Sobre un sofá, una muchacha que ronda los veinte años lee con avidez Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, la conclusión del universo de Hogwarts
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julio 2011, n° 30
la licnomancia
edmundo gutiérrez martínez
D
esde niña me gustaba perderme en los laberintos dorados de los retablos y sentir inquietud ante la mirada de esos falsos títeres que algunos llaman querubines. Busco y siempre encuentro: vides, flores, carrizos, llagas, ojos de vidrio, terciopelos, parafina y telas de araña. Pero que el lector no se engañe, no profeso ninguna religión, ni siquiera fui educada en una, cuestión que agradezco pues acaso esta neutralidad es la que me permite disfrutar las expresiones plásticas de la fe dentro de las iglesias. Hace unas semanas conocí una edificación nueva, de las más hermosas que he visto. Era una iglesia con olor a bosque, seguramente porque toda ella está acabada en madera: paredes, cielo raso, duelas, bancos, cristos y santoral. Reconfortaba con su temperatura perfecta, con su acústica adecuada, y bendecía las pupilas con su claridad justa para contemplar las formas. Podría uno quedarse ahí para siempre, buscar un nicho vacío y sentarse por toda la eternidad para leer, para observar o simplemente para estar. Debo aclarar que no siento lo mismo en todas las iglesias; no todas poseen la misma “vibra”, pues las hay desasosegadas, grises, frías y, digámoslo, desangeladas. Pero la iglesia de madera es angélica; dentro de ella, el más ateo podría afirmar que ahí se escondió Dios, de todo y de todos. Tal era el silencio dentro de aquella iglesia que fue inevitable escuchar los rezos en lengua de uno de sus visitantes. Observé como él colocaba cierto número de velas frente al santo de su devoción, hincado, y enseguida comenzó a rezar. Su rezo parecía más una conversación con un viejo conocido. No entendí el significado de aquellas palabras, pero traté de entender dónde se guarda esa fe, de dónde surge y cómo es que no se deteriora aunque su depositario pertenezca a uno de los estratos más olvidados de esta sociedad. No tengo dudas, la fe verdadera, esa cosa inasible, es tan íntima que no se obtiene con un simple ritual. Era tanta la belleza del gesto que, por un momento, deseé rescatar al cristo muerto de su ataúd de vidrio, resanar sus llagas y peinar sus cabellos enredados en la corona de espinas. Deseé librarlo de esa imagen de sufrimiento que ha atemorizado y provocado culpas por siglos. Mas luego sentí tristeza al recordar todo aquello que fue sepultado bajo esos símbolos hechos de madera y láminas de oro y óleos bermellón. Imaginé a aquel hombre que rezaba en lengua con sus mismas velas pero en otro templo, o tal vez a campo abierto, leyendo las llamas, maestro de la lictomancia, encontrando respuesta a todas sus preguntas en el movimiento del fuego. Entonces sentí que las llamas de las veladoras se agitaban en los vasos y las de las velas se retorcían como deseando desprenderse del pabilo para quemar toda esa madera pía. Y tuve la certeza de que en esa iglesia barroca sólo yo escuchaba el grito del fuego, pues ya nadie desea escuchar sus respuestas.
Pensé que todas las respuestas habían sido canceladas, lo supe al descubrir dos tallas primorosas de las ánimas del purgatorio. Los torsos, uno de hombre y otro de mujer, me observaban atrapados en las llamas estáticas de madera, rojísimas. Ambos estaban custodiados por capelos de acrílico, para protegerlos del paso del tiempo; como si alguien se empeñara en perpetuar esa respuesta lapidante, la “verdad absoluta” sobre el destino de los pecadores, de esos seres alejados de esta gran iglesia, de aquellos que piensan en lavar los cabellos de una estatua de madera y
en curar el dolor de sus falsas heridas. Vi a una mujer, se dirigió a uno de los altares desde donde una virgen vestida de rosa nos observaba. La mujer se hincó y comenzó a cantar, también en lengua. Su voz era de una dulzura inaudita. Por un momento las llamas todas guardaron silencio. Quise creer que era un ángel enviado para distraerme, para que dejara de pensar que toda creencia se deteriora, como esos lienzos sacros que las polillas devoran en secreto antes de arrojarse al fuego en busca de la respuesta última.