A disposición del viajero

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A Disposici贸n Del Viajero


1 A Disposición Del Viajero El inconveniente de encontrar un lugar que nos emociona hasta turbarnos, en mitad de un viaje programado, lo veamos por donde lo veamos, se trata de no poder desprendernos de nuestros compromisos, obviar la programación de la agencia y no poder pasar el resto de las vacaciones en ese lugar. La oposición de sus compañeros de viaje hubiese sido firme si a Bernabé sólo se le hubiese ocurrido sugerir tal idea. Afortunadamente había dejado unos días libres fuera de las fechas del viaje, y eso haría posible volver sobre sus pasos para visitar aquel lugar con más calma en apenas unos meses. La ineludible necesidad de volver al sitio que nos cautivó por la impresión que haya causado en nosotros, puede estar conectada con el impulso del turista ocasional, de registrar esa emoción para siempre. No es tan extraño si lo pensamos, en tales casos, que el arma definitiva


de esta legión de viajeros, sea las cámaras de fotos. Para Bernabé, haber hecho algunos planes acerca de su vuelta, no podía ser una excusa para dejar de prestar toda la atención a las sorpresas que le deparaba cada rincón. Conociendo además su carácter curioso, no debe extrañarnos que fuera el único de entre todo el resto, que reparara en el escudo labrado en piedra de una de las casas del pueblo. Con eficaz desenvoltura sacó la cámara que llevaba en un bolsillo y disparó repetidas veces, sin demorarse, y sin dejar de ver al grupo que daba la vuelta a la esquina y se dirigía de vuelta al autobús. Tuvo la feliz sensación de haber conseguido algo único, un recuerdo memorable y la justificación para su regreso. Después, salió corriendo para alcanzar al resto, y apenas llegó a donde se encontraban, aún sin resuello, intentó escuchar al guía que establecía los planes para las siguientes horas. La visita a Villa Arundina no duró mucho, nadie consideraba en la agencia que allí hubiera mucho que ver, y eso era debido a que se partía en busca de lo superficial, de las fotos de catálogo y del falso folclore, que en algunos pueblos estilan los lugareños, para incitar a los turistas a comprar productos y baratijas. Allí mismo, delante de la puerta cerrada del autobús fueron informados de una contingencia; sin saber como había podido suceder, se les habían pinchado dos ruedas y cambiarlas llevaría bastante tiempo, primero porque sólo tenían una de repuesto, y segundo porque era domingo y abría que movilizar algún taller de algún amigo que estuviera dispuesto a cederles otra rueda y llevársela hasta allí. Aquel día iban a perder una parte del trayecto y tendrían que volver al hotel antes de lo previsto, pero para resarcirlos por las molestias, el guía que había hablado con sus superiores les comunicó que comerían en un estupendo restaurante en el pueblo, y que estaban todos invitados. Una hora después aún no habían empezado a comer, pero ya estaban todos sentados a la mesa y había un ambiente distendido y un agradable murmullo de conversaciones a medio acabar de días pasados. Solía suceder que las conversaciones iniciadas en el autobús quedaran a medias al llegar a uno u otro destino, eso dejaba abierta de continuarlas en cualquier momento y en cualquier lugar. Tal situación agitaba aún más la imaginación, y en los lapsus seguían pensando en viejos temas a los que añadía partes, y los mantenían frescos en la mente para poder presumir de su ingenio analizando y buscándoles las vueltas. Con frecuencia se decían, “¿recuerdas aquello de...? Pues he estado pensando que no era como creímos”. La salud de una buena conversación alejaba los fantasmas cotidianos, y ese era uno de los motivos de estos viajes, en los que se aceptaba la terrible paliza de mirar los alrededores de una gran ciudad en autobús, a cambio de convivir durante horas con desconocidos que terminaban por no serlo tanto. Hacía calor en aquel comedor, pero no resultaba desagradable, faltaba una semana para terminar el verano y el sol entraba a borbotones por las ventanas. Las afinidades del viaje suele llevar a los pasajeros a sentarse con los mismos compañeros en diferentes lugares, son grupos de afinidad en los que van encajando por que se sienten más cómodos. Franchy solía darle conversación en estos casos, y estaba sentado a su lado, pero no parecía muy animado esta vez. Eso permitía a Bernabé jugar con los cubiertos languidamente, como si su mente se hubiese ido muy lejos, cuando en realidad seguía dándole vueltas a la foto que había sacado esa misma mañana. Hacer vías con el tenedor sobre el mantel es algo más común de lo que pensamos, y forma parte de uno de los recursos que inconscientemente ponemos en marcha cuando el servicio tarda en llegar más de lo previsto. También lo había visto en un película antigua, una de esas películas en blanco y negro en la que se le daba un significado psicológico al dibujo del tenedor sobre el blanco mantel, en la película, las rayas eran las marcas en la nieve de un esquiador y el último recuerdo de un amnésico que había presenciado un asesinato. Como idea para un film, tenía que reconocer que era extravagante pero efectiva, sin embargo, no tenía nada que ver con su viaje. En su caso, se trataba unicamente de un juego de cubiertos que le permitía hacerse el distraído mientras volaba su imaginación, y volvía a representar la imagen del escudo de piedra que representaba a un anciano chupando los pechos de un orangután, lo que carecía de la lógica medieval y de la simbología de este tipo blasones familiares. Solían otorgar esos emblemas a aquellas familias nobles que habían realizado algún acto notable en favor de su señor, lo que solía ser, acompañarlo a alguna batalla contra un enemigo común. De forma general no le gustaba la historia, ni los blasones, ni las narraciones de grandes batallas, de aquellos que las proponían como orígenes de nuestra civilización. Todo lo que oliera a escudos, cotas de malla, lanzas y espadas, le parecía que respondía


a la brutalidad, y no podía dejar de imaginar a hombres dispuestos de cortar cabezas o eviscerar, a otros hombres por mantener sus fronteras bien cerradas a extranjeros. En tal caso, de hallarse con su autobús cruzando aquellas tierras en la edad media, alguien encontraría alguna razón para considerarlos sus enemigos y desmembrarlos en la plaza, y servir de distracción a los niños. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Qué era lo que tan seducido lo tenía entonces? Había recordado tan sólo unos minutos antes, que la cadena de hoteles para la que trabajaba había cerrado algunos de ellos en los alrededores, las cosas no iban especialmente bien en cuanto a ganancias, pero al fin el no era más que un conserje acogiéndose a los descuentos que le proporcionaba la compañía para la que trabajaba, que a su vez estaba asociada con la compañía de transportes y con la agencia de viajes. Este tipo de acuerdos ofrecía ciertas ventajas en forma de descuentos para pasar unas memorables vacaciones. Bernabé conocía más o menos los límites de sus ventajas por ser empleado de una cadena de hoteles tan generosa, y normalmente sabía que no podía excederse en el gasto como otros turistas con los que compartía el viaje, pero tampoco quería parecer el pobretón sin remedio del que todo sintieran lástima, así que si tenía que hacer algunos gastos extra estaba dispuesto a ello. En torno a su mesa, algunos decían, “qué tristes aquellos que no se dan un un gusto”, y como quiera que el los oyó, y las mesas eran de cuatro, pidió una botella de buen vino a pagar aparte para la suya. A su lado, a la derecha, Franchy se mostró muy complacido, enfrente se sentaba Alina su novia, a la izquierda una chica de la que no sabía nada y que se acababa de unir al grupo. Viridiana era guía de la misma agencia, aunque tenían el suyo propio se iba a incorporar al grupo e iba a viajar con ellos aquella tarde. Vivía en el pueblo en verano, pero trabajaba lejos de allí, por eso sus desplazamientos eran tan irregulares. A veces usaba coche de línea, otros el autobús de turistas si quedaba sitio (tal era el caso), en otras ocasiones acompañaba a algún vecino del pueblo, y como último recurso usaba su propio coche. Nadie sabía exactamente como se organizaba más allá de lo anteriormente explicado, pero siempre llegaba a los sitios con tiempo suficiente. Durante el tiempo que duró la comida supieron algunas cosas más sobre ella, y demostró saber mucho sobre los viajes por la zona y sus características, no esperaban menos. En un momento se levantó un gran revuelo, nadie sabía bien lo que pasaba, pero aquellos que estaban cerca de las ventanas se amontonaban delante de ellas para intentar mirar. Se oía un ruido trepidante, como si alguien intentara pasar trotando por el estrecho camino delante del restaurante. Eran ovejas, lo supieron por ese balar quejumbroso que lo inunda todo cuando aparecen en rebaño. Algunos hombres con aspecto sucio y cansado intentaban conducirlas con sus varas y dándole órdenes a los perros. Parecía fruto de la improvisación pero no era así, habrían pasado cientos de veces por aquel lugar, y los pastores sabían hacer su trabajo. Conducían ovejas como podrían haber llevado un ejército, con la misma esmerada disciplina y sin esperar más respuesta inteligente de su tropa que la de ir hacia donde le indicaban tan solícitos como desearan evitar la vara o un mordisco. Se veía que a pesar de su aspecto, los pastores podían tener también una parte en propiedad, lo que les concedía una categoría en el pueblo a la que no renunciaban, y se harían respetar si alguien les llevaba la contraria. Eran gente ruda, acostumbrada al trabajo duro, a dormir a la intemperie y poco proclives a la fiesta, aunque muchos pudieran pensar lo contrario. No hay verbenas en monte de pastos, y de vuelta a las cuadras ni apetece. Parecía una gran reunión de varias cuadras, e intentaban salir del apuro y del centro del pueblo lo antes posible, prestos a cerrar portales y tapar cruces para que ningún animal se extraviara. Viridiana dijo que pasaban unas pocas veces al año, pero no demasiadas y nadie sabía si eso debía tranquilizarlos. Hacía el final iba el pastor mayor, que era el que indicaba a los otros, como si se tratara de sus hijos, lo que debían hacer, cuando debían ir más despacio, y donde harían una parada. Corrió el rumor de que aquel hombre que tiraba de un pequeño carrito de dos ruedas de goma, llevaba en él los mejores quesos de oveja de la comarca, y cuando paró para hacer su acostumbrado comercio con el restaurante, muchos turistas quisieron llevarse su parte de la gastronomía del lugar, y se dirigieron hacia él exhibiendo sus carteras. Creo que hizo el negocio de todo el año. Nadie discutía los precios, sólo pretendían ser atendidos primero y volver a sus mesas con su trofeo antes de que sirvieran los postres. Pasaron las últimas ovejas y la calle quedó libre de nuevo. No había sido una encerrona, o un oportunismo programado para tomar por sorpresa a los viajeros, nada que ver con eso; el viaje del ganado hasta los pastos bajos para


