Anden solitario

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Andén solitario

Funneral of love – Southern Culture on the Skids

Acabar de mirar un día triste, lánguidamente, alargándose como una serpiente, deslizándose muy lentamente, casi sin moverse, entre nubes bajas y pesadas y árboles secos, aún no terminan de plantearle la parte que los llevó a preferir este destino, ningún remordimiento puede ser tan fuerte que prefiera la inactividad. Merica mira por la ventana, y le resulta imposible deshacerse de los últimos acontecimientos de su vida, dejar de espiarse en el recuerdo del mundo real, y de sorprenderse viéndose a sí misma y como le cuesta desenvolverse allí sin estar siempre a la defensiva. Todos ellos forman una familia, aunque eso siempre está por decidir, porque Jeny no quiso venir, y Terciso desde su divorcio de Pandrita no ha vuelto a dar señales de vida. Algunos no se consideran integrados como miembros de pleno derecho, supongo. Estas cosas tienen conductas sicológicamente tan difíciles de analizar que... La sospecha de que el pasado siempre nos persigue, hacía que no se desenvolvieran con absoluta naturalidad, y que a pesar de la insondable libertad de un hotel, en medio de la nada, se sintieran observados y restringidos, o tal vez la palabra exacta sea, cohibidos.

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El trayecto hasta aquí es una brotación imparable de antiguas reservas y desconfianzas que nos siguen a donde vayamos, porque el tiempo ha pasado y porque no debería importar, y eso hace que nos obsesione aún más. La eternidad nunca lo contiene todo, hay cosas que no se manifiestan, y terminan por no existir, o por no haber existido. Pensar demasiado nos convierte en un grupo muy extraño a los ojos de otros viajeros. -Podríamos dejar esto para más tarde. No hay prisa por ir a cenar, y nadie nos mirará por una arruga más o menos –dijo Merica mientras empujaba una pesada maleta hasta un extremo de la cama-. Este lugar es muy elegante, o clásico, no lo imaginé así, y la ropa que traigo no va pasar más desapercibida por permanecer comprimida hasta unas horas más. Podemos salir y distraernos, a pesar del cansancio, es lo mejor en esos casos, empezar reconociendo el terreno y tomando algo sólido en el bar. Es bueno saber lo que nos une a ellos –a mi me toca menos, pero en un tiempo me sentí muy cerca-, y haber decidido unirnos a esta celebración, que ha coincidido con el aniversario de la muerte de su padre y el cumpleaños de su madre, pero que hubiera servido igualmente a cualquier otra excusa. Sí, posiblemente se trate solamente de una excusa, y nunca lleguemos a conocer los motivos reales. Derrotamos el sentido de la ingravidez habitual en estos casos, después de haber saludado a Pandrita en la recepción, salimos de nuestra primera incertidumbre, porque ella nos lo dijo, cuando supimos que todos habían llegado ya; todos los que se habían inclinado por hacer este viaje. -Pandrita viene sola, y no tiene el aspecto... triste, desolado, que todos podrían esperar, o que desearían encontrar. En absoluto deberíamos pensar que le duele, o que se atormenta con cosas pasadas: me pareció de lo más saludable y animada. Careció de anticuadas reservas, o de prudencias para ella innecesarias –tan acostumbrada estuvo siempre a hacer lo que quiso-, que la llevaran a dudar innecesariamente. Alguien me dijo entonces que se estaba equivocando, que estaba cometiendo un error, pero que la vida estaba llena de grandes errores para todos. Eso no es nada justo. Quiero decir que no sería muy reconfortante que pudiera llegar al cabo de los años, y decir, “fue una equivocación, me equivoqué con lo de mi divorcio”, y santas pascuas. Hay conductas que van más allá de la equivocación, ¿no crees? Merica no responde, porque lo nuestro sería aún más grave de analizar, no nos atrevemos a dar el paso, el vértigo nos paraliza, y no pasamos de pareja informal, aunque creamos lo contrario. Desde luego, para nosotros todo es mucho más cómodo, y nadie se siente en la necesidad de juzgarnos, 2


de momento. Pasan los años y gozamos de un status que nos permite ser implacables con los errores ajenos, con los interrogatorios de después del pecado, con la ausencia de culpa, y continuar, por nuestra parte, creyéndonos en un noviazgo adolescente; patético. Me hubiese gustado decirle algunas cosas más acerca de su ropa, de cómo viste, de la impresión que me causó su voz impostada, y su sonrisa de importación, pero hasta yo no puedo ser tan cruel con Pandrita; y además de eso, Merica me echó una mirada de reproche, que hizo que me detuviera y no dijera ni una palabra más. Permanecen las lamentaciones, uno se las encuentra al doblar la esquina, afinando la oreja para encajar la desenvoltura con la que la vieja señora, sentada a la puerta del centro comercial, mendiga para comer, y no para otra cosa, así de ridículos somos que pretendemos controlar hasta el destino de nuestra limosna. Lo que pudo haber sido, eso que produce el efecto de un golpe seco, al descubrir, como una revelación, que hemos perdido y que ya no tiene remedio. Y entonces, en la misma aldea, entre las mismas calles de un paseo anclado en el pasado, descubrimos un velatorio de ventana abierta y luto adormecedor. Me desabrocho para el rechazo, y no insisto, las habitaciones de hotel no son lugar para gemir al instante que no llega, al casi éxtasis y la súplica dominante de un abrazo reprimido. Agredidos por un abucheo que nace de una letanía y va subiendo de tono hasta convertirse en exigencia: todas nuestras aspiraciones parecen siempre sometidas a la aprobación general, o al lamento por atrevernos donde los ángeles no llegan. La desventura es un sacramento que debemos apreciar en su justa medida, y que forma parte de nuestra vida ajustándola a la realidad. Hemos parado en la ciudad vieja, a unos cuantos kilómetros de aquí, y resultaba irreconocible. A nadie le va la vida todo lo bien que deseara, y eso forma parte del reencuentro. Desde la última visita, hace ya unos cuantos años, esto se ha modernizado y no encontramos algunos lugares, es como si algunos barrios hubiesen desaparecido o hubieran sido llevados a otra parte. Desde aquí asombrado por la interna desaparición de partes del mundo que conocía, intento calcular la temperatura de la transformación a la que asistimos, y me pregunto si habrá ocurrido lo mismo con una parte interior de las personas que conocemos, pues exteriormente no parece. Hemos pasado por una revolución, por una intoxicación de la población que compraba aceite en los mercadillos, por una visita papal de un papa impostor, por una fuga nuclear, por el agujero en la capa de ozono y por la guerra de Irak, y aún me fatiga hasta el desfallecimiento soportar la mediocridad, los palos en las ruedas, las imposiciones arbitrarias, y en 3


general, aquellos que desconocen cual es su espacio y se empeñan en entrar en el espacio ajeno. Los que pasan por encima de todo y creen que tienen derecho a ello son insoportables, y los que sólo valoran a la gente por su dinero son unos ignorantes. La educación, después de todo es gratis, ¡joder! A mi, quien me ha querido, al menos, sé que no ha sido por mi dinero o por mi poder, nunca lo tuve, y es lo que he ganado. La reformulación de mi conciencia de clase no me lleva a ninguna parte, y sin embargo, Merica podría resistir esa falta de expectativas económicas si el resto no fuera luz de artificio. Pandrita es una mujer práctica y famosa, y eso la hace estar por encima del bien y del mal, pero, a pesar de la desenvoltura que la caracteriza, y de la inconsciente irrealidad en la que se mueve cuando se trata del dolor de los demás, este encuentro no debe resultarle demasiado cómodo. Puedo palpar cada uno de mis errores, pero eso no nos pondrá a salvo, no tanto como a otros que parecen tener un colchón de respetable defensa contra el mundo. “Sujétame cuando caiga”, se arrastraba acariciando escaleras. No hacemos mala pareja, pero no nos atrevemos a más. Echaría el pecho si eso fuera el resto para que volviera la magia, pero la magia se va siempre, es la oportunidad para la costumbre. Se desfiguran las relaciones, envejecen con nuestro cansancio y con nuestra desgana. La complacería en todo si no tuviera la necesidad de su aislamiento: entonces recuerdo a Marily, no es nada, una imagen que se mantiene levitando sobre alguna conversación en la que llegamos a congeniar, no hay nada de malo en ello, ninguna traición inconsciente. En la verdadera naturaleza de las cosas, Marily representa un recuerdo agradable con aspecto de chica mala que ya se acerca a los treinta, y por lo tanto empieza a ser consciente de que no podrá posponer eternamente su planteamiento de la vida. Retraída por naturaleza y vestida como un chicazo roquero pertenece a una especie en extinción, las mujeres sumidas en sus pensamientos que se dejan invadir por un aire melancólico. No se trataba de una pose, era un reflejo de vivir renunciando, apartándose de lo no deseado, resistiéndose a ocupar un lugar que le estaba destinado, aunque no se tratara de una princesa o del hijo de un funcionario. Se amoldaba con facilidad a la conveniencia social cuando aceptaba su rol, pululaba entre todos nosotros con una naturalidad superior, escuchando con una atención profunda y curiosa, y reservando siempre una respuesta que pudiera no aportar nada, o que pudiera ser sustituida por cualquier otra. Trataba de no exhibirse, y desde luego sus piernas largas, sus caderas estrechas y sus brazos inertes, no la hacían pasar precisamente desapercibida, pero las

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facciones comedidas de su rostro, y la expresión reposada y pensativa, la ayudaban en ese propósito. Es muy posible que no alcancemos a calcular la verdadera dimensión de la vida, si nos la tomamos demasiado en serio. Intenté analizar de nuevo cuántas cosas se estaba perdiendo mi amiga por sentirse incapaz de aligerar el sentido de sus firmes creencias. Le daba a sus principios una dimensión sagrada, y lo cierto es que la importancia de todas las cosas es tan relativa... No era capaz de hacer eso, de quitarle importancia a las cosas, y sus convicciones crecían amurallándola. Me pregunto si después de tanto tiempo de no haberla visto, habrá llegado a algún lugar con eso que parece obsesionarla. Todo lo que tenía de moderna militante de su mundo independiente, lo asumía también con firmeza indiscutible. -No me mires como si te hubiese embarcado en esto, serán unos días de vacaciones. Ya nos hacía falta –dijo Merica sosteniendo la cabeza sobre su mano izquierda. Si todo fuera tan fácil como parecía no habría motivo para la preocupación. Yo no me sentía tan rechazado como ella suponía, ni creía haber dado síntomas de ello. Es fácil recordarlo todavía, cuando Merica se tumbó sobre la cama, como aislada por una neblina contagiosa, sonó la puerta apretada de nudillos desde el otro lado. Era la Doña Margarida, la asistente en la enfermedad de Doña Liiria, que era la tía de Merica, y por eso estaba yo allí. Recogida hasta el último detalle y con una voz de respiración pausada a la que nadie se atrevería ignorar, nos examinó de un vistazo con una sonrisa alargada y sin disimular las anotaciones mentales que hacía para un posterior chismorreo. -El conserje me dijo que habíais llegado. Todos estamos alojados en este piso, toda la planta es para nosotros, las siete puertas. Parecía satisfecha de vernos, y se acercó para besarnos como sólo se besa a los hijos, como si no hubiese pasado tanto tiempo, como si fuera una continuación del beso de buenas noches de la noche anterior. Su tacto era de la tibieza de un lecho templado donde descansar ilimitadamente. -Nos alegramos de estar de nuevo contigo y con Liirias, y con todos, ha sido una magnífica idea –alardeó Merica echándome una mirada no del todo incrédula. Era darle una oportunidad, creer que la posibilidad de la conciliación existe siempre, por muy difícil que nos parezca en términos familiares o de cualquier otra rival cercanía.

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Solitaria, ahí llegaba Marily en su posición, delante de un mundo que no consideraba. Iba entrando en una soledad futura porque ya casi nadie le hacía gracia, y ella tampoco le hacía gracia a casi nadie. No estaba para risas. Soledad, eso llegaba, eso sólo se adivinaba. -¡Maldita sea! Casi no la has mirado. ¿Por qué te empeñas en tratar a la gente así? –llega un momento en el que la convivencia nos vuelve previsibles, y cuando se nos conoce tanto, es difícil eludir preguntas semejantes. Ya no se trata de una sospecha, es un rasgo de nuestra identidad al que alguien ha llegado certeramente y que le desespera sin que podemos hacer nada al respecto. Suelo eludir este tipo de refriegas, y apenas contesto, lo que enerva aún más a Merica, por eso no lo hice en este caso. -Si al menos tu actitud no fuera tan contundente, yo podría intentar cambiar lo que te molesta, pero ya hemos tocado fondo en lo que respecta a lo que entregamos. Esto funciona así, nos abrimos y vamos dando hasta que no queda nada. Esa consideración que nos debemos volverá con la costumbre de apreciarnos o tendremos que pensar otra cosa. Le di la espalda y deseé estar en otra parte. No es agradable sentir que se te juzga con ligereza por parte de alguien a quien quieres, eso al menos estaba claro. Aarana me escribió para que la visitara, también se siente sola, pero ya me había comprometido para este viaje, espero que pueda compensarla de alguna manera, no quiero parecer uno de esos hijos ingratos y egoístas, demasiado ocupados en lo suyo. Aarana es mi madre. -Voy a comprar tabaco y a fumarme un pitillo. Duerme un poco, estas fatigada. Sonó como un reproche por parte de alguien que se creía con derecho a emplear una actitud superior, y sin embargo, fue dicho con toda franqueza, incluso con cierta ternura. Bajé la cabeza y salí.

Prevalece el miedo, siempre está. Imposible un desvío, en cualquier situación zumba entre los pulmones. La intranquilidad no sabe del remedio de la compañía, es más, en ocasiones es mejor desprenderse de todo peso y no sentirse responsable de nada, de ninguna situación que no hemos buscado. Parecemos perdidos si nos faltan las corazas, sin la concha silenciosa y precavida que necesitamos perder. Prescindir de todo peso es 6


necesario a veces, ya lo he dicho, también de la defensa, para poder vivir, el proceder lacónico después del disturbio ajeno. Allá ellos y sus pendencias. La naturaleza clama por la pasión muerta, por el luto de sus expresiones y el nuevo concepto a la que se la relega. Un vertido de aguas depuradas parece terminar en un estanque con patos, pero más abajo sigue su camino, justo delante de la recepción y de una cristalera que me separa de un salón de té o algo parecido, un lugar con sillones y ambiente silencioso. Si la naturaleza agoniza no tiene mucho sentido dejarlo ir, o sí, bien pensado, dejémonos ir sin culpar a nadie, estamos diseñados para desaparecer. Al menos no hace viento, y el cielo encapotado me permite echar un pitillo sin preocuparme de mucho más. Un puente pasa por encima de los patos y me encuentro sobre él, es el único acceso si se quiere llegar hasta el hotel por una pista arenosa desde la carretera, una nube de polvo desconcentrado que nos persiguió hasta aquí. En momentos así, me siento ceniza, una extensión del cigarro que fumo, una aspiración controlada de restos carbonizados que se van cayendo al suelo sin que apenas su rastro se note. No hemos hecho nada en la vida realmente relevante, nada que se muestre con claridad o se pueda ver desde más allá del espacio. Ni siquiera un premio Nóbel puede competir con un puntito de luz nocturno que se atribuye a una estrella anciana o moribunda. Y sin embargo, en ocasiones, tenemos gestos de grandeza. Nos entregamos con desprecio de nuestra propia existencia por mejorar las condiciones en los que otros intentan conseguir lo imprescindible para la sobrevivir. Digo nos, pero debería decir, algunos de nosotros, muy pocos y muy escogidos. Yo le dedico un minuto de mis pensamientos a los sufrimientos de los que se entregan, para considerar los míos un poco menos mezquinos. Si nos duele es porque estamos vivos, es porque sentimos y nos devolvemos a la realidad. Podemos vivir como quien sueña, o como quien ve una película. En ambos casos, puede parecer que el drama es también nuestro, incluso podemos llorar, pero nada es real, es una fantasía que no hemos experimentado en absoluto. Se acerca a lo que hubiese sido de haberlo vivido realmente, pero sólo hemos tomado parte de una historia que nos han contado, por muy cruel que sea y por mucho que nos indigne.

