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Símbolo Ausente
Símbolo ausente
Myriam Yael Silva Reyes Facultad de Bellas Artes Universidad Autónoma de Querétaro
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Resumen
Hasta hace algunas décadas, uno de los fundamentos más importantes para el arte había sido el símbolo, entendido este como un concepto que englobaba a su vez ideas específicas hoy día carentes de significado. Esto otorgaba a la interpretación, un vínculo ideal que conectaba directamente con lo intangible y trascendente. El arte continúa virando cada vez más hacia sí, hacia el instante inmanente, hacia la transitoriedad, dejando detrás una estela de vestigios desdibujados que más que ofrecer una respuesta o estructura estable y completa, ofrece destellos, fragmentos inconexos y abiertos a la experiencia cambiante, carente de solidez aparente.
Palabras clave: arte, intangible, símbolos, trascedente, transitoriedad.
Abstract
Until some decades ago, one of the most important fundaments for art was the symbolic, this, understood as a concept that used to enclose specific ideas, which nowadays are lacking of meaning. This symbolic parameter provided an ideal bond for interpretation to connect directly with the intangible and transcendent. Today, art continues moving towards itself, towards the immanent instant, towards transition, leaving behind a wake of blurred traces that more than offering an answer or stable and complete structure, offers beams, unconnected fragments, open to the changing experience, lacking of apparent solidity.
Keywords: art, intangible, symbols, transcendent, transitory.
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El presente ensayo es el resultado de una serie de reflexiones efectuadas a partir del acercamiento en torno al concepto de símbolo y su aplicación al estudio del arte contemporáneo, como parte integral de un análisis crítico más amplio. Este tipo de postulados arrojan luz sobre elementos que deben ser desentrañados y analizados a profundidad.
Diagnóstico de lo ausente
La ausencia del símbolo en el arte contemporáneo deviene en la experiencia fragmentada, inconclusa, a la cual gran parte de los exponentes del arte actual han acostumbrado a la audiencia. En aras de romper con tradiciones tachadas de arcaicas y de acercar el objeto artístico y su placer estético a un público cada vez más dispuesto al consumo irreflexivo -con la intención de liberar y de provocar, por medio del azar, percepciones individualizadas, ilimitadas- la total estetización artística del mundo contemporáneo conmueve a modo de fractura, es decir, por medio de retazos estéticos aislados.
El símbolo dejó de ser necesario porque se da por muerta cualquier forma o figura que pueda sostener el extremo opuesto de un código que solo la experiencia estética podía descifrar. Si como afirmara Nietzsche (1986), Dios ha muerto, consigo se ha llevado la creación artística y los autores que veneraban la trascendencia (p. 17). Resulta entonces imposible hablar de símbolos inefables o hasta cierto punto velados, dado que era este deseo por colmar los ánimos con preceptos de lo eterno y no otra cosa, lo que dotaba de aura al objeto artístico en un momento en el cual este era equivalente a la virtud comprobable en creaciones con supuestos estéticos específicos, realizadas con materiales específicos, técnicas específicas, por razones comunes o claramente definidas. El aura de una pieza de arte no solo se ha perdido como resultado de su reproducción masiva, como indicaba Benjamin (1989, p. 19), se ha perdido también porque ya no hay necesidad de creer en referentes inaprensibles:
Cuando las cosas han sido liberadas de su idea, de su concepto, de su esencia, de su valor, de su referencia, de su origen y de su final, entra en su reproducción al infinito. [...] Ya no hay símbolo, en sentido estricto (Baudrillard, 1991, p. 125)
El símbolo solo puede funcionar como complemento, con un dejo de misterio, pero sobre todo, como un referente que dé sentido al uso de códigos que aluden pero no muestran la totalidad.
