desde la falsedad de la noche

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Desde la falsedad de la noche 1


1 Desde la falsedad de la noche Sue Nardi se sentó frente al espejo de la cómoda como lo había hecho los últimos treinta años, por convencimiento en sus posibilidades y porque creía firmemente en ese estado de cosas que convierte en culturales los actos que, a su vez, llevan al pueblo a formas de vida en común. Arreglarse antes de salir de casa y tomarse su tiempo para que cada capa de maquillaje estuviera en su sitio y en la proporción adecuada, eso formaba parte de lo que sabía del mundo y todos deberían respetar. Independientemente de lo mucho que hubiese avanzado la técnica, los nuevos productos o la superficialidad con que las jóvenes se tomaban un hecho tan trascendente, los momentos vividos después de un prolongado maquillaje, habían formado parte de todo lo que realmente importaba. Las grandes celebraciones, bodas, fiestas, el fin de año y bailes dominicales en salas y centros culturales, eran recuerdos imborrables, pero también visitas a parientes enfermos en el hospital, citas en el colegio con el director para hablar de la marcha de Angie o reuniones en el sindicato para decidir si ir a la huelga, también habían sido precedidas del análisis necesario de cada nueva arruga y su reparación con colorido maquillaje de aplicación gruesa. Aquellos muchachos del bar de abajo la tenían preocupada, todo el día alrededor de la máquina electrónica, o apoyados en la barra a punto de derrumbarse. Se sentía controlada y no podía hacer nada por evitarlo, tampoco se atrevía a decírselo a Ted, podría montar un altercado, no se podía decir que no fuera un tipo nervioso. Entonces, pasó una semana y creyó que se los había quitado de encima, preguntó a Louise la camarera y le aseguró que habían estado pero que salieran para un trabajo que no les llevaría más que unas horas; y así fue, al día siguiente a primera hora, volvían a estar allí recreándose en aquella atmósfera semivacía y húmeda de los bares viejos. Cuando preguntó por ellos, lo hizo de una forma despectiva, lo que no impresionó a la camarera. Para un bar medio muerto, tener clientes habituales era una suerte, y la respuesta fue animada, “no son alborotadores, estamos contentos con ellos”. ¿No eran alborotadores? Ella llevaba toda al vida bajando a tomar café y no se sintió justamente tratada. Mientras que ella había ofrecido su colaboración cuando el bar se inundara por una cañería obsoleta, y le había dado conversación en tardes eternas de domingo, le había llevado dulcería al volver de la compra o la había escuchado cuando la dejaban sus novios para que se desahogara, y aún cuando nadie hubiese demostrado que ella tampoco fuera una alborotadora, lo cierto era que aquella simpatía abiertamente mostrada, le parecía un insulto. “Esos tipos no son trigo limpio”, añadió. Le empezaba a resultar desagradable bajar al bar cuando Ted no estaba en casa, se sentía observada, aunque siempre evitó que su mirada se cruzara con la de aquellos tres jóvenes. Él volvía de dar vueltas por la ciudad sin un destino fijo y todo entraba dentro de la normalidad que esperaba. Durante un tiempo no había podido dormir porque no acaba de aceptar las prejubilaciones por la crisis en la empresa. En el sindicato le habían explicado minuciosamente como iba a encajar en su economía, y la necesidad de que empezara a pensar en cambiar sus hábitos de consumo. ¿Cómo iba a cambiar sus hábitos de consumo? Nunca habían sido gastadores, y tampoco podrían dejar de comer. En vacaciones no salían de casa y no recordaba cuándo había sido la última vez que habían salido a cenar fuera. Los hábitos de consumo estaban demasiado comprimidos. Todo aquello tenía 2


que ver con la producción a nuevos costes en otros países, de la competencia internacional, de la falta de ayudas estatales y la necesidad de contratar carga de trabajo sin que se les adelantaran los chinos, que ahora hacían un trabajo de primera calidad por la mitad de precio... Sin embargo, para Ted, responder a los del sindicato, que en su caso, tenía más que ver con comer todos los días en un sistema que seguiría subiendo los precios los próximos años, eso empezaba a resultar tedioso. Los primeros meses fueron los más duros. Las rutas a pie a través de la ciudad le acortaban el día, y volvía cansado para intentar dormir cuatro horas de un tirón, al menos. Así iban pasando las horas, y cuando parecía que empezaba a acostumbrarse a la rutina, una gripe complicada con algo de pulmón lo tuvo una semana tumbado en cama y se gastó el presupuesto del mes en medicamentos. La mayoría de las cosas suceden sin previo aviso, para bien o para mal, sin que las hayamos esperado, y ese día no iba a ser menos. Dado que Sue solía pasar el día en casa, dedicada a sus tareas, escuchando la radio y leyendo el horóscopo, Ted salía confiando en encontrarla sentada en un sillón de la sala en la misma postura al volver. Pero eso no era así, en cuanto salía por la puerta ella empezaba a moverse, a revisar todo lo revisable, a salir al kiosko a por tabaco, a la cafetería o al parque a sentarse al sol, que después de todo, sólo quedaba tres calles más abajo. En un cajón de la cómoda tenía un carmín nuevo que había comprado en los grandes almacenes, color carne rosada. Estaba deseando probarlo, sobre todo porque el fin de la semana siguiente, volvía Terio y no deseaba tener esa sensación ridícula de estrenar algo en los momentos especiales. Terio se había ido a estudiar muy lejos y aquella tarde aburrida y sin ganas, pensó que tener un hijo para verlo en vacaciones no era lo que había esperado, pero aquello iría a peor, sobre todo porque el muchacho no deseaba, lo que se dice, fundar una familia, y ella necesitaba el ritmo en su vida que dan las nueras y los nietos. No necesitaba compararse con otras mujeres de su edad para comprender que, en la mayoría de los casos, no influían lo más mínimo en el hundimiento, si llamamos así a todo lo que se venía abajo por las enfermedades, la falta de entendimiento de las parejas o los hijos que se iban al extranjero como si los padres fueran na carga demasiado pesada para ellos. Resultaba bastante claro para Sue que su vida ya no iba a girar en torno a la familia de su hijo, y que si lo hubiese pensado antes, hubiera debido tener un par de hijos más. Del mismo modo, aspirar a tener tres nueras y un montón de nietos, era una aspiración que en la soledad de sus tardes de domingo, resultaba un recurso traído hasta la saciedad. Imaginaba como hubiera sido su vida en tales circunstancias, la idealizaba y la perfecta armonía con sus inventadas nueras hacían de su mundo un estado de perfecta compañía y camaradería: cosas como salir juntas a al centro, a merendar dulces y chocolate, ir de compraras a los grandes almacenes y llevar a los nietos a pasear al parque, parecían estados que se había perdido de antemano pero con los que, al menos, podía seguir soñando. Tras pasar un rato recapacitando hacia donde se encaminaba su vida, Sue encendió las luces alrededor del espejo de la cómoda, se puso una toalla a modo de turbante sobre el pelo mojado y con los pechos cubiertos por otra toalla, se dispuso a maquillarse. Pero antes de empezar su labor, se miró concienzudamente, cada grano, cada verruga, cada arruga y sobre todo, aquellos ojos machacados por arrugas que nadie sabía de donde habían salido. Ahora que se reconocía como un mapa de camionero, usado, roto y sucio, aceptó una vez más que nadie podía luchar contra la vida y que, en ese caso, la vida también pasaba sobre ella como un tren que no paraba al oír crujir sus huesos. Estaba desanimada y no deseaba extenderse demasiado, si bien, en ocasiones era uno de sus entretenimientos favoritos. Sacó todo lo necesario de un cajón y se sentó den el centro de su otomana, dando un saltito y tirando de ella quedó perfectamente instalada. Era media tarde y la luz entraba con moderación a través de los visillos pero las bombillas eran suficientes, aunque daban una luz muy blanca. Era la mejor hora de la tarde si pensaba salir después de arreglarse porque no le daría tiempo a hacer otra cosa. Se levantó para coger pañuelos de papel y le dio ganas de orinar, sin detenerse fue al baño y terminó en un momento. Resopló y dijo, aún sabiendo que nadie podía oírla, “vamos de nuevo al trabajo”. Después de veinte minutos, no sólo se había puesto maquillaje en los ojos y los pómulos, sino que se había arreglado el pelo también. Se vistió, cogió un bolso con 3


adornos de cuerda y salió decida a andar por aquellos lugares en los que no se encontraría con Ted, posiblemente el parque municipal y sus alrededores. Durante años, Ted se había preguntado en qué habían fallado, cómo habían llegado a aquella situación y si era posible que Sue dejara de aceptarlo como una normalidad impuesta. Una rebelión por su parte sería difícil de tratar, pero la resignación parecía aún peor. Después de su jubilación, estuvo un tiempo muy pendiente de ella, le llevaba regalos inesperados e intentaba hablar y pasar más tiempo a su lado, pero se dio cuenta de que no era lo que ella quería, vivía en su mundo y de ahí no quería moverse. Hacía mucho que no se daban u beso o se abrazaban, o tenían otro tipo de gestos de afecto, como hacían en el pasado, eso ya era historia, por así decirlo. Mucha gente vive sin desear cambios en su vida, ni compararse con otras vidas que puedan parecer mejores. Vivir por costumbre es lo que menos problemas podía traerle y no se rebelaría contra eso, pero podía hacerlo si Ted llegaba un día intentando cambiarlo todo. Así pues, se trataba de dos caracteres fuertes que habían aprendido a convivir sin enfrentamientos gratuitos, todo perfectamente equilibrado. Deseaba ver a AngieTerio, era un buen hijo, pero se le había ido entre las manos. No sabía en qué momento se le había escurrido como el agua que intentamos retener en la pileta para salpicarnos la cara y siempre termina por desaparecer. Al principio eso había sido causa de una terrible depresión, apenas salía de casa y no quiso decirle a Ted lo que le pasaba, aunque él lo adivinó en cuanto supo que su hijo planeaba estudiar en el extranjero. Cuando subió al taxi que había de llevarlo al aeropuerto, ella no bajó, le dio un beso y lo oyó arrastras la pesada maleta por la escalera hasta el portal. Después, no abrió la ventana, se conformó con mover las cortinas y verlo a través de los visillos. El miró desde abajo e hizo un gesto con la mano, a continuación se despidió de Ted que le ayudó a poner la maleta en el maletero y desapareció. Eso fue todo, no lo volverían a ver hasta nueve meses después, en vacaciones. A una de esas horas de la tarde en que el edificio quedaba en silencio se asomó a la mirilla para ver la escalera, era un piso por planta, cuatro plantas y una sin habitar, sin niños, un edificio de más de cien años, sin ascensor, sin portero, sin ventilación, oscuro y polvoriento. Abrió la puerta y bajó la escalera con algún temor indescifrable, el portal estaba abierto; no había costumbre de pasar la llave; además, la cerradura estaba bloqueada y habría que cambiarla. Era un proceder mecánico, medido y síntoma de sus temores. Había bajado la escalera tan despacio que nadie hubiese oído sus pasos, y cerró la puerta de casa procurando que la llave se deslizara sin apenas sentirlo. Se detuvo antes de salir y puso las llaves en su bolso, miró a la cafetería y vio a los muchachos que o le quitaban ojo a través de una ventana. “Ya están esos ahí”, dijo entre dientes. Olvidó revisar el buzón de correos, aunque lo había hecho por la mañana y si había alguna cosa no podía ser más que propaganda. En un minuto, sin que los pies se hubiesen acostumbrado aún a los adoquines, caminaba calle abajo. Fue entonces cuando los muchachos se movieron y se reunieron alrededor del teléfono en la esquina de la barra. Incluso si se hubiese tratado de un amanecer en el ejército no se habrían movido con tanta agilidad. Cuando al volver, ya de noche, descubrió que le habían reventado la puerta y le habían entrado a robar desde el principio dijo, “tal vez no fueron ellos, pero avisaron a alguien de que la casa estaba vacía”. Lo sostuvo durante años, esa fue su versión y nunca la cambió, ¿pero quién podía saber una cosa así con certeza? La policía tomó huellas y no encontró nada, nunca se supo quién entró rompiéndolo todo, tirando cajones por el suelo y violando su intimidad, para sólo llevarse la televisión, tal vez, porque nada más tenían de valor. Ted estaba demasiado cansado para montar un numerito, se limitó a llamar a la policía y sentarse en un sillón a pensar como harían esa noche para cerrar la puerta de la calle y atrancarla hasta que pudiera llamar a un cerrajero en horario laborable. Se le quitaron hasta las ganas de ir a mear, hasta que se volvió a levantar del sillón e hizo pasar al policía. ¿Qué más podía hacer? Se había hecho de noche y Sue encendió todas las luces para dejar a aquel hombre trabajar con sus polvos en los marcos de las puertas y sus fotografías. Apenas le prestaron atención pero les dijo que era bastante corriente lo que estaba sucediendo en los pisos de tanto años, las puertas no aguantaban una patada. 4


No debía de ser un buen día para nadie, aquel hombre parecía malhumorado y se fue antes de que tuvieran ocasión de hacerle algunas preguntas. Ted salió del baño, le dio la mano y las gracias y lo despidió. Ese fue el momento en el que empezó a pensar en comprar un arma. Lo cierto es que aquel mediodía habían puesto una escena en la televisión de una matanza de un instituto escolar den los USA. Uno de los alumnos se había presentado con un arma larga semiautomática y se había liado a tiros con todo el que echaba a correr en el aparcamiento, después había entrado en los pasillos y había seguido hasta su aula, finalmente disparó contra sus compañeros de clase y se suicidó. La habitación continuaba con la luz encendida después de que Sue apagara todo el resto y se sentara en la cómoda para limpiar el maquillaje que se acumulaba en las orejas, la comisura de los labios, y bajo la nariz. Se hizo un gran borrón y lo fue arrinconando con papel y algodón hasta que creyó que lo había arrastrado todo, después apoyó el codo sobre la cómoda y, a su vez el mentón sobre la mano, sosteniendo la cabeza con resignación. “Bueno, otro día que se va”, dijo para sí, y cerró los ojos. 2 Una nota insistente Coincidió que el día de la semana que se levantó más cansado y dolorido era el lunes de la primera semana de mes, que, a su vez, era el día que solía ir al banco a retirar su pensión y cancelar algunos pagos. No le dijo nada a Sue, pero estaba aturdido, el café le supo al acero de la cafetera y miró a la calle sin confianza en que se pudiera recobrar para convertir la mañana en un bonito paseo de un día que había salido soleado. Ted le dijo que visitaría a Helmut, un compañero de trabajo durante más de treinta años, y que lo invitaría a cenar. Para Sue no cabía duda, Ted no había superado la jubilación anticipada y se veía viejo y cansado, tal vez, inútil y poco valorado; ese era el tipo de cosas que sucedían llegado aquel momento y tampoco era cosa de ir a un psicólogo por tan poco, o al menos, eso era lo que ella pensaba. No había estado en condiciones de tomar una buena decisión en los últimos meses, y la había sorprendido al preguntarle si le apetecería ir a vivir al sur, donde el clima era menos agresivo y amenazador. Ella le contestó que no la separaría de la vida que había construido y que si se quería ir, tendría que hacerlo solo Helmut y Ted habían sostenido en el pasado fuertes discusiones acerca de a dónde se dirigía el sindicato, del poco futuro de la empresa y de si debían seguir presionando para cobrar sus atrasos o darle un respiro, ese tipo de cosas, pero también hablaban de libros y de cine, y sobre todo, de las mujeres y su comportamiento feminista. “Estamos acabados, ellas dominan el mundo”, había dicho Helmut en una ocasión. Y en la suposición de que así fuera, ¿qué probabilidades tendrían de volver a casarse si decidían divorciarse? “Estimado amigo, para las mujeres tu has sido un mal marido. Te miran por encima del hombro. Has fracasado como marido y eso no te lo van a perdonar. Has hecho sufrir a una de ellas; y ya sé que me vas a decir que eso no ha sido así, pero las mujeres que hay a tu alrededor, posiblemente todas menos tu madre, así lo piensan”. Ted daba consejos matrimoniales y sobre las mujeres a Helmut, y su amigo lo miraba con cierta desconfianza porque se creían en situación de empezar algún nuevo romance con una mujer de su edad, es decir, en la más avanzada madurez. No parecía una mañana demasiado clarificadora para nadie, pero estuvo de acuerdo en pasarse a cenar si eso no iba a ser una molestia para Sue, y Ted le respondió que cocinaría él y que no supondría ningún trabajo para ella, al contrario. -¿Te acuerdas de aquel chico, el amigo de Terio? ¿Cómo se llamaba....? Vinicio, eso es. Murió hace un par de años. Era un chaval de los que todo el mundo dice que era bueno. -Siempre iban juntos. Sí, lo recuerdo. Se metió en asuntos muy turbios. A la clase trabajadora la 5