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Runaway heart – Bare Wires

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Porque habíamos llegado a última hora de la tarde, decidimos que ese día ya no tomaríamos parte de la reunión de después de la cena. Se trataba de una reunión de amistad, una tertulia de acercamiento y para contar como había ido todo en los últimos años. Nadie era nuestro rival, no nos molestábamos en entenderlos, eso creo, y no había posibilidad de que nadie supusiera que esa tarde habíamos discutido –últimamente esto resultaba de lo más natural-, y por eso el único motivo de nuestra decisión era el cansancio, la fatiga después de un día de conducir ininterrumpidamente, parando sólo una hora para comer, y soportando un tráfico endiablado en algunas partes de las peores ciudades por las que pasamos. Esa noche se abrió con una dulzura poco conocida, poco expuesta, apenas representada en otras ocasiones, y lo interpreté como un reconocimiento, por haber accedido en algo que la compensaba a ella, y que a mí me suponía un inconveniente añadido al largo viaje. Aún no nos habíamos quedado dormidos y ella regresó del cuarto de baño después de elaborar una de las complicadas estrategias con las que siempre triunfaba. Se trataba de una de sus reacciones inesperadas, contradictorias, y faltas de memoria; nadie podría resistirse a algo tan cautivador por muy cansado que se encontrara. Y de pronto todo quedó olvidado, sin prudencia y sin esperar que por la mañana se reprodujeran nuestras dudas. Decidimos salir a correr muy temprano, era una mañana fría pero clara, de cielo encapotado pero luminoso. En ocasiones no es necesario un cielo totalmente abierto para sentir esa luz. Después de un kilómetro de trote comedido, empezamos a sudar y me sentía tan cansado que Merica aceptó que sólo anduviéramos, y nos lo tomamos como un paseo. No hablábamos y ella se distraía viendo árboles, y alguna casa antigua con formas caprichosas. Entonces sintió que algo le había caído en un hombro, algo tan ligero que pareció irreal, pero al pasar la mano una materia gelatinosa, un hilillo viscoso se deshizo entre sus dedos. Lo primero que pensé, lo que habría pensado cualquiera era que se trataba de la deposición de algún pajarillo, pero no era eso. Entonces recordé que alguien había hablado de eso en la radio, y que le habían dado el tratamiento de un hecho serio y consumado. Se trataba de un nuevo fenómeno atmosférico que sucedía en los días de cielo encapotado. Parece ser que las nubes ya no sólo guardaban agua de lluvia entre sus pliegues gaseosos, también transportaban, movidas por el viento, grandes cantidades de contaminación. No era extraño pues, que aquellos gusanos inmóviles, aquellas orugas artificiales, en cuanto se concentraban más de lo debido se precipitaran de forma aislada, como acababa de suceder, y tuviéramos la impresión de estar debajo de una ventana en la que alguien acababa de sacudir un trapo sucio. Se frotó los dedos sobre la ropa y dio por concluido el incidente.

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Andar en pareja a través de viejos campos, de caminos surcados indomablemente para asombro de desconocidos lugareños. Reconocimos el edificio de la estación, apacible entre tanto silencio. Seguimos una tapia que nos separaba durante un largo trecho de las vías, aunque no pasaba ningún tren, no lo haría hasta una horas después justo a mediodía. Y anduvimos respirando cada nuevo aire y cada olvidada escombrera. Entramos, Merica quiso consultar los horarios, dijo que por simple curiosidad. Ella me mira, nos sentamos en un banco de madera oscura, un mueble antiguo en unos términos que ya no se construyen, primero porque sólo puede ser cómodo si permanecemos erguidos, y segundo porque ya no se llevan los muebles oscuros. Sin apreciarlo me he ido cayendo hacia su costado, hasta apoyarme en ella, hasta pesarle como un saco de arena, y lo acepta. Apoyo mi cabeza en su hombro y la acaricia. Mientras esta escena tan tierna sucede, estoy pensando en lo que habrá en su cabeza en ese momento. Me asusta creer que pueda ser tan tierna y esté sintiendo lástima de mí, por ser tan sincero, por entregarme como se rinden los que no luchan. Puede estar pensando que lo nuestro se ha terminado y consolarme por lo que aún no sé, pero que llevo presintiendo los últimos años. Adoro esa forma femenina de apreciar la comunicación, esa forma dual de ser en lo importante. Por una parte se preocupa de que la necesite, ese papel intercambiable y maternal de ser el centro de todo. Necesita perdonarme por algo importante, y que dependa de ella en un absoluto obsesivo que no me permita dejar volar la imaginación, hasta el punto de que su imagen no condicione todos mis sueños. Por otra parte, esta la niña que lo espera todo de un adulto, que nos necesita para poder terminar de sentirse segura y tener la convicción de que en su vida ya nada más influye. Sé que le gustaría haber sido ella la que se dejara resbalar en este banco hasta posar su cabeza en mi hombro, pero me he aprovechado de esa dualidad y de la derrota que siento. La salud inocente que nos hemos propuesto termina por enfrentarse a esos y otros estados de la naturaleza humana, y también termina por enfrentarnos a ella y a mí. Mi cabeza se inclina un poco más, acepto sus caricias, estoy indefenso en el secreto de sus manos y me estremezco al sentir cada uno de sus dedos separando mi cabello. No puede ser que me deje ir con tanta indiferencia, Por fortuna no hay nadie más en la estación, y estamos fuera del alcance del hombre de la ventanilla. En el secreto de sus manos, ese maravilloso secreto, está en contenerlo todo, poseer con determinación y no desasir nunca. Todo lo que sucede a nuestro alrededor importa. Desde el clima hasta el ruido más insospechado o inapreciable. Los ecos del banco en el arrastre involuntario de sus patas, o nuestras voces en busca de una conversación que se resistía. En reuniones familiares, en comidas o cenas o en otras 9


celebraciones, donde se espera una cierta cordialidad, sucede a veces, que nadie sabe que decir y se produce un silencio poco natural, se dice entonces “ha pasado un ángel”, y se vuelve a hilar alguna conversación que se hace interminable. En estos términos andábamos, con los ángeles persiguiendo cada una de nuestras palabras, y sentándose a nuestro lado a esperar que terminásemos los largos silencios de nuestra vida. No era que dejara de interesarnos la opinión del otro acerca de esto o de aquello, era que soñábamos con volar y a nosotros no nos crecían las alas, nunca lo haría. En el camino de vuelta nos encontramos a Betty, ese desastre de jovencita que nadie sabe bien dónde ha estado, a donde va, qué hace el resto del año. Desaparece por temporadas y nadie sabe nada de su vida, es como un fantasma imposible de controlar o de ser visto cuando él no lo desea. Se creía, por su juventud supongo, una rebelde ocasional o algo parecido, tal vez una rebelde sin causa -los que tienen causa no se sabe si son rebeldes y son reprimidos por su rebeldía, o si son rebeldes porque los reprimen-, porque no quería sufrimientos añadidos y las causas dan muchos quebraderos de cabeza, si directamente no te la cortan. Betty, en el pasado, tuvo problemas de adicción a algunas drogas duras. Dicen que lo ha superado aunque nadie confía en ello, nadie, por mucho que intenten disimular ese sentimiento, ha dejado de mirarla con lástima. Después de saludarla y quedar para hablar más tarde, hemos bajado hacia el pueblo y me ha interesado hablar de esto con Merica. He planteado, que el motivo por el que los jóvenes se droga, olvidando por un momento la ruina familiar, tenía que ver con la falta de oportunidades. -Quizá –se ha animado a contestar- esto sucede en algunos casos, pero no es el caso de Betty, desde luego. Le he dicho que la falta de trabajo o de cualquier otra expectativa les impide entrar como miembros de pleno derecho en la estructura social, si a esto le añadimos que alguna gente parece empeñada en marginarlos y no concederles ni una oportunidad, tenemos la ecuación perfecta de orgullo en apurar la autodestrucción, y enfrentarse con cierta rebeldía a todo eso. -Pues si que has hecho una interpretación teórica de todos los males que deprimen a nuestros jóvenes, y te has cargado de un plumazo todos los estudios que importantes sicólogos hacen al respecto –parece animada a seguirme el juego-. Betty es de una excelente familia, y si quisiera trabajar no tendría ningún problema. -Sí, lo sé, pero sus motivos también tienen que ver con lo que digo, aunque bajo otra perspectiva. En su caso se trata de no poder seguir siendo como eran sus padres ya desaparecidos, y no poder ser de otra forma. No la 10


imagino realizando un trabajo que no le gustara, o que la sometiera. Tampoco en su caso, existe una oportunidad para llegar a saber quien es y lo que puede esperar de la vida. No hay un lugar en el que pueda encajar. Dentro de un tiempo, aunque ya no estemos aquí, ni estemos cerca, Betty tendrá que ir cayendo, como caen los pétalos prematuros, de espaldas, mortal. Ya nos lo ha dado, ya lo ha arrojado sobre nosotros, toda esa tristeza irresponsable, perdiendo, jugando a no ser nadie. Soy incapaz de juzgar a un muerto, y más si es un muerto inocente. Un filtro blasfemo desata tanta rabia que ya no olvido, damos unos cuantos pasos más y terminamos por cerrar con brevedad la cultura de los inclinados a morir, de los que no ven aliciente alguno en la vida. Dentro de mí, aunque ya no estemos aquí, se que volverá como un recuerdo. -Deberíamos dejar de hablar de esto, tanta frialdad cuando se habla de personas no me gusta, parece como si en realidad no nos importara nada. No lo digo por nosotros, todo el mundo se comporta con un alto grado de superficialidad, lo que nos lleva a todo lo insensibles que podemos llegar a ser cuando se trata de hablar de los otros y sus circunstancias. Y otra cosa que me parece evidente, también de forma general, no se trata de un reproche, es esa malintencionada vocecita que nos sale cuando queremos parecer buenos, como si no hubiésemos roto un plato, al vernos sorprendidos por alguien a quien acabamos de despellejar a gusto. -Sí, yo tampoco puedo apreciar esa pretensión de querer aparecer como mejores de lo que somos. Nadie puede ser otra cosa que lo que es. Entonces recordé a Troana y a Deanadrés, la pareja incansable que aspiraba a una determinada perfección. Ella parecía estar diciendo todo él tiempo “no tocarás, no te moverás”, con una simple mirada, parecía decir eso a cualquiera. Y él, aunque pareciera extenderse en una resignación obsoleta, en realidad compartía cada uno de los planteamientos de su mujer. Creo que eran las únicas personas realmente convencionales que conocía y eso había que tenerlo en cuenta. Tal vez nos detestaban por no ser como ellos, y, en cierto modo, poner en entredicho sus convicciones acerca de aquello a lo que hay que aspirar, pero nosotros intentamos no darle mucha importancia. En cualquier momento aparecerían, preocupados por haber dejado a sus niños al carga de un pariente, llamando por teléfono y lamentándose por haber venido. Seguro que iba a ser el reencuentro más memorable, el más terrible y efusivo, porque ellos tenían que ser tenidos en cuenta y ser los mejores en todo, y no podían pasar por un aprecio mediano; nos querían más que nadie porque eso se notaba en los aspavientos del momento y en la sorpresa mal disimulada, y querían recibir 11


tanta dedicación como la que ellos demostraban, a cambio. Besos, abrazos, lamentaciones, alegrías, todo desbordado y ahogando hasta no sentir si respiramos. Así es la vida, todo el mundo lo sabe. No debemos ser demasiado crueles con la hipocresía, sostiene a mucha gente en la cordura. El entusiasmo debe ser cosa de niños, ya nadie muestra aquellas emociones de las primeras reuniones. La renovación no se produce, la vida no nos pasa como a una página leída una y otra vez hasta la rutina. Si al menos esta vez nos reservan alguna sorpresa, una imprevisible novedad, una cara nueva, o un acontecimiento realmente merecedor de ser celebrado –no la perpetua reunión en honor de doña Liirias, que también lo merece, pero no para siempre, supongo-, eso sería más de lo que espero. Me presiento como un extraño en mis juicios, ligeros, sin compromiso, impropios de un verdadero hijo o nieto. Tengo la impresión de haber sido aceptado a regañadientes, lo que a fin de cuentas, aún conociendo mi origen, no resulta de una gravedad extrema si no intervengo en su conversaciones de carácter privado. La privacidad, al fin, entre una madre y sus hijos, va más allá de la pronunciación, las palabras son accesorios no siempre necesarios, y el entendimiento responde más que a ellas a la intuición. Así las cosas debo tener cuidado de abrir la bocaza a destiempo. No me gusta demasiado que ignoren parte de este razonamiento, y si está mal que anden a escondidillas y rompan sus conversaciones cuando me ven llegar, tampoco resulta agradable que sigan en ese plano tan personal, como si yo no existiera esperando que no me inmiscuya y abandone por mi mismo la proximidad del ámbito privado al que me refiero, y que parece estar siempre presente. Todo es privado si uno se siente un extraño. Todo eso que aflora en algunos de estos reencuentros, se me escapa. No puedo aspirar a entender, o a conocer cosas que con ellos no he vivido y les da sentido. Volvimos de nuestro paseo, nos dimos una ducha y bajamos a la cafetería, pedimos un aperitivo en espera de la hora de comer. Fue entonces cuando se produjo el barruntado temido encuentro con Troana y Deanadrés.