Contexto y experiencia dislocados
El arte que emulaba una forma particular de belleza, el arte de la tradición, funcionaba bien porque lo hacía con la convicción de que lo que se tenía de facto era tan solo un fragmento de la experiencia absoluta, parte de su esencia reposaba en la certidumbre de un territorio inabarcable, demasiado extenso como para limitarlo al plano factual. Contrario a esto, el arte contemporáneo no descansa ya sobre fundamento alguno, flota en el vacío caprichoso de la individualidad. Como consecuencia, su valor de apreciación se mide por medio de subjetividades voluptuosas, cambiantes “el arte contemporáneo apuesta a esa incertidumbre, a la imposibilidad de un juicio de valor estético fundado, y especula con la culpa de los que no lo entienden, o no entendieron que no había nada que entender” (Baudrillard, 2012, p. 70)
Negarse a la experiencia que el arte contemporáneo propone es, entendido así, negar la compleja trama de la posmodernidad que hace tomar parte, indefectiblemente, en su curso. Las posturas extremistas han mostrado su inutilidad cuando de enfrentar el contexto actual del arte se trata. La experiencia estética se reconfigura constantemente y negar esto sería caer de bruces, una y otra vez, contra el mismo movimiento repetitivo que hace parecer a la crítica de arte tan solo una repetición de ecos en círculos infinitos que no proporcionan solución alguna al problema, pero continúan señalando los huecos visibles que va trazando el arte contemporáneo. La crítica entonces, quizá no esté tomando el lugar que le corresponde con los autores que precisa para responder a sus interrogantes.
La práctica del arte funciona ahora, sobre la vacuidad del espacio y la aceleración del tiempo, es por esta razón que burla definitivamente los intentos por aprehenderlo. Encontrar un lugar para que exista el momento de la contemplación real resulta impensable dado que para que cualquier cosa sea visible y forme parte de la estructura actual –y de acuerdo a este, todo debe serlo- es menester pagar cierta cuota de mutabilidad y nulidad, ambas designaciones imprescindibles para las prácticas artísticas contemporáneas. Empero, la exigencia para la ejecución de una contemplación reflexiva y reinterpretativa debería, por fuerza, escapar a la contabilización y ordenación del tiempo y su aceleración. El paréntesis que representaba la contemplación en algún punto de la historia del arte dejó de existir en el momento en el que se liberó al arte del misterio que la iluminaba. Su factura celosa, el tiempo preciso que encasillaba al instante y la creencia de que podía encapsularse al infinito en un objeto físico específico, humanamente trascendental, fue el símbolo que la componía y que optaba ya no tan solo por la trascendencia sino, más bien, por dejar huella de un concepto particular de belleza o cualquier otro vestigio de humanidad capaz de trastocar el ánimo suficientemente como para disponer de todo aquello y depositarlo sobre el mismo pedestal, a saber, el de la impermanencia, que se imagina infinito a pesar de su finitud. Así funcionaba el símbolo del arte, en el entredicho confiado que espera su turno para develarse en la trascendencia:
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En otras etapas de la historia del arte, los artistas siempre buscaron trascender y que sus obras fueran un testimonio de su tiempo, que se mantuviera lo más intacto posible para las generaciones venideras. No obstante, en la actualidad […] no busca trascender, sino plantear una nueva estética, la estética de la fugacidad. El arte efímero postula que la belleza está en lo volátil, en lo que no puede permanecer. (Giovine, 2015, p. 66).
Y es que el trauma experimentado lentamente en las expresiones del arte, el de haber perdido los anclajes que lo ataban a una base firme, heredada y por tanto segura, ha provocado un trance del cual parece no haber más salida que el arrojo total a la experiencia flotante o el rechazo absoluto al vacío infinito. Puede conjeturarse acerca de la posibilidad de encontrar o reconfigurar por medio de la experiencia misma al objeto y su manufactura, ya no para modificarlo en esencia o dictar las pautas a través de las cuales deba el arte actual resolverse, sino, por el contrario, para que en la génesis de la experiencia estética, se le permita al ejecutante interpretar y reinterpretar la obra, obligándose a construir criterios nuevos que no dependan estrictamente de la tradición, cuya fuerza -habría que reconocerlo también- se sustenta en un discurso rígido, inmutable y pocas veces cuestionado con la misma crudeza con la que se refutan y generalizan las múltiples experiencias artísticas ofertadas actualmente. Lo enteramente evidente, virtuoso o fascinante no es exclusivo del arte tradicional. Empero, no debe ocultarse que al arte actual le viene a bien tildar sus obras de extremos portentosos, escandalosos. Y es esta condición, la de la ironía, es lo que termina por derruir los intentos aislados de construir una teoría única sobre la irreverencia múltiple.
El arte tradicional, por el contrario, en su carácter de solemnidad ha conservado el gusto por contener, resguardar y rememorar el devenir mundano con aquellos postulados que fueron capaces de cimbrar fibras del ser aparentemente ocultas, entendibles tan solo por medio de la creencia en intangibles.