han esquilmado siempre que han podido eso cabrones, nos han quitado el dinero con el alcohol y las drogas, y nos lo ofrecían como nuestro único consuelo y para que nos muriéramos pronto y sin protestar. -Hay algunos amigos, incluso amigos de tus hijos a los que nunca olvidas, porque no esperabas que acabaran así. Además era el hijo de una amiga de mi mujer y venía mucho a casa desde muy pequeño. Fue un asunto muy feo. -Sí, los recuerdo a los dos hace unos años, siempre iban juntos. Ahora no nos queda mucho más que los recuerdos. A veces en los periódicos locales salían sus montajes teatrales, muchos éramos los que lo leíamos y sabíamos que era tu hijo y también conocíamos a Vinicio de esta parte de la ciudad; era un tiempo en que aún te encontrabas gente por la calle y los saludabas – dijo Helmut sin dejar de cortar un trozo de su carne. -Sí eran tiempos muy buenos, o al menos, mejores -puntualizó Sue que había pensado en acostarse pero al final se quedó para cenar con ellos-. Ese chico, Vinicio, de niño era un encanto, y no se trataba de uno de esos jóvenes tristes y melancólicos, era alegre y dispuesto a hacer bromas. Por eso nadie se esperaba que se fuera tan pronto. Llevó mucha gente al entierro, era de esperar, y Terio quería ir a sus clases de interpretación la tarde del entierro, esas cosas pasan con los jóvenes tímidos. Ted se enfadó muco con él y lo hizo acompañarlo al entierro, pero no se acercaron a hablar con su madre, esperaron a que terminara y se fueron mientras el cura iba recogiendo. Yo los esperé en el coche, lo recuerdo muy bien. -Sí, siento decirlo, pero no fue nada que no le hubiese podido pasar a Terio o a cualquier otro -añadió Ted. -Cuando descubrimos que la vida es un encierro, nos cabreamos como niños. Con Vinicio empezó todo, cumplimos años viendo desaparecer una generación por las drogas, pero también la nuestra..., cada día se nos muere un amigo de la infancia, un familiar o un compañero de trabajo. Nos están cambiando el mundo tal y como nos acogía. -Es decepcionante que todo pase así, lo sabemos, pero no ganamos nada dándole más vueltas -dijo Sue que parecía la más lúcida de los tres. -Debe ser así, y seguimos con nuestras pequeñas contrariedades. No sé si le podemos llamar optimismo -le respondió Helmut con una sonrisa. -Estamos muy mayores y sólo hablamos de calamidades, esa es la verdad. Siento haberte invitado para ponernos tan trascendentes. La conversación fue variando y terminaron por hablar de una nueva matanza en un colegio de los USA. Al perecer, competir les volvía locos, y llegaron a esa conclusión porque en otros pueblos menos ambiciosos no pasaban esas cosas. Las posibilidades de salir adelante en un mundo así, dependían plenamente de las armas y usarlas para hacerse respetar. -Estamos hablando como fascistas -dijo Helmut. -No, estamos hablando de como viven y lo que piensan, los fascistas -replicó Ted. Al escuchar la conversación entre los dos hombre, Sue analizaba cada palabra y casi se diría que intentaba encontrar puntos de coincidencia con aquella búsqueda, que al fin no tenía mucho que ver con la forma que ella tenía de ver las cosas. ¡Eran tan diferentes! Siempre que Ted invitaba a alguien a cenar, Sue se empeñaba en sacar su vajilla más antigua y cara, y eso debía ser porque no tenía demasiadas ocasiones para hacerlo. Cenaron carne con patatas y guisantes, y tomaron helado de postre y café. Después, Sue se empeñó en encontrar y enseñarles unas fotos de Terio y Vinicius cuando eran unos “pollitos” y se habían empeñado en estudiar arte dramático. -Una vez le oí decir a una de las amigas de mi hijo que si no se empeñara en imitar a Marlon Brando, tendría mucho más éxito con las chicas. Volví a ver a aquella chica un año después, estaba casada y embarazada. ¿Qué os parece? Sin conocerme de nada, me daba lecciones de como debía ser y vestir mi hijo. No le hice ni caso, por supuesto. Ted parecía hablar sin ningún sentido, entretanto, Sue se había sentado al lado de Helmut y le 6


enseñaba las fotos, pasaba las páginas y señalaba con el dedo aspectos que le parecían relevantes de aquellos tiempos y la vida que los dos chicos había vivido en ellos. -El café Alataque. Ya no existe. Ted y yo íbamos ahí antes de casarnos. No había sido una noche tan especial ni una aventura inolvidable, de todos modos, durante el tiempo que duró, a todos les pareció una conversación estimulante. Se resistían a dar terminada la noche , incluso cuando Helmut había acudida a aquel encuentro pensando en que al terminar, podría tomar la última copa en el Chichirri, un bar de ambiente, barato y sin pretensiones, y hablar un rato con Reniata, que era de las chicas que allí confluían, de las más cariñosas. Pero no había prisa. Una de las fotos de Terio estaba rayada, como si hubiese pasado mucho tiempo doblada y al intentar volver a su ser, se hubiese rasgado la doblez. Aparecía en la playa, con las manos en alto y en cada una de ellas una pistola revolver de plástico imitación a las de las películas del oeste. -¿Así que te entraron a robar? -preguntó Helmut sin demasiada gana. -No sé que pretendían encontrar, esto no es una mina de oro. Pero he conseguido una pistola, como vuelvan por aquí, les meto cuatro tiros a esos cabrones -Ted seguía muy enfadado, y ni siquiera la buena charla y la cena habían conseguido rebajar el tono al hablar de aquel mal día. -¡Relájate! Hacerse mala sangre no ayuda. -No, no me relajo, no. Robar a gente trabajadora, seguramente para gastarlo en drogas y diversión. Tras hablar de esa manera se levantó y se hizo el silencio. Se quitó la chaqueta y volvió de la habitación con una bata de estar por casa, lo que anunciaba que ya no iba a salir ni al bar de al lado. Se inclinó sobre el sillón, pero antes de volver a sentarse se aseguró de que dejaba el tabaco cerca para no tener que levantarse de nuevo. Lo puso en la mesita, donde lo podía coger estirándose un poco; fue entonces cuando Sue bostezó por primera vez, sin complejos y dispuesta para retirarse y meterse en cama sin esperar a que ellos terminaran su conversación. Se despidió y desapareció cerrando la puerta de la habitación tras de sí. -La gente trabajadora, eso que somos sin remedio. Nos pasamos la vida trabajando, trabajando, trabajando y un día nos morimos, y no hemos entendido nada. Helmut sabía que ponerse el pijama había sido una señal, como decirle a Sue que estuviera tranquila y que se acostara que ya no iba a salir. Así que cuando se despidió no insistió sobre lo de que bajara con él a tomar un gin tonic en el bar de abajo. En otros tiempos, tal vez se hubiesen ido los dos de juerga hasta las tantas. -¿Sabes? He visto a Gutiérrez -Gutiérrez no había sido un mal jefe y por eso lo recordaban sin ambages, sin embargo estaba tan obsesionado con su trabajo que en su vida no había sitio para nada más-. Yo salía del médico de verme la rodilla, y por detrás me pareció un anciano. Arrastraba los pies y se tomaba su tiempo para avanzar apoyado en la pared del ambulatorio. Me dio mucha pena, era un cadáver ambulante, ¿como los zombis que acompañan a Jackson en su canción? Pues así. Terrible; ya no remonta. Iba a bajar del coche y aparcar encima de la acera para saludarlo, pero ¿sabes qué? Pensé que me iba a preguntar por los resultados económicos de la empresa y eso me enfado y seguí adelante sin mirar atrás. -Lo entiendo. Creíste que no valoraría tu gesto. -Algo así. Tal vez la cena de aquella noche no había servido para ser los mejores amigos del mundo, ninguno de los dos creía en eso, pero les había gustado hablar de como iba pasando todo sin apenas darles tiempo a pensar. Era una forma de derribar todos los acontecimientos que los habían forzado a vivir de una determinada manera, analizando como habían sido forzados a ello y concluyendo que, como sucede en las cárceles, los guardias, de alguna manera, también son presos. No todo había sido trabajo duro que no pudieran realizar en las mejores condiciones. En cambio, podía seguir viendo como les había ido a otros e intentar encontrar algo de suerte en sus vidas a pesar de todo. Helmut volvió a pensar en Reniata cuando ya se estaba despidiendo, pero no quiso comentar de eso Ted. En otros tiempos, su amigo se reía de él porque decía que era muy enamoradizo -Debes mantenerte alejado de las putas Helmut, o le declararás tu amor a todas después de echar un polvo-, 7


le decía riendo. 3 Angustia insensata, trastorno dismórfico. Sintió una conmoción cuando salió a la calle y respiró el aire frío de la noche, como una bofetada. Si Reniata descubriera que tonteaba con otras chicas, no le importaría, no se enfurecería como su exmujer hacía, no le pedía nada más que su amistad y que se pasara de vez en cuando para invitarla a una copa, ese era el acuerdo, y a él le resultaba muy conveniente. Era muy adecuado por lo tanto ser bien tratado en aquel lugar en el que empezó a pasar muchas horas después de jubilarse. Pero cuando algunos clientes ocasionales de Reniata lo veían entrar le “torcían el morro”, porque sabían que aquella noche les iba a ser difícil dar rienda suelta a su pasión anormalmente encendida. Era como si el hecho, de que él estuviera allí acompañando a la chica, le hiciera a otros hombres desearla como él lo hacía. La edad no perdona, ya no era ni sombra de lo que había sido: Le creciera el estómago y las tetas, la papada, y las bolsas debajo de los ojos. Ya no podía ni recordarse a sí mismo tal y como había sido y la vitalidad que lo había acompañado. Todos aquellos esfuerzos al cumplir los cuarenta por mantenerse en forma se habían ido por el retrete, no mas ejercicio, no más deporte, no más dieta ni tomarse la tensión en las farmacias, nadie puede ir contra la naturaleza y lo que tuviera que pasar, iba a pasar. Tantos esfuerzos no conducían a nada, se arrugaba sin remedio. No era poca cosa evitar todo lo que le había empezado a sentar mal, y muchas otras cosas que no quería saber; por eso no iba al médico. Además de la energía perdida, estaban los lunares de color sospechoso, las heridas que tardaban en cerrar y los dolores internos que le provocaba el cinturón de hebilla grande y que le hacía pensar que algo iba mal en sus vísceras. Por fortuna nunca hubiera nada de enfermedades venéreas, ladillas, verrugas ni eccemas sospechosos. Había divorciados que se cuidaban menos que él, pero le gustaba la cerveza y de vez en cuando una copa, nada que no pudiese asumir durante unos cuantos años más. No le resultaba muy creíble que Reniata pudiese sentir ningún tipo de interés por él, sobre todo desde que mostraba cierta preferencia por desaparecer con clientes a los que doblaba la edad. Entonces comprendió que no iba al Chichirri a tomar copas por la compañía de Reniata, sino por evitar volver a casa demasiado pronto y encontrarla vacía, y también porque después de beber un poco dormía a pierna suelta. En ese tipo de cosas era en lo único que podía pensar aquel día, y concluyó que Ted era un tipo con mucha suerte. Con su exmujer, desde el principio del divorcio, había mantenido una distancia prudente, lo que era lo mejor no habiendo hijos que impusieran que deberían seguir teniendo algún tipo de relación y problemas que solventar en común. No había nada de eso. Al principio, una vez ella lo había llamado por unas facturas que habían quedado sin pagar, y Helmut estuvo dispuesto a compartir el gasto; eso fue todo, no lo volvió a llamar y si se habían visto había sido de una forma fortuita y pasajera. Tampoco se había tratado de una separación traumática, con insultos y reproches, pero si él hubiese sido un poco más orgulloso, tal vez no le hubiese consentido algunos desprecios. Pero había sido capaz de reaccionar en esos casos, que por el contrario, nunca hubiese consentido a un hombre. Entonces podrían haber empezado una terrible escalada de rencores más o menos violentos, y eso no estaba en la mente de ninguno de los dos. Estaba claro que ella no lo aceptaba de buena gana, que, en cierto modo, le había aguado la fiesta, pero lo cierto es que lo había encajado bien y había dado los pasos necesarios para separación sin ni siquiera preguntarle; dando por hecho 8


que aquello no funcionaba, y era lo mejor. Él la vio actuar con tal decisión que sólo pudo agradecer la brevedad de los trámites y verse instalado en su nueva vida en cuestión de menos de un mes; todo un record en su caso. Un hombre enorme con traje impecable fumaba un pitillo apoyado en un coche caro, se notaba desde lejos que era policía. Llevaba unos zapatos con puntera exageradamente alargada, la chaqueta la prendía con un botón en mitad del pecho, pero le quedaba tan apretada que le oprimía los sobacos y los brazos como si fuera a reventar, parecía que ese día le había dado el cambiazo a alguien en el gimnasio, y por ahí, en alguna parte, debía andar un tipo con una chaqueta parecida con las solapas por las orejas. -Vas a coger frío “tío” -le advirtió Helmut que se encontraba especialmente chistoso en aquel momento. El otro lo mandó a alguna parte que no pudo descifrar porque sonó como si se hubiese comido las palabras. Helmut pensó que esos tipos nunca llegaban al Chichirri solos, o su amigo estaba dentro o servía de escolta a algún político local. No es que no hubiese policía allí de paisano. Estaba claro que a los policías les gustaba mucho pasarse por allí al terminar su jornada, siempre había algún prepotente sobrepasándose con las chicas o bebiendo como un amargado, pero no era habitual verlos de servicio esperando en la puerta. En los últimos meses no habían dado ningún problema, ni solían hacerlo cuando se emborrachaban, al menos, no en mayor medida que otros clientes. Algunos eran muy profesionales y sólo buscaban un poco de diversión, otros actuaban sin control, sin importarles nada y haciendo más ruido del necesario. Cuando vio a Reniata se acababa de levantar de una mesa con cinco o seis tipos y algunas de las chicas, se acercó a la barra y lo saludó poniéndole la manos con dos dedos en forma de pistola en el costado: “Alto, atención, queda usted detenido”. -Vaya. Mi chica preferida. -Joder tío, esto hoy está lleno de policía, y un ministro nada menos. Todos borrachos. ¿Hay elecciones o qué pasa? -Que yo sepa no. Ni idea. -¿Ha sido una gripe, te has ido de viaje al polo norte, o tu larga ausencia se ha debido a que te ha secuestrado el FBI? -preguntó Reniata enfáticamente. Helmut creyó que se merecía la reprimenda. Solía desaparecer por mucho tiempo sin dar señales de vida, para a continuación aparecer una noche lluviosa, como si nada. En su último encuentro, Reniata le había hecho demasiadas preguntas personales y eso lo había determinado todo. A ella eso no se le había pasado por alto y mantenía una actitud resentida y distante, pero sabía que se le pasaría enseguida. -¿Esa chica no es Ritta? ¿No estaba embarazada? -inquirió con un movimiento en su ceja derecha y sin mover las manos. -Tuvo que abortar. No lo podía tener. Un estruendo procedente del fondo del local los alarmó. Alguien tiró una mesa y se levantó de golpe. Estaba muy borracho y amenazaba a todos a su alrededor. Solía pasar que cuando había alguna discusión, alguien subía la música y nadie prestaba demasiada atención al altercado. Las chicas como Reniata no dependían del local, entraban y salían a su antojo, solas o con quien ellas querían, pero había dos chicas que habían sido contratadas para espectáculos, y se subían a la tarima para bailar en topless, o representando deportistas, boxeadoras, luchadoras de camisetas mojadas y los fines de semana, futbolistas. Ni que decir tiene que la ropa le quedaba tan ceñida que casi siempre terminaban por perderla. Aquellos espectáculos, por extraño que parezca, en ocasiones tenían patrocinadores, y Helmut suponía que esos señores solían invitarlas a ver sus fábricas y sus despachos, los fines de semana. Ni Clinton en sus mejores tiempos se habría complicado tanto para llevar unas chicas a su despacho oval. -No soporto a los mojigatos, debe ser uno de los patrocinadores que se creen los dueños del mundo. Me considero una mente abierta, ¿sabes? No podría juzgarlos porque les guste la diversión 9


