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EDITO por Camilo Rodríguez
Siempre hemos vivido confinad@s y quizás no lo sabíamos. Nuestra propia piel, las cuatro paredes de nuestra mente, una sociedad que solo puede existir en las barreras de la ley y el orden. Para algunos el encierro es una experiencia tan familiar como la soledad. Para otros es terriblemente frustrante; se refugian en el anhelo, hacen pronósticos y planean lo que harán “cuando todo esto pase”. Según el diccionario, el confinamiento es una pena que consiste en enviar a la persona condenada a cierto lugar seguro para que viva exiliada allí en libertad, aunque vigilada por las autoridades. “Exilio en libertad” ¿acaso esa definición no describe la historia de nuestras vidas? ¿Acaso la escuela y el trabajo, la casa y la calle, no operan como centros de control donde nos vigilamos (o nos cuidamos) un@s a otr@s? En El malestar en la cultura, Sigmund Freud mostró cómo la vida moderna nos expone a la frustración; nuestro yo debe contener sus deseos más íntimos (Eros y Tanatos, el instinto de amor y muerte), e incluso algunas de sus necesidades para garantizar el funcionamiento de la colectividad. Dentro de este complejo marco, la experiencia del confinamiento añade una importante variable: nos enfrenta a nosotros mismos, nos obliga a convivir con nuestros propios fantasmas. “Sufrimos más de imaginación que de realidad”, decía Séneca para insistir sobre el poder de nuestra mente para causarnos dolor y provocarnos sentimientos como los celos, el miedo o la ira. Sin embargo, la soledad puede ser también una fuente de paz y serenidad. Al final de su vida, Jean-Jacques Rousseau pasó sus días confinado en el castillo de Ermenonville –sus detractores no dejaban de hostigarlo– y se dedicó a escribir Las ensoñaciones del paseante solitario, una obra autobiográfica que oscila entre el diario íntimo y la reflexión filosófica, y retrata sus reflexivos paseos en los jardines de la propiedad. “El hábito de recogerme en mí mismo me hizo perder el sentimiento, y casi el recuerdo de mis males”, se consolaba el filósofo. Así pues, en medio del confinamiento hay actividades solitarias y aparentemente improductivas como la reflexión y la lectura que adquieren un nuevo sentido. La poeta estadounidense Emily Dickinson, que vivió la mayor parte de su vida encerrada en una habitación, versaba que “para viajar lejos, no hay mejor bote que un libro” y por eso creemos que la literatura, como el confinamiento, nos aísla en el mismo barco, a la espera de llegar a buen puerto.
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