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Tiempo

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Ahí viene

Ahí viene

Tiempo

E. C. Ferdinand

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Abstracción universal…, eterna, de la que todo ser dependemos, mas nos encapsula en nuestro existir. Me encuentro sentando en esta habitación de un blanco aperlado, sobre una silla cuya base con el respaldo son una única y sólida pieza de plástico blanco y puro; mas esta misma tiene una rugosidad en su superficie, mientras que, a diferencia del resto de la silla, las patas están hechas de madera, al igual que el piso de la habitación. Cada pata está conectada con otra por ocho varillas negras de metal que se tejen por debajo de la silla. A su vez, la habitación está inundada por una luz que proviene de un cristal que recubre todo el techo, el cual, al intentar observar más allá de este, me ciega. Estoy vestido de blanco: camisa, pantalón, zapatos y hasta el cinturón, todo completamente blanco. Inspeccionando el cuarto, me percato de que las cuatro paredes en su totalidad son de este blanco aperlado, mas ninguna de estas cuatro paredes tiene grieta, ranura o puerta alguna, un cuarto sin entradas o salidas. El piso es de un laminado sólido de madera color marrón claro, llegando a beige, terminando por demostrar que la habitación se encuentra completamente sellada. Paso mis manos por las cuatro paredes buscando alguna grieta, puerta o relieve del cual me pueda ayudar, intentando encontrar una salida de aquel cuarto, pero resulta infructuoso. Los muros de esta habitación son lisos en su totalidad, sin rugosidad o textura alguna; las esquinas con las que colindan los muros son el único relieve que poseen. Sitúo mi oído en contra del piso de madera, en completo silencio; esperando poder escuchar sonidos. Permanezco inmóvil recostado en el piso, busco algún sonido de movimiento, pasos, voces o cualquier tipo de ruido... Nada. Alzo la mirada y en el vacío de la habitación está aquella silla blanca y pura, con aquellas patas de madera. Me pregunto «¿aquella silla me otorgará alguna respuesta?» Situándome frente a este misterioso objeto, permanezco observándolo fijamente, analizándolo, intrigado por cada detalle, por cada centímetro de la silla desde el respaldo, la base, el relieve en su estructura, hasta las patas y lo que las une. Entre más observo la silla, se acrecienta cada vez más mi curiosidad sobre la razón por la que está en la sala. La levanto e inspecciono, cuando al voltearla

encuentro en el centro de la base “SH 9 - 01:13” estampado en color negro. La vuelvo a situar en el lugar del cual la he levantado e intento, una vez más. Alzo la mirada y busco ver a través de aquel cristal que ilumina la habitación; nuevamente, es en vano. Caigo rendido en la silla, desorientado y abundante en interrogantes, mientras que mis latidos empiezan a acelerarse cada vez más. Bum, bum; bum, bum… Cierro los ojos.

Abro los ojos y me encuentro en un jardín adyacente a una gran casa de madera azul cielo que parece de inicios de siglo XX. El pasto es de un color verde oliva y hay dos enormes cedros de gran follaje, situándose cada uno en las esquinas del patio, delimitado por una barda de madera que tiene en su base una enredadera creciendo. Estoy postrado ante una mesa montada con platos blancos y copas de vino, parece ser una fiesta. «Pero, ¿para quién es la fiesta? ¿Qué estamos celebrando?» Veo corriendo y jugueteando niños en el fondo del jardín entre ambos cedros, a mis lados veo caras familiares, pero quisiera poder saber quiénes son las personas que se encuentran a mi diestra y mi siniestra. Escucho el sonido de las aves sobrevolándome y parece ser el inicio de la primavera. Como también se escuchan las risas de los niños que juguetean y el agua que corre de una fuente, pero no logro ubicarla en el jardín. El céfiro primaveral tiende su suave ceda en mi mejilla y con mirada vaga, analizo el paisaje, pero no alcanzo a centrar mi atención en nada. Me hablan, mas solo escucho ruido y sigo viendo el paisaje y mis alrededores. De repente, yace frente a mí una taza de café negro, el vapor sale de este como si estuviese recién hecho. Volteo a ver a las demás personas en la mesa y diviso que tienen frente a ellos una rebanada de pastel, pero ninguno atiende el plato. Todos se encuentran platicando, riendo y sonriendo con las personas a sus lados. Busco frente a mí una cuchara para el azúcar, levanto una cuchara plateada y con delicadeza añado una, dos, tres cucharadas de azúcar a este café negro como el corazón y amargo como el alma, pero antes de volver a reposar la cuchara sobre la mesa, siento que en la parte de atrás del mango trae un grabado: “SH 9 - 01:13”. Vuelve a aparecer este escrito, ahora sobre el lomo de una cuchara plateada, en este extraño escenario. Reposo con inquietud y nerviosismo la cuchara sobre la mesa, empiezo a mirar rápidamente hacia los lados, todo se ve normal, pero una voz en mi interior grita que nada es normal. Me levanto de la mesa y con andar rápido busco dirigirme hacia una salida, continúo volteando hacia mis costados rápidamente, en busca de alguna anormalidad en el ambiente que pueda constatar mis sospechas. En mi estado alterado y con caminar acelerado, no me percato de la