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3 Cinderella – The Sonics

El tiempo ha pasado, insistimos en creer que nada ha mutado, pero vamos perdiendo escamas, se nos caen como algunos recuerdos, imperceptiblemente. Marily se acercó por detrás, se obligó a mantener la respiración y puso las manos de mantequilla sobre mis ojos. Intenté adivinar de quien se trataba, pero opté por decir un nombre absurdo que no me comprometiera demasiado, “frío, frío”. La manos olían a crema de nueces, o algo parecido, alguno de los frutos secos que más me gustaban, almendras o avellanas, o todos ellos juntos. Oí una risita nerviosa, traviesa, desconsiderada con mi indefensión. Me inundé de un riesgo innecesario; lo rechazaba, no era propio de mí, por fin, me decidí a separar las manos que me cegaban retirándolas, fuertemente prendidas entre las mías. Me provoca una placentera confusión este juego, tal vez porque Marily, es la única persona con la que me apetecía encontrarme: no quiero que suene a menosprecio, o a indiferencia, se trata de una desmotivación que todos deberían respetar en términos de humanitarias necesidades, cansancio, o la antesala de un leve depresión –no soy demasiado propenso a deprimirme-. Ella me ayudó en otro tiempo, y los demás no me comprendieron. No puedo interpretar de qué va su desafío; no por completo. Las chicas solitarias tienden a juegos comprometedores, pero estaré a salvo mientras no me la tome del todo en serio. Se trató de un acierto soltar sus manos, y recomponerme rígido y estiradamente, pero ella tampoco apostaba por hacerlo durar. Marily se acercó con una larga sensación de complicidad. Se vertió a mis espaldas extendiéndose con puntillosa lentitud. Hubiese tenido sus manos entre las mías, no las hubiese retirado, hubiese deseado impregnarme de ese olor a crema tan reconocible. Conocía la influencia de su risa y disfrutaba con ello, era una risa natural, de sincera alegría, porque sabía que me provocaba con ella y no parecía tener sentido del decoro, no al menos, hasta donde la conciencia social permite ciertas confianzas con los compromisos de otras gentes. Era su obligación suponer tantas cosas como se pudiera, y lo habría hecho si eso no obstaculizara uno de sus juegos. Necesitaba volver a jugar, recuperar la decencia infantil de no sentir peligro por dejarse llevar.

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De entre todas las perversiones, aquellas que surgen de la química de dos espíritus inmaduros, termina por no entender el menosprecio que la sociedad puede llegar a sentir por sus juegos. Este era el motivo por el que sabía que debía contenerme, el motivo que conocía como si ya lo hubiese vivido, y que me alertaba de todo lo inconveniente de seguir por ese camino. Ella llevaba este sagrado sentimiento mucho más lejos, y retiró sus manos con urgencia, entonces fue una fracción de segundo, pero el juego cesó, ocupó sus manos en rebuscar en el bolso, evitó tenerlas cerca de mí, revolviendo en busca de algo que posiblemente no encontraría, o nunca había existido. Otra fracción de segundo y volvió a ser la chica lánguida y seria de siempre, escuchando, pero con sus pensamientos tan lejos que yo no los alcanzaría por mucho que corriese. No es que le tenga miedo a la vida y por eso me niegue a madurar, y sé que no podré permanecer eternamente en esta situación. Nadie se va a apiadar de mí cuando los problemas lleguen, cuando todo lo inadecuado de querer vivir sin demasiados compromisos, me denuncie, me ponga a la vista de todo el mundo, y mi trayectoria me traicione. Entonces dirán, “no dio los pasos necesarios para ganarse el respeto de los que sí han luchado por hacerse con un futuro estable”. Estoy perdido, el nudo se cierra, el mundo se estrecha. Era tan amablemente extraña, y tenía tan buenos recuerdos de otras conversaciones a su lado, que cuando empezaba a sentirse fingida y artificial, adoptaba la distancia propia de profundos y contradictorios pensamientos. De un lado estaba esa necesidad de alegría, su verdadero yo, de otro, creer que el mundo le hará daño, y debe reprimirse. Traspasado ese momento inicial, el reencuentro de gentes que se aprecian, justo ahora que empezaba a fluir la conversación, que sabía que acababa de llegar y sólo le había dado tiempo a dejar la maleta en su habitación, ahora que se lanzaba a decirle que todo seguía exactamente en el punto de unos años atrás porque el mundo se detiene a veces sin que podamos evitarlo, y sin que sepamos exactamente a que se debe si nadie se ha decidido a apearse, justo ahora que oía de nuevo su voz y le sonaba igual de atenta que siempre, alguien los interrumpió: se trataba de Rony el bello, y Mardi la calculadora, la pareja, esta vez indudablemente, perfecta. Lo más equilibrado de la reunión bajaba para desayunar, aunque de esperar una hora se le habría cruzado el desayuno con la comida del mediodía. No se metían en asuntos ajenos y no parecían interesados en exhibir los suyos. Nos inundaban con sus ofrecimientos, todos ellos de corto alcance, y querían que nos sentáramos a desayunar. Me preguntaron por Merca, todos se mostraron muy interesados, y a todos les tuve que explicar que se había demorado en la ducha y no se encontraba muy bien, pero la verdad era que

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se había puesto a leer y cuando le dije que bajaba a por tabaco, apenas me miró. Rony parecía haber encontrado su momento, expresaba felicidad después de los cincuenta, y ser profesor de interpretación lo había enriquecido hasta parecer el mismo un actor, afectado y soberbio. No intento justificarme, todo el mundo carece de según que habilidades, otros han sido formados, es algo que ha ido en su educación, yo, simplemente no soy demasiado bueno en las relaciones sociales. En la distancia corta, con gente que conozco y a la que aprecio me siento cómodo, pero si se trata de hipócrita relación, de la corrección que esconde la ironía del desprecio por parte de gente a la que le supongo alguna competitiva hostilidad, entonces me vuelvo torpe. Más ojos que ella, por todo lo que ve con interés hambriento. Yo no puedo ofrecerle apariciones, ni el repente de un río de palabras ajustadas, ahogándose de pudor. Yo no puedo creerme libre de desear y detenerme un paso antes. Hay poco servicio en el hotel, parece que la crisis también les ha afectado y han reducido el personal, así que tendremos que acostumbrarnos a ver la cara del mismo camarero en casi todo, en cualquier cosa que queramos o duda que tengamos. No sé si llamarle camarero, porque nos atendió en la recepción y lo he visto ordenando unas plantas. Es un hombre con cara triste, o tal vez sea indiferencia, pero siempre está atento, alerta como si de él dependiera el futuro, ya no del hotel, sino del mundo. Después de tanto tiempo, Rony y Mardi podían haber parecido diferentes a como los recordaba, pero no era así, apenas habían cambiado. Uno después de haber sentido en su propia piel el efecto del paso del tiempo, no puede evitar mirar a los otros con cierta insana curiosidad, y esas señales no me resultaban apreciables en ellos, lo que aún me producía una mayor incomodidad. Compasión, es todo lo que necesito: que el mundo se apiade de mi debilidad y de mi tambaleo. Sé que caeré, que me someteré al llanto de los que no son capaces de superar de soportar el sistema administrativo que margina a los que crecimos con dos pies izquierdos, pero hasta que ese momento llegue intento parecer fuerte. Yo no puedo fingir eternamente que no sé de qué va esto. La eterna señora, tan desconocida y tan presente a un tiempo. La presencia que persiste aunque creamos que haya desaparecido. Nadie puede fatigar a una sombra, por eso tenemos esa idea de grandiosa fortaleza rodeándola. Es una llama deslumbrante que promete jamás consumirse.

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-He oído que está enferma –dijo Marily y todos prestamos atención, una atención dolida. No lo podíamos creer, y nos asomábamos a sus palabras sin atrevernos a decir nada, esperando que no nos sintiéramos incompletos por más tiempo y terminara de darnos toda la información. El mundo entero hubiera hecho lo mismo-. La abuela ya no es lo que era. No la he visto aún, pero apenas sale de su habitación y lo hará esta noche como una atención sacrificada. Después de todo para algo nos ha hecho venir hasta aquí. -Sí, le gustan los reencuentros familiares. La familia primero que todo. Es incansable en lo que concierne en volver a vernos a todos juntos. -Pero muchos no pueden venir, o se excusan adecuadamente –añadió Rony-, es inevitable. -¿Alguien la ha visto? ¿Cómo está? -No, nadie la ha visto en el hotel, aún. De hecho, nadie la ha visto en mucho tiempo. Para ser exactos, nadie menos doña Margarida, su brazo más fuerte y su confidente. Tendremos que preguntarle a ella. -Sí, yo la he visto, a doña Margarida quiero decir –contesté-; dijo que se encuentra bien. Lo más inteligente era aprovechar ese momento para volver a la habitación, despedirme escuetamente y salir disparado en dirección a las escaleras. Preferí no mirarla a los ojos, insinué una prisa acogedora incapaz de más reconocimientos. Rony hizo un sonido desagradable, sorprendido sin duda, aceptando con un gesto de desacuerdo mi inevitable huida. No tenía la menor curiosidad por el curso que pudiera tomar la conversación En el rellano del piso segundo, la habitación del fondo se suponía que era la de doña Margarida, y por alguna extraña razón, en los pocos pasos que separaban la escalera de la puerta de mi cuarto, no dejaba de ver en esa dirección, era como si temiera que aquella puerta se pudiera abrir, y que ella pudiera aparecer de pronto. Había unos calmantes sobre la mesa, y un vaso de agua hasta la mitad. Parecía relajada, e intentaba leer. Después de todo iba a ser cierto que había caído enferma. Le puse la mano en la frente y no parecía tener fiebre, podía tratarse de un sobreesfuerzo, por lo de nuestro paseo. Un enfriamiento que la desganaba, además, era ella la que tenía más interés en que todo resultara, digamos, conveniente. No se trataba de una de las artificiales incoherencias que había exhibido en otro tiempo, era sincera con respecto a su malestar. Algo nos estaba advirtiendo, como los ocasos, tendíamos a 16


recostarnos sobre los recuerdos del día descendido. Merica me miró sin justificarse, una mirada sin expectativas, y volvió a caer en el libro, o a hacer que leía. En la diferencia de nuestros miedos no alcanzaba a comunicarse desde hacía muco tiempo. Esta es la atención que es mi centro y que no sé cuando desaparecerá definitivamente. Pero la distracción de otras voces parece atemperarse cuando estamos solos los dos entre cuatro paredes. Fallecemos entre nuestros espacios, rehabilitados de tedio y compromiso, viviendo sin apenas desplazarnos de la idea original que nos dio los mejores años, pero que se ha revelado con una combustión invisible y lenta como las agujas de un reloj viejo. Es una historia repetida, el mundo lo sabe, no somos libres de programar tanta defensa ni existe la pareja perfecta. Alguien se anunció con una conversación en el pasillo entre la que reconocimos nuestros nombres, alguien preguntaba y una camarera ataviada como van las señoras de la limpieza, con un mandil y una pañoleta, le contestaba sin encontrar la necesidad de modular. Después sonaron los nudillos de Marily de forma delicada. Apenas tuve tiempo de abrir una ventana y dejarla pasar. No había tensión entre ellas, yo reconocía parte de esos pactos que no se concluyen ni se desorientan en palabras, pero que son efectivos e inflexibles. -¿Estás enferma en serio? -No me encuentro muy bien. Como si hubiese tomado algo que me sentó mal. En mí no es tan extraño, me pasa a veces –la miró como si le hubiese descubierto un secreto incómodo-. No parece que sea una persona muy fuerte. -Toma, te dejaste el tabaco –se dirigió hacia mi ofreciéndome la cajetilla, y no había nada acusador en su tono de voz, pero yo me sentí compungido. Siempre se había llevado bien, y si alguna vez había existido algún episodio celoso, por algún que otro comentario que Merica me hiciera, desde luego sólo lo había recibido yo. Se interponía entre nosotros con su melancólica seriedad, y me daba la espalda llena de lunares, y descubierta hasta su mitad por un vestido de tirantes. Estuvieron un rato hablando, las dos se llevan muy bien. Nadie sabía muy bien, pero parece que había unos invitados que nadie conocía esta vez, unos hombres con pinta de banqueros que saludaban correctamente y vestían de traje y corbata, y de eso hablaron. Desde luego no eran personas que

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pertenecieran a la familia, y algunos que siempre se sintieran en el centro de estas reuniones, habían empezado a sentirse incómodos. Cada vez que Merica se movía crujían las sábanas. Ya no le temíamos a la confortable idea de sentirnos como en casa en un lugar tan impersonal, nos da igual, estamos perdiendo la sensible comunicación con lo que es exclusivamente nuestro. Nos quedamos cortos en nuestras apreciaciones, y como Marily no deseaba prolongar su visita, y casi ignorándome, se despidió y salió tan sigilosa como ella es.

4 You´re all talk – The Delmonas

De pronto sonó una campanita y Mariuse se apareció como una estrella detrás de las cortinas de cretona morada, que separaban la cafetería del salón. Descubrí el nombre del camarero que hacía también las veces de recepcionista y jardinero, porque puse el oído cuando alguien hablaba con él. No suelo ser fisgón, y habitualmente no presto atención a las conversaciones ajenas, pero la mesa de al lado estaba tan pegada a la nuestra que hubiésemos tropezado con sólo respirar. Mariuse fue de mesa en mesa apuntando con letra diminuta los deseos de cada comensal, lo que no resultaba demasiado complicado porque tan sólo había dos menús preferentes, y el resto se trataba de posibilidades que podían encargarse para el día siguiente, pero no para ese momento. Todo pues, resultaba bastante espartano, y uno se preguntaba que llevaba a doña Liiria a escoger siempre el mismo sitio para sus celebraciones. Merica puso su mano sobre la mía para que le prestara atención, y poder decirme algo. Era cierto que yo divagaba observando las otras mesas y eso era algo que ella no perdonaba con facilidad; si estaba con ella quería que también pensara en ella, mientras que cuando me encontraba rodeado de gente estaba atento a todo menos a lo más importante.