y las chicas, pero son los mismos que reprimen a sus trabajadores si hablan con las chicas de la empresa y los amenazan con despedirlos. Van a misa los domingos y llevan una vida muy respetables, pero les gusta divertirse. Yo no puedo acusarlos de libertinos por eso, no me considero mejor que nadie, aunque ellos, en ocasiones me juzguen a mi. Una vez tuve una cosa en la empresa con una compañera, lo que se dice un romance. ¿Sabes Reniata? A ti te deseo mucho mucho más, pero no me contuve, y me castigaron. -Deberías dejar de beber. Estas bastante borracho -le respondió como si no deseara seguir escuchando sus aventuras. Aquello solía empezar así y terminaba hablándole de los compañeros que iban desapareciendo, los que no había vuelto a ver más y los que había caído enfermos. Por mucho que el dueño del local deseara tener más chicas y menos patrocinadores, nadie podía obviar que juntos mantenían otros negocios más productivos aún que los mal llamados, bares de ambiente. Ni siquiera en momentos como aquel en que uno de sus amigos, en este caso un cargo político importante, se levantara ciego de alcohol, prometiendo venganza y muerte a los que lo habían avergonzado, podía renegar de sus amistades. Aquel hombre, volvió a entrar con una pistola en la mano, buscando a aquellos que lo habían insultado, ultrajado, faltado al respeto y sólo Dios sabe, cuántas cosas más. Por fortuna el dueño salió disparado (nunca mejor dicho), al tiempo que decía a un camarero, “ve a buscar a Bembeta, ¡corre!” Bembeta era una chica africana que por su procedencia no tenía los papeles muy fiables y su edad estaba más que cuestionada, pero fue lo único que calmó al congresista, concejal y secretario local del partido. En cuanto se la dejó ver y le contó de lo que era capaz al oído, el político olvidó sus pendencia y se enfundó la pistola de modo que el cañón frío le tocaba sus partes cuando se movía. Se alejó apoyándose en el hombro de la chica que apenas llegaba con su cabeza a su pecho y podría haber pasado perfectamente por una enfermera o una cuidadora de ancianos por la dedicación que ponía en su labor. No los volvieron a ver en toda la noche. -¡Ves! Sólo el amor salva. Sea como fuere, no era aquel mundo sórdido pero sorprendente, lo que desagrada a Helmut. Al contrario, parecía lo único que podía sacarlo de su acostumbrada melancolía. No podría deshacerse de sus amigas, ellas siempre le daban conversación en tales casos, era una forma de vida, que, por supuesto, el también compartía, a pesar de sus largas ausencias. -Hoy todo el mundo busca una pistola para hacerse respetar. Mal asunto. Intentaba pensar en lo que le había dicho Ted durante la cena, aquello de que se pasaban la vida trabajando y de que un día se moría sin haber entendido nada. Se trataba de algo realmente reseñable que cuando estaba con gente que le hablaba de cosas que no le interesaban demasiado, intentara poner su cabeza lejos de allí: Lo había hecho con Ted y ahora lo hacía con Reniata. No era la primera vez que se analizaba a sí mismo, y su capacidad de abstraerse de la realidad pensando en cosas que habían pasado muy lejos del lugar en el que se encontraba. Desde luego que la vida no daba muchas oportunidades, y aún aprovechándolas, nadie podía saber si había valido la pena tanto esfuerzo, tanto sacrificio obrero, postrado y tragando sapos cada día, demasiadas horas al día. Por primera vez en los últimos meses, se había sentido animado y no se lo debía al alcohol, en seguido comprendió que cenar con su amigo había sido como darle sentido a todos aquellos años. Cuando Reniata le cogió la mano para pedirle que se acostara con ella, él pensaba en la suerte que había tenido su amigo al poder pasar aquella velada en su casa, vería la televisión hasta que cayera de sueño, apagaría todas las luces y después intentaría meterse en cama sin despertar a Sue. Sentiría la respiración pausada de su mujer acostumbrada, probablemente, a un sueño tranquilo y confiado, del que él, Ted, era parte. -Ya lo hemos hablado otras veces, prefiero seguir siendo tu amigo a que pienses que te frecuento por calmar mi deseo. No se puede sorber y soplar a la vez, tengo un amigo que suele decir eso. El amor de los que pasamos de una edad no dispone del tiempo necesario para vivir una vida juntos, de establecer ese compromiso de enfrentarnos juntos a las contradicciones de la vida, y sobre todo a las contrariedades. Eso es lo que pienso. 10


-No te enrolles que no te iba a cobrar, pero sólo de momento. Hemut pensó que no había sido convincente. Había intentado darle la vuelta al deseo enfrentándolo a la aspiración juvenil que una vez tuviera de vivir al lado de otra persona con un proyecto común. ¿Cómo se le pudo ocurrir hablar de ese tipo de cosas sentado en la barra de un bar, a las tantas de la madrugada y con un interlocutor, mujer, que creía que todos los hombres eran iguales? -¿Sabes qué? Creo que me gusta la soledad -ella lo miraba fijamente mientras bebía-. Hace unos días me pasó algo, que no debía ser una novedad. Una de esas cosas que has visto un millón de veces sin que te llamara la atención, y de pronto, ¡zas!, te hipnotiza y te quedas mirando como un tonto. Algunos hombres pierden el miedo a lo que pueda pensar la gente, y, sobre todo, lo que puedan pensar sus familiares. Hombres solitarios y mayores como yo que desean compañía y están cansados de acabar los sábados bebiendo en bares retirados hasta las tantas. Uno de esos hombres que yo conozco y al que suelo encontrar haciendo la compra, ya jubilado y con más sesenta años se fue a cuba con la intención de conocer alguna muchacha joven, y lo consiguió. Hay mujeres que hacen lo mismo, no creas; mujeres mayores que desean ser acompañadas por cubanos jóvenes -Reniata bajó la cabeza como si no deseara que él descubriera que le gustaba llevar a la cama a chicos jóvenes. Helmut no estaba seguro de si contaba aquella historia para hacer desistir a Reinata de su propósito de seducirlo, o si en realidad, aquella historia le había impresionado y deseaba contársela a alguien. A pesar de todo, disfrutaba contando y viendo como ella ponía tal atención que se le quedaban las pajas de plástico de su combinado pegadas a los labios y así permanecía unos instantes con la boca abierta, concentrada y sin perder detalle. -Volví a ver a ese hombre haciendo la compra, acompañado de una mulata exuberante. Era una mujer de carácter que compraba todo lo necesario para cocinar sin obviar que su nuevo novio, no sólo le había pagado el billete de avión y le había ofrecido su casa y su cama, sino que la seguía como un corderito con el carro del súper a unos dos o tres prudentes metros. Ella se estiraba para coger los productos de las estanterías y aquel descomunal trasero, su pecho pequeño, sus labios prominentes y sus pantalones apretados en las ingles, quedaban a la vista de todos. No había nadie, hombre o mujer, que no echaran un vistazo furtivo a aquella diosa Rubens huida de uno de sus cuadros y colocada en casa de un madurito español enfrentándose a la la última etapa de su vida. -¡Qué cachondo el tío! -susurró Reniata, con una voz grave que le pareció de un transexual y que le pareció tan excitante que se detuvo un momento antes de seguir con su historia. Después de todo, aquello era para ella la mejor distracción en muchos días y él disfrutó viendo los gestos y comentarios que hacía. -Supongo que del mismo modo que él disfrutara descubriendo todos los productos caribeños en sus mercados, la chica parecía incapaz de procesar toda aquella información. Y supongo que para ella, era mucho mejor que estar en una joyería comparando relojes de diamantes que su nuevo novio no podría pagar. Habían llegado a un acuerdo, eso para mi está, claro. Él tuvo que convencerla de vivir los dos con su pensión y le ofrecía un mundo nuevo que se abría a sus ojos. Estaba encantada. Pensé que ella lo abandonaría en cuanto no fuera capaz de satisfacerla sexualmente, pero enseguida me dí cuenta de que era pura envidia, porque yo no sería nunca tan valiente de dar un paso semejante. Esa era la verdad. Aquella noche, algunas chicas entraban y salían riendo como si volvieran de una fiesta, la música ya no estaba tan alta y las canciones se volvieron románticas, tristes y melancólicas. Lo peor para acabar una noche de borrachera. Un tipo se acercó y le dijo algo a Reniata al oído; se fue con él. Helmut se quedó solo, pensando en aquel tipo jubilado con su joven novia mulata haciendo la compra en el súper. Todo bien, el mundo seguía dando vueltas.

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A pecho lleno

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1 A pecho lleno Que la ex-novia de Harold volviera a casa una semana después de plantarlo por otro tipo para pedirle ayuda, con un ojo morado y su ropa en bolsas de plástico, da una idea de lo poco que lo valoraba y a poca dignidad que tenía. Con una historia sorprendente y deslumbrantemente adornada, la muchacha explicó en un momento como había cambiado su suerte el día que lo dejara y como se había arrepentido de su decisión desde entonces. Harold la miraba con desconfianza y se preguntaba si la seguía queriendo -creía que no, pero se resistía a aceptarlo-, de todos modos, en aquella semana habían cambiado algunas cosas, él ya no tenía espacio en los armarios para su ropa porque había alquilado una habitación a un artista -un viejo amigo que hacía performances sobre el cabaret, los hombres vestidos de mujer y los drags que hacen chistes sobre el matrimonio entre parejas del mismo sexo y que conocía desde mucho antes- y se había comprado un loro, nada menos. En una semana todo había cambiado radicalmente, lo que sólo tenía una explicación, Harold ya hacía mucho tiempo que venía preparando ese cambio. Le sorprendió que ella se presentara sin más con aquella apariencia, en la puerta de su casa. Ningún tipo de aviso previo ni llamada telefónica, medió entre su decisión y el momento que tocó el timbre, con las bolsas de basura delante de la puerta que Harold abrió tan confiado como sorprendido un segundo después. -No encontré las maletas y no quería permanecer allí un segundo más, lo siento. -Estoy acompañado. -Sólo por unas semanas, hasta que pueda organizarme. ¿Es una mujer? -Más o menos. He alquilado una habitación -le dio algo de información. -¿Es tu pareja? ¿Estabais en ello? -No es mi pareja, pero ahora lo comprenderás, es un artista -Leslie pasó y vio a Christian memorizando un pasaje de su nuevo monólogo. Vestido de mujer, agitaba los brazos en el aire mientras decía:”¡Dios salve a la reina! Conocí a Fredy en el metro de Barcelona y me invitó a pasar el fin de semana en su mansión en Escocia. Yo me dedico a los monólogos, así que pensé que sería una buena ocasión de obtener información sobre el mercurio para uno de mis shows...”- Christian parecía dispuesto a seguir indefinidamente declamando y leyendo sin tener en cuenta que ellos habían entrado en la habitación. Se trataba de una ficción acerca del Rock, pero las puyas a la monarquía de su espectáculo eran evidentes. -Conozco a Christian desde el colegio, es un viejo amigo, nunca esperaría nada malo de él, si te quieres quedar unos días, tu ropa se queda en las bolsas y tu dormirás en el sillón del salón. -Podríamos dormir juntos. No iba a pasar nada. -No. Tanto el sillón del salón, como la misma alfombra que cubría el suelo, eran soluciones parecidas, no podía guardar su opinión al respecto, eran duros como piedras. Pero, la única cosa que podía hacer en aquellas circunstancias, era aceptar la proposición de Harold, después de todo no se había portado bien con él y era normal que estuviera resentido. Nada de lo que pudiera hacer Leslie le podía sorprender ya. Le preocupaba aquel ojo morado, pero no iba a hacer nada por conocer al hijo de puta que se lo había puesto así, porque, 13


posiblemente, conociéndola a ella, aquel tipo tendría la cara como un mapa de carreteras de segunda. A fin de cuentas, ella ya no le era nada, y a pesar de que era bastante más joven que él, sabía defenderse sola. En una ocasión, la había visto mostrar su spray de pimienta a un guarda del METRO que se puso borde y se sobrepasó con ella; no se atrevió más que a dar media vuelta y dejar de molestarla, cuando en realidad ella no llevaba su resguardo ni tenía dinero para comrar un pasaje. Ese tipo de cosas era lo que le daba aquel carácter insostenible, aquella forma de ser que lo sabía todo y no sabía nada en verdad. Harold se había preguntado más de una vez, ¿cuántas manos la habrían tocado? -en ese sentido que es el peor de todos-. Y la respuesta había variado según el momento, pero de algo estaba seguir, nadie lo había hecho sin su consentimiento. Harold no era su padre, eso era lo primero que debía tener en cuenta, y lo segundo, que a pesar de los pesares, no podía dejarla tirada y el sofá del salón era la única solución disponible en aquel momento. Christian se tomó la libertad, al tiempo que daba dos besos a Leslie, de criticar su falta de gusto, o lo que era lo mismo, el abandono que expresaba con su ropa y apariencia. “No te extrañe que si te veo por la calle no te salude, estás hecha una pordiosera sin zapatos”, y utilizó una analogía con la humildad de Jesucristo y andar descalzo, “pero tú no eres Jesucristo”, concluyó como si no deseara seguir predicando. En verdad se había metido en un jardín al emplear aquellas metáforas, del que no sabía como salir; “la religión no es mi fuerte, cariño. Pero, te hace falta un cambio urgente de estilo”. Sonó de nuevo el timbre y Harold se precipitó a abrir, lo que no hubiese hecho de no necesitar ausentarse de aquella escena y la tensa relación que se establecía entre sus amigos. Se trataba de Michele Bauer, una “empresaria” del ramo del cómic que, en ocasiones, le buscaba trabajo de guionista para cómics, tenía varias tiendas en todo el país, y era buena amiga. Le daba buenos consejos acerca de algunos temas sobre los que debería pasar de puntillas si quería llegar a un público más amplio con sus historias, pero Harold no solía hacerle caso. Pese a que la apreciaba en lo que valía, no solía seguir los consejos de nadie en lo que respectaba a sus historias. Además de eso, Michele no tenía un carácter fácil, así que nunca le decía que no, abiertamente, y hacía lo que ella deseaba al final. Leslie parecía consternada por conocer a aquella gente a la que no había visto jamás en el año que había pasado unida sentimentalmente (por así decirlo) a Harold. Nunca le había hablado de ellos y eso le hacía adivinar que había mucho que no sabía de su vida y que probablemente se había perdido para siempre. Guardaba silencio mientras Michele soltaba a Harold una reprimenda por no haberla llamado en tanto tiempo, “sino te llamo yo, tú no te mueves...” y, a la vez, mientras Christian afirmaba que si él tuviese un trasero como el de ella, no tendría problema en conseguir una programa de variedades en la televisión local. La propia escena vivida en aquel momento, se parecía mucho a las escenas que Harold escribía en sus guiones. No tenía una objeto que tanta gente se juntase sin un propósito común, y de momento eran cuatro, pero aquello podía seguir subiendo hasta el infinito. Tal vez para él, más de tres era multitud, sin embargo, intentaba ser benevolente incluso cuando se empeñaban en hablar todos a la vez. Con tal fin, renunciaba a expresar su opinión acerca de nada o tener que opinar si para ello necesitaba pasar por encima de otra opinión que posiblemente empezara a vertirse en el mismo momento que la suya. Era esa una peculiaridad de Christian, le gustaba hablar, hablaba mucho y continuamente, y era capaz de competir en eso con sus mejores amigas, que también parecían capaces de hacerlo a toda velocidad y manteniendo varias conversaciones a la vez. Y nada sería relevante si no fuera porque Michele parecía interesada en decirle algo interesante que pqrecía mascar de antemano, y eso no terminaba de surgir, porque el incipiente concursante en le concurso de drags de la ciudad -no eran nada despreciables los carnavales de drags, y sólo equiparables a la semana santa en lo que a su estética se refería-, se empeñaba en preguntarle donde había comprado su gabardina, si frecuentaba boutiques o almacenes, y cosas parecidas. -¡Eh Harold, abre la puerta del portal que se ha vuelto a escarayar el telefonillu -alguien gritó con acento asturiano, desde la calle. Era el repartidor de pizzas, al que conocía desde hacía algunos años 14