cuando llegara el invierno sucedía cada año, poco más o menos en la misma semana, por no ser más específicos y poder decir que posiblemente sucedía en los mismos días del mes. Alina era una chica callada y ausente, y cuando subieron al autobús llevó a Franchy a un asiento de la parte trasera, alejados del resto. Viridiana se sentó al lado de Bernabé, en el asiento del pasillo y el estuvo complacido de simpatizar con ella. Parecía que todo iba recobrando la normalidad y que podrían partir y estar en el viaje nuevamente en pocos minutos. Por el momento, un mecánico había revisado cada tuerca, cada neumático, cada eje, para mayor seguridad, y había sentenciado que todo estaba en orden, si bien quedaba por esclarecer el misterio de que dos pinchazos de ruedas se produjeran simultáneamente. Desde luego era algo extraño, pero no imposible. Por lo demás, la conversación empezaba a fluir entre los compañeros de viaje, y ya en el trayecto Bernabé se decidió a mostrarle a la joven algunas de su fotografías. No parecía que ella tuviera interés en eso, pero su paciencia tuvo recompensa cuando vio la foto del escudo y entonces su interés fue en aumento. “Yo vivo aquí”, dijo, y a continuación relató lo que sabía del escudo. El primer señor de Villa Arundina había sido, como casi todos los señores de la época, un guerrero que defendía los derechos de su rango, sus tierras y las de su rey, acosando a las fuerzas que intentaban conquistar aquellas tierras. Pero el escudo se refería a la característica que lo había hecho popular en la corte, y ello era que gustaba beber la leche directamente del pezón de los animales. Tal vez se había tratado de una broma, o de una forma de bajarle los humos, pero ese había el blasón concedido y así figuraba sobre la puerta de entrada de todas sus propiedades. Posiblemente había exigido por sus servicios otras recompensas, como tierras, oro y plata, pero de todo, su título y su escudo habían traspasado todos los tiempos y sus cambios históricos. La casa a la que se refería Viridiana, había sido convertida en pensión, mucho más acorde con los tiempos que corrían, y muy adecuada para una muchacha que deseaba vivir cerca de varios pueblos a los que debía viajar con frecuencia por su trabajo, pero sin dejar de estar cerca de la gran ciudad. Mientras tanto, en la parte trasera, los enamorados, parecían muy entretenidos en hacerse carantoñas y decirse cosas tan dulces que podrían empalagar al espíritu más inocente y confiado. Aquel pueblo guardaba secretos de guerras, de asesinatos, de ejecuciones, de venganzas, de legítimos justicieros y rebeliones aplastadas. Sus tierras habían sido alimentadas con la sangre de los cuerpos que ya nunca conocerían lo que es descansar en sagrado. En el coche de línea, los viajeros no todos se miraban con confianza, el recelo formaba parte también de la convivencia. Era como si algunos creyeran que debían de ser atendidos primero, tener los mejores sitios, y disfrutar de todas las comodidades. Daba igual si si el precio que habían pagado había sido ajustado a sus necesidades, por algún motivo difícil de comprender, aquellas miradas torvas, descubrían a aquellos que se consideraban viajeros de primera. La sinuosa y estrecha carretera se levaba a tramos entre montañas, y no debía ser un espectáculo agradable para quien padeciera de vértigo. Una de aquellas señoras altivas exigió que le cambiaran el sitio, alzó la voz y se puso en una actitud que no invitaba a que alguno de sus amigos fuera amable con ella y le cediera un asiento interior. Al fin, un antiguo empleado de la compañía, que también disfrutaba de descuentos en su jubilación, accedió tan sólo por no seguir oyéndola protestar. Ser capaz de interpretar las señales femeninas no parecía el fuerte de Bernabé, y muy a su pesar, porque hubiera sido muy necesario para sacarlo de sus estudios y haber hecho lo que todos sus amigos, casarse, tener hijos y llevar una vida de la que esperaría otro tipo de satisfacciones. Había sido por ello, que había desarrollado otras disciplinas que aún no siendo de la utilidad que los padres buscan en cada nueva actividad, le resultaban igualmente satisfactorias. Frente a tanta entrega estaba un pequeño remordimiento, que tampoco servía, sin embrago, para calcular que aquel era uno de esos momento en que debía intentar se un poco más sagaz. Quizás, enseñarle fotos a Viridiana no era lo que se esperaba de él, y hubiese sido mucho más natural aprovechar la ocasión para intentar sacarle su número de teléfono, o al menos, concertar una cita. En cualquier caso, seguía siendo el mismo tipo amable que prefería perder una cita antes que parecer un pesado sin remedio, y eso a algunas chicas les parece muy seductor. Cabía pues la posibilidad que el mismo desinterés que mostraba no fuese tan negativo, como no haber encontrado el tipo de mujer que más le convenía. La señora que ha protestado porque quería cambiar su asiento, es la señora Biertel, todo un


carácter. Miraba a Viridiana como si codiciara su sitio, o como si no formara parte del grupo. Estaba muy excitada y por un momento dio la impresión de que tenía algún problema concreto con algún pasajero y que no se trataba unicamente de su vértigo. De ninguna manera podría considerar a Viridiana una intrusa porque formaba parte de la empresa, aunque, era muy posible que ella no lo supiera. De cualquier modo debería ser un poco más prudente y no centrar la atención en ella misma. Por alguna extraña casualidad, a su lado se sentaba la señora Bancroft, que se le parecía como si la copiara, y era posible que así fuera porque habían llegado juntos para el viaje y se conocían de sus vidas cotidianas. Estaba intimidada por la reacción de su amiga y no se atrevió a abrir la boca, porque había estado discutiendo con ella y tenía el mismo miedo al barranco que se abría en el exterior como ella. Pero como ya había quedado clara su postura y sus vecinos tampoco habían aceptado cambiarse, hasta que no se puso en pie solicitando otro sitio en el centro, nada consiguió. “¿Es necesario ir por esta carretera?”, preguntó al aire como si el mismo director de la agencia e viajes la estuviera escuchando. Sentado detrás de Viridiana se encontraba Caudety, un joven heredero que solía aparecer mareado. Era un muchacho menudo que se creía más gracioso de lo que en realidad era, pero algunos viajeros no le seguían las bromas, dejándolo con la palabra en la boca. Llevaba a mucha honra ser quien era, aunque se lo veía bastante solo, y la importancia que se daba no le valía de mucho. Según él, su gloriosa familia le había dejado una fortuna que era incapaz de dilapidar, y se consideraba un soltero de oro, cuando la realidad era que sería una carga insoportable para cualquier mujer. Se asomó entre los asientos y soltando su aliento aguardentoso en la cara de chica, se presentó y le preguntó si tardarían mucho en llegar a la próxima parada porque, y empleo estas palabras “se estaba meando”. Ella se encogió de hombros, y Bernabé se dejó caer ligeramente sobre ese lado con el objeto de tapar el hueco entre asientos, diciendo, “no te inclines mucho para adelante que te puedes caer, mejor recuéstate e intenta dormir”. Y Caudety le hizo caso, se puso cómodo y cerró los ojos. Cuando estaban llegando al final del día y el autobús entraba en una gran autovía de circunvalación, Bernabé le dijo a Viridiana que había sido un viaje muy agradable y que le gustaría volver a verla. Desde luego no supo interpretar los mensajes que ella le mandó, porque de haber sido así hubiese quedado para salir a tomar unos combinados con ella aquella misma noche. Añadió que tenía pensado volver en unos meses a Villa Arundina, y que contaba con su apoyo para que, llegado ese momento, le siguiera contando la historia medieval de aquel lugar. 2 La Impunidad De La Desmemoria Su mesa para cenar de aquella noche era más grande de lo habitual, y Viridiana ya no estaba, pero sus amigos Franchy y Aline, se sentaron con él. La Celebrada señora Biertel y su amiga la señora Bancroft también estaban en esa mesa, Caudety estuvo hasta los postres, y para completar el círculo, el conductor, al que llamaban, Yuste, también estaba allí. Si alguien parecía dispuesta a llevar el peso de la conversación esa era Biertel, en cualquier circunstancia era capaz de encontrar los pormenores de sus vidas y des sus viajes, para contarlos sin pudor. Era una de las llamadas para organizar el mundo, y poner a cada uno en su sitio, o eso creía ella. Había sido dotada con la impresión de la corpulencia y de una voz arrogante y firme. Ganaba seguridad con sus manos cayudas esgrimiendo la comida como una defensa, y con la imponente mirada inquisidora que exhibía con crueldad sobre cualquiera que rebatiera sus argumento. No se trataba precisamente de una compañera de mesa que ayudara a sentirse cómodo a Bernabé. A pesar de estas dotes insolentes y capciosas, aquella noche parecía especialmente condescendiente con él, y hasta cuando se sentó a su lado le pareció que intentaba ser amable. Apenas empezaron a cenar, Biertel se desató a hablar y ya no paró. Otros miembros de la excursión parecían felices ajenos a su mesa, y Bernabé, por


