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Lo que crece en el fango
Lo que crece en el fango
Eber A. Balderas
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Esta tarde me encontré nuevamente ante la encrucijada que divide la larga avenida principal con el viejo atajo que llegó a ser tan transitado hace algunos años. Aquel desolado sendero, ahora cercado por altos matojos y arbustos revestidos de amenazantes espinas, se abre camino a través de un extenso vergel. Nadie es capaz de afirmar que sea la voluntad del hombre o de la salvaje naturaleza la que gobierna en ese pequeño reino de frondosa vegetación e infames secretos. No es mi intención aportar más a los ya cientos de rumores que corren acerca de ese terreno. Pero sería inapropiado en la misma medida negar que cada vez que camino por los límites de aquel jardín, soy recibido por el saludo de aquellas ramas que parecieran mecerse rítmicamente por obra de un viento imperceptible para los sentidos del hombre. Inventando mil excusas para evadir el atajo, suelo alejarme del viejo camino, apresurando el paso por la avenida principal. Al hacerlo, a mis espaldas ruge un alboroto que evoca en mí la imagen de alguien o algo abriéndose paso entre la hierba, arrastrándose por el espeso fango que cubre el suelo y llamándome por mi nombre para que voltee sobre mi hombro. Tal como los ancianos del pueblo no se cansan de aconsejar, mantengo mi vista al frente. No suelo ser temeroso de las rocambolescas habladurías de la gente del pueblo, pero tengo mis propias razones para mantenerme al margen de lo que sucede en aquella parcela. Siempre he creído que, a pesar de haber nacido de infundados temores y crueles intenciones, todos esos rumores siempre terminan alimentando a algo real. Según he escuchado, esa amplia porción de campo no fue siempre tan abundante como lo es ahora. Hace bastante tiempo, el terreno no era más que un desolado manchón de páramo seco como tantos que abundan por los estériles alrededores del sur del pueblo. No sería hasta que esos ambiciosos mineros llegaron a la región, que aquella inerte tierra albergaría vida. En sus interminables travesías por las entrañas de la tierra, en la búsqueda de aquellas codiciadas vetas de hierro, los mineros terminaron por derramar sobre la superficie el caudal de algún río subterráneo. Ningún yacimiento fue encontrado en las cercanías, tan solo esa pestilente agua, tintada de rojo por el óxido de ese evasivo hierro que se burlaba de los buscadores entusiastas desde su escondite. Ese día, una vena le fue cortada a la tierra, y la sangre que esta derramó, transformó ese árido suelo en un espeso lodazal
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas que no tardó en albergar a toda clase de vegetación. Y como una manada de carroñeros que se ve atraída por el olor de la sangre, algunos pueblerinos acudieron al llamado de la abundancia para comer de los frutos que ese recién formado edén les proveía. Recuerdo que, siendo un niño, visitaba con frecuencia el terreno. Durante esas tardes siempre me encontraba en compañía de Danilo, Loreta y otros cuantos niños con los que compartía amistad. Todos nosotros habíamos crecido escuchando que este pueblo había visto tiempos mejores. Para mí eso no era más que un patético intento de minimizar nuestra penosa situación actual, pues ni siquiera en los primeros años de mi vida había conocido lo que eran los buenos tiempos. Con frecuencia, la comida traída a nuestras mesas era poco abundante, además de que la variedad era un lujo que pocos se permitían. Por este motivo nos encantaba tanto ir a ese terreno; ahí la tierra nos obsequiaba todo lo que la miseria nos prohibía. La variedad de frutas y bayas que encontrábamos en el huerto era prodigiosamente diversa y, lo más impresionante de todo, era que ese sitio parecía existir fuera del influjo de las estaciones del año, ya que las frutas y las flores crecían todo el tiempo, indiferentes a la temporada en la que se estuviera. Pero no todo era tan bello. Aún a nuestra corta edad, mis amigos y yo comenzamos a notar cierto comportamiento inusual en el huerto. Aunque sonara ridículo, teníamos la certeza de que esa tierra en ocasiones respondía