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Editorial

“TRES CAUSAS PRINCIPALES SON PORQUE NOS HALLAMOS DESOLADOS” [EE 322]

Hermann Rodríguez Osorio, SJ Provincial

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Tal vez la regla más conocida de San Ignacio de Loyola con respecto al discernimiento espiritual, sea la que invita a no cambiar cuando estamos desolados: “En tiempo de desolación nunca hacer mudanzas, mas estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación” [EE 318]. Tener claros los propósitos y determinación en que estaba el día anterior, parece fundamental para enfrentar la acción del mal y resistir frente al deterioro de la vida de Dios en nosotros. Sin embargo, la regla en la que Ignacio, siguiendo a Juan Casiano (ca. 360 – 435), explica las tres posibles causas de la desolación, tal vez sea más importante porque gracias a ella es posible entender el origen de la desolación y hacernos capaces de enfrentar su acción destructora.

Juan Casiano, un poco más de mil cien años antes de Ignacio, en su obra Conlationes, se refirió a tres causas principales por las que nos hallamos invadidos por la «indevoción» o la «sequedad de espíritu», fenómeno espiritual al que Ignacio llama “desolación”. Voy a seguir el orden que propone Ignacio, que es distinto del que presenta Casiano. La primera causa, en palabras de Casiano, tiene su origen en “nuestro descuido”:

"De nuestro descuido procede, cuando andando nosotros indiferentes, tibios y empleados en pensamientos inútiles y vanos, nos dejamos llevar de la pereza, y con esto somos ocasión de que la tierra de nuestro corazón produzca abrojos y espinas, y creciendo éstas, claro está que habemos de hallarnos estériles, indevotos, sin oración y sin frutos espirituales" (Conlationes, IV,3).

Esta constatación es fundamental, porque nos obliga a ser responsables de nuestros estados interiores, en los que podemos caer por negeligencia o descuido. En palabras de Ignacio, esta primera causa es descrita así: “la primera es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios espirituales, y así por nuestras faltas se aleja la consolación espiritual de nosotros” [EE 322].

Casiano reconoce otras dos circunstancias en las que el estado de sequedad tiene su origen en Dios. Algunas veces, porque Dios quiere que crezcamos en fidelidad frente a la crisis, otras veces, para que reconozcamos los dones de Dios. "La segunda razón de este desamparo es el querer probar Dios la constancia y perseverancia de nuestros buenos deseos e intenciones, y ver el conato y diligencia que ponemos en recobrar lo que experimentamos haber perdido, y tocando así con las manos lo mucho que nos cuesta el recobrar el espíritu de devoción y pureza de alma, que echamos de menos, nos esforcemos en conservarla con sumo cuidado, cuando otra vez nos viéramos enriquecidos de ella. Porque lo que fácilmente se recobra o se vende barato, con escasa diligencia suele guardarse" (Conlationes, IV,4).

Dios no nos prueba para intentar hacernos fallar, sino que nos entrena para saber resistir en los momentos de dificultad, valorando los regalos que hemos recibido. En términos populares, solemos decir que “lo que por agua viene, por agua se va”; no cuidamos lo que fácilmente recibimos. “Lo que nada nos cuesta, hagámoslo fiesta”. Ignacio describe así esta causa, “la segunda, por probarnos para cuánto somos, y en cuanto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de consolaciones y crecidas gracias” (EE 322).

Casiano se refiere a la última causa que tiene su origen en Dios como la posibilidad de adueñarnos de lo que no es nuestro, sino solo de Dios: "(…) para que desamparados un poco de la mano del Señor, y viendo con esto la flaqueza de nuestro natural, no nos desvanezcamos con ocasión de la pureza pasada, que liberalmente Su Majestad nos comunicó, y que aunque lloremos y pongamos mucho cuidado e industria en recobrar la antigua alegría y pureza de conciencia, sin poderla hallar, comprendamos que aquello fue don de Dios, y que la quietud, que puestos en esta tribulación le pedimos, únicamente la podemos esperar de su divina gracia, por cuyo medio habíamos alcanzado aquel primer estado de paz, de que ahora nos sentimos privados" (Conlationes, IV,4).

Tenemos, pues, una primera causa que tiene su origen en nosotros y dos causas permitidas por Dios, para entender el origen de la desolación. Esta última causa aparece en el texto ignaciano de la siguiente manera: “la tercera, por darnos vera noticia y conocimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor, y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, atribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación” [EE 322].

Ya sea originada en nuestra negligencia o suscitada por Dios en sus dos vertientes, vale la pena recordar que en la vida espiritual la desolación termina siendo una posibilidad extraordinaria de crecimiento. Nos hemos acostumbrado a vivir la desolación como un estado negativo y difícil, que nos hace daño y nos golpea con fuerza. Tal vez por esta tendencia más o menos común de la experiencia espiritual contemporánea, tendríamos que hacer un esfuerzo por aprender a crecer en la adversidad y no solo cuando saboreamos las mieles de la consolación. Esa es una tarea pendiente. Saber el origen de la desolación nos hace responsables de ella y nos obliga a vivirla como una oportunidad de crecimiento.

La situación que vive el mundo con la pandemia, las dificultades que vivimos como país, los obstáculos que nos encontramos todos los días en nuestras obras y trabajos, podemos aprovecharlos para crecer. Si Dios nos está regalando una experiencia de sequedad, tenemos que tener la valentía de vivirla tomados de su mano y repetir con el salmista: “Aunque pase por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo” (Salmo 23).

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