Tiempo desdibujado
Probar la capacidad de desgaste de las obras, enfrentándolas con el concepto de tiempo quieto del cual intentó escapar siempre el arte -sin por ello lograrlo enteramente- por medio del perfeccionamiento de técnicas vinculadas al progreso de las sociedades, es una cualidad que caracteriza y envuelve al arte actual. Se han borrado de forma deliberada las pistas para seguirle al momento de trastocar su propio límite físico y optar por configurarse en la inmanencia. Esta inmanencia es la que lo ha llevado a ocupar el lugar de lo cotidiano, de lo imparablemente inconstante. Este instante, carente de ubicuidad y temporalidades propias, es la superficie inaprensible sobre la cual
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Desde hace algunas décadas, la práctica artística se opone -y continúa oponiéndose- al esquema general del espacio y el tiempo, mismos que han sido rebasados, acelerados y liberados. La duración que el proceso creativo exigía, contando a partir de la espera para la obtención o maduración de los materiales a utilizar, el perfeccionamiento paulatino de la técnica, entre algunos otros factores que hacían de la creación artística un todo integrado en el largo paréntesis que antecede a la presentación de la pieza, han pasado a un segundo plano. El proceso creativo de muchos artífices dejó de ser cuantitativo, cualitativo, fortaleciendo cada vez más el acceso a una construcción desmedida, por físicamente imposible de analizar a partir de un espacio o tiempo específicos. Ello como consecuencia evidente del cambio acaecido sobre el binomio tiempo-espacio.
Se ha resquebrajado y acelerado el tiempo de lo humano, de tal modo que el espacio, para que se manifieste su esencia, convive actualmente con un flujo que olvida, transitorio, que para sobrevivir debe soltar y continuar con un curso acelerado. El progreso tecnológico permitió a la velocidad erosionar su trato con lo humano y pasó a designar ritmos que ya no obedecen a la concepción mundana. Para sobrevivir, se vuelve imprescindible el movimiento continuo, vaivén de la esfera tecnológica más allá de las lindes hasta hace poco concebidas, “hoy no hay permanencia, todo fluye y se desbarata con facilidad” (Concheiro, 2016, p. 54). En este sentido, el arte no escapó al nuevo cauce. Por tanto, no resulta extraño aceptar, comprender que las respuestas o interrogantes contemporáneas son tan solo un reflejo de la propia modernidad que construyó a las sociedades contemporáneas.
Tanto el objeto artístico como sus prácticas correspondientes atienden actualmente al dinamismo absoluto y a la relación que la audiencia obtiene a partir de su interacción con las obras de arte infinitas, constreñidas al instante desbordado “la modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital” (Bauman, 2015, p. 13). Innegablemente y consecuente a este orden, con frecuencia se apresuran los juicios, se consagran experimentaciones y se toma por real a la aproximación descontinuada de la experiencia estética.
El retazo que revive tan solo en resquicios temporales. No obstante, estas fracciones requieren de todas y cada una de las interpretaciones dispuestas y predispuestas para poder validarse a sí mismas a partir del involucramiento voluntario del sujeto o sujetos con la obra, lo cual las vuelve partículas pertenecientes a un todo que cobra sentido al revivírsele. La idea inconexa y su infinito se finiquitan en la subjetividad o subjetividades con las cuales se involucra. Resulta difícil atender diligentemente a todas las prácticas del arte contemporáneo y a su sobrecargada ejecución perceptiva cuando muchas de estas acciones, en conjunto, exhiben la desvinculación, la desestructura y el vacío aislado. Se perdieron el tiempo y su contexto. Las cintas que sujetaban experiencias estéticas perceptibles a través de un canon estricto que ha debido revirar hacia sí y reconstruirse para sobrevivir. En este sentido, quizás aquellos objetos estéticos que más que resolver cuestionan las interrogantes del ámbito artístico, puedan después de todo dar la vuelta al análisis, la crítica, y convertir la fugacidad ilimitada en figuramiento estático, estético, fresco, determinando nuevas interpretaciones bajo el entendido de que éstas serán una construcción en constante proceso.
Por otro lado, se anclaría la volatilidad del arte si se escuchara con más seriedad algunas de las críticas y postulados que los propios exponentes de este ámbito realizan habitualmente, tanto a favor como en contra de las prácticas artísticas contemporáneas. Si del mismo modo, antiguos y nuevos postulados teóricos han sido enriquecidos por la multidisciplinariedad, sería interesante, ahora más que nunca, escuchar e incentivar la creación de opiniones in situ, sustanciales y sujetas a una construcción de hipótesis del arte que surjan del constructo esencial: los creadores.
