SU SANTIDAD PECADORA

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Su Santidad pecadora Secretos de los papas de Roma

MartĂ­n SacristĂĄn Tordesillas


© de los textos: Martín Sacristán Tordesillas © de las ilustraciones: Olga OC © de esta edición: Ángel Sánchez Crespo / Guadarramistas Editorial

COPYRIGHT Este libro, con todo su contenido, está protegido por la legislación de Propiedad Intelectual vigente. Ni la totalidad ni parte de este libro pueden reproducirse, almacenarse o transmitirse por ningún procedimiento fotográfico, mecánico, reprográfico, óptico, magnético o electrónico, sin la autorización expresa y por escrito de los autores y editores.

ISBN: 978-84-945082-0-2 Depósito Legal: M-3419-2016 Impreso en España/Printed in Spain COORDINACIÓN y MAQUETACIÓN: Isabel Pérez ILUSTRACIÓN de CUBIERTA: Olga OC DISEÑO de CUBIERTA: Ángel Armisén

EDITA:

Guadarramistas Editorial/Historia


ÍNDICE PRÓLOGO

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1. El primer papa, 445 años después de San Pedro

15

2. Los primeros obispos de Roma: ni tan santos, ni tan mártires, ni tan papas

22

3. Ignorantes, sexualmente relajados y antipapas

27

4. Dámaso: sexualmente activo, mundano y papa por una batalla campal

32

5. Y el emperador romano creó al papa a su imagen y semejanza

37

6. Disturbios, asesinatos, política y sobornos: habemus papam

43

7. Si hay oro, hay papado

47

8. Sobornos, venenos y mujeres que eligen papas

53

9. No copularás, pero sí reinarás

59

10. La reconquista del papado por los clérigos de Roma

65

11. De papa a rey

73

12. Si Constantino nos lo donó, San Pedro nos lo bendiga

80

13. Papas a los que se arrancan los ojos y corta la lengua

85

14. Roma saqueada por los musulmanes, y sexo en los monasterios

92

15. Envenenadores, casados, homosexuales, guerreros y otras filias papales

99

16. Cuando las putas gobernaron Roma, I

107

17. Cuando las putas gobernaron Roma, II

113

18. Juan, el último papa de la pornocracia

119

19. Y Juana fue papisa

126


20. Más juanes, usurpadores y brujos

133

21. Nariz de puerco, el papa niño, el que se compró el cargo... y el que lo vendió para casarse

141

22. Reformémonos, pero sólo por un tiempo

147

23. El gran genocida

154

24. Gregorio IX, el promotor de la hoguera

161

25. Inocencio IV el torturador

167

26. ¿Es que ya nadie quiere ser papa?