primera vez sintió envidia, y se alarmó al preguntarse si los dos días que restaban para terminar el viaje, iban a ser así. Tenían los comensales un color azulado sólo atribuible a la luz de neón que rebotaba con fuerza en las paredes del mismo color. Ninguna cosa parecía ayudar para hacer menos desagradable aquel momento, por eso mismo, Bernabé guardaba silencio preguntándose si aquella mujer podía tener alguna cualidad que resultara interesantes, alguna afición que aún no habían descubierto, y sobre lo que pudieran hablar sin, al mismo tiempo, dejar de hablar de ella. Poco después del primer plato, se hizo evidente que entre ella y el chófer existía una incipiente complicidad. Pudieron constatarlo cuando ella aseguró que Viridiana era la mujer de un noble, y que trabajaba por capricho, y el hombre lo refutó. Desde luego el chófer conocía bien a Viridiana, y no debería, por fidelidad de compañeros, contar de ella cosas tan personales, pero sin duda se trataba de la principal fuente de información de la señora. Les parecía mal que se descubrieran detalles tan íntimos como que la chica era un poco “ligera”, y que había tenido algunos asuntos amorosos con viajeros. Estas sesiones de desayuno y autobús, comida y autobús, cena y hotel, terminaban por provocar lo más resentido, y en personas de poco aguante extraía lo peor. La conversación prometía ser muy mediocre, y Bernabé estuvo a punto de retirarse sin cenar, pero prefirió quitarle importancia y dejar que la señora se desahogara; sin llevarle la contraria, pero, desde luego, con la peor opinión de ella. Apenas estuvo de vuelta en su casa reconoció con el placer de la seguridad que le producía a sus vecinos, a sus amigos e incluso a sus compañeros de trabajo. Le pidió a su jefe volver al trabajo y aplazar el resto de sus vacaciones para otro momento, porque la experiencia lo había dejado tan fatigado que empezar a trabajar le iba a parecer menos malo de lo que recordaba. Pero pocos días después de estar recibiendo clientes, atendiendo sus demandas y preocupándose de que todo estuviera en orden, ya no estaba tan seguro. Debido a sus inquietudes más intelectuales participaba de forma anónima en una revista de turismo que acogía sus artículos sobre lugares de interés, como experiencias propias que animaban a viajar a su provincia. Le parecía a veces, que su abnegada dedicación tenía que ver con su soledad, y no sabía si buscaba el aislamiento al que se sometía porque le gustaba lo que hacía, o si se dedicaba a sus aficiones porque no era tan sociable como desearía. Pero no podía ser de otra forma, después de lo hastiado que había quedado de sus últimas relaciones. Debería volver a intentarlo a pesar de aquella mala experiencia, pues su columna sobre los viajes en una revista de tirada nacional tenía bastante aceptación. También estaba su instinto para elegir nuevas experiencias en nuevas visitas, y no se trataba de que una mala experiencia lo hiciera retirarse de decisiones que en el pasado habían parecido acertadas. Con un cierto respeto por la dedicación que se le presuponía, deberíamos aceptar que si se negaba a volver a los viajes de grupo, tal vez lo hiciera solo, pero no podría renunciar a esa pasión. La dedicación a un trabajo, a la familia, a un arte, a los viajes o a cualquier otra cosa, tiene que ver con la pasión que seamos capaces de poner en lo que hacemos. Le gustaba ser conserje mientras no entraba en la rutina, especialmente porque le proporcionaba satisfacer su deseo de viajar, por ello debemos interpretar que su dedicación no se debía tanto a su mediocre vida laboral -así la consideraba pero la sumía con deportividad, por así decirlo-, como por los artículos en la revista y los planes que tenía para acabar su primer libro de viajes. Muchos hombres hartamente conocidos de la historia del mundo, hicieron algunos avances notables por volcarse en sus trabajos porque no encontraron los códigos del amor y no pudieron entregarse a él con la dedicación necesaria para calmar la pasión que su naturaleza exhalaba. Pasión y dedicación, estos dos parámetros lo llevaron a llamar a Viridiana, y comunicarle que tenía unos días de vacaciones y volvería a Villa Arundina. Ella le respondió que en la pensión en la que ella vivía le podría reservar una habitación porque en esa época del año la actividad bajaba. Estuvieron de acuerdo en encontrarse y ella parecía dispuesta a hablarle del pueblo, sus costumbres y sus historias. Pero por encima de los viajes, de su trabajo, del amor o de cualquier otra pasión que lo tentara, Bernabé vertía toda se dedicación en atender a su padre, que se acercaba delicadamente a los ochenta años de edad y, aunque tenía la capacidad, al menos hasta ese momento, de seguir una vida independiente. Comían juntos todos los días, él iba a su casa y le cocinaba, y cuando estaba de viaje, una asistenta se encargaba de eso y de ordenar y limpiar, lo que resultaba de una ayuda


inapreciable. En su último encuentro antes de partir lo encontró más fatigo de lo que solía. Le dijo que no se preocupara y que volviera con los ojos llenos de vida, de luz y de paisajes, así era de místico el anciano. Lleno de ilusión como su padre estaba, le gustaría a Bernabé llegar a viejo. Pasaba muchas horas sentado al lado de una ventana, o pintando cuadros al óleo, que era uno de sus mejores distracciones. También salía cada mañana a dar largos paseos, en los que en ocasiones se encontraba con un amigo con el que charlaba. Existía la idea entre algunos familiares, que los ancianos no se sobreviven muchos años uno a otro en el matrimonio, había hablado de ello con unos primos interesados por el estado del viejo, y muy sorprendidos por su longevidad. No sabía muy bien como tomarse aquello, se habían acercado para preguntar por él con cierto afecto, pero aquel extremo había sido muy desagradable, en primer lugar porque de ninguna manera los ancianos son una carga, pero también porque este tipo de conversaciones giran alrededor de la idea de que morirse pronto es un signo de buena educación. No volvió a ver a sus primos en mucho tiempo, y siguió lamentando ausentarse para su viaje, pero todo parecía más o menos en orden, y perfectamente controlado para que esa ausencia se produjera sin males mayores, ni grandes contratiempos para su padre. Se fue a despedir, y se sintió afligido a pesar de saber que no serían más de diez días. La última parte de su vida, desde que la madre de Bernabé muriera, había sido la más difícil para su padre. Todo había sucedido tan repentinamente y se había desarrollado tan rápidamente, que no habían tenido apenas tiempo de reaccionar, ni de pensar en lo que suponía. Ocurriera una noche en la que apenas podía respirar, la llevó una ambulancia al hospital, y ya no salió de allí con vida. Por supuesto, ambos habían tenido tiempo en los años siguientes de asimilar el vacío encontrado, y padre e hijo eran un apoyo mutuo. Pasaban muchas tardes juntos hablando de cosas triviales y Bernabé había sido evitado por algunas chicas porque lo consideraban una carga, y un viejo prematuro. Es posible que pasar muchas horas con viejos nos hagan pensar y parecernos a ellos, pero eso no quiere decir que renunciara a su vida. No le gustaba dejarlo solo, pero había quedado con Viridiana y realmente le apetecía aquel plan, además del pueblo que deseaba conocer y explorar. Le gustaba contemplar la naturaleza y sentirse imbuido por su espíritu, así que decidió andar el último kilómetro por la carretera. Se sentía agradado con el inconfundible ruido de árboles al viento y pajarillos inundándolo todo con sus cantos. Se trataba de una fuerte deriva que elevaba el espíritu. La naturaleza es un talento capaz de extraer los sentimientos más fuertes de quien es capaz de apreciarla y sentirla. La tierra tira de nosotros con los vahos que exhala, como si deseara indicarnos que nos espera para que volvamos a ser parte de ella. Esta sensación es triste, pero placentera a la vez, y en su caso, como suele suceder a los solitarios, es una señal inefable de integración. Imposible para él concebir la vida sin esos pequeños momentos, sin disfrutar plenamente de la naturaleza de los pequeños pueblos, que también lo seducían con antiguas arquitecturas, y que en el orden absoluto de la vida podían no durar más que unas horas al año, pero que lo tenían el resto del tiempo añorando volver a sentirlas de una forma parecida. Se volvía dócil al bajar aquella carretera franqueada por árboles y la intranquilidad de unos días antes quedaba enterrada por la visión de grandes montañas rocosas que se levaban a la lejos, y cuya forma sugería una ruta para en la que sólo se atreverían lugareños que las conocieran concienzudamente. Esas largas caminatas por la montaña -ya lo había hecho otras veces-, son de difícil desenlace, y nada que se pueda asumir sin esfuerzo. Si tenía que aconsejar Villa Arundina como destino turístico no podría hacerlo para viajeros de pura contemplación, o de aquellos que buscan la comodidad de una hamaca en la que tomar bebidas sofisticadas mientras se dejan arrullar por la vida y el clima. Los que en el interés de encontrar un viaje adecuado a su deseo, han creído que la idea tropical del descanso podía ser trasladada a una tierra de frío invernal y lluvias, sin duda se equivocan. A Bernabé tampoco le parecía una buena idea, y pensaba que en los días de invierno, tal vez podrían armar un buen ambiente en los refugios de montaña, con todo lo necesario para gandulear con una manta y con la calefacción necesaria para leer y contar historias en grupo, pero siempre en espera de un día de buen tiempo para salir a caminar a la montaña. A mitad de camino de donde se había bajado de un


