9 minute read

Golfech-la-Morte (français — espagnol) Texte : Geoffrey Martínez Illustration : Marion Louge

v Esta mañana he recibido unos documentos de muy mal gusto. Mi extraño visitante me los ha hecho llegar en una grave impertinencia. Deja una nota donde dice que supo de boca de mi sacerdote mi voluntad de recibir santa sepultura. Pero, y a éste, ¡¿qué le importa?! Ya estoy deseando que me visite de nuevo para arreglar las cosas. Ese hombre no es quien alega, se me hace familiar pero no es mi hijo ni nadie que yo recuerde.

vi Este mensaje es mi única posibilidad de hacer pasar los hechos tal y como van a ocurrir, de eso ya no tengo duda. Mi extraño visitante finalmente me ha revelado sus verdaderas intenciones. Ayer ha venido durante un extraño lapsus. Me encontraba yo dormido padeciendo la más atroz de las pesadillas. Inmediatamente, sentí un llamado y fui despertando lentamente de estos horrores. Apenas pude darme cuenta de mi estado consciente, escuché la voz de mi visitante muy cerca de mi oído. El hombre, pausadamente, me decía exactamente las palabras que yo veía en mis pesadillas. Con un tono de voz controlado y milimétrico, describía con detalle mis terribles visiones las cuales transcribo:

Advertisement

vii el hombre preparaba un cuchillo en la inmundicia de un cuartucho perturbador. Caminaba por oscuros corredores. En la penumbra soledad, estallaba en breves arrebatos de histeria. Sus griticos y carcajadas espantaban el aire. El hombre profanaba el nicho de una tumba en la pared. Sacaba el ataúd contenido en la cripta y lo abría con una extraña mueca en su cara. Sus ojos ardían en expectación. Yo estaba dentro de ese ataúd, mirando con horror cómo él empuñaba el cuchillo con fuerza. Mi cuerpo ya estaba enterrado pues yo ya había muerto, pero era consciente y estaba presente en ese momento. Gritaba en silencio desde mi interior sin poder hacer nada. El extraño visitante acercó el cuchillo a mi cuello y empezó a rebanar con movimientos largos y lentos. Con horror, podía ver cómo aquel hombre separaba mi cabeza de mi cuerpo. Entre palabras entrecortadas y chillidos hundía la hoja en mi piel hasta tocar la garganta. Con estertores serruchó mi cartílago, hundió el cuchillo hasta mostrar las amigdalas, la lengua salió por debajo en toda su extensión. Podía ver, en medio de mi grito silencioso, la hoja del cuchillo separando el último extremo de piel que mantenía mi cabeza pegada a mi cuerpo.

Fin

Octavio R.

GOLFECH-LA-MORTE – Geoffrey Martínez Version Française

« - Centrale ? » … ____________

Il s’apprêtait à sortir de la cuve et l’on comprit d’emblée que quelque chose d’atroce était arrivé : il était blême, et très rouge. Les parties, que tout être humain dans son intime certitude possède, étaient absentes. Et à leur place, dans la longueur, palpitait une cicatrice encore profonde, de laquelle s’échappait un pus éblouissant. Il faisait déjà deux ou trois mètres de hauteur et ne semblait plus constitué que de lumière en bouillon. Ses mouvements diffractaient et lorsqu’il agrippa la faille pour s’en extirper…

Le blanc commençât à manger. Les hautes herbes d’abord, superficielles, l’automne ensuite. Puis le vert, les bords de route, les chemins. La terreur de la matière venait d’acquérir le pouvoir du blanc qui recouvre et qui fige. Et il s’étendait, impur.

Autour de ses mains, des bandelettes étaient disposées, jaunies d’avoir rayonné si longtemps sur les parois de graphite et d’être maintenant au contact de l’oxygène. Sa carcasse, qui ne pouvait plus porter que ce nom, s’extirpa de son tombeau. Puis on ne vit plus rien pendant quelques secondes. L’explosion, que tout le monde avait perçu comme une déflagration secondaire, comme habituelle, avait eu un effet désastreux. Elle L’avait éveillée. Et sans qu’aucun son ne soit perçu sans

qu’Il en soit Lui-même conscient, Il avait invité les cafards à Le précéder dans Sa lente sortie, dans l’appropriation d’un lent trépas à venir.

