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Profecías - Mila Martínez
from GM 109. LBT EMAKUMEAK: sororitatea eta feminismoa / MUJERES LTB: sororidad y feminismo
by gehitu
20 PROFECÍAS
Sujeto las gafas de protección sobre la frente, a riesgo de que las partículas de polvo y arena, que permanecen permanentemente suspendidas en el aire, se me metan en los ojos.
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Necesito comprobar algo y los gruesos cristales me dificultan la visión. Más allá de la densa capa contaminada que se abre ante mí, me ha parecido distinguir una luz. Los rayos del sol se filtran a duras penas a través de ese irrespirable manto en el que, desde hacía unos años, se había transformado la atmósfera. Era la prueba irrefutable de la estupidez del ser humano.
Mi abuela me lo había advertido cuando tan solo contaba seis años. Recordaba habérselo oído decir cientos de veces, como un mantra amenazador. “Los hombres van a acabar con la naturaleza, Kenia, ya lo verás. Yo me libraré, porque soy muy vieja y me iré pronto, pero tú lo vas a ver”.
Siempre me he sentido muy unida a ella, una mujer de gran sentido común y capacidad de adivinación que, en ocasiones, daba un miedo terrible. De algún modo, me legó su don. Suelo presentir las cosas —sobre todo las que van a influir de manera determinante en mi vida— segundos antes de que ocurran.
Lo noto en las plantas de los pies, en forma de cosquilleo que va ascendiendo por mis piernas, como si millones de hormigas enloquecidas hubieran decidido escalar por mi cuerpo.
“Los océanos se arrojarán sobre la tierra y lo que el agua no cubra, se convertirá en un erial donde no emergerá ni una brizna de hierba...”. Eso decía mi abuela, provocando que tuviera pesadillas por las noches. “Pero no te preocupes,
Kenia, tú sabrás sobrevivir en medio del desierto. Y en ese desierto encontrarás dos zafiros que te iluminarán el resto de tu existencia”. Nunca supe a qué se refería. De aquellas predicciones malditas hacía más de cuarenta años. Lo que sí resultó cierto fue que aprendí a subsistir en medio de la desolación. Poco tiempo después de esas profecías, pude constatar que la actuación del ser humano había conseguido hacer realidad el terrible vaticinio; la pesadilla se desplegaba ahora ante mis ojos. Contemplo el yermo desierto que se extiende hasta donde la vista abarca. En otro tiempo, aquel paraje seco estaba repleto de frutales. En el pasado había sido testigo de cómo el verde y el naranja se disputaban el paisaje de la región, de cómo la primavera diseminaba el azahar a lo largo de kilómetros, logrando sublimar los sentidos de quien se expusiera a su fragancia. Pero ahora ya no queda ni un ápice de verde, ni naranja, ni azahar, ni primavera, en este páramo arenoso donde el polvo y la tierra se confabulan para volver el aire denso, enfermizo. Me llevo la mano instintivamente a la mascarilla que me cubre la boca y la nariz. Nadie se aventura por aquellos parajes sin la protección adecuada. Ajusto mi gorro, ya que parece querer escapar del viento insano que lo envenena todo. No recuerdo qué fue primero, si la subida del nivel de las aguas o la sequía. Ya hace más de veinticinco años que no cae ni una gota del cielo. Al principio, las playas comenzaron a quedarse sin arena tras los temporales, que se sucedían de manera continuada. Recuerdo que, cuando tenía unos diez años, el agua llegaba ya hasta el paseo marítimo de Valencia, la que había sido mi ciudad. Un año después, el mar comenzó a anegar el barrio del Cabañal. Las noticias hablaban de que aquello estaba sucediendo en todas las costas del mundo. A pesar de las medidas que se desplegaron en las cumbres internacionales para detener el cambio climático, todo llegó demasiado tarde. Cuando el agua comenzó paulatinamente, pero sin pausa, a invadir la ciudad, las familias optaron por soluciones des-
esperadas negándose a abandonar sus hogares. Cual Venecia, ciudad mítica que, cumpliendo todos los pronósticos, se había hundido finalmente en el mar, los habitantes de Valencia comenzaron a comprar pequeñas embarcaciones, o incluso a construirlas, utilizando sus propios muebles. Durante un tiempo algunos comercios lograron sobrevi vir trasladándose a plantas más altas donde no alcanzaba el agua. La producción de alimentos en las ciudades costeras había desaparecido tras ser arrasados los campos y huertas por el mar y, por tanto, se importaban los productos de las comarcas del interior. Sin embargo, todo eso cambió con la sequía persistente. Ya no fue posible cosechar ni encontrar comida para tanta población y lo peor llegó cuando las ciudades fueron incapaces de mantener el suministro de agua con la salubridad adecuada, lo que provocó epidemias y miles de muertos. Los hogares se fueron despoblando con