autobús de línea y su destino, pasó por encima de un puente romano, y se detuvo para ver el río e intentar descubrir a las truchas que desovaban en contra de la corriente. Descansó apoyado en una roca, sin dejarse confundir por el deseo de llegar, y la mejor idea de tomarse su tiempo y seguir observando cada desafío para su espíritu. Respiraba un aire húmedo y se resistía a abandonar aquel lugar por lo que lo hacía disfrutar, pero siguió adelante y se internó en un bosque. Los bosques tienen la melancolía de lo que atrapa, de la niebla que e interna en nuestro cuerpo sin que podamos saber como lo hace. Oscurecía y empezaba a dejarse envolver por el bosque y nuevas sensaciones. Iba cerrándose a la influencia de aquel hermoso paisaje, y a medida que se hundía de nuevo en la carretera empezó a ver a lo lejos, las casas y un campanario, y ya sólo le importaba llegar. Posiblemente si hubiese estado algo más lejos habría llegado arrastrándose, porque acababa de descubrir que ya no era aquel joven que recordaba y que aún se sentía (mientras no se ponía a prueba como estaba en ese momento). Viridiana lo estaba esperando en una terraza, disfrutando la última hora de la tarde, bien abrigada con un pull over bien grueso. Debería haber contado con el retraso y ya estaba un poco cansada de estar sentada en aquella silla, aunque se acompañaba de una buena cerveza y eso la relajaba. Había hablado con Barnabé por teléfono y le extrañó que no bajara del autobús con el resto de pasajeros. Todo el entusiasmo por recibirlo con todo organizado estaba a punto de desaparecer, cuando vio una figura masculina que avanzaba lentamente con una mochila al hombro por la calle principal. Le produjo una ligera emoción de cualquier forma. Se levantó y le hizo un gesto con la mano, cuando estuvo más cerca e dio un abrazo de los que se les dan a los buenos amigos, y eso que no lo conocía más que de aquel día que pasaron juntos en al comida y en el autobús, y eso, a él, le pareció sorprendente. Todo el mundo pensaba que era demasiado cariñosa, pero todos la trataban con cierta normalidad por respeto a su marido, que al fin era de la familia más antigua y respetada, al fin, historia viva de la comarca. Si algo resultaba claro de las amistad que surgía entre los dos, eso era que no se había trazado un plan sino que respondía a la más natural simpatía, y que ninguno espera un especial desenlace o tenía algún interés oculto. Por otra parte, el trabajo de registro de lugares turísticos a visitar que Bernabé realizaba podría llevarlo a cabo por sí mismo, pero valoraba en su justa medida la amabilidad que su amiga le demostraba. Para que no quedaran dudas acerca de sus intenciones le expuso los términos de su afición, y añadió confidencias, como la revista en la que escribía o el libro que deseaba escribir, que sólo e haría a una persona en la que verdaderamente confiara. Había pensado a menudo en aquel reencuentro, y en esos pensamientos, ni una sola vez había aceptado que sintiera algo por Viridiana. Sería entonces que o no quería descubrirse a sí mismo sus más ocultos deseos, o que, sin apenas apreciarlo, había ido paralizando cualquier sentimiento por miedo a arriesgarse. Además, le hubiese resultado imposible albergar ese tipo de sensaciones después de conocer a Emil, su marido. Era el dueño de la casa rural, hostal, pensión, o como se prefiera llamarle, porque no encontraba una diferencia sustancial en el servicio rústico que daba, y ni eso ni otras cosas que había oído de él resultaron falsas o exageradas. Muchos otros invitados a aquella casa, turistas o no, preferían dar crédito a otras historias más simplistas y algunas que pertenecían al mundo de la superstición. Nada de eso le afectaba y no habría perdido un segundo en interpretar a aquellos que los difundían, ni siquiera los infundios de la señora Biertel habían llenado un momento de inquietud en su vida. La primera consideración que hizo al verse instalado en la gran casa de Emil, fue que había tenido mucha suerte de encontrar aquel lugar, porque no era cara y el servicio era muy bueno, pero además los dueños eran de una cercanía que los convertía en amigos sin haberlo previsto. Apenas le bastaron unas horas a Viridiana para entregar cierta confianza y recibirla recíprocamente, pero lo mismo pasaba con su marido. Si lo que la gente dice acerca de otros, los cuchicheos, las críticas y los infundios fueran tan devastadores que consiguieran siempre su cometido, este mundo sería inhabitable. Por fortuna, no es así, y no siempre la gente se deja llevar por las habladurías, y hasta, en ocasiones, la conciencia común se vuelve contra los envidiosos que viven creando y dimensionando los errores que otros puedan cometer, escandalizando para que nadie los perdone. Buscar el error más imperdonable es su tarea, y suele coincidir con las cosas del honor, la falta de honestidad y el abandono del propio deber. Intentar demostrar a los vecinos de Villa Arundina que


no podían confiar en aquel matrimonio encantador, porque les gustaba divertirse, buscar los placeres de la vida, hacer fiestas, divertirse o viajar por separado, era algo en lo que alguien, o algunos estaban empeñados, y por lo que Bernabé sabía, lo estaban consiguiendo. Aquellos rumores, habían saltado al chófer que los visitaba con cierta periodicidad, de allí a la señora Biertel, y esta lo había soltado sin rubor alguno, en una cena a la que asistían unas cuantas personas. Bernabé no quería darle más importancia, envenenarlo con comentarios capciosos no les iba a resultar fácil a los que gustaban de estos juegos. Por su parte tenía la predisposición de sobrepasar los límites de tanta prudencia y desconfianza que le exigían los malos comentarios y la mala intención que en ellos adivinaba. En la extensión de su nueva amistad, apreció que Viridiana lo estuviera esperando, que lo recibiera de forma tan jovial, que le presentara a su marido y que lo condujera hasta su habitación sin dejarlo un momento solo hasta que estuvo instalado. Si esas eran las reglas de la acogida y de forma general los anfitriones trataban con tanto tacto y amabilidad a los visitantes, sólo podía decir que estaba en buenas manos. Teniendo en cuenta todas estas consideraciones, se dejó llevar por el efecto vacacional, se relajó y aceptó, como solía hacerlo en estos casos, dejarse sorprender. Emil le mostró el pueblo, sus edificios más emblemáticos (algunos llegaban hasta él desde cuatro o cinco siglos antes), hicieron senderismo y bebieron cerveza en el Pub del pueblo; todo resultaba conveniente y el tiempo acompañaba con días de nubes y claros muy soportables sin especiales protecciones. Pasados los primeros días una noche soñó que la pareja se dejaba abierta la puerta de su habitación, y que al pasar por el pasillo se paraba delante de ellos, mirando como se amaban, como se tocaban, como él la movía hasta ponerla en la posición deseada para poder cubrirla con mayor facilidad. Aquella mañana se levantó sudado, húmedo hasta tener que cambiar su ropa interior, y sobresaltado al creer que en su inconsciente pudiera estar jugando sordidamente con una idea que giraba en torno a un juego sexual: el voyeur que no era, pero que seguía rumores que lo excitaban hacia lo que le apetecía, pero reprimía. Se sintió lleno de atenciones el tiempo que pasó con ellos, tuvo la oportunidad de conocerlos de cerca, de imaginar las más locas fantasías y de enfrentarse a los delirios que le provocaban las malas lenguas, y no terminaba de encontrar a que era debido aquel reproche que también en el pueblo se les hacía, y llevaba a algunos a apartarse y guardad silencio cuando entraban en una tienda o en un bar. Era partícipe de su intimidad y por tanto de sus secretos, pero no más que otros huéspedes. Le preguntó a Emil sobre las historias que le habían contado del pueblo convertido en campo de batalla, pero no se hubiera atrevido a preguntarle sobre su propia historia. La entrega de Emil cuando supo que sus preguntas perseguían un artículo para una revista fue total, no tanto por la publicidad que pudiera suponer para su negocio, sino por revitalizar la notoriedad que su apellido había perdido. Lo llevó hasta el campo mismo en el que combatieran cuerpo a cuerpo miles de hombres, y le aseguró que fueran capaces de meter una máquina para mover el terreno en aquel valle entre montañas, de allí saldrían todo tipo de esqueletos, de hombres que ya nunca descansarían en camposanto o cerca de sus familias, de caballos y de todo tipo de animales, también encontrarían armas de diferentes guerras, incluso de diferentes siglos, automáticas aún sin terminar de oxidarse, cubiertas por el mismo lodo que enterraba hachas y espadas medievales. El discurso era convincente, y no tenía motivos para creer que se trataba de una leyenda sin más fundamento que los cuentos que los abuelos cuentan a sus nietos en las noches de tormenta. Desde luego, aquel pueblo, tenía que pasar los inviernos más fríos, más largos y más monótonos del mundo. Proponía entonces, historias de decapitaciones, traiciones y heroicos personajes a los que los más viejos alcaldes habían erigido estatuas; personajes que formaban parte de la idolatría local, y que en su momento le mostraría. Sacó una foto de aquel campo de pasto verde con unas ovejas moviéndose apaciblemente sobre él, y pensó que aquella foto sería la que ilustraría la cabecera de su artículo sobre Villa Arundina. Como su mujer se desplazaba a la ciudad con cierta frecuencia por motivos de trabajo, Emil decidió ocuparse de su nuevo amigo, sustituyéndola en la labor de dar a conocer todos los rincones de interés de la villa, en descubrirle la peculiaridades de la principal industria de la región, tal cual era la ganadería, para que de esa forma pudiera llevarse una idea más o menos acabada del potencial turístico y el interés histórico del pueblo.