173

27. Antes que decidir, morir

179

28. Brujos y nepotistas

184

29. El santo y el monstruo

190

30. El papado a la francesa

196

31. Los vicepapas: sangre y terror en Italia

203

32. Tú en tu sede, yo en la mía

210

33. No hay dos sin tres

216

34. Renaceré de mis cenizas

223

35. Un primer Borgia, un pornógrafo y un promotor de carnavales

231

36. Por fin te has muerto

238

37. El promotor de las brujas

243

38. El ascenso del papa papá

248

39. Cuando Borgia intentó reformar la Iglesia

254

40. Borgia el monstruo

259

41. Julio II el Terrible

264


42. Un verdadero Médici

270

43. Y Roma fue saqueada por los bárbaros. Otra vez

276

44. El papa de las bragas

283

45. Hagamos cardenal al mono y después, todo el mundo a la hoguera

289

46. Del Médici al verdugo, y del verdugo al sanguinario

294

47. Todos ahorcados y en galeras o quemados

299

48. De los bárbaros Barberini a la papisa Olimpia

305

49. El gran declive

311

50. Ciudadano pontífice, Pío, VI, y último

319

51. Un tiempo para restaurar

325

52. Y un tiempo para perder

330

53. Y al final, sólo papa

335

54. Hasta la reforma tiene un límite

341

55. Germánicos de nuevo

347

56. El regreso del inquisidor

352

BIBLIOGRAFÍA

356


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PRÓLOGO

Trono, cruz y espada La tradición grecorromana nos habla de Damocles, cortesano impertinente que importunaba continuamente a su rey, diciéndole que ocupar esa posición era disfrutar de todas las ventajas a que puede aspirar un hombre. Para demostrarle que no era así, el monarca le invitó a sentarse en su trono, y puso sobre él una espada, colgada de un frágil pelo de caballo. Para que Damocles sufriera lo que siente en verdad quien tiene la responsabilidad del poder sobre sus hombros. Como aquel soberano, los papas de Roma tienen sobre su espalda no sólo la responsabilidad de representar a Jesucristo, sino de gobernar los aspectos materiales de una institución, la Iglesia, y de un estado, el Vaticano. Es una labor nunca exenta de contradicciones y polémicas, que sólo puede comprenderse en su plenitud atendiendo a tres tradiciones intelectuales, habitualmente enfrentadas entre sí. La de los católicos, que defienden la cabeza de su Iglesia, la de los protestantes que la atacan como opuesta al verdadero cristianismo, y la de los anticlericales, que la identifican con el origen de muchos de los males de la humanidad. Este libro bebe de las tres corrientes, basándose además, casi de forma exclusiva, en tratados escritos en inglés. Porque a este idioma se han traducido los más relevantes estudios de italianos, franceses y alemanes, además de los propios anglosajones, la mayoría de los cuales no se han publicado aún en nuestra lengua. Por esta razón el lector encontrará en Su Santidad pecadora una novedosa historia del papado, con datos aún desconocidos para los hispanohablantes aficionados a la Historia. Pero esta no es, en ningún caso, una mera lista de papas con sus vicios, sucediéndose en el tiempo como ocupantes del trono de


10 San Pedro. Es sobre todo un acercamiento a las épocas históricas que han caracterizado cada siglo, desde el 0 al XXI. Sin comprenderlas, siquiera en su generalidad, tampoco los papas pueden ser entendidos del todo, en su doble condición de gestores públicos y referentes morales. No por ello ha dejado de atenderse en Su Santidad pecadora ese concepto al que Miguel de Unamuno llamaba intrahistoria, y que me gusta traducir, en la divulgación histórica, como “cotilleo”. Que es, admitámoslo, una de las partes más sustanciosas de la Historia. Los detalles a los que tan poca atención prestan los historiadores revelan, a veces, más de los hombres que ocuparon el trono de San Pedro, que el análisis de sus papados. Es singular al respecto el caso del papa Sotero, que ordenó mujeres para que impartieran sacramentos. Una idea impensable en la Iglesia de hoy, tomada para alejar a sus sacerdotes de la tentación. Y no es para menos, porque tenían que bautizar a las fieles sumergiéndolas, completamente desnudas, en una piscina, y envolviéndolas después con un lienzo blanco. Resulta más difícil comprender porqué el mismo convivía en su residencia con dos jóvenes discípulas, pero estas son las contradicciones propias del papado. También es fundamental conocer, muchos siglos después, el melindroso carácter de un maestro de ceremonias llamado John Burchard. Enamorado de la pompa y la etiqueta, sigue un riguroso diario, donde apunta sin pudor que el nuevo hijo del papa Alejandro VI Borgia se cría en los apartamentos papales. O donde se refiere, con fina ironía, al asesinato de cierto camarero papal, asegurando que “ha sido arrojado al Tíber contra su voluntad”. Si entendemos las melindres de este funcionario, comprenderemos mejor porqué el papa Julio II falsificó algunas de sus páginas para narrar una falsa orgía llevada a cabo por los hijos del papa Alejandro en el Vaticano. Es precisamente la unión de tradiciones antagónicas la que permite atisbar la verdad entre los verdaderos pecados que los papas cometieron en vida, los que se les atribuyeron, y los que son mero fruto de la propaganda. Si el pontífice Juan XII tenía, como denunciaron sus contemporáneos, dos mil caballos en sus cuadras, es impensable que los alimentara con higos mojados en vino, porque se hubieran puesto enfermos. Ahora bien, si como demuestran los documentos actuaba en su condición original de príncipe, antes que