de una forma familiarmente humana. Afortunadamente para nosotros, no percibíamos que le molestaran los niños que pululaban en su terreno, sino todo lo contrario. Si se prestaba atención, incluso podíamos ver cómo los árboles y los arbustos se contoneaban vanidosamente, como un pavorreal, cuando alguno de nosotros mencionaba lo extraordinariamente jugosos que eran sus frutos o lo brillantes que eran los colores de sus flores. El huerto parecía disfrutar tanto de nuestra atención, que todos los días, al intentar salir, sentíamos cómo el suelo fangoso se aferraba a las suelas de nuestros zapatos y tiraba de nosotros para obstaculizar nuestra partida. Pero los misteriosos caprichos de aquella tierra no se detenían ahí. Con el tiempo, fuimos testigos de otros aspectos menos agradables de su extraña personalidad; actitudes perniciosas que en ocasiones nos hacían temer de esa fuerza consciente con la que convivíamos diariamente. Sería el joven Danilo quien un día haría uno de estos indeseables descubrimientos. El niño, teniendo la intención de compartir con su familia, llevó consigo al huerto un pequeño costal que llenó con varios kilos de fresas, que eran su fruta preferida, antes de volver a su casa. Deliberadamente, el niño despojó decenas de matas de fresas de sus frutos. Hasta ese momento habíamos mantenido los botines de nuestras sesiones de recolección en cantidades discretas, tan solo saciando nuestra hambre del momento. Esto se debía, quizá, a que desde un
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas comienzo temíamos por llegar a ganarnos el desprecio de aquella misteriosa tierra. No fue hasta el día siguiente que nuestro temor se hizo realidad. Incluso antes de llegar a los límites del terreno, nos abordó el nauseabundo hedor de la podredumbre. No tardamos mucho en dar con el origen de aquella peste. Todas las matas de fresa del lugar habían sucumbido a alguna extraña plaga que las corrompió hasta la forma de una desagradable plasta de consistencia musgosa. Todas las fresas que el joven Danilo había dejado tras su recolección del día anterior yacían en el suelo, albergando un zumbante hervidero de gusanos y moscas. Dejando de lado las fresas, toda vida en el vergel permanecía tan radiante como siempre. Eventualmente, las fresas volvieron a crecer, pero tuvieron que pasar varios meses para que esto ocurriera. Asumimos que esto debió de haber sido una especie de llamada de atención para Danilo, pero el mensaje quedó grabado en todos nosotros; éramos beneficiados por la caridad de aquella tierra, pero esta no iba a soportar que abusáramos de su generosidad. Y así, durante un par de años cuidamos recelosamente todo lo que hiciéramos o dijéramos en los límites del terreno. Sabíamos que él nos observaba, nos juzgaba e incluso poseía los medios para castigarnos si era su voluntad. Sin embargo, inevitablemente volveríamos a ser testigos de los detestables caprichos de la tierra. Un día, Loreta acudió a encontrarse con nuestro grupo de siempre. Dentro de su puño, traía un pequeño montón de huesos de cereza. La niña ya nos había contado anteriormente el gusto que tenía por esta fruta tan difícil de conseguir por esta región. De alguna forma se las había arreglado para conseguir algunos huesos entre los desechos del mercado municipal y había dado con la idea de aprovechar la siempre húmeda tierra del huerto para tener su propio suministro de su preciada fruta. Hasta ese momento no había ningún cerezo en el terreno, pero no dudábamos que la tierra acogería aquellas semillas y las dotaría de la vigorosa vida que la caracterizaba. Para nuestra sorpresa, las semillas no solo nacieron exitosamente en el sitio donde Loreta las plantó, sino que lo hicieron a una velocidad que nos hizo darnos cuenta de lo mucho que subestimamos el poder de esas tierras. Al día siguiente de haber enterrado las semillas, un brote ya se había abierto camino fuera del suelo. En tan solo un mes, aquel brote se había transformado en un árbol casi tan alto como yo mismo y que ya mostraba los incipientes indicios de dar frutos. Tal como lo esperábamos, las cerezas crecieron en poco tiempo. El día que por fin nos decidimos a cosechar las cerezas de aquel árbol, llenos de emoción y expectativas, atestiguaríamos nuevamente otra de las crueles reprimendas del huerto. En esta ocasión, sufrimos las consecuencias de haber retado el orgullo de la tierra, pues a esta no pareció gustarle que nosotros intentáramos decidir lo que debía crecer en ella. Solo una voluntad mandaba en aquel lugar y no permitiría que ningún mortal profanara ese suelo con sus intenciones. Las cerezas que arrancamos del árbol ese día lucían tan jugosas y dulces como podrían llegar a ser, pero al clavarles el