3 Los Antecedentes Referentes Antes de su último encuentro con su amiga recibió una terrible noticia, su padre había sufrido un ataque al corazón y había muerto. En el relato de nuestras vidas, cualquier antecedente de felicidad debe quedar en suspenso cuando la muerte se presenta como una ofensa. Se introduce en todos nuestros planes y desbarata nuestras vidas, todo debe rehacerse y contarse de nuevo, con esa triste perspectiva que lo corrompe todo. También reconocemos que ya lo sabíamos, no debería ser una sorpresa y dejamos de querer las mismas cosas y de vivir de la misma manera. Tal vez ese cambio inesperado en sus vacaciones, hasta el punto de ponerse en marcha lo antes posible, podía también influir en el aprecio que le estaba tomando a aquel sitio, y cambiar todo lo que tenía pensado escribir al respecto. En el momento de partir llegó Viridiana, y le explicó la situación, ella se mostró muy compungida y le dio un gran abrazo. Todo lo que sucedía parecía conveniente, y eso aliviaba la tristeza del momento. Nunca había sentido tan sinceras unas condolencias, así que no era de extrañar que se llevara con él no sólo un buen recuerdo, sino también la esperanza de volver y ver de nuevo a sus amigos y su peculiar forma de enfrentarse al desafío de vivir. Con todo lo visto en algo más de una semana, empezaba a imaginar lo que debía ser vivir todo el año en un pueblo, a su ritmo y sin poder olvidar que cada nueva estación es algo más que los habitantes de la ciudad llegar a percibir. Aún así, a pesar de todo lo que apreciaba la naturaleza, sabía que sus compromisos en tal mal momento, sólo le permitirían aprender a vivir en soledad, sin la compañía que le suponía preocuparse por el viejo, pero respetando los parámetros que había construido durante toda su vida. La siguiente escena se produce en una habitación con la persiana casi completamente cerrada, apenas un palmo la separa del alféizar. Bernabé lleva allí, tumbado en su cama, unas cuantas horas, desde que volvió del entierro. Ni siquiera se sacó los zapatos, ni se aflojó la corbata negra, sólo se dejó caer boca arriba, mirando al techo y con una expresión de profunda indiferencia por el mundo. Es domingo y no se oye ni un ruido, ni un coche en la calle, ni un vecino molesto de los que ponen música o arreglan las paredes a martillazos. Las horas no existen, todos los relojes se han parado, o le han dado la vuelta o han rodado por el suelo. Durante ese tiempo remoto, imposible de medir en tablas o esferas numeradas, la inmovilidad fue total. Apenas respiraba pero sentía que se abrazaba y se daba consuelo como si algún extraño lo hiciera. De pronto como si decidiera que ya estaba bien de compadecerse de si mismo se incorporó lentamente, como si le hubiesen dado una paliza. Apenas podía adivinar donde estaba cada mueble, porque se había hecho de noche y la cuarta que separaba la persiana de estar totalmente cerrada ya no dejaba entrar ninguna luz. Encendió la lamparita de noche e hizo como que el tiempo empezaba a ponerse en marcha de nuevo con un deseo vago de saber que hora era. El tiempo decide si seguimos con vida, y esas horas de pasión religiosa se hubiese detenido a pesar de su agnosticismo. No rezó, pero el tiempo tal vez se detuvo. Al volver a mirar el reloj y tener el deseo de saber qué hora era para el mundo, entraba de nuevo en la sensación de los que saben que sus minutos son tan contados como el aire que debe expirarse. Buscó una toalla limpia en el armario y empezó a desnudarse, la yema de los dedos apenas sentía los botones irse entre los ojales. Se dirigió a la cocina y puso la ropa que se acababa de quitar en la lavadora. Se sentía sucio, extraño, sudado y deseando que todo pasara. Tampoco en esa ocasión serviría mover las agujas del reloj hacia adelante. La cartera, y las llaves las dejó encima de la mesa del comedor, cogió una manzana del frutero y le dio un mordisco, después la olvidó allí mismo. Había creído que no sería capaz de moverse, pero allí estaba, preparándose para poder dormir, para enfrentarse a la noche y sus fantasmas. La respiración era tranquila, no tenía prisa por acabar su


ducha. Se acordó que el bote de gel estaba vacío, fue a un armario y cogió uno nuevo, era una buena ocasión para estrenar un nuevo bote de gel de té blanco. Lo destapó y lo olió, era la primera vez que usaba ese gel y le pareció muy fuerte, pero aún así lo puso sobre sus hombros, en la cabeza, en el pecho, y en todo el resto del cuerpo como si estuviera deseando vaciarlo. Se vistió con un pijama de manga y se sentó un un sillón a releer un libro que había empezado justo entes de sus vacaciones; no creía que pudiera terminarlo. Le habría gustado terminar todos los libros que empezaba, pero lo cierto era que si le parecían demasiado ligeros los plantaba. Cenó algo ligero, hizo café y puso la radio. Al día siguiente se levantó temprano, intentó seguir sus rutinas y se fue al trabajo. Todos se extrañaron de verlo por allí. Estaba muy afectado, tenía la piel muy blanca y acartonada y su gesto era de dolor. Llamó al director que tenía una habitación en el hotel y dormía allí mismo, y quedó con él para el desayuno en pocos minutos. Lo acompañó tomando un zumo de frutas porque ya había tomado café y se dispuso a exponer sus razones para no interrumpir su trabajo en los días de luto. Esa exposición se refería al temor de obsesionarse con la muerte y caer enfermo, a tener demasiado tiempo libre para recrearse en su dolor y a la idea de contemplar el trabajo como una evasión necesaria y, por lo tanto, una válvula de escape para el dolor. Nadie lo entendió, porque la necesidad del tiempo necesario para encauzar la debilidad que produce perder una parte de la familia (que es como perder algo de nuestra vida), es una necesidad a la que sólo se puede renunciar si el dolor no es muy profundo. Él hablaba con una voz fuerte, y con gestos precisos, y eso fue suficiente para que el director le concediera su deseo de permanecer al frente de la recepción. Mantuvo sus argumentos ante sus compañeros intentando no parecer insensible, porque de hecho, sólo él sabía el profundo dolor que se desataba cuando se quedaba solo. Después de todo, una persona que lucha contra sus pérdidas permaneciendo entero, debería parecernos admirable, pero la cultura cristiana del sur de Europa, necesita dolor, escuchar a las plañideras lamentarse con grandes gestos teatrales, y en algunos casos no son necesarias las lágrimas, pero sí los profundos lamentos y los gemidos. Posiblemente hubo críticas a sus espaldas, y eso era una maldición añadida a la otra que suponía que se cernía sobre él, desde el momento en que nada le salía bien. Podían hablar todo lo que quisieran, el estado de ánimo era bajo y parecía inalterable. También era posible que hubiese tomado algún tipo de tranquilizante, aunque eso no lo iba a confesar. Ya conocía como funcionaba lo de los compañeros que hablaban de otros compañeros a sus espaldas, pero no envió ninguna mirada de censura por eso, no tenía fuerzas. Trabajó toda la mañana en recuperar trabajo atrasado, enviar cartas que se habían quedado en el cajón y hacer llamadas telefónicas. Nadie se extrañó de escuchar su voz en la distancia, porque a través de la línea no notaban su gesto difuso y consternado, y la mayoría desconocía que se había muerto su padre. A mediodía empezaron los turnos para salir a comer, él siguió trabajando hasta que decidió tomarse un respiro y salió a la puerta. El mundo giraba a golpe de lunes, arrancando, avanzando en sus claves. Metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros mientras una hilera de coches pasaba delante de él. En dos filas se acercaban a un semáforo a unos veinte metros que corta el flujo con demasiada frecuencia, “alguien debería reprogramarlo”, pensó. Giró la cabeza a la izquierda y vio una hilera de esos coches que venían de un colegio cercano, y reparó en que era la hora de coger a los niños en el cole y volver a casa para la hora de la comida. El hotel estaba situado en el centro de la calle principal, por lo tanto podía tomarle el pulso a la ciudad con solo ver a derecha o a la izquierda. Si empezaba a llover, aquella lenta sensación aceitosa se volvería aún más infrecuente, y el semáforo no permitiría pasar más que tres o cuatro coches antes de volver a cambiar a ámbar. No era asunto de él, pero cuando llovía los viandantes parecían suicidad metiéndose a cruzar sin ver, entre los coches, o patinando sobre el piso mojado. Dio un paso al frente y se situó al lado de la pared, las puertas de cristal a su espalda. Se mantenía tenso y erguido, como un portero. Resultaría de mal gusto apoyarse, pero se estaba mareando. En un cartel publicitario justo al otro lado de la calle alguien le había pintado unos bigotes a un político local que hacía propaganda de su plan de urbanismo, una de las esquinas del cartel empezaba a despegarse y si el mal tiempo llegaba al fin, era muy posible que cayera desmembrándose. A no ser por el buen tiempo ya estaría rodando por la acera como había sucedido otras veces. Con un movimiento inquieto sacó el pañuelo del bolsillo y se secó un