barda de madera frente a mí, topo con ella y caigo al pasto, golpeo con el costado izquierdo de la cabeza el suelo y entro a la obscuridad de la inconsciencia. Despierto en el pavimento de una acera al borde de la calle, me levanto, siendo lo primero que noto el traje azul marino que llevo puesto, camisa blanca y corbata roja con detallados en negro bajo el saco. Mientras que en mi muñeca izquierda hay un precioso Rolex que hace conjunto con mis zapatos Oxford de color café. Entre tanto, veo que en la acera se encuentra un portafolios negro abierto con papeles y documentos, a su vez, estos empiezan a salir volando por el paisaje urbano con la brisa que arrecia. A un costado de este portafolios hay un móvil roto. Al lado mío hay un poste de alumbrado público contra el que, al parecer, he chocado; veo a mi alrededor el borde de la acera esta recién pintado, tiene esta pintura amarilla brillante. La calle, a pesar de tener dos carriles que van en sentidos opuestos, está vacía. Al voltear a mi espalda se erige una serie de edificios, departamentos hechos de ladrillo, los cuales se han vuelto escarlatas con el pasar del tiempo y, aun así, todos los edificios son idénticos. Veo que del otro lado de la calle se extienden más edificios como los que se encuentran a mi espalda, con una diferencia: en medio de estos edificios se encuentra esta pequeña tienda roja con toldo blanco y un gran ventanal en el costado izquierdo de la tienda. Sigo viendo el panorama, hay un manzano frente a la entrada de cada edificio, siendo remplazado por una luminaria en ciertos edificios. Entre todo esto, veo el nombre de aquella pequeña tienda roja: “SH 9 - 01:13”. Dentro de mi impresión, perplejo observo el nombre de aquella tienda. Volteando a mis alrededores, busco a alguien, algún peatón que esté pasando para preguntarle si observa el mismo nombre que yo en aquella tienda roja con toldo blanco y gran ventanal, para que me otorgue respuesta alguna, pero nada, las calles y aceras están vacías. Entonces decido acercarme a la tienda, inquiriendo acerca del significado del nombre. Cautelosamente avanzo a través de la acera hacia la otra acera, pasando a través de aquella desolada calle, mientras que, durante mi andar, mis piernas empiezan a temblar por temor a lo que encontraré dentro de la tienda o de la respuesta que obtendré sobre el nombre que cuelga sobre el toldo de la tienda. De repente, un ruido a mi diestra me llama la atención mientras atravieso la calle, un automóvil negro avanzando a alta velocidad; no voy a lograr apartarme del camino y al parecer el coche no tiene intención de detenerse. Solo cierro los ojos, espero el impacto.

