De una vez más sentimientos

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De Una Vez Mรกs Los Sentimientos


Ludvesky Enero de 2014 De Una Vez, Mรกs Sentimientos



21 de Enero de 2014

Ludvesky

1 De Una Vez Más Sentimientos Para poder asistir a la fiesta de Irenes Fargus había que conocer primero a su madre, la señora Dorit, y como segunda condición inequívoca no podía caber duda alguna acerca de tu procedencia y tus intenciones. El hombre que pensara que alguna vez podría llegar a hacer feliz a su hija Irenes debía someterse desde muy joven a un exhausto control de parentesco y estar dispuesto a responder a todas las preguntas que Dorit quisiera plantear, sin que ello le diera derecho a pensar que lo estaban sometiendo a un interrogatorio o algo parecido. Como candidato, cualquiera de los chicos que acompañaban a su hija, perderían cualquier oportunidad si no respondían a sus preguntas sin dejar en todo momento de exhibir una sonrisa o si tuvieran la falta de delicadeza de hacer algún comentario acerca de lo desagradable que había resultado la entrevista. Y desde luego lo era, las preguntas de las señora Dorit era comprometedoras, algunas insolentes, y otras, la mayoría de los chicos, ni siquiera las entendían. Yo había pasado toda la noche con Irenes en su habitación y habíamos intentado no hacer ruido, era algo que ya habíamos intentado otras veces, pero aprendíamos con rapidez. El ansia por aprender no me resultaba extraño en aquel tiempo, y no era precisamente un muchacho disciplinado. En lugar de estudiar, hacer deporte y atender a las necesidades de mi familia, me dedicaba a andar todo el día en los billares, ensayando con mi banda, pasando las horas en el parque del instituto o haciendo paseos románticos con mi chica. No era precisamente el tipo de chico que una madre quiere para su hija.


Con unas cuantas reuniones en casa de mi posible suegra, enseguida “le pillé el tranquillo” y debo decir que guardo el estimable record de haber sido el novio que más le duró a su hija, antes de que se casara con otro -así son las cosas-. El amor siempre se cuelga del cuello, y no suele evitar la caída, siempre lo hace de una forma o de otra. Pero debían ser la lecciones adecuadas, porque me comporté con extrema formalidad y delante de ella jamás solté una palabra mal sonante, eso o que el hecho de ser huérfano de padre y madre y de vivir con mi abuelo lisiado hubiese conmovido hasta el corazón más rocoso. Mis ojos decían, “soy adecuado para ella”, la mayoría de los alumnos del instituto sabían que no, pero no llegaron los rumores hasta aquella familia intocable e impecable, hasta algún tiempo después de que, Irenes y yo, ya hubiésemos roto. No pude volver a ver a la señora Dorit a los ojos y durante mucho tiempo mantuve la superstición de haber sido objeto de alguna maldición desde aquella señora.


