabia, frustración e indignación frente al descarado uso de la violencia en contra de un grupo de manifestantes que no alcanzaba los cien.

Sobre todo, me sentía confundido. Mi mente estaba preparada para una marcha pacífica, la ruptura con esta idea de una movilización con un comienzo y un final determinado me hizo sentir fuera de lugar. Aunque, al comienzo fue difícil asimilar que lo que ‘tenía’ que pasar no iba a pasar jamás, finalmente en medio de la confusión me reconocí como el único responsable de las consecuencias que ese día me acarrearían.

La declaración de un estado de excepción permitió reconocer que la situación estaba mal en muchos otros lugares del país. Después de haber sido perseguidos y acorralados en varias ocasiones nos reunimos para descansar y organizarnos nuevamente en San Blas. Conforme avanzaba la tarde, más grupos se movían hacia el centro. Grupos que llegaban con máscaras, con escudos y otros que comenzaban a sacar las piedras y adoquines para poder defenderse de los grandes camiones, las motos, los perdigones y las bombas de gas. ¿Qué puede pasar en un estado de excepción? Preguntaba yo mientras caminábamos hacia la iglesia de San Blas para sentarnos en las gradas a descansar. Todo, me decían, mientras me miraban preocupados sin saber qué iba a pasar dentro de una hora y mucho menos dentro de un día. Todo aquel que en otra situación podía ser confiable se mostraba sospechoso. Mis presupuestos se desvanecieron por completo. Ni si quiera en los manifestantes se podía confiar. Varios eran infiltrados quienes con sigilo, aunque sin lograr del todo pasar desapercibidos, usaban los momentos de caos para lanzar bombas que tenían guardadas en sus bolsillos o para encerrar a la gente en las calles fingiendo que levantan barandas para evitar que los policías pasen. La gente comienza a taparse la cara porque están haciendo inteligencia de las personas que van a las manifestaciones,

compañeros que están interesados en tener una vida política prefieren irse antes que correr el riesgo de ser identificados. Pasan muchas cosas al mismo tiempo. No hay un límite que demarque los lineamientos que debemos seguir al actuar. Por un lado, el estado de excepción abre un infinito de posibilidades de acción desde el Estado hacia nosotrxs. Por otro, la declaración de un paro y la manifestación abre un infinito de posibilidades de acción de nosotrxs hacia el Estado.

El cielo se volvía cada vez más oscuro y el humo estaba cada vez más cerca de San Blas. Las bombas comenzaban a caer incluso desde las terrazas de edificios que quedaban en la zona. Ahora hay toque de queda. Con miedo, a las 7 de la noche, luego de que un grupo de policías montados en caballos nos saquen de San Blas disparando perdigones por doquier, decidí que era hora de regresar a mi casa. Conforme el carro avanzaba desde la Patria hacia el norte, mi mente aún atiborrada de pensamientos desordenados acerca de lo que estaba pasando iba notando que las calles, en este lado de la ciudad, no se veían como las del centro. Los carros avanzaban tranquilos, los semáforos funcionaban con normalidad, no había letreros, no había banderas, pañuelos, puños ni voces. Nadie habla del paro, hay rumores de una movilización indígena, la ministra dice que es imposible, la gente habla de la represión policial, don Alfonso dice que solo se reprimió a los delincuentes.

Se termina el primer día de una de las jornadas que más ha impactado mi vida personal y académica. Lo que vi en las calles representaba una indignación colectiva que buscaba existir. Un malestar que nos ha oprimido durante tantos años representado ahora en forma de piedras que volaban por el viento y patrulleros quemados enteros. De repente, llego a un sector de la ciudad que ignora por completo lo

que pasa. El relato, en este lado de la ciudad, no se ha roto. Aún hay que dormir, despertarse, cambiarse, desayunar, trabajar, repetir. Ese miedo, seguido de un coraje que te hace reconocerte autónomo, ha sido reprimido en la gente que no puede activamente ver lo que está pasando. Los medios cohibieron por completo la capacidad crítica de aquellos que querían saber lo que pasaba y recibieron, a cambio, noticias de farándula o novelas de los 90.

¿A partir de qué perspectiva debo orientar mi acción, si aquello sobre lo que puedo intervenir ignora por completo el problema que le atañe? Como nunca antes en mi vida me doy cuenta de lo irrelevante que es la consciencia sin un complemento que la haga efectiva. Lo que yo sé no sirve de nada, si lo que quiero es un bienestar colectivo. Es necesario que todos sepan, que todos se interesen, que todos sientan lo que pasa de forma individual para luego accionar de forma grupal. Me siento confundido por lo que sé y no se cumple. Me siento confundido por lo que unos ven y otros ignoran. En la confusión cualquier ruta parece posible. El relato cotidiano se puede encauzar, nuevamente. Siempre se puede volver a un equilibrio y éste debería ser cada vez más justo. Vuelvo a la autonomía sobre mi capacidad de actuar. Tengo libertad sobre lo que sé y lo que ahora puedo hacer gracias a lo que aprendí en esos 12 días.

Somos una zona de paz y solidaridad

Esperanza Arévalo Profesora de Medicina

Los testimonios que voy a relatar a continuación están enfocados desde la visión de un pequeño grupo de actores que tuvimos la oportunidad de estar en las protestas de los colectivos indígenas. En este periodo de tiempo existieron muchas voluntades que estuvieron presentes, pero también otras que no pudieron hacerlo que se quedaron en el deseo pero que ese deseo nos acompañó.

En cada uno de los espacios donde he expresado lo acontecido, planteo un sincero agradecimiento a la solidaridad de todas las personas que conformamos la familia PUCE: a nuestros vecinos, representados en un ámbito más amplio en donde se encuentran familias, amigos, conocidos. Doy gracias a la universidad y su representante el Padre Rector y con él a todas las demás autoridades que abrieron sus puertas para que cada uno de nosotros pueda expresar lo que significa solidaridad y que se tradujo de diferentes maneras: física, espiritual, material, la cual nos cobijó y permitió que saliéramos ilesos en el peligro.

Un apoyo espiritual, que estuvo representado en los mensajes, bendiciones, en el Dios le pague, en los abrazos, las lágrimas, los desconsuelos, las alegrías, en las oraciones, permitió que a través de nuestras manos esos apoyos llegaran a otras manos. Fue como si los panes y los peces se hubieran multiplicado en un milagro que permitió que voluntades, insumos y materiales llegaran a donde más se necesitaba.

Cada palabra, gesto, acción que recorrió un espacio que no tiene tiempo porque es infinito porque fluye hacia adelante y hacia atrás, permitió que se dé un reconocimiento a los colectivos sociales. De entre ellos, los movimientos indígenas fueron más visibilizados con todos sus contrastes y saberes. Esas voluntades conformaron una zona de paz en la PUCE de Quito.

En esta oportunidad, describo lo sucedido luego de revisar los mensajes de textos, fotos y videos guardados en mi celular. Al mirarlos, vuelvo a sentir la angustia de esos días, las largas horas de tensión. Fueron días muy difíciles. Cada día al ingresar en la Universidad a prestar mi apoyo voluntario, vi a los indígenas alojados en el coliseo de la PUCE conversando, pero también los vi partir con sus pertenencias, con esperanzas. Otros días, los vi llegar derrotados, llorar en mis hombros y pedir perdón por hacerlo, angustiados y con dolor ante la ausencia de alguno de ellos que no pudo regresar.

