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Mira cómo sonríe

Mira cómo sonríe

María Fernanda Suárez García

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De los muchos demonios que se aferraron a mi vida, haciéndome cargar con ellos, no cabe duda de que la envidia clavó sus garras en mi alma, dejando una cicatriz inmunda. Hasta donde mi memoria me permite recordar, la primera vez que este sentimiento me poseyó fue a los siete años en más de una ocasión. Los celos se apoderaban de mi pequeño cuerpo cada vez que veía a las sirvientes de la casa “limpiar” las posesiones de Narcisa. Las escuchaba y reconocía sus voces en la oscuridad de la noche dentro de la alcoba de la mujer que me dio la vida, sostenían los objetos intentando adivinar el precio por el cual podrían venderlos una vez que el señor de la casa decidiera desprenderse de ellos, desde los pequeños pendientes que él mismo le regaló hasta el tesoro más grande del mundo: las botas. Narcisa nunca se aferró a ni uno de los obsequios que sus diferentes admiradores le ofrecían. Decía que mi Padre le juró una estantería entera de zapatillas con tal de que dejará ir esos “pares de carne seca”. Mi madre tuvo muchos zapatos, mas ninguno fue cuidado con tanto cariño como ese calzado. Esa mujer los atesoró casi tanto como atesoraba su trabajo, que ahora yo también cargo. Esas ignorantes brujas se estaban burlando de ese tesoro, tratándolo como si de mierda estuviera hecho. Sólo intenté confrontarlas una vez y mi reclamo se volvió una de las rabietas más grandes que alguna vez pude haber hecho… Después de eso, no me atreví a repetirlo. —Oh. Sólo eres tú. —¿Qué haces aquí?’ La fuerza en mi voz reclamando las botas apenas pudo hacerse presente, mientras me interpelaban. —¿Por qué las quieres? ¿Acaso eres Narcisa? —Ni siquiera eres mujer. Mi repentino tono de voz afirmando que eran de mi propiedad se volvieron acusaciones en mi contra. —¿Por qué nos alzas la voz? Ni siquiera deberías de estar aquí. —El pequeño bastardo ahora se cree heredero de todo, cuando en realidad solo es un pecado abominable a los ojos de Dios.

—Todos nosotros vivimos trabajando para obtener la mitad de lo que a ti se te da por existir. Tal vez todo se te dé. Pero no te mereces ni siquiera este calzado tan desgastado. Si tan sólo mi boca hubiera estado educada para defenderme como un intelectual o con la fuerza de los cánticos de Narcisa…, pero ni siquiera logré que me voltearán a ver hasta que exploté. Las consecuencias que me hizo pasar el señor de la casa por haber entrado a la alcoba de Narcisa y por haberme portado de una manera tan degradante, fueron insufribles. No volví a reclamar a esas mujeres, pero cuando las observaba faltarle el respeto a Narcisa, mi repugnancia hacia la palabra “heredero” y hacia la gente de esa casa, crecía como mi cabello a través de los años. Heredero… ¡Nunca quise una sola cosa de parte de Cyanide! El título, el dinero, las falsas sonrisas por parte de todos. Si iba a estar rodeado por espectáculos deshonestos a mi persona, prefería vivirlo en un teatro. Curiosamente en el escenario hay mucha más verdad que en la vida sin un telón. Narcisa pensaba lo mismo y por eso amaba vivir en el escenario. Yo llegué a este mundo por ella y pienso igual que ella; hoy vivo, como ella lo hizo, con el teatro en mi corazón. Sé que mencioné mi repugnancia hacia la palabra “heredero”, sin embargo, sólo en esta ocasión me digno a hacer uso de ella; no hay de ninguna manera un mejor heredero para las botas de trabajo de Narcisa, que yo. Solamente yo soy capaz de ver más allá de los pedazos de cuero blanco, de los botones dorados con óxido y del tacón morado. Veo su trabajo duro, veo su joven espíritu ahorrando para comprarlos cuando no era más que una señorita soñadora enamorada de las tiendas a las que sólo los nobles tenían derecho a pisar. Mis pisadas se volvían más fuertes contra el suelo mientras que el rencor de años atrás me alcanzaba y amenazaba con hacerme escupir veneno al mundo desde el fondo de mi corazón. Puedo sentir cómo un ácido recorre mi garganta y sólo puedo apretar mis dientes para ignorar esta toxina a la vez que acelero el paso. ¡Pam! —¡Mierda! La mitad del veneno dentro de mí salió junto con el susto por el repentino desequilibrio a punto de hacerme caer. Ignoré completamente las miradas de la gente que pasaba mientras levantaba mi falda para ver a mi pie derecho que casi me hizo pasar vergüenza ¿por qué no se mueve? — Oh… No pude evitar expresarme al observar que el tacón morado de mi bota se había atorado en uno de los espacios entre las piedras que conforman la vieja Avenida Primo Figlio. —¡Dios mío Harkin! Narcisa te mataría si supiera en dónde metiste sus botas. Repentinamente escuché una risa. No era fuerte, pero podía escucharla sin problema alguno y la nostalgia cubrió mi rencor, pues no tardé mucho en darme

cuenta de que se trataba de mi propia risa. La gente me miraba un poco incómoda, sin embargo, cómo no reírme cuando al mismo tiempo que recordaba mi envidia e impotencia para obtener las botas que llevo puestas ahora mismo. Lo había logrado. Los viejos zapatos desgastados estaban conmigo y combinaban perfectamente con el vestido que compré sin la necesidad de ayuda alguna por parte de la casa Cyanide, a la cual, si antes no era bienvenido, para entonces tenía prohibido el paso. Como si esos pisos largos y fríos valieran más que el riesgo que estaba por tomar, rumbo a un destino desconocido, con todo lo que tengo en mi maleta más grande y junto al hombre más impertinente que alguna vez conocí, pero que también era la persona cuyas palabras exageradas y extravagantes convertían a mi ser en nada más que un alma joven, impresionable y fascinada. Odio sentirme así, pero sería una mentira reprochar el que mi frío ser sea hoy otra presa que cree en el destino y en que él nunca me dejará ir. Llevo seis años conociéndolo y esa boca que nunca dejó de aclamar su amor hacia mí, por fin me pertenece; una vez que partamos lejos del dolor que nos causó este lugar, me aseguraré de no volver a perderlo… No me permitiré perder el amor de Silas otra vez, por eso sonrío con fuerza y confianza, por primera vez, después de tanto tiempo.

Harkin Cyanide

Esta obra es un fragmento del epílogo de la novela En nombre de lo que mis ojos reflejan.

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