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Supuse que el menú mejoraría en la cena, porque se trataba de la noche grande y le darían a la reunión un carácter más solemne, pondrían las mesas unidas como si se tratara de una reunión de directivos en el congreso anual de su asociación a favor lo pragmático y en contra de lo fantaseado, y cabía esperar que Deanadrés soltara un discurso insulso y sin sentido para todos, menos para él y su esposa, tal y como había hecho la última vez. No era por sentir la curiosidad irresistible de otras veces que me distraía tanto, la gente alrededor acababa por no parecerme real, era por los ojos y los pensamientos, por su capacidad de relación e intentar descubrir qué estaban relacionando en ese momento. Tampoco sabía contener la timidez que me producían todas las suposiciones, todo lo que atribuía a sus conversaciones o a las críticas superficiales. Yo tenía derecho a pensar de ellos lo que quisiera, de menospreciar su resistencia y poner de manifiesto todo lo que encontraba de superficial en sus comentarios, ellos tenían derecho a desarmar mis miradas superiores ridiculizando mi forma de andar, o inventar los conflictos que les pareciera al sopesar los largos silencios entre Merica y yo. Entonces me encontraba entre mis propias teorías y la necesidad de volver a coger el menú y leer de nuevo las dos posibilidades generales y todas las especialidades adyacentes en letra más pequeña y ligeramente separada del bloque anterior. La miraba la releía y admiraba los dibujos de carnes y pescados hechos a lápiz. Tocaba sus bordes gastados y la grasa plastificada que se unía a mis dedos como algo natural. Sabía que seguía siendo una parte de todo lo que se podía ver y daba por descontado que sumergirme en aquella lectura no iba a librarme de causar mala impresión y de los comentarios defensivos que rebajaban cualquier categoría por imaginada que fuera. En el instante en que nos sentimos más fuertes nos hicimos una idea de lo que iba a ser lo que quedaba del día. Teníamos que intentar ser más sociables, y por eso hablamos con aquellos invitados desconocidos antes de sentarnos. Se trataba de dos directivos de la fábrica de ladrillos en la que la señora había puesto todo su dinero, y de la que era una importante accionista. Se presentaron con tanta corrección que me hicieron sentir incómodo. Me preguntaba si para aquellos señores, la sumisa moderación, la incómoda humildad de la decoración, y la sencillez de la comida sería motivo suficiente para retraer su discurso y llevarlos a sentarse en una esquina silenciosa. Fue por eso y por el ambiente comedido general, por la credulidad de los invitados, que aceptamos como un fulgor, distraernos observando y escuchando a nuestro alrededor, como si esa brillante realidad que nos rodeaba nos mantuviera en un proceso de hipnosis del que no podríamos salir por propia voluntad. El día se fue oscureciendo hasta que por fin alguien se decidió a encender la enorme lámpara que colgaba amenazadora del techo. Parecía limpia, y 19


eso en una lámpara grande y antigua es muy necesario, porque cuando aquel resplandor nos sorprendió, todo el mundo la miró y se admiró de aquel elemento que lo engrandecía todo. En ese momento, una lluvia violenta descargó golpeando los cristales de los dos grandes ventanales. Al otro lado, más allá de la carretera, comenzaba el jardín. Alguien observó algo extraño y se levantó para verlo más de cerca-Vengan, ¡miren esto! ¡Es impresionante, está lloviendo gusanos!. Nadie sabía de lo que hablaba y la alarma creció en un instante. Era la expresión, el tono de voz, las primeras sillas arrastradas, lo que animaba a los otros a levantarse también y dirigirse a la ventana. ¡Gusanos! ¿Qué era eso? ¿Cómo era posible? Y efectivamente parecía que así fuera, y todos se quedaron con sus caras infantiles mirando embobados, sin decir nada. La fortaleza de la lluvia inesperada crecía. Nadie sabía por qué pero caían aquellas cosas gelatinosas resbalando por los cristales. Enseguida reconocí aquella materia viscosa que parecía gusanos pero que no lo era, era del mismo color, grosor y forma de aquella que cayera sin motivo sobre Merica aquella tarde. La contaminación, habían dicho los científicos, y no había motivo para desconfiar de ellos. No se trataba de un comunicado político para salvar los muebles poco antes de las elecciones, ningún partido iba a naufragar por tan poco. Podrían haber contado que todo se solucionaría en poco tiempo, pero se ahorraron la parte confusa y dijeron claramente que nadie se expusiera excesivamente al contacto con ese nuevo fenómeno. Resultaba previsible que la venta de paraguas se dispararía y que la gente más temerosa de lo que se había supuesto se recluiría en sus casas durante el invierno. Miré de nuevo a los “gusanos” , la importancia del fenómeno iba en aumento, y la extrañeza que producía resultaba comprensible. No se movían, se iban acumulando y formando una membrana resbaladiza que tardo en simular un espacio nevado. Nadie había visto una nieve que cuajara de forma tan rotunda. Doña Margarida parecía divertida con el inesperado percance. -Esta mañana –dijo con una dulce sonrisa- nadie hubiese esperado una lluvia tan extraña. -Tan sucia – añadí, sin pretender entrar en detalles, porque al fin y al cabo en unos días todos conocerían la tóxica naturaleza del agua celestial con que se nos obsequiaba. Nada importaba tanto. -Desde luego, es una escoria, nos llegue desde donde nos llegue, –uno de los ejecutivos de la fábrica de ladrillos me dio su apoyo inesperadamente, y 20


parecía enojado. Posiblemente también conocía algunos de los detalles de los que la prensa había informando advirtiendo de algo así podía suceder-, no hay motivo para tanta complacencia. Tanto es lo que nos podemos llegar a asombrar de un hecho tan loco, que olvidemos su naturaleza perniciosa y lo festejemos como una bendición. Mariuse dijo desde la puerta que no quería molestar, pero que si no volvíamos a nuestras mesas se nos enfriaría la comida, y que el procedimiento para hacer del almuerzo una experiencia positiva tenía que ver con el ritmo que se le imprimiera, y después aclaró: “eso no quiere decir que haya que comer con prisa, pero la constancia es importante”. No nos demoramos más en aquel “experimento”, y volvimos a la calma de nuestras mesas y de nuestros platos abandonados. En semejante lugar, con una actuación que probaba que se encontraba en su espacio y que lo dominaba como un maestro, todos terminamos por convencernos de que Mariuse resultaba imprescindible en el engranaje del viejo hotel, y en las reformas que se intentaban llevar a cabo para que sobreviviera. -¿Te encuentras mejor? Esta mañana creí que tendríamos que buscar un médico. -Sí, fue un mareo. Tal vez del ejercicio, o de algo que comí que me sentó mal. ¿No pensarás que tuvo el mismo origen que esta lluvia? Todo el mundo se siente indispuesto en alguna ocasión. Yo no me tengo por una persona débil. Sin la muerte no somos nada, hace tiempo que lo sé, pero me asustó mucho la idea de que aquella cosa contaminada, la misma, eso creí, que había caído sobre Merica esa mañana mientras hacíamos ejercicio, pudiera causarle algún mal irreparable. Ella se echó a reír, se ríe de mis miedos y de mis acentos. Allí donde pongo lo relevante ella lo considera innecesario. Se agarró a la silla, y creí que se mareaba, pero seguía con la sonrisita que queda después de los dientes abiertos, deshaciéndose en el recuerdo de la idea loca que la acababa de sorprender. Pronto empezarían las advertencias a diario, el cambio de costumbres y la resignación callada de los mejores ciudadanos. “No exponer la cabeza a la lluvia”, eso todos podíamos imaginarlo, pero nada decían de lo que pasaría después, cuando la tierra filtrara toda aquella marea y retuviera el veneno. Se removió en su silla, y volvió a reír; compartir mis inquietudes proecológicas con ella no había sido buena idea. Pero, al menos habíamos comenzado una conversación, divertida por lo que parecía, y todo el mundo se había animado a sus propios asuntos, nadie nos veía, nadie pensaba que éramos una pareja aburrida, ni nada parecido, ya no necesitaba descuartizar las conversaciones que por el aire contraía palabras comprometedoras. 21


Ya nadie me observa, y mis manías han vuelto a diluirse en el inconsciente del que nunca debieron salir. No sé por cuánto tiempo la irrealidad permanecerá expectante, pero dándome un respiro. Esta calma no es como la madrugada, brota entre el claxon. Será verdad, que ya sólo hallamos sosiego cuando el estrés nos sacude, y no soportamos el silencio. Para mí, que se demoren en conversaciones que compiten es un alivio, regresan a la banal enfermedad de no ir a ninguna parte y creerse el dueño de una estimable conquista. Si creen que han dado con el secreto de la existencia porque pueden alargar su delirio y morir dignamente, eso me parece menos malo que morir prematuramente después de unos cuantos escándalos de estrella cinematográfica drogadicta. Escapan de la tragedia, y mientras se concentran en convencerse de que lo mejor para sobrevivir y morir dignamente, es la mediocridad, la humildad, y saber cual es su sitio y no echar un pie fuera, entonces, yo puedo evadirme aún más de lo que ellos hacen y pasar desapercibido en este salón, con la complicidad de Merica: como si fuera de otra especie, o simplemente, como si tuviera un color de piel que pusiera un muro entre nuestras razas. Deanadrés y Troana me saludaron sonrientes, intenté corresponderles pero me costó mover los músculos de mi cara. Aún así, levanté una mano e hice un gesto amistoso. Deanadrés tiene algo que siempre exige de nosotros un compromiso, y eso debe ser porque nota que la gente que trata, siempre parece estar en la huida. Le gustaría que todo fuera desde el principio lo que parece, y que todo pareciera, desde el principio, lo que es, pero el mundo no se ha hecho a la medida de nadie, y cada uno va tomando sus posiciones como mejor considera. Creí que se trataba de una comida informal, pero los dos se habían cambiado de ropa y resplandecían como loza nueva en una vitrina, me pregunté si habrían dejado algo para la cena. Sin darle importancia nos congraciamos con las formas, hay barreras de dignidad, eso no podemos olvidarlo. Pero creo estar con la gente sin pretender ir más allá, cuando renuncio a inmiscuirme en su pensamiento, en ese momento presiento que la convivencia es posible y me olvido del aprecio que siento por la soledad. Guiado por mi olfato de tratante y distribuidor fracasado de quesos y licores, creí reconocer un tono de respeto en las conversaciones, un comedido murmullo más apropiado de un funeral que de una reunión familiar. Habíamos regresado a una historia repetida, y como la última vez, no encontramos rastro de nuestra anfitriona. Tenía un leve recuerdo de sus facciones, de la forma de su cara de un tropiezo accidental muchos años atrás en un aeropuerto. En aquel momento Merica y yo acabábamos de tomar la decisión de ir a vivir juntos, y viajábamos mucho. Siempre me ha pasado lo de desear viajar cuando he comenzado una relación de amistad o 22


sentimental, como si se tratara de un complemento; después, con los años, deja de apetecerme. Es estúpido que nos dejemos llevar de tal forma por el desánimo y la comodidad, pero sé que también es imposible luchar contra el cambiante punto de vista al que sometemos el mundo. Doña Liiria, lo recuerdo por la impresión que me causó, tenía un aspecto cadavérico. Hay rostros que son delgados, desinflados algunos, pero ella tenía tan marcada la parte más alta de su frente, la nariz recortada, y los labios pegados a las encías, que apenas notaría cambio en el espejo si aquella leve piel desapareciera. Ella siempre se interesó por mí, intentó convencerme de que yo también era uno de los hijos de la fortuna; nunca lo creí. Yo a ella sin embargo, en alguna ocasión, cuando debí estar ebrio la conté como un orificio, la fui llenando de profundidad y todo se oscureció hasta el infinito. Uno no se detiene si encuentra una buena modelo del reflejo de una diosa anciana. En eso se parecen, como si al desaparecer, algo de ella se hubiese incrustado en Merica. Tal vez ese es el motivo de que se haya vuelto tan reservada. Podría haber jurado que Merica, cuando llegaron los postres, me miraba distraída, pensando en algo tan absorta que tuve que disimular y hacer como que miraba al infinito para no molestarla en su reflexión, de la que me creí parte. La silla empezaba a resultarme cómoda y aunque evitaba reposar la espalda completamente sobre ella, empezaba a no sentir ganas de levantarme el primero en cuanto nos trajeran un café. Algo en sus ojos parecía que sonreía, y el episodio de la mañana que la había traído ligeramente indispuesta parecía terminado. De cualquier manera, yo seguiría mucho tiempo sin fiarme de esa nueva plaga gelatinosa que nos llegaba del cielo, y que prometía con quedarse hasta que alguien se decidiera a poner fin a la contaminación ambiental. Y ya no se trataba sólo de cuanto podíamos perjudicarnos en nuestra salud, sino la pesadumbre que nos producía, la inquietud permanente a la que empezaba a abocarnos, la intranquilidad para siempre, la sicológica desesperanza con la que nos obsesionábamos. Pero volvamos a su sonrisa inconsciente: miré su boca intentando que no se diera cuenta, y era la misma línea plana de labios delgados de siempre, relajada, sin crecer en las comisuras, y el gesto, muy ligeramente se me hacía diferente. Estaba seguro, sonreía, no podía ser otra cosa. Betty no acudió a comer con el resto, no estuvo. Es lo de siempre, lo que se espera de ella, desaparecida. Sabe que la echarán de menos con tanta ligereza, que a nadie le importa como importa la familia, y por eso conserva su independencia. Sin embargo, en el momento en que Pandrita se disponía a meter en la boca un trozo de tarta, una sombra femenina se asomó a la puerta vidriosa intentando ver al interior, la reconocí al instante, se trataba de la incansable Anna. 23


Donde quiera que llegan nuestros amantes nuestra imaginación se va detrás, siguiendo sus pasos. Anna no era la amante de Pandrita, aunque lo había intentado de todas las formas posibles. No sé si a alguien puede hacerle gracia una relación así, hasta abrirle las puertas y las venas de su vida sin calcular que no podrá volver a cerrarlas cuando quiera, pero, si Pandrita había sido capaz de prescindir de su marido si remordimiento alguno, podría hacer lo mismo con la chica obsesiva que la perseguía a donde quiera que iba. Le sobraba de todo, tenía la crueldad suficiente, también el inconsciente dormido, el poder de vernos a todos como humanos pequeñitos, de segunda, y también la paciencia necesaria para promover alguno de sus despropósitos sin que nadie pudiera calcular en qué momento lo había decidido. No es del todo imperturbable, pone cara de desagrado pero se recompone con rapidez. Hemos encontrado la forma de la lamentación silenciosa, nos hemos llenado de cosas que nos preocupan, que nos llenan, que nos ocupan, pero también de continuas lamentaciones. Demasiadas contrariedades para una vida moderna, pero hace un siglo aún debía ser peor, no pasaban demasiadas cosas y el tiempo se les alargaba esperando ser ocupado por algún motivo lo suficientemente relevante para incorporarlo a la inacción habitual, la vida. Sólo le había comentado una vez de ese lugar, pero supo encontrarlo, deseaba formar parte de aquel entramado con el que otros soñaban con abandonar. Obstinada Anna la seguía como el perro al que se ha abandonado y regresa fiel a casa atravesando autopistas y reconociendo el camino por la fuerza del instinto.

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Wild teens – the urges Por cualquiera de sus laderas la enorme montaña crecida delante del establecimiento hotelero, caía a un camino que a su vez conducía al pueblo. Cualquiera que lo hubiera visto una vez podría identificarlo si alguien al describirlo hiciera referencia a esa verticalidad abismal sobre el camino de tierra. Nos sujetamos a ambos lados del auto soportando el traqueteo que ya conocíamos, y por el que preferimos llamar un taxi que usar el nuestro, además, era posible que oscureciera temprano y no resultaba deseable conducir de noche por aquellos lugares. La necesaria prudencia que nos guía nos convierte en un aparente matrimonio deseando longevidad para sus permanente conversación y así podría haber sido. No sacamos conclusiones a nuestro descubrimiento diario, tan sólo abrimos nuestra construcción a nuevas expectativas, y recapacitamos despedazando los motivos de todo el mundo, porque este tal o porque aquella cual..., donde quiera que se han ido los amores la inspiración se fue con ellos. Parecía que a Merica, olvidando por un momento que se había tenido que recostar para recuperar fuerzas aquella mima mañana, el viaje le estaba sentando bien, la encontraba más animada, pero no confiaba en que cambiara de idea acerca de la conversación que habíamos tenido unos días antes: no parecía probable que siguiéramos juntos por mucho tiempo, aunque yo lo deseara fervientemente. No iba a reprochárselo, me lo había expuesto con total franqueza y había quedado a la espera. Era por eso que Aarana me seguía la pista como si lo adivinara, tal vez lo presintió cuando le pregunté si mi habitación en la vieja casa seguía vacía, y como ella estaba ya muy viejecita y no quería estar sola, se mostraba insistente en hablar conmigo lo antes posible y que yo zanjara este asunto de una vez. No sabía si esa era mi mejor expectativa, y de algún modo se lo debía, así que pensé que quizá por una temporada instalarme en la casa de mi anciana madre iba a ser lo mejor. Hasta ahí había llegado sopesando todas las posibilidades, pero aún nos quedaban unas horas de disfrutar de este último viaje y yo la seguía con somera devoción, y me reía mirándola mientras el auto daba bandazos como si se tratara de una de esas locas y ruidosas atracciones mecánicas de verbena. En nuestro interior asumíamos que habíamos sido vistos con una seriedad que nunca merecimos y rechazábamos esa propuesta. Calculan mal a veces, pero también sé que a fuerza de insistir con su forma de ver las cosas, la generalidad de las gentes puede influir para que terminen siendo como ellos habían imaginado.

