Germen de voces 2021

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| Narrativa

Germen de voces 2021

Antología del taller Artes de la Palabra



Germen de voces 2021

Antología del taller Artes de la Palabra

Coordinador: Jonatan Gamboa


Germen de voces 2021 Antología del taller Artes de Palabra Coordinación y edición: Jonatan Gamboa © ® Littera Ediciones, 2021 Primera edición: noviembre de 2021 Hecho en México / Made in Mexico


Germen de voces 2021

Germen de voces 2021 Antología del taller Artes de la Palabra

Índice Presentación Jonatan Gamboa .............................................................................................................. 3 Lo que crece en el fango Eber A. Balderas .............................................................................................................. 5 Ailm E. C. Ferdinand ................................................................................................................ 13 Tiempo E. C. Ferdinand ................................................................................................................ 15 The tattooist of Auschwitz Stefany B. Larios .............................................................................................................. 23 Ahí viene Emilio Sierra ..................................................................................................................... 25 El camino de Tepela Emilio Sierra ..................................................................................................................... 27 Mira cómo sonríe María Fernanda Suárez García ...................................................................................... 31 Pasión carmesí José Pablo Torres Ibarra .................................................................................................. 35

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Germen de voces 2021

Germen de voces 2021 Antología del taller Artes de la Palabra

PRESENTACIÓN

El tiempo es indómito, y cuando la vida apremia, es fiel cauce de un trayecto perenne. Así, han pasado ya ocho años desde el comienzo de Artes de la Palabra, que inició en breves encuentros fortuitos de alumnos con su profesor para la resolución de dudas sobre estrategias de escritura, ocurridos en cierta cafetería, y que pronto llevaron a la construcción de un proyecto formativo y de experimentación literaria que llegó a las aulas en 2013 y que recientemente se mudó a la virtualidad, como todos o muchos de los espacios formativos de la institución que lo cobija. Pero la promesa del regreso al encuentro presencial nos anima, pues en los últimos dos años, nuestro proyecto se topó, como nunca antes y como muchos otros procesos a lo largo y ancho del planeta, con la realidad del encuentro cotidiano, reiterado, que lleva a la confianza y a los afectos construidos en las aulas, pero sin el encuentro físico con las otras y los otros, así que antes de conocernos y reconocernos como seres humanos que interactuamos en el espacio físico, entregamos este registro de los últimos semestres como testimonio del trabajo realizado desde la virtualidad del confinamiento. La antología Germen de voces 2021 nace en ese contexto, y es la muestra de las voces en formación de los integrantes de este taller que forma parte de la oferta de talleres artísticos ofrecidos por LiFE a la comunidad del Tec de Monterrey Campus San Luis Potosí. Muchos han pasado por aquí, dejando sus huellas en nuestras memorias, y quienes hoy representan a estas generaciones, son sólo unas y unos cuantos de quienes nos han compartido sus letras y sus sueños a través de sus obras durante las sesiones del taller, a lo largo de estos años. Este es el tercer testimonio de nuestro proceso: el primero es nuestra Artes de la Palabra (antología) publicada en 2017 y el segundo es el antecedente de esta obra, Germen de voces 2017, ambas obras son muestra del trabajo de muchos miércoles y de muchas palabras emitidas, de muchos corazones tocados, de muchas emociones contenidas, de muchos mundos creados e, incluso, de muchos procesos inconclusos. 3


Germen de voces 2021

En esta obra encontrarás ventanas a muchos universos, de los que conocerás sólo un fragmento, sólo un atisbo que demuestra que, como toda la ficción lo ha hecho siempre, en cada ser humano existen una cantidad finita, pero interminable, de universos completos. Encontrarás historias de muy diversas índoles, de muy diversos tonos, de muy diversas perspectivas del mundo, de muy diversas complejidades, y esa es la gran oportunidad de toda antología literaria: ser la ventana que permita observar un fragmento de la diversidad de la vida y de la imaginación humanas. Gracias a todas y a todos quienes han formado parte de Artes de la Palabra, son sus letras, sus voces y sus reflexiones las que hacen posible todo lo demás; gracias al Tec de Monterrey, por ser el espacio que hizo posible esos encuentros; gracias, por mucho, a las solidaridades que encontramos al interior del Tec, en pasillos, en oficinas, en bibliotecas, en salones de clase, en números de teléfono y en ligas de video llamadas; gracias a quienes nos animan desde afuera: a nuestras familias, a nuestras amistades, a nuestras y nuestros aliados y a quienes no alcanzamos a ver; gracias, por supuesto, a ti que lees, pues sin tu mirada y sin tu atención, estas historias no se contarían. Seguiremos, pues, bordeando el tiempo desde la palabra; acompaña esta aventura, al dar la vuelta a la página.

Jonatan Gamboa Barrio de San Sebastián San Luis Potosí, 2021

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Lo que crece en el fango • Eber A. Balderas

Lo que crece en el fango Eber A. Balderas

Esta tarde me encontré nuevamente ante la encrucijada que divide la larga avenida principal con el viejo atajo que llegó a ser tan transitado hace algunos años. Aquel desolado sendero, ahora cercado por altos matojos y arbustos revestidos de amenazantes espinas, se abre camino a través de un extenso vergel. Nadie es capaz de afirmar que sea la voluntad del hombre o de la salvaje naturaleza la que gobierna en ese pequeño reino de frondosa vegetación e infames secretos. No es mi intención aportar más a los ya cientos de rumores que corren acerca de ese terreno. Pero sería inapropiado en la misma medida negar que cada vez que camino por los límites de aquel jardín, soy recibido por el saludo de aquellas ramas que parecieran mecerse rítmicamente por obra de un viento imperceptible para los sentidos del hombre. Inventando mil excusas para evadir el atajo, suelo alejarme del viejo camino, apresurando el paso por la avenida principal. Al hacerlo, a mis espaldas ruge un alboroto que evoca en mí la imagen de alguien o algo abriéndose paso entre la hierba, arrastrándose por el espeso fango que cubre el suelo y llamándome por mi nombre para que voltee sobre mi hombro. Tal como los ancianos del pueblo no se cansan de aconsejar, mantengo mi vista al frente. No suelo ser temeroso de las rocambolescas habladurías de la gente del pueblo, pero tengo mis propias razones para mantenerme al margen de lo que sucede en aquella parcela. Siempre he creído que, a pesar de haber nacido de infundados temores y crueles intenciones, todos esos rumores siempre terminan alimentando a algo real. Según he escuchado, esa amplia porción de campo no fue siempre tan abundante como lo es ahora. Hace bastante tiempo, el terreno no era más que un desolado manchón de páramo seco como tantos que abundan por los estériles alrededores del sur del pueblo. No sería hasta que esos ambiciosos mineros llegaron a la región, que aquella inerte tierra albergaría vida. En sus interminables travesías por las entrañas de la tierra, en la búsqueda de aquellas codiciadas vetas de hierro, los mineros terminaron por derramar sobre la superficie el caudal de algún río subterráneo. Ningún yacimiento fue encontrado en las cercanías, tan solo esa pestilente agua, tintada de rojo por el óxido de ese evasivo hierro que se burlaba de los buscadores entusiastas desde su escondite. Ese día, una vena le fue cortada a la tierra, y la sangre que esta derramó, transformó ese árido suelo en un espeso lodazal 5


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que no tardó en albergar a toda clase de vegetación. Y como una manada de carroñeros que se ve atraída por el olor de la sangre, algunos pueblerinos acudieron al llamado de la abundancia para comer de los frutos que ese recién formado edén les proveía. Recuerdo que, siendo un niño, visitaba con frecuencia el terreno. Durante esas tardes siempre me encontraba en compañía de Danilo, Loreta y otros cuantos niños con los que compartía amistad. Todos nosotros habíamos crecido escuchando que este pueblo había visto tiempos mejores. Para mí eso no era más que un patético intento de minimizar nuestra penosa situación actual, pues ni siquiera en los primeros años de mi vida había conocido lo que eran los buenos tiempos. Con frecuencia, la comida traída a nuestras mesas era poco abundante, además de que la variedad era un lujo que pocos se permitían. Por este motivo nos encantaba tanto ir a ese terreno; ahí la tierra nos obsequiaba todo lo que la miseria nos prohibía. La variedad de frutas y bayas que encontrábamos en el huerto era prodigiosamente diversa y, lo más impresionante de todo, era que ese sitio parecía existir fuera del influjo de las estaciones del año, ya que las frutas y las flores crecían todo el tiempo, indiferentes a la temporada en la que se estuviera. Pero no todo era tan bello. Aún a nuestra corta edad, mis amigos y yo comenzamos a notar cierto comportamiento inusual en el huerto. Aunque sonara ridículo, teníamos la certeza de que esa tierra en ocasiones respondía de una forma familiarmente humana. Afortunadamente para nosotros, no percibíamos que le molestaran los niños que pululaban en su terreno, sino todo lo contrario. Si se prestaba atención, incluso podíamos ver cómo los árboles y los arbustos se contoneaban vanidosamente, como un pavorreal, cuando alguno de nosotros mencionaba lo extraordinariamente jugosos que eran sus frutos o lo brillantes que eran los colores de sus flores. El huerto parecía disfrutar tanto de nuestra atención, que todos los días, al intentar salir, sentíamos cómo el suelo fangoso se aferraba a las suelas de nuestros zapatos y tiraba de nosotros para obstaculizar nuestra partida. Pero los misteriosos caprichos de aquella tierra no se detenían ahí. Con el tiempo, fuimos testigos de otros aspectos menos agradables de su extraña personalidad; actitudes perniciosas que en ocasiones nos hacían temer de esa fuerza consciente con la que convivíamos diariamente. Sería el joven Danilo quien un día haría uno de estos indeseables descubrimientos. El niño, teniendo la intención de compartir con su familia, llevó consigo al huerto un pequeño costal que llenó con varios kilos de fresas, que eran su fruta preferida, antes de volver a su casa. Deliberadamente, el niño despojó decenas de matas de fresas de sus frutos. Hasta ese momento habíamos mantenido los botines de nuestras sesiones de recolección en cantidades discretas, tan solo saciando nuestra hambre del momento. Esto se debía, quizá, a que desde un 6