11 en la adoptada de papa, no puede extrañarnos que tuviera un harén. Tal era la costumbre entre los grandes monarcas europeos del siglo X, en aparente imitación de los califas musulmanes. Protestantes y anticlericales encuentran en pontífices como éste el sustento de sus más ácidas críticas, extendidas a toda la institución de la Iglesia Católica, y a cuantos la han gobernado. Los pensadores católicos, por su parte, suelen poner el foco en otros aspectos de los papas menos polémicos, o usar las circunstancias históricas como justificación permanente de su conducta. Bajo los estudios de estas tres tradiciones intelectuales subyace una cruda verdad: muchos papas se cuentan entre los más grandes pecadores de la historia humana. Y lo son porque además de líderes espirituales, están obligados a ser políticos. A ninguno de nosotros nos sorprenderá que reyes y emperadores de todas las épocas hayan tenido legiones de amantes, cometido abusos sobre sus súbditos, o inducido a asesinar a sus oponentes. El ejercicio del mal por parte de quienes nos dirigen está documentado desde los orígenes de la humanidad. De la primera civilización conocida, la sumeria, conservamos un poema narrativo, fechado entre el 2.800 y el 2.500 a.C., que nos habla ya de la tiranía, personificada en el rey Gilgamesh. Pero esta sencilla aceptación del pecado en otras monarquías se hace inaceptable en el trono de San Pedro, especialmente si reconocemos en los papas a los representantes de una religión cuya característica más acentuada es su doctrina moral. Concretada por Cristo en el amor y la entrega al semejante, incluyendo la renuncia al egoísmo y el sacrificio personal. Cómo no acusar a los papas de ser los mayores hipócritas cuando con su gobierno contradicen flagrantemente este postulado. Ese sería, tal vez, el objetivo de un tratado de ética, pero desde luego no el que persigue este libro. Su Santidad pecadora no es un libro más sobre lo malos que fueron los papas. Hay mucho de ello, porque así ha sido su historia, pero en estas páginas se pone sobre todo de relieve esa obligación irrenunciable, y común a todos los pontífices, de actuar como líderes políticos. Recordemos que Maquiavelo definió la política como la necesidad de actuar en pro de los intereses del reino, y no de la moral. Y lo hizo inspirándose en el hijo de un papa, César Borgia. Y


12 acordémonos también que en la única ocasión en que fue elegido un pontífice absolutamente moral desde el punto de vista cristiano, tuvo que renunciar. Celestino V se sintió totalmente abrumado por la evidencia de que era imposible seguir los mandamientos de Jesucristo y gobernar a la vez la Iglesia. Él mismo así lo reconoce en sus diarios. El resultado de este enfoque es una historia amena y rigurosa, que proporcionará al católico creyente una relación de hombres que no hubieran debido ser papas, o al menos que no actuaron como tales. También el resto de cristianos, ateos, agnósticos y anticlericales, leerán en él una relación objetiva y bien documentada de abusos, en que basar, con rigor, sus críticas. Ahora bien, aquí no se han recogido las fáciles leyendas que llenan los libros menos rigurosos. Por muy atractiva que sea la vida sexual o financiera de los papas, la realidad histórica distingue a cada uno de ellos. Quienes afirman que el gran reformador Gregorio VII fue amante de Matilda de Canossa desean ignorar que tal rumor partió del trono francés. Y que su rey había sido obligado por el papa a esperar en camisa tres días, en pleno invierno, el perdón papal. Pero tampoco es admisible que no haya ni una sospecha sobre la relación entre Pío XII y la monja Pascualina Lehnert, que convivieron desde que el pontífice tenía 31 años, y ella 23, y que después gobernaron la Iglesia, juntos en Roma, hasta la muerte de él. En suma, este no es un libro para escrupulosos, ni un tratado para difamadores. Pretende acercarse a la verdad, admitiendo que ésta, en una materia como la Historia, siempre es revisable. Quien lo lea disfrutará conociendo cómo los papas de Roma no son comprensibles sin su curia, sin las órdenes religiosas que los han apoyado, y sin los vicios a que no pudieron o quisieron renunciar. Quizá el lector concluya, como Dante, que hay que ubicar a unos en el Infierno, y en el Purgatorio a otros, y sin duda también en el Cielo a alguno. Pero más allá de esa personal interpretación, que como autor respeto y promuevo, Su Santidad pecadora es el testimonio de que cuando a un hombre se le entrega el poder, y los recursos financieros para ejercerlo, difícilmente llegará a ser venerado como santo. Porque mandar sobre los hombres, poco tiene que ver con Dios, o con su Hijo.