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-¿Te ha vuelto a llamar tu madre? –dijo ofreciéndome una tregua-. No te pregunto como está porque su salud es mejor que sus quejas. De todas formas, es una realidad que envejecemos y que morimos, y todos desearíamos tener en ese último tiempo un afecto cercano al que aferrarnos. -Esta bien, no se queja. Hace mucho que no voy a verla, y me echa de menos. Van pasando los meses y no nos damos cuenta de nuestras necesidades. -¿Irás a verla? -Sí, pronto –parecía como si deseara dejarlo todo en orden, como si no renunciara a su papel y necesitara dejarlo todo despejado. Aún no se hace tarde, porque a veces, regresar es una cuestión de supervivencia. El día era abierto, y a pesar de las nubes me siento enfocado, casi deslumbrado. La demora del paseo lo hacía irreal, espiritual. Me hubiese sincerado de haber ocultado algún secreto inconfesable. Afortunadas letras surcarán siempre los silbidos de un viento rabioso, más allá de nuestros compromisos o de la amenaza del abandono. Me acostumbré a sus comentarios sustanciosos y cada nuevo paso debía descontarlo a cuantos restaban hasta el día siguiente. Sería después de haber dormido, no nos quitaríamos el sueño con tensiones innecesarias, somos gente civilizada. Es posiblemente, la semejanza que encuentro con otras situaciones parecidas, lo que me hace completar las últimas convicciones, ser firme aunque esté a punto de permitirme la derrota, al borde de la cornisa. Por cualquiera de sus lados me sigue pareciendo una mujer robusta, pudiera haber cambiado alguno de sus costados, corriendo en una nueva forma de permanecer en pie, o retorcer un terremoto que deslice la ladera de su montaña humana hasta hacerla parecer diminuta o comprimida. En el futuro podrá confabularse con la naturaleza contra mí hasta llegar a ser una desconocida, cruzarnos en el metro y apenas necesitar mirar hacía otro lado, porque estará segura de que no la reconocería ni en un millón de años. Podría haber seguido especulando eternamente sobre nuestra separación, si iba a ser definitiva o si nos íbamos a tomar un tiempo. Yo le habría preguntado, la habría interrogado buscando algo más concreto. Ese tipo de encuestas no suelen tener un resultado satisfactorio para nadie. No, mejor no hacer preguntas y dejar que pase lo que tenga que pasar, es lo que hacemos con la vida, y parece la postura más práctica.

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-Los seres libres son hermosos por su libertad –nos sentamos en una taberna de pueblo con el televisor encendido y sintonizado en un canal de documentales del mundo animal: unos leones descansaban en la sabana, daban amorosos lametones a sus cachorros y cerraban los ojos de placer exhibiendo la plenitud de sus músculos y sus melenas salvajes delante de un ocaso tan perfecto que parecía artificial. Lo dije con toda naturalidad, sin buscarle segundas vueltas. -¿Quieres decir que nos estamos volviendo unos horribles topos? Tal vez haya algo de verdad en eso, y las libertad nos sienta tan bien que hasta mejoran nuestras defensas. “La libertad nos hace hermosos”, la nueva gran frase del genial escritor perdido para el mundo. -Lo salvaje de esos animales los ha mantenido inmunes a la convergencia con lo ruin, no han hecho concesiones. -Sí, así ha sido, no han servido al propósito humano. No son cachorrillos de perro faldero aceptando las sobras de nuestras comidas. Pero hay algo que debes tener en cuenta en tu idealizada sobremesa, cuando los hombres descubren una de esas cosas que pretende ignorar su fuerza, la someten, organizan safaris, y llegan a matarlos por diversión. Puede ser peligroso querer ser libre –me respondía con un no disimulado tono de revancha. Todas las conversaciones parecían girar alrededor de lo mismo, el extraordinario suceso de ese mediodía, la lluvia gelatinosa. Se movían los aldeanos como en una ráfaga de desconcierto, y los programas de la Tv. se cortaban para dar adelantos informativos con un único tema a tratar, el agua. Deanadrés y Troana tuvieron la misma idea de bajar hasta el pueblo para hacer un poco de tiempo, y entraron en la misma taberna. No era tan extraño coincidir, no había elección para los extranjeros, los perdidos deambulaban preguntando el camino de vuelta y los que no deseaban perderse se metían en alguno de los bares. Les pedimos que se sentaran con nosotros, no hubiese sido muy natural no hacerlo, y, de nuevo, la conversación sobre la lluvia y el susto que nos producía. Quisimos pedir café, y la señora, una mujer delgada y nerviosa, con toda amabilidad nos aseguró que no había de qué preocuparse, que lo estaban haciendo, el café, con agua de botella. Nos quedamos más tranquilos, pero también nos relató lo desagradable que había sido comprobar que esas cosas empezaban a salir por el grifo. Había pasado la última hora intentado hablar con el ayuntamiento, y al final lo había conseguido. Le habían dicho que no se preocupara y que si notaba que flotaban en la taza sería suficiente con disolverlo haciendo rodar el azúcar con la cucharita. Después de unos minutos hablando animadamente sobre un tema tan excitante, me pareció que estaba cambiando, con el derecho a sentirme diferente, apenas notaba mi timidez, y no me sentía incómodo con gente a 27


la que apenas conocía. Era un cambio que venía notando desde hacía algún tiempo, pero que no se manifestaba de pronto, algo así como cuando te empieza a salir la barba o a cambiar la voz, un proceso que culmina cuando ya se ve llegar. De tal forma consiguen encajar la conversación que apenas podemos salirnos de ella, pero yo estaba más dispuesto que nunca a entender, a comprender y a condescender. Lo único que me sosiega es saberme destinatario de una enorme herencia, los dineros que nos democratizan como equivalentes en la fortuna, y sentirme dentro del sistema por lo que algún día tendré, aunque de momento siga tan pobre como un poeta debutante. Luz de raudales, señor de inconsistentes patas de mosquito, hacedor de sueños mediocres, doctor del inconsciente. -Tuvimos suerte, podría haber sido mucho peor. -¿Podría? –preguntó Merica con cierto escepticismo. Empezamos a hablar con el interés de nuevos descubrimientos, y nuestros ojos se cruzaban intentando la concentración. Deanadrés tenía la convicción de los seres llenos de historias a los que les gusta guardar sus secretos. Entonces fue poniéndose cómodo y soltando sus impresiones. -Nadie se ha dado cuenta, pero es posible que lo que sucede no sea tan general como quieren hacer creer los parroquianos –bajó la voz para continuar-. Se trata de una fábrica de insecticidas, y temen perder su cuota de turismo, una parte de la población vive de eso; de las visitas de extranjeros a los que alojan en sus propias casas. No creo que esas nubes transporten la contaminación más allá de las montañas –señaló a través de la ventana-. Y parece que tampoco sucede con demasiada frecuencia. Van acumulando esa cosa, y los habitantes han asumido que de tanto en tanto, lo dejen salir a la atmósfera. -Nunca lo hubiera imaginado. He pensado en que podría tratarse de muchas cosas, pero asumir una contaminación controlada, establecer el orden en eso y llegar a creer que es lo normal... -Ya no sé si me apetece tomar café, o cualquier otra cosa. Si quisiéramos entender la realidad, tendríamos que abandonar nuestras posiciones. Rumores y lamentaciones, nada es suficiente, a cambio de nuestros sueños. No se trata de un trueque, es lo que nos queda. Yo ya no demostraría, en un último intento de atronadora, la señal, la ruidosa, atronadora la señora de las alarmas, que conozco el secreto y que puedo hacer que todo vuelva a funcionar. El sentido de la vida; nada nos falta, 28


tenemos todo lo necesario para seguir afrontando nuestro materialismo, pero hemos perdido el sentido de las cosas. Si no hay amor, nada tiene sentido, ningún sacrificio se justifica con tanta amplitud, pero ahora tendré que descubrir la grandeza de sacrificarse sin una recompensa tan frágil y misteriosa. Yo, había empezado a sentir la misma sospecha que todos los demás. ¿Quién era doña Liiria? Hacía tantos años que no la veíamos o hablábamos con ella, que nadie parecía conocerla del todo, al menos en lo que a su aspecto actual se refería. -Oh, claro que todo el mundo desea verla –presupuso Troana con una finura inmediata-, si lo vemos así, y teniendo en cuenta que hace unos años, en nuestra última visita también estuvo indispuesta y nadie la vio, es posible que sólo se trate de un fantasma. -Esto empieza a ser divertido. Entonces, pensando con toda la malicia de la que disponemos, doña Margarida puede estar representando un papel para no perder sus privilegios. Podría ser, ¿no creéis? –dije como una idea única, dejando volar la imaginación y especulando hasta con la estabilidad de la pobre señora. Hubo un silencio que me hizo sopesar el inconveniente atrevido de mis palabras. Nadie se impacientaba, pero seguían sopesando la idea. Hoy tampoco nadie la había visto, y alguien le había oído decir a doña Margarida que la señora estaba muy viejecita, y que era posible que tampoco bajara para la cena. -Entonces, ¿para qué organiza estos eventos? Hace coincidir su cumpleaños con la celebración, si le podemos llamar celebración, de la muerte de su marido. Nos trae a todo aquí a gastos pagados, y después nadie consigue verla. De ninguna manera esto es natural –Merica me echó un cabo. Temía que estuviéramos quedando como una de esas parejas hundidas dispuestas a buscar problemas en el mundo que les rodeaba, con la misericordiosa idea de igualarse con sus problemas a los problemas que descubrieran espiando su entorno. Podíamos traducir con facilidad la exquisita sofisticada educación de medio pelo de nuestros interlocutores. Los proletarios que aspiran a ser recompensados por su buena conducta nunca cuestionaran el orden establecido. Hablamos de sus hijos, y Troana nos dijo que eran unos niños estupendos, nunca les daban un disgusto –creo que se refería a sus notas escolares-, y seguían el ejemplo de sus padres cumpliendo con todos los preceptos que la sociedad consideraba necesarios para el buen gobierno de sus ciudadanos. Les costaba separarse de ellos, según dijeron, pero los habían dejado unos días con unos parientes que 29


estaban encantados de tenerlos como ejemplo para otros niños limpios, peinados, rubicundos y oliendo a recién bañados. Deanadrés parecía notar la desaprobación a que lo sometía por resultar tan afectadamente artificial, tomó su taza apretando los dedos y los dientes y bebió concentradamente, no me gustaría saber lo que estaba pensando. Una cosa era comentar acerca de las condiciones a las que nos veíamos sometidos en nuestro encuentro, y en cuanto separó la boca de la taza su mirada fría me invitaba a ser más precavido con mis pensamientos. A veces me pasa que alguien parece adivinar lo que pienso, y eso debe ser porque exteriorizo mis impresiones con gestos de desaprobación que realizo de forma inconsciente, y eso supone un inconveniente que debería controlar. La tenue tarde se volvía más y más tranquila, si eso aún era posible en la inmovilidad de un pueblo pequeño. Fue decayendo la conversación hasta convencerse de que querían estar nuevamente solos. Las últimas horas, el fin. Se expresaron con corrección, indicando que no querían parecer maleducados pero que querían dar un paseo para tratar algunos temas que tenían aparcados. No resultaba nada creíble más que efectivamente querían desembarazarse de sus compañeros de mesa en la taberna. Por fortuna Deanadré y Troana eran excesivamente comprensivos y no pusieron muchos problemas. Parecimos justificados por nuestra actitud desenvuelta, como si no esperáramos menos de ellos, y Las chicas fueron para mirarse al espejo y darse un poco de colorete. Calculamos que en un lugar tan pequeño sería difícil no volver a encontrarnos con ellos, así que decidimos caminar por la carretera que salía en dirección contraria a la que habíamos utilizado para llegar hasta allí. Aún no era tan tarde y caminamos uno al lado del otro comprendiéndonos en nuestras más difíciles decisiones. Nos desligábamos de la civilización, avanzábamos hacia la naturaleza, y eso suponía evitar las zarzas que se empeñaban en rascarnos los tobillos, y piedras que desequilibrarían la planta de un elefante. La imagen de nuestros amigos fue quedando atrás y el aire era caluroso. El cielo cubierto parecía que iba a dejar caer las nubes sobre nosotros. Nunca había visto unas nubes tan bajas, tan amenazantes y cercanas, pero nos seguimos alejando por la carretera por la que no pasaba ni un auto. Respiramos, miramos el horizonte, soltamos el paso. Tenía que ver lo que sucedía más adelante, siempre estaba eso de la inquietud, y el riesgo de no encontrar nada, ninguna visión extraordinaria, ir demasiado lejos y sentir una pereza enorme al regreso; los paseos siempre eran así. Si por el contrario encontrábamos algo que hiciera valer la caminata, entonces el regreso estaba lleno de un gozo infantil. Y allí estaba, un poco más adelante, detrás de otra curva interminable, una vieja casa abandonada, estilo colonial, grandiosa, demasiada madera podrida y ladrillos mordidos. Chimeneas agrietadas amenazándonos en la proximidad, y parecía que ese peligro obvio nos atrajera hacia la puerta entreabierta. 30


-¿Entramos? La puerta estaba atascada. Arrastraba papeles y cemento, apenas se movía. Puse las dos manos sobre la hoja y empujé una y otra vez hasta que dejó el espacio suficiente para que un cuerpo pasara por el espacio abierto. Merica se colocó detrás mía, la noté necesitar tenerme cerca por última vez.