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comienzo temíamos por llegar a ganarnos el desprecio de aquella misteriosa tierra. No fue hasta el día siguiente que nuestro temor se hizo realidad. Incluso antes de llegar a los límites del terreno, nos abordó el nauseabundo hedor de la podredumbre. No tardamos mucho en dar con el origen de aquella peste. Todas las matas de fresa del lugar habían sucumbido a alguna extraña plaga que las corrompió hasta la forma de una desagradable plasta de consistencia musgosa. Todas las fresas que el joven Danilo había dejado tras su recolección del día anterior yacían en el suelo, albergando un zumbante hervidero de gusanos y moscas. Dejando de lado las fresas, toda vida en el vergel permanecía tan radiante como siempre. Eventualmente, las fresas volvieron a crecer, pero tuvieron que pasar varios meses para que esto ocurriera. Asumimos que esto debió de haber sido una especie de llamada de atención para Danilo, pero el mensaje quedó grabado en todos nosotros; éramos beneficiados por la caridad de aquella tierra, pero esta no iba a soportar que abusáramos de su generosidad. Y así, durante un par de años cuidamos recelosamente todo lo que hiciéramos o dijéramos en los límites del terreno. Sabíamos que él nos observaba, nos juzgaba e incluso poseía los medios para castigarnos si era su voluntad. Sin embargo, inevitablemente volveríamos a ser testigos de los detestables caprichos de la tierra. Un día, Loreta acudió a encontrarse con nuestro grupo de siempre. Dentro de su puño, traía un pequeño montón de huesos de cereza. La niña ya nos había contado anteriormente el gusto que tenía por esta fruta tan difícil de conseguir por esta región. De alguna forma se las había arreglado para conseguir algunos huesos entre los desechos del mercado municipal y había dado con la idea de aprovechar la siempre húmeda tierra del huerto para tener su propio suministro de su preciada fruta. Hasta ese momento no había ningún cerezo en el terreno, pero no dudábamos que la tierra acogería aquellas semillas y las dotaría de la vigorosa vida que la caracterizaba. Para nuestra sorpresa, las semillas no solo nacieron exitosamente en el sitio donde Loreta las plantó, sino que lo hicieron a una velocidad que nos hizo darnos cuenta de lo mucho que subestimamos el poder de esas tierras. Al día siguiente de haber enterrado las semillas, un brote ya se había abierto camino fuera del suelo. En tan solo un mes, aquel brote se había transformado en un árbol casi tan alto como yo mismo y que ya mostraba los incipientes indicios de dar frutos. Tal como lo esperábamos, las cerezas crecieron en poco tiempo. El día que por fin nos decidimos a cosechar las cerezas de aquel árbol, llenos de emoción y expectativas, atestiguaríamos nuevamente otra de las crueles reprimendas del huerto. En esta ocasión, sufrimos las consecuencias de haber retado el orgullo de la tierra, pues a esta no pareció gustarle que nosotros intentáramos decidir lo que debía crecer en ella. Solo una voluntad mandaba en aquel lugar y no permitiría que ningún mortal profanara ese suelo con sus intenciones. Las cerezas que arrancamos del árbol ese día lucían tan jugosas y dulces como podrían llegar a ser, pero al clavarles el 7


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diente, estas estallaban en un chorro de una amarga y espesa sustancia oscura. Incontrolables arcadas nos doblegaron mientras ese repugnante pus parecía quemar nuestras lenguas y gargantas. Lo peor llegó cuando intentamos limpiar el sabor de las cerezas comiendo otras frutas, pues, a diferencia de lo sucedido con las fresas de Danilo, esta vez la inexplicable maldición se propagó al resto del lugar. Durante las semanas siguientes debíamos ser cuidadosos, pues en una de cada cinco frutas que cortábamos, una de ellas estaría impregnada de ese despreciable veneno negro. Con el paso de los años, tanto yo como el resto de mis amigos dejamos de frecuentar el huerto. Ya no éramos un montón de niños despreocupados, sino adultos que arrastraban sus propias cargas y que no podían darse el gusto de jugar por el campo todas las tardes. Sin nuestro habitual punto de encuentro fue fácil perder la cercanía con quienes una vez fueron mis compañeros de juegos; aún los veía por las calles de vez en cuando, después de todo, este es un pueblo pequeño, en donde uno no puede clavarse una astilla en el dedo sin que su vecino se entere, pero no había convivencia entre nosotros más allá de un claramente forzado saludo. El tiempo corre sin descanso, pacientemente, siguiendo su lento caudal, pero no hay que dejarse engañar; esas calmadas aguas arrastran y borran todo lo que está a su paso con la fuerza de una implacable ola. Indiferente a nuestra ausencia, el huerto seguía siendo visitado, ahora por una nueva generación de niños y vagabundos hambrientos, quienes llenaban sus estómagos a la vez que ellos alimentaban el ego de la tierra. No se sabe con certeza en qué momento la gente terminó por olvidar por completo el huerto, dejándolo en el abandono en el que se le puede encontrar ahora. Pero si me lo preguntaran a mí, diría que todo el temor y los rumores comenzaron a la par que Loreta se marchó del pueblo. Y no puedo culparla por haber escapado de aquí en cuanto tuvo la oportunidad, ya quisiera yo también librarme de este pueblo, de sus fantasmas y de su gente de extrañas costumbres. Las cosas no han estado bien en un largo tiempo y no parece que vayan a estarlo nunca más, pero, sin duda, la situación de Loreta era aún más desagradable que la del resto de nosotros. Para Loreta no fue sencillo encontrar una forma de ganarse la vida. Para su suerte o desgracia, la nefasta “avenida de las cantinas” siempre está en la búsqueda de algunas manos extra para ayudar a atender su basto flujo de clientes. En este pueblo en donde los malaventurados son dejados con nada más que sus vicios para pasar el rato, los tugurios de mala muerte compiten entre sí para beneficiarse de los borrachos perdidos. Por este motivo, contratar señoritas para atender en la barra, limpiar las mesas o simplemente hacer acto de presencia en el recinto, es una estrategia comúnmente adoptada por los propietarios de las cantinas. Durante los años que pasó como mesera en estos bares, la prodigiosa belleza de Loreta le jugó en contra al intentar ser discreta y pasar desapercibida entre la multitud de ebrios. Fueron incontables los malvivientes que intentaron cortejar, con la poca gracia y la vulgaridad que caracterizan a un borracho, a aquella joven que 8


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tan solo buscaba mantenerse a sí misma. En el mejor de los casos, su implacable indiferencia terminaba por desanimar a sus pretendientes, quienes se alejaban decepcionados entre burlas de sus compañeros de mesa. En las ocasiones menos afortunadas, los sujetos rechazados reaccionaban con iracundo escándalo y el dueño del local o los otros clientes debían intervenir para contenerlo mientras la muchacha huía a resguardarse tras la barra. Su gran popularidad entre los habitantes de las cantinas solo era comparada con el odio que le profesaban algunas mujeres del pueblo. Siendo más específico, eran las damas de la entre voces llamada “pandilla de las harpías”. Se trataba de un grupo de mujeres que se habían autoproclamado la alta sociedad del pueblo. Solían reunirse a beber té y copas de vino en la terraza de una antigua casona construida en los límites del jardín municipal. Desde su inalcanzable nido, estas damas parecían vigilar con ojo atento cuanto sucediera en el pueblo. Muchos de los más infames y lesivos rumores que corren por las calles han tenido su origen en aquel balcón, entre blasfemos murmullos y sorbos de supuestos tés importados que no eran más que simples hierbajos arrancados de algún jardín a las orillas de un camino. El peor infortunio de Loreta fue haber captado la atención de esas insidiosas harpías. Es verdad que la joven no buscó de ninguna manera que esto sucediera; no fue su culpa haber cautivado la vista del esposo de más de una de estas mujeres; haya sido como haya sido, los rumores sobre la prolífera carrera de Loreta en la vida galante fueron inyectados en las venas del pueblo como el veneno de una serpiente. He pasado mi vida entera entre esta gentuza y por ello les conozco tan bien como para saber que tomarían estos rumores como nada más que una incuestionable verdad. Todos ellos viven en el mismo hoyo y lo único que les hace olvidar su sombría realidad es señalar la de sus vecinos y mofarse de esta. Pero en el fondo todos ellos lo saben, saben que nacen condenados y que ni siquiera la muerte les dará un alivio a sus despreciables almas. En lo personal, nunca fui partícipe del injusto juicio al que Loreta fue sometida, pero debo aceptar que, si bien el afecto que sentía por ella en nuestra infancia había sido diluido por el tiempo y ahora no era más que una vieja conocida, la mala fama que la acompañaba hacía menos atractiva la idea de siquiera dirigirle un saludo ocasional. Yo tenía mis propios problemas. Sabía que probablemente nada de los que decían sobre ella era verdad, pero lo último que necesitaba era que esa gente me señalara como un casquivano que se dedicaba a buscar esa clase de compañía. Recuerdo haberla visto tan solo un par de días antes de que se hiciera público que se había marchado del pueblo. Fue en una fría y ventosa noche, yo me encontraba sentado en mi escritorio, en el cuartucho que solía rentar en la planta alta de una casa de huéspedes. Arrastraba mi fatigada vista por las decenas de cartas y cuentas por pagar que había regado sobre la mesa cuando, a través de mi ventana, una inusual figura llamó mi atención desde la calle de enfrente. Corrí media cortina 9