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Clérigo representado en la Iglesia de San Clemente de Letrán, Roma, siglo IV d.C. Ropas talares Este fresco de la Iglesia de San Clemente de Letrán recrea la ropa habitual de los altos funcionarios en el Imperio Romano del siglo IV, y también el modo en que debieron vestir los primeros obispos de Roma. La túnica clásica blanca, de una pieza, se viste encima de otra, con forma de vestido, dotada ya de mangas, y cuyo tejido incluye bordados y decoración multicolor. Tal moda, conservada desde entonces, es el origen de las actuales ropas ceremoniales usadas por los clérigos en la misa.


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CAPÍTULO 1

El primer papa, 445 años después de San Pedro

Las primeras comunidades cristianas surgidas después de la muerte de Jesucristo se organizaron en torno a la figura de unos sacerdotes que fueron llamados, en todo el Imperio Romano, papas. El término estaba tomado del equivalente papá, común a las lenguas latina y griega, y se entendía en su acepción de tutor, de guía espiritual. Sólo más tarde se comenzó a llamar a los papas obispos, y pasaron siglos antes de que se propusiera la idea de una sola cabeza en la Iglesia Cristiana, superior a todas las demás, y con sede en Roma. Una propuesta totalmente ajena a las tradiciones cristianas, que surgió por una necesidad política de los emperadores, y a la que después se le encontraría justificación teológica. En los inicios del cristianismo, la traslación de los preceptos generales dejados por Jesucristo a una doctrina homogénea y accesible a todos los fieles, se hacía mediante puestas en común de sus líderes. Imitando el modelo de los doce apóstoles, los seguidores del Mesías que aún vivían, o los discípulos de éstos, iban dando forma a la nueva religión. Las discrepancias se ponían en común, y las decisiones doctrinales eran discutidas, y aceptadas, por todos los “papas”. Pablo de Tarso, por ejemplo, influyó decisivamente en que los apóstoles Pedro y Santiago el Justo admitieran a los no judíos -gentiles sin circuncidar- en el cristianismo, abriendo la doctrina a cualquiera. Pero fue necesario un concilio, o reunión de obispos-papas, para decidir si Jesús se había pronunciado en ese sentido.


