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El camino de Tepela
El camino de Tepela
Emilio Sierra
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Estaba tan seco que ya ni con el semejante solazo que colgaba del cielo le salió una sola gota de sudor al hombre. Es más, antes le hubieran salido lágrimas a las piedras que agua a ese señor del cuerpo, a quien muy clarito le dijeron que no se fuera por el camino de Tepela, que por ahí estaba bien sólo y bien culero, y que tenía los calores más calurosos de San Luis y del infierno entero. Que mejor se fuera por San Antonio, aunque tardara más, que por ahí de perdido una lagunita se habría de encontrar y hasta iba a tener chance de darse un descansito bajo algún árbol y seguir su camino. Pero a él le urgía llegar. Le urgía tanto llegar como pa’ irse por el camino de Tepela y no por el de San Antonio, con todo y su terregal, y su sequedad, sus llanos, sus animales del demonio, y su pinche solazo que te pela la choya. De ahí ha de‘ber salido el nombre: Tepela la choya. Pero el chiste es que a él le urgía rete harto llegar, porque recién había recibido una carta con calidad de urgente del doctor de su pueblo diciéndole que su mujer se había sacado la criatura que estaba creciéndole en la panza, que porque ya no la quería tener, que siempre no. Así que mejor se la iba a sacar antes de tiempo, antes de encariñarse con su nueva cría y hacer de su dolor, el dolor de ella. Él, don Polo, apenas tuvo la carta en sus manos se puso de pie para nunca más volver a sentarse, con el rostro más pálido que un hombre prieto había tenido jamás. Al pobre viejo lo recorrió una entumida por toda la espina de la espalda, y le supo amarga la saliva y se le enfriaron las manos calludas y llenas de tierra con las que sostenía la dichosa carta. Tembloroso, emprendió su viaje y no cargó consigo más que su cuchillo. Tanta fue su prisa por irse que nomás llevaba dentro de sí el agua que le corría por el cuerpo en la pipí, en el sudor, en la saliva, en el semen y en la sangre. —Váyase por el camino de San Antonio, Polo, si no, no la va a librar. —Dijo
uno.
—Váyase por el de San Antonio don Polo, ahí de perdida una lagunita se habrá de encontrar, y hasta va a tener chance de darse un descansito. —Dijo otro. Don Polo decidió ignorar a esas voces que retumbaban en su cabeza como si estuvieran rezando, porque ya llevaba una eternidad camine y camine, y nomás no encontraba su cuchillo y ya era tarde pa’ pensar en otras rutas. Es más, ni volteó a
ver a ese par de esos locos que ya tenían rato con él, repítele y repítele que se hubiera ido por el otro camino. Aquel hombre solo tenía algo en mente: «No se me puede morir mi Juana, no se me puede morir otra criatura». —No. —Dijo la pobre alma, disque remojándose los labios y la garganta. En medio de aquel peregrinar, Leopoldo, como lo bautizaron sus padres hace unos cincuenta y tantos años, recordó que ya tenía bastante tiempo que no se paraba tan rápido del suelo y pegando un brinco como aquella vez en que le dijeron que habían degollado a su hijo Virginio, el más grande de los tres que tuvo. Quién sabe quiénes, quién sabe el cómo y quién sabe el porqué le habían arrebatado al último muchacho que le quedaba, pero eso era lo de menos y lo demás poco importaba ya; Virginio había muerto y no había remedio. Además, después de haber pasado antes por esa pena, la de perder un hijo, ya no le quedaba nada más a Don Polo que su mujer, Juanita. A partir de ese momento habrían de salir adelante entre los dos, porque ya nada más les quedaba Virginio, y lo acababan de matar. Y ante tanta sed, otro recuerdo se le vino a la cabeza. Sí, esa sensación de sequedad total la conocía Polo, porque incluso cuando le echó la tierra encima al cajón de su último hijo, no pudo llorar. Después de perder a sus otros dos hijos ya no tenía más lágrimas. Por eso le resultaba tan familiar ese momento, al ver que tenía vacía el alma y seco el cuerpo, y si se moría también Juanita, esa alma le quedaría todavía más más vacía. Por eso don Polo no dudó ni un instante en irse por el camino de Tepela, porque así habría de llegar más rápido a donde estaba el amor de su vida y la podría acomodar entre sus brazos, sentarla encima de sus piernas y, si Dios se lo permitía, consolarla ante tremenda pena; esa, la de perder a su último milagro, a la que habría sido la última de sus criaturas, sin siquiera haber nacido todavía. Por eso Polo se fue por Tepela, con todo y el peligro de encontrarse al demonio en medio del infierno que era ese camino, porque Juanita lo esperaba del otro lado y había que llegar pronto. No lo dudó ni un instante, ni tantito, ni por caridad de Dios. Porque era urgente, decía la carta. Lo entendió, y entendió a su Juanita y el porqué se había sacado a la criatura mucho antes de tiempo, mucho antes de pensar en si quiera un nombre con el cual bautizarle y mucho antes de que hubiera puesto Dios un corazón en ese niño: porque su madre lo habría de querer, así como quiso alguna vez a su Virginio, y no iba a aguantar ver morir a otro de sus hijos. Porque aquella entristecida madre temía perderle, pero ya no por culpa de la maldad de los otros, como le pasó a Virginio, sino por culpa de la pobreza. Porque si no era de hambre, iba a ser de sed, y si no era de sed, terminaría siendo de cualquiera otra de las cosas tan feas que pasan allá en el rancho en donde vivían, el rancho San Pedro. Por eso Juanita hizo lo que hizo, costara lo que costara, porque ellos eran muy pobres y don Polo los había abandonado a su suerte, a la merced de Dios o de alguna fuerza con la suficiente voluntad como pa’ ver nacer a un niño en la miseria y tener la cruel voluntad de mantenerlo vivo.