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My brother the man – The Fuzztones

Ya no consigo impresionarla con mi palabrería de contertulio de superficialidades. Nos movemos enrollados en una maraña que ya no es posible interpretar. Tendré que llamar a mi hermano y preguntarle algunas cosas que tienen que ver con la vejez de nuestra madre, de nuestra casa de infancia, y de nuestro propio envejecimiento. Tengo que empezar a poner en orden algunas cosas en las que no pensaba desde hace tiempo. Nos preparamos para ver lo que sucedía dentro de aquel lugar abandonado. Empezaba a caer una lluvia fina, pero estábamos a resguardo y nos dedicamos a curiosear. Este tipo de cosas las va a echar de menos. Siempre me hace caso cuando se trata de meternos en líos y siempre salimos bien parados. De repente dependía de nuevo de mi cercanía. Sentí una de sus 31


manos muy cerca de mi espalda, pero sin llegar a tocarme. Caminaba con precaución como escondiéndose detrás de mí, procurando no hacer ruido. No buscábamos nada en especial, pero cabía la posibilidad de encontrarnos alguna excitante sorpresa, cazadores armados hasta los dientes y también resguardados de la lluvia, un extranjero sin casa, un caminante que se detiene en su viaje y se instala para pasar la noche, o una pareja de tortolitos jadeando y empujando sobre un colchón llenos de pulgas. Nada de eso, encontramos abandono y antiguallas inservibles, relojes rotos y sillas desfondadas, suelos quebrados, restos de otras gentes que pasaron antes por allí o también se cobijaron de la lluvia durante un tiempo, quizá unos días. El viaje a la enfermedad es inconsciente, no pude evitar sentirme atraído por aquel animal. ¿Cómo lo confieso ahora? La pesadez insensible de un recuerdo surcando el paso del tiempo desde el final en dirección al momento del descubrimiento. Se lo confesé a Merica, era casi el principio, le hizo bastante gracia. Estaba demasiado ocupada y no me prestó mucha atención. Apareció en un lugar parecido a este, arrinconándose. Todo me molestó cuando tuve fiebre alta, cualquier sonido inesperado rompía la necesidad de alivio. Esos animales no quieren nada con nadie, evitan ser de este mundo y sospechan que cuando su malestar sea menor o desaparezca puede que sea porque ya hayan muerto. El instinto, lo saben. Debo tener el aspecto de una persona incapaz de curarse del todo, de un crónico cuidándose de cualquier alergia o de cualquier enfriamiento. Soy débil, se lo dije, y se echó a reír. No me refería a la debilidad de los que son incapaces de mantenerse en su sitio, de los que pierden la fuerza de voluntad si son debidamente tentados, me refería a la debilidad de los que pierden la salud con facilidad, y eso tenía que aprender asumirlo, y conllevar sus imposiciones como yo lo hago. Un pobre animal arrastrándose en busca de la procesión que lo permita recibir su enfermedad con cierto acompañado sosiego, un martirio de agua azulada de la que huir, compañía de otros enfermos, respirar polvo sin que importe, ofrecer la costilla para ser comidos si eso ha de mantenernos con vida. Las ventanas siempre cerradas, congestionando ese aire que se resiste a ser respirado. La casa en silencio, la habitación dormida hasta que volvías del trabajo y me ofrecías la mano con la palma extendida llena de pastillas insípidas. Convivimos con ese dolor reumático durante un tiempo, y ya no me molesta aventurarme en la desvencijada retorcida madera de los marcos de puertas ajenas. Hubiera suspendido la admiración que siento por doña Mariana por no haber aceptado su invitación. La posesión de una voluntad, y ser invitados sin haberlo deseado, ¿hay algo difícil de interpretar? La bandeja me fue arrojada y dio vueltas con el sobre que portaba hasta casi clavarse en mi cabeza, no podía declinar una invitación tan convincente.

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-Es lo último que te pido que hagas por mí –se explicó sin prudencia ni pudor-, no me gustaría ir sola. Después de eso, al día siguiente, si lo deseas, podremos separarnos definitivamente. Y vinimos e hicimos la última representación delante de la convergencia social. Merica siempre era lo bastante clara, era lo que tenía que agradecer. No se andaba con medias tintas, con titubeos, con silencios que no se dejan interpretar. Atravesamos la casa hasta llegar a una cocina de azulejos caídos. Participamos del misterio de imaginar vida en aquel lugar abandonado y abrimos la puerta que daba al patio de atrás y la vista de hermoso jardín se abrió a su vez para nosotros. A pesar del paso del tiempo y de la inestabilidad de la vida intrusa de hierbas y zarzas, sometiendo la organizada estética de un plazo extinguido, apreciamos el lugar como si hubiésemos vivido en él alguna vez, como si hubiese sido nuestro, como si nosotros hubiésemos creado aquellas divisiones en la hierba y en los rosales y la disposición estratégica de los camelios. Olía a una sensación olvidada a una carrera infantil en la aldea. Me abrazó, porque sabía que yo jamás, ni en las más adversas circunstancias la iba a rechazar, o a negarme a tenerla cerca. Nunca me obligaría a ponerle una barrera a lo que me hacía sentir. La naturaleza de nuestras urgencias nos hace olvidar que vivimos. Sobre una de las paredes se conservaba intacto un cuadro de un angelito arrastrando a un perro por la cola, en la otra mano portaba un libro atado con un gran lazo rojo, como envuelto para regalo. La estética lo resiste todo, en medio del caos y de la enfermedad, se mantiene la necesidad de una presencia digna. Salimos al jardín y nos mojamos los zapatos de lluvia reciente. El orden, aunque ligeramente alterado por la invasión de rastrojos, seguía conservando la misión estética de emocionar. Todo estaba en silencio, hubiese oído el crujir de sus pezones si hubiese puesto un poco de atención, porque en esta y en otras situaciones parecidas, ella se excitaba. La excitaba la naturaleza y la oportunidad de por fin desarrollar sus frustraciones sexuales en un lugar en el que no existía la privacidad, en el que cualquiera podría entrar en cualquier momento y descubrir en el más intimo de nuestros actos, sin limpieza y sin comodidad algunas. Sorprendentemente me descubrí a mi mismo intentando el más viejo truco para comprometerla, para retenerla, intentando confundirla y deshacer la convicción que la parapetaba detrás de la idea, de que debíamos separarnos. Desconfié de mis motivos y me di la vuelta para mirarla de lado, y no, no crujían sus pezones, no existía la excitación de antaño y el remordimiento que la devolviera, su cara expresaba un ligero desconcierto. 33


Podría morir ahora, nadie lo notaría. Cada uno de nosotros se cree imprescindible para el mundo y somos tan poca cosa. ¡Si al menos desapareciéramos, si fuéramos capaces de la magia de volvernos invisibles y ya encontrarnos en otra parte como simples y corrientes espíritus! El mundo podría desaparecer con todos nosotros dentro. Es como si hubiese sido creado para eso, para ser sometido a una tremenda explosión nuclear y que la parte más grande de este planeta que rodara por el universo no ocupara más que un canto de río. Creemos que las cosas suceden, que la memoria existe; no quedaría ni rastro, ni siquiera de un amor perdido una vez. -¿De qué clase son esas flores? – me preguntó. Eran unas flores con forma de recipiente blanco y cuerno amarillo en el medio. Toda la vida vi esas flores pero nunca supe como se llamaban. -No lo sé. No sé que flores son, pero las he visto adornando ofrendas en algún oficio religioso. En una boda de algún amigo, tú tenías que estar allí. -¿Nos vamos? –todo lo que había estado imaginando hasta ese momento, todo lo de que a ella también le gustaba la aventura, sopesar lo desconocido más allá de protegerse de una leve lluvia, todo eso se vino abajo- No estoy muy a gusto aquí, y me estoy empezando a marear de nuevo. Creo que me vendría bien echarme un rato. -¿Otra vez? ¿Es grave? -No, no es grave, un mareo. De vuelta al hotel, el trecho que hicimos andado nos cruzamos con Pandrita y su amiga Anna, nunca se separaba de ella más allá de un par de metros. Cualquiera notaría que se trataba de una obsesión, de una dependencia enfermiza, pero no era yo el más indicado para pensar algo así, yo, que hacía todo lo posible por no derrumbarme ante mi inminente separación de Merica. Me rezagaba. Mientras ella parecía tener prisa por llegar a la parada del único taxi del pueblo. Seguí honradamente aceptando su deseo de volver a la habitación y recostarse solemnemente sobre la cama para terminar de leer su libro, una novela ligera sobre un viaje romántico y la fuerza del turismo en nuestras vidas occidentales. No hablaba, levantaba la cabeza para mirar con nitidez la fila de casas que se acercaban abriéndose para dejarnos pasar hasta el centro mismo de la población. El cansancio acusaba 34


la curva de la espalda y miró atrás, se enderezó y volvió a mirar hacia delante como si su único objetivo en la vida fuera alcanzar lo antes posible la parada y el coche blanco que ya se veía en la lejanía.

No es justo que el ser humano se vuelva tan descomprometido, tan absurdo, por conseguir fácil lo que quiere, y al momento siguiente ni acordarse. Yo he luchado siempre contra cualquier deseo irrefrenable y le he dado siempre, al menos, dos vueltas más, pero en este caso no pude. Se me giraron las apuestas, y me sentí solo, después de bajar de nuevo a deambular en una situación parecida a la de esa mañana, entre los invitados. Retrocedí navegando entre las últimas horas de las últimas palabras, y llegué a la sospecha de que le resultaba, como mínimo, aburrido, seguirme en estas últimas horas, estar juntos. Marily se había puesto ropa informal, sin compromiso, un jersey flojo en el que parecía bailar con toda comodidad, y unos jeans. También llevaba unas zapatillas deportivas de color blanco, de las que no fui capaz de adivinar la marca porque estaban tan gastadas que resultaba difícil identificar. Me sentí fláccido, y aún así me dirigí hacia ella en cuanto la vi parada delante del estanque observando paciente a los patos, haciendo tiempo, alargando cada minuto. Soy una respuesta inconsciente a lo que me sucede. Pero ahora, después de haber sentido todo lo que llega inesperadamente, no puedo reprocharme las actuaciones menos comprometidas. Durante las noches más solitarias que he vivido, he dejado de imaginar como hubiese sido mi vida de haber hecho todo lo que se esperaba de mí, si hubiese actuado conforme a lo que se había diseñado. ¡Ojalá la vida, se tratara nada más que de un balanceo! Pero el momento presente me impone el hundimiento, y dejo ir, buscaré el fondo si es necesario, aún resistiendo a la falta de deseo. -¿Conoces esos patos? –pregunté con artificial interés para inmiscuirme en un pensamiento en el que también querría bucear. -No entiendo nada de patos –sonrió con una sola sonrisa, no del todo forzada, pero firme. -Yo tampoco, pero te vi tan interesada. Tienes mirada de experta cuando miras fijamente. Hasta yo me siento descubierto cuando me miras. –temí haber dicho algo que comprometiera la opacidad del pensamiento. Soltó una pequeña risa, y se distendió, y me pareció que yo también me sentía más cómodo.

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-¿Y Merica? -De nuevo se encuentra ligeramente mareada. Lo de esta mañana parece que no se trataba de algo pasajero, si le sube la fiebre tendremos que llamar a un médico. Se lo he dicho, que sería lo mejor, pero no quiere médicos cerca. Hasta que no se encuentra realmente mal, no quiere ni oír hablar de ellos; aguanta con todo. -¿Pero bajará para cenar? Después de todo, ese es el gran momento de la reunión, la gran celebración. Todos debemos estar, ya que hemos venido debemos hacer un esfuerzo. -Ya, depende de cómo se encuentre. No puedo decirte más. Acababa de quebrar mi hipnotizada dedicación. Yo venía derramando, casi suplicando un poco de atención y hablar de Merica no me ayudaba. Marily seguía intentando parecer desentendida: me puse tan cerca de ella que podía oler la blancura de su piel cayendo por el cuello alargado. Era un momento de un silencio delicado. Lo habría dado todo por permanecer así eternamente, embriagado por la nerviosa sensación de estar haciendo algo incorrecto. No hizo ningún movimiento, no me miró, pero tampoco comenzó una reacción que pudiera identificar como evasiva. Había encontrado un calor ilimitado y en cualquier momento tendríamos que decir algo, no podríamos seguir así indefinidamente por mucho que lo deseáramos. El valor de un roce me aceleró el ritmo cardíaco, hizo que sintiera sus nalgas flotando, hubiera creído que lo soñé y ella hizo como que no se dio cuenta. Todo estaba en calma, si alguien hubiera salido del hotel lo hubiéramos notado porque la puerta se golpeaba y la oiríamos desde allí. La situación, sin embargo estaba absolutamente descontrolada, porque cualquiera podía asomarse a una ventana y vernos allí delante, aunque sólo pareciera que hablábamos, demasiado cerca el uno del otro, como para no pensar en secretos y confidencias más propias de dos amantes que de dos simples conocidos. Así era, demasiado cerca para dos distanciados conocidos, ni siquiera podíamos decir que nos conociéramos lo suficiente para considerarnos grandes amigos. Había seguido su huella y hallado en ella un hueco que me faltaba por identificar: como cuando te muestran un alimento de un país exótico, desconocido, y descubres que existía en ti un sabor identificable que nunca se había revelado. En el momento de la vida que me tocaba vivir, Marily representaba una desconocida nueva sensación, nada que antes hubiese llegado a memorizar y seguía expeliendo ese olor a gel de baño aromatizado con frutas tropicales.

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Miré el exquisito cortante filo de su excitación. y prolongué un segundo más esa tortura. Obtenemos de nuestro consuelo una locura cómplice que espera algo más, exprimí, sin un solo movimiento involuntario, el final de aquella proximidad artificialmente creada. Quizá esperé una acogida, una mirada, una señal que no se producía, pero tampoco la huída. Excediéndome en toda la confianza que dos seres como nosotros, en las circunstancias en que nos encontrábamos y con el estado de ánimo insuficiente para una conversación animada, dije algo corto e intranscendente acompañado de un gesto de algo que podría parecer... camaradería, y apoyé mi mano izquierda sobre su cintura y la dejé como muerta, la dejé ligeramente caída como deseando atraer su glúteo hacia arriba: y continuó inmóvil, silenciosa, bloqueada, sin estimar la cercanía a la que la había obligado. La expresión de mi mano conteniéndose sin abandonar del todo su cintura, era una demostración clara de la intención y dedicación que alimentaba y de la que debía desconfiar, si es que ella en ningún momento había pensado de la misma forma. Me retiré en silencio, como si hubiese comprendido, dejando caer una cortina de sugerencias sin respuesta y entré en el comedor. Todo estaba recogido y en orden, Mariuse realizaba su trabajo concienzudamente, y ya no quedaba rastro de las protestas que habían tenido lugar en la puerta y que tanto le habían molestado: después de todo habían sido sus compañeros durante años, y al reducir personal ellos se habían dedicado a protestar con aquellas pancartas, que sólo Dios podía saber de donde las habían sacado. Se pasaron toda la tarde delante de la puerta, haciendo sonar un megáfono y exhibiendo su rabia, insultándolo y dejando claro que el ruido servía también para eso. Me estuvo contando todas aquellas peripecias, y de cómo los observaba sin ser visto detrás de las cortinas, y de que tuviera que llamar al dueño del hotel que residía en el extranjero para pedirle consejo. Entonces me convenció, no de una forma explícita, sino por lo que se desprendía de su discurso, de que el día que él dejara de trabajar allí, el hotel se vendría abajo, se derrumbaría como un castillo de naipes. La opinión se somete a la pobreza con resentimiento indignado, las últimas manifestaciones de los empleados que se habían quedado en el hotel sin trabajo, así lo acreditaban. La opinión sometida a las grandes posesiones es aún peor, no es libre. Mariuse no era una persona tan afortunada como para poder decir que sus pertenencias superaran su criterio, pero escucharlo hablar de tal o cual cosa era tan subjetivo, tan previsible, que no me sorprendió cuando me preguntó por Pandrita y me explicó que debía portarse con exquisita corrección ella porque no era como los demás. Había reconocido no sé que marca de estilo en la mujer que abandonara a su marido cuando más la necesitaba, y que a pesar de eso, era reconocida como toda una exquisita dama dispuesta a sacar adelante los problemas del mundo, con su práctica conducta de miembro 37