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Tales reuniones comenzaron a ser difíciles para los cristianos en cuanto comenzaron las persecuciones imperiales. Incluso la comunicación entre obispos encontraba grandes limitaciones. Hay que esperar al año 311 para que el emperador Galerio permita a los cristianos volver a sus iglesias, recuperar sus bienes y libertad, y reemprender su culto, siempre y cuando no alteren el orden público. Hasta entonces el conjunto de obispos tiene una influencia limitada sobre sus ciudades y provincias, pero les resulta casi imposible decidir sobre la doctrina adoptada en urbes alejadas o en provincias vecinas. Ello les lleva a que cuando el emperador Constantino, en el año 313, emita el Edicto de Milán, permitiendo a cualquier romano elegir su religión, incluida la cristiana, esta doctrina se halle dividida en dos grupos, los arrianos y los católicos. Constantino se enfrenta como emperador a un problema que dura ya siglos en su imperio, y es la disgregación. Los territorios romanizados han evolucionado cultural e históricamente de forma independiente, creando sociedades muy distintas entre sí, que difícilmente pueden compartir unas leyes comunes y un sólo poder gubernamental. Incluso el latín ha dejado de ser homogéneo y comprensible en todas las provincias, y sólo en su versión clásica, de lengua oficial, se mantiene como idioma universal. En estas condiciones le es muy difícil mantener bajo su autoridad a los grupos sociales que lideran y administran su sociedad, cada uno de los cuales sigue, además, una religión diferente. Las legiones compuestas por soldados romanos practican el culto a Mitra. Los generales bárbaros, fundamentales para defender los territorios con sus ejércitos de mercenarios, el cristianismo arriano. Los funcionarios ricos de las ciudades, y los comerciantes y banqueros, el cristianismo católico. Los terratenientes urbanos de las provincias, el culto tradicional y politeísta romano. En realidad Constantino sólo necesita a las legiones y al grupo de funcionarios y banqueros para su organización administrativa y política. Y quiere ser capaz de unificarlos para que su imperio se sostenga. Con este objetivo en mente, convoca el Concilio de Nicea del año 325, cuyo objetivo fundamental es unificar a arrianos y católicos. De las cuatro religiones mayoritarias, quiere hacer que el cristianismo sea la preponderante, para que así los grupos a los que necesita sean elevados a los más altos puestos políticos y militares de su imperio.


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Detrás de todo ello hay una realidad objetiva, y es que ni Constantino, ni ningún emperador, pueden ya gobernar sin contar con los obispos. Porque además de líderes doctrinales lo son ahora de comunidades financieras. Las basílicas cristianas han desplazado en su papel bancario a los antiguos templos paganos, que desde la civilización egipcia han funcionado como entidades de custodia y préstamo. Reciben donaciones de los fieles, cobran por sus servicios religiosos, venden amuletos e ídolos -en el caso cristiano imágenes, medallas y cruces-. Están ubicadas en las principales ciudades romanas, en las que el comercio y la artesanía genera mucha riqueza, y además han atraído a las grandes familias adineradas a su culto. En el tiempo de Constantino llevan al menos cien años siendo económicamente muy importantes. De hecho, la persecución a cristianos del año 257, promovida por el emperador Valerio, tiene un único fin: arrebatarles los bienes y sanear con ellos las arcas públicas. Los mismos obispos de tiempos de Constantino son hombres de gran influencia, que se tratan habitualmente con altos funcionarios, banqueros, comerciantes, y artesanos ricos. Por tanto son la clase social que sostiene al imperio. En el siglo IV perseguirlos es tanto como atentar contra la propia construcción imperial. El emperador Galerio, que durante todo su gobierno organiza importantes persecuciones, firma el Edicto de Tolerancia de 311, admitiendo el fracaso de intentar frenar el cristianismo. Lo que en realidad está admitiendo es que esta represión tiene un efecto muy pernicioso para la administración y el sostenimiento de su estado. Y es un cambio fundamental, porque desde que Octavio Augusto, hijo de Julio César, iniciase el Imperio Romano, éste se había basado en una clase de terratenientes rurales que explotaban los campos en base a esclavos. Ahora esos terratenientes se habían empobrecido, pero no por contar con colonos -un equivalente a siervos de la gleba- en vez de esclavos, sino porque la economía romana ha pasado de ser rural a un modelo pre-capitalista donde la base económica son las ciudades. La religión de los terratenientes rurales, el politeísmo romano, y sus templos con escaso poder financiero, ya no son relevantes. Las basílicas cristianas de las ciudades, sí. Pero además de la unificación que Constantino busca en el Concilio de Nicea, quiere también que la propia Iglesia Cristiana se administre de manera homogénea, para evitar la disgregación que