Golpeo con brutalidad la pared blanca que se encontraba frente a la silla; le he agregado más color a aquel blanco aperlado de la pared; una mancha roja de sangre ahora yace en el centro de esta; mi hombro derecho está dislocado, mientras

que mi ojo izquierdo poco a poco empieza a inflamarse; a mis pies yacen tres de mis dientes que con el impacto se han desprendido y, a lo largo de todo mi cuerpo, empiezan a aparecer diversos moretones y lesiones. «Carajo, lo que necesitaba». Mi ropa, al igual que la pared, está teñida con este pigmento rojo que resulta ser mi sangre, brotando de mis heridas. Volteo al resto del cuarto y todo se mantiene igual, excepto por una pequeña cosa; ahora hay un plumón permanente de color negro sobre aquella silla. Me acerco a la silla, cojeando y dejando sobre el laminado gotas de sangre. Llego hasta esta, levanto el plumón y lo empiezo a examinar. Lo abro, reviso si pinta, si no tiene alguna inscripción fuera de lo habitual que debería de llevar marcado un plumón. Todo es normal con el plumón. Me pregunto: «¿y qué cojones se supone que debo de hacer con este plumón?» Me recuesto en el piso, veo hacia el cristal que ilumina la habitación y empiezo a arrojar el plumón hacia arriba; cae, lo atrapó y lo vuelvo arrojar. Estoy recostado sobre este charco de sangre seca, en medio de esta enorme y pequeña habitación, que se ensancha al arrojar el plumón y se encoje al atraparlo. Fallo al atrapar el plumón y este golpea contra mi pecho, rebotando y cayendo al suelo, empezando a alejarse de mí. Me recuesto en mi costado izquierdo, intento con el brazo derecho alcanzar el plumón, en vano. Este ha quedado fuera de mi alcance y ya simplemente dejo caer en seco el brazo contra el suelo. Cierro los ojos, una vez más…

Abro los ojos y estoy rodeado por un tumulto de gente, estoy recostado sobre el pasto, este pasto verde oliva que se encuentra húmedo como si acabase de ser regado; debajo de mi cabeza hay una chamarra que la mantiene levantada sobre el resto del cuerpo. Con mi mirada fija en el cielo veo las caras de forma muy lejana. De mi frente empiezan a caer gotas de sangre, bajan a lo largo de mi rostro. Llevo mi mano a mi frente intentando precisar de qué parte de mi frente provienen, topándome con una gran herida expuesta. Escucho gritos, llantos y murmullos. Por más que la gente se vea lejana, siento que el espacio se reduce, se obscurece el ambiente, trato de levantarme, mas no puedo mover mis piernas y mi brazo izquierdo no me responde como debería, solo puedo mover la cabeza hacia los lados como también mi brazo derecho, el cual tiene la mano manchada de sangre por la herida. La chamarra bajo mi cabeza cada vez se siente más y más dura, se vuelve incómoda y molesta, a la vez que se empieza a sentir más húmeda. Desesperadamente busco con el movimiento de mi cabeza desplazarla o, mínimo, ver el porqué de este sentir; ruedo hacia un costado a pesar de las manos y palabras de la gente a mi alrededor que intentan detenerme.

Al voltear a ver la chamara, me doy cuenta de que esa sensación de humedad en la parte de atrás de mi cabeza era sangre, la tela resultó ser mi pelo y la elevación a la que se encontraba mi cabeza era debido a la roca que se encontraba debajo de esta. Regreso la vista hacia la gente de mi alrededor y veo que la gente se empieza a apartar. A su vez, se acercan rápidamente dos paramédicos con una camilla, inmovilizan mi cabeza después de hacer las revisiones básicas necesarias y, posteriormente, me posicionan sobre una tablilla para subirme a la camilla. Soy levantado, colocado sobre la camilla y siento cómo la presión en mi cuerpo aumenta, entonces cierro los ojos y espero a que este sentimiento termine.