No era yo un experto en el arte de la simulación y debía sentirme muy a disgusto en tal situación, pero si de actuar depende seguir con la chica que más te ha gustado desde siempre, y más a edad temprana, pues uno de hace actor. Yo pensaba que en algún momento avanzaría en la necesaria confianza y entonces todas aquellas exigencias se irían disipando, sin más, como se disuelve el humo en el aire. Nunca nadie iba a ser tan bueno para la hija de la señora Dorit como ella deseaba, pero yo me había planteado parecerlo, y “daba el pego”. Nunca discutí con Irenes, debo decirlo, yo deseaba la continuidad por encima de todo y el esfuerzo fue descomunal, pero si algún terrible capricho se interponía entre nosotros entonces adoptaba la postura del que posee el tiempo necesario, lo dejaba pasar, y daba resultado. La inmortalidad se nos manifiesta en los enfados más tontos, dejamos pasar tiempo, creemos que podremos soportarlo, pero en algún momento aceptamos que un no puede durar indefinidamente y la reconciliación comienza. La duración de los enfados me había dado hasta aquel momento una idea más o menos apropiada del aprecio que me habían tenido mis novias. Posiblemente las chicas que más nos han querido son las que han tenido menos en cuenta nuestros defectos y caprichos, y se les pasaba casi inmediatamente cualquier enfado. Ésto no sucedía con Irenes, sus enfados se alargaban como el rencor, se encerraba en su habitación y pasaba días sin querer verme, pero yo lo resistía todo -no me considero un héroe por eso, lo hacía porque era mi conveniencia-, no la atosigaba, esperaba con paciencia, y sobre todo, nunca discutía con ella; finalmente ella hacía alguna maniobra de aproximación, obviaba hablar del motivo del enfado y seguíamos adelante como si cualquier cosa, ¿no les parece sorprendente? Toda vivencia, aún vista a tanta distancia como la historia que quiero contar, tiene algo nuestro, inseparable: son historias unidas a nosotros por recuerdos imborrables, y cada vez que Irenes me abría la puerta de su habitación y me escondía hasta que sus padres se acostaban y se dormían creaba en mí una impresión que aún hoy, tantos años después, es difícil de olvidar. En la necesidad de ser aceptado por la familia me inventé que vivía con mi abuelo, un hombre lisiado, veterano de la guerra del golfo, pero no en cuanto a mi orfandad, porque mis padres habían muerto unos años antes en un accidente de automóvil. En realidad, mi abuelo perdió su pierna una noche de juerga, que terminó en desgracia cuando, en estado de embriaguez, jugando con una máquina apisonadora, cayó justo delante y le aplastó la pierna hasta la rodilla: apenas quedó algo parecido a una ceniza imposible de utilizar para un reconstrucción. Mi abuelo había servido durante una temporada en el centro de instrucción, pero jamás había estado en la guerra. Y bueno, a veces dormía en su casa, pero también en la residencia de estudiantes, así que tampoco era muy exacto que viviéramos como una familia. No me avergonzaba de él, ni rechazaba nuestro parentesco, pro maquillaba un poco su historia, y a Dorit la idea de llegar a conocer algún día a un veterano de guerra la volvía loca. Después de aquello bajó la guardia, y estaba dispuesta a reconocer que los jóvenes siempre tienen algún defecto que podría soportar. Quisiera saber hasta que punto establecía mi compromiso con Irenes, que es tanto como decir hasta donde llegaba el amor y la pasión que le profesaba. En ocasiones nos dejamos llevar por el deseo sin pensar que tal vez nos duela hasta que deja de


parecer superficial, pero, tal vez, no lo hemos planteado para que dure. Por este interés que de pronto me surge, sé que yo he sido muchos otros que se parecen al que ahora soy, pero no eran el mismo, y que en aquel tiempo no diferenciaba el amor verdadero de una simple atracción o de una incontrolable calentura. Yo no tenía nada que perder con todo aquello, al contrario, me sentía muy alagado porque la muñequita que tenía entre mis brazos era digna de ser envuelta en celofán colocada en una repisa y que todos se pasaran el día contemplándola. Por otra parte su familia era de las mejores en el área, y aunque algunos escapaban de familias así, yo sentía que me daba una categoría que no merecía. Visto con la necesaria crueldad y exigencia, yo podía pensar de mi mismo que me estaba aprovechando de la situación sin ningún pudor, pero lo cierto es que vivía el momento, no había partido alguno que quitar a cambio, más que disfrutar de la novia más bonita que nunca tuviera, pero en eso el intercambio debía considerarse de igual a igual, a ella le gustaba que la adoraran a cierta distancia pero también que la tocaran si era preciso. Ayer volví a ver a Irenes, apenas podía entender lo que estaba pasando. Podía reconocer su cara a pesar de que han pasado veinte años, y veinte años después, la cara nunca es la misma, de ninguna manera tiene los mismos rasgos, pero me resultaba familiar, así que insistí mirando y entonces habló con el hombre que la acompañaba (demasiado joven para ser su esposo, al menos el esposo que yo le había conocido) y al escuchar su voz la reconocí. Era ella, era Irenes, la muñeca que me hubiese gustado cubrir de celofán y ponerla en una aparador para que todo el mundo pudiese venir a verla.