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lleva sufriendo desde sus mismos inicios. Algunas comunidades cristianas han hecho interpretaciones doctrinales luego consideradas inadmisibles. Los ebionitas negaron que Jesucristo naciera de una virgen o que fuera divino. Los cerintianos imaginaron para los santos resucitados un reino terrenal pleno de placeres sexuales y gastronómicos. Los cristianos gnósticos sumaron los fundamentos de la filosofía gnóstica a esta religión. La razón de estas interpretaciones está asociada a una tradición cristiana establecida desde el mismo momento de la Resurrección de Cristo. El Espíritu Santo baja sobre sus discípulos, les otorga el don de lenguas, y les quita el miedo, de tal forma que se convierten en apóstoles de la predicación por todo el mundo. Las primeras comunidades cristianas asumen como algo natural que cualquiera de sus miembros se pueda sentir inspirado por ese mismo Espíritu Santo, y se convierta en predicador. El obispo, como papá-tutor, vigilará que no se desvíen de la doctrina fundamental. Aunque a veces ellos mismos creerán acertada una cierta interpretación de esos iluminados, dando origen a comunidades con una creencia separada. Las herejías. Para añadir dificultades a la homogeneización del cristianismo, Cristo había dejado las bases de una predicación generalista, que se transmitía de forma oral, y que tardó al menos dos siglos en ponerse por escrito de forma homogénea. Para entonces era difícil determinar qué parte de los Evangelios escritos u orales era transmitida, y cuál inventada. Los obispos, una vez más, tomaron decisiones en común, que son aceptadas como válidas. Pero incluso hoy el Nuevo Testamento presenta contradicciones. Pablo de Tarso, por ejemplo, habla en sus cartas de que se ha encontrado con Santiago el Justo, hermano del Señor1. También en la Biblia cristiana se llama a menudo a Jesucristo rabí, rabino o maestro, un equivalente a sacerdote. Y la ley judía que imperaba en Judea en el año 0 establecía que nadie podía ser rabino si antes no estaba casado. Los primeros cristianos no tendrían dificultad en admitir que Cristo tuviera esposa y hermanos, aunque hoy sea una idea herética. Y lo es porque así lo decidieron los obispos de los siglos II, III y IV. La misma adoración a santos o tradiciones muy implantadas tiene a veces un origen apó1. Gálatas 1, 19, Nuevo Testamento por Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga Cueto, O.P., Biblioteca de autores cristianos, Madrid 1974


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crifo. Se supone que San Cristóbal cruza al niño Dios a hombros para pasarle un río, y tal episodio está ampliamente reproducido en cientos, o miles, de obras de arte. Y sin embargo en 1969 la Iglesia Católica Romana decidió que lo más probable es que tal episodio no hubiera acontecido nunca. También el que los reyes magos sean tres tiene su origen en el Evangelio de la Infancia de Tomás, apócrifo. Es el emperador germánico Federico Barbarroja quien trae sus huesos desde Tierra Santa, después de una de las Cruzadas. Y como objeto de culto son veneradas en la Catedral de Colonia. Pero la Biblia oficial no nos habla de ellos. En suma, el cristianismo es una religión que evoluciona poco a poco, y toma su forma actual debido a los obispos de los primeros siglos. Sus discusiones teológicas tienen muy poco sentido para una mentalidad romana como la del emperador Constantino. Su religión clásica era interpretable, cambiante, y poco dada a las elucubraciones que desarrollaban los filósofos. Había que adorar a los dioses, y la vida ultraterrena era tan sólo un reino de sombras. El cristianismo enfrentaba en cambio un problema inherente a su creencia. Para alcanzar la vida eterna en el Paraíso, objetivo último del creyente, era fundamental interpretar bien la doctrina y cumplirla, o jamás se resucitaría, yendo además al Infierno. El emperador dejó ese aspecto del Concilio de Nicea a los obispos, centrándose en lo que verdaderamente le importaba: cómo gobernarían esa Iglesia, que él estaba dispuesto a aceptar como ligada a su idea de imperio. Habían acudido más de 300 obispos, y posiblemente no estuvieran todos los existentes. ¿Cómo ponerlos de acuerdo a todos? Alguien tenía que ser el superior jerárquico, capaz de imponer soluciones en caso de interminables disputas. Y así se dictaminó. A los papas-obispo de Constantinopla, Alejandría, Roma y Antioquía, se les llamó patriarcas -superlativo de papa- otorgándoles una supremacía doctrinal sobre todos los demás. Así, si surgía alguna duda interpretativa en el futuro, ellos la zanjarían. Su número no es casual, pues el gobierno romano venía basándose desde hace tiempo en una tetrarquía de cuatro césares y un emperador. Las ciudades episcopales elegidas eran, además, las capitales de las cuatro grandes áreas del imperio del siglo IV. Constantino había logrado influir decisivamente en la administración de la iglesia cristiana, dándole forma romana. Pero en ningún momento del año 313 se propuso la idea de que pudiera