Al abrir los ojos me encuentro dentro de una ambulancia, se escucha el fuerte sonido de la sirena, sobre la cara llevo una mascarilla que suministra oxígeno, estoy inmovilizado sobre la camilla, no puedo mover nada fuera de los ojos. En eso, me colocan un destello en los ojos, todo se vislumbra blanco. Uno de los paramédicos me pregunta por qué crucé una calle repleta de automóviles, para después preguntarme mi nombre y si recuerdo algo de lo que sucedió. Mi respiración empieza a ser más tosca, duele respirar, mi pecho se comprime. Cierro mis ojos lentamente. Estoy con los ojos cerrados, sentado en una silla de metal, afuera de una cafetería mientras disfruto de mi bebida preferida de esta misma cafetería. Veo pasar los automóviles en la vía, la gente en la acera, en mesas cercanas hay más personas conviviendo, platicando y disfrutando. Volteo al frente y me sonríes, para luego volver a darle un trago a mi café. En mi muñeca, aquel Rolex, mis prendas son completamente blancas, estoy despeinado y siento mi cabellera húmeda, gotas empiezan a caer en mi rostro, siento el correr de cada gota tan claro sobre mi piel como el de la anterior. Alzo la vista al cielo y observo las nubes grises, me quitan un peso de mis hombros. Con la mirada en el cielo, disfruto de las ligeras gotas de lluvia arremetiendo contra mi rostro, sintiendo una tras otra. Tomo mi bebida y dándole un largo trago, me la termino. En eso tú sacas de detrás tuyo un paquete envuelto en un tipo de papel rugoso color café, estirando tus brazos y acercándolo a mí. Pero tu sonrisa tiene más presencia que el regalo en sí, pese a ello, lo abro viendo que es un libro de Arthur Conan Doyle, es su noveno libro de su serie de novelas detectivescas. Un escalofrío azota mi cuerpo, el frío atraviesa mis brazos y piernas hasta llegar a mi pecho para terminar en mi cabeza, siento un gran dolor en la parte trasera de la cabeza. Llevo la mano derecha a esta parte y, viendo que hay sangre, siento pulsaciones más fuertes que aprietan mi pecho, una tras otra arrecian mi sentir.

Me levanto y cojeando tomo el plumón ensangrentado que se encontraba a mitad de un charco de sangre en el laminado. En el muro que se encuentra directamente frente a la silla, se observa una grieta, la marco con el plumón que, a pesar de ser negro, deja manchas rojas. El cuarto ha cambiado en cierta forma por sí solo, es cierto que yo he puesto de mi parte añadiendo el color rojo y uno que otro diente en el suelo, pero además de esto, la luz que emana del cristal sobre mi cabeza se vuelve más cálida. Señalo la grieta que apareció en el muro para evitar perderla de vista, son diferencias que antes la habitación no tenía. Una vez más, me siento en aquella silla blanca de plástico y observo fijamente la grieta en el muro, el color rojo que se encuentra a su alrededor, las huellas que dejé marcadas en el muro, todo y nada. Dentro mío algo se empieza a incendiar, quema y se extiende al resto de mi cuerpo; mi pie derecho empieza a temblar, las heridas en mi ser dejan de sentirse, los huesos en mis puños truenan a la par de cerrarse lentamente. Arrojo el plumón en contra del muro para, seguido de este, arremeter contra el mismo. Nudillos llenos de sangre, huellas y manchas nuevas aparecen en el muro, golpes que fracturan algo, no sé si lo que se está fracturando en realidad son los pocos huesos en estado decente en mi cuerpo o es el muro. Ya no importa, cada golpe es más violento, más brutal que el pasado, no siento los puños y brazos desde hace varios golpes, mejor, ahora estos no van a doler. Las paredes aledañas ahora también albergan una especie de Pollock, la tapa que recubría el plumón yace en el suelo destrozada a un lado del mismo plumón. Recargo mi cabeza contra el digno oponente que ha sido el muro y descanso. Las heridas en mis puños podrían estar peor, solo son unos cuantos huesos rotos y fracturados con cortadas que dejan caer gotas para formar rosas en el suelo. Volteo y la silla sigue ahí, la tomo para reventarla contra el muro. La silla ha quedado reducida a trozos individuales que se encuentran dispersos a lo largo de la habitación. Pero ahora el lugar de la silla ha sido reemplazado por un paquete envuelto con un papel rugoso color café, me acerco para averiguar que es un libro de Arthur Conan Doyle; a un lado del libro, en el suelo, está la parte de la base de la silla con aquel misterioso estampado. «¡Coño! El estampado se refería al libro, el noveno libro, el primer capítulo, décimo tercera línea». Abro el libro buscando y situándome en la referencia del estampado, donde tenía escrito el libro: “—Tiene que significar algo más que eso— dijo”. Confuso dejo caer el libro al suelo, perdiéndose entre los trozos de silla y sangre, para inmediatamente tomar el plumón ya dañado tratando de escribir en el muro aquella cita. En un estado de confusión y alteración doy vueltas alrededor de la habitación, en busca de más pistas, de otra cosa que pueda ayudarme a saber qué carajo está