Unos tipos me buscan para que les pague una deuda, algo bastante importante, tan importante que mi vida corre peligro si me encuentran. Si no me hubiese escondido tal vez se contentarían con romperme las piernas, pero no ha sido así. Ellos creen que he desaparecido para siempre, y para no pagarles, por eso corro peligro de muerte. No


se trata de una alucinación, tenía algunas deudas y me prestaron el dinero. Sé que me buscan. En los términos que yo manejo fue una idiotez quedarme mirando a Irenes, incluso seguirla hasta el aparcamiento. Salí de casa porque no me quedaba más remedio, pero debería volver inmediatamente, sin hacerme muy visto.

2 Ya Se Sabe Condenado Sólo podía mirarla con respeto. Como me decía lo que debía o no hacer, y yo obedecía con eficacia, en mi se desarrollaba la falsa conciencia de que hacíamos un equipo indestructible. No era un equipo para delinquir pero sí para engañar, y engañábamos a su madre principalmente pero también a otros -Irenes había empezado a engañarla mucho antes porque ya no era la princesa que todos suponíany la enorme mentira que estábamos montando tenía que explotar más pronto o más tarde. Mentiría si dijese que todo aquello no me daba miedo, y no sólo miedo, el vértigo de que Dorit pudiera descubrir todos nuestros engaños era grande. Puede que nunca en mi vida haya tomado una sola decisión inteligente y estable, y que a los oídos de gente que no me conoce suene muy extraño y les anime en la dirección de la desconfianza, y sin embargo cuando asumimos nuestras vidas, debemos hacerlo hasta en los extremos más sórdidos. La comparación no debe existir en el resumen de una vida, son demasiadas cosas, unas compensan a las otras y las circunstancias y los retos son tan variantes y las afrontamos de maneras tan diferentes, que no sería muy justo entrar e visiones más amplias. Si me planteo ahora todo esto lo mismo existe algún tipo de desconocido remordimiento en mi, no sólo por hechos acontecidos a lo largo de una vida sino por donde me han llevado. En la estructura de nuestros proyectos no siempre estuvo clara la continuidad. El disgusto que se llevó la señora Dorit cuando descubrió que yo no era quien ella creía, ni le daba la categoría que necesitaba su hija, fue profundo. Podría haber llegado durante años a su chalet y haberla visto en bikini, tomando sus combinados, mojando los pies en la piscina, recomponiendo la toalla sobre la tumbona, poniéndose crema solar, leyendo una revista, bajando las gafas para verme entrar mientras levantaba una mano para saludar, y demostrar total confianza cuando yo pasaba a su lado y seguía hasta la habitación de su hija sin inmutarme, sin que eso la inquietara en lo más mínimo. Después de descubrir algunas de mis mentiras -siempre creí que fue el padre de algún alumno resentido por estudiar más que yo y no encontrar recompensa adecuada a tanto esfuerzo. Y tenía mis sospechas, pero preferí no convertir mi vida en la rencorosa búsqueda del chivato oculto-, la señora Dorit se mostraba desolada, ya no salía a la piscina y estuvo esperando el momento idóneo