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existir un papa, un superior, pues ese papel correspondería, en última instancia, al emperador Constantino. El propio obispo de Roma, que había enviado a sus delegados, ni siquiera estaba presente. Y en todo caso, la idea aún era ajena a la tradición cristiana, que ya tenía trescientos años. El emperador parece haber cambiado su punto de vista en el año 381. Para entonces el Concilio de Constantinopla ya sólo reconoce dos obispos de jerarquía superior, el de Roma y el de Constantinopla. También esta vez este cambio responde a la necesidad política imperial. Constantino gobierna en ese momento un imperio bicéfalo, con dos capitales, y dos territorios. En la parte occidental, con capital en Roma, se habla latín, y sus territorios están amenazados por las invasiones bárbaras. En la parte oriental se habla griego, y los territorios se mantienen estables sin guerras de importancia. Sin embargo, en este concilio aparece por primera vez una conclusión, de origen teologal, que ya apunta a la supremacía absoluta del futuro papa. Basándose en las palabras de Cristo en el Nuevo Testamento, “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, y “lo que ates en la Tierra quedará atado en los Cielos”2, los obispos interpretan que el Señor entregó el liderazgo a San Pedro. Y como éste fue obispo de Roma, debe ser su sucesor quien mayor preeminencia alcance sobre los cristianos. El emperador, por su parte, no atiende tal matiz, quedándose conforme con que su religión mantenga la misma bicefalia que su imperio. Porque de hecho necesita a los dos obispos, al romano y al constantinopolitano. El primer obispo de Roma reconocido como papa es, en el año 445, León I el Magno. Y para entonces, la situación ha cambiado radicalmente en el Imperio Romano. Su territorio se ha divido en dos, Occidente y Oriente, con un emperador distinto en cada parte. El occidental, Valentiniano III, ha perdido sus provincias de África, Britania -actual Gran Bretaña- y gran parte de Hispania y la Galia. Necesita que los líderes políticos y administrativos del resto de sus territorios se mantengan fieles a él, o lo perderá todo. Como la corte se ha trasladado a Rávena, y Roma no es más la capital, su obispo, León I, ha adquirido mucha importancia en la administración de la ciudad. Para tenerlo de su parte, Valentiniano III dicta el decreto de 2. Mateo 16, 18-20, ob. cit.Nuevo Testamento


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su supremacía sobre todos los obispos cristianos. Pero como decreto, es una legislación que sólo rige en su lado imperial, y los patriarcas orientales, bajo mando de otro emperador, se niegan a aceptarlo. La cuestión no llega a ser resuelta entre obispos orientales y occidentales, porque en el año 476 el Imperio Romano de Occidente desaparece definitivamente, disgregado en una serie de reinos bárbaros. El obispo de Roma es ahora súbdito del rey hérulo Odoacro, e Italia es un territorio independiente. Por tanto, la cuestión de que deba existir una cabeza indiscutible de la Iglesia Cristiana ya no tiene sentido, pues no hay realidad administrativa para sustentarla. No por ello los obispos de Roma dejarán de reivindicarla, sostenerla y defenderla hasta el día de hoy.


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