A GALERAS A REMAR. LA VIDA COTIDIANA EN LAS GALERAS ESPAÑOLAS DE LOS SIGLOS XVI Y XVII

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A GALERAS A RE MAR MARCOS SAMPER


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© De la Edición: Guadarramistas Editorial/ A.S.C. © De los texos: El autor Imagen de portada: The Battle of Lepanto. Autor desconocido. National Maritime Museum Greenwich of London

COPYRIGHT Este libro, con todo su contenido, está protegido por la legislación de Propiedad Intelectual vigente. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse, almacenarse o transmitirse por ningún procedimiento fotográfico, mecánico, reprográfico, óptico, magnético o electrónico, sin la autorización expresa y por escrito de los autores y editores.

ISBN: 978-84-945082-4-0 Depósito Legal: Impreso en España/Printed in Spain COORDINACIÓN Y EDICIÓN: Isabel Pérez MAQUETACIÓN Y DISEÑO de PORTADA: Equipo de diseño de Guadarramistas Editorial

EDITA:

Guadarramistas Editorial/Historia


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ÍNDICE PRÓLOGO

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La escuadra de galeras en el Mediterráneo y la Armada del Mar Océano La pena de galeras. Se necesitan galeotes Ya estamos condenados. ¿Y ahora qué? El traslado a puerto El reclutamiento y el embarque en la galera Una compleja administración El mando de la galera. El capitán y el piloto La chusma: los esclavos La chusma: buenas boyas y galeotes El temido cómitre Los hombres de guerra Marinería y oficios La alimentación Enfermedad y remedios La vestimenta Disciplina en galeras Descanso y diversiones El capellán y las prácticas religiosas Alojamiento en la galera La vida sexual Animalejos, bestezuelas navegantes, olores y otras menudencias Las otras galeras, las de mujeres Cervantes, Don Quijote y los galeotes La más alta ocasión que vieron los siglos Un soldado llamado Miguel de Cervantes

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NOTAS BIBLIOGRAFÍA

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PRÓLOGO

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i hay una batalla que cualquier español al que se le preguntara sería capaz de nombrar, es la de Lepanto. Sin duda, es ésta la que vendría a su memoria. Un momento histórico enclavado en el reinado de Felipe II en el que Miguel de Cervantes participó, sufriendo heridas de las que estuvo a punto de perder la vida y donde perdería la movilidad de su brazo izquierdo, quedando para la posteridad como “el manco de Lepanto”. Quizá sean menos conocidos los pormenores de aquella confrontación y el hecho de que se tratara de un encuentro naval, en el que todo el protagonismo lo adquirieron unas embarcaciones muy peculiares, las galeras. Lepanto fue el momento culminante para ellas, quizá la última gran batalla de galeras que conoció la Historia. Auténticas prisiones flotantes, las galeras se impulsaban principalmente con el esfuerzo de lo que entonces se denominaba, despectivamente, la chusma, formada por esclavos, algunos hombres libres o buenas boyas y otros condenados por la justicia, los galeotes. Hombres que en muchas ocasiones expiraron en el banco de boga mientras un oficial, el cómitre, azotaba sus espaldas para conseguir más velocidad, ya fuera para atacar al enemigo o para huir de él. La galera, dueña del Mediterráneo, sirvió como barco de guerra durante un largo período de la Historia. Heredera de antiguas embarcaciones romanas y griegas, las de los siglos XVI y


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XVII eran en sí mismas pequeñas ciudades flotantes, donde hombres libres, soldados, infantes de los Tercios, esclavos, galeotes, marinería, oficiales, capellanes, cirujanos y pasaje convivían en un estrecho espacio, en condiciones inimaginables para una mentalidad del siglo XXI. En esta obra que la editorial Guadarramistas me ha permitido llevar hasta el lector, he centrado mis esfuerzos en dar a conocer cómo era la vida de todos aquellos seres humanos, dando prioridad a sus vidas, aunque de forma inevitable, ellas estaban ligadas a su momento histórico y a él he prestado la atención debida. Los reclutamientos de soldados y marineros, los motivos por los que se podía acabar condenado a remar en galeras, el traslado a los puertos de las cadenas o colleras de galeotes, previa estancia en presidios, su alimentación y vestimenta, sus enfermedades, el sexo, el descanso, la religiosidad, los castigos y la forma en que se luchaba cuando se entraba en combate son objeto de esta aventura. Piratas argelinos, naves otomanas, esclavos a los que se cortaba narices y orejas para escarmiento y estigma, peticiones de rescate y corrupción entre oficiales también se dan cita en este texto. Una vida dura, increíblemente penosa, con pocos instantes de sosiego y siempre bajo la amenaza de los enemigos o de los propios compañeros, sin lugar para la solidaridad, la clemencia o la compasión. El “infierno abreviado” como lo definió algún literato del siglo XVI.