y con el que había pasado algunos momentos memorables de diversión urbana y nocturna. Se asomó a la ventana y la arrojó las llaves para que él mismo abriera y subiera. -¡Tío, si no vivieras en un primero, íbamos a tener un problema. Sin ascensor, no hay pizza -dijo bromeando ya en la puerta del piso. -El mismo trabajo de repartir pizzas, le permitía a Derek tener tiempo libre para estudiar arte y ensayo. Los mismos estudios eran una forma de reafirmarse en su valía, una especie de confirmación de algún talento escondido. Y en su caso, tanto Harold como Leslie, siempre lo habían tratado más como un estudiante que como un repartidor, lo que en el mundo competitivo en el que se movían, era de agradecer. Con la finalidad de aceptarlo más como amigo que como repartidor, o al menos de que los otros lo vieran como tal, se lo presentó, pero no necesitó hacerlo con Leslie, que se acercó a él para darle un abrazo. En esa presentación, Harold insistió en poner de relieve los estudios que cursaba y manifestar su confianza en que en un par de años tendrían un amigo actor de teatro. Derek no necesitaba tanta adulación superficial. Además, Harold ponía un tono muy de artificio cuando se metía en jardines de los que finalmente salía por los pelos. Como Michele se iba a quedar y no habían contado con la inesperada vuelta de Leslie, Harold preguntó a Derek si había forma de tener otra pizza. -¡Claro chico, en esta ciudad no hay nada que no puedas tener si pones la pasta encima de la mesa! Cuando al final de las presentaciones, Derek hizo un comentario acerca del olor a pizza de su ropa y la necesidad de irse para seguir con su trabajo para terminar pronto y lavarse, Michelle quiso comprender que había en él un cierto rechazo por la burguesía y que, de algún modo, así los consideraba y así lo daba a entender con su ironía. “Bueno pizzero, si te quieres ir, vete, nadie te retiene”, respondió con crueldad y cinismo. Harold pensó que Michele debería ser más condescendiente, pero enseguida se dio cuenta de que eso era también una forma de sentir lástima por los que se mataban a trabajar en trabajos manuales y de levantar pesos. Y que, en esos casos, nadie los podría librar de una respuesta como, “os podéis meter vuestra lastima en lo más sucio de las bragas”, o algo peor. El carácter violento de Derek lo llevó a añadir, ¿algún problema bitch?, mientras le ponía un puño cerrado y apretado como una piedra delante de la cara. -No se lo tengas en cuenta, está pasando por un mal momento. Michele quería que Harold viajara a París donde tenía una tienda y un gestor que se dedicaba a hacer tattos en la trastienda, “va por libre”, afirmó. Vendía suficientes cómics y no iba mal como negocio, pero había descubierto que metía la mano en la caja y no cumplía los horarios, se llamaba Aline. La propuesta era que se presentara allí, hablara con ella, le expusiera los motivos y la despidiera sin piedad. Michele añadió que eso no se hace por teléfono y que ella no podía desplazarse en aquel momento porque estaba montando un stand en la exposición de cómics del consistorio. “Cambiale la cerradura si es necesario, pero no lo quiero más en la tienda”. No la creyó del todo, pero era su tienda y podía hacer los cambios que quisiera. Le pagaría el viaje, pero le hizo creer que podría ofrecerle el trabajo, era un engaño y el viaje en autobús; muy poco deseable. Por si eso no era suficiente, Michele había contratado un viaje que iba a Oviedo, y allí tendrían que hacer trasbordo y entonces ya sí, directos hasta París pasando por San Sebastián, ¡un reto! Derek lo pilló al vuelo, iban a su tierra, y él llevaba un tiempo planeando un viaje por unos problemas familiares. No tardó en interesarse y le dijo a Harold que hablarían en otro momento para hablar de la posibilidad de viajar juntos. Derek no quiso volver a su trabajo aún, a pesar de que llevaba dos repartos bastante atrasados. Si alguien iba a hablar de aquel viaje en los próximos minutos, él quería estar delante. Sin duda todo el mundo se habrá hecho una idea de lo exigente que era Michele y la importancia que le daba a sus tiendas. No había muchas incógnitas acerca de ella cuando llevabas más de diez minutos compartiendo su espacio. No era el tipo de mujer misteriosa de la que uno no sabe que pensar o a que atenerse por mucho tiempo que pase, con Michelle todo estaba claro desde el principio, sin ambigüedades. Tampoco se podía decir que Harold no pusiese todo de su parte para 15


intentar comprenderla, además le había ayudado en una ocasión que le hiciera falta dinero y, aunque no se lo decía, lo miraba como si se lo debiera. “Maldita sea, voy a tener que ir a Francia... nada menos, Se lo debo”, pensaba con pesadumbre. Cuando se acepta a alguien por amigo, en ocasiones, uno permite, excepcionalmente, concesiones que normalmente no haría. Michelle debía ser esa excepción, una persona extraordinaria en algún sentido, de la que sin embargo no gustaba casi nada de lo que decía ni de como se expresaba. En otras ocasiones había intentado cortar sus argumentos, evitar exposiciones demasiado resentidas o poco lúcidas, pero casi siempre, en la tormenta de la intransigencia, se las arreglaba para terminar sus frases. Harold era muy consciente y tenía muy presente las prioridades de su amiga, no era una mujer joven y era de ese tipo de gente que considera más importante el dinero que los sueños, o el amor. Bajo ese enfoque, era el tipo de persona que a menudo saca a otros de líos inesperados, pero que a cambio exige una fidelidad dolorosa. Esa naturaleza, sin embargo, lejos de llevarlo a desear perderla de vista, parecía aceptarla y apreciar sus atenciones, con mejor disposición de lo que lo hacía con otras amistades. Por lo demás, si tardaba en dar señales de vida, él podía comprender que estaba inmersa en algún nuevo gran negocio, y como ella misma solía decir, “el negocio es el negocio”, porque de él no salía llamarla y no era del tipo de mujeres con las que se pudiera quedar para tomar unas cervezas. Harold también era consciente de como la miraban los otros, le resultaba más obvio de lo que en un principio había creído, y con el paso de los años tuvo que aceptar, que nadie entendiera aquella relación, que no era del todo sumisión, pero que, como mínimo, resultaba extraña. La realidad suele ser mediocre y los sueños se adornan demasiado, es por eso que no conviene soñar con personas poco conocidas. Imaginaba que en alguna ocasión, pediría más de él de lo que estaba dispuesto a dar y ese sería el fin, pero eso no representaba ningún cargo de conciencia; si las novias iban y venían, no esperaba menos de los amigos. En el caso de Cristian era diferente, podían llamarse cualquier día después de no verse en meses y salir a beber toda la noche como dos colegiales. Si lo pillaba desprevenido hasta podían terminar en un bar de chicas sin entender de todo por qué al transformista le gustaba tanto beber allí. En una ocasión llegó a temer que la noche acabara realmente mal, era carnavales y Chritian se empeñó en disfrazarse de niña de guardería, con chichos sobre las orejas, calcetines bordados, zapatitos bailarina y un mandilón para no llenarse de tiza, si dejamos un espacio a la imaginación en esta parte de la niña en el encerado; además, llevaba una enorme piruleta que nadie sabía muy bien si le cabía en la boca, se había pintado pecas y sonrojado las mejillas con un maquillaje rosa pálido. Todo listo para crear una gran confusión entre los hombres más aguerridos del bar. Harold lo veía bailar y moverse como si la timidez de su personaje fuera lo más sexy que pudiese ofrecer. Apareció un tipo violento que casi le parte la cara porque le insultó cuando el desconocido le tocó el culo. Tuvieron que salir buscando la seguridad de las orquestas callejeras y todo quedó en un susto, pero, eso le quedó claro, con Christian nada tenía límites y siempre iba a ser así, hasta su deterioro. En otra ocasión en que unos niños bien lo insultaron y lo golearon, llegó a temer que acabarían en el hospital, y él mismo, interponiéndose entre los niñatos, recibió alguna patada y un golpe en la cara del que tardó en recuperarse. En aquella ocasión tuvieron una buena bronca y Harold dejó de verlo durante meses, se enfadó mucho, pero como solía pasar con su amigo, se le pasó y ahora le había dejado una habitación en su casa. Temió entonces que si volvía a provocar a los hombres con sus tetas falsas, no sería extraño que en algún momento recibieran la visita dela policía -las autoridades políticas habían creído necesario crear una policía contra el vicio, y nadie sabía, ni los propios policías, donde empezaba ese vicio y donde terminaba-, pero no fue así. No creía posible entender de todo a Christian, ni si tenía algún plan para su vida o se dedicaba a vivir el momento, pero había algo que admitía duda alguna: le gustaban los hombres con una intensidad obsesiva, y eso estaba relacionado con todo lo que había reprimido en su infancia y adolescencia, y que de golpe se había liberado y ya no tenía freno. Las consecuencias de esa liberación no siempre eran las más convenientes, pero... ¿quién pensaba en conveniencias? 16


El recuerdo de Christian disfrazado de niña del parvulario, con pecas y piruleta, se había pegado a su mente durante años. Ya entonces, apenas con quince años, a Christian ya le gustaba pasar horas maquillándose y vistiéndose de mujer, o, como en este caso, de niña indefensa y perdida. Cambiaba tanto que se volvía irreconocible, se miraba en el espejo como si se reconociera por primera vez y extendía el maquillaje con sus propios dedos, con mucho cuidado, como si estuviera dibujando. Si tenía algún talento no era ser capaz de hacer agudos guiones para sus monólogos de humor vestido de barbara streisand, su mejor talento consistía en pasar horas maquillándose con absoluta maestría. Se sentaba impaciente al principio, tal vez nervioso, ponía todas sus cremas y maquillajes delante de sus ojos y a continuación destapaba aquellos que iba a utilizar, sin prisas. Movía la cabeza a derecha e izquierda, buscando aquello que le inspiraba de sus expresiones. Se ponía muy serio y miraba hacia arriba para calcular cuando empezaría a caerle la papada. Parecía indiferente al momento, pero estaba feliz mientras terminaba de maquillarse. Y entonces, estirado como un pavo real se echaba hacia atrás y decía, “parezco una señora; es lo mejor”. Para que todo no se volviese aún más difícil, Harold intentó ver en el viaje una oportunidad para salir de sus últimas obsesiones, tal como era creerse incapaz de tener a una chica a su lado más de un año, o, también, haber convertido a Christian en el personaje de uno de sus cómics. Además Leslie, de pronto creyó que se había perdido más de lo que en su ruptura había sabido ver, y pensó en el viaje como una oportunidad para intentar recuperar a Harold -y eso sin rastro de vergüenza o resentimiento-, por eso intentó apuntarse al viaje a París. Nadie se lo había puesto fácil nunca, ni le habían demostrado más afecto del necesario. Por el contrario ella siempre había sido generosa y extremadamente cariñosa con todos sus novios: no se trataba de ofrecerse a sí misma a cambio de un poco de ayuda y de tener al lado alguien que no se lo pusiese aún más difícil. Ni siquiera Harold que parecía tan apocado, o aquel tipo que le pusiera un ojo morado, y que según le había dicho en su cara, la consideraba una aprovechada. En tales circunstancias, ya no se trataba de un viaje con un lamentable cometido y finalidad empresarial, sin que nadie lo hubiese visto venir se había convertido un una “prometedora” excursión. -He intentado más de una vez convencerla de que a los subordinados tiene que tratarlos con exquisita educación y que lo contrario la convierte en una fascista -dijo Harold a Derek cogiéndolo por un brazo y llevándolo a una esquina- Es el tipo de persona que jamás reconocerá que se ha equivocado. La primera impresión que le produjo el comentario, extrajo una sonrisa del repartidor de pizzas. Eso cogió por sorpresa a Harold que habría esperado una ironía del estilo, “el que nace para cuervo, se muere cuervo”, y sin duda eso se hubiese referido también a la nariz pinchuda de Michele. Christian, Michelle y Leslie, parecía ajenos a su conversación, y se había arrimado a la ventana para ver la calle. -Gracias por la intención Harold, pero no creo que puedas cambiar la idea que me he hecho de esa cotorra. Encendió un cigarrillo mientras intentaba ser benévolo con aquella mujer que, en su mejor versión, parecía un intrigante y sarcástico empleado del servicio de inteligencia. Todas las mujeres parecían alguna vez capaces de guardar un secreto, a menos que desearan hacer daño exponiéndolo al interés general, por eso las creía capaces de unirse a uno de aquellos grupos de inteligencia que solían darle forma a las películas de intriga policial que miraba con frecuencia. -Esta bien, te comprendo -contestó Harold y Derek le respondió con una mirada de agradecimiento. -Acaban de operar a mi madre de las piernas. Tuvo un accidente de automóvil y va a quedar mal. Lo puedes imaginar. Con su edad ya nadie se recupera del todo, y va a necesitar mucha ayuda. Derek vivía de forma provisional, así que no le sería difícil, en el momento más inesperado, coger sus cosas y volver a su ciudad renunciando a sus sueños de ser un actor. Era el tipo de chico que causa impresión entre las mujeres mayores, y a pesar de lo desagradable que Michelle se había mostrado con él, no dejaba de mirarlo con cierta codicia. Él volvió a su trabajo y se despidió con un 17