Dado que algunos de estos autores se perciben a sí mismos frecuentemente relegados de la generación del que es su contexto inmediato intelectual y que, consecuentemente, la poca reflexión acerca de cómo se reciben algunas de las prácticas artísticas contemporáneas, circunscribe el ánimo de rechazo o aceptación con que muchas veces se percibe el nuevo espectro del arte, la crítica debería comenzar por tomar en cuenta las cavilaciones que los artistas produzcan a partir de sus propuestas subjetivas, ya sea dentro o fuera de los cánones estéticos actuales.
El arte es un reflejo del entorno dentro del cual se desenvuelve, pero antaño, se valía de sus propios símbolos aparentemente inamovibles para embestir los oleajes progresivos que consigo cargaba el avance tecnológico. La impermanencia constante de los símbolos de las grandes y pequeñas civilizaciones que de un momento a otro decidieron hacer uso de nuevas formas particulares de expresión para encauzar sus impresiones sensibles, perfilaron el estilo de quienes se posicionaban a favor o en contra de lo que terminaría por denominarse, arte contemporáneo, nuevas prácticas y formatos que terminaron provocando profundos abismos.
El símbolo artístico funcionaba como el puente, el arco que continuaba vinculando los afanes individuales para ligarlos con la idea de una trascendencia eterna, muy a pesar del avance técnico que las primeras revoluciones
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industriales trajeron consigo. Si se atendiera con mayor cuidado a la reflexión en torno a cómo afectó esto a los creadores, a saber, la pérdida gradual y posterior ausencia de referentes sólidos como el símbolo, se encontraría quizás el discurso que equilibrara la balanza. Después de todo, en buena medida, han sido los propios creadores quienes decidieron formar parte –o no- del desasimiento constante del arte con respecto a sus fundamentos primigenios.
Si el mito cayó en desuso por remitir a un origen cargado de imaginarios particulares, no por ello puede dejar de reconocerse que no buscara explicaciones al por qué de un sinnúmero de experiencias humanas. Sus referentes han cambiado y sus símbolos han dejado de ser sólidos. Lo transitorio se opone a la trascendencia y, como el propio devenir humano, en casi todos los sentidos la experiencia se inclina hacia lo inasible.
Las razones buscadas antaño moldearon otro tipo de pesquisas, a veces individuales pero posterior y cada vez más colectivas, aunque siempre comunes, aquellas fórmulas estaban dotadas de un formato y símbolos específicos que aglutinaron por siglos el temperamento de decenas de sociedades.
Una vez rotos los límites, en el lugar de esta ausencia cohesitiva se posó el vacío inmanente que responde con bagatelas, como afirmaría Baudrillard (2012), y ya no con afirmaciones sordas, que aunque impedidas para la escucha, ofrecieron aquello de lo que actualmente adolece el arte: asideros firmes sobre los cuales observar el desfile de lo cotidiano, aberturas sólidas, ventanas al pasado grandilocuente que otorgaba cimientos a la posteridad. Sin pensar en las consecuencias que acarrearía el dislocamiento de coyunturas milenarias, fueron los artistas los primeros en permitir el aniquilamiento tajante de uno de sus más grandes mitos, el del símbolo. A ellos corresponde, pues, responder a las interrogantes desde dónde, cómo y hacia dónde encauzar ahora el rumbo del arte actual.
Referencias
Baudrillard, J. (1991). La transparencia del mal. La transparencia del mal. (J. Jordá, Trad.) Anagrama.
Baudrillard, J. (2012). El complot del arte. Ilusión y desilusión estéticas. Amorrortu.
Bauman, Z. (2015). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.
Benjamin, W. (1989). Discursos Interrumpidos I. Taurus.
Concheiro, L. (2016). Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante. Anagrama.
Giovine, M. A. (2015). Ver para leer. Centro Nacional para la Cultura y las Artes.
Nietzsche, F. (1986). Humano, demasiado humano (5a ed.). (J. González, Trad.) Editores Mexicanos Unidos.
Figuras de lo imposible. Elizondo y Ponce
Lourdes Yunuen Martínez Puente Facultad de Bellas Artes Universidad Autónoma de Querétaro
Resumen
La concepción de la figura literaria como encuentro e identidad de los opuestos, y su consiguiente reconocimiento como imposibilidad, ejemplificada con las novelas Crónica de la intervención de Juan García Ponce y Farabeuf de Salvador Elizondo, implica una salud cultural en el imaginario del ser de la humanidad.