Angustias y llanto también de los compañeros brigadistas cuando no habían podido ayudar, cuando los indígenas que caían eran madres, niños o ancianos. Desde el punto de vista legal, me dirán “¿y donde está la evidencia?”. Las estadísticas no lo demuestran, la evidencia se quedó en la memoria. El pánico se apodero de varios de los brigadistas ante la sensación de ser perseguidos por lo que dicen o escriben.

Se borraron testimonios enviados mediante mensajes. En los últimos días, incluso, se comenzó a tener más temor, pues corría el rumor de que había infiltrados.

Como responsable de una brigada médica instaurada en los patios de la universidad –que se inició el 8 de octubre del 2019 a las 8:34, luego de una conversación con Santiago, en vista de un comunicado emitido por la PUCE en el que se informa que se apoyara a los indígenas y colectivos que colaboran con Vinculación con la Colectividad de la Universidad–, se conformó el grupo de apoyo con los médicos egresados del postgrado de Medicina de Familia de la PUCE, los residentes de este postgrado de la Unidad Asistencial Docente de Conocoto. Su respuesta fue inmediata.

Con apoyo de las autoridades de la PUCE, esa misma mañana se armó la carpa y se inició la atención médica. Asimiso, se comenzaron a recibir los insumos, materiales. En las primeras horas de la mañana, revisé en varios papers qué hacer en estos casos, porque no tenía la menor idea. En ellos, se describía que para contrarrestar los efectos del gas lacrimógeno servían el vinagre, bicarbonato, las mascarillas, que fueron los primeros insumos solicitados por las redes sociales. Además se explicaba que cuando una persona era expuesta al gas pimienta podía presentar convulsiones.

Con respecto a la atención médica, en un primer instante, pensé que deberíamos realizar un diagnóstico de necesidades en salud. Es más, me acerqué a cada uno de los grupos que estaban alojados en el coliseo y les hice la típica pregunta ¿tienen algún problema en salud, puedo ayudarles? Me contestaron que no, que lo que necesitaban era bañarse (agua y jabón), cepillarse los dientes, que estaban cansados tenían y ampollas en los pies, y que necesitaban “curitas”.

De manera casi espontánea, se fueron conformando equipos de atención médica, tanto de enfermería, psicología y rehabilitación. En la carpa recibíamos a los pacientes referidos y a pacientes con traumas leves. Dábamos soporte con insumos, materiales, medicamentos, y personal médico, a equipos de salud que se había organizado en el Ágora. Médicos que habían estado atendiendo hasta por 48 horas, exhaustos, pedían apoyo. Además, ya no tenían insumos ni materiales, que cuidaban como un tesoro, para las brigadas que se encontraban en las calles de Quito. Se solicitó ayuda mediante mensajes de texto. Nos convertimos en el centro de distribución para todo el que lo necesitaba.

Debido al número de acogidos, que por esos días se había cuadriplicado, se conformaron equipos para atención de 24 horas. Nuestros horarios eran de 7 a 7. Mediante llamadas telefónicas y mensajes de textos, se “inscribían” los voluntarios. Esto, mediante una adecuada planificación, permitió contar con una lista de médicos que, con una llamada, acudían si otros no podían.

La generosidad no tuvo límites. El cuerpo de bomberos, brigadistas, médicos de los hospitales Baca Ortiz, Solca, etc. nos hicieron llegar sus contribuciones, que incluyeron equipos para reanimación, equipos de sutura, de curaciones y una camilla portátil. Siempre tuvimos todo lo necesario, si existía alguna necesidad, ésta era cubierta inmediatamente

Además de la atención en la carpa de la PUCE, se conformaron grupos de brigadistas. Con estudiantes de medicina y enfermería se constituyeron equipos de apoyo que se movilizaban y acompañaban en las marchas. Equipos que estaban en el lugar de los hechos, que atendían a los indígenas que caían heridos, y que los transportaban a las diversas

casas de salud. Nuestras primeras brigadistas fueron dos estudiantes de enfermería. A eso de las 5 de la tarde llevaron los primeros insumos solicitados desde el Ágora de la Casa de la Cultura. Desde nuestra posición se escuchaba como se lanzaban las bombas y el olor a gas lacrimógeno. Mis primeras heroínas.

Llegamos a conformar alrededor de 7 brigadas externas con los estudiantes de los niveles superiores (internos rotativos, externos). Por el tiempo y lugar, luego de improvisadas capacitaciones técnicas, en cuanto a procedimientos médicos se refiere, y con la sabiduría aprendida de los hechos sucedidos cada día, acerca de cómo protegerse y apoyar, los brigadistas salían por las diferentes rutas planificadas.

Cada salida se convertía en un periodo de tensa calma, ¿qué sucedería si algo grave le pasaba a algún miembro de los equipos? Su seguridad Era nuestra responsabilidad. Nuestra angustia se calmaba cuando cada grupo se reportaba, enviando imágenes de los sucesos. En uno de esos acontecimientos, un estudiante fue herido. Una bomba le cayó en la cabeza y se desplomó al piso, perdió el cocimiento. La crisis de los estudiantes en el lugar de los hechos y la nuestra, del grupo de la “carpa de la U”, fue la misma que vivían los indígenas cuando uno de los miembros de sus “brigadas” no llegaba. Era una mezcla de ira e indignación. Nos calmamos cuando recobró la conciencia y terminó de ceder cuando le pudimos comprobar que no hubo una lesión grave.

Después de este acontecimiento se tomaron medidas para precautelar a los estudiantes. Si el ambiente no era adecuado, los brigadistas no saldrían. Los brigadistas, en su mayoría estudiantes, en un descuido se fueron. Las disposiciones no se cumplieron y fueron catalogados de “desobedientes”.

Para los días siguientes, los últimos días del paro, los “desobedientes” seguían en su labor. No pararon jamás. ¿Cuántos fueron los afectados? Yo digo que fuimos cientos, miles, por muchas razones empezando por las bombas lacrimógenas que en varios días se arrojaron sobre las humanidades de los protestantes. Las “evidencias” que están guardadas en imágenes que recorrieron el mundo y de las que fueron testigos nuestros brigadistas: estudiantes de medicina, enfermería, psicología, rehabilitación, médicos egresados, tratantes, paramédicos y residentes.