solvente de la alta sociedad. Según Mariuse, podría reconocer en todos nosotros a los que tienen ese don, o a los que carecen de él, de un solo vistazo, y por mucho que intentaran confundirlo con una forma de vestir apropiadamente marcada por unos grandes almacenes, cara, y dispuesta para tal ocasión. Pandrita parecía a sus ojos lo más selecto que teníamos y era nuestra obligación cuidarla, eso dijo. Pensé en preguntarle entonces que opinaba de mí, pero enseguida decidí que no me importaba en absoluto. Me di cuenta de pronto, como una iluminación de una parte de mi cerebro que usaba con frecuencia, y sonreí, Mariuse se parecía incontestablemente a un viejo amigo de la escuela, un compañero de la misma clase a la que íbamos después de los talleres. Aquel, se trataba de un muchacho largo y delgado, también en eso se parecían, y que tenía su propia idea del mundo de cómo salir adelante en él con toda corrección. En ocasiones, aquel muchacho, podía recordarlo ahora con nitidez, miraba a los profesores como iguales y hablaba con ellos de los otros alumnos, sus compañeros, como si por algún motivo que a todos los demás se nos escapaba, estuviera por encima de nuestra humilde categoría. Era como si él entendiera las coordenadas en las que se movía el sistema y lo que debía respetar, siempre dentro de una jerarquía que, siendo así las cosas, a él debía ponerlo en un plano superior. Buscaba las ideas necesarias para hacerme entender como debían ser las cosas, porque también Martiuse me consideraba un inferior, hasta yo podía notar eso. Comenzó a mover sus manos con soltura y su voz se volvía cada vez más firme, y como si se percatara de que se estaba desplazando inconscientemente a un lugar no deseado, volvió a ser el mismo y a considerar que, a pesar de ser muy superior a nosotros, debía aceptar la labor superior que se le había encomendado, y si para eso tenía que parecer servil, amable hasta el empalago y condescendiente con cualquier defecto descubierto, lo haría totalmente a ciegas. Vi acercarse a través del jardín a doña Margarida, levantándose con agilidad sobre las puntas de los pies a cada paso que daba. Se movía entre las cristaleras avanzado en un circuito de imágenes repetidas y recortadas por los parteluces de la puerta acristalada, hasta que su rostro estuvo tan cerca, que se dividió en cuatro partes de dos ojos y dos medias bocas. Se le acabó la fiesta, al menos ya no esgrime esa sonrisa inconsciente, y ese gesto de desorbitada felicidad, que la mantuvo rodeada de amigos durante la comida. Cuando estuvo más cerca la vio de nuevo con la claridad meridiana de esa misma mañana. Cuando se acercó hasta la habitación para saludarlos, y supo que si se dirigía directamente a él, con precisión y convicción germana, sin distraerse con nada, era porque, por decirlo así, estaba en “misión oficial”. Su rostro se había endurecido, había vuelto a ser el de siempre, aquella alegría desplegada la últimas horas no había respondido más que a un espejismo, y ahora tenía que volver al trabajo. Me dije que hay gente tan convencida de su rol y de su cometido en el estado de las 38


cosas, que se lo pierden todo, gente a la que con ver a la cara inocentemente, uno descubre que en la vida que nos toca, si hay algo que entender, ellos por su cerrada actitud no entenderán nunca. Y ya estaba de nuevo juzgando, haciendo juicios de valor, y criticando. Todo el mundo que me rodea parece inspirarme algún tipo de tara que nunca desearía para mí. Se lo contaría a Merica en cuanto me fuera posible. Yo sabía que ella se defendía contra las críticas a otros, cuando le llegaban desde un criterio tan subjetivo como el mío, pero, después de todo, ella también lo hacía. Ese parecía el deporte nacional, buscar los secretos que condicionaban la forma de actuar de la gente. Era extraño ver algún famoso de la farándula española en la tv, sin que alguien no especulara acerca de sus romances secretos, de su salud o de que tipo de vicios inconfesables se guardaba de hacer públicos. Ella debía estar en la habitación, tumbada sobre la cama, tan soñolienta como la había dejado, tal vez pensando en nuestra separación al día siguiente, o tal vez soñando con algo desconocido para mí, algún deseo que aspiraba cumplir y que había estado posponiendo porque no podía realizarlo mientras yo estuviera a su lado. La gente siempre se me descubre extraña por muy cerca de mí que haya dormido. Ya no manteníamos la alianza, ya no caminábamos juntos, ni siquiera en el paseo de esa tarde nos habíamos sentido unidos. -¿Estáis bien? –dijo sentándose a mi lado- ¿Necesitáis alguna cosa? -No, no necesitamos nada. -Te traigo una noticia sorprendente. Algo tan increíble que aún estoy conmocionada. Quiere veros. No bajará a cenar, ya sabéis, eso no es nuevo. Ella se arregla muy bien con el servicio de habitaciones; creo que le gusta teneros a todos ahí abajo. Es como si la tranquilizara. Y cuando todos hayan terminado, después de los postres, quiere subáis los dos. Creo quiere hablar con Merica, es mucho de dar consejos ya lo sabes. ¿Se lo dirás? ¿Subiréis? -Sí, por supuesto. Yo se lo diré, allí estaremos. El misterio se aclaraba. Liiria existía, nadie podría negarlo después de eso, y sentía tanta curiosidad que apenas dejaba de imaginar cómo sería, cómo habría envejecido, cómo sería su rostro después de tanto tiempo, y posiblemente, después de tanta cirugía. Entonces me entró una duda que me pareció otro gracioso desafío de mi imaginación, ¿y si se nos presentara con la cara cubierta de vendas y una voz dolida por alguna reciente operación? En ese caso, partiríamos de aquel lugar con las mismas torturantes dudas, y en mi caso, para no volver a pensar en ello jamás. 39


Todo quería entrar de nuevo en el orden establecido de unos años atrás, y todo había cambiado. Un suspiro interminable lo cubría todo, con el desánimo de la impotencia reprimiendo cualquier idea por muy novedosa que pudiera ser. El mundo no cambia tan rápido para nosotros. Se trataba de que habíamos decidido vivir en una interrupción del presente, que sucedía fuera de este grupo inmóvil, atascado en los caprichos de una anciana viuda de la que eran único motivo de alegría cuando de ellos necesitaba. Nos trataba con la olvidadiza condición que se le suponía, y de repente, volvía a nosotros, como si el tiempo no hubiese pasado, para recordarnos que nada había cambiado en nuestras relaciones. Para mí era una doble rendición, porque no era más que la lateral aspiración de un novio que ya, ni siquiera aspiraba a ser parte de derecho en la familia, y aunque así hubiese sido, nunca un familiar político llega al derecho de confianza de uno de sangre, ni aunque pasen un millón de años. El paso del tiempo no ha respetado nuestros acuerdos: nuestras formas de vida, inamovibles durante miles de años, al fin se han quebrado y todo empieza a cambiar hacia lo desconocido. Ya no tengo fuerzas para ser alguien diferente de quien soy, me ha llevado mucho tiempo convertirme en lo que ahora soy. Como la flor al sombrero. Otro de esos trucos coquetos que tanto la tientan y no respetan sus principios. Seguía sin sentirse del todo bien, pero bajamos a cenar a la hora, y aquel sombrero parecía intentar cubrir sus ojos intencionadamente. Ya se lo había visto otras veces, aunque no se lo ponía con asiduidad. No sé porque nos detuvimos un momento antes de entrar en el mismo lugar donde aquella tarde yo me había encontrado en Marily. Con precisión de gata lamiéndose antes de tumbarse al sol, cortó una pequeña flor blanca, a orillas del estanque y la colocó en la banda de fieltro gris que rodeaba la visera. No dije nada, no tenía que parecerme nada, no tenía nada que ver conmigo, era un gesto escogido de libertad personal. Yo puedo estar triste a veces. Es algo innato en el ser humano, de lo que ya nunca conseguimos desprendernos. Como eso que dijo la señora Liiria hace unos años, cuando me conoció y me revisó de arriba abajo, como si estuviera pasando un exhaustivo examen, “todo el mundo tiene algún tipo de vicio”, no de esa la palabra, tampoco “dependencia”, la palabra fue “adicción”. Sí, todo el mundo tiene algún tipo de adicción, algo que los resume y los representa, y los peores son los que son adictos al trabajo, porque reniegan de todo. No pude excusarme entonces, y no lo podré hacer esta noche, cuando subamos a verla, porque no le voy a decir que será última vez que acuda a una de sus inesperadas celebraciones. Merica lo sabe, puedo estar triste aunque no se me note, aunque nadie repare en ello, aunque viva confundiendo con mi espontánea sorpresa y que parece 40


incapaz de doblegarme a los sentimientos menos correspondidos. Nadie lo notará por fuera y sin embargo, por dentro, creo que puedo llorar. Llorar sin que se note, eso es lo que hemos aprendido a hacer el último siglo. Vemos gente que nos cuenta sus miserias sin pudor alguno a cambio de unos cuantos euros, pero no lloran, no al menos en público. No debo ser el único que ha experimentado y adquirido esta desequilibrada habilidad. La cena transcurrió como había sido de esperar, de forma desbordante y austera a la vez, si eso se puede imaginar. Una ilusión manifiesta embargó durante la primera parte de la interpretación de actores amateur, y todo hubiera sido así hasta el final si de vuelta de su desaparición Betty no hubiese irrumpido con la llaneza necesaria para reivindicar haber pasado también por el mundo. Era una mujer libre, ya lo he dicho antes, capaz de cualquier cosa porque nunca contaba con el qué pudieran pensar, y por eso se abalanzó sobre la superpuesta divinidad de hipocresías y pretensiones vanas. Por mucho que lo intentaran, ninguno de ellos pertenecía a la selección natural a la que se someten algunos hombres para alcanzar un estado de gracia que los diferencia. Pero ellos, luchaban, se desesperaban, competían por parecer privilegiados por algún motivo, con el que ni siquiera sabían si compartían finalidades. Todo se iba apagando y se hizo el silencio. Esto era lo que quedaba de la borrachera, la expresión maldita y prudente del “qué va a pasar ahora”. Entonces Betty mareada, Betty a trompicones, Betty ahogada en su llanto sardónico, se fue arrojando a una mesa, y luego a otra, y a otra. Así hasta que no pudo sostener más botellas de vino sobre su regazo. “Esto también es mío, y vosotros estáis borrachos de creer que siempre os van a durar las antiguas aspiraciones del ser humano, las aspiraciones de la burguesía y el refinamiento”. Y para terminar, se dio la vuelta y soltó una escandalosa pedorreta poniendo la lengua entre los labios a modo de trompeta mal soplada. Los directivos de la fábrica de ladrillos no salían de su asombro, mientras dona Margarida apuraba el resto del vino de su vaso en un intento de unirse a su enemigo antes de ser vencida por él. Marily no mi miró ni una sóla vez en toda la noche, y mientras Betty recogía las botellas de vino, bostezó como nunca antes la había visto, lo que a mis ojos hizo derrumbarse un mito. El resto intentaron disimular, hacer como que no entendían, como si les diera igual, o sencillamente no fuera con ellos.

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Surf rider – The Ventures

Creí encontrarme delante de la señora Havisham, justo en el momento en que Pip entra por primera vez en la mansión y mira el reloj parado a la hora en que la mujer fue abandonada, justo el día de su boda. Mi madre, en unos años se parecería al maniquí que tenía delante, estaría igual de desvalida. Aquello de que “todo el mundo tiene algún tipo de adicción”, también lo podría haber dicho ella. En unos días pasaría por la vieja casa, y pronto me mudaría a vivir incondicionalmente a aquel lugar. Sería curioso de saber que cosas se le pasaban por la cabeza, le había perdido tanto la pista y la había tenido tan olvidada, que ya no sabía que tipo de persona podía decir según que cosas. Pero no, no tengo ninguna crítica que hacerle en estos momentos. Es posible que dentro de un tiempo, cuando esté instalado y empiece a sentir la exigencia de sus miedos en plena noche, el miedo a la muerte creando delirios, entonces tal vez sienta que no puedo, que no he nacido para servir a los propósitos de conocer la vida, sus realidades más crueles, y el final al que estamos llamados y que he intentado olvidar por todos los medios. Seguía sin poder moverme, quedé clavado en la entrada a la espera de que Merica terminara de saludar al trozo de piel que se amontonaba sobre la cama. No parecía que hubiese huesos, la imaginación no me permitía ir más allá de una chaqueta con la que una vez se había cubierto y que habían arrojado en aquel lugar para que la saludáramos. Tenía el color marrón claro de esas chaquetas de flecos de piel de camello marroquí que venden bajo precio en los almacenes del suburbio, donde da la vuelta el autobús. Si hubiese sido más joven, a esta idea habría añadido la de unos pieles rojas comenzando su tarea de desposeerla de su cabellera, en, esta vez, una céntrica peluquería de Madrid. Pieles rojas peluqueros a los que uno se confía y terminan por separarlo de todo su cuero. Pero yo ya no era tan joven, y la otra idea que no cesaba en su hormigueo era la de los cirujanos plásticos. Mi desvarío duró lo que un giro de cabeza, y me perdí en la arboleda cercana de una mirada huidiza que mandé a través del cristal de la puerta del balcón. Merica se inclinó y la besó con todo el respeto que se le debe a las ancianas de la familia, podría haber sido su madre o su tía. Los cirujanos plásticos habrían empezado a cobrar una cantidad fija por los dos primeros huesos que le quitaran, y eso se fue complicando al desmontar la estructura que sostenían con maderas, entonces la tarifa subió, y el último hueso costó como un viaje más allá de la atmósfera, sólo por ver la tierra

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desde afuera. Después quitaron los palos, y quedó ese trozo de piel sobre la cama. Me quedé aislado, en la más completa soledad, con el único consuelo de la visión que no conocía desde aquel ángulo del hotel. En la inmensidad de mi sentir, ahogue cualquier voz que deseara salir de mi garganta y permití que el mundo transcurriera como si yo hubiese dejado de existir definitivamente. Doña Margarida asistía a la escena al lado del cabecero de la cama, y a pesar de su discreción ausente, formaba parte de ella, parte del cuadro que hubiese nacido. Ya ninguna inadecuada piedad iba a salir de mí, todo era mucho más natural desde que conocía mi destino. Nada de apariencias, nada críticas, nada de compararse, nada de felicitarnos por no ser como los otros. La falsa hipocresía que había estado representando desde que llegué se terminó al entrar en aquella habitación. Al menos podrían haber jugado con el vacío, admitir los motivos por los que la extraña familia seguía acudiendo a su llamada y ofrecer un nuevo y repentino motivo para seguir venerándola. No podía enfadarme con ella aunque me lo propusiera, no se forzaba a nadie, era necesaria la voluntad de desear unirse al delirio de los moribundos y cruzar el umbral por voluntad propia. No se trataba de una fiesta tal y como se nos expresa y coge representación en nuestra imaginación esa palabra. En todo caso, y el matiz es importante, se trataba de una fiesta de maduros y ancianos, unos sorbiendo zumos con sus pajitas, y los otros bailando sueltos en un intento patético de no parecer hare krishnas, repitiendo un mantra mientras alzan los brazos al aire y se retuercen como serpientes. Me pareció que se sentía decepcionada, podríamos haber mostrado otra emoción más comprometida, pero nosotros también estábamos pensando en nuestras cosas. Podríamos haber aparecido como una pareja feliz encantada de estar, de nuevo, con la familia. Tampoco íbamos a descubrir nuestros planes de separación, yo no lo iba a hacer, y como creía conocer a Merica hasta ese punto, creía firmemente que ella también deseaba guardarse sus cosas hasta la próxima ocasión, lo que podría ocurrir en unos años. Podemos parecer, a los ojos de extraños, como dos inocentes hijos del destino, suplicando por un poco de atención. Es lo que se espera de los grandes hombres y mujeres, que nos presten atención, que nos miren y nos reconozcan como parte de éxito, no pedimos más. También cumplíamos con nuestro deber, no podía ser de otra manera, hay cosas que hay que hacer sin excusas. Cumplíamos con nuestra honrosa presencia, con la debida reputación que hay que mantener y en menor medida, con el aprecio que le teníamos a pesar de que apenas nos reconocía y no de que posiblemente ni se había acordado de nosotros desde el último encuentro.