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas diente, estas estallaban en un chorro de una amarga y espesa sustancia oscura. Incontrolables arcadas nos doblegaron mientras ese repugnante pus parecía quemar nuestras lenguas y gargantas. Lo peor llegó cuando intentamos limpiar el sabor de las cerezas comiendo otras frutas, pues, a diferencia de lo sucedido con las fresas de Danilo, esta vez la inexplicable maldición se propagó al resto del lugar. Durante las semanas siguientes debíamos ser cuidadosos, pues en una de cada cinco frutas que cortábamos, una de ellas estaría impregnada de ese despreciable veneno negro. Con el paso de los años, tanto yo como el resto de mis amigos dejamos de frecuentar el huerto. Ya no éramos un montón de niños despreocupados, sino adultos que arrastraban sus propias cargas y que no podían darse el gusto de jugar por el campo todas las tardes. Sin nuestro habitual punto de encuentro fue fácil perder la cercanía con quienes una vez fueron mis compañeros de juegos; aún los veía por las calles de vez en cuando, después de todo, este es un pueblo pequeño, en donde uno no puede clavarse una astilla en el dedo sin que su vecino se entere, pero no había convivencia entre nosotros más allá de un claramente forzado saludo. El tiempo corre sin descanso, pacientemente, siguiendo su lento caudal, pero no hay que dejarse engañar; esas calmadas aguas arrastran y borran todo lo que está a su paso con la fuerza de una implacable ola. Indiferente a nuestra ausencia, el huerto seguía siendo visitado, ahora por una nueva generación de niños y vagabundos hambrientos, quienes llenaban sus estómagos a la vez que ellos alimentaban el ego de la tierra. No se sabe con certeza en qué momento la gente terminó por olvidar por completo el huerto, dejándolo en el abandono en el que se le puede encontrar ahora. Pero si me lo preguntaran a mí, diría que todo el temor y los rumores comenzaron a la par que Loreta se marchó del pueblo. Y no puedo culparla por haber escapado de aquí en cuanto tuvo la oportunidad, ya quisiera yo también librarme de este pueblo, de sus fantasmas y de su gente de extrañas costumbres. Las cosas no han estado bien en un largo tiempo y no parece que vayan a estarlo nunca más, pero, sin duda, la situación de Loreta era aún más desagradable que la del resto de nosotros. Para Loreta no fue sencillo encontrar una forma de ganarse la vida. Para su suerte o desgracia, la nefasta “avenida de las cantinas” siempre está en la búsqueda de algunas manos extra para ayudar a atender su basto flujo de clientes. En este pueblo en donde los malaventurados son dejados con nada más que sus vicios para pasar el rato, los tugurios de mala muerte compiten entre sí para beneficiarse de los borrachos perdidos. Por este motivo, contratar señoritas para atender en la barra, limpiar las mesas o simplemente hacer acto de presencia en el recinto, es una estrategia comúnmente adoptada por los propietarios de las cantinas. Durante los años que pasó como mesera en estos bares, la prodigiosa belleza de Loreta le jugó en contra al intentar ser discreta y pasar desapercibida entre la multitud de ebrios. Fueron incontables los malvivientes que intentaron cortejar, con la poca gracia y la vulgaridad que caracterizan a un borracho, a aquella joven que