Palabras clave: arte, erotismo, figura, imposibilidad, salud cultural.
Abstract
The literary conception of the figure as encounter and identity of opposites, and its consequent recognition as an imposiblility (exemplified with the novels Crónica de la intervención by Juan García Ponce and Farabeuf by Salvador Elizondo) implies a cultural health in the imaginary of humanity.
Keywords: art, cultural health, eroticism, figure, impossibility.
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La poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo: a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad, nos conduce hacia la muerte y, por medio de la muerte, a la continuidad: la poesía es la eternidad. “Es la mar, que se fue con el sol” (Baitelle, 2009, p. 30)
El reconocimiento de lo erótico y de lo imposible en los mundos del arte implica una salud cultural1 en tanto graba en el imaginario la expresión y fuerza de lo ininteligible de la propia condición humana. Este texto se centra en la imposibilidad que hace figura2 en las novelas “Farabeuf” de Salvador Elizondo y “Crónica de la intervención” de Juan García Ponce. Los escritores mexicanos otorgan un mundo cuyo gesto, deseo o capricho formula esa pregunta sobre el propio ser “sobre su humanidad que es ante todo la del ser de su escritura” (Sarduy, 2011, p. 247).
Similar al gesto humano, el arte expresa –en la materialidad de los diversos soportes (palabra, papel o lienzo)–, seduce y reta. Las figuras de Elizondo y Ponce que aquí se abordan, viven de su cesación porque al expresarse revelan una ausencia, su acabamiento, su incertidumbre. El deseo escriturario, entendido como multiplicidad de búsquedas ante un hacer poético en obras como “Farabeuf” y “Crónica de la intervención”, signa el umbral que invita al cruce de límites, a la transgresión, al exceso. Las sensaciones son las que implican una construcción textual ansiosa y obsesiva. En la repetición, en la diferencia de la repetición, ambas novelas subrayan la paradójica imposibilidad de la escritura.
Salvador Elizondo la suspende en los dominios del texto como un signo incierto, pero prisionero del deseo de autorrevelarse. En “Farabeuf”, Elizondo abre la puerta que introduce a un mundo de palabras aparentemente conscientes del juego de la escritura. Su artificio es situarse ante el espejo, tomar consciencia de sí y, jugar con esa imagen al tiempo de revelarse como ilusión. La fábula de “Farabeuf” es un claro ejemplo de ello al concentrar el juego de la seducción en figuras, en un él y una ella, que se separan y se confunden en un ello extasiado ante su propia mirada confusa, transgresora y deleitable. Elizondo propone esa figura de un él y una ella que se perpetúan en la figura del ello traducido en la imagen del supliciado, esa figura hermafrodita que emerge de la fotografía del Leng-Tché3 inserta en el texto. El suplicio congelado de la foto se reactiva en pleno París, en la geografía diaria del Quarter Latin, se trata de un hombre que ha sido emasculado previamente.
Es una mujer. Eres tú. Tú. Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el mío. Nos hemos equivocado radicalmente, maestro. Nos engañan las sensaciones. Somos víctimas de un malentendido que rebasa los límites de nuestro conocimiento. Hemos confundido una tarjeta postal con un espejo. Es preciso saber quién tomó esa fotografía.
La fotografía no representa sino una parte mínima del horror.
“Esa cara… ese rostro es soñado… no existe… ese rostro… es el amor… la muerte” (Elizondo, 2000, p. 103).
El texto se construye mediante la proliferación de figuras sustituibles entre sí, y que hacen referencia a aquella figura que falta; aquella que ostenta las huellas del exilio (la figura del supliciado, su presencia). La sustitución, al reemplazar un nombrante por otro nombrante (aquí sí fonético, morfológico, sintáctico y semántico), escamotea y reemplaza al significante anterior. No existe, como en la condensación, la inclusión de dos significantes, sino que uno es sustituido por otro. La sustitución está en el montaje del texto, en cómo los personajes semejan lo que no son (o se van desplazando para formar nuevas figuras) y se sustituyen para seducir con su carácter inaprehensible.
1La idea de salud en el arte la retomo del escritor francés Gilles Deleuze, quien apunta lo siguiente en su libro Crítica y clínica: “Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de una Historia y de una geografía que se va reinventando sin cesar. El delirio las inventa, como procesos que arrastran las palabras de un extremo a otro del universo. Se trata de acontecimientos en los lindes del lenguaje. Pero cuando el delirio se torna estado clínico, las palabras ya no desembocan en nada, ya no se oye ni se ve nada a través de ellas, salvo una noche que ha perdido su historia, sus colores y sus cantos. La literatura es una salud” (Deleuze, 2009, p. 10). 2En su libro La retórica como arte de la mirada (2002), Raúl Dorra expone y argumenta al discurso literario o poético como “un cuerpo que hace figura”. El cuerpo/figura deviene espectáculo para la mirada. La propuesta de Dorra será mi medio de aproximación para reflexionar sobre ese cuerpo que hace figura en la novelas de Elizondo y Ponce. Para el escritor argentino, la construcción de la idea occidental de discurso, desde su designación como “figura del discurso”, establece una relación de analogía con el cuerpo. Mas no se trata de cualquier cuerpo, sino un cuerpo humano modelado por una disciplina como la gimnasia o la danza. Es en este sentido que las palabras nos remiten a la tensión de un cuerpo que se ofrece como espectáculo y de esta manera “hace figura”: “La figura sería originalmente, entonces, la que hace el gimnasta o el bailarín cuando, frente a un público también educado por el arte, tensa su cuerpo y lo ofrece a la mirada convertido en espectáculo. Así, el cuerpo hace figura en el momento en que trasciende su densidad somática y adquiere la propiedad de ser pura forma” (Dorra, 2005, p. 18). 3La fotografía del Leng-Tché, metáfora conductora de Farabeuf, también forma parte del texto Las lágrimas de Eros de Georges Bataille (2009), en donde toma gran importancia al aparentar en el gesto del supliciado el instante de una muerte orgásmica. Dicha imagen también ha sido retomada por artistas plásticos, como en la obra Suplicio chino del pintor José Gutiérrez Solana o Leng Tch’e de Alberto Gironella.
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Pero para poder sustituir una figura, hace falta que algo se desplace, que la figura aparente ser al menos en parte, metonímicamente, lo que era aquella que ahora reemplaza. Y para apropiarse de esa(s) parte(s) de la figura escamoteada, la sustitución implica una deriva de la figura, un desplazamiento, pues para ser sustituible, la figura debe ceder o pasar alguna(s) característica(s).
Elizondo, se vale de la sustitución para dibujar alrededor de la proliferación de figuras el signo de un rostro ausente, una especie de mascarada que lo suple y lo calca. La teatralidad es un remanente cierto y evidente en la obra. Ésta irradia a través de una visible gestualidad, en la inclusión de la heráldica de los objetos en vez o en repetición de los actos, en la repetición de las figuras. Sobre todo, la escritura es consciente de estos mecanismos de artificialización; de los juegos de sustitución, teatro, espejeos, etcétera4 .
El instante de consciencia de la escritura en obras como “Farabeuf” logra posicionar dentro del quehacer literario latinoamericano, el gesto de una escritura que se piensa a sí misma, que se ensaya al subrayar el tiempo de la acción escritural, entre el pensamiento de la imagen y el trazo de la grafía o viceversa, que la escritura establece en un pensamiento postrer. La escritura se escribe y subraya su carácter vertiginoso y subversivo, y por ende, exige un desplazamiento de las sensaciones.
El desperdicio ocurre en el juego metafóricometonímico que Elizondo plasma en el texto, donde el cuerpo de la palabra es también el cuerpo amado que se entrega a su fragmentación en la búsqueda de lo imposible. La repetición de la palabra y su posicionamiento ante el espejo configuran un texto cuyo carácter seductor aparece precisamente en ese cuerpo-palabra que se entrega conscientemente al deseo de un ensayo (como repetición de una obra) en el cual, el instante que se intenta recordar es negado. La cualidad erótica del texto aflora, en gran medida, gracias a la indistinción entre el acto sexual (orgasmo) y el sacrificio (muerte) que buscan reactivar el cliché fotográfico, la identidad de los opuestos que aparentemente habita ese instante.
El autor mismo declararía respecto al personaje: “lo que allí ocurre es totalmente artificial, su horror es un efecto dramático” (el suplicio chino al que el doctor somete a su amante y víctima) es la escritura de la idea, “es imposible representar el drama mental de Farabeuf” (Elizondo, 1977, p. 40), lo que el autor expresa es precisamente esa imposibilidad.
“Farabeuf” es también esa entrega de la materialidad plástica de la palabra al sacrificio o a la cirugía, a esa intervención quirúrgico-escritural que fragmenta los cuerpos y así los lleva a su exceso en la repetición. Entonces a partir del precepto lo que se privilegia es la selección del tema sobre la trama, sobre el relato, sobre los personajes. Lo prístino del tema de la escritura basada en sí misma, y que es capaz de mantener la seducción y el erotismo de la imagen del suplicio mediante un juego de repetición y diferencia. Las historias o relatos que aparecen en el texto paradójicamente se escriben y auto cancelan porque contradicen el sentido clásico de una acción (antes-después} consecuencia) para subrayar la reducción a un solo instante habitado. Instante plástico/literario cuyas sensaciones se multiplican al infinito, al exterior (mundo) y al interior (consciencia de sí) del cuerpo de la palabra.
Al final, el tiempo cósmico busca anularse, para sustituirse con un tiempo fenoménico que se construye para ser instante. Ocurre para detenerse. La historia que debería acontecer horizontalmente en el texto se encuentra rota, convertida en simultaneidad, en instantes que son fragmentos de su cuerpo, mismos que se repiten y se alternan para expresar la ruptura que obliga a la lectura vertical, a leer la novela como si se tratara de una imagen plástica.
Nadie como Elizondo para refrendar el espacio escritural como espacio concreto y plástico: cualidad física o material: escenario al fin. Si la escritura de Elizondo expresa el ser de su humanidad, lo hace en tanto figura erótica, en tanto juego y seducción. Deseo como ensayo metafórico. Rostro negado en la negación de la escritura.
Por su parte, de “Crónica de la intervención” de Juan García Ponce, que es una novela mucho más extensa (como también es prolífica la obra del autor), interesa en especial la figura de Mariana/María Inés, que a semejanza de lo antes escrito en torno a “Farabeuf”, también expresa su propia imposibilidad.
“Crónica de la intervención” sucede a través de la mirada. Los personajes miran a Mariana/María Inés como si miraran una imagen plástica que es condición de su existencia y su deseo. Pero inmersos en la contemplación de su figura, saben que está hecha para darse pero que no puede ser de nadie. Su entrega es la entrega de un espectáculo, de una figura literaria que emula la plasticidad:
No sé quién es ella. De pronto lo teatral cede el paso a un ensimismamiento. Con la cabeza inclinada hacia un lado, mirando hacia el piso, las manos unidas en la espalda, su perfil exacto, esbelta y grave. Pero la imagen siempre se entrega, abierta o cerrada. Es capaz luego, inmediatamente, sin ninguna transición, de levantar un brazo estirándolo
4En cada traslación que surge de los procesos de sustitución, desplazamiento, proliferación y condensación, la artificialización del texto elizondiano incluye también el propio desperdicio, en tanto algo se va quedando atrás. Algo que afecta al canon y que implica el riesgo de un devenir caricaturesco.
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por completo, apoyar la mano en la pared extendiendo los dedos, tender el otro brazo perpendicularmente a su hombro y ocultar la boca y la barbilla detrás, con la cabeza baja, los ojos cerrados; pero ya no es el ensimismamiento sino una actitud. Sin embargo, tal vez la actitud, al ocultarlo, no hace más que mostrar el ensimismamiento. Nunca he visto a nadie tan ajena a la cámara. Estaba borracha, claro. Pero es algo más. El placer de darse en espectáculo, como si quisiera anularse a sí misma (García Ponce, 2012, p. 13).
Estos dos personajes crean una misma figura que se ofrece y se niega en las reglas y los procesos de artificialización del texto. Mariana y María Inés son sustituibles entre sí, y como una misma figura condensan la figura del deseo y de lo imposible: “en la condensación asistimos a la <<puesta en escena>> y a la unificación de dos significantes que vienen a reunirse en el espacio exterior de la pantalla, del cuadro, o en el interior de la memoria” (Sarduy, 2011, pp. 15-18). Incluso, y para remarcar la fuerza erótica de la figura, María Inés deviene en presencia de la muerte:
Para María Inés la inverosímil simetría invertida de los acontecimientos que ocurrieron después de la desaparición de Mariana abrió un vacío ante el que no estaba ni adentro ni afuera. Se había visto a sí misma, había gozado con su propio cuerpo y ese cuerpo la reflejaba, repetía y multiplicaba del mismo modo que ella se sentía reflejándolo, repitiéndolo y multiplicándolo al entregarse a otros y aceptar el gozo que daba y que le daban sin pensar que en todas esas acciones el requisito indispensable para soportar el rompimiento de todas las normas era que esa apariencia, idéntica a la suya, anulaba su propia esencia y creaba en ella misma una ausencia de centro en relación con su propia persona. Ahora recordaría, creería recordar, recordaba el tiempo transcurrido desde que habló por última vez por teléfono con Esteban, cuando ya sólo estaba ella para representarse a sí misma y representar a Mariana (García Ponce, 2012. p. 644).
María Inés, al ser también Mariana, participa ineludiblemente de su muerte y otorga una figura que encarna la presencia y la ausencia paralelamente. Figura como identidad de los opuestos. De ahí la fuerza seductora del texto de Ponce y de obras similares5: en la búsqueda consciente de representar un imposible, en donde la manifestación es forzosamente especular, transgresiva o perversa.
Encuentro en ambas novelas la continuación de ciertas obras creativas que al hurgar en su condición artística buscan revelar un rostro de antemano inalcanzable, que ofrecen a
5 Se piensa en El miedo de perder a Eurídice de Julieta Campos, o en Obediencia Nocturna de Juan Vicente Melo, para mencionar obras de la misma generación, además de toda la literatura europea escrita por Bataille o Blanchot, por ejemplo.
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la figura (y cabe destacar que no podría ser una figura en mayor grado de entrega) como imposibilidad. Obras cuya epifanía es la negación de una identidad inconmovible en la revelación de su naturaleza intercambiable. La epifanía de la figura se encuentra en el regreso a un cuerpo (al cuerpo fotografiado, escrito o plástico). Se trata de obviar y erotizar esa naturaleza ilusoria.
Del proceder escriturario arranca el hallazgo y la revelación de su propia naturaleza. La escritura, según se entiende, se confronta con su propio cuerpo. Es el trazo análogo al instante de un cuerpo que se violenta en su fragmentación. Es la imposibilidad de contener el instante (del rostro, del signo): la imposibilidad misma del ser de la escritura.
Las figuras de Elizondo y Ponce salen a escena acompañadas de su propia ausencia. Ambos escritores plasman ese engaño en el discurso. La figura del ella/él”/ ello de Elizondo, o la intercambiabilidad entre María Inés y Mariana que surge de la escritura de Ponce son, a su manera, la expresión de lo imposible. Ambas novelas hablan de una muerte que se espera, o que está presente y ausente a la vez, ya sea porque el suplicio siempre está por suceder en “Farabeuf”, o porque Mariana, al morir, permanece en María Inés en “Crónica de la intervención”. Así muerte y vida aparentan ser una misma y paralelamente permanecen como un engaño. Así el arte revela la mascarada de lo excesivo y de lo espiritual, del juego y del gozo. En la apoteosis de ambos textos, se redescubre que las palabras son la imagen de un espectáculo, y que toda esa incertidumbre y esa angustia que nos habita es un juego de apariencias, un teatro.
Se interpolan los textos para disimular y como tal disimulo se presentan las novelas de estos escritores de la Generación de Medio Siglo, como un intento de revelar, de presenciar la ausencia hasta llegar a la pura expresión de los objetos, en donde el significado se diluye en el significante. En donde la apariencia del texto triunfa para recordar al lector la importancia de lo ininteligible: “Todos los grandes intentos literarios son intentos de concretar la experiencia de la muerte. Ello demuestra el carácter imposible de la literatura” (Elizondo, 2000. p. 133).
No se trata de una escritura divina, ni de la escritura como transcripción del mundo, sino de la escritura como una parte de ese mundo que se desgarra. La escritura que se lee en Elizondo y en Ponce encarna los gestos de una existencia que se excede a sí misma. Lo imposible de la figura en su intercambiabilidad hace surgir en ambos textos un mundo en donde la escritura que se escribe buscándose abre, para la humanidad, el umbral de su literalidad. Baitelle, G. (2009). El Erotismo. Tusquets.
Deleuze, G. (2009). Crítica y clínica. Anagrama.
Dorra, R. (2005). La casa y el caracol. Plaza y Valdés.
Elizondo, S. (1977). Jorge Ruffinelli and Salvador Elizondo. Hispamérica, 6(16), 33-47. Obtenido de https://www. jstor.org/stable/20541520
Elizondo, S. (2000). Cuaderno de escritura. Fondo de Cultura Económica.
Elizondo, S. (2015). Farabeuf o la crónica de un instante. Ox and Pigeon.
García Ponce, J. (2012). Crónica de la intervención. Fondo de Cultura Económica.
Sarduy, S. (2011). El barroco y el neobarroco. El cuenco de plata.
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