Con sus testimonios lograron llegar a todo el país, pues recibimos apoyo no solo físico, ¡sino espiritual! Llegaron muchos mensajes de solidaridad desde varias provincias, universidades, profesionales de la salud que estaban organizados u organizándose para movilizarse y apoyarnos. “Gracias por lo que están haciendo”, “nos estamos organizando”, “¡Qué dolor!”, “Gracias a estas chicas y chicos, gracias a nuestros médicos y futuros médicos, paramédicos, enfermeros por cuidar de la gente”. Testimonio de lo dicho está en el siguiente diálogo con Mario, representante de la ESPOCH, tomado del WhatsApp:

“22:07, 12/10/2019. Mario: Muy buenas noches, doctora. Mi nombre es Mario Guffantte, estudiante de medicina del noveno semestre de la Universidad Nacional de Chimborazo. En vista a todos los problemas que han acontecido en el país nos hemos reunido un grupo de estudiantes tanto de la Politécnica de Chimborazo, así como de la UNACH, con el fin de colaborarles de alguna forma a los manifestantes que están pasando por esta situación y sabiendo el peligro que podemos correr. El objetivo es salvaguardar vidas humanas. Me comunico ante usted para ver si

podemos viajar y ofrecerles nuestra ayuda. Somos alrededor de 15 a 18 personas”

Entonces no son solo miles somos millones de ecuatorianos que nos vimos afectados por estos acontecimientos, evidenciados en los cacerolazos, en las marchas de grupos de mujeres, etc.

Quiero, finalmente, compartir el testimonio de Darío Portilla, Michell Pino y Stephanny Nieto parte de un grupo de brigadistas de los muchos que se formaron en aquellos días.

“Este texto fue relatado por algunos autores que estuvimos desde fechas distintas. La labor comenzó desde el 05 de Octubre. Unos amigos que fueron a las protestas y otros más que vivían en el centro de la cuidad, se comunicaron conmigo y me relataron la situación en la que estaba el país, ya se comenzaban a verse indicios de violencia en las calles. En ese momento salí a Quito donde me encontré con otros voluntarios, tanto universitarios como profesionales de las diferentes carreras de la salud. Se tenía previsto ofrecer ayuda médica en primeros auxilios a los manifestantes, policías y la población en general. En esos momentos, yo cursaba con la rotación de pre rural, junto con los demás autores, en el centro de salud de Conocoto.

Mis compañeras y yo lo hablamos y todos estábamos de acuerdo que nos necesitaban allá. Entonces, buscamos la manera de llegar a la Universidad ya que las calles estaban cerradas. Una compañera fue la primera en ir llegar por la cercanía de su casa. Nos mencionó que el ambiente era desolador, bastante humo proveniente de la quema de llantas, bombas lacrimógenas, patrulleros y personal policial vigilando los alrededores. En la mañana se atendían a los

manifestantes indígenas en el centro humanitario y se proporcionaba mascarillas con bicarbonato para poder aguantar las bombas lacrimógenas. En las tardes se recibía a los heridos, algunos debían ser trasladados a hospitales de alta complejidad como el Eugenio Espejo. Cada día que pasaba se sentía el ambiente sumamente tenso.

El 9 de Octubre día previsto para el Paro Nacional, cuando la mayoría de las comunidades llegaron a las instalaciones de las universidades y de la Casa de la Cultura, las brigadas médicas salían desde la mañana. Nosotros nos quedamos en el centro de atención de la PUCE, para en la tarde conformar una brigada y salir a reemplazar y ayudar a las brigadas que ya pasaron todo el día en la zona de conflicto. Cuando recorríamos la Casa de la Cultura y el Centro Histórico, no podíamos creer el ambiente que se vivía allí. Parecía un escenario de guerra: muchos manifestantes heridos, fuerza policial con camiones blindados recorriendo las calles, el cielo se tornó grisáceo por todo el humo que había. Se atendió a algunos manifestantes en el camino. Al regresar a la Católica, entrada ya la noche, nos solicitaron una camilla, al parecer un manifestante se encontraba inconsciente, con signos vitales muy inestables y con evidente fractura de cráneo. No tenía un buen pronóstico, lo llevamos al Hospital Eugenio Espejo para ser atendido.

En días posteriores, tanto el 11 como el 12 de Octubre fueron catastróficos. Vimos a muchos manifestantes gravemente heridos: habían perdido sus ojos, marcas de perdigones en el cuerpo, fracturas de huesos, además, de intoxicados por bombas lacrimógenas.

Se estructuraron mejor las brigadas médicas. En cada brigada debía haber 2 líderes con mayor experiencia y

conocimiento para tratar heridos. Llevábamos en las mochilas instrumentos y medicamentos para atención primaria, nos vestíamos con los mandiles blancos y una bandera por delante y salíamos a atender a los heridos. La gente nos ayudaba facilitándonos el trabajo y nos proporcionaba alimento para pasar esos días tan cansados.

En la tarde, aproximadamente a las 6:00 pm del día 12 de Octubre, los manifestantes se resguardaron en la entrada de la Universidad y las fuerzas policías avanzaron hacia la zona humanitaria para reprimir, lanzaron bombas a escasos metros de las instituciones. Se respiraba gas lacrimógeno adentro de la universidad. Con las brigadas, y demás voluntarios, pusimos a la gente adentro del coliseo y salimos al frente de la calle 12 de Octubre para impedir el paso a la fuerza policial. Gracias al apoyo de cada estudiante voluntario, que se encontraba allí, se evitó un mayor conflicto. Dialogando con los representantes de cada bando llegamos a un acuerdo para que ellos puedan ingresar a las instituciones y la policía se retire.

Esa noche no se podía dormir. Todos estábamos pendientes de cada noticia que veíamos, pues temíamos que haya otro enfrentamiento en la madrugada. A la mañana siguiente, se tenía previsto el dialogo que se iba a realizar para resolver esta situación. En la noche, se pudo llegar a un acuerdo. Todos los voluntarios que estuvimos ahí esos fatídicos días nos sentíamos agradecimos de que se frenó la ola de violencia que cada vez estaba creciendo”.

Somos una zona de paz y siempre debemos serlo.

Darío Burbano

Estudiante de Sociología

Rebelión

Nunca esperé vivir una experiencia tan impresiónate. Salir de la comodidad y observar escenas que trastocan el corazón. La primera protesta parecía como todas: gritando, viendo la gente que hay alrededor, aprehendiendo consignas. Todo iba bien hasta llegar a la altura del Banco Central. Empecé a mirar humo blanco por todos lados y gente corriendo desorientada. Policías dispersando a todos los manifestantes, personas fumando cigarros a otras personas, mucha gente dispersa. Pensé: se terminó muy rápido. No fue así. Todos los manifestantes se quedaron y empezaron a hacer frente a la policía. No sabía qué hacer, sí quedarme o irme, porque presentía que la situación se iba a poner fea. Decidí quedarme. Personas de la nada te hablan y te preguntaban “estás bien”, “sigamos”. Lanzaban piedras. No importaba que los ojos estén destrozados o que estés tosiendo por la cantidad de gas emitido. No importaba nada con tal de lanzar una piedra.

Pensé que éramos pocos los que estábamos en el lugar. Resultó ser que éramos un grupo enorme. Me preguntaba ¿qué es lo que nos hace estar ahí, arriesgando nuestra vida,

nuestro sueños, todo? No estaba solo. Había gente a mi alrededor que tal vez se preguntaba lo mismo. La represión era brutal, tratábamos de avanzar una cuadra y nos retrocedían dos. Nos lanzaban gas de todos los lados posibles. En medio del caos inhale muchísimo gas. Me sentí muy mal y salí de la conglomeración de gente a un lugar apartado para que me pase el efecto de asfixia. En ese momento no pensé regresar a casa. Esperé a sentirme mejor y retorné donde todos estaban. A los que estábamos ahí, nos motivaba algo. Yo aún no sabía que era.