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para ver a través del cristal y fue entonces que la vi, de pie a unos cuantos metros del portón que daba al patio delantero de la propiedad. Cientos de preguntas revolotearon en mi cabeza al verla parada ahí, sola, bajo la trémula luz de un farol averiado y sin un abrigo que la protegiera del fresco viento nocturno. Su vista apuntaba hacia arriba, escudriñando las ventanas más altas de la casa, mientras frotaba sus manos nerviosamente. Fue entonces que su mirada se encontró con la mía. Me mantuve quieto por unos segundos, viendo el rostro de quien alguna vez fue esa niña que correteaba conmigo en el lodo. En ese momento, sentí el deseo de correr hacia atrás en el tiempo, a aquellos días de largas horas y dulce ignorancia. Pero el incesante azote de mis preocupaciones se encargó de arrastrarme de vuelta al presente. Yo sabía que aquella sería otra noche sin sueño; otra noche que pasaría maldiciendo a mi suerte y a mis bolsillos que cada día estaban más vacíos; otra noche que culminaría con los golpes en mi puerta de un casero que amenazaría con lanzarme a la calle si no le mostraba algo de plata. Y ahora estaba ella, buscándome en mi ventana para pedirme algún favor; eso era lo que tenía que ser, pues no hay algún otro motivo por el que alguien buscaría a un antiguo amigo olvidado a tales horas. Aparté la mirada súbitamente y volví a sumergirme en mi papeleo. Ella aún me observaba. Podía sentir el calor de sus ojos marrones abrazándome el rostro. Cuando ya no fui capaz de continuar fingiendo indiferencia, me asomé una vez más por la ventana para ver cómo Loreta daba media vuelta y se alejaba del portón. La joven se detuvo un momento resguardándose tras el viejo farol y volteó recelosamente hacia el extremo derecho de la calle, para acto seguido salir caminando presurosamente hacia el extremo contrario; adentrándose en la avenida principal y después dirigiéndose hacia el sur. Como ya lo había dicho, esa misma semana se supo que Loreta había decidido marcharse; se fue sin despedirse de nadie y sin dar algún indicio de hacia dónde iría. De cualquier forma, ya no tenía a nadie a quien deberle explicaciones. A los pocos días de estos acontecimientos, aquel enigmático huerto manifestó otro de sus extravagantes caprichos. Me percaté de ello una tarde, mientras caminaba de regreso a casa. Inadvertidamente, el camino me había llevado a pasar una vez más junto al lodoso campo. Súbitamente, a mí llegó una peste indescriptiblemente desagradable pero extrañamente familiar. Fue entonces que escuché una voz; me cubrí la nariz y la boca con la mano, intentando mitigar el olor, y agucé el oído para darme cuenta de que lo que esa lejana y tenue voz pronunciaba, era mi nombre. Atraído por el ineludible llamado de mi propio nombre, me desvié del camino hacia el sendero que atravesaba el huerto, aquel sendero de los ayeres. Tras avanzar varios metros, esperaba encontrarme una vez más entre la legión de árboles frutales y arbustos de bayas silvestres, pero lo que encontré en su lugar me dejó horrorizado; 10


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todas las manzanas, mangos, fresas y tantas frutas hubiera en el lugar, yacían en el suelo convertidas en repugnantes bolsas de negra pus. Cubriendo el suelo casi por completo, se extendía un océano de gusanos, escarabajos y otras alimañas rastreras que bien podrían haber salido de algún indecible castigo del antiguo testamento. Las espantosas criaturas carroñaban los remanentes de los frutos desde sus adentros, haciendo que estos parecieran palpitar como un corazón arrancado a un pecho aún vivo. Sumándose a la espantosa escena, estaba ese denso enjambre de moscas, avispas y mosquitos que revoloteaban frenéticamente, formando una especie de niebla zumbante que me cegaba casi por completo. El aleteo de millones de alas colmaba mis oídos y se colaba en mi cabeza para devorar mi cordura. Fue entonces cuando noté que un desconcertante patrón nacía en aquel alboroto. Los incontables zumbidos poco a poco se coordinaron hasta dar forma a lo que reconocí como una perturbadora vociferación inhumana. Comprendí con horror, que era aquello lo que pronunciaba mi nombre. En ese momento, esa voz nacida de algún influjo antinatural habló: “No aprenden…, nunca aprenden. Yo no sirvo a nadie, así que busquen otro lugar en donde esconder sus sucios secretos. Ahora sus huesos se pudrirán para siempre en mis entrañas, como también lo harán los de todos ustedes. Pronto irá por ustedes el fruto de todo lo que han sembrado”. De más está decir que, tras aquel incidente, no he vuelto a poner un pie en ese terreno, como tampoco lo han hecho los niños que solían jugar ahí. Suelo observar el lugar desde la distancia de vez en cuando, por lo que puedo decir lo mucho que el huerto ha cambiado. En toda la periferia del terreno ahora crecen tupidos arbustos cubiertos de espinas del tamaño de un pulgar. Es como si la tierra hubiera invocado a cientos de soldados que mantienen a los curiosos alejados, amenazándolos con sus afiladas lanzas ponzoñosas. También han crecido nuevos árboles en el interior del lugar; árboles de cerezo que lucen brillantes frutos rojos como la sangre, que brillan como los maliciosos ojos de un lobo acechando en la noche. Tengo la sensación de que algo extraño está germinando en ese sitio. Y sé que no soy el único, si no fuera así, ¿por qué la detestable pandilla de las harpías mandaría cada mes a un peón a regar decenas de costales de sal en esas tierras?, ¿o por qué es tan frecuente escuchar que algún grupo de ebrios intentó prender fuego al huerto sin tener ningún éxito? Una vez escuché de un viejo jardinero que la tierra era un ser agradecido que colmaba con bendiciones a quienes cuidaban de ella, pero aquel lugar no es así de ninguna manera. Esa tierra no es agradecida, sino rencorosa. Quizá en este momento, ese suelo maldito se alimente incluso de la sal que le arrojan para dar forma a su siguiente creación. Tal vez el calor de las llamas con las que intentan destruirlo termine por encender el iracundo espíritu de lo que crece ahora mismo en la tierra. 11


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No sé si lo que escuché ese día fue real o solo los desvaríos de mi fustigada cordura, pero, de cierta forma, tenía razón. Y si esto es así, no puedo evitar preguntar cuál sería el fruto que sembré al darle la espalda a esa atormentada joven que una noche me buscó afuera de mi ventana. Suelo atosigarme con cientos de preguntas para evadir las que realmente importan. ¿Quién fue aquel que osó profanar esa tierra y cuál fue el secreto que ocultaron en ella? ¿Qué es lo que ahora se pudre en algún agujero oculto en la tierra? ∞∞∞

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Ailm • E. C. Ferdinand

Ailm E. C. Ferdinand

Tambores. Por el pabellón de la muerte todo se vislumbra obscuro, frio, lúgubre… Caminamos en fila, nadie habla, encadenados, el metal helado rozando contra la piel desnuda, lacerando cada paso con sus bordes oxidados. Descalzos sobre el fango, nuestro andar es lento, sabemos que si uno resbala todos caeremos, los látigos y los golpes abundarán, por eso, a pesar de los azotes por acelerar el paso, hemos preferido soportar los golpes a las consecuencias de cometer un error. Ojos vacíos, cuerpos manchados de sangre y suciedad, laceraciones y moretones, a los costados seres malignos, aquellos seres con cabeza y pecho plateado, jinetes en la neblina como demonios, portando su pilum. Los caballos relinchan, se escuchan gritos incomprensibles, llovizna… Aquel beso acogedor de nuestra tierra, entre la densidad del bosque que nos vio crecer y ahora nos verá perecer, como prisioneros, como esclavos, como bestias. Recuerdos vienen a mí, de mi hogar, de mis días, de mis noches y, con ellos, vienen también velados, los cánticos que mi madre me cantase al perecer la luz y se alzase la obscuridad. Recuerdo aún la letra. «El cuervo vuela en una rueda en el cielo en el bosque, el viejo sabio vive Algir! Las pistas desaparecen, la lengua habla Algir» Mis hermanos empiezan a cantar a mi sonar, los caballos se estremecen, relinchan, rampantes, a su vez la neblina espesa de nuestras tierras estrecha el camino, el nerviosismo se aprecia en aquellas figuras que en un momento nos atormentaban, ahora nuestro hogar les devuelve el sentir. ••• 13


Ailm • E. C. Ferdinand

De la nada, silencio total. Hemos parado nuestro andar, sombras empiezan a moverse a través de los árboles, las miradas no saben en dónde fijarse, nuestro semblante se alza hacia el cielo, nosotros pasajeros de la existencia, estamos listos. Con gritos arremeten de los árboles, mis hermanos, acompañados del espíritu de Dagda, combaten. Nosotros tomamos piedras y cadenas y las usamos en contra quienes cubren la retaguardia; caemos, pero ellos también. Morrigan está presente. En breve el combate ha terminado… Los cánticos resuenan en el bosque, nos marchamos, no sin antes dejar un mensaje para aquellos demonios por venir: la cabeza de uno de ellos cubriendo la punta de su estandarte. A nuestro marchar escuchamos a las banshees, no volteamos atrás. De los prisioneros quedamos pocos, entre todo el bosque aparece una conífera, una señal de Lugh: fuerza, resistencia, longevidad, no dejarse someter ante aquellas figuras barbáricas. Nos sobrevuela un cuervo, estamos listos, el vacío en nuestros ojos se ha marchado, nuestra piel ha dejado la desnudez, en nuestras manos las hojas de bronce y hierro, entre la neblina escucho la voz de mi padre dándome sus últimas enseñanzas antes de partir de esta pasajera existencia. Observamos a las hadas y a los duendes llegar al campamento a nuestro partir, escuchamos los susurros de los pukas, recordándonos que, si fallamos, nuestro mundo perecerá y nuestras historias morirán con nosotros. ••• Finalmente comprendo las enseñanzas de los sabios de la tribu, las leyendas haciéndose realidad, el momento de nuestra transformación de jóvenes a hombres y guerreros… Los tambores vuelven a sonar, sin temor hemos de avanzar por la tierra, andando hasta el final, la gloria nos espera y podrá esperar un poco más. Nos detenemos y enfrente nuestro yacen seis mil invasores y sus trecientos caballos, una muralla que está dispuesta a extinguir nuestro mundo. Hoy hemos despertado como jóvenes, comido como hombres y dormiremos eternamente como héroes… ••• Ailm es un árbol de la familia de las coníferas, este tipo de árbol pervive a pesar de las condiciones más adversas y, según las tradiciones celtas, su símbolo es una cruz, que representa longevidad, fuerza y resistencia.

