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Loreto: Un Altar Donde Todos Nos Encontramos.
Loreto: Un Altar Donde Todos Nos Encontramos. Templo San Ignacio de Bogotá
Hay lugares que se convierten en una ventana en el tiempo. No sólo nos remontan a épocas pasadas sino a realidades que van más allá de lo visible y que tocan lo trascendente. Ese es el caso de cada uno de los altares y retablos del templo San Ignacio de Bogotá. En ellos se encuentra la narrativa humana tocada por las manos ebanistas de Diego Loessing, hermano jesuita alemán llegado a tierras americanas, como también Pedro de Laboria, español andaluz que supo darle a sus esculturas un dinamismo y brillo inconfundibles. Todo eso unido a las manos criollas de Gregorio Vázquez y su hija Feliciana, Gaspar de Figueroa, entre otros tantos, que se unieron al sueño de Juan Bautista Coluccini de hacer el espacio sagrado más digno para la capital neogranadina.
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Estas contribuciones que han permanecido, muchas de ellas, incólumes ante el paso de los años, se unen con otra narrativa, la de Dios, que se representa con ángeles y querubines, con santos que aún parecen entonar sus plegarias y con un Padre que observa y bendice. El observador no puede menos que sentirse parte de la escena, invitado a una puerta en donde se une lo humano con lo divino, las artes de los hombres con la redención de Dios. Justamente, ese es el tema que pregona el altar de Nuestra Señora de Loreto, el más navideño de nuestros retablos, el altar de la familia.
Justo en el centro, en el plano central encontramos la Virgen y el Niño sentados sobre su casa. El artista, un anónimo santafereño del siglo XVII, quiso darle un sentido familiar a la escena. Encontramos a su lado dos personajes que también fueron habitantes de la casa: san Joaquín y santa Ana que se unen a la escena de un modo reverente. En el plano superior vemos a San José que lleva en sus brazos al niño, así como a san Juan evangelista, custodio de la Virgen luego de la muerte de Jesús, también como parte de este círculo familiar. Entre ambos personajes, el retablo de la Anunciación, que tiene lugar en la misma casa, corona la composición que tiene, en su parte superior, una talla de Dios Padre que mira desde el cielo. Más que un conjunto de figuras humanas unidas, vemos acá una contemplación auténticamente ignaciana. Dios en su ámbito superior que ve hacia abajo la redondez del mundo y desde su Trinidad decide hacer redención. Lo que aparece en el altar representa su sueño que va a concretarse en un lugar especial, en una casa, en una familia. Es como si toda la decisión de Dios, pensada desde el principio, pudiera concretarse en los ámbitos de un hogar, en medio de un regazo maternal y paterno. Es, pues, el altar de Loreto una descripción gráfica de la decisión de Dios, del modo como pretende llevar a cabo su obra salvífica: haciéndose hijo de una familia humana.
Justo debajo de la figura divina está la Anunciación como la consecuencia directa de esta decisión de Dios. Allí se concreta este designio como el acontecimiento más esperado de los tiempos: el fíat de María que queda confirmado con las leyendas que portan los dos ángeles en los extremos: “El Verbo se hizo carne” y “nació de la bienaventurada Virgen María”. La solemnidad del momento la vemos en la ornamentación del retablo que en su totalidad quiere expresarla con todo apogeo: fustes calados, incorporación de distintos tipos de flora en los tallados (granadas, vides, setos, abedules) que dorados expresan que la naturaleza misma se ha renovado con el acontecimiento salvífico que la ha dotado de un brillo único. Todos los personajes están circunstantes, siendo testigos de la obra de la Encarnación. Sin embargo, sólo José (arriba) y María (en el centro) llevan al niño en su regazo. A ellos particularmente se le ha dado la tarea de constituir el hogar del hijo de Dios. Este espacio de muros invisibles se concreta en una casa que no sólo hace referencia a su estructura física sino también a la realidad que representa: el hogar construido por personas, tejido por relaciones humanas (a las que hacen referencia las imágenes) y también la noción de que la Divinidad ha tomado dimensiones espaciales, se ha hecho habitante y huésped de uno de nuestros frágiles techos humanos.