Uno de esos días, regresando a mi casa tipo 6:30, donde toda la represión aumentaba, no había por dónde ir, quería llegar a la estación la Marín pero era imposible. Subí el parque Alameda para irme por San Juan, como había carros pensé que hay no tirarían bombas. Me equivoqué. No, no les importaba nada. Lanzaron bombas por doquier. Miré personas que regresaban de su trabajo asustadas. No sabían que hacer, al igual que yo. Cuando hubo por fin manera de llegar a la estación, cogí una camioneta y me dirigí hacia mi casa. En la camioneta, se escuchaban frases como: “por fin reaccionamos”, “toca seguir”, “ya es mucho abuso del presi”.

Todos los días que salía a protestar y regresaba a mi casa pensaba ¿por qué me gusta ir a arriesgar mi vida allá? Podían meterme a la cárcel o incluso, peor, podía tener algún accidente y morir. No sabía por qué me gustaba salir. Todos los días que participé sentía impotencia de cómo el Gobierno no piensa en la gente que no tiene para comer, que no tiene para comprar un mudada de ropa. Sentía que estaba protestando por todos ellos. Sin embargo, había algo más.

La protesta es una forma de sentirse libre y escuchado. Hay un sin número de emociones cuando lanzas una piedra.

Creo que es la sensación de que puedes irte contra la autoridad. La autoridad es grande, da miedo, pero al gritar correr o lanzar una piedra sientes que eres más grande que cualquiera. Cuando el pueblo se rebela, la autoridad se quema. Observar a las personas sintiéndose libres, causas felicidad; ver al reflejo de la autoridad quemarse es la mayor expresión de libertad.

El que le agarró al trucutú y lo quemó se siente apoyado por los demás, y los demás no caben de felicidad. Te das cuenta que te gusta esa sensación de sentirte libre, aunque sientas que el gas hace efecto dentro de tu cuerpo. Tú quieres regresar a tener esa sensación, no importa la manera. La sensación de libertad la sientes cuando gritas y los demás te siguen. La sientes cuando lanzas una piedra. No mides riesgos, el miedo se coloca en segundo plano.

Miedo es lo que imparte las fuerzas del Gobierno cuando estas manifestándote. Además de percibir lo grande que es el Gobierno, sientes que puedes irte contra ese grande. Después de haberte sentido en libertad, de cualquier forma, te das cuenta que hay muchas personas que se sienten así. Percibes que no eres el único emocionado yéndote contra el grande, hay una multitud detrás o junto a ti que también quiere irse contra el grande (gobierno). Esa sensación te vuelve gigante y te sientes bien estando ahí, disfrutando del momento y viendo como otros lo disfrutan.

Tiene un gran significado lanzar una piedra, su peso está dado por todas las emociones que provoca tirarla. Tal vez sea euforia del momento, pero no, es sentir que le haces saber al represéntate del gobierno que tú eres libre, que estás ahí para ejercer a plenitud tu libertad. Causa mucha emoción tirar una piedra o cualquier artefacto a la fuerza

policial, porque te das cuenta que ejerciendo tu libertad logras penetrar en algo. La piedra va cargada de emociones y cuando ésta llega a la autoridad quiere decir que tu emoción se hizo saber.

Cuando estaba en el colegio siempre me llamó la atención protestar o salir a marchar. En ese tiempo lo hacía porque me gustaba, pero no me ponía a pensar el por qué me gustaba. Siempre me llamó la atención el hecho de que las personas salgan a marchar ¿pensaba en cuáles eran su motivaciones? Después entendí que hay personas que encuentran en las marchas una forma de implicarse en la política y hacer ver su desacuerdo con lo impuesto. En otras palabras, la marcha es un momento que debes aprovechar para sentirte libre.

Cuando ingresé a la carrera de Sociología era muy crítico de las marchas, decía: “para que salir a marchar si no se consigue nada”. Es claro que con salir a marchar no consigues victorias grandes dentro de la política institucional. La marcha o protesta es esa situación donde las demandas de la sociedad se vuelven evidentes. Después de ser crítico con la marchas, quise darme la oportunidad de experimentar esta situación

De cierta forma, comprendí que saliendo a marchar haces conocer tu punto de vista. Me empecé a interesar más por el tema. Una de las consignas que he escuchado dentro de todas las marchas, incluso en la de Octubre 2019, es “alerta, alerta que camina, la lucha estudiantil por América Latina”. Esa consigna es bastante popular. Puede cambiar de sentido como “Alerta, alerta que camina, la lucha feminista por América Latina”. Lo que quiero destacar es que en la protesta la gente se da cuenta que hay grupos que luchan por los derechos y, al hacerlo, se sienten libres.

Luchar por derechos presupone sentirse libre. La libertad se ejerce sin importar miedos y represión. El miedo lo sientes porque cuando protestas, la calle se vuelve un campo de guerra, es decir, puede que nunca vuelvas a tu casa. El miedo se ve apoyado por la represión. El Gobierno es un grande que tiene armamento para hacer cumplir un proyecto político, te reprime si ejerces libertad ¿por qué al gobierno no le gusta que la población ejerza la libertad? Porque la población al ejercer libertad está proponiendo a la sociedad las demandas que está necesita. En ese sentido, a los que gobiernan les afecta las protestas porque se va en contra del interés del sistema capitalista.

Podemos tolerar que digan que no se saca nada haciendo bulla o que las forma de manifestarte no son esas. Lo que nunca toleraremos es la forma de apagar el ejercicio de libertad que está a manos del Gobierno. La protesta es un acontecimiento donde puedes ejercer libertad. Esa libertad es una ruptura del sistema capitalista expresado en el neoliberalismo. Así, mientras exista el sistema capitalista, la protesta de la gente que no está de acuerdo con él debe seguir vigente.

La rebelión es innegable en la protesta. Mucha gente luchó los días de octubre por días mejores. Ejerció la libertad y este ejercicio hizo ver a la autoridad quemada, sin rumbo. Mientras haya personas en el mundo queriendo manifestarse, tengamos por seguro que días mejores vendrán. La única forma de vivir en el sistema capitalista es luchando cada día. La mejor forma de luchar es haciendo valer tu derechos. Cuando haces valer tus derechos estás ejerciendo tu libertad.

Victoria K Hidalgo

Estudiante de Sociología

Desde mi ventana

Al vivir tan cerca de Carondelet pude ver pasar ante mí tanto escenas de valentía como de violencia. No entendía por qué las personas salían a quemar objetos y también basura. En un momento me sentí muy molesta y dije: “esto de nada sirve”. Sin embargo, siguió pasando el día y poco a poco entendí, según lo que veía, que las personas se acercaban al humo o hacían un círculo alrededor del mismo para poder pasar los efectos de las bombas lacrimógenas.