sudor frío de la frente, e inspiró con fuerza. Todavía tenía que repasar el correo del día, porque los sobre que había estado viendo y abriendo eran del día anterior. Un viento caliente se levantó y el trozo de cartel despegado se agitaba con violencia. Movió los brazos como haciendo un ligero ejercicio, algo extraño, después los puso en jarras y volvió a respirar como si le faltara el aire. Encendió una lamparita que tenía sobre el mostrador porque el día se había ido oscureciendo. Intentó sentarse apuradamente, pero sin precisión, cayó al suelo desmayado y se golpeó la cabeza, un hilillo de sangre corrió sobre la baldosa. Su estado psíquico, la tensión acumulada y la disimulada depresión pudo influir en el terrible golpe que se dio en la cabeza después de su desmayo. Cualquier caso similar era atendido en pocos minutos por el médico del hotel, que no era especialista en nada, pero que pasaba por saber lo que se traía entre manos. En un tiempo razonable volvió en sí, y se toco el vendaje de la cabeza, tal y como el doctor lo había dejado, sin ser, por supuesto, un labor hecha a conciencia, pero suficiente hasta que una enfermera le hiciera la cura. Bernabé no estaba en posición de exigir nada, pero le habría gustado que lo dejaran descansar un rato y que todos salieran de la habitación a la que lo habían llevado. En esos momentos tuvo lugar una pequeña reprimenda por parte del director contra la que no pudo objetar nada. Aquel hombre se sentía engañado, y en cierto modo como si se hubiese metido en un lío, y le pedía encarecidamente que se fuera a su casa y que no volviera hasta que estuviera completamente restablecido, lo que no esperaba que fuera antes de una semana, o un mes, o lo que hiciera falta. Supuso que ante eso no había mucho más que decir, y dejó que el director del hotel se retirara aceptando todas sus condiciones. La principal consideración que deberíamos traer a cuenta acerca de lo que sabemos de Bernabé y la enfermedad que lo aqueja, es su miedo a la soledad. Si su vida hubiese sido planeada, tal vez a esas alturas no se sentiría tan desamparado. Perder a su padre, al que concebía como una ocupación bendecida, al que sólo podía cuidar y a pesar de la preocupación que le producían sus enfermedades, le había causado un vacío. En lo que se refiere a lo que podemos adivinar, no había muchas sorpresas ni secretos sobre su vida, y eso nos lleva a creer que sencillamente la llenaba con su trabajo, sus viajes, sus fotos, sus colaboraciones en revistas y algunas otras pequeñas aficiones. Por lo tanto no parece que dejarse ver en sociedad, con todo lo que eso conlleva, lo sedujera. No renunciaba a rehacer su vida, tampoco se resignaba a dejarse llevar absolutamente por sus rutinas, si bien las consideraba un apoyo. Lo que podríamos considerar una vida normal, cosas como vestirse y preocuparse por su aspecto, buscar las relaciones humanas e intentar impresionar a hombres y mujeres, en su caso no parecía una prioridad. Sería inútil intentar convencerlo de lo contrario, y cuando viajaba no mejoraba su imagen, tan gris por lo demás. Y si hacía alguna amistad, tal y como acababa de suceder con Viridiana y Emil, no parecía perdurar o esforzarse por conservarla en el tiempo más allá de sus vacaciones. Tal vez fue por eso por lo que le sorprendió ver a Alina y Franchy cogidos de la mano y con una compostura innegable, en el entierro de su padre. Dadas las circunstancias, los saludó sin poder dedicarles demasiado tiempo. Teniendo en cuenta estos rasgos de su personalidad, y considerando las extensiones de aquel último viaje, no es difícil imaginar que nunca antes, a pesar de convivir en espacios tan reducidos como un autobús, había desprendido tal cercanía, ni había sido agasajado con tanta confianza por parte de otros pasajeros y turistas. Había en él una excitación inusual por el tiempo que habían durado sus vacaciones, pero todo se había venido abajo y nada le apetecía ya. Teniendo en cuenta que visitó el centro de salud aquella misma tarde, y después de las oportunas revisiones, al volver a casa su aspecto había mejorado, el apósito sobre su frente hasta le pareció un signo de coquetería en su madurez, y se sentó estirando las piernas para relajarse de las caminatas que se había dado. Su pensamiento se fijó en un momento reciente de su vida, que en algún aspecto le parecía intrascendente pero tenía que ver con sus más íntimas reacciones, así como con la soltería tan alargada como disfrutada. Ese pensamiento se refería a los momentos que había pasado sentado al lado de Viridiana en el autobús. Volvió a recordar su actitud desprendida, sus comentarios y sus gestos, e intentó canalizar aquellos recuerdos para definir lo que pudiera haber de verdad en la mujer que se insinuaba, cuando ya creía que esa posibilidad había sido finalmente rechazada. Cuando los hombres analizan sus limitaciones con las mujeres, suelen culparse por su