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas tan solo buscaba mantenerse a sí misma. En el mejor de los casos, su implacable indiferencia terminaba por desanimar a sus pretendientes, quienes se alejaban decepcionados entre burlas de sus compañeros de mesa. En las ocasiones menos afortunadas, los sujetos rechazados reaccionaban con iracundo escándalo y el dueño del local o los otros clientes debían intervenir para contenerlo mientras la muchacha huía a resguardarse tras la barra. Su gran popularidad entre los habitantes de las cantinas solo era comparada con el odio que le profesaban algunas mujeres del pueblo. Siendo más específico, eran las damas de la entre voces llamada “pandilla de las harpías”. Se trataba de un grupo de mujeres que se habían autoproclamado la alta sociedad del pueblo. Solían reunirse a beber té y copas de vino en la terraza de una antigua casona construida en los límites del jardín municipal. Desde su inalcanzable nido, estas damas parecían vigilar con ojo atento cuanto sucediera en el pueblo. Muchos de los más infames y lesivos rumores que corren por las calles han tenido su origen en aquel balcón, entre blasfemos murmullos y sorbos de supuestos tés importados que no eran más que simples hierbajos arrancados de algún jardín a las orillas de un camino. El peor infortunio de Loreta fue haber captado la atención de esas insidiosas harpías. Es verdad que la joven no buscó de ninguna manera que esto sucediera; no fue su culpa haber cautivado la vista del esposo de más de una de estas mujeres; haya sido como haya sido, los rumores sobre la prolífera carrera de Loreta en la vida galante fueron inyectados en las venas del pueblo como el veneno de una serpiente. He pasado mi vida entera entre esta gentuza y por ello les conozco tan bien como para saber que tomarían estos rumores como nada más que una incuestionable verdad. Todos ellos viven en el mismo hoyo y lo único que les hace olvidar su sombría realidad es señalar la de sus vecinos y mofarse de esta. Pero en el fondo todos ellos lo saben, saben que nacen condenados y que ni siquiera la muerte les dará un alivio a sus despreciables almas. En lo personal, nunca fui partícipe del injusto juicio al que Loreta fue sometida, pero debo aceptar que, si bien el afecto que sentía por ella en nuestra infancia había sido diluido por el tiempo y ahora no era más que una vieja conocida, la mala fama que la acompañaba hacía menos atractiva la idea de siquiera dirigirle un saludo ocasional. Yo tenía mis propios problemas. Sabía que probablemente nada de los que decían sobre ella era verdad, pero lo último que necesitaba era que esa gente me señalara como un casquivano que se dedicaba a buscar esa clase de compañía. Recuerdo haberla visto tan solo un par de días antes de que se hiciera público que se había marchado del pueblo. Fue en una fría y ventosa noche, yo me encontraba sentado en mi escritorio, en el cuartucho que solía rentar en la planta alta de una casa de huéspedes. Arrastraba mi fatigada vista por las decenas de cartas y cuentas por pagar que había regado sobre la mesa cuando, a través de mi ventana, una inusual figura llamó mi atención desde la calle de enfrente. Corrí media cortina
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas para ver a través del cristal y fue entonces que la vi, de pie a unos cuantos metros del portón que daba al patio delantero de la propiedad. Cientos de preguntas revolotearon en mi cabeza al verla parada ahí, sola, bajo la trémula luz de un farol averiado y sin un abrigo que la protegiera del fresco viento nocturno. Su vista apuntaba hacia arriba, escudriñando las ventanas más altas de la casa, mientras frotaba sus manos nerviosamente. Fue entonces que su mirada se encontró con la mía.
Me mantuve quieto por unos segundos, viendo el rostro de quien alguna vez fue esa niña que correteaba conmigo en el lodo. En ese momento, sentí el deseo de correr hacia atrás en el tiempo, a aquellos días de largas horas y dulce ignorancia. Pero el incesante azote de mis preocupaciones se encargó de arrastrarme de vuelta al presente. Yo sabía que aquella sería otra noche sin sueño; otra noche que pasaría maldiciendo a mi suerte y a mis bolsillos que cada día estaban más vacíos; otra noche que culminaría con los golpes en mi puerta de un casero que amenazaría con lanzarme a la calle si no le mostraba algo de plata. Y ahora estaba ella, buscándome en mi ventana para pedirme algún favor; eso era lo que tenía que ser, pues no hay algún otro motivo por el que alguien buscaría a un antiguo amigo olvidado a tales horas.