simple “hasta vernos”. Tal vez, por la forma en que Harold se enfrentó a ese encuentro, pudo sospechar que Michelle lo metería en su cama si pudiera, mientras que Leslie pareció ajena a todo hasta que Christian se dirigió a Michelle y le espetó con censura y sorna -¿Qué? ¿Está musculoso el boy? -A mi edad, yo ya no me fijo en esas cosas -respondió evitando su mirada. -Ya, y yo soy juana de arco, pero sólo sobre el escenario, querida. Leslie, sonreía divertida con todo el proceso en el que sus nuevos amigos se iban conociendo y se censuraban, sin apenas saber los motivos que los llevaban a ser como eran, estaban necesariamente justificados. El hecho de que todos ellos hubiesen coincidido en casa de Harold, aquella mañana, lo convertía en el nexo de unión necesario, pero no los tenía que hacer congeniar de antemano. Michelle nunca lo reconocería, pero Harold recordaba de conversaciones anteriores, que le había hablado de Aline. Había pasado en un año, de ser una artista maravillosa y la persona ideal por su capacidad de trabajo y formación, a convertirse en un demonio que sólo podía estropear todo lo que tocaba. ¿Michelle esta siendo injusta con esa chica?, se preguntó Harold. ¿Habrá alguna condición egoísta en su decisión? Por otra parte, también era posible que hubiesen discutido por algo tan tonto como la forma de poner las estanterías, ¿y eso lo considerara suficiente para quitársela de encima? Todo era muy confuso, pero hacía mucho que conocía a Michelle y sabía como pensaba, era su tienda y podía hacer los cambios que quisiera. La gente vive procurando no pensar en las cosas que le causan dolor. En general, convivimos con nuestras desgracias, si bien hay etapas en las que podemos eludirlas, a veces por largos periodos, pero siempre vuelve alguna cosa. Tener que ponerse al cuidado de un familiar inválido debe ser de lo peor, y en el caso de Derek, tener a su madre enferma lo convertía en una bomba de relojería. No era el tipo de persona con el que convenía andar a joder. En cualquier momento podía explotar y desencadenar toda aquella tensión que acumulaba. Harold estuvo de acuerdo en pagarle el viaje a Leslie para que se uniera al grupo, pero, al menos de momento, no parecía animado a un acercamiento sentimental que pasara por alto la forma tan interesada en que lo había plantado por otro tipo. El dinero y la posición social no era algo que se pudiera conseguir de tal forma, y además, para Harold la gente que pone sus vidas en esos parámetros, los convierte en unos idiotas, de los que por otra parte abundaban de forma tóxica a su alrededor. ¿Era Leslie tan idiota? Todo hacía pensar que sí, pero eso no disminuía ni un milímetro aquella naturaleza que en otro tiempo se ilusionaba por las cosas más inesperadas, que reía inocentemente y que lo provocaba sacándolo de sus pensamientos cuando reclamaba atención. Todo aquello que había encendido su deseo hasta tenerla y perderla. Y era por eso, que no podía culpar de todo a su ex-novia, ni de lo bueno ni de lo malo, pero ahora que sabía que era imposible que llegaran a congeniar por que tenían aspiraciones diferentes y nunca podría darle todo lo que necesitaba, si volvía a desearla y acercarse a ella, sólo sería culpa suya un nuevo fracaso. Para hacer que la idea de un viaje en conjunto fuera aceptada con la mejor de las disposiciones, y aprovechando que Michelle había desaparecido y que Harold ya no la volvería a ver hasta su vuelta, a eso de las diez, y después de que Derek terminara su jornada laboral, apareció de nuevo, esta vez cargado de cervezas y dos botellas de ron. El asunto era que quería conocer mejor a sus nuevos amigos y hacerse aceptar por ellos. También los otros lo encontraron una buena idea, y bebieron sin timideces. Como si de un procedimiento mágico se tratara, todo se animó, rieron y contaron anécdotas y Christian se permitió hacer uno de sus monólogos, comparando el día del orgullo gay con las procesiones de semana santa, “con el debido respeto, que soy muy religioso y creyente de las imágenes, pero en lo estético, donde estén unas buenas plataformas...”, dijo, antes de empezar. -Os agradezco esta posibilidad de conocernos mejor -dijo Derek en un momento-, ahora que estaba pensando en volver a mi pueblo, os conozco a vosotros -dirigiéndose a Christian y Leslie-, son gente realmente con la que uno se siente a gusto A Harold no le gustaba entrar en el aspecto emocional de las amistades, para él, era necesario 18


mantener la distancia con el objeto de pasar por los momentos más difíciles sin demostrar flaqueza, y eso se conseguía hablando menos y estando más (siendo el verbo estar tan necesario en estos tiempos). Harold bebió más que los otros, parecía dispuesto a un coma etílico y mientras ellos reían con las chanzas de Christian, él vaciaba una de las botellas de ron. Se entregaba como un poseso a la botella, y eso sólo lo hacía cuando su vida perdía sentido e intentaba evadirse de todo buscando el olvido en el fondo de la botella. Es posible que aquel estado viniera de atrás, de todo lo que había salido mal el último año, pero sobre todo, tenía que ver con lo poco convencido que estaba de lo que tenía que hacer para devolver los favores que en el pasado le había hecho Michelle. No se trataba exactamente de angustia o desazón, tenía que ver con sus propias capacidades y su falta de reacción. El alcohol no lo perdonaba por sus pecados, por así decirlo, no lo redimía, pero se apiadaba de él mientras hacía más hondo el hoyo en el que había caído. Algunos creen que ayudar a los demás los salva de depresiones parecidas, los hace fuertes y convincentes, llenos de razón y libres de la herida psicológica. No se trataba de ir por ahí buscando suicidas para sentarse a su lado y convencerlos de lo maravillosa que puede ser la vida si se le da una oportunidad, en su caso, se hubiera conformado con mitigar un poco los problemas de la gente que habitualmente estaba a su alrededor, y en eso, desde luego, no entraba ayudar a Michelle a despedir a una persona que vivía a mil dos cientos kilómetros de distancia y a la que no había visto en, al menos, dos años. ¿Sería simplemente una cuestión de pérdidas? Estaba a punto de hacer algo de lo que no estaba emocionalmente convencido pero que consideraba que debía de hacer. Tenía la lógica imperfecta de que su propia carrera dependía de hacer cosas que, en un sentido superior, no entendía -además estaba lo de los trabajos que Michelle le buscaba, y una exposición de sus cómics antiguos con un dibujante mediocre con el que ya no trabajaba, que hacía un tiempo que le había prometido y que en su más profundo inconsciente, prefería no mezclar con todo aquel asunto. No bebía de forma autodestructiva. Aquella rabia desatada a través del licor y del ron, lo tiraba en un sillón o sobre la cama y terminaba durmiendo, pero no le pasaba con frecuencia. Necesitaba aquel viaje, no por lo que significaba en sí, sino por lo que significaba para él escapar de aquella ciudad y de un abatimiento que formaba parte de su inconsciente y que, de forma general, no permitía salir a la luz. Leslie se durmió en el enorme sillón del salón, después de todo habían quedado en eso y como no era una mujer corpulenta, aquel sillón parecía una cama doble cuando se tendía en él. Derek se durmió en el suelo, con la cabeza sobre un enorme cojín verde de flecos. Estuvieron viendo cómics y los dejaron tirados por el suelo, entre los vasos y las botellas de cerveza, también había un plato con resto de pan y chorizo de León. Christian no estaba en el salón, posiblemente se cansó el primero y se fue a dormir a su habitación, pero Harold no lo recordaba. Al despertar, Leslie lo miró y le sonrió, era buena hora para levantarse, hacía tres horas que había salido el sol y dormir demasiado no era fácil con la resaca. “Habrá que preparar café”, dijo Harold y se dirigió a la cocina. Posiblemente Derek lo oyó pero no hizo ni un movimiento que lo confirmara hasta unos minutos después en que empezó a sonar la cafetera al hervir el agua y se desperezó intentando poner el cuello derecho -esta fue una operación delicada. Le dolía y creyó que le iba a quedar así para siempre. Lo giró de izquierda a derecha tan lentamente que casi se queda dormido de nuevo en medio de esa operación. Al fin pudo incorporarse y se quedó sentado en el suelo, masajeando la parte que le había quedado entumecida-. Unos días después, en la estación de autobuses comenzaba su aventura. Tenían reservados sus asientos porque comprar con antelación suponía una reserva en el billete, y aunque Derek se había resistido a dar el dinero por adelantado, cuando estuvo sentado en su sitio tuvo que admitir que había sido una buena idea. Harold tenía la capacidad de convencer a los que le rodeaban de lo que era lo mejor para ellos, generalmente le hacían caso y llevaba las cosas por donde más le gustaba, pero no siempre funcionaba. Con Derek, siempre existía la posibilidad de que para llegar a cualquier parte, hubiera que dar un rodeo. Era un carácter independiente al que le costaba actuar en 19


grupo. Y por eso que Harold lo observaba muy de cerca, le interesaba cada una de sus reacciones, y cuando daba una idea acerca de qué comer, dónde pararse o dónde no era conveniente bajarse a orinar, miraba directamente a Derek esperando su reacción. Una mala cara, aun siguiendo sus instrucciones, era suficiente para cuestionar el liderazgo (por así decirlo) y eso hubiese hecho que se arrepintiera todo el viaje de haber aceptado hacerlo en grupo. Sin embargo, debido a la urgencia con la que Derek necesitaba estar en Oviedo, esta vez no puso demasiados problemas. Por otro lado, Derek parecía haber congeniado especialmente con Leslie, y se sentaron uno al lado del otro, ella en el asiento de la ventanilla. Aquello no quería decir nada especialmente interesante en cuanto a sus emociones, pero entonces Derek aún no sabía que la relacionaba con Harold. Hay gente que cree firmemente en el amor a primera vista, y atando cabos, a ese tipo de gente no le parecería muy extraño que los dos se sintieran atraídos. Aquello resultaba ligeramente chocante para Harold, pero mantenía la distancia, a pesar de estar sentado en un asiento detrás de ellos y apenas poder descifrar sus conversaciones entre el ruido del motor diésel del autobús y los comentarios de Christian acerca de sus planes para el futuro. -Las televisiones locales tienen ahora mucho tirón y me gustaría grabar mis espectáculos para poder vendérselos, o al menos que me sirvieran de publicidad gratuita. No siempre acceden a ese tipo de acuerdos -afirmó el artista. -Sé práctico Christian, no es mala idea, pero no te dejes llevar por la farándula en todo. No te vendas; si eres bueno, que te busquen. De niño te llevabas todas los coscorrones porque siempre estabas en las nubes y no las veías llegar. También es verdad que había algunos profesores muy cabrones -le respondió Harold. El conductor era un tipo de estatura media y unos ochenta kilos, con voz uniforme y autoritaria. También había en él un algo de resignación que demostraba cuando resoplaba para pedir a todos que se sentaran y tardaba en hacerse oír. Harold compartía su preocupación por cumplir los horarios y terminar de una vez con aquel viaje, pero en tales casos siempre hay gente que se demora, o, en las paradas programadas hay que esperar por alguien que se decide a comprar algo en la tienda de una gasolinera y llega corriendo y cargado de bolsas plásticas cuando ya todos están sentados. En tales casos la puerta se cierra tras ellos y el autobús inicia su marcha sin darle tiempo a ocupar su sitio, así que avanza por el pasillo centrar dando tumbos y sin poder sujetarse por llevar las manos ocupadas. Toda una odisea. El chófer llevaba tejanos y un manojo de llaves que abultaba en uno de sus bolsillos y que ataba al cinturón por medio de una cadena, todo muy práctico pero poco estético a los ojos de Christian que no pudo dejar de comentarlo. También llevaba una botella de agua y una radio que sólo podía escuchar él porque la situaba sobre la guantera a un volumen moderado. Toda esta organización debía responder a años de trabajo en el sector, y posiblemente el hecho de que usara zapatillas deportivas también respondía a la necesidad de sentirse cómodo mientras trabajaba, si bien no parecía responder a las condiciones de uniformidad y reglas que estas empresas establecen para sus empleados, por lo que Harold pensó que hacían algún tipo de “vista gorda con los más veteranos”. -A los conductores de autobús, en realidad, les gustaría ser pilotos de aviación. Es una aspiración legítima. A mi me gustaría ser actor, pero no tengo ni idea de actuar -empezó Christian un nuevo argumento-. Los comandantes de avión llevan esos uniformes tan planchados... y claro, ese hombre con esa cadena no estaría facultado para entrar en una de esas cabinas llenas de botones y luces -y sin terminar su observación, añadió-. Además, estoy seguro que como conductor de autobús lo hace muy bien. -¿Por qué crees eso? -preguntó Harold sonriendo por el humorístico comentario. -Creo que lo veo muy satisfecho y convencido de su autoridad. Parecía que Christian prometía un viaje muy entretenido y cansado, a la vez. Era infatigable. Solía decir que las mujeres hablaban mucho, que de hecho, les gustaba hablar y hablar como puro entretenimiento, pero lo cierto era que él mismo era el exponente masculino de sus propias observaciones. En realidad no había señales de que lo que decía fuera verdad, todas las mujeres en 20


el autobús iban en silencio. Más bien parecía que se trataba de una operación de distracción para disimular su verborrea incontenible. Harold pensó que como transformista no era demasiado bueno, pero como monologuista llegaría muy lejos, era capaz de “sacar punta” a las situaciones más inesperadas. La forma en la que Leslie había vuelto no había resultado de lo más cómodo para Harold, intentaba analizar la situación sin que nadie se diera cuenta de que su presencia le importaba. Encontró la forma de no responder a sus emociones al respecto y permanecer con cara de poker cuando ella le hablaba o intentaba una aproximación. “Puedo dormir en cualquier parte”, le había dicho mientras le ofrecía el sofá con la esperanza de que buscara otro sitio donde pasar aquella primera noche, y desde entonces, todo se había complicado, y ella parecía encantada. -Creo que me va a gustar este viaje -se dirigió a Derek-, mis fracasos sentimentales no son un secreto y me hace falta un respiro. Le debo mucho a Harold, no sé que sería de mi sin él este último año -y añadió-. Reconozco que soy un desastre, pero estoy intentado no meterme en más problemas. -No te quise preguntar por tu ojo, ¿qué pasó? -Nada, un idiota. Un tío con pasta que creyó que iba a hacer todo lo que el me pidiera. Aquella conversación dejaba a las claras que Leslie no era la princesa que Derek había imaginado, lo que le venía muy bien, porque de tal manera, podía hablar de igual a igual con ella, sin palabras rebuscadas ni florituras en las frases, como dos juguetes maltratados por su propia libertad. Hablar sin vergüenza y contarlo todo así, como ella lo contaba, era señal de su dolorosa inocencia. Se hacía daño y hacía daño a otros inconsciente de sus actos. No era fácil de entender que hubiese tenido una relación sentimental con Harold, que lo hubiese abandonado traicionándolo, y que cuando le hizo falta ayuda, sin apenas haber cerrado las heridas, hubiese acudido a él a pedirle ayuda. ¿Arrepentida? Ni siquiera nadie podría decir si era así, excepto por la voluntad que ponía en querer seguir un tiempo aún a su lado. Por fortuna, se había quitado la tirita de la ceja, y aquello se no estaba tan hinchado, así que el ojo en un par de días parecería normal del todo. Después de dos horas de viaje, un pasajero se dirigió al chófer para decirle que tenía ganas de orinar, y éste anunció que pararían en la próxima gasolinera, para la que aún faltaban unos quince minutos. Todos debían bajar a estirar las piernas y aprovechar para ir al lavabo, porque no haría otra parada en muchos kilómetros. Aclarado ese punto, siguió adelante pisando el pedal a fondo y soltando una cantidad inesperada de humo negro por el escape. Lo único que Christian atinó a decir fue, “ese hombre tiene el carácter de John Wayne”. De cualquier forma, en los viajes siempre podemos intuir que nada va a salir como se espera: No quiero decir que siempre para mal. Se sienten las incomodidades aún peor de todo lo que pudimos imaginar antes de la partida, y la atracción por la aventura se reduce considerablemente cuando el cansancio nos deja sentir el sudor pegando la ropa a nuestro cuerpo; si bien, si el interés que nos lleva a hacer maletas y arrastrarlas por las ciudades, hasta las paradas de taxi, es lo suficientemente excitante o elevado, tal vez merezca la pena. Harold empezó a sentir la fatiga tres horas después de la partida, pero concluyó que diez años antes, en 1970, había viajado en autobús hasta alicante desde Barcelona, y como aquello si había resultado un horror, debía ser realista y aceptar que todo había mejorado mucho y los tiempos y las distancias se habían acortado mucho, las carreteras eran mejores y los autobuses más cómodos. Sumido en estos pensamientos, dirigió su imaginación hacia Aline: intentó darle forma física e incluso, quiso ponerle voz comparando con otras voces que se oían en el autobús. Había una señora de voz grave que fumaba como una descosida en los descansos, y una jovencita de voz chillona de la que no se fiaría nunca, así que se dijo que tenía que ser algo más moderado entre esos dos registros. Poco antes de mediodía, por esos campos de la castilla interminable, el sol caía a plomo y todos se afanaban en abrir las ventanillas. Apenas había fuerzas para correr las cortinas que bailaban libres con cada golpe de viento. Tampoco había interés en quejarse porque algunos habían esperado algo un poco menos sufrido, y la decepción de los mayores fue comprobar que las bebidas nunca son suficientes y se terminan antes de lo esperado. Aquella situación suscitaba cierto inconformismo, 21