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Tiempo • E. C. Ferdinand

Tiempo E. C. Ferdinand

Abstracción universal…, eterna, de la que todo ser dependemos, mas nos encapsula en nuestro existir. Me encuentro sentando en esta habitación de un blanco aperlado, sobre una silla cuya base con el respaldo son una única y sólida pieza de plástico blanco y puro; mas esta misma tiene una rugosidad en su superficie, mientras que, a diferencia del resto de la silla, las patas están hechas de madera, al igual que el piso de la habitación. Cada pata está conectada con otra por ocho varillas negras de metal que se tejen por debajo de la silla. A su vez, la habitación está inundada por una luz que proviene de un cristal que recubre todo el techo, el cual, al intentar observar más allá de este, me ciega. Estoy vestido de blanco: camisa, pantalón, zapatos y hasta el cinturón, todo completamente blanco. Inspeccionando el cuarto, me percato de que las cuatro paredes en su totalidad son de este blanco aperlado, mas ninguna de estas cuatro paredes tiene grieta, ranura o puerta alguna, un cuarto sin entradas o salidas. El piso es de un laminado sólido de madera color marrón claro, llegando a beige, terminando por demostrar que la habitación se encuentra completamente sellada. Paso mis manos por las cuatro paredes buscando alguna grieta, puerta o relieve del cual me pueda ayudar, intentando encontrar una salida de aquel cuarto, pero resulta infructuoso. Los muros de esta habitación son lisos en su totalidad, sin rugosidad o textura alguna; las esquinas con las que colindan los muros son el único relieve que poseen. Sitúo mi oído en contra del piso de madera, en completo silencio; esperando poder escuchar sonidos. Permanezco inmóvil recostado en el piso, busco algún sonido de movimiento, pasos, voces o cualquier tipo de ruido... Nada. Alzo la mirada y en el vacío de la habitación está aquella silla blanca y pura, con aquellas patas de madera. Me pregunto «¿aquella silla me otorgará alguna respuesta?» Situándome frente a este misterioso objeto, permanezco observándolo fijamente, analizándolo, intrigado por cada detalle, por cada centímetro de la silla desde el respaldo, la base, el relieve en su estructura, hasta las patas y lo que las une. Entre más observo la silla, se acrecienta cada vez más mi curiosidad sobre la razón por la que está en la sala. La levanto e inspecciono, cuando al voltearla 15


Tiempo • E. C. Ferdinand

encuentro en el centro de la base “SH 9 - 01:13” estampado en color negro. La vuelvo a situar en el lugar del cual la he levantado e intento, una vez más. Alzo la mirada y busco ver a través de aquel cristal que ilumina la habitación; nuevamente, es en vano. Caigo rendido en la silla, desorientado y abundante en interrogantes, mientras que mis latidos empiezan a acelerarse cada vez más. Bum, bum; bum, bum… Cierro los ojos. ••• Abro los ojos y me encuentro en un jardín adyacente a una gran casa de madera azul cielo que parece de inicios de siglo XX. El pasto es de un color verde oliva y hay dos enormes cedros de gran follaje, situándose cada uno en las esquinas del patio, delimitado por una barda de madera que tiene en su base una enredadera creciendo. Estoy postrado ante una mesa montada con platos blancos y copas de vino, parece ser una fiesta. «Pero, ¿para quién es la fiesta? ¿Qué estamos celebrando?» Veo corriendo y jugueteando niños en el fondo del jardín entre ambos cedros, a mis lados veo caras familiares, pero quisiera poder saber quiénes son las personas que se encuentran a mi diestra y mi siniestra. Escucho el sonido de las aves sobrevolándome y parece ser el inicio de la primavera. Como también se escuchan las risas de los niños que juguetean y el agua que corre de una fuente, pero no logro ubicarla en el jardín. El céfiro primaveral tiende su suave ceda en mi mejilla y con mirada vaga, analizo el paisaje, pero no alcanzo a centrar mi atención en nada. Me hablan, mas solo escucho ruido y sigo viendo el paisaje y mis alrededores. De repente, yace frente a mí una taza de café negro, el vapor sale de este como si estuviese recién hecho. Volteo a ver a las demás personas en la mesa y diviso que tienen frente a ellos una rebanada de pastel, pero ninguno atiende el plato. Todos se encuentran platicando, riendo y sonriendo con las personas a sus lados. Busco frente a mí una cuchara para el azúcar, levanto una cuchara plateada y con delicadeza añado una, dos, tres cucharadas de azúcar a este café negro como el corazón y amargo como el alma, pero antes de volver a reposar la cuchara sobre la mesa, siento que en la parte de atrás del mango trae un grabado: “SH 9 - 01:13”. Vuelve a aparecer este escrito, ahora sobre el lomo de una cuchara plateada, en este extraño escenario. Reposo con inquietud y nerviosismo la cuchara sobre la mesa, empiezo a mirar rápidamente hacia los lados, todo se ve normal, pero una voz en mi interior grita que nada es normal. Me levanto de la mesa y con andar rápido busco dirigirme hacia una salida, continúo volteando hacia mis costados rápidamente, en busca de alguna anormalidad en el ambiente que pueda constatar mis sospechas. En mi estado alterado y con caminar acelerado, no me percato de la 16


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barda de madera frente a mí, topo con ella y caigo al pasto, golpeo con el costado izquierdo de la cabeza el suelo y entro a la obscuridad de la inconsciencia. Despierto en el pavimento de una acera al borde de la calle, me levanto, siendo lo primero que noto el traje azul marino que llevo puesto, camisa blanca y corbata roja con detallados en negro bajo el saco. Mientras que en mi muñeca izquierda hay un precioso Rolex que hace conjunto con mis zapatos Oxford de color café. Entre tanto, veo que en la acera se encuentra un portafolios negro abierto con papeles y documentos, a su vez, estos empiezan a salir volando por el paisaje urbano con la brisa que arrecia. A un costado de este portafolios hay un móvil roto. Al lado mío hay un poste de alumbrado público contra el que, al parecer, he chocado; veo a mi alrededor el borde de la acera esta recién pintado, tiene esta pintura amarilla brillante. La calle, a pesar de tener dos carriles que van en sentidos opuestos, está vacía. Al voltear a mi espalda se erige una serie de edificios, departamentos hechos de ladrillo, los cuales se han vuelto escarlatas con el pasar del tiempo y, aun así, todos los edificios son idénticos. Veo que del otro lado de la calle se extienden más edificios como los que se encuentran a mi espalda, con una diferencia: en medio de estos edificios se encuentra esta pequeña tienda roja con toldo blanco y un gran ventanal en el costado izquierdo de la tienda. Sigo viendo el panorama, hay un manzano frente a la entrada de cada edificio, siendo remplazado por una luminaria en ciertos edificios. Entre todo esto, veo el nombre de aquella pequeña tienda roja: “SH 9 - 01:13”. Dentro de mi impresión, perplejo observo el nombre de aquella tienda. Volteando a mis alrededores, busco a alguien, algún peatón que esté pasando para preguntarle si observa el mismo nombre que yo en aquella tienda roja con toldo blanco y gran ventanal, para que me otorgue respuesta alguna, pero nada, las calles y aceras están vacías. Entonces decido acercarme a la tienda, inquiriendo acerca del significado del nombre. Cautelosamente avanzo a través de la acera hacia la otra acera, pasando a través de aquella desolada calle, mientras que, durante mi andar, mis piernas empiezan a temblar por temor a lo que encontraré dentro de la tienda o de la respuesta que obtendré sobre el nombre que cuelga sobre el toldo de la tienda. De repente, un ruido a mi diestra me llama la atención mientras atravieso la calle, un automóvil negro avanzando a alta velocidad; no voy a lograr apartarme del camino y al parecer el coche no tiene intención de detenerse. Solo cierro los ojos, espero el impacto. ••• Golpeo con brutalidad la pared blanca que se encontraba frente a la silla; le he agregado más color a aquel blanco aperlado de la pared; una mancha roja de sangre ahora yace en el centro de esta; mi hombro derecho está dislocado, mientras 17


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que mi ojo izquierdo poco a poco empieza a inflamarse; a mis pies yacen tres de mis dientes que con el impacto se han desprendido y, a lo largo de todo mi cuerpo, empiezan a aparecer diversos moretones y lesiones. «Carajo, lo que necesitaba». Mi ropa, al igual que la pared, está teñida con este pigmento rojo que resulta ser mi sangre, brotando de mis heridas. Volteo al resto del cuarto y todo se mantiene igual, excepto por una pequeña cosa; ahora hay un plumón permanente de color negro sobre aquella silla. Me acerco a la silla, cojeando y dejando sobre el laminado gotas de sangre. Llego hasta esta, levanto el plumón y lo empiezo a examinar. Lo abro, reviso si pinta, si no tiene alguna inscripción fuera de lo habitual que debería de llevar marcado un plumón. Todo es normal con el plumón. Me pregunto: «¿y qué cojones se supone que debo de hacer con este plumón?» Me recuesto en el piso, veo hacia el cristal que ilumina la habitación y empiezo a arrojar el plumón hacia arriba; cae, lo atrapó y lo vuelvo arrojar. Estoy recostado sobre este charco de sangre seca, en medio de esta enorme y pequeña habitación, que se ensancha al arrojar el plumón y se encoje al atraparlo. Fallo al atrapar el plumón y este golpea contra mi pecho, rebotando y cayendo al suelo, empezando a alejarse de mí. Me recuesto en mi costado izquierdo, intento con el brazo derecho alcanzar el plumón, en vano. Este ha quedado fuera de mi alcance y ya simplemente dejo caer en seco el brazo contra el suelo. Cierro los ojos, una vez más… ••• Abro los ojos y estoy rodeado por un tumulto de gente, estoy recostado sobre el pasto, este pasto verde oliva que se encuentra húmedo como si acabase de ser regado; debajo de mi cabeza hay una chamarra que la mantiene levantada sobre el resto del cuerpo. Con mi mirada fija en el cielo veo las caras de forma muy lejana. De mi frente empiezan a caer gotas de sangre, bajan a lo largo de mi rostro. Llevo mi mano a mi frente intentando precisar de qué parte de mi frente provienen, topándome con una gran herida expuesta. Escucho gritos, llantos y murmullos. Por más que la gente se vea lejana, siento que el espacio se reduce, se obscurece el ambiente, trato de levantarme, mas no puedo mover mis piernas y mi brazo izquierdo no me responde como debería, solo puedo mover la cabeza hacia los lados como también mi brazo derecho, el cual tiene la mano manchada de sangre por la herida. La chamarra bajo mi cabeza cada vez se siente más y más dura, se vuelve incómoda y molesta, a la vez que se empieza a sentir más húmeda. Desesperadamente busco con el movimiento de mi cabeza desplazarla o, mínimo, ver el porqué de este sentir; ruedo hacia un costado a pesar de las manos y palabras de la gente a mi alrededor que intentan detenerme. 18