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CAPÍTULO 1

La escuadra de galeras en el Mediterráneo y la Armada del Mar Océano

“La mar no es tan bien acondicionada para que ose entrar en ella por voluntad, sino por necesidad; porque el hombre que navega, si no es por descargo de su conciencia ó por defender su honra, ó por amparar la vida, digo y afirmo que el tal, ó es necio, ó está aburrido ó le pueden atar por loco. La mar es muy deleitosa de mirar y muy peligrosa de pasear”. (Antonio de Guevara, 1539) No era Antonio de Guevara (1480-1545) un amante de la mar. Ni siquiera haber nacido en Cantabria le hizo dejar de aborrecer cuantas penurias pasó a bordo de una galera, aunque no fuera en ella como remero o galeote, sino formando parte del pasaje de las escuadras de galeras que Carlos I envió a las campañas de Argel e Italia. Obispo de Mondoñedo, cronista del Consejo del Emperador, su libro titulado El arte de Marear sigue siendo una fuente de recursos para conocer la vida en las galeras, unas embarcaciones herederas de los birremes y trirremes romanos, que los venecianos recuperaron y transformaron en el siglo XIII, y que protagonizaron, principalmente, en el mar Mediterráneo, la estrategia naval de los reyes de España durante los siglos XVI y XVII.


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Hasta el siglo XVIII, el término navío se usó para designar cualquier tipo de nave: galeras, galeazas, naos, galeones, bergantines o carabelas. De entre todas ellas y, para el período histórico que analizamos en esta obra, principalmente los siglos XVI y XVII, las galeras, galeazas -más grandes que las galeras y más artilladas-, naos y galeones son los navíos más representativos. Las primeras, aunque no de forma exclusiva, porque también se empleaban en las proximidades de las costas cantábricas, eran, como ya hemos anticipado, dominantes en el mar Mediterráneo, un mar de aguas relativamente calmas en primavera y verano, donde la fuerza humana de los remeros era capaz de mover la nave. Un mar, también, acosado por la piratería. El peligro que para las costas mediterráneas suponían los piratas berberiscos y el enemigo otomano, requería de una especie de policía, lo que hoy día llamaríamos “guardia costera”, que vigilara cada punto vulnerable de la costa. Aunque la galera llevaba artillería y, como tal, podía realizar acciones de ataque, no era una nave ideada para hundir al enemigo. Su mayor capacidad era la de sorprender con su agilidad a las naves contrarias. La fuerza del remo permitía una gran maniobrabilidad e incluso la posibilidad de actuar cuando el viento no era capaz de mover sus ligeras velas. Del mismo modo, ante una situación adversa, los hombres remaban hasta la extenuación para poner a salvo a la embarcación y sus tripulantes o, si se daban las condiciones, embestían con su proa preparada al efecto con un largo y resistente espolón, a las naves enemigas para iniciar el abordaje, en el que los hombres de guerra transportados se emplearan en el enfrentamiento, cuerpo a cuerpo, con toda la energía y eficacia propia de los Tercios españoles. Era la galera una embarcación principalmente ligera y veloz, con pocos cañones, cinco situados en la proa, en la llamada corulla, una construcción acasamatada -en forma de tienda de campaña-, que entre otras funciones servía par albergar la artillería. Hasta mediados del siglo XVI cada remero o galeote movía un remo, sistema denominado “a tercerol”, pero a partir de ese momento y hasta el siglo XVIII se impuso el sistema de la galocha, mediante el cual varios galeotes, normalmente cuatro dispuestos en un mismo banco, movían un enorme y pesado remo con asas dispuestas para ser asidas por cada uno de ellos. Los bancos se si-


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tuaban a babor y estribor, uno detrás de otro, de forma transversal a un pasillo central o crujía, adoptando la forma de las espinas de un pescado. Entre ambas filas, la crujía discurría más alta que los bancos de boga. A mediados del siglo XVI, una galera ordinaria contaba con veinticuatro bancos de tres remeros, cada uno de los cuales gobernaba su propio remo. En el último tercio del XVI, las galeras tenían veintiséis bancos y cuatro remeros en cada uno de ellos, manejando, como ya hemos apuntado, un único remo de gran talla denominado galocha. Esta variación fue debida, básicamente, al reforzamiento de la artillería de la nave, más pesada a finales de siglo por el uso de cañones de bronce, y al mayor número de soldados u hombres de guerra que transportaba. La fuerza empleada por los galeotes lograba mover a una velocidad máxima de entre 4 y 6 nudos -10 usando velas- las 300 o 500 toneladas -dependiendo del tipo de galera- que pesaba uno de estos navíos de poco calado, de aproximadamente 50 metros de eslora y 8 de manga. Unos 60 metros de eslora, 9 de manga y mayor calado tenían las galeazas. La mayor parte de las galeras eran construidas en las Atarazanas de Barcelona por maestros de la madera y el hierro catalanes, en colaboración con genoveses y otros llegados desde los astilleros de Guarnizo en Cantabria. En el Atlántico, el “Mar Océano”, las embarcaciones se servían del viento para poder llevar a cabo las largas travesías hasta las Indias. Es el feudo en el que las naos y los galeones adquieren el protagonismo. Las galeras no estaban preparadas para aguas bravas, ni la resistencia de los galeotes podía soportar prolongadas empresas. En el siglo XVI se denominaba nao a la embarcación de alto bordo con castillo de proa y altas estructuras. Las naos se empleaban para la navegación de altura, utilizando como modo de propulsión exclusivamente la vela. Más pesadas y lentas que las carabelas, dominantes un siglo antes, poseían una buena capacidad de carga que se complementaba bien con piezas pesadas de artillería sobre sus cubiertas, lo que las convertía en navíos idóneos para el transporte de mercancías. Las había de diferentes tamaños, con un peso de entre 100 y 500 toneladas. Las más ligeras, al igual que las carabelas, se empleaban para tareas de exploración, mien-