para representar su drama y no permitirme volver a entrar en su casa. Desde que empecé a notar aquellos ojos de odio, de rencor y de decepción, hasta que una noche se levantó y entró en la habitación de Irenes montando un escándalo, pasó un tiempo en el que yo ya me sabía condenado. Esperar a aquel momento que me causaba tanta vergüenza, fue para la señora una forma de saborear su desprecio. Podemos vivir sin pensar en las consecuencias, los momentos de placer más exacerbados sin apenas conocernos, en ese estado de éxtasis, y sólo de un modo fugaz, si hemos sido pillados en algún error inconfesable, volver a reconocer lo que de verdad somos, y bajar de semejante épico pedestal. Mi influencia sobre Irenes no llegaba hasta el punto de que me siguiera en mi desgracia, y me sentí tan abandonado que aquella noche vague como un perro solitario por los barrios más oscuros y sucios de la ciudad. Por fortuna la casa de mi abuelo tullido siempre estaba abierta para mi, y aunque ya no volvería a pasar la noche en la habitación de Irenes porque nuestra definitiva separación estaba escrita, la joven muñeca aún se avino a seguir teniendo un tiempo confundida a su madre y se pasaba muy tarde y cenaba con nosotros. Se volvía a casa a medianoche, después de que se la pasara saltando sobre mi cama, mientras el abuelo con su pierna ortopédica en la mano golpeaba el techo desde el salón para que no hiciéramos tanto ruido. Sólo es posible vivir bajo amenaza si comprendemos que las lineas que van desde el riesgo natural, al riesgo inducido nos van a encontrar en el medio, y que bajo esa comprensión, nuestros ojos se multiplicarán hasta cubrir nuestra cabeza, como si se tratara de una esfera más grande, cubierta toda ella de esferas diminutas moviendo sus pupilas sin cesar. Nunca he sido especialmente inquieto o falto de tranquilidad, el ansia por cualquier naturaleza, humana, inanimada o divina nunca me ha llevado hasta el punto de sacarme el sueño, y tanto es así que ahora que me encuentro en tan delicada situación no sé ver cual el verdadero sentido de la amenaza que se cierne sobre mi. Es precisamente esta terrible ignorancia de lo que debería importarme lo que me llevó aquella tarde en el supermercado a seguir a mi amor de juventud hasta la caja sin dejar de mirarla, extasiado por la contemplación de la belleza añeja, que a su vez me transportaba al recuerdo de la belleza juvenil, y embobado, ser plenamente inconsciente de que mi gesto devolvía la impresión de los que se plantan en un museo durante horas delante de una incuestionable obra de arte. He visto cosas más extrañas suceder en la vida real, las casualidades nunca son suficientes, y ya lo he dicho antes, no debí entretenerme cuando mi vida corría peligro. La sorprendente aparición de Buzzatti fue muy poco tranquilizadora. Aún seguía viendo a Irenes perderse calle abajo cuando me interceptó y me convenció sin demasiado esfuerzo para que subiera a su coche. De este modo tan poco afortunado caí en manos de mi peor enemigo, que además era mi prestamista y uno de los personajes más peligrosos de los bajos fondos. No exagero si digo que en ese momento temí mi muerte, y que me recriminé a mi mismo por haber sido tan atrevido. Metí la cabeza entre las rodillas justo antes de empezar a rezar cosas inconexas. En el asiento del conductor Raoul nos llevaba hacía algún sitio indeterminado evitando mirar por el espejo retrovisor, porque me conocía y porque posiblemente le daba un poco de lástima. De vuelta a mi conversación con Dios, con


un Dios que no entendía y con el que no tenía un trato especialmente frecuente ni con el que me sintiera favorecido, intenté no perder el hilo de la conversación que con el intentaba establecer -entre otras cosas porque pedir clemencia a Buzzatti era perder el tiempo, si no se enojaba, lo que aún sería peor-. Si alguien se oponía a la caridad cristiana ese era yo, que siempre había intentado salir adelante lo mejor que había podido, pero nadie es completamente dueño de sus convicciones, y llegado tal momento flaquean las piernas; y no es divertido tener que acudir a Dios cuando a uno le flaquean las piernas, entre otras cosas porque es muy humillante para los hombres y debe ser muy gratificante para él. Esta forma de pensar me lleva a pensar en un Dios, que nos está repitiendo a cada momento, “ves, ya te lo decía”, y un Dios así no es lo que más nos conviene. Pero como ya he dicho no me encontraba en situación de ponerme exigente, y además me temblaban las piernas, y albergué una idea nueva que me pareció interesante en tal momento, si Dios no existía al menos una creencia moderada en Él, le serviría a alguien que me hubiese apreciado y sufriera por mi muerte o por mi desaparición (si esa persona existía), como consuelo. Por otra parte, en la conversación que yo intentaba mantener había también una parte de incredulidad enterrada por las circunstancias. Buzzatti me miraba con extrañeza, y yo seguía intentando meter mi cabeza entre las rodillas, como el avestruz que prefiere no saber nada del peligro que le acecha. Yo nunca había odiado a Dios, y eso ayudaba en tal momento, y me dije que si no existía, al menos para los que sí creían en su existencia tenía que haber sido una gran ayuda en momentos tan difíciles como el que yo estaba pasando. Entre todos estas desesperados pensamientos llegué a la conclusión que pensando como lo hacía, todo se estrechaba, no había más camino que el que había empezado y debía terminar con la dispersión que siempre me había caracterizado. Y en tal angosto camino dirigí mi imaginación a los primeros cristianos, violados, crucificados, echados a las fieras por soldados romanos, y comprendí como funcionaba lo de creer en Dios: en tales circunstancias ellos habían metido sus cabezas entre las piernas y habían intentado ser fuertes con la misma imagen que yo ahora intentaba representar, y posiblemente le decían lo mismo que yo le decía, “bueno chico, si tiene que ser que sea, pero sigue hablando conmigo un rato más hasta que todo esto acabe”. Algunos creemos que mientras vivimos lo mejor es no pensar en la muerte, porque tiempo habrá de pensar en eso cuando llegue el momento, ¿no creen? Así que me encontré en medio del desierto, de rodillas delante de Buzzatti esperando que lo peor ocurriera en cualquier momento, sin haber vivido de otra manera que la que tan sólo me permitía ver lo que tenía delante de la nariz cada minuto. Yo sabía que Irenes era el tipo de chica que podía meterme en líos en cualquier momento: la belleza que nos cautiva siempre es codiciada por otros y en ocasiones no conoce la fidelidad. Recogernos en el instituto cuando no había nada mejor que hacer, cuando llovía o cuando las horas pasaban lentas, hacía crecer nuestra leyenda, los peores alumnos pasábamos más tiempo en el patio que en clase.