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¿Se puede amar a un trozo de piel sin sentimientos? Supongo que sí, sobre todo si es una piel parecida a la nuestra. Todos envejecemos, formamos parte del deterioro y asumimos las señales que se forman como muescas sobre las partes más dolidas de nuestro cuerpo desnudo, pero aquello era demasiado, éramos observados por un cuero que intentaba hablar y comunicarse con nosotros en algo más que un sonido rasposo, un cuero consumido con aspiraciones guturales que se parecían a un vocabulario. Duró poco, se congratuló de nuestra juventud y en ocasiones la creí adivina. “Sería una pena que os separarais, hacéis buena pareja”. La gente dice cosas que no piensa, son frases hechas que se repiten una y otra vez, y que resultan de alguna comodidad en un tiempo en el que pensar llega a resultar una actividad penosa. Fuimos demasiado jóvenes para sufrir. Es un aspecto de la vida del que nos damos cuenta demasiado tarde, con el paso de los años el dolor se va haciendo mayor, crece como una válvula en la garganta, se hincha y apenas nos deja respirar. La vejez representa todos los dolores de nuestra vida que se han ido acumulando y frente al que sólo hay una salida, volvernos insensibles; lo peor que nos puede pasar. Debemos bajar la intensidad de nuestras emociones, la percepción de todo lo que nos hace vivir también tiene que ver con el punzante desgarro que representa. Ella también tiene un aspecto... Algunas personas, ante la inmediatez de su separación, se animan, se visten mejor y hasta canturrean. No nos está pasando a nosotros, y me quedo mirándola con ojos que comprenden. No la quiero imaginar dentro de unos años con la raíz blanca empujando un pelo teñido de caoba. Tuvimos sueños, y antes tuvimos otros diferentes, ahora no encuentro otros que me sirvan para afrontar lo que viene. Sin sueños la vida no vale nada, y hay gente que se empeña en vivir tan deprisa que termina con todos sus sueños en el tiempo que se tarda en arrojarse de un puente a un río helado. Nadie se va a tirar a por ti para ayudarte porque tu te habrás congelado antes de que él llegue. Merica, vive despacio, no soportaría una mala noticia en tan breve espacio de tiempo. No tengas prisa, recupera la osadía de soñar, y deja que la acción pase a tu lado sin sacrificar tus nuevas demandas, la exigencia que te haces de conseguir lo imposible. Dame tiempo, yo también tengo que acostumbrarme a estar solo, no montes un aire que te eleve sobre la falda y te ponga boca abajo. Los míos, los sueños que olvidé, creo que podré recuperarlos, porque no soy una persona demasiado exigente, y me conformo con pequeñas cosas: aprenderé a vivir con unas aspiraciones como las que antes tuve, las que no me llevaban muy 44


lejos y me permitían la protección aldeana a la que pertenezco. También nosotros, los que tenemos miedo de todo, nos atrevemos a soñar. Sí, ya te lo he oído decir otras veces, son aspiraciones estrechas, mezquinas, que casi no tienen nada que ver con vivir; ya no quedan héroes. No puedo enfurecerme, no tengo tanta fuerza. Lo haría con doña Margaría, parecía que disfrutara con todo eso. Estaba inmóvil, como una columna de piedra granítica asistiendo a todas las conversaciones sin que nadie pudiera objetar nada. De eso es de lo que estábamos hablando la noche anterior al referirnos a ella, Merica me daba la razón, doña Margarida parecía portar una máscara plastificada. No hacía ni un gesto, su cara era completamente inexpresiva, y sin embargo, una maliciosa sonrisa parecía que emanaba de sus labios: eso pasa a veces, supongo que es producto de la imaginación. La expresión de la conformidad, de no poner en cuestión su vida, disfrutando con otras desesperaciones. No podía enfurecerme con doña Margarida pero su presencia era irritante, su corrección me contrariaba. Convendremos nuevas desapariciones, nuevos curiosos y florecientes abandonos. Cada uno por su lado convendrá consigo mismo, no interferir en los asuntos del otro, e intentaremos no frecuentar los mismos sitios, no encontrarnos físicamente, porque en mente estaremos en la sintonía de evitarnos y no reconocernos si por un error nos encontramos y uno de nosotros va acompañado. El riesgo de amar es olvidar que envejecemos. Liiria, la señora que se ya no podía mantenerse en pie sin ayuda, y que debía ser puesta con cuidado sobre la taza del váter porque ya no podía valerse sola, había sido una mujer muy ardiente en su juventud, y hasta no hacía tanto se la había relacionado con algunos hombres que iban con ella sin más, cuando ella se lo pedía. Eso le hacía olvidarlo todo, y se desesperaba pensando que podía llegar a perder el interés que despertaba en esos hombres. -Ya les dije que no era un problema en absoluto. Se expresa con dificultad, pero reconoce y responde con lucidez –dijo dola Margarida cuando salimos de la habitación-. ¿Partirán mañana? Algunos de los invitados han manifestado su deseo de quedarse unos días –supuse que se refería a los directivos de la fábrica de ladrillos. -Sí, saldremos mañana, aunque podríamos quedarnos, se está tan bien aquí, tan aislados de todo –respondió Merica, dando por supuesto que el aislamiento era un valor muy codiciado en estos días. -Ustedes son aún jóvenes, y pueden ir y venir con toda libertad, sin ataduras. Es lo que busca la juventud hoy en día. 45


-Algunos sí, viajar en solitario, sin compromisos. Pero tiene que llegar un momento en que las raíces sean lo único que nos sostiene. Lo más difícil no es convencerse uno de algunas cosas... Este era uno de nuestros problemas. No pensábamos igual en todo, eso era evidente, cualquiera puede suponer que nadie lo hace. Siempre hay diferencias y una de las nuestras era que no podíamos desprendernos de nuestra antigua forma de ver las cosas, para pasar, juntos, a establecernos. Lo dije sin pensar, lo solté tal y como me vino, impulsivamente, y fue como un reproche que a Merica la hizo mirarme. -La señora Liiria me pidió que les transmitiera, que nada le gustaría más, que en la próxima ocasión ustedes vinieran acompañados de su bebe, que le haría una gran ilusión que tuvieran un hijo y poder conocerlo antes de morir, porque últimamente parece obsesionada con esa idea y ya está muy viejecita. Nos estaba poniendo en una posición difícil, pero aún no íbamos a decirle cuales eran nuestras intenciones. No se trataba de una persona de la que se pudiera decir que era ingenua, y tampoco teníamos la mala conciencia de estar engañándola, no debería sentirse así cuando lo descubriera, eran cosas que pasaban en la vida y se comparten o no, dependiendo del momento y de la persona, supongo.

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I love my monsters – The Voronas

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El tren acaba de partir, Merica se subió a él y me dijo adiós sonriendo desde la ventanilla. Desde el lugar que me encuentro puedo ver mi auto perfectamente estacionado, no hay prisa. Estoy solo, soportando la inmensidad del mundo abriéndose para despedazarlo todo. No era capaz de desprenderme de la sensación que me anclaba al andén. Recibía cada recuerdo como un escalofrío, amontonándose sobre el siguiente, sin orden, sin conclusiones. En la melancólica y maldita pérdida que me invadía no había transición, no había descanso ni posibilidad de evadirse. ¡Evadirse! Como si eso fuera tan sencillo en tales circunstancias, lo último que me quedaba de ella era el lugar en el que se acababa de realizar la despedida, no era cosa de dar media vuelta y pasar página sin más. Todos esos pensamientos confusos estuvieron relacionándose los unos con los otros sin lógica alguna. En un momento así, un gesto de altivez no hubiese venido mal, un reproche acerca de su forma de vestir, de sus opiniones políticas, o de sus manías, algo a lo que aferrarme. Ella había asistido cuando la reclamaba para todas mis ceremonias, al principio, con debida inclinación a conocer de que se trataban mis costumbres, asumiendo que era importante no perturbarlas, después, cuando la novedad fue bajando su intensidad, intentó crear sobre ellas un estado de conformidad que nos tuviera a los dos viviendo sin apenas apreciar cambios. Hemos ido montándonos en una vida rutinaria que no era tan desagradable, al menos a mí no me lo parecía, e inapreciablemente asumiendo nuevas pequeñas costumbres, nuevos quehaceres y pequeñas escapadas que nos integraban en un entorno poco hostil; el de los vecinos. Ya al final, estábamos necesitados de nuevas ceremonias, o era ella que estaba necesitada de incumplidos compromisos. No lo sé, prefiero no entrar en esa parte, porque ahora que ya no formamos el mismo lado de una cosa, podría empezar con aquello que era nuestro mayor entretenimiento suponer acerca de la gente, despellejar su forma de vida, aventurar sus necesidades y donde las buscaba. No, no debía aún, pero más adelante, cuando me sintiera más desprendido tendría que reafirmarme, redimirme, y empezar a considerar que la vida que vale es siempre la presente. No soy tan valiente para una fidelidad indefinida. Miré a las nubes y temí que empezara a lloviznar de nuevo, no me gustaría que mi cabeza albergara esas cosas viscosas, y tampoco me gustaría recibir la noticia, ya de vuelta en casa de mi madre, de que Merica se encontraba grave y que atribuían su convalecencia a esa contaminación que terminó por colarse en nuestras vidas irremediablemente. ¿A quién vamos a culpar ahora? La cuestión del abandono, sí esa cuestión tan infantil reproducida por la lástima que sentimos de nosotros mismos hasta la vejez. No sé por qué creo 47


que no hay almas valientes capaces de asumir su condición de adulta convencida. Es posible que exista ese ser valiente que cada uno de los días de su vida mire a la muerte a los ojos y diga, otro día más aquí me tienes esperándote. Desde luego ese no era el caso de doña Liiria, deseando ser besada, solicitando una caricia en sus partes más derretidas, el lugar donde segregaba la pus de la superioridad que se resiste a creer en su mortalidad. De qué me había valido ser tan condescendiente con todo el mundo, se tan austeramente comprensivo, como si me hubiera caído en aquel lugar de privilegio desde el desagüe. Una vez nos pidió que nos sentáramos a su lado en la mesa, eso tenía que significar que nos otorgaba una cierta importancia en medio de la caricatura a la que pertenecimos hasta ese momento. En verano, desde este lado del mundo se escuchan crujir las hierbas secas. Al otro lado de la puerta hay una sala húmeda en invierno, pero fresquita en verano. Allí se despachan los billetes, pero también se descansa de siglos de reposo, del sosiego infinito de una estación sin movimiento, casi un apeadero sin reclamo de interés más que un pueblo que lucha por retener un turismo que agonizó ya hace años. Cuando perdí la visión de la sierra sin dientes mordiendo la vía, supe que nada volvería a ser nunca como hasta entonces. Di unos pasos en dirección a la puerta y el eco se volvió desvaído, me detuve sin fuerza y reconocí a mi espalda el ruido de un celofán. Alguien estaba cortando y engurruñando un celofán que se resistía y se volvía a abrir continuando con un ruido sugerente. Allí estaba Marily, mirándome con una medio sonrisa mientras cerraba las manos sobre aquel envoltorio del que parecía disfrutar. El juego aún duró unos segundos, como si disfrutara observando mi reacción ante aquel abrir y cerrar de manos. Sobre su regazo sostenía una caja de bombones, y me acerqué poquito a poco, sin prisa, y sin entender del todo. La nada otra vez, murmura el temblor, titubeo, me paro, reacciono más cargado de emociones de lo que desearía en este momento. Es como si de pronto temiera perder esta corriente que no sé si ha venido para juzgarme. Si no estuviera encapotado este cielo es luminoso, lo he visto otras veces, y se va volviendo más claro a medida que avanza el día. Pero es por la mañana, y no debo esperar que se despeje, y que de repente sean las ocho de la tarde, y que esta escena se vuelva ámbar, como los tallarines de huevo poco antes de ponerlos a hervir. Este, desde luego no es el mejor momento para pensar en comida: o sí, porque deseo abrazarla aunque sé que eso no se producirá. Hambre de abrazos. Soledad de abrazos necesitados. La necesidad de abrazos te abre el pecho y quieres meter a la gente dentro, sin esternón, entre costillas y muy cerca de un corazón que transpira la sangre más viscosa que nunca nadie haya conocido.

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-Resulta inquietante que estés aquí- dije sin resistirme al deseo de que la conversación durara infinitamente. Ya no sentía la profunda tristeza del adiós definitivo, pero estaba como dopado, algo que no me permitía abrir los ojos del todo, como si me hubiesen puesto uno de esos gorros picudos de gorrino que se le ponían a los niños en la escuela para ridiculizarlos delante de sus compañeros. Sólo me faltaba ponerme de rodillas con una enciclopedia en cada mano. -Ven siéntate un rato, no te voy a hacer nada malo- por primera vez empecé a creer que había algo perverso en la sonrisa de Marily, algo que no había visto hasta entonces y que posiblemente me había enredado en un juego estúpido. -¿Tú sabías que se iba? –pregunté -Sí, ella me lo dijo -volvió a mirarme sonriendo. -La mueres se lo cuentan todo supongo. Debe ser una más de sus estrategias. Cuando dos mujeres buscan un momento para estar solas ya nadie está seguro, pueden decir cualquier cosa, no importa si se equivocan y a los cinco minutos cambian de discurso y dicen todo lo contrario –se rió escandalosamente. -¿Te vas a emborrachar? -¡¿Lo qué?! Parece que ustedes disfrutan con esto. La mujeres en general quiero decir, la guerra de sexos y todo eso. ¿Te gustaría verme borracho? Estoy abatido pero no me voy a emborrachar. Los revolcones que nos da la vida hay que encajarlos, forman parte de uno. -No, no nos lo contamos todo. De jóvenes tal vez sí, pero no ahora. Nos sugerimos cosas, hacemos preguntas veladas, y tampoco nos gusta demostrar demasiado interés, igual que les pasa a los hombres. Somos algo más sutiles eso sí, y algunas cosas, no hace falta ser adivino... No solía cuidar mis cosas, y de eso aprendí que con el paso del tiempo todo necesita alguna ayuda para seguir sirviendo. Me da miedo tener cosas porque cuando se rompen me deshago de ella, aunque sirvan con un pequeño arreglo: Es algo irracional, nadie puede estar de acuerdo con una cosa así, pero soy incapaz de luchar con el paso del tiempo, me siento estafado. Allí estábamos, ella sentada en un banco de piedra adosado al muro de la oficina de la consigna, y yo de pie, a su lado, con las manos en los bolsillos, pero deseando que se levantara y me hiciera alguna monería. Ella

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sabía que podría romper el cristal que nos separaba con un chasquido de dedos, pero no lo hacía.

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