Ese es el misterio que esconde la advocación de Loreto. Habiendo pasado por Dalmacia y llegando a un bosque de laureles en la península itálica, los ángeles habían traído por los aires la casa de Nazaret. La habían sacado de sus cimientos para rescatarla de los mamelucos que estaban por invadir esos territorios en el siglo XII. Ese bosque de laureles, lauretum, se convierte en un centro de peregrinación muy significativo en donde alrededor de la santa casa se construyó un santuario. Dicho lugar, no sólo representó un espacio de devoción para los primeros jesuitas, sino también estuvo bajo el cuidado de la Compañía hasta que Clemente XIV la extinguió en 1773. Todas estas razones hacían la advocación de Loreto muy entrañable para los jesuitas de la época. Así que no es casualidad que la tengamos aquí en nuestros muros santafereños. En la parte inferior vemos algunos lienzos. Son miniaturas que representan escenas de la vida de María hasta el momento en que llega a ser madre. La maternidad es un tema central del altar porque está presente no sólo en María como madre, sino también como hija, estando rodeada de sus padres. Es justo esa realidad familiar que va a ser su escuela de maternidad, como vemos en las miniaturas. En este sentido, la presencia de Joaquín y Ana en el altar no es circunstancial, son ellos quienes inauguran el círculo familiar sin el cual el Hijo de Dios no podría hacerse hijo de hombre. Hay una conexión con el pasado, pero también una creación nueva, porque la familia de Jesús va a marcar una nueva realidad en la que sus padres no sólo serán los maestros sino los primeros partícipes de la redención de Cristo. Vemos, asimismo, que el artista ha querido dotar a la Virgen en cada una de las miniaturas de la misma indumentaria que coincide con la de Nuestra Señora de Guadalupe: túnica rosa y manto azul con estrellas. Una especial y curiosa coincidencia que nos habla de una fe inculturada.
En medio de la bella ornamentación en la que los ángeles nos trasladan a un escenario de amor e inocencia, el altar de Loreto contiene una invitación única en todos los altares del templo san Ignacio: no pasar sin orar. Lo que se está mostrando allí es demasiado sublime para seguir desapercibido. Es por eso que el
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transeúnte logra ver dos leyendas, una a cada lado del altar en donde aparece un decreto arzobispal: “todo aquel que rece una salve delante este altar tendrá cuarenta días de indulgencia”, reza la leyenda sostenida por un ángel con las palabras de Mons. Fray Francisco del Rincón, arzobispo de Santa Fe de 1717 a 1723. Y por si el pasante no sabe rezarla, otro ángel al lado contrario se la recuerda:
Dios te salve, Hija de Dios Padre, Dios te salve, Madre de Dios Hijo, Dios te salve, esposa del Espíritu Santo, Dios te salve Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad. Nótese la brevedad de las palabras que están en castellano para que fueran dichas por todos los que, ante el altar, criollos, nativos, esclavos y españoles, quisieran ponerse bajo el amparo de la Virgen. En medio de una sociedad tan estratificada y diversa, todos podían encontrar calor en este regazo maternal, como también nosotros, al ponernos delante del altar de Loreto y susurrar como lo hicieron los antiguos jesuitas, aquellas sencillas palabras.
Este altar de Loreto, el más navideño de todos los que tenemos en el Templo San Ignacio, nos cuenta un relato: cómo Dios quiso hacerse hijo de una familia humana para habitar en medio de nosotros. Nos recuerda que Él también tuvo cobijo no sólo en una casa material sino en el seno de un padre y una madre, un abuelo y una abuela. También nos recuerda lo que somos cada uno de nosotros: el fruto de una familia humana, con personas concretas que amamos y recordamos y que de seguro han sido presencia de Dios para todos nosotros. Así que, en medio de los fustes calados, del barroco que se nos ofrece ante nuestros ojos, podemos sentirnos también nosotros aquí representados.
Reciban un cariñoso saludo de Navidad desde el Templo San Ignacio y que el niño de Belén siga encontrando su casa en medio de las nuestras y cobijo dentro de nuestras familias.
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