Sans violence aucune, insidieux, il évidait les poissons, décharnait les sang-chauds, dépigmentait la feuille du chêne et la poussait à se dupliquer. Mal, sans structure. Toute plume tombait au sol et toute texture s’empoussiérait. Les écailles animales ou végétales se figeaient ou fusionnaient avec l’eau. Dans chaque pas, gisaient les copeaux de ce qu’il élaguait par ondes.

Les corps purulaient, la chair, gonflée de cloques et séchée, s’éparpillait. Les yeux avides des voyeurs se vidaient en se répandant. Et les membres de ces démiurges se confondaient maintenant aux siens, impropres à rester la matière. La chaleur de son contact devenait intactile, car c’était une chaleur froide, de l’intérieur de soi, du fond de chaque cellule. Tous s’éloignaient mais tous il atteignait, sans réserve : les enfants, les maris, les boiteux, les vieillards, les ménagères. Et leurs chiens, leurs chats – même emmurés – leurs poissons, leurs brebis, leur bétail.

Les tomates coulaient, le maïs éclatait, le blé en farine se changeait puis se dispersait. Les champs furent soufflés et les barrières et leurs maisons avec. Les industries incapables de se stabiliser implosaient comme des champignons dans une réaction en chaîne que personne n’aurait pu anticiper.

Et le blanc mangeât tout, jusqu’aux racines même des pins rageurs qui, les uns après les autres s’écrasèrent dans la poudre mordante et disparurent.

Et d’autres par la suite le rejoignirent ; avec leurs poignes quantiques et leur chaleur impalpable. Des voisins ou étrangers, qui de leur corps sans sexe et sans corps matraquaient l’atome et réduisaient. On vit alors une armée invisible se répandre à partir des endroits où on leur avait donné naissance, près des fleuves ou sur les littoraux où ils se rafraichissaient, loin des villes. Car naguère, malgré toute la déférence avec laquelle ils avaient été traités, il était apparu qu’on n’avait pu leur accorder qu’une confiance partielle. Dieu que ce fût insuffisant !

Ils s’étaient avancés jusqu’au dernier homme.

Enfin ! Ils avaient dû oeuvrer jusqu’au dernier homme au moins, pour la postérité.

Ce qu’on leur avait fourni, toute la puissance, toute l’insécurité et l’envie, ils la déchargeaient maintenant dans ces rues et dans le froid de l’automne. Mais toujours sans animosité, sans vendetta. On aurait même pu croire, si tout ça n’était pas d’une contingence extrême et belle, que l’attention que leur avait portée ces bipèdes à chair fondante, l’amour que certains des leurs avaient pu leur porter, il le reversait, à leur manière, chaud et froid, et radiaux.

C’était au début de Septembre quand les feuilles perdent leurs arbres. Et nous n’avions rien vu.

Seulement une poignée s’était encombinée, dans des costumes de plastiques blancs mais aucun ne survécut. Car enfin aucun n’avait la volonté de survivre à l’ironie du plastique blanc dans un monde de poudreuse.

Et le monde se figeât dans le rictus pâle du souvenir, dans le mètre et demi de cercueil blanc. Il se figeât.

...jusqu’à nous.

Geoffrey Martinez

GOLFECH-LA-MORTE – Geoffrey Martínez Versión Español

«- ¿Central? » …

Estaba disponiéndose a salir del tanque; y entendimos todos de golpe que una atrocidad había pasado:

era lívido, y muy rojo. Las partes, que todo ser humano, en su certeza más íntima posee, estaban ausentes. Y en su lugar, en el largo, palpitaba una cicatriz aún profunda, de la cual se escapaba un pus cegador. Ya hacía dos o tres metros de altura y parecía concentrado de luz a borbollones. Sus movimientos difractaban y cuando aferró la falla para extraerse…

El blanco empezó a comer. Las hierbas altas primeras, superficiales, el otoño después. Y luego el verde, los bordes de rutas, los caminos. El terror de la materia había adquirido el poder del blanco que cubre y que paraliza. Y se extendía, impuro.