Por eso Juanita hizo lo que hizo, porque Don Polo la abandonó pa’ irse hasta El Huizache sin dar explicación y volver, a lo mejor, un día de estos. Por eso Juanita se sacó a la criatura de la panza, por tanto miedo y tanta desesperanza, ¿qué ha de hacer una mujer con un niño en la pobreza? pos ya no tenía ni pa’ comer ella, mucho menos pa’ que comiera la cosa esa que le estaba creciendo ahí adentro. Por eso el día en que llegó con calidad de urgente aquella maldita carta, don Polo pegó el brinco de la tierra y rápido se pintó de colores pa’ donde estaba Juanita, porque se tenía que apurar o se la iban a terminar sepultando en el panteón municipal, y no en el corralito en donde habían puesto a su hijo Virginio, y a su hijo Esteban, y a su hija Vicenta. —Allá tiene que haber si quiera tantita agua. —Dijo don Polo. —Ni modo que nos esperemos a ver si llueve alguno de estos días, mujer. A mí ya hasta se m’estan empezando a olvidar las cosas. Mejor morir en el intento que esperar a que se nos sequen hasta los pinches huesos. —Dijo Polo a la mujer que tenía en frente con una panza inflamada en víspera de un nacimiento. Con el miedo de haberse perdido, al hombre le pesaba cada vez más el rezo del par de locos que no dejaban a su cabeza en paz. —Le dije don Polo, que se fuera por San Antonio, ¿ya ve? No alcanzó a su mujer. —Dijo uno. —Ya ve don Polo, cómo sí le hubiera salido mejor por San Antonio, le dije que allá de perdido sí se encontraba una lagunita, pero no me quiso hacer caso. —Dijo el otro.
Entonces don Polo se acordó que sí pasó por San Antonio, y nomás halló pura tierra, un montón de animales podridos y a un cabrón muerto, y su rostro le resultó familiar, pero ya ni se acordaba quién era aquel pobre diablo o de dónde lo conocía. «¿Será de San Pedro?», pensó. —Te digo, mujer, todos se están yendo pa’l Huizache a buscar agua, allá tiene que haber si quiera una poquita. —Repitió el viejo a la mujer que estaba a su espalda. —Polo, pero si tú nunca llegastes al Huizache. —Polo volteó, y no había
nadie.
Entonces el hombre buscó por todos lados, sin recordar bien qué era lo que buscaba. —¿Agua? —Dijo, tratando de recordar cuándo fue que había recibido la carta o dónde la había dejado. «¿La carta?», pensó, tratando de recordar cuándo fue que salió en busca de agua. —¡Cuándo! —Inquirió una voz, tratando de recordarle cuánto tiempo había pasado desde que se bebió aquella chingadera que le dejó un sabor a orines en el hocico, o cuánto tiempo hacía que puso pie sobre aquel llano eterno. El viejo no encontraba respuesta a ninguna de sus preguntas o a ninguna de sus ideas, y se llenó de un miedo que nunca había sentido en la vida, se apanicó tanto que se buscó el cuchillo por todos lados y no lo encontró.
«Ya cállate», pensó el viejo, quien había cargado consigo tan solo un cuchillo y no lo encontraba y quien, ante la impotencia de no poder seguir caminando, recordó que jamás dudó en irse por el sendero de Tepela. Aunque se tuviera que tomar sus propios miados con tal de llegar al otro lado, con todo y el ardor de sacarse los últimos fluidos de su cuerpo a la fuerza, porque solo así, siguiendo el camino de Tepela, habría de llegar más rápido a donde estaba su Juanita y la podría convencer de no hacer semejante barbaridad de sacarse al chamaco, y la acomodaría entre sus brazos, y la sentaría encima de sus piernas, y le lloraría como es debido, pa’ ver si de perdido el dolor le sacaba el agua que le quedaba en el alma a don Polo, a quien no le salió una sola lágrima, y en su desesperación se sacó todo líquido dentro de sí, ya fuera la sangre o el sudor, o la saliva o lo que fuera, y así poder darle de beber a la mujer sedienta que tenía en frente, y a su criatura que cargaba en la panza. —La panza. —Entonces volteó a verse el estómago y se acordó que ahí se había guardado el cuchillo, y finalmente una lágrima le escurrió del alma a ese ser tan triste, y aquel fantasma recordó todo, recordó porqué se fue por el camino de San Antonio Tepela hacía tantos años: porque Juanita lo seguía esperando del otro lado y había que llegar pronto.