Para el quinto día de protestas, desde el único lugar donde podía ser parte de los acontecimientos, sentada en mi banca y mirando mi barriga crecer a diario y sintiendo los primeros golpes de mi Joaquín, logré ver entre la multitud a una mujer indígena embarazada como yo que corría escapando de las bombas. En una de aquellas ocasiones alcé mis manos pidiendo a los policías que no lancen más bombas y eso llevó a que dos efectivos discutan, pues el policía que iba a tirar la bomba que ya había abierto se la arrojó prácticamente a los pies del otro para que no llegue a mi ventana. Esto le trajo problemas con sus compañeros

que no entendieron su accionar, pero agradezco lo poco de humanidad que tuvo esa persona. Mientras pasaba la tarde pude mirar que la mujer embarazada aún estaba en los alrededores de mi barrio. Como aún no entendía porque quemaban basura, salí y le dije que por favor quemará en la otra esquina porque el humo penetraba por las ventanas de mi casa. La mujer entre valentía y coraje me dijo: “yo estoy embarazada también y estoy en pie de guerra”. Palabras que no salen de mi mente hasta el día de hoy.

En ese momento, fue muy duro preguntarme por mi situación y la de ella, por mi papel y el de ella. Entendí que la comunidad se moviliza junta –niños, ancianos, embarazadas, hombres y mujeres–. Todos en un solo grito de lucha por la dignidad de sus pueblos. Mientras que yo sentada junto a mi ventana solo arrojaba vinagre o mascarillas, intentando ayudar en algo los efectos de asfixia que la inhalación de gas provocaba en los manifestantes. Me sentí triste e inútil. De haber sido mi condición otra hubiera sido voluntaria en la universidad, con lo cual sentiría que lucho también por mi inconformidad. Pero tenía que cuidar de alguien más dentro de mí. Sin emabrgo, yo no soy la mujer indígena embarazada, llena de valentía y coraje, que me miró e interpeló y cuya mirada jamás se podrá borrar de mi memoria.

Los días pasaron y las palabras de aquella mujer al pie de mi ventana siguen reproduciéndose en mi memoria. Aún me cuestionan y me remiten a lo que en aquellos días se hizo eco en los medios y en las calles de Quito. Por qué las mujeres indígenas salen al paro con sus hijos o embarazadas. Por qué las mujeres indígenas salen con sus hijos en brazos, mientras otros pequeños, cada tarde al terminar el día, esperaban con miedo e incertidumbre que sus padres regresaran a los albergues. Al caer la noche, los pequeños

no comprendían que sucedía. Por qué los estallidos, las bombas, las alarmas de emergencia, la gente corriendo de lado a lado y, sobre todo, por qué el llanto y preocupación de los adultos. Al final, esos pequeños siempre encontraban consuelo y refugio en los brazos de sus madres.

Nua Elizabeth Fuentes Aguirre

Estudiante de Sociología

Incertidumbre

El primer día del paro en la ciudad de Quito nos despertamos con una aparente normalidad. Al inicio, el paro fue convocado por los gremios transportistas, de buses y taxis. Mucha gente ya sabía que no habría estos medios de transporte aquel día. No obstante, el transporte municipal (Trole y Ecovía) se encontraba operando y esto daba cierta sensación de habitualidad.

Yo me encontraba en Carcelén, camino al lugar donde trabajo, cerca del centro/norte. De camino por la Avenida Galo Plaza Lasso (Norte de Quito), el tráfico se volvía cada vez más intenso y avanzábamos más lento, aunque eso no es necesariamente algo extraño en una ciudad tan grande como Quito. Mi asombro vino cuando al avanzar, a la altura de la Avenida del Maestro, nos dimso cuenta de que se había cerrado la mitad de la calle. Un grupo de personas discutía con policías y agentes de tránsito para impedir que se cierre el lado por donde estábamos pasando. Luego me percaté de que, justamente, en este sector se encuentran varias fábricas.

A pesar de que empecé mi día laboral, evidentemente, no era como un día cualquiera. Poco a poco se cancelaron varias reuniones fuera y dentro de las oficinas, decisión atribuida a la falta de transporte. Por los medios televisivos y radiofónicos no llegaba mucha información sobre el paro, pero las redes sociales y chats de celular comenzaron a desbordar de muchos mensajes, imágenes y videos en relación a lo que sucedía. Se podía observar varias vías cerradas y las disputas entre manifestantes y policía en distintos puntos de la ciudad de Quito y del Ecuador. En la tarde, llegó la disposición de salir temprano a casa, debido a la dificultad de encontrar transporte. Regresar a casa fue una odisea. Había muchas calles cerradas donde estaban escombros y en algunos casos algún objeto quemándose. La gente se transportaba como podía.

En las noticias de la televisión se hacía referencia al paro como un acto violento pero menor, minimizando su magnitud. Muchas personas comenzamos a experimentar incertidumbre. No sabíamos en que terminaría todo esto.

El día siguiente fue muy parecido al primero. Mientras los noticieros, como medio oficial de información, minimizaban el paro y reprochaban este hecho, las redes se inundaban de fotos, videos e historias en relación al paro y la violencia con la que se lo estaba reprimiendo. También había un gran número de noticias falsas que hicieron difícil discernir cual era la verdad de toda la conmoción que se vivía y cada vez se acrecentaba. El movimiento indígena se sumaba al paro y estaba camino a la ciudad.

Había mucha incertidumbre sobre lo que pasaría. Circulaban las fotos de los escuadrones policiales organizándose para recibir al movimiento indígena que se dirigía

a la ciudad. Las imágenes de la policía alistando todo su personal e implementos nos llenaban de nerviosismo y de miedo, sin saber lo que sucedería. Finalmente, el movimiento indígena entró tranquilamente a la ciudad.

No fue hasta el cuarto día que, finalmente, me dispuse en avanzar hasta el sector de la Casa de la Cultura y las Universidades Salesiana y Católica, ya que ahí se habían instalado los “lugares de paz” donde llegaron las personas del movimiento indígena. Fue mi primer acercamiento a la “zona de conflicto”. Al llegar, mi asombro crecía. Mucha gente se dirigía allí mismo y lo que ví sobrepasó mi expectativa. El sector del Ejido y el Arbolito era un campo de batalla. Del lado norte había mucha gente por todos los lugares posibles, a medida que avanzabas a la Asamblea encontrabas pequeñas barricadas hechas con piedras, adoquines y tierra. A lo lejos, se escuchaban explosiones y ruido de la protesta y enfrentamientos. El humo que se venía desde el sector de la Contraloría nos impedía ver mucho más allá de eso. Todo el ambiente tenía un olor a gas.

Los siguientes días pasé en la Universidad Salesiana apoyando con los espacios asignados a mujeres, niños, niñas, y adultos mayores. Con la ayuda de algunas amigas comenzamos a hacer una red de información para saber cómo se encontraba la gente en los distintos refugios y alberges, debido a que la desinformación también comenzó a crecer en redes sociales. Los medios seguían sin transmitir mucho de lo que sucedía sobre el paro y las protestas, solo mencionaban que había algunos lugares donde existieron bloqueos y enfrentamientos. No obstante, los medios tradicionales no fueron una herramienta a la que podíamos acudir para saber qué sucedía. Había otro panorama distinto en la televisión que en las calles. El Gobierno y los medios insistían en decirnos

que este paro ya terminaba (o ya mismo) y que era menor de lo que parecía. Existía una gran incertidumbre de no saber exactamente qué sucedía.