falta de tacto, sin embargo, si podemos hacernos una idea de Bernabé, nada más lejos de la realidad. De ninguna manera podía culparse, o interpretarse en esos términos, en todo caso lo contrario parecería más acertado en su caso. ¿Cómo podría alguien hacerse una idea de él tan grotesca? Tenía la evidencia en el paso de los años, en lo que había sido su vida, del hombre tranquilo, por así llamarle. Nadie podría recordar un episodio violento, un piropo soez o una humillación vertida sobre una mujer, de hecho, nadie podría recordar una relación de pareja que le hubiese durado más de un año. Ahora bien si lo había intentado seducir no todo había pasado sin más, en el autobús no le había pasado desapercibido el perfume de Viridiana, su risa fácil ante sus chistes simples, y la forma en que se abalanzaba sobre él para coger una revista, o cambiar su bolso de sitio. Las dudas lo asaltaban de nuevo, ¿Sería, en verdad, incapaz de recibir las señales de una mujer que desea algo que no puede confesar? No era el tipo de hombre capaz de sacar partido de esas situaciones, y darle la vuelta aunque, corrido el riesgo, se hubiera equivocado. Podría haberse insinuado, nada tenía que perder. Ahora bien, no le gustaba que nadie se hiciera una falsa imagen de él, y por lo tanto se comportaba conforme a lo que se esperaba; ¡estaba perdido! Empezaba a hacerse a la idea de convertirse en un viejecito apacible y solitario. No era difícil de ver hombres viudos leyendo periódicos en los parques, jugando la partida en los cafés, acudiendo a los bailes para ancianos que organizan algunas salas de fiestas, y recogiéndose temprano para hacerse una cena fácil, y ver las noticias en zapatillas antes de irse a dormir. De todo lo dicho hasta el momento, una cosa estaba clara por encima de otras, se había sentido muy atraído por Viridiana, y había sabido reprimir ese sentimiento hasta el punto de aceptar la amistad de su marido. Podría haberlo deducido mucho antes, pero se negó esa reflexión hasta que llegado aquel momento, y superados los últimos dramáticos acontecimientos, tuvo fuerzas para pensar en ello. Tenía demasiado reciente todo el derrumbe de una parte de su vida y eso lo inquietaba, así como el riesgo de que se acelerara su retiro. Se encontraba muy por debajo de su nivel habitual de reacción ante lo inesperado. En verdad, en momentos parecidos, todos nos dejamos arrinconar por fuertes vientos desconocidos, arrojar a bandazos contra las esquinas sin disponer de fuerzas para rehacernos y aguantar estoicamente los malos momentos. En realidad cualquiera lo podría empujar en la calle y dejarlo por muerto en el suelo, la voz se le iba convirtiendo en un hilillo, dicho de otro modo, se sentía vencido. A todo esto habría que añadir el temor certero a que el pilar de su vida que aguantaba en pie, el cotidiano levantarse para acudir a su trabajo, pudiera también en pocos años, verse afectado por las necesidades de modernidad que su director le esgrimía. Como todo lo que subyace en la memoria, hay impresiones que se nos representan limitándonos. Parecen controlar nuestro destino cada vez que por miedo dosificamos nuestras libertad, los nuevos desafíos. Nos iniciamos en las inevitables reminiscencias de lo vivido a una edad avanzada, cuando dejamos de correr o de buscar. En la última etapa de nuestras vidas, lo que hayamos vivido o lo que hayamos renunciado a vivir, cobra una importancia capital, en especial para los solitarios y desocupados. Las horas se llenan de esas impresiones que ya nunca se irán. Seguramente la infelicidad, el desasosiego por lo inalcanzable, es en parte responsable de ese sabor amargo que nos viene a la boca calculado de antiguos errores, de ilusiones fallidas, de desaliento y decepciones. Así pues, también estos cálculos sobre el pasado tomaban su parte en aquel momento, y es curioso, pero encontraba matices sobre su forma de actuar que no había encontrado en su momento. Veía indicios de por qué otros habían tomado sus decisiones, que en su momento le habían pasado desapercibidas, y que en su dolor actual creía que debería haber tomado en cuenta. Y así, con unas cosas y otras, proseguía en la tortura de la culparse. El momento del análisis había llegado, porque se conjugaban las cuestiones, las certezas ya no lo eran en su todo, y se dejaba invadir por la tristeza. Tres meses después aún no había superado la depresión y buscaba una cierta normalidad. Su vida se había vuelto un espanto, tal vez porque él la veía así, y no tanto porque le resultara tan insoportable su carga. Se preguntaba si se merecía aquella angustia que había hecho presa en él, sin intención de encontrar una respuesta coherente. Siempre se había considerado un tipo simpático, amable, condescendiente y guiado por la buena voluntad, sin embargo aquel camino de bondad estaba fallando, o a punto de fallar, y ya no le iba a llevar mucho más lejos. Había días


especialmente largos e insoportables, y uno de esos días recibió una visita inesperada. La urgencia constante a la que sometía sus razonamientos lo llevaban demasiado lejos, y por ahí le llegaban los problemas, los agobios y las interpretaciones sórdidas de hechos pasados, que al fin, ya no debería traer a cuenta, y mucho menos, obsesionarse con ellos. Ese estado de estrés mental, chocaba, sin embargo, con su inactividad, con el cansancio y con la necesidad de pasar horas tumbado. Oyó un estruendo en la escalera y supo que alguien había vuelto a tropezar con la planta de la vecina, un enorme ficus que había puesto allí un año antes, al que cuidaba como si fuera uno de sus hijos. En algún momento, y observando el tiempo que pasaba aquella señora en la escalera limpiando las hojas, removiendo la tierra y procurando el lugar idóneo para evitar corrientes, llegó a pensar que, en realidad se dedicaba a escuchar en las puertas de otros vecinos. Pero, ¿qué iba a escuchar en su puerta si él no solía tener invitados, ni hablaba con nadie, ni tenía largas conversaciones telefónicas?

4 La Persecución Persuasiva Lo mejor de parecerse a sus héroes, es que siempre eran gente corriente, que había decidido ser como eran, pero que, en cualquier momento, podrían ser otra cosa, o Bernabé, al menos, así lo creía. Y ese tipo de gente no es fácil de encontrar, porque casi todos se empeñan en ser algo en concreto, algo determinado y en muchas ocasiones, concienzudamente planeado; y los que son así así se cierran todas las expectativas de cambio y ya no pueden ser otra cosa. Había estado en el hotel el día anterior, y había hablado con el director. Lo habían hecho llamar y se esperaba lo peor. Entró en su despacho y se sentó en un asiento de cuero cerca de una ventana, las luces estaban apagadas, y los visillos apenas ayudaban con las sombras. Primero había creído que debía ponerse cómodo, y respiró porque estaba cansado, estiró las piernas y apoyó la espalda. Había notado que el director se hacía el distraído repasando algunos documentos, y apenas hizo un saludo gestual. Se reincorporó y adoptó una postura más atenta, dispuesto para escuchar lo que tuviera que decir. Entonces pensó que no tenía el cuerpo para situaciones semejantes, y tuvo la tentación de desabrocharse los zapatos y quedar descalzo con la excusa de un dolor de pies, aunque sabía que nadie lo creería. Consciente de la trascendencia de la reunión intentó conservar la seriedad habitual en él. Querían saber como se encontraba, si creía que podría reincorporarse a su puesto, o si debían tomar otro tipo de decisiones, y el ejecutivo añadió que debía comprenderlo, que el hotel no podía seguir indefinidamente en esa situación provisional. Prometió hacer lo que pudiera, hablar con el médico, y que le respondería en unos días. Se puso ligeramente nervioso pero aguantó las ganas de salir corriendo, y le dio la mano. Al salir del despacho intentó analizar lo que acababa de pasar, y creyó que debía empezar a plantearse pedir una excedencia para internarse en uno de esos hospitales al pie de un lago, donde todo es quietud y tranquilidad, y así intentar tratar los “desajustes” que indudablemente se habían manifestado en su salud. Con el tiempo tal vez podría volver a la normalidad, pero nada era seguro. Bajó las escaleras a toda prisa hacia el Hall, deseaba no cruzarse con nadie, pero no le quedó más remedio que saludar a los compañeros que se encontró y decirle a unos y a otros, que se encontraba bien, y que sentía que estaba mejorando. En la calle hizo un gesto y cogió un taxi consciente de que salir de casa acentuaba sus agobios, eso lo alarmó. Oyó que la vecina salía al rellano y hablaba con la persona que había tropezado con la planta ficus, después sonó el timbre. Estuvo tentado de asomarse a la mirilla pero no le dio tiempo porque sonó el timbre. Todo estaba tranquilo, era esa hora de la tarde en la que una visita ayuda a que nada sea tan lento como promete. Intentó abrir con


con rapidez pero recordó que había echado la llave y tuvo que ir a buscarla sobre la mesa de la cocina. Hizo el ruido pesado de las cerraduras cuando ya nadie contaba con tocarlas hasta el día siguiente. Al acercarse un poco más y abrir la sorpresa fue supina casi chocante, se trataba de la señora Biertel, a la que hubiese abrazado después de las presentaciones, pero recordó que había estado comiendo fruta e intentaba secar las manos en su chaqueta, mientras sonreía y la invitaba a pasar. Recogió su paraguas y lo llevó a un paragüero mientras le pedía la gabardina y le indicaba que se pusiera cómoda en el salón. Puso la gabardina sobre un sillón mientras seguía intentando encajar la arrolladora personalidad que en aquel momento estaba sentada en su salón. Se sentó justo en el medio, en un amplio sillón; el más grande, el que tenía remaches y flecos. Debería haberle advertido que era la parte más oscura del salón. Sin embargo, cuando ella decidía no le gustaba que la contrariaran, no concebía que su comodidad fuera puesta en cuestión. Era algo cultural, resultaba inimaginable una señora Biertel, más comedida, prudente o mejor educada. A Bernabé le parecía grandiosa en su amplitud, comodamente instalada en un gran sillón, y al mismo tiempo, no podía olvidar lo maliciosa que era, sus preguntas capciosas y las oscuras intenciones que tenían sus declaraciones aparentemente más inocentes. -Aline y Franchy me contaron que estuvieron en el entierro de tu padre. Seguimos en contacto, sobre todo con Aline mantengo conversaciones de teléfono. Estamos organizando un viaje en grupo para el año que viene, y sería un honor que nos acompañaras. -No sé que haré el año próximo. Todo está muy confuso -le ofreció una taza de café. -Yuste y yo estamos saliendo, pero iremos a ese viaje. Nos parece una buena idea. Por supuesto que no pretendía ser amable o servir de apoyo en los malos momentos, Se expresaba con pedantería, y quería una respuesta afirmativa porque deseaba tener éxito donde todos le habían dicho que fracasaría. Si se considerara aisladamente su deseo de organizar un viaje entre amigos, que no lo eran tanto, y el detalle que suponía poner en valor el aprecio que todos le tenía a su interlocutor, posiblemente pesaba mucho más demostrar y demostrarse a ella misma, que conseguía lo que se proponía. Ni siquiera de lejos, podría Bernabé llegar a pensar que había puesto el corazón en su ofrecimiento. La combinación de la mujer decidida que se pone en marcha en una empresa tan absurda, y el efecto que le causaba la sinceridad inocente con que descubría sus intenciones, le provocaba a Bernabé una sensación de desasosiego difícil de encajar. Pero fue paciente, y sacó sus mejores galletas para acompañar el café. Le propuso que se sentaran en la mesa, cerca de la ventana y ella, muy correcta no insistió mientras no terminó su café. Cuando ella hablaba la miraba intentando parecer neutro, sin exteriorizar el cansancio que le producía; eso debía ser una señal de su exquisita educación. Luego, repensó su actitud y se dijo que no estaría mal, comentar algunos aspectos de su proposición, aunque no le interesara en absoluto. Para ser claros, el orden disciplinado que representaba, a Bernabé le resultaba desagradable, pero no se lo diría. Más bien estaría dispuesto a soportar un castigo semejante de forma indefinida, antes de confesar o entender su reacción. La mayoría de los hombres resuelven estas cuestiones más pronto que tarde y sin importarles desagradar a sus interlocutores, pero él no era así. Su actitud no tenía nada de vital, ni le permitía vivir con la libertad a la que todos aspiramos, pero no podía hacer nada por evitarlo. Tal vez no supiera interpretar algunos de los signos más evidentes de su padre, cuando se metía en cama a las tres de la tarde y no se levantaba hasta el día siguiente. Estaba aún demasiado reciente, para que no se introdujera en cada pensamiento. No se había dado cuenta entonces, pero ser anciano tenía que haber sido para él como vivir en el “pasillo de la muerte”, ese corredor de celdas donde tienen a los condenados a muerte esperando su turno, sin saber si sucederá al día siguiente, al mes siguiente, o al año siguiente. La incertidumbre se vuelve tortura y se aprende a vivir con ella, pero tiene que ser horrible que vaya y venga en los pensamientos esa sensación de ya haber muerto en vida. Ser viejo es una putada por muchos motivos, las enfermedades, la falta de fuerzas, los remordimientos, el miedo: sobre todo el miedo, esa sensación de que cada noche puede ser la