sucediendo. Empiezo a tener una seria jaqueca, coloco mi mano a un costado de mi sien, esperando que pase. Salgo volando contra el muro, una vez más impactándolo, ahora de espaldas y volviendo a caer al suelo. No sé qué es lo que está pasando, pareciese como si la habitación se estuviese moviendo a voluntad y, repentinamente, hubiera frenado en seco.

Al abrir los ojos veo que estoy en una habitación de hospital, al parecer me encuentro sedado porque no logro sentir dolor alguno, a pesar de tener todas las extremidades dañadas. Volteo y veo en la mesa que está a mi costado derecho y enfrente de un sillón, una canasta con globos y regalos, mientras que en el sillón se encuentra un oso de peluche. A un lado del oso hay una bolsa de plástico que, por lo que veo, trae dentro lo que parece ser mi ropa y pertenencias que dejaron los paramédicos. Sobre esta bolsa yace el Rolex que traía puesto. Mi mente es azotada por una jaqueca, trato de recordar qué sucedió; aparecen imágenes burdas y borrosas, recuerdos cruzados, sueños y realidades, todas están en mi cabeza, mas no sé cuál es cuál. Llegan a mí recuerdos imprecisos de una taza de café con una, con dos, con tres cucharadas de azúcar; una tienda roja con un toldo blanco; cedros y manzanos, risas, voces vacías, caras sin rostro, un plumón permanente, papeles volando a través del paisaje. «¡Pero, ¿qué significan todas estas imágenes en mi cabeza? ¿Qué son?!»

Creo que cerraré los ojos y trataré de descansar, todo me abruma.

Maltrecho de mis rodillas, me encuentro en el suelo, he llegado a un punto en el cual mi mente y mi cuerpo están en paridad, ambos destrozados; si he de quedarme en este espacio de infinidad que aprisiona, lo haré. Tomo una vez más el plumón, volteo hacia la pared y comienzo a pintar sobre ella: su rostro, sus ojos, sus cejas, sus iris y sus labios. Me arrastro como puedo hacia atrás a lo largo de la habitación para, al llegar al muro opuesto, poder contemplarla. Ahí, recargado en aquel muro, puedo admirar debidamente la habitación. La grieta se ha vuelto la cerradura de la puerta y tus ojos finalmente le dan más color a esta confusa prisión; tu boca y tus labios, a pesar de no dejarme entrar o salir, me dan el anhelo de existir, para poder ver en tu iris y sentir en él la tranquilidad necesaria. Y ahí, al pie del muro, me encuentro, físicamente destrozado, mentalmente fatigado, mis manos laceradas, mis costillas y huesos rotos; a la par, mis piernas fracturadas, pero estoy en paz en aquel pedazo de existencia en el que he sido condenado a permanecer.

Vuelvo a abrir los ojos, observo el reloj que mi padre me dejó, ahí sobre mi ropa, en aquel sillón. A un lado se encuentra ese oso de peluche con el cual solía dormir cada noche durante mi infancia, mientras mi madre me leía esas novelas de detectives que tanto nos fascinaban. Nada más recuerdo que en mis sueños me atormentan o relajan, ya no sé cuál. Con ayuda del barandal de la cama logro ponerme de pie, para ver en el marco de la ventana de la habitación, el plumón permanente negro con la tapa rota y manchado con sangre. Al tomarlo se ven papeles volar a lo largo del paisaje; mientras se escucha el agua de una fuente correr y a los niños jugar, pero ¿qué es realidad?

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