Los días transcurrían irregularmente. Las jornadas laborales se veían reducidas, lo que me permitía en la tarde avanzar hasta las universidades y comunicarme con mis amigas y compañeras con quienes cada vez más nos organizábamos mejor para estar presente en los distintos puntos de alberge y estar pendientes la una de la otra, por seguridad.

Un día recibimos el video de los chicos que cayeron de un puente en San Roque. A pesar que no se veía bien el momento en que cae, verlos tendidos y totalmente inmóviles en el piso era suficientemente desgarrador. Videos como este rodaban por todas las redes, mientras el Estado mediante los medios oficiales comenzó a identificar las noticias falsa y en casos como lo sucedido en San Roque relatarlo como un hecho delincuencial. Policías persiguiendo a saqueadores. A la mañana siguiente, en el ascensor del trabajo, escuché que unas chicas hablaban del video de San Roque y se referían al muchacho que cayó por el puente como un “vándalo”, que se “merecía lo que pasó”. Luego me enteraría que este chico tenía una discapacidad y algunos rockeros decían conocer a este chico de conciertos y el ambiente de la cultura urbana rock/punk quiteña.

Recuerdo que las últimas noches fueron las peores. A pesar de la desinformación, los chats eran los espacios donde más flujo información había, esto sumado a la poca cobertura de los medios de comunicación tradicionales. Existió muchas alarmas que a varias personas nos puso atentos y desvelados por ver si realmente eran verdad. Recuerdo que dos noches pasé revisando y verificando noticias

de desalojos y ataques a albergues donde compañeras también se encontraban. Esto se sumó al toque de queda que se decretó para la noche en la llamada “zona cero” que no logró disminuir las explosiones y gritos que se escuchaban. Una noche, un fuerte sonido de “bum” nos alertó tanto que una compañera fue a la Casa de la Cultura a verificar si todo estaba bien. Luego, los medios oficiales nos dijeron que fue había sido producto de la detonación de un tanque de gas por parte de unos “vándalos”.

A pesar que circulaba por el sector, no todos los días me acerqué al parque del Arbolito y el Ejido de cara al centro, que era donde se libraban las manifestaciones. Al entrar a esa zona te daba una sensación de que cualquier cosa podría pasar, especialmente cuando veías policías de por medio. Una vez incluso fui atemorizada por un grupo de indígenas que en tono de burla decía que me revisarían a ver si era infiltrada, lo que para mí fue una forma de acoso. Ya era habitual escuchar de personas que entraba a las universidades buscando comida y refugio momentáneo, hablar de la batalla que libraban, algunos con orgullo otros con mucha indignación, también con desesperación cuando sus familiares no aparecían.

El día jueves, 10 de octubre, sucedió algo que me pareció inédito. Habían muchos rumores sobre supuestos secuestros de policías y periodistas en la Casa de la Cultura. Lo que no imaginaba es que de pronto en un momento de la mañana los canales de televisión comenzaron a transmitir en vivo, lo que el comentarista en estudios de Teleamazonas llamó: “un acto obligado por temer por su vida”. Se podía observar que en el interior de la Casa de la Cultura se llevaba a cabo una Asamblea del Movimiento Indígena en la cual mostraron a los policías “secuestrados”. También era

muy claro el rechazo de los presentes a los medios de comunicación tradicionales. Luego que se cortara la transmisión, los canales volvieron a su programación regular. No sería hasta la emisión del medio día donde hablaría nuevamente de este hecho y del ataque al periodista Freddy Paredes de Teleamazonas. En las calles aledañas a la Casa de la Cultura, una persona le lanzó una piedra a la cabeza del periodista dejándolo inconsciente. Los medios no tardaron en decir que todo era culpa del movimiento indígena.

El penúltimo día fue más caótico. Cuando se decretó el toque de queda desde las tres de la tarde en toda la ciudad, la gente se alteró. Muchas personas nos enteramos mientras estábamos en la calle. Al conocer esta disposición estatal la gente empezó a ver dónde tendría que pasar ese toque de queda, el que apenas anunciaron con una hora de antelación. Recuerdo que nos separamos, algunas personas se quedaron en las universidades y los albergues mientras otro tanto nos dispusimos a buscar donde podríamos pasar el toque de queda, por la premura de la medida y el poco tiempo que esta nos daba para volver a casa. Terminamos alrededor de 15 compañeras en la casa de otra amiga, mientras con mucha incertidumbre revisábamos nuestras redes sociales en búsqueda de más información.

Nosotras nos quedamos en la Floresta, donde aún se escuchaban sonidos de explosiones y el paso de los helicópteros. Esto sumado a las grandes nubes de gas que se veían en el centro. A pesar de que muchas personas estábamos preocupadas por la falta de información, al prender la televisión no vimos nada relevante. La programación seguía como la habitual e incluso se transmitía dibujos animados, algo que nos frustró aún más.

Nos enteramos que en la noche habría un cacerolazo en rechazo al toque de queda e inmediatamente nos preparamos para participar en él. Fue sorprendente oír a la hora pactada que el cacerolazo se realizaba en toda la ciudad. No se veía gente en la calle debido a la prohibición de circular. Sin embargo, se escuchaba las cacerolas en todas las casas. Duró varios minutos el evento. Luego, poco a poco, se comenzó a ver gente saliendo de sus casas acompañadas de sus tapas de ollas. En la Floresta, la mayoría de las personas se juntó en el redondel, donde siguió el cacerolazo por varios minutos más. Después de un rato, la gente comenzó a dar una vuelta por el barrio superando el miedo a salir que se desarrolló en esos días. Más abajo, en el sector de la Vicentina sucedía algo parecido con un grupo de personas que recorrieron su barrio, en un gesto de tomárselo ante el toque de queda impuesto por el gobierno.

A pesar del toque de queda y su duración, al siguiente día mucha gente ya comenzó a salir de sus casas con tranquilidad. Aún no había transporte ni había muchos carros en circulación. Esto daba una atmosfera de abandono de la ciudad, pero mucha gente ya caminaba por toda la zona. Incluso, algunos negocios abrían sus puertas, aunque con un poco de recelo.

Recuerdo que después de visitar a unas compañeras en las universidades y dejar algo de comida, me dispuse recorrer el “campo de batalla”. Estaba todo destruido, desde las veredas, las gradas, la propia calle, aunque también encontré unos casquillos de balas (supongo que de goma) y latas de los gases lacrimógenos. Para ese momento, ya se había pactado una reunión entre los dirigentes de la CONAIE y el presidente Lenin Moreno. Parecía que todos estaban a la espera de noticias. Mucha gente descansaba en el Parque el

Ejido, incluso, se veía que algunos policías y manifestantes charlaban.

Camino a casa se escuchó y se vio pasar algunos helicópteros y camionetas con militares. Las redes, nuevamente, se encendieron para hablar y especular sobre la reunión entre el Gobierno y el Movimiento Indígena. Lo que no creía se posible era que trasmitirían el diálogo en vivo por la televisión, cosa que sorprendentemente sucedió.

