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Glenkinchie, 30 mil 963 litros en cada Wash Still... y nada para fumar

DE TODO MI GUSTO

Michel Iván Texier Verdugo

Al llegar a la destilería Glenkinchie, en Pencaitland, tras cruzar un pequeño puente sobre el Kinchie Burn, lo primero que nos recibe, y sorprende, son las flores: una extensión apreciable junto al estacionamiento, cruzada por las piedras que nos llevan a la entrada principal.

Indicaciones de “no fumar” –se prohíbe esta práctica en todo el entorno, para evitar una posible contaminación del proceso de destilado–, y una representación imponente del Striding Man de Johnny Walker, recordándonos que ésta y otras maltas del grupo Diageo se utilizan para confeccionar los blended de la Casa Walker, además de ser embotellados como single malt.

Glenkinchie es la representante de las Lowlands dentro de los classic malt del grupo, y sus whiskys se caracterizan por sabores suaves y dulces que evolucionan con facilidad hacia lo floral. Su final, untuoso y estructurado, tiene notas a mantequilla, frutos rojos y queso fresco.

La destilería trasunta historia. Fundada en 1825 como Milton Distillery, y renombrada en 1837 con el actual, se yergue imponente y acogedora en un edificio victoriano de ladrillos rojos que nos recuerda la tradición industrial, los edificios de almacenes portuarios del siglo XIX y a quienes han visitado Buenos Aires, alguno de los viejos galpones de Puerto Madero que hoy albergan restaurantes y tiendas de moda.

Dada la cercanía de la destilería con Edimburgo, la capital de Escocia, tradicionalmente se le ha conocido como The Edinburgh Malt y entre otras muchas curiosidades se caracteriza por poseer los alambiques mas grandes de Escocia y una gran olla de lavado de hierro fundido, utilizada para enfriar el destilado de manera tradicional –en vez de un condensador más moderno–, que aporta al whisky como resultado final mayor profundidad y carácter.

Con mis fieles compañeros en la travesía por el sur de Escocia, Gabriel Estrada y Marcelo Ceva, una tarde llegamos puntualmente a nuestra cita para el tour oficial; tarea que acometimos junto a un grupo pequeño de turistas de distinto origen geográfico.

Avanzamos guiados por la figura delgada y ligeramente encorvada de John Johnstone, quien de entrada nos advirtió lo difícil que podría resultar comprender su ingles (yo, que no hablo el idioma, no me veía mayormente afectado), pero nos conminó a hacerle preguntas constantes ante cada duda, a escucharlo con especial cuidado y prodigar recursos de atención para retener al máximo los pequeños detalles de los que nuestra visita estaría plagada.

John es todo un personaje. En el avanzar por el recorrido de las instalaciones daba la impresión de que había trabajado en cada etapa del proceso; parecía ser parte del edificio, de sus paredes, del cobre de sus alambiques y cañerías, de la madera de sus batch...

Parecía desayunar, almorzar y cenar whisky –aun cuando estaba impecablemente sobrio– y se desplazaba con singular experticia por cada rincón. Cual fantasma eterno de la oscuridad y humedad de los warehouse, sus pisadas no parecían escucharse en los pulcros y fríos pisos que recorríamos, y me recordaban a algún personaje de historieta ambientada en un castillo de pasadizos secretos y puertas ocultas, con el que interactuábamos mientras jugábamos a la búsqueda del tesoro.

Recorrer instalaciones industriales, a pesar de su tradición, antigüedad o del volumen que pueda tener la operación, no es algo que me emocione particularmente o llame profundamente mi atención. Lo que realmente aguardo con expectativa es un detalle que me sorprenda, el momento que marque la diferencia o ese minuto que se convierta en una historia por sí sola, y que no siempre llega.

Glenkinchie no habría de frustrarnos en esa tarea y nos brindaría, aunque cerca del finalde nuestro recorrido, un momento perfectamente concebido para hacer de esa tarde algo inolvidable:

Seis barriles Cask Strenght nos esperaban en uno de los galpones de almacenamiento, envejeciendo para nosotros desde hace 21 años, el más joven, y 35, el de mayor añada, lo que decidiéramos probar. Terminamos probándolos todos, mediante el acto ritual de descorchar la barrica, introducir una gran pipeta de acero y llenar una botella, de la que luego nos servirían una bella copa de degustación que obtuvimos como regalo.

Capítulo aparte tuvo aquí la suerte de nuestro conductor autodesignado, Gabriel, quien al no poder probar una gota de alcohol –dadas las rígidas leyes de conducción en Escocia–, se hizo acreedor del Driver Kit: muestras embotelladas de los whiskys que los demás pudimos degustar en vivo, y en vez de una copa de regalo se llevó casi media docena; justo premio a los varios centenares de kilómetros que hizo al volante mientras Marcelo y yo disfrutábamos del paisaje.

El broche de oro fue la barrica más antigua de la destilería, almacenada en 1952 para un particular que nunca la retiró, que descansa junto a otras entregando cada año, vía evaporación, un pequeño porcentaje de la atmósfera que se respira en la llamada Porción de los Ángeles. Sorprendentemente liviana, dado el volumen perdido a través de 70 años, es fiel reflejo de la responsabilidad de la destilería en el cuidado de un producto que guarda, pero no le pertenece.

La historia de la visita esta en las fotografías. Los aspectos técnicos no me parecen tan relevantes, pues lo que siempre queda es la interacción con las personas, las sensaciones y los sentimientos vividos durante la estadía. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar nuestro paso por el showroom, donde Gabriel y Marcelo adquirieron un par de botellas que se llenaron ante nuestros ojos –directa y exclusivamente–, a partir de una barrica única.

Tuvimos la suerte de encontrar algunas ediciones descontinuadas de una línea de whiskys que está entre mis favoritas, como Flora y Fauna, de Diageo. Previa y obvia degustación, no bastó comprar una botella de cada uno, sino que volvimos a Sudamérica con todas las botellas que quedaban de la expresión que más nos agradó a todos: el Duailuaine 16, tan impronunciable como casi todo en Escocia, aún más cuando hablamos de whisky.

Nos hicieron sentir en familia. No sólo John, nuestro guía, uno de los varios John que nos encontramos en Glenkinchie, sino todos y cada uno de los trabajadores con quienes tuvimos la suerte de interactuar. Parecían constantemente felices, pródigos en sonrisas y atención y generosos a la hora de servirnos whisky.

Además, en las áreas de degustación cuentan con un bar y cocina de gran puesta en escena, con una hermosa vista al paisaje que obliga a los visitantes a prolongar la parada y suponer que, si estuviese permitido fumar, difícilmente habríamos logrado salir de allí.

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