pero la falta de interés por el mundo era total, todos parecían coincidir en dejarse llevar con la esperanza encendida de llegar lo antes posible a cada nueva a rea de descanso. La ventanilla dibujó una hilera de árboles a lo lejos que señalaba el punto exacto por donde pasaba el regadío, Harold lo miró con melancolía y devolvió de pronto su atención a una vieja revista que le proporcionara Michelle, en ella había una foto de Aline, podría reconocerla llegado el momento, eso no era un problema, pero le interesó especialmente el artículo que acompañaba a la foto con el encabezamiento, “Los nuevos ilustradores se ganan la vida haciendo tatoos”. No era de extrañar que el artículo pretendiera una maestría que no se alcanza hasta que se ha pasado por años de insistir en lo que a uno le gusta, pero había que vender a las nuevas generaciones de artistas como el brillante futuro que se esperaba de un país como Francia. En la foto, Aline llevaba puesta una camiseta que apretaba sus pechos mientras limpiaba unos pinceles y se apoyaba en un taburete. ¿Cómo era posible que aquella cara angelical se hubiese convertido de pronto en un demonio? Sin duda Michelle exageraba, pero haberle proporcionado aquella información lo hacía todo aún más difícil. Cuando Christian descubrió que no lo estaba escuchando adoptó la postura del pequeño resentido, del orgulloso sin razón suficiente, y se enfadó girándose levemente para darle la espalda. Harold se le quedó mirando porque el ruido de su voz le ayudaba a pensar y, aunque no supiera decir de qué le estuvo hablando los últimos kilómetros, lo cierto es que lo evadía de otras voces y ronquidos que llegaban de la parte trasera. Cuando Christian se puso los walkman y se aisló por completo, Harold supuso que era un poco más grave de lo que había pensado, pero se le pasaría. Sacó un pequeña botella de agua y le ofreció, sacó el tapón y se la puso delante de los ojos; Christian giró la cabeza en señal de desagrado. Harold bebió y la cerró cerciorándose de que el tapón quedaba perfectamente apretado y la devolvió a una bolsa de plástico que llevaba. Sacó de nuevo la revista con el artículo sobre “Aline, la joven artista que un día cautiva Francia”. Allí delante, la foto era lo suficientemente grande y la chica parecía un ángel inofensivo del que no podía imaginar ninguna maldad. Según Michelle no sólo se trataba de quedarse con una parte del beneficio que no le correspondía, lo que de por sí ya era intolerable, se trataba de que le había ofrecido dinero por la tienda actuando como si fuera suya. Era necesario pararle los pies o se quedaría con todo, había afirmado Michelle en una conversación por teléfono que tuvieran justo antes de emprender el viaje. Una señora mayor empezó a encontrarse mal cuando salían de las largar carreteras de Castilla y entraban en otra sinuosa y estrecha. La otra señora a su lado, dijo que viajaban juntas e hizo detener el autobús para que pudieran atenderla. Nadie sabía si se trataba de algo grave porque mientras su amiga le cogía la mano, la señora enferma terminó por desvanecerse; aquello no parecía apuntar a nada bueno, y, en tal momento, nadie hubiese apostado por su recuperación. Había murmullos entre los pasajeros, y algunos se decían en confianza, “ésta la palma”. Pero, en el momento en que la bajaron del autobús entre dos fornidos hombres, cogiéndola uno por las axilas y el otro por las piernas, pareció volver en sí. El chófer no parecía consternado o preocupado, en años de oficio había pasado por situaciones más comprometidas, y se limitó a decir que tendría que verla un médico y que la ambulancia estaba en camino. La sentaron en la terraza de una cafetería de pueblo, y todos se sorprendieron cuando al arrancar de nuevo, la señora hacia gestos de agradecimiento, cogiendo el pecho y uniendo las manos como si rezara por todos ellos. Lo último que pudieron ver fue que intentaba ponerse en pie para decirles adiós con la mano y volvía a caer sobre la silla de madera que su amiga sujetaba para que no cayera. Cuando habían pasado unos kilómetros de tan inesperado suceso, alguien descubrió que las señoras se habían dejado una bolsa de plástico con todo tipo de vituallas para el viaje, desde chorizo, queso y pan, hasta una botella de vino. El conductor dijo que buscaría la forma de hacérselo llegar y que se lo dejaran al lado de su asiento, donde el ponía también sus botellas de agua. Llegando a Oviedo, Derek les habló de su madre y lo mucho que siempre había significado para él. El no creía que hubiese sido un niño con atenciones especiales, pero lo cierto es que lo había llevado al colegio de la mano hasta muy mayor, y eso había creado una dependencia difícil de 22


superar con los años. Cuando la profesora le enviaba notas por su mal comportamiento, ella lo defendía ante su padre que parecía capaz de arreglar cualquier cosa por la fuerza; andar a patadas con una puerta que no encajaba había sido parte de la solución, pero golpear la radio buscando una sintonía sólo anunciaba que no era un hombre capaz de arreglárselas por sí solo. La primera vez que su madre cogió el teléfono para llamarlo, después de una discusión y, sobre todo, después de cambiar Oviedo por Madrid, fue para decirle que su padre había muerto, y tuvo que coger un autobús muy parecido a ese en el que ahora iba subido, para regresar a su tierra lo antes posible. Cuando llegó ya habían enterrado al viejo. Por lo tanto, después de mucho pensarlo creyó que debía seguir intentando salir adelante en la capital, y ese era su segundo viaje de retorno; tal vez el último. Aunque no pudiera decirse que se había tratado de una crueldad separarse de nuevo de su madre, de cualquier forma resultó algo que nadie esperaba. La madre de Drek llevaba en cama desde su operación y nadie sabía si podría volver a levantarse. El coche en el que se accidentara había quedado inservible, chatarra para comprimir. La capacidad de aceptar y soportar el dolor de las personas que conocía, le parecía a Harold el verdadero objeto de vivir; aprender sobrellevar todos sus dolores y lo que habrían de llegar, no era tarea fácil. Ninguno de ellos podía sentirse peor que Derek, no obstante, la más reseñable cualidad del asturiano era su capacidad para seguir soñando e ilusionándose. Sus propios problemas, le parecían Harold insignificantes cuando lo observaba y su expresión parecía llevarlo a muchos años antes, en la felicidad de la infancia, con unos padres sanos capaces de cuidarlo y mostrarle como eran las cosas y como no debían ser. La vida mordía, eso lo tenía claro, y un día le iba a tocar a él, la gente que quería desaparecería como si fuera normal que así sucediera, y entonces recordaría aquella expresión de Derek, mirando los campos que corrían fuera del autobús, entre la decepción y la tristeza. Al margen de sus conversaciones aparentemente insulsas, el recuerdo del asturiano iba a ser fuerte, más allá de como miraba y se entusiasmaba hablando de su tierra y respondiendo a las preguntas de Leslie. Pero esta vez le había tocado a él, la vida lo frenaba, su madre yacía con las piernas rotas en una cama y la muerte de su padre aún le parecía muy reciente. Sobre todo lo demás, las calamidades ajenas nos atraen y nos ponen en guardia. Harold dejaba de pensar en Derek para centrarse en todo lo que había pasado, como tendrían que renunciar a seguir estudiando lo que le gustaba y a estar en su nueva vida. Por supuesto, Harold sabía mirar sin que apenas se le notara y nadie dentro del autobús fuera capaz de adivinar sus pensamientos. Fue entonces cuando Derek se empeñó en que cenaran con su madre, que la conocieran, que estuvieran con ellos aquella tarde antes de ir a dormir y emprender su viaje, a la mañana siguiente. Habían sido una horas intensas, sin separarse más que para levantarse y abrir alguna bolsa en busca de bebida, comida, una prenda de ropa, pastillas para el mareo o un aparato de música, El resto del tiempo, se miraban incrédulos los unos a los otros o conversaban de forma tan espontanea como inesperada. Al fin y al cabo, hablar era lo único que les producía aquella sensación de creer que conocían a alguien, cuando con el paso de los años seguían siendo un misterio los unos para los otros. Claro que había cosas de los amigos que se iban asumiendo y apreciando con el tiempo, pero nada especialmente relevante. En realidad, saber como se comportarían en situaciones difíciles, o si un día les fallarían sin motivo aparente, eso era lo que tenía que ver con que cada uno, llegado el momento tendría que decidir seguir con su vida. Tal vez no volverían a ver a Derek nunca más, y eso llevó a Harold a convencer a sus amigos a realizar aquel esfuerzo y en lugar de ir al hotel a descansar, pasar aún un par de horas con su amigo antes de despedirse. Para Derek, descender del autobús y poner de nuevo los pies en su tierra se convirtió en un acto trascendente, pero a pesar del misticismo no dejó de atender a sus invitados y lo primero que hicieron fue ir a beber cervezas, sidra y todo tipo de licores. No podía empezar a sentirse asturiano de nuevo sin beber, como no podía dejar de serlo en Madrid por mucho que se hubiese emborrachado. Por si aún no se habían dado cuenta, Derek, en su creencia de que necesitaban animarse, no escondía sus adicciones, pero tampoco necesitaba beber para sentirse afortunado por su regreso. Había una clara diferencia entre la forma de que cada pueblo tenía de acoger a sus 23


visitantes, y sus amigos no tardaron en darse cuenta. Todo en él era entrega y le hacía feliz poder hacer que se sintieran felices y atendidos. Amaba cada piedra de su paseo, cada persona con la que se cruzaban y a los que lo reconocían y lo saludaban, y empezaba a detestar la idea de volver a marchar por perseguir sus sueños. Creía en la gente humilde, en los trabajadores, en el humo industrial y en la fuerza de la unidad contra los excesos burgueses y esa subversión que crecía en él, partía de la necesidad que su madre, toda la vida trabajando sin descanso, ahora tenía de él. Desde el primer vaso de sidra se dijo que no se iba a poner sentimental, y cada lugar en elq ue entraban a beber los acercaba más a su casa.

2 Nos empeñamos en ser protagonistas, pero nacimos para testigos de la catástrofe. Envejecer. Otra sombra se aleja. Para la madre de Derek, la señora Karina, sentirse asturiana era hablar con aquel acento cerrado que lo complicaba todo. Había pasado necesidades de niña en su pueblo; apenas había asistido al colegio porque quedaba lejos y la caminata la dejaba demasiado cansada para ayudar en casa al volver. No habían sido buenos tiempos para nadie y siempre faltaran algunos miembros de la familia que murieran en la guerra, eso lo hacía aún más difícil. Sus padres no la obligaban porque la necesitaban en casa y las autoridades, demasiado ocupadas en buscar revolucionarios, tampoco se metían en eso. De joven tampoco había sido una chica feliz, no era guapa y apenas hablaba. Si todo lo que había significado era sacrificio, ¿por qué iba a incomodarla no encontrar un marido? “La niñas entonces éramos muy tontinas”, dijo en medio del relato de tiempos pasados. Había empezado a trabajar en una tienda de herramienta agrícola por escapar del pueblo, y apenas le pagaban pero le permitían comer en el almacén y la manutención iba en el trato. Se acabó casando con el hijo del dueño. No eran gente estirada, no había tanta diferencia con ellos y eso fue lo que ganó. Las costumbres parecidas y que fuera trabajadora, terminaron por afianzar aquel matrimonio del que nació Derek, al que tampoco le impuso una disciplina desmedida ni le obligaba a ir al colegio, hasta que los profesores se interesaron por sus ausencias y desde entonces ya no pudo faltar sin que llamaran a Karina para convencerla del daño que se le hacía al niño si se le permitían aquellas ausencias. Como era de esperar, la señora Karina necesitaba hablar y apenas pudieron hacer otra cosa que escucharla mientras Derek les proporcionaba sillas para sentarse alrededor de su cama. La presentación fue corta y todos se inclinaron para besarla como si la conocieran de antes. Fueron muy pacientes y Derek los miraba con inmenso agradecimiento, pero como iban algo perjudicados parecían estar a gusto. Fue en ese momento en el que el asturiano apareció con una botella de vino y siguieron bebiendo sin pensar en que el viaje del día siguiente iba a ser muy duro. La señora Karina dependía de una vecina que abrió con su propia llave y se alegró mucho de ver a Derek. Le traía la cena a su madre, pero se detuvo un buen rato en darle besos y abrazos al hijo pródigo. Le contaron lo de su viaje a París; “No con Derek, claro. Él se queda”, dijo Harold. Derek le aseguró que podría darle el mismo la cena y que lo dejara todo sobre la mesa de la cocina, y entonces se acercó a su madre preparándolo todo para aquella operación que consistía en sentarse a su lado sirviendo de asistente mientras, reclinada sobre el cabecero, la señora Karina intentaba 24