El debate fue algo de lo que no podía dejar de asombrarme a cada segundo. El Gobierno a través del Presidente parecía repetir nuevamente el discurso que habían mantenido desde el comienzo, sobre buscar una compensación. Por su parte, el Movimiento Indígena mediante sus líderes se cerró a otras opciones que no sean la derogación del decreto que imponía la eliminación del subsidio. Finalmente, el mediador de las Naciones Unidas llamó a un receso de “15 minutos” que en realidad duró alrededor de una hora.

En la transmisión final, después de una pausa muy larga que dio espacio a más incertidumbre sobre lo qué pasaría, se informó que se derogaría el decreto en mención. Ante esto, los líderes indígenas ponían fin al paro nacional. Nuestra emoción no podía expresarse. Más aun cuando una amiga nos informó que en el sector del parque el Ejido la gente festejaba y se abrazaba en celebración por lo conseguido.

Un despertar entre libros, mirlos y coladas

José Santiago Andrade Zapata

Director Identidad y Misión

Me adormité en medio de esta masa de gente, en el suelo del coliseo de la PUCE. No recuerdo si fue el 2do o 3er día de acogida. Había velado ya dos días con sus noches y, a esas tantas horas de la noche –o de la madrugada–, mi cuerpo pedía ya un respiro para poder seguir.

La conversación había girado en torno de la comunidad de Cotopaxi a la que pertenecían mis contertulios. De las chacras, de lo que se venía en la comunidad, de la expectativa de si iban o no a negociar, de seguir las noticias que en los chats de wasap que mantenían ellos en la PUCE con otros que estaban en el arbolito o en la Casa de la Cultura.

Ya no me importaba que dos noches atrás, el golpe de olor a humanidad me había hecho verme en una situación de autointerpelación a mi propia capacidad de acoger a mis compatriotas indígenas, a pesar de haber hecho no

sé cuántas misiones sea en Imbabura o en Chimborazo en comunidades indígenas e incluso de haber pernoctado en alguna ocasión de misiones en alguna casa o choza de alguna familia generosa. Ya los años me habían vuelto un tanto “exquisito” por no haber podido soportar el olor de la gente. Y me quedé en mi propia humanidad.

Luego de que me dijeran, compita, venga acomódese por aquí y me hicieran un por donde en una colcha de base y otra para cubrirme, me recosté entre los compitas que, sin esperar apenas, entraron en un sueño de respiración profunda que conjugaba con algún ronquido, más lejano o cercano, que se percibía bajito en medio de una radio o de una conversa borrosa que me invitaba a dormir.

Y dormí. No sé cuánto tiempo fue, sólo me dije a mí mismo que algo de runa he de tener y que qué me hago el “exquisito” si mi propio cuerpo, mi lengua, mis gustos de comida y hasta mucha de mi coloquial manera de ver el mundo son el legado de esta parte del tejido humano que es mi país. Me sentí acogido. Me sentí parte de aquel grupo con quienes apenas en una conversa de no más de una hora me habían invitado a ocupar un por donde y sumarme a la gran cama de 1300 personas que ocupaban, cansadas, el suelo y graderío del coliseo de ésta, mi U, que ahora estaba transformada en albergue de acogida humanitaria y zona de paz.

Paz es lo que que me arrulló en el trecho de sueño, hasta conciliarlo y despertar. Paz de ver un pueblo entero empeñado en una causa de la que yo mismo ahora, entraba en otra esfera de comprensión. El descubrimiento de mi propia runaridad en cuanto –sin más– aceptaba en este compartir el lecho entre compas –ellos y ellas– y participar del sueño

común de la protesta. Qué digo la protesta, de la caminada de comunidad que me demostraban siglos de cohesión, de apego a la tierra, de entenderse y construirse como tales.

La última imagen de mi vigilia me remitió a la zona de Imantag cuando, hace más de 30 años, me acogía un manantial donde niños jugaban en el agua, usando con sus madres lavanderas. El básico kichwa que había aprendido en los cursos de la lengua conforme el pensum de la carrera de Antropología que tiempo después terminaría dejando para abrazar otra ruta de vida.

Como nunca sentí acogida, pertenencia, sentido. Y abracé el sueño, me acomodé lo mejor que pude y tornado en mi costado me dejé descansar.

Paz.

Los mirlos fueron haciéndose más presentes entre las toses y algún bostezo testigo del fin de la madrugada.

Me levanté despacio, parecía como si hubiera dormido la noche entera. Me tocaba turno de monitoreo de albergues y vituallas.

Salí del coliseo, con el alma rebosada de paz y me fui contento a mi oficina de la Dirección de Identidad y Misión que acogía un nutrido grupo de voluntarios en algunas de sus salas para descansar y relevar a otros en la mañana.

En el trayecto, las cocinas bullían de actividad, entre el desayuno venidero, los caldos nocturnos y los secos de pollo de la noche o madrugada, lo que veía en dicho espacio era una comunidad de lucha y otra de acogida. Ellos, los compañeros y compañeras indígenas en representación nuestra y nosotros como anfitriones apostando al puro sentido de

reciprocidad. Como cuando alguien llega y te pide quedarse, porque tú alguna vez te quedaste allá en su casa. Fue eso.

Ya en mi oficina de director, estaban Milena y Maí, junto a Felipe y Gabriel, mi compañero Roberto, mi compañera Caro. Así, con todos ellos participamos, junto a tantos otros voluntarios, en este centro de acogida humanitaria y zona de paz donde lo que marcó fue una mirada distinta de lo que una institución puede hacer y está invitada a hacerlo.

Un jarrito de colada, un pan de los cientos de las donaciones, fueron un suministro de energía que, luego de engullirlo, junto al saludo y conversa breve con algún voluntario fueron suficientes.

La DIM fue acogida de la acogida. Voluntarios rotaban en sus espacios para poder descansar. Vibró con jóvenes generosos de alma grande y compromiso alegre y entregado que iban rotando de turnos y apoyando fuera de programa a otras y otros, desde el centro de acopio, a la cocina, al cuarto de ropa y cobijas, al control de la basura y el manejo de desechos, a la comunicación interna y externa para dirigir, organizar relevos y atender y atendernos y cuidaros entre todos.

También sentí miedo, vernos literalmente vulnerables a un evento violento que podía tirar abajo la mampara de cristal de nuevo acceso de la 12, hasta ver que de un buen brinco se podía sortear las verjas y estar plantado adentro.

Las voces y llamados a los compañeros de la protesta para pedirles que armen la barricada allá por el Arbolito porque había que mantener libre de amenaza el mismo campus. O como cuando la noche del cordón humano que separó a los antidisturbios de los manifestantes en un tris de un estallido de represión en la esquina de la Veintimilla.

Tejer incidencia en las redes para que saliera al aire la señal de un usuario del FB que tenía su transmisión en vivo con la verdad de la imagen en la que los voluntarios de salud pusieron –literalmente– el cuerpo para cuidar y defender la zona de acogida y de paz.