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Al voltear a ver la chamara, me doy cuenta de que esa sensación de humedad en la parte de atrás de mi cabeza era sangre, la tela resultó ser mi pelo y la elevación a la que se encontraba mi cabeza era debido a la roca que se encontraba debajo de esta. Regreso la vista hacia la gente de mi alrededor y veo que la gente se empieza a apartar. A su vez, se acercan rápidamente dos paramédicos con una camilla, inmovilizan mi cabeza después de hacer las revisiones básicas necesarias y, posteriormente, me posicionan sobre una tablilla para subirme a la camilla. Soy levantado, colocado sobre la camilla y siento cómo la presión en mi cuerpo aumenta, entonces cierro los ojos y espero a que este sentimiento termine. ••• Al abrir los ojos me encuentro dentro de una ambulancia, se escucha el fuerte sonido de la sirena, sobre la cara llevo una mascarilla que suministra oxígeno, estoy inmovilizado sobre la camilla, no puedo mover nada fuera de los ojos. En eso, me colocan un destello en los ojos, todo se vislumbra blanco. Uno de los paramédicos me pregunta por qué crucé una calle repleta de automóviles, para después preguntarme mi nombre y si recuerdo algo de lo que sucedió. Mi respiración empieza a ser más tosca, duele respirar, mi pecho se comprime. Cierro mis ojos lentamente. Estoy con los ojos cerrados, sentado en una silla de metal, afuera de una cafetería mientras disfruto de mi bebida preferida de esta misma cafetería. Veo pasar los automóviles en la vía, la gente en la acera, en mesas cercanas hay más personas conviviendo, platicando y disfrutando. Volteo al frente y me sonríes, para luego volver a darle un trago a mi café. En mi muñeca, aquel Rolex, mis prendas son completamente blancas, estoy despeinado y siento mi cabellera húmeda, gotas empiezan a caer en mi rostro, siento el correr de cada gota tan claro sobre mi piel como el de la anterior. Alzo la vista al cielo y observo las nubes grises, me quitan un peso de mis hombros. Con la mirada en el cielo, disfruto de las ligeras gotas de lluvia arremetiendo contra mi rostro, sintiendo una tras otra. Tomo mi bebida y dándole un largo trago, me la termino. En eso tú sacas de detrás tuyo un paquete envuelto en un tipo de papel rugoso color café, estirando tus brazos y acercándolo a mí. Pero tu sonrisa tiene más presencia que el regalo en sí, pese a ello, lo abro viendo que es un libro de Arthur Conan Doyle, es su noveno libro de su serie de novelas detectivescas. Un escalofrío azota mi cuerpo, el frío atraviesa mis brazos y piernas hasta llegar a mi pecho para terminar en mi cabeza, siento un gran dolor en la parte trasera de la cabeza. Llevo la mano derecha a esta parte y, viendo que hay sangre, siento pulsaciones más fuertes que aprietan mi pecho, una tras otra arrecian mi sentir. ••• 19


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Me levanto y cojeando tomo el plumón ensangrentado que se encontraba a mitad de un charco de sangre en el laminado. En el muro que se encuentra directamente frente a la silla, se observa una grieta, la marco con el plumón que, a pesar de ser negro, deja manchas rojas. El cuarto ha cambiado en cierta forma por sí solo, es cierto que yo he puesto de mi parte añadiendo el color rojo y uno que otro diente en el suelo, pero además de esto, la luz que emana del cristal sobre mi cabeza se vuelve más cálida. Señalo la grieta que apareció en el muro para evitar perderla de vista, son diferencias que antes la habitación no tenía. Una vez más, me siento en aquella silla blanca de plástico y observo fijamente la grieta en el muro, el color rojo que se encuentra a su alrededor, las huellas que dejé marcadas en el muro, todo y nada. Dentro mío algo se empieza a incendiar, quema y se extiende al resto de mi cuerpo; mi pie derecho empieza a temblar, las heridas en mi ser dejan de sentirse, los huesos en mis puños truenan a la par de cerrarse lentamente. Arrojo el plumón en contra del muro para, seguido de este, arremeter contra el mismo. Nudillos llenos de sangre, huellas y manchas nuevas aparecen en el muro, golpes que fracturan algo, no sé si lo que se está fracturando en realidad son los pocos huesos en estado decente en mi cuerpo o es el muro. Ya no importa, cada golpe es más violento, más brutal que el pasado, no siento los puños y brazos desde hace varios golpes, mejor, ahora estos no van a doler. Las paredes aledañas ahora también albergan una especie de Pollock, la tapa que recubría el plumón yace en el suelo destrozada a un lado del mismo plumón. Recargo mi cabeza contra el digno oponente que ha sido el muro y descanso. Las heridas en mis puños podrían estar peor, solo son unos cuantos huesos rotos y fracturados con cortadas que dejan caer gotas para formar rosas en el suelo. Volteo y la silla sigue ahí, la tomo para reventarla contra el muro. La silla ha quedado reducida a trozos individuales que se encuentran dispersos a lo largo de la habitación. Pero ahora el lugar de la silla ha sido reemplazado por un paquete envuelto con un papel rugoso color café, me acerco para averiguar que es un libro de Arthur Conan Doyle; a un lado del libro, en el suelo, está la parte de la base de la silla con aquel misterioso estampado. «¡Coño! El estampado se refería al libro, el noveno libro, el primer capítulo, décimo tercera línea». Abro el libro buscando y situándome en la referencia del estampado, donde tenía escrito el libro: “—Tiene que significar algo más que eso— dijo”. Confuso dejo caer el libro al suelo, perdiéndose entre los trozos de silla y sangre, para inmediatamente tomar el plumón ya dañado tratando de escribir en el muro aquella cita. En un estado de confusión y alteración doy vueltas alrededor de la habitación, en busca de más pistas, de otra cosa que pueda ayudarme a saber qué carajo está 20


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sucediendo. Empiezo a tener una seria jaqueca, coloco mi mano a un costado de mi sien, esperando que pase. Salgo volando contra el muro, una vez más impactándolo, ahora de espaldas y volviendo a caer al suelo. No sé qué es lo que está pasando, pareciese como si la habitación se estuviese moviendo a voluntad y, repentinamente, hubiera frenado en seco. Al abrir los ojos veo que estoy en una habitación de hospital, al parecer me encuentro sedado porque no logro sentir dolor alguno, a pesar de tener todas las extremidades dañadas. Volteo y veo en la mesa que está a mi costado derecho y enfrente de un sillón, una canasta con globos y regalos, mientras que en el sillón se encuentra un oso de peluche. A un lado del oso hay una bolsa de plástico que, por lo que veo, trae dentro lo que parece ser mi ropa y pertenencias que dejaron los paramédicos. Sobre esta bolsa yace el Rolex que traía puesto. Mi mente es azotada por una jaqueca, trato de recordar qué sucedió; aparecen imágenes burdas y borrosas, recuerdos cruzados, sueños y realidades, todas están en mi cabeza, mas no sé cuál es cuál. Llegan a mí recuerdos imprecisos de una taza de café con una, con dos, con tres cucharadas de azúcar; una tienda roja con un toldo blanco; cedros y manzanos, risas, voces vacías, caras sin rostro, un plumón permanente, papeles volando a través del paisaje. «¡Pero, ¿qué significan todas estas imágenes en mi cabeza? ¿Qué son?!» Creo que cerraré los ojos y trataré de descansar, todo me abruma. ••• Maltrecho de mis rodillas, me encuentro en el suelo, he llegado a un punto en el cual mi mente y mi cuerpo están en paridad, ambos destrozados; si he de quedarme en este espacio de infinidad que aprisiona, lo haré. Tomo una vez más el plumón, volteo hacia la pared y comienzo a pintar sobre ella: su rostro, sus ojos, sus cejas, sus iris y sus labios. Me arrastro como puedo hacia atrás a lo largo de la habitación para, al llegar al muro opuesto, poder contemplarla. Ahí, recargado en aquel muro, puedo admirar debidamente la habitación. La grieta se ha vuelto la cerradura de la puerta y tus ojos finalmente le dan más color a esta confusa prisión; tu boca y tus labios, a pesar de no dejarme entrar o salir, me dan el anhelo de existir, para poder ver en tu iris y sentir en él la tranquilidad necesaria. Y ahí, al pie del muro, me encuentro, físicamente destrozado, mentalmente fatigado, mis manos laceradas, mis costillas y huesos rotos; a la par, mis piernas fracturadas, pero estoy en paz en aquel pedazo de existencia en el que he sido condenado a permanecer. 21