probar los alimentos sin atragantarse. Ya no había dudas al respecto, Derek cumpliría perfectamente su misión y de lo que de él dependiera, su madre iba estar bien y lo iba a tener todo el tiempo necesario; en aquel punto se habían acabado el arte dramático, el arte y ensayo, la interpretación y las clases de pintura. Y para que todos viesen que eso era así, metió sus libros en la bolsa de la basura y cuando acabaron de cenar les echó los restos de comida por encima: listo para el camión contenedor. Aunque Harold estaba a punto de conceder que todo lo vivido en aquel viaje hasta aquel momento lo tenía bastante desconcertado, prefirió seguir en silencio en su caminata hasta el hotel en el que habían reservado sus habitaciones. Cayeron rendidos y durmieron largamente, por fortuna por la mañana salió un día de sol que animaba sus espíritus, desayunaron y cuando llegaron a la estación de autobuses, ya todos estaban esperando por ellos para partir en la segunda etapa hasta París. En realidad se trataba de viajes diferentes, el conductor no era el mismo, porque aquel al que habían conocido el día anterior, sólo hacía el trayecto Madrid-Oviedo y regreso. Harold preguntó al nuevo conductor cuanto duraría el trayecto hasta parís, tuvo que insistir hasta tres veces para obtener una respuesta. -No hay un horario fijo, una vez en Francia las carreteras mejoran mucho, debemos reconocerlo. Alrededor de seis horas, si vamos bien. Leslie se tomó dos aspirinas e intentó dormir. Esta vez se sentó muy pegada a Harold, y apoyó la cabeza en su hombro; él lo consintió. -Derek es buen chico, parecía muy receptivo cuando hablabais -inició la conversación -Nunca imaginé estar tan atendida y recibir tanto afecto como en este viaje, y no sólo por él -y se echó a reír como si aún deseara disfrutar del resto del viaje de la misma manera. -Es un hombre fuerte y con carácter. No te imagino llena de hijos, cocinando y haciendo la colada cada día. Un prole de asturianitos siguiéndote por toda la casa para que los atiendas -Harold hizo una interpretación de aquella atracción que notó entre Leslie y Derek, y sabía que podría molestarle, pero no fue así. -Nunca culpo a los chicos que se sienten interesados por mi, no soy tan idiota. Pero no veo a qué tanta atención... -Tienes razón. En realidad, el día que te fuiste de casa, perdí todo el derecho a preguntar o interesarme por tus cosas. Es más, por orgullo, en situaciones similares, nadie lo hace -respondió entre dientes, como si le costase reconocer que la presencia de la chica lo turbara de algún modo. La tensión propia de una situación así no iba terminar en ese momento. Tal vez no había sido buena idea que Leslie se sumara al grupo, pero ella, desde luego, parecía estar disfrutando. Pasarían un par de horas antes de que volviesen a hablar de sus diferencias, lo que tampoco parecía demasiado interesante, si no fuera porque delataba a Harold como el romántico que era. Guardaban silencio, Christian se volvía y también hablaban con él, o hacían comentarios cortos de aspecto irrelevante sobre el paisaje, el tiempo o alguna cosa que pasaba fuera y en la que apenas podían fijar su atención antes de que la maquinaria ruidosa del autobús pasase a toda velocidad levantando un enorme polvareda. La expresión de cansancio iba creciendo en los tres, pero Harold parecía además aturdido por sus pensamientos. Dormitaba enfrentándose en sueños, al momento de su encuentro con Aline, y al momento se encontraba en una gran habitación llena de niños jugando a la pelota mientras Leslie sacaba leche de los tetos de una vaca en la puerta de la casa, lo veía y lo saludaba. “Leslie no tiene conciencia de haber hecho nada malo. No sabe, no es consciente del daño que causa cuando desaparece de la vida de la gente porque, simplemente, sus intereses se giran hacia otra parte”, pensaba al despertar. Y sin embargo debía ser así, no la quería a su lado sin dejarle la puerta abierta; ella había tomado su decisión abiertamente, era responsable de sus actos y sólo cabía decirle adiós, seguía dándole vueltas a su presencia. El recuerdo sexual que le ofrecía cada vez que se inclinaba y podía ver sus pechos a través de su camisa abierta, sus pezones libres sin sujetador, no iba a ser suficiente para hacerlo cambiar de idea, pero lo tenía muy turbado. -Se te abrió un botón de la camisa. Abróchate, vas sin sujetador y el hombre sentado a la derecha 25


parece interesado en saber el tamaño de tus pezones. No es buena idea provocar a la buena gente local, se escandalizan pero disfrutan mientras pueden. La madre de Leslie había tenido un comportamiento parecido al de Harold durante años, y no pudo evitar la comparación, “pareces mi madre”. Durante años, sobre todo en su primera adolescencia, había tenido que aguantar frases semejantes, algunas que intentaban ridiculizarla y otras habían sido órdenes simples pero efectivas. Como hija, había sido una enorme decepción para sus padre, pero también era cierto que ella no se sentía demasiado orgullosa de ellos, por así decirlo. Nunca se había entendido ni mostrada comprensión por ninguna de las partes. Había conocido otras chicas con problemas parecidos que se habían ido de casa un mes antes de cumplir la mayoría de edad, las había escuchado y compartido con ella pareceres sobre la educación que habían recibido. Harold sacó una botella de agua de su mochila y le dio un par de sorbos, después le ofreció a ella que también bebió hasta vaciarla. También había conocido algunas chicas que se habían quedado embarazadas sin desearlo y habían abortado sin decírselo a sus padres, por fortuna eso no le había pasado a ella. Los largos viajes en autobús son una buena ocasión para inesperadas confesiones, y si el cansancio no lo hacía todo aún más agrio, llegar al final sin haber discutido ni una sola vez pero hartos de otros pasajeros, del conductor, del roncar del motor, del aire enrarecido y del mundo en general. Se detuvieron poco antes de llegar a París, a las afueras de Orleans, para que todo el mundo pudiera lavarse un poco en la gasolinera, para que aprovecharan para orinar, y entrar triunfales y aseados en el París de los artistas. Leslie aprovechaba cada oportunidad para llamar por teléfono, y en esa ocasión alguien respondió al otro lado. Harold la observó pero no escuchó una palabra de lo que decía. Al terminar, ella se secó las lágrimas y al volver a su asiento se cruzó con él. -El muy cabrón dice que no volverá a suceder, que está arrepentido y que no puede vivir sin mi. No sé que hacer. Eso fue todo, pasó de largo y no volvieron a hablar del tema. Harold no quería preguntarle nada que tuviera que ver con problemas de pareja, estaba bastante cansado de la gente que le daba mil vueltas a este tipo de cosas sin llegar a ningún sitio. Que hiciera lo que le pidiera el cuerpo. No era asunto suyo y deseaba volver a su vida normal, a los días monótonos y a las mañanas de sueño largo, sin sobresaltos ni llamadas inesperadas. Harold volvió a echarle un vistazo a los papeles que Michelle le había dado. Miró el nombre de la persona que había alquilado el local que servía de tienda de cómics y con sorpresa comprobó que estaba al nombre de Aline y no al de Michelle. Y había algo más, además de tienda de cómics, era la vivienda habitual de la ilustradora. La suya era una historia repetida mil veces, un desencuentro provocaba la separación de las partes y nadie parecía contento con el resultado. Era muy parecido a lo que sucede en cualquier divorcio, cada uno se lleva su vida, otra cosa es la residencia. La tienda tenía el nombre, la idea, el arranque económico inicial, el contrato de empleada de Aline, ese tipo de cosas, como propiedad indiscutible de Michelle. Sin embargo, llegado ese momento, si renunciaba a su contrato, cambiaba el nombre y el cartel de la entrada y devolvía el dinero arriesgado, la tienda quedaría en manos de Aline. Michelle se lo había explicado bien, en situaciones semejantes un juez había permitido a una de las partes quedarse con el local siempre que lo dedicara a una actividad distinta. Todo eso estaba muy bien, pero no podía cambiarle la cerradura porque el alquiler estaba a su nombre. En resumidas cuentas, Harold se sentía cada vez más confuso. Orgullo, esa era la palabra, Michelle, obviamente quería demostrarle a Aline que no era nadie a sus ojos y que su traición la pagaría muy cara. Pero todos esos arranques imperiales, no eran más una rabieta en el mundo de Aline, y era ella, desde luego, la que más tenía que perder en todo aquello, se trataba de su vida y tendría que ir hasta el final. En las horas siguientes, Harold se sintió débil, dudó y estuvo a punto renunciar, pero no lo hizo. En París se dirigieron al hotel en taxi, Harold tuvo una habitación solo para él, mientras que Christian y Leslie compartieron otra con dos camas, tal y como ya hicieran en Oviedo. Esto no preocupaba a Harold, sin embargo, no era ajeno a que la amistad entre sus amigos, era creciente y llegaba a un momento en el que él podría desaparecer que ellos 26


seguirían viéndose y reuniéndose para contarse sus cosas, tal y como en tales casos suele suceder. -Vosotros sois parte del viaje tanto como yo, así que mañana me acompañaréis a la tienda -afirmó Harold a sus dos amigos, que no tendrían por qué estar de acuerdo, pero guardaron silencio-. No existe diferencia, no voy a cobrar por esto y no me complace y aunque ahora no lo entendáis, de la misma manera que yo lo hago por Michelle, vosotros lo haréis por mi. Me será mucho más fácil encontrar sentido a ese acto despreciable que voy a cometer, si vosotros estáis con migo, además, hay que estar en lo difícil también. No me gusta soltaros el discurso, pero creo que no estáis entiendo que tengo que hacer algo con lo que no estoy de acuerdo. En los minutos siguientes, tanto Christian como Leslie, se preguntaban si aquello que tenía que Harold que hacer era tan grave. La forma en la que les había hablado no dejaba lugar a dudas; podían plantarlo en aquel momento o someterse a su desprecio por cobardes si no lo acompañaban, pero parecía que ambos aceptaban esa parte de su destino que otro estaba escribiendo. Nunca antes lo habían visto así, tan sofocado y determinado a acabar con todo aquello lo antes posible. Había una parte de Harold que se mostraba y que nunca antes habían visto. El hotel debía estar en la parte más vieja, sucia, oscura y húmeda de París, pero era barato. Eran casas de ladrillo viejo las que anunciaban sus ventanas con ropa tendida a la calle. Aquellas eran las calles en las corrían los niños que trabajarían en las fábricas y en el montaje de automóviles, en las nuevas cadenas de supermercados y en los servicios sociales del Estado. Aquellos niños de piel quemada y pies diminutos, serían los revolucionarios del mañana, los condenados a caminar por siglos en manifestaciones ciudadanas y a correr delante de la policía para que no les quitaran un ojo con una bala de goma. Producían para comprar una televisión y un sillón, pero sobre todo para ser enterrados con la dignidad que un obrero merece. -Creí que conocía los barrios más sucios de Madrid, pero esto es aún peor -Afirmó Christian al salir por la mañana del hotel en dirección al barrio de los poetas, también conocido por Montparnasse. Por encima de los paseantes, al final de la calle, se veía el cartel de madera, “Tienda de cómics Aline”. Tras las ventanas, las siluetas de los compradores se movían lentamente. La vitalidad de aquel lugar era envidiable, era imposible ponerse en aquella calle a vender libros viejos y que no pasara alguien que se interesara en ellos. Un hombre vendía periódicos viejos y sin duda encontraría quien se los comprara aunque sólo fuera para poner en el suelo húmedo de un bar. También era una calle de viviendas baratas, de gente obrera o bohemia, todos en el mismo cuadro. Esto era lo que había, una tienda de cómics en mitad de un lugar tan simbólico, tan mítico y evanescente, que en ocasiones parecía que sonaba una música de un órgano desde una iglesia tal irreal como su campanario cortado por la niebla. Nadie se fijaba en ellos, resultaban indiferentes a todos. En la esquina de la casa olía a orines, y alguien había arrojado un caldero de agua jabonosa delante de la puerta. En ningún lugar del mundo podía haber un lugar mejor para poner una tienda de cómics o una librería, si bien, en otro tiempo habían vendido sombreros, lo que le daba mucha importancia a los ojos de los cineastas en busca de esquinas para rodar sus películas. Pero sobre todo, la importancia de la tienda y lo bien que marchaba el negocio, se debía a la presencia incuestionable de Aline, conocida hasta el punto de integrarse en el barrio como uno de sus monumentos, es decir, con una presencia tan fuerte que todos la echarían de menos si un día faltara.

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3 La sombra que huye cuando tus ojos dicen constancia Al frente del mostrador estaba una chica que les habló en francés, pero no era Aline. Le preguntaron por ella y desapareció detrás de una puerta. Aline no sólo era dibujante y estaba al mando de la tienda, en otro tiempo había hecho tatuajes en aquel mismo lugar, pero habían cerrado esa parte del negocio; sin duda Michelle no lo sabía y lo había agregado como una de los motivos de su disputa, “realizar actividades no acordadas previamente”. Aline parecía mayor de lo que habían pensado, fue sorprendente adivinar que tras aquel pelo enmarañado se encontraba ella. Dieron una explicación a su presencia insuficientemente satisfactoria, pero cuando Harold nombró a Michelle, los hizo pasar. Los clientes los miraban con desconfianza y uno exclamó, ¡cons, espagnoles! Como si eso fuera lo peor que se pudiera ser. Lo dijo entre dientes, pero pudieron oírlo. No recordaba haver sido recibido con tanta acritud en otras ocasiones que estuviera en París, era muy extraña aquella actitud, como si hubiesen estado esperando que aparecieran y supieran de antemano que no traían nada bueno. Aline los recibió en una sala sin demasiados muebles, apenas se sentaron, afirmó no disponer de tiempo y que ya sabía por qué había llegado hasta París, pero que habían tardado más de lo que esperaba. Nada podría haber sido más inquietante, sobre todo porque apenas les daban la oportunidad de hablar. Mientras Aline observaba aquellas caras despistadas, que expresaban una desconcertante señal en el entrecejo y que respiraban la incertidumbre de no saber aún exactamente a qué se enfrentaban, se daba perfecta cuenta de que podría manejar la situación sin problemas, o como se suele decir, que tenía la sartén por el mango. No era fácil que ellos, desde su posición, pudieran comprender el amor que ella sentía por los cómics, por aquella tienda y por todo lo gráfico en general. Por razones que ni siquiera Michelle comprendería, los dejó a solas en aquella sala y se fue a acabar de pintar un graffiti sobre el muro de la estación, algo que no corría en absoluto prisa y podría haber hecho cualquier otro día. Los tres esperaron en vano que volvieran mientras curioseaban en la sala y se centraban en un dibujo a carbón que Aline había hecho de su propio rostro. Pudieron entonces observar marcas de su piel que no se apreciaban con la luz interior. Era un día de semana, posiblemente jueves, una mañana de sol y nubes dejaba entrar una moderada luz por la ventana y se volvieron al hotel después de Hanna, la chica del mostrador les preguntó donde se alojaban y les indicó que pasaría por la mañana para recoger a Harold y según sus propias palabras, “terminar con todo eso”. Los amigos y colaboradores de Aline en su tienda, se mofaban de Harold y sus amigos, pero al mismo tiempo estaban expectantes acerca de lo que tuviera que decir. Aquella noche, Leslie habló de nuevo por teléfono con su ex-pareja desde la habitación del hotel. Christian no pudo evitar oírla. -¿Has vuelto a hablar con él? -inquirió el monologuista-. ¿Has pensado en volver con él? Estas muy loca. Cuando dejas de ver a alguien durante un tiempo y crees que esa persona te falta, es posible que lo más horrible de esa persona te parezca asumible, pero un tipo violento, como era el caso, no iba a cambiar en unos días. Sin embargo, Leslie consideraba que nada había salido como esperaba y eso no tenía nada que ver con Harold. -¿Qué te ha dicho? ¿Que va a cambiar? Todos dicen lo mismo, te ofrecerá una vida nueva y te 28


