Un detalle resultaba curioso: la colección no tenía nombre. No estaba fichada. Por más que lo intentó, Fe no logró encontrar trazas de quién donó al seminario semejante recopilación. A la historiadora y museógrafa se le abrieron las puertas del cielo. Si de algo estaba segura Fe era de que en ningún otro lugar del mundo se hallaba una colección semejante. En inglés, existen miles de declaraciones de esclavos que dan su testimonio en contra de la esclavitud. Mujeres educadas que formaban parte de sociedades abolicionistas enseñaban a leer y a escribir, recogían sus palabras y, luego, financiaban la publicación de esos testimonios para que el público conociera los terrores de la trata. Oludah Equiano, Harriet Jacobs, Mary Prince, Frederich Douglass, esclavos con nombres y apellidos, contaron el infierno de sus vidas bajo el yugo de la esclavitud. En español, porel contrario, fuera de las memorias del cubano Juan Manzano o del testimonio Biografía de un cimarrón de Miguel Barnet, no existe ninguna narrativa de esclavos; menos aún, de esclavas. No caló la tradición puritana del «testimonio» de vida, como ejemplo de penuria y salvación. Entonces, y como por arte de magia, en un seminario de la Universidad de Chicago aparecen documentos que el mundo historiográfico suponía inexistentes. Fe recordó los nombres de varias fundaciones que apoyarían su proyecto. Gracias a aquellos documentos, podría presentar una propuesta de investigación que tendiera puentes entre instancias interesadas en estudios de raza e identidad, en estudios de género, y en la defensa de los derechos civiles. Pidió una beca investigativa; se la otorgaron. La doctora Verdejo decidió concentrarse en la región brasileña de Minas Gerais, en Tejuco, propiamente, y en su región de explotación de diamantes. De allí procedían los documentos más dramáticos y numerosos. Después, cubriría otros territorios. Preparó su viaje y partió. Logró dar con otros manuscritos de esclavas, libros de cuentas, actas de bautizo de los hijos que las negras les parieron a sus amos; todos blancos, todos ricos y poderosos. Consiguió permisos para transportar esos pliegos, además de otros artefactos: misales de nácar, mantillas, joyas hechas con los diamantes de Minas. Hasta pudo agenciarse algunas fotos de los descendientes de estas mujeres. Pero lo que asombró a todos fue el traje que logró exponer en el museo del seminario. —Encontré la pista a través de una entrevista en el convento de Recogimiento de las Macaúbas. Una monja mulata y viejísima me dio la clave para dar con él. Tirados en el suelo, yo le curaba con mi lengua un rasguño en el hombro. La sangre de Fe sabía a minerales derretidos. Acabábamos de hacer el amor. —La monja me contó que su madre fue monja —susurró Fe— y su abuela, monja también. Aun así, nació ella, y nació su madre. Nació toda su casta. Todas monjas y putas. 63