Éramos una generación que iba a dejar rastro y nunca presumimos de haber tomado en serio los estudios. Pero como suele suceder, ya algunos profesores desde el claustro estaban pensando como corregir toda aquella diversión, y en años sucesivos cerrarían hasta las canchas de deportes, con lo que las generaciones siguientes emigraron a lugares menos controlados, suburbios, billares, las vías del tren o los pasadizos subterráneos que alguna gente utilizaba para pasar las autovías. Siempre hubo lugares para pasar el rato, y cerrando el instituto lo empeoraron todo. En aquellas escenas de patio me imagino jugando con Irenes a juegos muy simples, y a algún profesor observándonos desde una ventana y llamando por teléfono a su madre


para quejarse, aunque, más tarde supe que había un alumno que había sido escogido para casar a la nena, y siempre creí que había sido él, el que me descubrió como una compañía poco recomendable. Se llamaba Andreu.

3 Ceguera Desesperada

Todo esto es muy perturbador, hasta el punto de enojarme al pensar en ello. La frecuencia con que estos días estoy pensando en el papel que hice me avergüenza. Hubo factores que se movieron entre la simpleza de nuestras idas y venidas, que apuntan a personas en concreto que hubiesen merecido un escarmiento, aunque tan sólo hubiese servido para que no se atrevieran de nuevo a complicarme la vida. Nos comportamos en la vida según lo que hemos vivido y de esas vivencias hemos aprendido a comportarnos, para bien o para mal, y me temo que sigo siendo, en cierto modo aquel muchacho que rechazaba todo el plan que la sociedad había creado para nosotros y se lo pasaba en el patio huyendo de escondiéndose de aquellos a los que les debía dinero. Los últimos días que estuvimos juntos lo pasamos retozando en casa del abuelo. El se ponía cómodo en el patio, se sentaba en una silla de playa y se sacaba la pierna ortopédica, entonces se lo pasaba viendo caer la tarde y tomando cerveza. Yo siempre sospeché que Irenes se había quedado en estado, y por la prisa que su madre se dio en casarla también sospeché que el hijo que tuvo era mío, pero no puedo decirlo con seguridad. Tuvo mucha suerte Andreu, y fue muy dócil aceptando casarse en apenas un par de meses de nuestra separación, aunque el hizo como que no sabía.