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tras que las más pesadas eran las elegidas para la carga y el transporte. Algo más cortos de eslora que las galeras, unos 42 metros, pero un poco más anchos de manga, 10 metros, el peso de los galeones oscilaba entre las 400 y 700 toneladas. Hay que tener en cuenta que un mayor tonelaje implicaba la imposibilidad de acceder a puerto, de hecho la mayoría de estas naves tenían como destino Sevilla, tras pasar por la dificultosa Barra de Sanlúcar, una barrera arenosa que había que salvar con mucha destreza, además de otras dificultades que presentaba el Guadalquivir hasta la capital sevillana, para lo cual, un peso superior a las 400 toneladas implicaba tener que dejar el navío alejado de la costa y transportar las mercancías en embarcaciones ligeras haciendo más laboriosa, lenta y costosa la empresa. Se estima que desde comienzos del siglo XVI hasta mediados del XVII, naufragaron el 9 por ciento de los buques entre el río y la Barra de Sanlúcar, y ello fue el motivo por el que el Puerto de Indias se trasladara paulatinamente de Sevilla a Cádiz, hasta el año 1717 en que Felipe V ordenó que la Casa de la Contratación se trasladase definitivamente a la capital gaditana. A cambio de perder la seguridad y las buenas comunicaciones que ofrecía un puerto interior como Sevilla, se evitaron los problemas de navegación que suponían los bancales arenosos y las marismas del Guadalquivir. A pesar de todas las conocidas dificultades que una larga travesía marina ofrecía, para muchos españoles llegar a las Indias era un sueño. Innumerables riquezas y una nueva forma de vida esperaban tras el océano. Siguiendo a Cesáreo Fernández Duro1: “Deslumbrados los españoles por las maravillas que oían referir del Nuevo Mundo descubierto por Colón, olvidaron su antipatía por el mar; en masas considerables se acercaron a la costa, instados por la codicia, y sacrificando lo que poseían, colmaron las naves, con la esperanza de tropezar a cada paso de la tierra ignota con Atahualpas y Moctezumas. Los buques que hasta entonces habían servido para el cabotaje -navegación de puerto a puerto sin alejarse mucho de la costa- se consideraban buenos para una travesía larga, y la emprendían osadamente, sin cartas, sin instrumentos, sin víveres suficientes (...)”.


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La piratería y el persistente acoso de los rivales españoles deseosos de hacerse con las ganancias obtenidas en las Indias, lo que ingleses, franceses y holandeses llamaban, “la buena fortuna de los españoles”, supuso reiteradas pérdidas económicas que, por supuesto, también afectaban a las arcas del emperador. Ello determinó que en 1522 se instituyese una Armada para la defensa de los navíos de la Carrera de Indias en los mares del Poniente, frente a los corsarios franceses, medida reafirmada y fortalecida en sucesivas órdenes de 1526, 1536, 1543, 1552 y 1564, que obligaban a realizar los viajes formando flotas de al menos diez naves con su correspondiente artillería y unas estrictas normas disciplinarias para quienes tuvieran la tentación de alejarse de la formación. También se estableció la jerarquía de los mandos, la forma de reclutar a la marinería y las derrotas que debían seguir las flotas. Cada una de ellas estaba formada por naos y galeones, cuyos propietarios o contratistas habían solicitado la expedición para la Carrera de Indias. Las naves iban escoltadas por galeones de la Armada bien provistos de cañones, y todo ello bajo el mando de un general, el encargado de la nao capitana y un segundo jefe, un almirante que dirigía la nao almiranta. Un veedor, contadores y maestres de plata contabilizaban la mercancía. El gobernador tenía bajo control a la artillería y un capellán se dedicaba a los oficios religiosos. Todo ello se fundamentaba en una política de asientos o contratos. Felipe II impuso el sistema de asientos o contratación para la Armada del Atlántico, pero no hizo lo mismo respecto a las galeras. A diferencia de su progenitor Carlos I, decidió en política de galeras prescindir de los asientos, construyéndolas o adquiriéndolas directamente, asumiendo la Corona su mantenimiento. Hay que tener en cuenta que la construcción de una galera suponía un coste inferior al de un galeón y, además, muchas eran apresadas y confiscadas al enemigo haciendo aumentar la flota de forma gratuita. Sin embargo, y por lo que se refiere a los galeones, la situación era diferente. La madera de roble y el hierro con que se construían se encontraban con facilidad en España, pero no se podía decir lo mismo de todos los pertrechos necesarios para equiparlos, cuyo coste suponía la mitad del precio total de la nave. Como señala Fernando Serrano Mangas2:


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