Las reuniones con el comité de acogida (prefiero llamarlo así al denominado de crisis) y ver cada paso en función de los acontecimientos políticos. El accionar de aproximar a las partes al diálogo, al tiempo de mirar el curso de la operación de acogida en todos sus frentes; salud, socorro, fisioterapia, psicología, atención alimentaria, de vestido, de vituallas, de apoyo a las comunidades que habían traído sus propias cocinas de campaña.

Y los voluntarios que aparecieron principalmente de la PUCE pero que, entre amigos, referidos y otras universidades también apoyaron.

Esta clase duró como 6 días con sus horas completas. Aprendimos todos. Nos miramos en otro registro y rol, sencillamente nos encontramos y le apostamos a encontrarnos fuera del acartonamiento de la academia, y de los roles clásicos de una universidad.

El concierto de cacerolas fue el colofón de todo. Los acodes huecos de peroles y marmitas golpeadas por quienes nos seguían en redes y wasap podían articular una melodía de paz.

La habíamos conseguido, le habíamos apostado a la gente… y ese concierto –así espontáneo y libre– cerraba el tiempo de la violencia. Misas hubo donde huéspedes y voluntarios asistieron con ánimo orante y con mucha devoción pidiendo por la paz y el diálogo y porque cese la violencia.

A la mañana siguiente un ritual andino era el Dios le pague por acoger a tanta gente, por mediar, por apostarle al cuidado y al diálogo, a la acogida al vernos juntos en todo, en todo.

Fue encontrar nuevos amigas y amigos en aquellos jóvenes vibrantes, fuertes, y generosos, en mis colegas que asistieron y se convocaron –a nadie se obligó a nada–. Quien quería sumarse, se juntaba, registraba y listo: a trabajar.

Y, así, cuando la oportunidad lo permitía, decenas de personas, desde pocos víveres hasta cargas enteras de alimentos dejaban en nuestra bodega. Hubo abundancia a base de la generosidad de la población.

Compartir un caldo, un café, o un refrigerio de pan con plátano. Esto era más que suficiente para poder encontrarnos: reconocernos en una misma tarea que nos modela.

El albergue nos acogió a todos. Nos brindó calidez, encuentro, seguridad, cura y cuidado. Y esa fue la mejor lección que aprendí de la mano de mis estudiantes y de muchos voluntarios: colegas, autoridades, gente que se unió. Nos llenamos de humanidad.

Mi vida en la U es distinta. Seguimos decantando esto como parte de nuestra historia y a mirarla y transitarla desde allí, desde el cuidado, la acogida y la entrega, para construir la justicia, la paz y la reconciliación. Eso hicimos.

Epílogo

Diego A. Jiménez Bósquez

«No pretendemos defender nuestras equivocaciones, pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de quedarnos de brazos cruzados –y no hacer nada–por miedo a equivocarnos» P. Arrupe, SI.

En la tradición filosófica de occidente existe una larga e importante reflexión en torno a los sentimientos y la sensibilidad como puntos de partida de la filosofía política y de la ética. Es comprensible que este tipo de reflexiones no gocen de mucha fama en nuestro medio, más aún en ambientes académicos en los que se suele mirar y juzgar con algo de desdén este tipo de reflexiones y aportes. En suma, los sentimientos morales y la sensibilidad como motivos de reflexión aún tienen mucho camino que andar en la empresa de hacerse un espacio en una academia colonizada, casi absolutamente, por la idea de que las únicas formas válidas son las de las ciencias duras y los hechos, nada más que los hechos.

El lector, llegado a este punto, ya tendrá varias conclusiones posibles sobre lo leído. A ellas, yo quiero agregarle una que, en mi criterio, marca el tono y el hilo conductor de los relatos que tenemos entre manos. Y es que, visto desde cierto ángulo, la voz de octubre es también la piel de octubre. Me refiero a la piel en tanto sensibilidad, que es ese lugar que marca nuestro hasta aquí y el único desde donde desde el cual nos está permitido construir puentes con los otros, el mundo, Dios y el infinito… Los autores nos han permitido, entre otras cosas, acercarnos a la que fue su experiencia sensible en el contexto del levantamiento de octubre. En estos relatos hay dos sentimientos que aparecen con una fuerza mayor: la indignación y la compasión. No pretendo con esto ningún tipo de reduccionismo, pero considero que bien podríamos estar de acuerdo en que son la indignación y la compasión los sentimientos sobre los cuales se organizan las letras y las razones que dan forma a este discurso.

La experiencia de indignación está en la base misma de lo que significa vivir en un estado de derecho, con instituciones garantes de los derechos fundamentales y relaciones de convivencia armónicas, orientadas a la promoción de la paz y la promoción de la justicia. Indignarse significa leer el agravio moral a otro como una afectación que merece ser rechazada. Y este rechazo se da no solo porque haya afectaciones a ciertos intereses o porque se amenace cierta forma de ser de la realidad. Sentimos indignación porque en nosotros anida esa suerte de esperanza normativa que de alguna manera nos impide quedarnos de brazos cruzados. Indignarse no solo es confiar en que el agravio puede repararse, es también estar dispuesto a luchar para que esto se consiga.

Junto a la indignación hay otro sentimiento moral igual de importante en la piel de octubre. Se trata de la compasión

o solidaridad; a la cual la tradición inglesa se refiere como simpatía. La compasión en la tradición liberal no tiene nada que ver con aquello de sentir el dolor del otro en uno mismo, o como propio. No. Más bien, en la medida en que es absolutamente racional, se trata de una reacción que se origina en el reconocimiento de que la situación de agravio moral que otro padece, al agente mismo, no le afecta. La compasión no se produce porque haya dolor en primera persona, sino porque el agente moral es capaz de reconocer que aquel dolor y sufrimiento que el otro padece no son justos, bloquean sus legítimos derechos de florecimiento y la injustica que sufre no puede tolerarse. La compasión la sentimos porque nos constituye cierta elemental empatía que nos moviliza frente al dolor ajeno. En este sentido, sean cuales sean nuestras circunstancias, en el fondo, nuestra naturaleza humana siempre alberga la posibilidad de la compasión en el sentido aquí descrito.

Compasión e indignación están en la piel de quienes aquí nos han contado sus experiencias concretas. Estas dos emociones no son irracionales; más bien, como todas, tienen un contenido cognitivo que merece ser reconocido y desentrañado. Esas razones que subyacen a esta emocionalidad son la base sobre las cuales cobra sentido el papel de la PUCE en tiempos de transformación social y crisis. En este tipo de experiencias se puede ver reflejado aquel imperativo ignaciano que modela la praxis educativa de tradición jesuita: formar jóvenes comprometidos, compasivos, competentes y consientes.

Como lo dice la idea que abre este epílogo, no se trata de justificar nada. Con esta publicación, tan solo estamos dando testimonio, cuenta y razón de que somos una comunidad académica que no se paraliza por miedo al error.

Como todos, no estamos libres de equivocarnos. Pero esa contingencia no ha sido un motivo para no asumir como propias las demandas de los menos favorecidos, excluidos y vulnerables. Y este hecho da suficiente testimonio de la misión de la PUCE en el contexto nacional.

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