Aquellas tardes en la habitación de arriba, fueron un recuerdo imborrable y cuando todo terminó pasé a sentarme en una silla de playa al lado del abuelo muchas tardes tomando cerveza hasta que se hacía de noche. Desde luego, ese no era el mejor plan, y Dorit se hubiese muerto si me hubiese casado con su hija, después de haberme visto en semejante postura tarde tras tarde. La sobrevaloración del matrimonio nos convierte en individuos temerosos, creemos que podremos asentarnos para toda la vida y tememos dar cualquier paso que pueda resultar un error. Al final pedimos respeto por la institución, cuando en realidad lo que pedimos es respeto por el miedo a perder nuestra vida, nuestros planes, nuestras ilusiones y la esperanza de una familia feliz.



Ahora me doy cuenta de que de una forma o de otra he vivido siempre amenazado, amenazado por todos los que codician lo que tenemos o por todos los que temen que nuestra codicia puede aspirar a lo que ellos tienen. La amenaza se consumó cuando Andreu se llevó a Irenes y está a punto de consumarse mientras rezo arrodillado delante de Buzzatti. Pero volvamos al pasado, al momento crucial de mi rotura con Irenes Y la conversación que tuve con el abuelo, que no era un héroe de guerra pero que sabía lo suficiente de la vida, para dar los mejores consejos a un pobre huérfano, mal estudiante, enamoradizo, perezoso y sin rencor. En muchos de los peores momentos necesitamos tener a alguien cerca para contarle lo peor de nosotros mismos y lo peor de los otros, y así estuve yo un buen rato contando acerca de la destrucción, del derrumbe y de la inviolabilidad de los sentimientos. -Dorit nos descubrió en la habitación de Irenes. Ya sabes lo que significa eso, la pobre señora debió llevarse un gran susto cuando entro en mitad de la noche en la habitación. Irenes gemía como si la estuviera aplastando y al fin supe que alguien también me había descubierto. En un segundo deje de ser el novio virtuoso, y el engaño que habíamos imaginado se vino abajo. -¿Qué engaño? -preguntó el abuelo -Pues tuve que hacerme pasar por un tipo de mérito, y para poder pasar a la habitación de Irenes esperábamos que todos se durmieran en la casa. Desde luego hubo engaño, y me siento muy avergonzado. Ha pasado mucho tiempo pero no he podido olvidar la enseñanza que la vida me había reservado pero lo malo de descubrir la verdad es que nos puede hacer duros de corazón, y nunca volver a confiar en nadie. La vida va pasando y nos va enseñando cosas que ningún libro que hallamos leído nos va a enseñar, al menos de la misma directa manera. Aquellos que pretendan alguna enseñanza de sus propias experiencias y las plasmen en alguna historia con una moralina más o menos acertada, son gente detestable, ¿no creen?


El abuelo parecía preocupado, como si estuviera indeciso, me miraba y al fin me espetó, “¿No creerás que hay secretos entre las madres y las hijas?” Eso me causó un gran shock. No dejé de pensar en ello el resto de la tarde, mientras se hacía de noche, incluso después de recoger nuestras sillas y de tirar al contenedor todas aquellas latas de cerveza vacías. ¿Las madres y las hijas no tienen secretos? En los siguientes días le dí forma a una teoría muy lógica: Dorit supo todo el tiempo que me quedaba por la noche en la habitación de Irenes, pero me soportó por no contrariar a su hija, pero desde el principio estaban preparando a Andreu para el gran acontecimiento. El dolor del amor, siempre es un mensaje para los que nunca han amado. Es fácil entender a los que siempre han buscado el lado práctico de la vida, y han considerado que debían dar la espalda a todo lo que los apartara de sus objetivos. Esa es la esencia de los triunfadores, nunca dejarse llevar por sueños o por ilusiones vanas. Vivimos bajo amenaza, permanentemente vamos viviendo sin saber cuando algún peligro se cierne sobre nosotros, o si siempre los peligros existen pero nos van respetando. Enamorarse no le está permitido a los que salen en busca de fortuna, ese tipo de aventureros nunca se detendrán, nunca se entretendrán con nada que los desvíe ni un ápice de conseguir su ballena blanca. Esos hombres son como Buzzatti, no soportan la idea de vivir mediocremente, tienen que llegar más allá que la gente corriente, porque ellos se consideran tocaos de la mano de Dios, y deben ser fieles a ese honor. Pero la vida es cuestión de una pocas cosas importantes, no demasiadas, y esas pocas cosas poder hacerlas sin prisa. No hay más. Buzzatti un día morirá, y lo hará sin


haber amado, sin saber lo que es el amor, sin haberse apartado ni un milímetro del camino que les llevó a conseguir todos sus objetivos.

