Modernidad y Ambiente: El hombre y sólo el hombre - Miguel Ángel Navarrete

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Modernidad y Ambiente: El hombre y sólo el hombre Miguel Ángel Navarrete1 Introducción El hombre ha sido concebido como el sujeto central, constructor y deconstructor del universo, por encima de la diversidad viviente del planeta. Con esto me quiero referir a que históricamente el hombre se ha (auto) idealizado como un ser cultural y biológicamente superior a la mujer e, incluso, superior a la naturaleza misma. Esta idealización de sí mismo lo ha llevado a demostrar sus capacidades de adaptación, control, explotación y transformación de estructuras físicas, geográficas y naturales que hoy en día se expresan en vicisitudes tales como: fenómenos naturales, crisis ambientales y sociales de alto nivel de riesgo (Ortega, Luis, & Iztapalapa, 2006). La idea del hombre como motor del mundo – como núcleo social, político, cultural y biológico – ha constituido la base del antropocentrismo que ha marcado el desarrollo de la humanidad y el rumbo de la naturaleza misma. Tal imaginario del poder del hombre sobre la naturaleza -y me refiero específicamente al hombre blanco, occidental, liberal, católico, colonizador y civilizatorio- repercute desde la Modernidad, proyecto político que se constituye como un hito que da inicio una larga historia de dominación y control del hombre sobre el medio ambiente. Por lo tanto, la intención 1 Estudiante de Sociología de la UCA Nicaragua.

en este ensayo es preguntarnos: ¿Cómo la Modernidad re-configuró, desde distintas aristas, el orden del mundo social y su relación con el ambiente, apostando por el desarrollo de la creciente y desigual economía capitalista? Para responder esta pregunta parto del presupuesto de que “(…) la naturaleza es aprehendida de acuerdo a formas materiales e ideológicas, concepciones particulares que son generadas por el devenir de la sociedad”(Galafassi, 1998, p. 16), tal como sucede con la Modernidad. Simultáneamente, propongo vincular de manera introspectiva la relación que puede tener la Modernidad en nuestras instituciones actuales desde sus bases ideológicas, económicas, religiosas y políticas. El espejo de la Modernidad Es evidente que entre los grandes cambios de la Modernidad alrededor del siglo XV la prepotencia del hombre frente a la naturaleza es uno de los elementos que más ha sobresalido en la historia. Sin embargo, muchas veces no es fácil entender la relación de un proyecto ideológico e histórico y su impacto objetivo sobre el ambiente. Es por ello que Claudia Leal León (2005) nos recuerda que “la historia ambiental no ha sido el más político de los campos de la historia” (p. 6). Anthony Giddens (2000) afirma, claramente, que estamos viviendo el fin 21


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de la naturaleza, y no se refiere al fin de la naturaleza como proceso físico, motor de vida y de cambios, sino “al hecho de que hay pocos aspectos del ambiente material que nos rodea que no se hayan visto influidos de algún modo por la intervención humana” (pp. 39–40). Esto quiere decir que en la actualidad el hombre moderno ha mediado tanto en los procesos naturales que es casi imposible identificar una condición pura de la naturaleza o hablar de “algo natural”. Aníbal Quijano señala que la Modernidad es como un espejo turbio a través del cual las sociedades, específicamente las subalternas, se autoperciben, se transforman y construyen su identidad a partir del ideal euronorteamericano (Ansaldi, 2000). Es decir que la Modernidad es una ideología legitimadora de prácticas políticas occidentales que se disfraza engañosamente de modernización. Ésta se impone bajo el discurso prometedor del progreso y es interiorizada en nuestras sociedades con el apoyo de la razón instrumental; razón utilitarista, medida, “eficiente” y positivista que conlleva a que “la naturaleza [sea] observada como un objeto ajeno y distante de la misma humanidad, que puede ser manipulado a discreción de esta última”(Ortega et al., 2006, p. 218). A partir de esta racionalidad Moderna, “las contingencias que afectaban las actividades del hombre ya no serían atribuidas a ningún Dios o a la Naturaleza, sino que serían explicadas por la acción de los mismos hombres” (Ortega et al., 2006, p. 217). Desde el punto de vista económico, se forma un nuevo imaginario del desarrollo donde se pone en el centro las capacidades

propias del ser humano para acumular capital a partir de la explotación de la naturaleza. Es así como esta, desde la visión occidental, pierde su carácter como sujeto viviente y pasa a ser meramente un objeto manipulable y capitalizable. De esto último también se encarga la Industrialización, otra dimensión institucional de la Modernidad y una precondición básica del sistema capitalista que “presupone la organización social regularizada de la producción que coordina la actividad humana, las máquinas y las entradas y salidas de materias primas y productos” (Giddens, 2008, p. 61). Este comportamiento de producción se convierte en un eje básico sobre el cual se desarrolla la interacción entre el hombre y la naturaleza. El sistema económico deja de estar subordinado a un Determinismo Ambiental para convertirse en un Determinismo Técnico-Científico basado en grandes descubrimientos tecnológicos que pasan a ser el instrumento por excelencia para someter al medio ambiente (Ortega et al., 2006). Por otra parte, la Industrialización impulsó desmedidamente el movimiento migracional, dando vida a la ciudad urbana como resultado de la aglomeración social y la centralización espacial del trabajo. Este nuevo espacio social termina reconfigurado las relaciones sociales desde lo público hasta lo privado, desde la religión hasta la vida familiar (Bettin, 1982). En este proceso de la historia, la religión contribuyó estratégicamente a transmitir la noción del desarrollo a través del protestantismo y


