guardagujas 25

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La muerte es mujer. No la mujer, no una mujer. Simplemente es mujer. Se lava el cabello todas las tardes, en un riachuelo cercano a su cabaña.

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tzimol

mayo 2011 / No. 25

Don G. / Bájense los chones III

merilyn cortez m.

L

a lluvia ha dejado de caer, pero el frío sigue en aumento, sólo este aire húmedo nos queda y la neblina que cada vez es más espesa. Hoy mis huesos amanecieron enmohecidos. Yo digo que son los días que se dejan caer en mi cuerpo, como reprochándome que poco a poco los esté abandonando. Pero quién quiere quedarse aquí. Todos un día se van, yo no voy a ser el único que se quede aquí. No señor. Dicen los que velan la noche, que allá detrás del primer cerro que envuelve el valle, por allí merito se jalan todos lo que dejan el valle; se van pasada la media noche, dizque para que nadie vea en sus caras la vergüenza y la desesperación. Yo sólo sé que aquí no hay nada más que viento, y el viento me ataranta los pensamientos, como recordándome que aquí me voy a morir, en este lugar de los mil judas. Cuando la neblina se va, allá a donde ya no es valle, no sólo el insoportable calor aparece, también lo hace la ceniza, y abunda en donde quiera, y viene volando al valle para quedarse atrapada en los rostros de los que todavía respiramos, como recordándonos que somos ya, desde ahoritita difuntos. Por eso yo prefiero morir de rete harto frío, a sentir una vez más los rayos del sol mordiendo mi cuerpo, como allá detrás del segundo cerro que envuelve el valle. Por eso damos gracias a que la lluvia cae, peor fuera que esa ceniza blanca siguiera carcomiendo la piel. La noche me cae hecho bolita frente al fogón. Veo cómo poco a poco el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Y sigo enrollado, tratando de calentarme con lo poquito que queda de fuego. Mi amasita jala una silla pa arrejuntarse conmigo. Trae cargando unas tortillas frías untadas con grasa de

puerco; lo que aún queda de cuando todavía echábamos a andar allá, detrás del tercer cerro que envuelve al valle. Será mejor que atontemos el hambre con esto, porque no habrá más por muchos días. Mi amasita me convida una de sus tortillas, chasquea los dientes de frío, cerquita de mí, frente al fogón, y ve cómo poco a poco el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Su bonito rebozo ya es una jerga gris y roída, parece que el tlacuache se lo hubiera comido, apenas le ayuda a disimular el calor. Allí estamos los dos, viendo cómo el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada, con las últimas llamas que el día nos dio. El sonido del viento se hace macizo, como recordándonos nuestra desgracia. Y me da miedo, mucho miedo. Acurrucado en el piso, cerca del fogón, recuerdo ver los colores vivos de la llamita en las tardes coloridas y templadas de mi niñez. Amasita no dice nada, sigue ida, parece que ella también recuerda. La última llama se extingue. Todo oscurece y mejor nos hacemos los dormidos. Allí dentro de esa oscuridad nos quedamos. Ahora pensamos, y cada uno piensa en su suerte. El viento sopla fuerte, se llena de enjundia, como diciéndonos que ya pronto se va a acabar. Amasita está dormida, no se mueve. De pronto abre los ojos. Lo sé porque es lo único que brilla en medio de esa negrazón, y a pesar de esa bulla puedo escuchar cómo respira. Ella me mira desde el rincón, y a pesar de que está casi ciega, sé que me mira a mí. Despacito abre los labios, como si en ello se le fuera la vida. Y despacito me dice, como para que no la escuche nadie: ahí viene la muerte, y así, hecha la mocha se levanta, abre la puerta y echa a andar con rumbo al primer cerro.


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