Tiempo • E. C. Ferdinand

Vuelvo a abrir los ojos, observo el reloj que mi padre me dejó, ahí sobre mi ropa, en aquel sillón. A un lado se encuentra ese oso de peluche con el cual solía dormir cada noche durante mi infancia, mientras mi madre me leía esas novelas de detectives que tanto nos fascinaban. Nada más recuerdo que en mis sueños me atormentan o relajan, ya no sé cuál. Con ayuda del barandal de la cama logro ponerme de pie, para ver en el marco de la ventana de la habitación, el plumón permanente negro con la tapa rota y manchado con sangre. Al tomarlo se ven papeles volar a lo largo del paisaje; mientras se escucha el agua de una fuente correr y a los niños jugar, pero ¿qué es realidad? ∞∞∞

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The tattooist of Auschwitz • Stefany B. Larios

The tattooist of Auschwitz Stefany B. Larios

Is it possible to find love in a survival story? Is it possible to find love when the horror of surviving almost three years in a concentration camp, condemn someone to a lifetime of fear and paranoia? Is it possible to find love having the fear of being seen as a collaborator of the Nazis? The thought of protect your family by keeping the secret or what can be described as a burden of guilt. Is it enough to offer yourself as a strong young man in good physical condition, in the hope of saving the rest of your family from being separated? Is it possible to find love when the Nazis erase who you are and mark in you, a number? 32407. Is it a God miracle when you contract typhus and the man who has engraved your new identification on the skin, is the one who takes care of you, saving you from death? When this man puts you to work as his assistant, teaches you not only the trade, but also how to keep your head down and your mouth shut? Is it possible to find love when this kind man disappears and you never discover what happened to him? Is it possible to find love when you become the main tattoo artist, the tetovierer, of a death camp? What can you think about yourself, when you are forced to accept what you are given? When you take it and thank it because it means you can wake up the next morning. Live a step further from death. But even that doesn’t make you feel calm, because the next day this man at the command tells you “One day, tetovierer, I'll take you, someday”. Is it possible to find love when those forced tattoos you engrave of trembling and rigid numbers on pale forearms, have become one of the most recognizable symbols of the Holocaust and its most lethal camp? Is it possible to find love when you know that tattooing a man is one thing, but when you hold a young woman's thin arm in your hands, it feels horrible? Is it possible to find love when there is something about this girl and her 23


The tattooist of Auschwitz • Stefany B. Larios

bright eyes? That while tattooing this number on her left arm, she tattooes her number in your heart? When you know that the young woman’s name is Gita? When you try to take care of her, passing your extra portions of food and even getting her a better job? When you try to give her hope? Is it possible to find love when you, deep down, always know that you are going to survive? You don’t know how, but you know is the idea of being a survivor, survive luckily, for being in the right place at the right time and taking advantage of the opportunities you see. But even though, she sees no future? Is it possible to find love when, in 1945, the Nazis begin to send prisoners outside the death camp before the Russians arrive? When Gita is one of the women chosen to leave Auschwitz? When the woman you have fallen in love with is gone? When you only know her name, but not where she came from? Is it possible to find love when you also leave the camp and return to your home, when you paid for the trip with the jewels you had stolen from the Nazis? When your sister has survived and your house still belongs to your family? And let me ask you, is it possible to find love when in the way there, a young woman stops in the street and has a really familiar face? A pair of bright eyes. For you, everything is reduced to look at them. And the answer will be yes, because after all, it is possible to find it. ••• This text was based in the true story of Lale Sokolov and some of the things he said were used to write it.

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Ahí viene • Emilio Sierra

Ahí viene Emilio Sierra

—Don Ele dice que por ahí andan unos coyotes y que bajan en la noche pa’ buscar de comer, ya sean gallinas, perros o gatos; lo que se deje comer, se lo comen. Aunque yo no creo que sean coyotes. El chiste es que por ahí anda algo entre la noche y asusta a todo el animalero del Olivo. Burros, gallos, perros… Todos se ponen de acuerdo pa’ espantar a esa cosa que pasea por el rancho. Que mejor vaya a espantar a la gente de San Juan del Meco, a ellos sí les es fértil la tierra y sí les sale agua cuando buscan dónde hacer pozo, ¡los del Olivo qué! Apenas y sale el sol en nuestro cielo. Dijo el hombre molesto, quien al ver que se desviaba del asunto principal, hizo una pausa, sacó sus manos de las bolsas, y se percató de que traía unos mezquites entre los dedos. Confundido, continuó. —Yo no sé. Aquí la gente se mete temprano, aunque pareciera que es tarde, pero es temprano. Es que nomás anochece y ya uno no sabe ni qué hora es. La luna no se asoma, nomás se ve una luz desde atrás de los cerros. Y al igual que la luna, ya mejor la gente ni se asoma. Se lo digo yo, que paso caminando por en frente de las casas y ya todos están adentro. Ni un alma despierta. A mí se me hace que es desde lo de los borrachos. El hombre tragó un gargajo con peste a alcohol, miró la botella en la mano del sujeto que caminaba junto a él y dijo con sigilo: —Lo que pasa es que aquí se han perdido muchos, por decir poco. La gente tiene miedo de andar caminando por estas calles tan noche, que porque no vaya a ser que les salga el mono ese que disque andaba correteando a don Cristóbal, que por andar borracho. Eso dijeron algunos. Otros dicen que fue el diablo, que se asomaron esa noche y que vieron correr a un cabrón a lo lejos y que tras él iba un mono todo rojo. ’Ora que lo pienso, cada vez son menos los borrachos que uno se encuentra caminado en plena madrugada. Yo creo que ya les da miedo a salir. La cosa sí se ha puesto fea. Cuidando que nadie lo oyera, el hombre procedió: —El otro día amaneció uno de los tantos borrachos de aquí del Olivo, colgado en el mezquite que está al lado de la cosecha. Bueno, disque cosecha, porque está eso más seco que las ubres de las vacas de por aquí. Bueno. Y pa’ no hacerle el cuento largo, hay otros que dicen que ya nomás no han visto a los hombres estos, que, a lo 25


Ahí viene • Emilio Sierra

mejor, y de verdad, que a lo mejor aquellos se fueron al monte y allá se murieron de frío o se cayeron de lo tomados que andaban. Una mañana los encontraron los que arrean las chivas y dijeron que ya estaban todos masticados, que ya traían la cara toda descarapelada y las costillas de fuera. Asustado, el hombre dijo casi como un juramento: —Yo por eso esta es la última noche que tomo, pa’ ya no andarme apurando de sí me persigue el diablo o si amanezco ahorcado en un mezquite también. Porque esas cosas, aunque quiera uno que no, si lo ponen a pensar. Pos’ porque hasta los coyotes chillan en la noche del puro miedo, así con harto terror, y los perros ladran y ladran, y los gallos cantan y cantan, y los grillos… Y el hombre detuvo sus pasos, vio pa’ un lado, y vio pa’l otro, y se acordó que en algún punto del camino ya nomás no vio a don Cristóbal. “Ahí viene”, pensó al voltear y ver a un mono rojo corriendo hacia él. ∞∞∞

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El camino de Tepela • Emilio Sierra

El camino de Tepela Emilio Sierra

Estaba tan seco que ya ni con el semejante solazo que colgaba del cielo le salió una sola gota de sudor al hombre. Es más, antes le hubieran salido lágrimas a las piedras que agua a ese señor del cuerpo, a quien muy clarito le dijeron que no se fuera por el camino de Tepela, que por ahí estaba bien sólo y bien culero, y que tenía los calores más calurosos de San Luis y del infierno entero. Que mejor se fuera por San Antonio, aunque tardara más, que por ahí de perdido una lagunita se habría de encontrar y hasta iba a tener chance de darse un descansito bajo algún árbol y seguir su camino. Pero a él le urgía llegar. Le urgía tanto llegar como pa’ irse por el camino de Tepela y no por el de San Antonio, con todo y su terregal, y su sequedad, sus llanos, sus animales del demonio, y su pinche solazo que te pela la choya. De ahí ha de‘ber salido el nombre: Tepela la choya. Pero el chiste es que a él le urgía rete harto llegar, porque recién había recibido una carta con calidad de urgente del doctor de su pueblo diciéndole que su mujer se había sacado la criatura que estaba creciéndole en la panza, que porque ya no la quería tener, que siempre no. Así que mejor se la iba a sacar antes de tiempo, antes de encariñarse con su nueva cría y hacer de su dolor, el dolor de ella. Él, don Polo, apenas tuvo la carta en sus manos se puso de pie para nunca más volver a sentarse, con el rostro más pálido que un hombre prieto había tenido jamás. Al pobre viejo lo recorrió una entumida por toda la espina de la espalda, y le supo amarga la saliva y se le enfriaron las manos calludas y llenas de tierra con las que sostenía la dichosa carta. Tembloroso, emprendió su viaje y no cargó consigo más que su cuchillo. Tanta fue su prisa por irse que nomás llevaba dentro de sí el agua que le corría por el cuerpo en la pipí, en el sudor, en la saliva, en el semen y en la sangre. —Váyase por el camino de San Antonio, Polo, si no, no la va a librar. —Dijo uno. —Váyase por el de San Antonio don Polo, ahí de perdida una lagunita se habrá de encontrar, y hasta va a tener chance de darse un descansito. —Dijo otro. Don Polo decidió ignorar a esas voces que retumbaban en su cabeza como si estuvieran rezando, porque ya llevaba una eternidad camine y camine, y nomás no encontraba su cuchillo y ya era tarde pa’ pensar en otras rutas. Es más, ni volteó a 27