comprará un anillo o unos pendientes. Para lo que te va a servir... ¡si te rebajas creerá que te tiene controlada! Francamente, creí que eras más fuerte. Te mimará unos días y volveréis a lo mismo. Cuando por la mañana, aquella chica se presentó en el hotel para llevarlo a un encuentro con Aline, se preguntó en qué momento había perdido el control, si es que alguna vez lo había tenido; por supuesto, quedó claro que el encuentro debía ser entre los dos, nadie más. Harold ya no pensaba que tanto esfuerzo no valía la pena, los viajes siempre compensan, aunque en este caso, eso no se debía precisamente al motivo que los había llevado hasta allí. Pensaba en Aline en términos diferentes a la documentación que llevaba en la mano, la había conocido y le parecía cautivadora. La enorme casa a la que fue llevado era de los padres de Aline, que llevaban un año dando la vuelta al mundo. Era un lugar sin electricidad, decadente y de paredes húmedas y la muchacha lo utilizaba los fines de semana para organizar encuentros literarios; la chica que conducía lo iba poniendo al día de todo lo que tenía que ver con aquel lugar, pero no se enteraba mucho porque su francés estaba se había encallado desde hacía un tiempo. Aline no era una chica pobre o necesitada de un salario, eso había quedado claro. No la imaginaba trabando en una fábrica de conservas, o congelando pescado; ni siquiera podía imaginarla llevando productos del almacén a una estantería de un supermercado, o sirviendo cajas de licores por los hoteles de la ciudad:todo eso le estaba prohibido por nacimiento. Su privilegio había sido estudiar en los mejores colegios y renegar de todos ellos, creerse una revolucionaria y dibujar sin descanso motivos de ruptura contra el sistema. -No pretenda demasiado de ella, se dará cuenta y lo mandará de vuelta al hotel. Intente ser amable, es una chica dulce detrás de esa aparente armadura. -Mi papel no es el deseado pero debo tener esa imagen de los hombres que siempre intentan hacer lo que se espera de ellos. ¿Por qué acepté este encargo? Me lo llevo preguntando desde que subí a ese autobús. Ella no parece intocable, sólo una chica más de tantas que he conocido. ¿Por qué crea este desasosiego en mi? -Error, no es una chica más. Es una diosa, pero se comporta como humana. Tendrás tiempo de comprobarlo, quiere que te quedes el fin de semana. -¿En serio cree que voy a aceptar esa invitación? -No es una invitación, lo da por sentado. Nadie le lleva la contraria. Si quieres hablar con ella tendrás que aceptar sus reglas. Al aceptar la invitación se ponía en sus manos, totalmente solo y en su terreno, tendría que escuchar todo lo que deseara decirle, someterse a un lavado de cerebro que aumentaría su deseo de acabar aquello lo antes posible. No podía imaginar que fuera de otra manera, ni esperar al lunes y aparecer en la tienda, no, quería hacerlo ya, saber lo que fuera necesario, acabar y volver a Madrid. No era de ese tipo de gente que se deja manipular, ni a las que se le pudieran contar historias extrañas para influir en sus decisiones. -Si hay un malo en esta historia, espero ser yo, ni Michelle, ni Aline, sólo yo -dijo Harold-. Siempre he ido por libre, pero conozco mis límites. -¿Michelle? Creo que la conozco -dijo la chica al volante-. No me pareces tan malo. Haces la parte que te corresponde, sin complicarte demasiado. Si la gente se preguntara por qué hace las cosas, el mundo dejaría de funcionar. -No entiendo a los franceses. No entiendo Francia. Queréis poneros en el lugar de todos, pero termináis haciendo lo que os conviene, que no siempre es lo más conveniente para todos. -Eso es un pensamiento muy egoísta. Aún no sabes lo que va a suceder y ya estás dando por hecho que no te convendrá lo que salga de “los franceses” (sonó despectivo). No somos ni mejores ni peores que los españoles. No es una cuestión nacional. Aline decide y ella es una persona muy querida, por eso confío en sus decisiones. Sabrá que hacer. Era media-mañana, el viaje no había durado mucho y aquella chica apagó el coche y todavía seguía sentada a su lado. No había nadie en el aparcamiento delante de la casa, de hecho, parecía no haber nadie en muchos kilómetros. 29


No había ni una luz en la casa, ni eléctrica ni de velas ni de ninguna otra cosa. Se esforzaba en mirar las ventanas esperando alguna sombra, alguna figura o señal. De pronto el sonido de un desagüe enredó entre los trinos de los pájaros y Harold cerró su ventanilla. Todo lo que pudiera haber imaginado se desvanecía frente a la enorme y húmeda piedra, era como sumergirse en una película francesa de después de la guerra. Con todo, se aferraba a la carpeta de cartón donde guardaba los papeles para la cesión del alquiler y el despido de la artista. No era consciente del cambio que se estaba operando en él, ni sabía a que se debía que aquel paisaje de árboles huesudos fuera capaz de emocionarlo como lo hacía. -¿No te sientes a gusto? -Este viaje no era lo que esperaba, hubiera preferido Berlín, a pesar de la distancia y lo incómodo de los autobuses. Tengo miedo cerval a los aviones. Me supera, sin aviones mi vida es mejor. Harold tenía demasiadas cosas en la cabeza, iban y venían pensamientos que lo confundían y no le dejaban escuchar, ni interpretar cada una de las frases de su interlocutora. Al menos había llegado hasta allí y tenía justo delante la ocasión de aclararlo todo y terminar. Aún no acababa de entender por qué, en medio de una vida llena de desafíos, sueños rotos y un fracaso sentimental reciente, se permitía juzgar a Aline. No lo estaba pasando bien, eso era obvio. ¿Por qué, si tenían que acabar con aquello lo antes posible, ella lo rodeaba de un escenario semejante? Media los tiempos, jugaba con él. Aline hablaba poco, al menos hasta el momento en que Harold se presentó por segunda vez delante de ella. Le pidió que se sentara mientras terminaba de lavarse el pelo. Se había mojado el cuello y le había corrido la espuma hasta los pezones que se apuntaban como dos leves manchas negras debajo del camisón. O eso creyó mirar. Harold empezaba a adivinar que había cosas que no sabía, o que había cosas que no entendía. El sentimiento de pertenencia siempre se más fuerte para aquellos que están, que viven el día a día, que para los propietarios ajenos a cada problema que se presenta y hay que solucionar, por pequeño que sea, para que el mundo siga funcionando. Todo se había roto, los puentes de confianza volados, las intenciones eran las peores y el momento no tenía marcha atrás. Aline no estaba obligada a vivir como lo hacía, y si la batalla le resultaba demasiado cansada, renunciaría antes de liarse en un interminable proceso de acusaciones. En eso de la ausencia, también Harold estaba de acuerdo, Michelle no sabía absolutamente nada de lo que se cocía en aquella ciudad y en la cabeza de su oponente. -No hemos puesto demasiado de nuestra parte por solucionar nuestros problemas -Dijo Aline mientras se erguía y se secaba la cabeza con una toalla-. Ni siquiera Michelle, con todo lo que dice que sabe de mi, ha hecho las cosas medianamente bien; tú eres una prueba de ello. No disimuláis mucho los españoles, se os ve venir de lejos. Hay un juego que tiene que ver con fingir, ¿es que no lo sabéis? Eso es parte del debido respeto por el otro. Te ha tocado el trabajo sucio, lo comprendo, no es culpa tuya. Cuando Aline se incorporó y él siguió sentado, se colocó delante de sus ojos con cierto descaro, fue entonces cuando se percató de que la muchacha con el camisón mojado, sólo tenía un pecho. Tal y como parecía, un proceso cancerígeno había concluido con la amputación de uno de ellos. Harold había rechazado en un primer momento aquel pequeño viaje a las afueras. Había algo que no le cuadraba en aquella forma de proceder y cuando oyó al citroën que lo había llevado hasta allí, arrancar y desaparecer poco a poco en la distancia, sospechó que tendría que arreglárselas para salir de aquel lugar. -No te inquietes, ella volverá mañana por la tarde para llevarme de vuelta y tú podrás venir con nosotras, hasta entonces eres mi invitado. No hay coche de linea en las inmediaciones, lo siento. -Creo que estoy secuestrado. -Puedes irte, pero sería mejor que tratáremos ese asunto “tan importante”, primero -le dijo ella con ironía -Eso si parece que empieza a ser algo positivo . Le replicó Harold. 30


-Sí, pero no lo haremos hasta mañana. Me duele la cabeza y quiero enseñarte algunos dibujos y que salgamos a pasear. El campo está hermoso por la mañana. -Estoy en tus manos. -Pues sí, eso parece -sonrió ella maliciosamente. -Vamos a ver una cosa. Quiero que quede claro que preferiría acabar pronto y volver. Pero la oferta es agradable -No seas crío. Ya te dije que eres libre para hacer lo que desees. Me pareces un hombre muy interesante, hasta podría haber pensado en pasar la noche contigo, pero no voy por ahí cazando hombres para tener sexo ni nada parecido. -¡Vaya, eso me tranquiliza! Durante los últimos dos años, la vida de Aline no había sido fácil. Se había enfrentado a la enfermedad pero también a su soledad y a las peticiones de Michelle para que se desplaza a Madrid y le devolviera la llave y los los papeles de la tienda. Eso era ridículo, pero la había molestado mucho. Había hecho lo imposible por mantener la calma y cuando Harold entró en la tienda, no miró un envidado de su gran enemiga, sino un apuesto español con ojos inocentes. Se consideraba afortunada porque en los últimos tiempos había tomado una decisión que la descargaba de algunos problemas, y eso era cerrar la tienda, pero no se lo iba a decir aún a Harold porque primero quería “jugar” un poco con él. Hacia la hora de comer, habían pasado dos horas paseando por el campo y hablando de sus vidas y Aline se mostraba animada y dejándose llevar por primera vez en mucho tiempo. Aquel hombre era amable y simpático, procuraba ser sincero en sus respuestas, aunque notaba que no siempre lo era. Para ella era como un reto psicológico hacerle preguntas difíciles que iban desde sus afinidades sexuales, hasta sus sueños no cumplidos. Todo se reducía a conocerse, o al menos, a ver como reaccionaban en conversaciones que podían considerarse escabrosas. Los personajes de los dibujos de Aline disfrutaban haciendo eso, poniendo a la gente en situaciones difíciles sin saber cómo lo habría de solucionar. Aunque Aline le había hecho creer que al no tener teléfono se encontraban totalmente aislados, lo cierto era que Harold guardaba una sorpresa. En un momento sacó del bolsillo un teléfono nokia de los más pequeños e hizo una llamada delante de ella. Era para avisar a Christian y Leslie de que se quedaría a pasar el fon de semana en el extrarradio. -Estoy aprendiendo mucho de París y de los parisinos. Sí, estoy muy cómodo y Aline no parece tan arisca al natural. -Vuelve cuando quieras ya buscaré yo la forma de entretenerme, tal vez vaya a leer cómics a la tienda. Hay una novedad que debes saber -advirtió el monologuista-. Leslie se ha pirado. Ha pasado toda la noche en el teléfono hablando con ese tipo que la zurra y se ha vuelto porque el otro le dice que no puede estar sin ella, ¿telo puedes creer? Esa chica está loca del todo. -Ya. Bueno. Esperaba que eso sucediera en cualquier momento. El lunes nos vemos en el hotel y hablamos con más calma. Un abrazo. Tras haber visitado la casa y escuchar la queja de Aline por no apagar el teléfono, intentó disimular cuánto le desagradaban los viejos cuadros de una familia tan antigua. Allí estaban todos los abuelos y bisabuelos, que parecían reírse de los vivos y del paso del tiempo; era como si dijeran, “pronto estaréis al otro lado, la vida pasa en un vuelo de urraca” -No quiero que te aburras -dijo Aline. -No me estoy aburriendo, en serio. Me siento cómodo, me gusta el campo. Ya viste, tengo un teléfono. Si no fuera así podría pedir un taxi. -Desde el punto de vista del ilustrador, este situación es interesante y me gustaría, esta tarde, enseñarte el cementerio. He copiado algunos dibujos de sus lápidas. Te prometo que mañana hablaremos de lo tuyo -sentencióDesde muy jóvenes, cada uno de ellos había aprendido a salir adelante por sí mismo; al menos eso lo tenían en común. Pero para Aline todo había sido aún más difícil si cabía. Sus padres no se 31


habían ido a dar la vuelta al mundo, en realidad su madre había muerto siendo una niña, y la mujer con la que su padre se había ido para un viaje tan largo, era la cuarta madre que había conocido y ya sólo cabía esperar que su padre se divorciara una vez más. Crecer sin una madre había sido especialmente duro, pero al menos podía ver a su padre algunos fines de semana o en vacaciones, cuando sus ocupaciones se lo permitían. Si su estado interior dependiera de un concurso para ver cual de los dos había tenido una infancia más desastrosa, entonces ganaría Aline. De eso también halaron en aquella tarde interminable del cementerio al monumento de la victoria en el cruce de carreteras. Unas horas después cansados de caminar y de terminar la comida que no habían podido ingerir a mediodía, Aline preparó el segundo acto y llevó sus dibujos y cómics y lo llamó para que se sentara a su lado. Su invitado obedeció sin más pretensiones que el interés que aquella mujer había empezado a despertar en él. Aline era del tipo de mujeres que no fingía los orgasmos, tan natural en todo, que no esperaba subir su ego ni provocar a su nuevo amigo para que la adulara, eso no siempre funcionaba. En la habitación de Aline apenas corría el aire, unas pesadas cortinas cerraban el paso de la luz, al menos hasta la mitad de las ventanas, y lo único que se escuchaba era un reloj de pila marcando los segundos sobre una cómoda. Había cuadros de naturaleza erótica, más sugerentes que explícitos. Harold entró para recoger unos cuadernos de dibujo del segundo cajón de la mesita de noche, ella le daba indicaciones sin levantarse del sillón. Se acababa de cambiar de ropa y había dejado su vestido y sus braguitas sobre la cama; miró la ropa interior, la cogió y la levanto a la altura de los ojos, estaba sudada de la caminata. Ordenó su trabajo en el sentido en el que se lo quería mostrar, empezando por dibujos adolescentes muy malos, pero de los que se sentía muy orgullosa. Se concentraron en aquellos dibujos con tanta profundidad que apenas hablaban y podían oír el roce de las hojas cuando las movían o las apartaban. Tomaron café y apenas se movieron el uno al lado del otro, hombro con hombro, respiración con respiración. Luego, levantando su camisón hasta las rodillas, ella dejó las zapatillas en le suelo y puso las piernas encogidas sobre el sillón, se encontraba cómoda, se diría que satisfecha. La escena en el sillón era más propia de una pareja comprometida y bien comunicada, que de conocidos recientes. Harold podía ver la cicatriz sobre el pecho amputado, y, con toda claridad, el enorme pezón rosado del otro pecho; estaba muy excitado, pero siguió mirando los dibujos hasta que terminó el último álbum y ella los recogió y los dejó sobre la mesa. -¿Te has fijado? La cicatriz es profunda. Aún no he superado vivir sin mi pecho -el escote era amplio y ella no lo escondía-. Debes de ser un hombre muy experimentado. ¿Has tenido muchas novias? -Unas cuantas. -He oído que los españoles sois muy buenos amantes y que las mujeres son más apasionadas que las francesas. -Hay de todo. No conozco muchas mujeres francesas para poder decir algo coherente al respecto. ¿Conoces España? -Estuve un par de veces. -¿Lo has hecho con hombres españoles? -Con uno. -¿Y? -No fue tan bien como esperaba. Al día siguiente, se levantaron temprano y salieron de nuevo a dar un paseo por el campo. Por la mañana el aire estaba fresco y producía cierto placer respirarlo. Del mismo modo que ella lo había preparado todo, tanto si había sido aceptado o forzado, Harold había terminado por encontrar la seducción y exhibirla. Lo mejor de aquel fin de semana habían sido los dibujos, eran muy buenos. No era lo único que habían hecho, pero estaba cautivado por los colores y los temas. Imágenes de guerra, de destrucción y de amputaciones, ¿qué clase de cómic se podía escribir con eso? Le había pedido que le escribiera un guión, pero pedirlo no era suficiente. 32


Había que tener en cuanta lo sugerido y ponerse en situación; no podría saber si era capaz de tanto hasta que lo intentara. La escuchó embebido en sus teorías, intentó crear en su imaginación aquellas imágenes convertidas en historias, aunque cada vez que lo llevaba a desiertos indomables, a montañas infranqueables y a viajes en avioneta sobre el océano, él terminaba por perderse y volver a la realidad con preguntas que deseaban darle forma a los personajes. No recordaba haber trabajado con tanta intensidad anteriormente con ningún ilustrador y tanto era así, que quedaba largos momentos en silencio absorbido por aquellas ideas. Aline firmó todos los papeles, se autodespidió y se mofó de Michelle porque iba a cerrar la tienda y ya nada importaba de todo aquello. En resumen, el viaje había resultado mejor de lo esperado. No había ido a París pensando en sí mismo, pero todo había sido bueno. Al menos, esta vez, todo había salido mejor de lo esperado.

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