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Forajidos. Flores guerreras

HISTORIAS DE TABACO EN EL VIEJO OESTE

Capítulo 4:El fin de una era

PARTE I

Raúl Melo

Si entre los animales la primavera es el tiempo del amor, para nosotros el calendario corría distinto y tal vez por el encierro auto impuesto, la convivencia diaria, la fuerza de la costumbre, las necesidades humanas o qué se yo, este invierno había hecho florecer ciertos sentimientos en mi corazón.

Cada noche, frente al fuego; cada mañana, al iniciar las labores diarias, mis ojos no podían despegarse de la cabellera roja de Alyssa, de su rostro fino similar al color de la nieve y sus labios de carmín, adornados finamente por la cicatriz que aquella herida cosida por mis manos torpes había dejado.

Recuerdo bien aquella mañana en que al fin me animé a conversar con ella más allá de lo usual:

–Oye, ¿te gustaron las flores que te traje hace unos días? –pregunté, con la idea de iniciar la charla.

–Sí, ¡gracias! Pero, ¿sabes algo?, con este clima no puedo imaginar de dónde las tomaste –respondió curiosa.

–Bueno, es parte de la magia de esta época. Creo que es el momento en el que uno hace hasta lo imposible por otras personas, si las quiere ver felices –agregué, un poco nervioso.

–Ah… –me dijo.

Como sentía que la oportunidad se desvanecía, me aventuré a hacer la propuesta que llevaba pensando desde hacía tiempo:

–Me gustaría preguntarte si me quieres acompañar al lugar donde las conseguí. No es muy distante, pero se aleja un poco de este clima frío y podríamos irnos en un rato para no volver tan tarde… claro, si tú quieres y no tienes nada más qué hacer hoy –enuncié, temeroso de abrumarla con tantos detalles o hacerla sentir presionada con la premura de la invitación.

–Sí, me gustaría –me sorprendió con su respuesta–. Déjame preparar algunas cosas y nos vamos.

No pasaron ni diez minutos cuando nos encontrábamos montados en Lucky Bastard. Por seguridad, ella se aferró a mi cintura mientras conducía a mi fiel amigo por el terreno nevado y escarpado del bosque.

Sabía que tal acción era necesaria, pero aún así mi cuerpo comenzó a sentir cosas que no había experimentado nunca antes, o por lo menos no de esa manera: el corazón latía de forma acelerada, y aunque intentaba conversar durante el camino, mi boca estaba seca y la garganta, carrasposa. Esto, añadido al clima helado, no me permitió articular palabra.

El abrigo comenzaba a incomodarme y las ventiscas me congelaban el rostro, pero mi cuerpo se calentaba como un leño en brazas. Ella no paraba de hablar, su ser se guarecía de las inclemencias climáticas tras mi espalda y no pude más que responder con palabras cortas o entre tartamudeos constantes.

Vaya escena: un hombre rudo, un delincuente, intimidado por la presencia de una mujer con la que llevaba meses conviviendo. Francamente me parecía una ridiculez, pero pensarlo así no cambiaba nada, mi acentuada falta de capacidades sociales no se iría tan fácil.

Tras un par de horas de incomodidad, al fin descendimos lo suficiente para encontrar un campo cubierto por una capa de hielo ligera, sin nieve, y lo suficientemente verde para permitir que algunas flores se mantuvieran durante el invierno.

Bajamos del caballo para estirar las piernas. Decidí hacerlo primero para mostrar un poco de mis habilidades de jinete. Con una palmadita en el cuello, Lucky Bastard bajaba la cabeza, lo suficiente como para pasar la pierna derecha por arriba de su cruz y dejarme caer al suelo en un solo movimiento.

Inmediatamente después ofrecí mi mano como apoyo para Alyssa, pero ella, impulsada por sus manos sobre la silla, se lanzó al espacio del jinete y comenzó a galopar alrededor mío, haciendo a Lucky danzar para mí.

Aquella escena me cautivó. Era como si ambos se conocieran desde siempre. Es cierto que ella lleva un tiempo acompañándonos por los caminos del tabaco, pero si mi memoria no falla, a la par de mis habilidades sociales con las mujeres, era la primera vez que ella lo montaba, especialmente en solitario.