El camino de Tepela • Emilio Sierra

ver a ese par de esos locos que ya tenían rato con él, repítele y repítele que se hubiera ido por el otro camino. Aquel hombre solo tenía algo en mente: «No se me puede morir mi Juana, no se me puede morir otra criatura». —No. —Dijo la pobre alma, disque remojándose los labios y la garganta. En medio de aquel peregrinar, Leopoldo, como lo bautizaron sus padres hace unos cincuenta y tantos años, recordó que ya tenía bastante tiempo que no se paraba tan rápido del suelo y pegando un brinco como aquella vez en que le dijeron que habían degollado a su hijo Virginio, el más grande de los tres que tuvo. Quién sabe quiénes, quién sabe el cómo y quién sabe el porqué le habían arrebatado al último muchacho que le quedaba, pero eso era lo de menos y lo demás poco importaba ya; Virginio había muerto y no había remedio. Además, después de haber pasado antes por esa pena, la de perder un hijo, ya no le quedaba nada más a Don Polo que su mujer, Juanita. A partir de ese momento habrían de salir adelante entre los dos, porque ya nada más les quedaba Virginio, y lo acababan de matar. Y ante tanta sed, otro recuerdo se le vino a la cabeza. Sí, esa sensación de sequedad total la conocía Polo, porque incluso cuando le echó la tierra encima al cajón de su último hijo, no pudo llorar. Después de perder a sus otros dos hijos ya no tenía más lágrimas. Por eso le resultaba tan familiar ese momento, al ver que tenía vacía el alma y seco el cuerpo, y si se moría también Juanita, esa alma le quedaría todavía más más vacía. Por eso don Polo no dudó ni un instante en irse por el camino de Tepela, porque así habría de llegar más rápido a donde estaba el amor de su vida y la podría acomodar entre sus brazos, sentarla encima de sus piernas y, si Dios se lo permitía, consolarla ante tremenda pena; esa, la de perder a su último milagro, a la que habría sido la última de sus criaturas, sin siquiera haber nacido todavía. Por eso Polo se fue por Tepela, con todo y el peligro de encontrarse al demonio en medio del infierno que era ese camino, porque Juanita lo esperaba del otro lado y había que llegar pronto. No lo dudó ni un instante, ni tantito, ni por caridad de Dios. Porque era urgente, decía la carta. Lo entendió, y entendió a su Juanita y el porqué se había sacado a la criatura mucho antes de tiempo, mucho antes de pensar en si quiera un nombre con el cual bautizarle y mucho antes de que hubiera puesto Dios un corazón en ese niño: porque su madre lo habría de querer, así como quiso alguna vez a su Virginio, y no iba a aguantar ver morir a otro de sus hijos. Porque aquella entristecida madre temía perderle, pero ya no por culpa de la maldad de los otros, como le pasó a Virginio, sino por culpa de la pobreza. Porque si no era de hambre, iba a ser de sed, y si no era de sed, terminaría siendo de cualquiera otra de las cosas tan feas que pasan allá en el rancho en donde vivían, el rancho San Pedro. Por eso Juanita hizo lo que hizo, costara lo que costara, porque ellos eran muy pobres y don Polo los había abandonado a su suerte, a la merced de Dios o de alguna fuerza con la suficiente voluntad como pa’ ver nacer a un niño en la miseria y tener la cruel voluntad de mantenerlo vivo. 28


El camino de Tepela • Emilio Sierra

Por eso Juanita hizo lo que hizo, porque Don Polo la abandonó pa’ irse hasta El Huizache sin dar explicación y volver, a lo mejor, un día de estos. Por eso Juanita se sacó a la criatura de la panza, por tanto miedo y tanta desesperanza, ¿qué ha de hacer una mujer con un niño en la pobreza? pos ya no tenía ni pa’ comer ella, mucho menos pa’ que comiera la cosa esa que le estaba creciendo ahí adentro. Por eso el día en que llegó con calidad de urgente aquella maldita carta, don Polo pegó el brinco de la tierra y rápido se pintó de colores pa’ donde estaba Juanita, porque se tenía que apurar o se la iban a terminar sepultando en el panteón municipal, y no en el corralito en donde habían puesto a su hijo Virginio, y a su hijo Esteban, y a su hija Vicenta. —Allá tiene que haber si quiera tantita agua. —Dijo don Polo. —Ni modo que nos esperemos a ver si llueve alguno de estos días, mujer. A mí ya hasta se m’estan empezando a olvidar las cosas. Mejor morir en el intento que esperar a que se nos sequen hasta los pinches huesos. —Dijo Polo a la mujer que tenía en frente con una panza inflamada en víspera de un nacimiento. Con el miedo de haberse perdido, al hombre le pesaba cada vez más el rezo del par de locos que no dejaban a su cabeza en paz. —Le dije don Polo, que se fuera por San Antonio, ¿ya ve? No alcanzó a su mujer. —Dijo uno. —Ya ve don Polo, cómo sí le hubiera salido mejor por San Antonio, le dije que allá de perdido sí se encontraba una lagunita, pero no me quiso hacer caso. —Dijo el otro. Entonces don Polo se acordó que sí pasó por San Antonio, y nomás halló pura tierra, un montón de animales podridos y a un cabrón muerto, y su rostro le resultó familiar, pero ya ni se acordaba quién era aquel pobre diablo o de dónde lo conocía. «¿Será de San Pedro?», pensó. —Te digo, mujer, todos se están yendo pa’l Huizache a buscar agua, allá tiene que haber si quiera una poquita. —Repitió el viejo a la mujer que estaba a su espalda. —Polo, pero si tú nunca llegastes al Huizache. —Polo volteó, y no había nadie. Entonces el hombre buscó por todos lados, sin recordar bien qué era lo que buscaba. —¿Agua? —Dijo, tratando de recordar cuándo fue que había recibido la carta o dónde la había dejado. «¿La carta?», pensó, tratando de recordar cuándo fue que salió en busca de agua. —¡Cuándo! —Inquirió una voz, tratando de recordarle cuánto tiempo había pasado desde que se bebió aquella chingadera que le dejó un sabor a orines en el hocico, o cuánto tiempo hacía que puso pie sobre aquel llano eterno. El viejo no encontraba respuesta a ninguna de sus preguntas o a ninguna de sus ideas, y se llenó de un miedo que nunca había sentido en la vida, se apanicó tanto que se buscó el cuchillo por todos lados y no lo encontró. 29


El camino de Tepela • Emilio Sierra

«Ya cállate», pensó el viejo, quien había cargado consigo tan solo un cuchillo y no lo encontraba y quien, ante la impotencia de no poder seguir caminando, recordó que jamás dudó en irse por el sendero de Tepela. Aunque se tuviera que tomar sus propios miados con tal de llegar al otro lado, con todo y el ardor de sacarse los últimos fluidos de su cuerpo a la fuerza, porque solo así, siguiendo el camino de Tepela, habría de llegar más rápido a donde estaba su Juanita y la podría convencer de no hacer semejante barbaridad de sacarse al chamaco, y la acomodaría entre sus brazos, y la sentaría encima de sus piernas, y le lloraría como es debido, pa’ ver si de perdido el dolor le sacaba el agua que le quedaba en el alma a don Polo, a quien no le salió una sola lágrima, y en su desesperación se sacó todo líquido dentro de sí, ya fuera la sangre o el sudor, o la saliva o lo que fuera, y así poder darle de beber a la mujer sedienta que tenía en frente, y a su criatura que cargaba en la panza. —La panza. —Entonces volteó a verse el estómago y se acordó que ahí se había guardado el cuchillo, y finalmente una lágrima le escurrió del alma a ese ser tan triste, y aquel fantasma recordó todo, recordó porqué se fue por el camino de San Antonio Tepela hacía tantos años: porque Juanita lo seguía esperando del otro lado y había que llegar pronto. ∞∞∞

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Mira cómo sonríe • María Fernanda Suárez García

Mira cómo sonríe María Fernanda Suárez García

De los muchos demonios que se aferraron a mi vida, haciéndome cargar con ellos, no cabe duda de que la envidia clavó sus garras en mi alma, dejando una cicatriz inmunda. Hasta donde mi memoria me permite recordar, la primera vez que este sentimiento me poseyó fue a los siete años en más de una ocasión. Los celos se apoderaban de mi pequeño cuerpo cada vez que veía a las sirvientes de la casa “limpiar” las posesiones de Narcisa. Las escuchaba y reconocía sus voces en la oscuridad de la noche dentro de la alcoba de la mujer que me dio la vida, sostenían los objetos intentando adivinar el precio por el cual podrían venderlos una vez que el señor de la casa decidiera desprenderse de ellos, desde los pequeños pendientes que él mismo le regaló hasta el tesoro más grande del mundo: las botas. Narcisa nunca se aferró a ni uno de los obsequios que sus diferentes admiradores le ofrecían. Decía que mi Padre le juró una estantería entera de zapatillas con tal de que dejará ir esos “pares de carne seca”. Mi madre tuvo muchos zapatos, mas ninguno fue cuidado con tanto cariño como ese calzado. Esa mujer los atesoró casi tanto como atesoraba su trabajo, que ahora yo también cargo. Esas ignorantes brujas se estaban burlando de ese tesoro, tratándolo como si de mierda estuviera hecho. Sólo intenté confrontarlas una vez y mi reclamo se volvió una de las rabietas más grandes que alguna vez pude haber hecho… Después de eso, no me atreví a repetirlo. —Oh. Sólo eres tú. —¿Qué haces aquí?’ La fuerza en mi voz reclamando las botas apenas pudo hacerse presente, mientras me interpelaban. —¿Por qué las quieres? ¿Acaso eres Narcisa? —Ni siquiera eres mujer. Mi repentino tono de voz afirmando que eran de mi propiedad se volvieron acusaciones en mi contra. —¿Por qué nos alzas la voz? Ni siquiera deberías de estar aquí. —El pequeño bastardo ahora se cree heredero de todo, cuando en realidad solo es un pecado abominable a los ojos de Dios. 31