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liberalismo que “correspondieron, como corriente religiosa y tendencia política respectivamente, al desarrollo de los factores de la economía capitalista” (Mariátegui, 2007, p. 147). La Modernidad, como promesa civilizatoria sustentada por el factor religioso y la Ilustración (s. XVIII), a medida que discursivamente legitimó la transformación y dominación de la naturaleza como una “misión divina” del hombre, catalogó a su alteridad (al OTRO) como bárbaro, primitivo y retrasado por el simple hecho ejercer relaciones distintivas con el ambiente. Desde entonces, aquellas sociedades que no ejercen la misma relación de dominación, producción y explotación de la naturaleza han sido vistas como economías primitivas o atrasadas, imaginario que interesantemente hoy persiste en la concepción de desarrollo y subdesarrollo, siendo así el “desarrollo” un nuevo objeto de deseo universal y un nuevo mito de occidente que busca escapar de la condición indígena (Svampa, s.f.). No es extraño que “casi toda la teoría social convencional ha hecho invisibles formas subalternas de pensar y modalidades locales y regionales de configurar el mundo” (Escobar, 1993, p. 116) tal como lo ha hecho hegemónicamente la Modernidad con el pensamiento, la cultura y la cosmovisión de nuestros pueblos indígenas. Finalmente, no podemos olvidar la consolidación del Estado Moderno fundamentado bajo la imagen de un hombre político y Moderno que “(…) no admite otra autoridad que no sea la propia conciencia” (Fraga, 1999, p. 49). Anthony Giddens (2008), por ejemplo, nos advierte que debemos

interpretar el Estado Moderno como expresión administrativa y política de la conciencia moderna, es decir, en términos de control y vigilancia. El control desde su concentración administrativa-burocrática y la vigilancia desde el rol de supervisar y regular las prácticas ciudadanas. Sin embargo, esta regulación ha estado condicionada por el industrialismo como fuente económica de la sociedad. Por lo tanto, el poder del Estado Moderno, desde sus inicios, no ha estado dirigido a regular la intervención del humano sobre la naturaleza y mucho menos a establecer una posición ecológica del desarrollo, sino, más bien a desarrollar una economía capitalista basada en la privatización de territorios y en la explotación de recursos naturales, tema que se vuelve un debate central en los años 80-90 con el auge del Neoliberalismo. La era contemporánea: El zombi de la modernidad Hablar de la era contemporánea es hablar de la actualidad. Sin embargo, he catalogado esta conclusión como El Zombi de la Modernidad haciendo alegoría a que la Modernidad puede ser pensada como un proyecto histórico o un hecho del pasado que, sin embargo, hoy en día explica determinadas prácticas políticas y sociales en nuestra relación con la naturaleza. Lo que propongo es reconocer que ciertas aristas y estructuras de la Modernidad permanecen vivas en nuestras instituciones sociales y siguen condicionando y determinando nuestras prácticas a medida que 23


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nosotros las ejercemos bajo esas mismas lógicas; prácticas religiosas, políticas, “democráticas” y económicas, que ocultan implícitamente la lógica del Progreso liberal y de la capitalización de la naturaleza, fundamentada por el antropocentrismo y la misión divina de dominar el mundo. Así mismo, la intención es invitar al lector a reinterpretar nuestra realidad actual e identificar la complejidad que han tomado algunas prácticas que, desde la Modernidad, se han institucionalizado en el imaginario social y que hoy en día las reproducimos casi inconscientemente. Así, el mercado, la colonización de América, la globalización, el extractivismo y el neodesarrollismo, como consecuencias altamente complejas e históricas influidas por la Modernidad, apuntan hacia la explotación de recursos naturales sin tratar consideradamente los efectos. Así que es importante plantearnos hacia dónde nos dirigimos como sociedad y a qué deben responder nuestras instituciones sociales. ¿A caso seguiremos arrastrando estructuras del pasado que nos impidan superar las utópicas y prometedoras ideas del desarrollo y el progreso? ¿Es posible pensar nuestra relación con la naturaleza desde una posición alternativa, subversiva, e incluso fuera de los marcos del orden establecido por el capitalismo y la Modernidad? Es importante, por lo tanto, que la misma Ciencia y la Historia nos ofrezcan luces para deconstruir ese imaginario antropocéntrico en la relación sociedadnaturaleza. Acertadamente, Galafassi (1998) nos comparte su inquietud al decir que “(…) parecería que hay una

resistencia a incorporar la relación de los hombres con la naturaleza a los paradigmas, marcos teóricos y metodologías de la sociología” (p. 3), un campo que efectivamente se mantiene invisibilizado y que al desarrollismo capitalista le conviene perpetuar. Desde la cultura occidental y Moderna, la naturaleza es para el hombre, y sólo el hombre es quien debe gobernar a la naturaleza, cosmovisión que aún nos pesa en la construcción activa de nuestro mundo social, en pleno siglo XXI.


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