Dos surcos en la tierra iban marcando el avance de mis rodillas, obsesionado con la idea de al fin poder hablar con Dios, repetía para mis adentros que necesitaba fuerzas en aquel momento delicado, que no me abandonara para así poder mostrar y mi entereza, y seguía alejándome de buzzatti con pequeños movimientos. ¿Así que Dios existía? Me decía sabiendo que en un minuto todo habría acabado. Si lo hubiese sabido antes, quizá hubiese llevado una vida más ordenada, pero nunca había dejado de ser el gamberro que se fumaba las clases. Nunca más tuve la intención de pertenecer a una familia después del gran fiasco que supuso para mis sueños que Irenes me abandonara, y nunca volví a ver el horizonte con la intención de alcanzarlo si me ponía manos a la obra. No me marqué un objetivo, un modelo de vida hacia el que orientarme, tan sólo viví, a veces de prestado porque en los trabajos no duraba mucho, y ahora intento sobrevivir porque llegado a este extremo ya no sé si valen la pena tantas molestias. Tal y como yo pedía en mi plegaria Buzzatti actuó con rapidez, con la resolución de una alimaña, y aún ahora me pregunto por qué no me mató. Me golpeó y me hizo rodar por el suelo como si fuese un balón de fútbol, cada vez que intentaba levantarme llevaba corriendo y me daba una nueva patada, en el estómago, en la cabeza, entre las piernas, en el pecho, todo mi cuerpo fue sometido a un terrible castigo hasta que ya no podía levantarme. Al menos Dios había evitado la tortura de la espera, todo sucedió con rapidez, y no me mató. Eso fue lo más curioso, como yo estaba convencido de mi fin, no pedí la intersección del altísimo para evitar mi muerte y sin embargo hasta tal punto se apiadó de mi, que hoy puedo aún escribir aquel lamentable estado en el que viví; eso sí con una sola mano porque Buzzatti, que parecía sentirse feliz con su trabajo, arrastró uno de mis brazos para ponerme la mano izquierda sobre una piedra y con otra machacarme la mano a conciencia, hasta que no sirvió para nada. Durante todo el tiempo que duró el


martirio, el chofer lo pasó apoyado en el auto sin intervenir, como si supiera que Buzzatti estaba disfrutando con ello. Cuando terminó se puso de pie delante de mi y su voz sonó fatigada pero clara. -Sé que aveces te ganas la vida escribiendo en una revista. Recuerda esto, cuando tengas dinero me buscas y me lo das porque yo voy a saber si lo tienes o no. Por eso te he dejado una mano en perfecto estado, lista para trabajar. No hagas que me arrepienta, la próxima vez te las cortaré. Por fortuna no hubo próxima vez, y aquí estoy dándole al teclado con na sola mano, cada día, cada hora, cada minuto, obsesionado por ganar algo de dinero que llevarle a Buzzatti y pagar mi deuda. Dios no se me ha vuelto a manifestar, y ya no va a devolverme mi mano quebrada por mucho que rece, por eso lo dejo para las ocasiones en que necesito entereza, ahí si que responde, ¡y de qué manera! Nunca más he vuelto a ver a Irenes, ni sé si ha tenido un hijo mío, o si alguna vez se acuerda de mí con cercano afecto. A pesar de la imagen envejecida y obviamente hinchada que de ella me hice en el supermercado, la recuerdo de adolescente; no he sido capaz de sustituir la imagen más reciente por todas aquellas otras más cercanas en las que reía y se enojaba sin motivo, aquella juventud desbordante ha quedado impresa en mi memoria con mucha más fuerza. Vivimos bajo amenaza, ajenos a los que nos desean todo tipo de calamidades, me gustaría que llegara el día en el que pudiera escribir que he pagado mi deuda, y si Dios existe no reprocharle por la vida tan poco edificante que he llevado, no he hecho nada porque así no fuera: no aprendí de mis errores.



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