última. ¿Cuánto tiempo le quedaría a él para entrar en esa fase?, ¿diez años?, ¿veinte? Biertel seguía hablando con voz monótona, pero Bernabé no estaba para viajes, mucho menos para fiestas. Sin duda ella no podía calcular lo que tenía en mente, las dudas que lo asolaban. Volvió a la cocina y dejó la loza en el fregadero. Biertel se levantó para mirar las fotos sobre el aparador, en ellas, aparecía un Bernabé joven, deportista y con unos amigos riendo y tomando cerveza en la barra de un pub. “Eso fue en mi último año de estudiante, era muy feliz entonces”, dijo él al volver al salón. Ella respondió que estaba muy guapo, lo que solía suceder con las fotografías de juventud. Se volvieron a sentar, cuando ella empezó de nuevo a hablar -He leído tu último artículo en la revista, pero creo que has exagerado. Villa Arundina está fuera de todos los circuitos. No es un destino turístico estimable. Pero se ve que encontraste en él algo que todos los demás no supimos apreciar -Asintió, y la dejó seguir con su argumento-. Si nos acompañaras el año próximo, podríamos hacer una parada allí, ¿qué dices? -Se encogió de hombros y resopló. -No se trata de eso. Estoy asistiendo a terapia con un psiquiatra, y no sé si llegado el momento lo habré superado, o seguiré con mis alucinaciones -No era del todo cierto. Mientras se daba aquella conversación en la calle el mundo seguía en movimiento, anochecía, llovía y la circulación no paraba. Los coches y sus movimientos no sólo son una señal de la hora del día, sino también del clima, y por algún motivo práctico todo el mundo saca el coche para ir a la vuelta de la esquina. Las farolas se encendieron a pesar de que era temprano, pero las nubes se habían vuelto espesas y la oscuridad era total. Posiblemente algún gato distraído intentara no majarse sin éxito debajo de una cornisa, y todas las gaviotas y las palomas habrían desaparecido adivinando la humedad en el aire antes de que empezara a llover. -Creo que has sido demasiado generoso con ese pueblo, al fin y al cabo, además de ovejas y queso, no tiene nada que ofrecer. Lo de lugar de batalla de varias guerras desde la edad media, no resulta muy creíble. ¿Sabías que Viridiana se divorció del noble dueño de la casa señorial? Tú hablas de él en ese artículo. -Sí, Emil. Todo un personaje. Lo respeto mucho, me trato muy bien. Fue atento, y se molestó mucho porque mi estancia fuera agradable. Sólo puedo decir cosas buenas de él. ¿Qué sentido tenía que la señor Biertel hubiese organizado un viaje al que quería que especialmente asistiera Bernabé? Todo parecía indicar que tenía un interés especial en provocarlo con aquello de que era la novia de Yuste, y con lo de que Viridiana no era buena, y que nunca había querido a su marido, “las mujeres así existen, se casan sin un motivo”, le había dicho. ¿Sería todo tan retorcido como parecía? Parecía buscar la forma de contrariarlo, o de causar un daño en sus convicciones. ¿De qué iba todo aquello? Todo tenía la forma de una broma, pero llegados a ese punto, Biertel ya no bromeaba; había cambiado el tono de risa fácil y comentario superficial. Hablaba de Virginia como de una desgraciada, débil de carácter y de cuerpo, triste e infeliz, dejándose abrasar por un rencor incomprensible. Debería haber calculado que no conocía lo suficiente a su interlocutor para entrar en apreciaciones tan delicadas. Biertel era soltera, y eso lo hacía pensar, sobre todo porque confundía su dolor de espíritu con el efecto de rechazo que le producían las vidas que otras personas habían vivido a su lado, por tiempo determinado. Miraba a Bernabé esperando explicaciones que nunca llegarían, como si él debiera haber entendido algo que no había estado suficientemente explicado. Tenía en sí misma todos los defectos que reprochaba en los demás. Era interesada, y su visita posiblemente había buscado algo más, algo que Bernabé no sabía interpretar. Quizás se estuvo ofreciendo para un paseo bajo la lluvia porque había estado pensando en él en secreto, pero desde luego no parecía que la pudiera entender, ni en eso ni en nada.


Aquella misma noche estuvo escuchando música por primera vez desde que su padre lo dejara. Buscó el disco “Monk´s Dream”, era exactamente lo que le apetecía escuchar, porque lo había dejado a medias hacía unos meses y deseaba terminarlo, y volverlo a poner. Se sentó con una pequeña lamparita que hacía sombras, encendida pero con la pantalla opaca. Llovía como un torrente imparable, como ponerse debajo de una cascada que dejara caer el agua desde cien metros de altura. Lo sintió por Biertel, porque su paraguas no iba a ser suficiente para librarla de legar a casa completamente empapada. Abrió la revista de ofertas turísticas y la acercó tanta que hubiese podido sumergirse en ella con dejarse ir un poco más, miró las fotos que él mismo había sacado de Villa Arundina y sintió una fuerte nostalgia, lo que estaba asociado al cuadro general de su depresión. Era como sentir demasiado todas las cosas, como no ser capaz de poner freno a sus emociones, y estar avocado a echarse a llorar y llorar en plena calle, al ver a un anciano solitario caminando con aspecto desvalido y que ese anciano se pareciera a su padre. Apenas pudo esperar a que fueran las diez de la noche, la hora en que solía comer algo, para apagar todos los aparatos y en completo silencio ponerse a cocinar. En la nevera encontró carne suficiente para dar de comer a toda una legión de excursionistas después de un día agotador viajando en autobús. Calentó aceite hasta que empezó a hacer burbujas y frió la carne. Después de eso, cortó un trozo de pan que guardaba en una panera de madera, y se puso un vaso de vino. No era muy bueno en ese tipo de cosas, así que cuando volvió sobre la sartén y movió el aceite no pudo evitar que le saltara un poco sobre la mano que tenía más cerca de ella. Se separó de un salto y casi o derrama todo, la dejó y puso la mano quemada debajo del chorro de agua fría del grifo del fregadero. Después se secó con papel de cocina y se miró la parte enrojecida calculando que le saldrían unas ampollas. Se había propuesto hacer aquello bien y le cortó un poco de ajo que dejó caer encima de la carne, en unos minutos estuvo listo y apagó el fuego. Para terminar lo puso en un plato que a su vez puso en una bandeja con todo el resto, el vaso de vino, el pan, y un cuchillo y un tenedor, entonces lo tomó todo en peso y se lo llevó para la sala. Puso la televisión y mientras cenaba escuchó las noticias del día: inundaciones, un secuestro de un menor por un ajuste de cuentas con su padre, seguía la guerra en oriente próximo y Bruce presentaba un nuevo disco. Disfrutó de aquel momento, quería hacerlo antes de meterse en cama, y se propuso comer despacio, tomarse su tiempo y si después podría hacer café; eso estaría perfecto.


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