Dicen que los animales no se equivocan, que si ellos confían o no en alguien, hay que hacer caso a ese instinto básico.

Cuando terminó su espectáculo descendió del caballo sin ayuda, se me acercó con toda la decisión que una persona puede tener y cuestionó el objetivo del viaje:

–¿Y bien, dónde están las flores?

De nueva cuenta me sentí intimidado ante tal autoridad, en una sola voz.

–Oh, cierto, que a eso venimos ¿verdad? Pues ¿sabes?, durante el invierno es difícil encontrar flores por acá, mucho más en la zona alta de la montaña donde la nieve cubre y lo asfixia todo. Pero hay lugares específicos donde ciertos tipos de flores logran crecer. Me gusta llamarlas flores guerreras, porque prosperan a pesar de todo. Acompáñame, vamos detrás de esas rocas –indiqué, señalando hacia el punto en cuestión.

Expliqué, con mayor amplitud: En esta zona del valle, el Sol nace por este lado y se oculta por aquél. Así que como podrás notar, estas florecillas han decidido crecer protegidas por la roca, evitando el fuerte sol de la mañana y el mediodía, aprovechando la dureza de la piedra para protegerse del viento y las heladas, tomando sólo una mínima cantidad de calor hacia el atardecer, cuando los rayos anaranjados tocan el otro lado de su guarida. Tal vez por eso es que también son de esos colores, pues no las hay en otras variedades que no sean anaranjadas y rojizas.

–Supongo. Las que llevaste a casa eran así, justo así.

–Ajá –asentí, mientras ubicaba una colonia de florecillas más frondosa que la que nos detuvimos a admirar.

Al encontrarla me hinqué frente a ellas y corté unas cuantas; las suficientes para hacer un pequeño ramo sin afectar la vista en el paisaje.

–¿Sabes? Me gusta llevarte estas flores porque me recuerdan a ti: parecen delicadas, pero no lo son; son fuertes, guerreras, como dije. Crecen aquí solas contra todo pronóstico y esperanza, como lo has hecho tú, rodeadas de viento helado y sol abrazador que se refleja en suelo para quemar todo a su alrededor. Crecen de forma inteligente. Además, algunas tienen el color de tu cabello y otras el de tus labios, son perfectas para alguien como tú –dije, tratando de no tropezar las palabras.

Ella tomó el pequeño ramo que le entregué y lo llevo a su rostro, lo frotó contra sus mejillas, lo acercó a la nariz para disfrutar de su aroma y las guardó en una de las alforjas del caballo.

Luego vino hacia mí con los brazos extendidos. Yo me sentí igual que cuando me he encontrado en medio de un tiroteo: nervioso, algo paralizado y muy vulnerable. Pero ella no venía a atacarme, me tomó entre sus brazos en un largo, firme, tierno abrazo, y susurró a mi oído: –¡Muchas gracias!

Luego, se despegó de mi cuerpo y me dio un beso. A diferencia de los míos, sus labios estaban calientes y húmedos; aquella sensación era francamente indescriptible.

Bajo su propia iniciativa y mando extendió una manta sobre el suelo helado y luego otra más. Me llevó a su lado para recostarnos y tomó control de mí, reducido a un simple bulto de carne y hueso que no sabía qué hacer.

Nos arropó bajo la tela en medio de ningún lugar, sin otra alma a la vista más que la de mi viejo amigo de cuatro patas y ahí, sin más testigos que la naturaleza misma, nos comportamos como animales. Nos entregamos al instinto básico teniendo nuestra primavera en pleno invierno, hechos uno con el ambiente y con nosotros mismos. Tuve entre mis manos y mi ser a la más bella de las flores guerreras.

El frío había desaparecido y dejé de temblar. El abrigo incómodo yacía sobre suelo a nuestro costado. Nada nos impidió disfrutar del momento, la tensión del viaje había quedado atrás, olvidada entre caricias, besos y abrazos que al fin culminaban en la materialización de los sentimientos y deseos forjados a lo largo de los últimos meses.

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