Germen de voces 2021

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Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas

Lo que crece en el fango Eber A. Balderas

Esta tarde me encontré nuevamente ante la encrucijada que divide la larga avenida principal con el viejo atajo que llegó a ser tan transitado hace algunos años. Aquel desolado sendero, ahora cercado por altos matojos y arbustos revestidos de amenazantes espinas, se abre camino a través de un extenso vergel. Nadie es capaz de afirmar que sea la voluntad del hombre o de la salvaje naturaleza la que gobierna en ese pequeño reino de frondosa vegetación e infames secretos. No es mi intención aportar más a los ya cientos de rumores que corren acerca de ese terreno. Pero sería inapropiado en la misma medida negar que cada vez que camino por los límites de aquel jardín, soy recibido por el saludo de aquellas ramas que parecieran mecerse rítmicamente por obra de un viento imperceptible para los sentidos del hombre. Inventando mil excusas para evadir el atajo, suelo alejarme del viejo camino, apresurando el paso por la avenida principal. Al hacerlo, a mis espaldas ruge un alboroto que evoca en mí la imagen de alguien o algo abriéndose paso entre la hierba, arrastrándose por el espeso fango que cubre el suelo y llamándome por mi nombre para que voltee sobre mi hombro. Tal como los ancianos del pueblo no se cansan de aconsejar, mantengo mi vista al frente. No suelo ser temeroso de las rocambolescas habladurías de la gente del pueblo, pero tengo mis propias razones para mantenerme al margen de lo que sucede en aquella parcela. Siempre he creído que, a pesar de haber nacido de infundados temores y crueles intenciones, todos esos rumores siempre terminan alimentando a algo real. Según he escuchado, esa amplia porción de campo no fue siempre tan abundante como lo es ahora. Hace bastante tiempo, el terreno no era más que un desolado manchón de páramo seco como tantos que abundan por los estériles alrededores del sur del pueblo. No sería hasta que esos ambiciosos mineros llegaron a la región, que aquella inerte tierra albergaría vida. En sus interminables travesías por las entrañas de la tierra, en la búsqueda de aquellas codiciadas vetas de hierro, los mineros terminaron por derramar sobre la superficie el caudal de algún río subterráneo. Ningún yacimiento fue encontrado en las cercanías, tan solo esa pestilente agua, tintada de rojo por el óxido de ese evasivo hierro que se burlaba de los buscadores entusiastas desde su escondite. Ese día, una vena le fue cortada a la tierra, y la sangre que esta derramó, transformó ese árido suelo en un espeso lodazal 5


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