Alrededor de sus manos habían vendas ya amarillentas por haber estado desde hace tanto tiempo en las paredes de grafito y ahora de estar en contacto con el oxígeno atmosférico. Su contenedir, que ya no puede llamarse de otra forma, salió de su tumba. Después no se vio nada por algunos segundos.

La explosión, que todo el mundo había percibido como una deflagración de secundaria, como era costumbre, había resultado en un efecto desastroso. Lo había despertado. Sin haber hecho ruido, sin ser consciente de su influcia, había invitado a las cucarachas a acompañarle en su lenta salida, en la apropiación del tránsito lento que venía.

Sin violencia, insidioso, vaciaba los peces, descarnaba a los de sangre caliente, depigmentaba la hoja del roble y la forzaba a duplicarse. Mal, sin estructura. Toda

pluma caía al suelo y toda textura se empolvaba.

Las escamas animales o vegetales se paralizaban y fusionaban con el agua. En cada paso yacía las virutas de lo que podaba con ondas.

Los cuerpos purulentos, la carne hinchada de ampollas y seca, se esparcian. Los ojos ávidos de mirones se vacían, desparramándose y los miembros de sus creadores ahora se confundían a los suyos, ya no eran aptos para permanecer como materia.

El calor en su contacto se volvía imposible porque estaba un calor frío, del interior de sí mismo, del fondo de cada célula. Todos se alejaban, pero a todos alcanzaba, sin reserva, a los niños, los maridos, los cojos, los viejos, las amas de casa. Incluso a sus perros, sus gatos (encerrados de la misma forma) sus peces, sus caballos, sus ganados.

Los tomates se derretían, el maíz estallaba, el trigo en harina se transformaba y se dispersaba. Los campos volaban y las barreras y sus habitaciones con ellos. Las industrias, incapaces de estabilizarse, implosionaban como champiñones en una reacción que nadie había podido anticipar.

Y el blanco comió todo, hasta las raíces de los pinos rabiosos que, unos tras otros, se estrellaron contra el polvo punzante y desaparecieron.

Más adelante, otros se encontraron con él, con sus puños cuánticos y su calor impalpable. Vecinos o extranjeros, quien de sus cuerpos sin sexos y sin empaque aporreaban el átomo y disminuían. Después, se vio un ejército invisible esparcirse en los lugares donde se les había parido, cerca de los ríos o en los litorales, lejos de las ciudades. Porque ayer, a pesar de toda la deferencia con la cual habían sido tratados, parecía que pudiera acordárseles solo una confianza limitada. ¡Dios que poco suficiente era!

Habían llegado hasta el último hombre.

¡Por fin! Habían luchado hasta el último ser humano, al menos, para la posteridad. Lo que les habían proveído, toda la potencia, toda la inseguridad y la envía, ahora estaban descargándolas en las calles y en el frío del otoño. Pero todo sin animosidad, sin vendetta. Se podría incluso creer, si todo no era de una contingencia extrema y

bella, que la atención, y además el amor, con los cuales los bípedos de carne que se derrite les habían agradecido, ahora los verterían caldo y fresco, y radiantes.

Era principio de septiembre cuando las hojas pierden sus árboles. Y no habíamos visto nada. Solo un puñado llevaba monos, perdidos en la inmensidad blanca y en esos vestidos de plástico, pero nadie sobrevivió. Porque nadie tenía la voluntad de sobrevivir a la ironía del plástico blanco en un mundo de partículas.

Y el mundo se paralizó, en el rictus palo del recuerdo, en el metro y medio de un ataúd blanco. Se paralizó.

… hasta nosotros.v

Geoffrey Martínez

This article is from: