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Salvando vidas
El sombrero de la Tierra
La subdirectora técnica del Fondo Patrimonio Natural reflexiona sobre el deterioro del bosque seco tropical en los Montes de María y cómo es posible recuperarlo.
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por inés cavelier
Don Eliécer avanza lentamente, buscando una senda entre los troncos. El sonido de aves e insectos de tempranas horas acompaña el crujido de la alfombra de hojas secas bajo sus pies. Una espesura de ramas aligera el intenso calor del mes de enero. Él sabe que todavía faltan varios meses para las primeras lluvias, pero está tranquilo, pues el bosque resguarda con su frescura su finca, al cubrir la parte alta, cañadas y rondas de los arroyos, ayudando a conservar sus aguas aun en verano.
Otra parte de su parcela tiene robles que en esta época muestran su floración rosada. Estos árboles se fueron sembrando solos, a partir de otro que cuidaba de su abuelo, y la familia los protegió del ganado y el maltrato. Hoy son su reserva para la educación de los hijos. Tiene palmas amargas entremezcladas con los cultivos y los árboles frutales nativos de la zona, para renovar su amplio techo que aloja la vida cotidiana con su frescura.
Otros campesinos como don Eliécer nos han mostrado lo que sucede cuando la gente se relaciona con la naturaleza desde el respeto. Si bien en los Montes de María aún existen parches de este bosque, intercalados con cultivos y pastos de ganadería, una gran parte se ha perdido, afectando la base de la vida: el suelo y el agua.
Algo parecido o peor se vive en el resto de la región Caribe, donde antes existía la mayor extensión de los 8.8 millones de hectáreas del bosque seco tropical que tenía Colombia y que ha sido deforestado en un 92%, quedando apenas unas 700.000 hectáreas en todo el país.
Muchos de los habitantes del bosque seco tropical han sacado provecho de sus fértiles suelos, al mantener alguna parte. Muchos otros han sido inclementes en la tala, y han labrado su propia destrucción: cuando se corta, más de la mitad de estas áreas deforestadas se degradan rápidamente, volviéndose desiertos estériles.
Los campesinos del Caribe sufrieron recientemente los extremos de la sequía que produjo el fenómeno El Niño, y que les recordaron los pronósticos del cambio climático: en los próximos treinta años, la temperatura aumentará, calcinando suelos, evaporando el agua y haciendo imposible la producción en áreas que no tengan alguna protección de los árboles. Esto puede traer graves consecuencias sociales de desplazamiento, esta vez ocasionado por una inconsciente violencia contra los bosques protectores.
Esta situación empezó a cambiar en zonas de los Montes de María, como en El Salado. Una alianza entre la Fundación Semana y Patrimonio Natural, con el apoyo de la USAID, ha buscado una mejora de las condiciones de vida para las familias a partir del encuentro entre la producción agropecuaria y la conservación de la naturaleza, en un modelo que promete convertirse en la solución para las comunidades que habitan el bosque seco tropical en el Caribe y similares territorios. Desde la región de los Montes de María, este modelo puede constituir un invaluable laboratorio y ejemplo para el país.
De la mano de la gente se trazaron corredores de producción y conservación, y caminos de recuperación de los arroyos y los bosques como ejes vitales.
La finca de don Antonio, al lado del arroyo Morrocoy, es la muestra del compromiso de más de 200 familias que ya aplican prácticas amigables con el ambien-
El fútbol ha vuelto a ser un aliciente para los saladeros. Foto David Lara
martínez julio : carlos foto Los bosques son esenciales para los sembrados, el agua y la supervivencia de los campesinos.
recibe las lluvias y mantiene el agua en esta “casa” que es el suelo.
Para lograr esto en áreas de pastos o zonas degradadas por deforestación, se hacen una serie de zanjas poco profundas, trazadas a nivel, siguiendo los contornos del terreno. Durante las épocas húmedas, estas zanjas recogen el agua de lluvia y permiten que el suelo la absorba lentamente, sin ocasionar erosión. Al lado, se siembran árboles, pastos o cultivos, los cuales crecen al amparo de esta humedad resguardada en el suelo.
Además se plantaron forrajeras como el botón de oro, morera, leucaena, uvito, guácimo, totumo, mataratón y jobo, así como pastos de corte, cubriendo el potrero. En los duros meses de la prolongada sequía del
2015, don Antonio logró mantener sus animales y hoy es un convencido del sistema, pues le permite alimentar más animales en un área limitada y resistir el verano, haciendo su finca más productiva. Hasta las vacas, bajo la sombra de un totumo, mueven la cabeza afirmando su bienestar.
La gente también sufrió por la sequía. Después de perder varias siembras por la falta de lluvia, el desespero se asomaba en todas las familias. Entonces pedimos ayuda a la Red de Semillas del Caribe, una organización indígena dedicada a recuperar y cuidar las semillas nativas y criollas que generan nuestros alimentos. Don Heriberto, el guardián de las semillas, lideró el intercambio, para el cual cada uno llevó lo que tenía y compartió su conocimiento sobre los cuidados para la siembra y la cosecha. Sencillos fríjoles fueron la salvación, pues son los llamados “cuarentanos”, unas semillas que en solo cuarenta días desde su siembra, y con poca agua, permiten recoger cosecha. Además de contribuir a una mejor nutrición de las familias, esta experiencia fue el inicio de un incentivo de mercado en conjunto con la empresa Crepes & Waffles, que apoyó a los campesinos comprando esta producción orgánica para sus restaurantes.
Esta alianza con el sector privado se refrendó al invitar a los campesinos a conocer los restaurantes y plantas de producción, para llamar la atención de sus empleados sobre la importancia que tienen quienes siembran nuestros alimentos. Así, todos vieron la necesidad de establecer estos mercados justos que mejoran la economía campesina, al entender y ajustarse a los tiempos y volúmenes característicos de esta producción.
Un niño montado en su burro, cargando tanques de agua, nos mostró el difícil recorrido para obtener agua, de, a veces, unos cinco kilómetros desde sus viviendas. Con el apoyo de técnicos se diseñó y construyó el primer reservorio en una de las veredas, donde además se aprovechó para que los promotores locales aprendieran y pudieran replicar el ejercicio, que seguirá desarrollándose con este nuevo conocimiento local. Para seguir estableciendo los corredores
de conservación y producción, promotores como Javier y Gilberto, apoyando a un grupo de campesinos, han participado en capacitaciones para mejorar la fertilidad del suelo con micro-organismos de la montaña, preparados a partir de materiales obtenidos en los bosques y de aportes orgánicos de la misma finca.
Otras pequeñas y laboriosas amigas también han contribuido a una mejor economía familiar: las abejas, tomando el néctar de los árboles nativos y de algunos cultivos, producen miel que se obtiene de colmenas comunitarias y familiares. El valor del bosque es clave para tener este dulce resultado, pues se ha visto que a lo largo del año diferentes árboles alimentan a las abejas con su floración; además, así no se necesita alimentar artificialmente a las abejas, ahorrando recursos, y ellas no abandonan su colmena por la falta de alimento.
Como retoños reverdeciendo con las primeras lluvias, estas son algunas de las historias de esperanza logradas por familias que un día decidieron hacer la paz con la naturaleza, crecer con las semillas de la innovación y el conocimiento, sembrar de nuevo el bosque, y al ponerle así el sombrero a la tierra, tener otra oportunidad.
EL CARIBE TENÍA LA MAYOR EXTENSIÓN DE LOS 8.8 MILLONES DE HECTÁREAS DEL BOSQUE SECO TROPICAL QUE HABÍA EN COLOMBIA.
te. Antes, la época de verano era dura para el ganado, que enflaquecía o, incluso, podía morir por la escasez de agua y alimentos. Desde hace unos 16 meses, los campesinos aprendieron una técnica que consiste en entender la finca como un gran techo que
En El Bálsamo, el fútbol En El Bálsamo, el fútbol se lo gozan las mujeres se lo gozan las mujeres
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Gracias a Ayuda en Acción el balón ha vuelto a rodar en esta vereda de El Salado, donde los goles y las celebraciones se habían apagado por culpa de la guerra.
Marcelina Bernuil tiene 76 años y reconoce que la vereda El Bálsamo no es posible sin una cancha de fútbol. “Es que vea —me explica— esa es la diversión de todos, pero más para las mujeres que tienen su buen equipo. En mis tiempos eso no se veía. Ahora son las muchachas las que se la pasan pateando balón, eso ha traído la felicidad a El Bálsamo, después de tanto golpe y sufrimiento”. El Bálsamo es una vereda de El Carmen de Bolívar, en la vía que conduce a El Salado. Tiene unas treinta familias agricultoras que se dedican a cultivar maíz, plátano y yuca. Hoy están a punto de cortar la primera cosecha de tabaco del año, que vendrá limpia y generosa, gracias a las lluvias que han caído desde marzo, luego de tres años de una sequía intensa que provocó el desplazamiento y abandono de la tierra, como en las peores épocas de la violencia en Montes de María.
Cuando Marcelina Bernuil llegó a El Bálsamo, en 1973, todos cultivaban ñame y yuca. Las matas se extendían desde donde está la cancha de fútbol hasta un viejo palo de jobo, en una vuelta del camino que anuncia la entrada a la vereda.
La afición al fútbol llevó a los hombres a raspar con sus machetes un rectángulo de unos cuarenta por sesenta metros. Luego pisaron la tierra con sus abarcas. Con mazos de madera deshicieron morros y nudos
El fútbol ha vuelto a ser un aliciente para los saladeros.
hasta dejarla nivelada para que el balón rodara sin tropiezos. Por último, con varas de roble y palma hicieron los dos arcos para tener una cancha de fútbol que es admirada por los equipos de otras veredas.
En aquellos años setenta, luego de terminar las extenuantes jornadas agrícolas, el balón iba y venía hasta que el sol se ocultaba, en medio de barras y gritos de la comunidad que animaba a los jugadores. Las tardes eran sólo de fútbol.
Rafael Capella es el marido de Marcelina Bernuil, uno de los que raspó la tierra para