rapidez y los supervivientes emigramos en masa hacia las provincias interiores. Mi abuela tenía razón cuando anunciaba que la vida tal como se conocía hasta ese momento iba a cambiar radicalmente. La electricidad, el carburante, la televisión, internet y las redes sociales... todo aquello que siempre había formado parte de la civilización imperante en aquellos años, había desaparecido a causa de las continuas tormentas eléctricas y las inundaciones, devolviéndonos a la mísera Edad Media. Las ciudades fueron deshabitándose y quienes habíamos logrado sobrevivir al vandalismo, al hambre y la sed, a los ataques de la naturaleza desatada y a las enfermedades, nos agrupamos en pequeños núcleos lejos del avance de las aguas, en lugares devastados pero que logramos revivir, a modo de oasis, con la ayuda de personas capaces de adaptar la existencia a las nuevas circunstancias. Una de esas personas soy yo. Influenciada por los presagios terribles de mi abuela, me dediqué a formarme en algunas disciplinas que posibilitaran la supervivencia. Entre otras cosas, estudié ingeniería agrónoma y ciencias químicas, lo que me había permitido montar una pequeña población donde nos dedicábamos a cultivar lo necesario para
autoalimentarnos. Ante la inexistencia de agua potable, debo adentrarme diariamente en un peligroso desierto donde hordas desperdigadas asesinan a la primera de cambio a quien posea algo que se pueda comer o beber. Incluso se han dado casos de canibalismo. Conduciendo un vehículo que funciona con energía solar —la cual es asfixiantemente abundante—, me toca atravesar todos los días los páramos desérticos para llegar hasta las zonas anegadas de agua, llenar un sinfín de recipientes y luego regresar a mi comunidad y convertir ese líquido en algo apto para el consumo y el riego. Me ha costado muchos años organizar una comunidad que sintiera como mi auténtica familia. En el momento actual, nuestro grupo está constituido por veintiuna personas: quince adultos y seis niños, y todos vivimos en un pequeño poblado oculto con el fin de no ser asaltados, desprovistos de nuestras escasas pertenencias y, probablemente, asesinados. Diez de los adultos ya vivían emparejados cuando constituimos nuestro núcleo y con ellos llegaron los seis niños. Las otras dos parejas surgieron con el tiempo. Yo soy la única integrante de nuestra comunidad que sigue sola, pero no me importa. Mi cometido es arriesgado y prefiero conservar mi independencia, aunque debo admitir que, en ocasiones, sufro la lacerante quemazón de la soledad. Utilizo la mano a modo de visera. El resplandor que vislumbro tras la neblina me pone en alerta. Poca gente se atreve a adentrarse en esta zona y suelen ser asaltantes desesperados en busca de algo que llevarse a la boca. Mi todoterreno está lleno de garrafas de agua todavía sin tratar, pero ellos no pueden saberlo. Palpo el exterior de mi pierna para constatar que sigo llevando el machete dentro de la funda atada alrededor del muslo. En efecto, al alejarme de mi transporte y avanzar hacia la etérea luz, compruebo que no era un espejismo. Allí había otro vehículo. Me coloco de nuevo las gafas para protegerme del viento cargado y me aproximo con sigilo. La densa atmósfera y mis ropas terrosas me mantienen a salvo de miradas acechantes. Ya estoy muy cerca. La luz interior del coche me permite distinguir a dos personas. Una de ellas es una niña de unos seis años. La otra, una mujer de edad indefinida. Desenvaino el machete y grito a escasos metros de la puerta del conductor. << ¡Fuera!>>. No puedo fiarme de nadie. La mujer sale con los brazos en alto. << ¡No vamos armadas! No nos hagas daño, por favor. Mi hija y yo estamos buscando un lugar donde vivir. Nos hemos perdido>>. Con la mano libre, me quito las gafas. Entonces lo descubro. Al tiempo que el inquietante cosquilleo de la planta de los pies asciende frenético por mis pantorrillas, la voz de mi abuela me reverbera en la mente: “... Y en ese desierto encontrarás dos zafiros que te iluminarán el resto de tu existencia”. Contemplo a la mujer con fijeza. Cuando baja los brazos y me mira, recibo el impacto de los ojos más azules que hubiese visto jamás. Un disparo directo al corazón, perpetrado por dos zafiros que me suplican clemencia. Se la concedo, cómo dudarlo. Y, con ella, mi vida entera.
Mila Martínez. Nació en Valencia y allí estudió la carrera de derecho. Es autora de una serie constituida por No voy a disculparme, Tras la pared, Autorretrato con mar al fondo, La daga fenicia (Premio Fundación Arena de narrativa LGTBQI) y Regreso a Eterna. Ha participado en algunas antologías de relatos y sus últimas novelas son Mis noches en el Ideal Room, La esencia y 22.
Alicia Caboblanco, pintamonas entre Madrid, Barcelona y Tarragona. Instagram:@aliciacaboblanco