Aparté la mirada súbitamente y volví a sumergirme en mi papeleo. Ella aún me observaba. Podía sentir el calor de sus ojos marrones abrazándome el rostro. Cuando ya no fui capaz de continuar fingiendo indiferencia, me asomé una vez más por la ventana para ver cómo Loreta daba media vuelta y se alejaba del portón. La joven se detuvo un momento resguardándose tras el viejo farol y volteó recelosamente hacia el extremo derecho de la calle, para acto seguido salir caminando presurosamente hacia el extremo contrario; adentrándose en la avenida principal y después dirigiéndose hacia el sur. Como ya lo había dicho, esa misma semana se supo que Loreta había decidido marcharse; se fue sin despedirse de nadie y sin dar algún indicio de hacia dónde iría. De cualquier forma, ya no tenía a nadie a quien deberle explicaciones. A los pocos días de estos acontecimientos, aquel enigmático huerto manifestó otro de sus extravagantes caprichos. Me percaté de ello una tarde, mientras caminaba de regreso a casa. Inadvertidamente, el camino me había llevado a pasar una vez más junto al lodoso campo. Súbitamente, a mí llegó una peste indescriptiblemente desagradable pero extrañamente familiar. Fue entonces que escuché una voz; me cubrí la nariz y la boca con la mano, intentando mitigar el olor, y agucé el oído para darme cuenta de que lo que esa lejana y tenue voz pronunciaba, era mi nombre. Atraído por el ineludible llamado de mi propio nombre, me desvié del camino hacia el sendero que atravesaba el huerto, aquel sendero de los ayeres. Tras avanzar varios metros, esperaba encontrarme una vez más entre la legión de árboles frutales y arbustos de bayas silvestres, pero lo que encontré en su lugar me dejó horrorizado;
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas todas las manzanas, mangos, fresas y tantas frutas hubiera en el lugar, yacían en el suelo convertidas en repugnantes bolsas de negra pus. Cubriendo el suelo casi por completo, se extendía un océano de gusanos, escarabajos y otras alimañas rastreras que bien podrían haber salido de algún indecible castigo del antiguo testamento. Las espantosas criaturas carroñaban los remanentes de los frutos desde sus adentros, haciendo que estos parecieran palpitar como un corazón arrancado a un pecho aún vivo.
Sumándose a la espantosa escena, estaba ese denso enjambre de moscas, avispas y mosquitos que revoloteaban frenéticamente, formando una especie de niebla zumbante que me cegaba casi por completo. El aleteo de millones de alas colmaba mis oídos y se colaba en mi cabeza para devorar mi cordura. Fue entonces cuando noté que un desconcertante patrón nacía en aquel alboroto. Los incontables zumbidos poco a poco se coordinaron hasta dar forma a lo que reconocí como una perturbadora vociferación inhumana. Comprendí con horror, que era aquello lo que pronunciaba mi nombre. En ese momento, esa voz nacida de algún influjo antinatural habló: “No aprenden…, nunca aprenden. Yo no sirvo a nadie, así que busquen otro lugar en donde esconder sus sucios secretos. Ahora sus huesos se pudrirán para siempre en mis entrañas, como también lo harán los de todos ustedes. Pronto irá por ustedes el fruto de todo lo que han sembrado”. De más está decir que, tras aquel incidente, no he vuelto a poner un pie en ese terreno, como tampoco lo han hecho los niños que solían jugar ahí. Suelo observar el lugar desde la distancia de vez en cuando, por lo que puedo decir lo mucho que el huerto ha cambiado. En toda la periferia del terreno ahora crecen tupidos arbustos cubiertos de espinas del tamaño de un pulgar. Es como si la tierra hubiera invocado a cientos de soldados que mantienen a los curiosos alejados, amenazándolos con sus afiladas lanzas ponzoñosas. También han crecido nuevos árboles en el interior del lugar; árboles de cerezo que lucen brillantes frutos rojos como la sangre, que brillan como los maliciosos ojos de un lobo acechando en la noche. Tengo la sensación de que algo extraño está germinando en ese sitio. Y sé que no soy el único, si no fuera así, ¿por qué la detestable pandilla de las harpías mandaría cada mes a un peón a regar decenas de costales de sal en esas tierras?, ¿o por qué es tan frecuente escuchar que algún grupo de ebrios intentó prender fuego al huerto sin tener ningún éxito? Una vez escuché de un viejo jardinero que la tierra era un ser agradecido que colmaba con bendiciones a quienes cuidaban de ella, pero aquel lugar no es así de ninguna manera. Esa tierra no es agradecida, sino rencorosa. Quizá en este momento, ese suelo maldito se alimente incluso de la sal que le arrojan para dar forma a su siguiente creación. Tal vez el calor de las llamas con las que intentan destruirlo termine por encender el iracundo espíritu de lo que crece ahora mismo en la tierra.
Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas No sé si lo que escuché ese día fue real o solo los desvaríos de mi fustigada cordura, pero, de cierta forma, tenía razón. Y si esto es así, no puedo evitar preguntar cuál sería el fruto que sembré al darle la espalda a esa atormentada joven que una noche me buscó afuera de mi ventana. Suelo atosigarme con cientos de preguntas para evadir las que realmente importan. ¿Quién fue aquel que osó profanar esa tierra y cuál fue el secreto que ocultaron en ella? ¿Qué es lo que ahora se pudre en algún agujero oculto en la tierra?