Mira cómo sonríe • María Fernanda Suárez García

—Todos nosotros vivimos trabajando para obtener la mitad de lo que a ti se te da por existir. Tal vez todo se te dé. Pero no te mereces ni siquiera este calzado tan desgastado. Si tan sólo mi boca hubiera estado educada para defenderme como un intelectual o con la fuerza de los cánticos de Narcisa…, pero ni siquiera logré que me voltearán a ver hasta que exploté. Las consecuencias que me hizo pasar el señor de la casa por haber entrado a la alcoba de Narcisa y por haberme portado de una manera tan degradante, fueron insufribles. No volví a reclamar a esas mujeres, pero cuando las observaba faltarle el respeto a Narcisa, mi repugnancia hacia la palabra “heredero” y hacia la gente de esa casa, crecía como mi cabello a través de los años. Heredero… ¡Nunca quise una sola cosa de parte de Cyanide! El título, el dinero, las falsas sonrisas por parte de todos. Si iba a estar rodeado por espectáculos deshonestos a mi persona, prefería vivirlo en un teatro. Curiosamente en el escenario hay mucha más verdad que en la vida sin un telón. Narcisa pensaba lo mismo y por eso amaba vivir en el escenario. Yo llegué a este mundo por ella y pienso igual que ella; hoy vivo, como ella lo hizo, con el teatro en mi corazón. Sé que mencioné mi repugnancia hacia la palabra “heredero”, sin embargo, sólo en esta ocasión me digno a hacer uso de ella; no hay de ninguna manera un mejor heredero para las botas de trabajo de Narcisa, que yo. Solamente yo soy capaz de ver más allá de los pedazos de cuero blanco, de los botones dorados con óxido y del tacón morado. Veo su trabajo duro, veo su joven espíritu ahorrando para comprarlos cuando no era más que una señorita soñadora enamorada de las tiendas a las que sólo los nobles tenían derecho a pisar. Mis pisadas se volvían más fuertes contra el suelo mientras que el rencor de años atrás me alcanzaba y amenazaba con hacerme escupir veneno al mundo desde el fondo de mi corazón. Puedo sentir cómo un ácido recorre mi garganta y sólo puedo apretar mis dientes para ignorar esta toxina a la vez que acelero el paso. ¡Pam! —¡Mierda! La mitad del veneno dentro de mí salió junto con el susto por el repentino desequilibrio a punto de hacerme caer. Ignoré completamente las miradas de la gente que pasaba mientras levantaba mi falda para ver a mi pie derecho que casi me hizo pasar vergüenza ¿por qué no se mueve? — Oh… No pude evitar expresarme al observar que el tacón morado de mi bota se había atorado en uno de los espacios entre las piedras que conforman la vieja Avenida Primo Figlio. —¡Dios mío Harkin! Narcisa te mataría si supiera en dónde metiste sus botas. Repentinamente escuché una risa. No era fuerte, pero podía escucharla sin problema alguno y la nostalgia cubrió mi rencor, pues no tardé mucho en darme 32


Mira cómo sonríe • María Fernanda Suárez García

cuenta de que se trataba de mi propia risa. La gente me miraba un poco incómoda, sin embargo, cómo no reírme cuando al mismo tiempo que recordaba mi envidia e impotencia para obtener las botas que llevo puestas ahora mismo. Lo había logrado. Los viejos zapatos desgastados estaban conmigo y combinaban perfectamente con el vestido que compré sin la necesidad de ayuda alguna por parte de la casa Cyanide, a la cual, si antes no era bienvenido, para entonces tenía prohibido el paso. Como si esos pisos largos y fríos valieran más que el riesgo que estaba por tomar, rumbo a un destino desconocido, con todo lo que tengo en mi maleta más grande y junto al hombre más impertinente que alguna vez conocí, pero que también era la persona cuyas palabras exageradas y extravagantes convertían a mi ser en nada más que un alma joven, impresionable y fascinada. Odio sentirme así, pero sería una mentira reprochar el que mi frío ser sea hoy otra presa que cree en el destino y en que él nunca me dejará ir. Llevo seis años conociéndolo y esa boca que nunca dejó de aclamar su amor hacia mí, por fin me pertenece; una vez que partamos lejos del dolor que nos causó este lugar, me aseguraré de no volver a perderlo… No me permitiré perder el amor de Silas otra vez, por eso sonrío con fuerza y confianza, por primera vez, después de tanto tiempo. Harkin Cyanide ••• Esta obra es un fragmento del epílogo de la novela En nombre de lo que mis ojos reflejan.

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Mira cómo sonríe • María Fernanda Suárez García

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Pasión carmesí • José Pablo Torres Ibarra

Pasión carmesí José Pablo Torres Ibarra

Otro día en el que llegaré tarde a la oficina, como de costumbre la luz azul del semáforo me acompaña, por lo que demoraré aún más; al momento de pasar por el control, el reloj marca las 7:03; con estos tres minutos extra sumo 15 en la semana, tendré que asistir de nuevo a la terapia psicológica de control; qué más da, si siempre es infructuosa. Camino hacia la oficina y descubro a Aurelio observando mi cuadro más reciente. —Me encantan las esporádicas pinceladas azules en conjunto con el blanco, brindan sensaciones de pureza y de calma; añado una obra tuya más a mi lista de favoritas. —Sonrío y agradezco para disimular, pero lejos de alegrarme, me frustra, debido a mi incapacidad para transmitir lo que realmente quiero; todos suelen interpretar lo mismo de mi arte y la única interpretación que constantemente dista es la mía, pareciera que todos sienten de forma distinta a mí. Entro a la oficina dispuesto a crear una obra que finalmente transmita lo que siento, pero me estanco, todos mis intentos y pinceladas son inocuas, mezcla de azul con blanco con toques amarillos como siempre, pero no queda más remedio que utilizar el banal verde, el único equilibrio entre las dos realidades; me mantengo reacio a cargar la obra de verde, pues si abuso de este recurso, pasará de ser el punto medio en la dicotomía cromática a ser otro recurso monótono; a pesar de mis esfuerzos me sigo sintiendo impotente, aprovecharé la terapia para ayudarme a salir del bloqueo, por lo menos así le daré un uso a mi favor. —Bienvenido nuevamente, me gusta que por fin te hayas abierto a compartirme lo que te inquieta. —Saluda cordialmente Alba. Tras una charla no muy profunda con la psicóloga me llevo solo una conclusión: “intentar cosas nuevas”, qué más podía esperar de esto, un consejo vacuo, pero me dispondré a seguirlo. Solamente me recalcó algo: “déjate llevar lo suficiente, pero no en demasía, para evitar terminar como Adam”. En eso le daré la razón, pues ciertamente no quiero tener el mismo destino que mi padre, de cualquier forma, no creo tenerlo, él siempre fue raro y tristemente parte de ese grupo de seres pasionales, yo soy diferente, pese a llevar algo suyo en mis genes. Amanecí tarde nuevamente, pero ahora no me molesta, pues mi agenda es distinta; yendo hacia al parque me encuentro con Bermejo, hace años que no lo veía 35


Pasión carmesí • José Pablo Torres Ibarra

y con justa razón, no lo quiero acusar de ser pasional, pero es evidente que hay algo peculiar en él, en ese momento me doy cuenta de que tal vez es la oportunidad perfecta, que puede ser una experiencia más nueva que pasar tiempo con él; luego de un rato platicando, me propone un plan. —Si estas ávido de experiencias, vamos fuera del domo un momento, te prometo que será sorprendente, no dejaremos ningún registro, créeme. —Propone efusivamente Bermejo, rechacé inmediatamente la propuesta, sabía que no era alguien fiable, una acción de ese calibre ameritaría nuestra expulsión definitiva del domo y yo no terminaré como mi padre; espero que no se haya enfadado por rechazarlo de esa forma tan brusca, lo mejor es que me vaya, me vuelvo hacia él para disculparme y despedirme, pero noto molestia en su cara y la roca en su mano denota sus intenciones, aguanto como puedo el primer golpe pero no creo aguantar el que viene. Despierto de noche en un lugar que no había visto antes; me lo imaginaba, a dónde más me pudo haber llevado. Bermejo se percata de que recobré el sentido, pero no está molesto, por el contrario, se encuentra emocionado de verme consciente. —Me disculpo, pero era la única forma en la que vendrías; le avisé a Escarlata, ella está de acuerdo, así que no te preocupes, después te alegrarás de haber venido. —Dijo Bermejo, pero cómo pudo mi madre haber accedido a esto, después de todo ella era igual a mi papá y la única razón por la que no se fue con él, fue para cuidar de mí. —Tristemente es de noche y no podrás gozar ahora de lo que verdaderamente es un atardecer; pero Rufus, para ti artista, admira esto. —Dice Bermejo mientras que me muestra un lienzo, estoy atónito, el lienzo es vivo, al instante capturo la esencia del cuadro, me identifico, la siento; toda gira en base a ese pigmento, nunca había visto y sentido algo como esto, irradia un aura de emociones vivas. Desconozco la razón, pero el cuadro despertó en mí un ímpetu inquietante, seguía claramente molesto por el secuestro, tomé la roca con la que me había atacado, extrañamente también tenía ese pigmento en ella, descargué de un movimiento sobre Bermejo mi incesante rabia producto del ímpetu, fui impreciso e impacté en su cuello, como resultado del golpe, un arco fulgurante, como si de una fuente bombeante de vitalidad se tratará salió de él. Quería disculparme por excederme, pero sigo iracundo y perdido en el líquido que se despide de su cuello, inmediatamente tomo un pañuelo grande para intentar contener el derrame de fluido, pero le retiro la mano porque quiero seguir viendo ese arco, me empuja bruscamente, pero desde el suelo observo el pañuelo grande teñido con ese misterioso tono, rápidamente me levanto e intento embestirlo, poseído por un deseo obsesivo, cuando estoy por llegar al pañuelo, me esquiva y golpeo la pared. 36


Pasión carmesí • José Pablo Torres Ibarra

Se desparrama sobre el suelo, el fluido cesa, por lo que pierdo el interés en él; viví siempre cegado por estos arcaicos conceptos, pasión; será mi momento de significarlos, y ahora sé que la respuesta está dentro de mí, tomo la roca y decido buscar en mi pecho, el mismo arco que despedía Bermejo, pero esta vez mientras la vitalidad brotaba, sentí que la mía disminuía, pero antes de que se agote, tomo el lienzo y utilizo este nuevo pigmento, finalmente, estoy conforme con mi obra. ∞∞∞

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Esta obra se terminó de editar en noviembre de 2021 en el Tecnológico de Monterrey Campus San Luis Potosí. En su composición tipográfica se usaron los tipos Palatino Linotype y Britannic Bold. La edición y su cuidado estuvieron a cargo de Jonatan Gamboa.




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