Desiertos de rodaduras

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Ludvesky 28 de Noviembre de 2013

1 Un Rostro, Un Regalo “¿Qué hago aquí?”, se dijo mirando el salpicadero del coche. Un viaje nunca es modesto si uno se empeña en adentrarse en un desierto, si no sabe lo que va a durar y si el destino es un enigma. Intentar darle a semejante aventura una dimensión desconocida era un buen truco para no pensar en otras cosas menos acuciantes, e instintivamente se había dirigido a una situación que le obligaba a tomar decisiones prácticas para sobrevivir y lo mantenía alerta. Cosas como haberse dotado de una buena reserva de agua y no detener el coche hasta la caída de la tarde para que no se recociera al sol, parecían de lo más obvio, así que rodaba todo el día con las ventanillas abiertas y sólo se detenía si veía alguna roca solitaria, una que pudiera ampararlo con su sombra por el tiempo suficiente para comer algo, o si de pronto aparecía en el horizonte un inaudito café de carretera. Descartada la brevedad, cualquier pensamiento se densifica y se expande, se relaja la respiración y se avanza en los minutos; hasta las piedras rompen sin prisa bajo el sol del desierto. “Si yo pudiera decir que voy en busca de libertad todo sería más fácil, pero hay tantas formas de libertad como de mujeres, o de enfermedades, o como formas de


gobierno y de política, o como compromisos y causas a las que nos entregamos. El conocimiento nos ha sido entregado como forma de echar de menos la libertad y nunca terminar de someternos. No nacemos para morir sino para llegar dignamente a viejos y después, en todo caso, aprender a morir.” En el descanso que añoraba había detenido el auto delante de una gran roca y se había recostado en el asiento trasero, dejando caer las piernas afuera. Era un coche grande pero no lo suficiente para albergarlo como una cama todo a lo largo de su cuerpo, pero con el paso de los años había aprendido a acomodarse y encogerse lo suficiente para adoptar una postura más o menos relajada, igualmente había aprendido a dormir en semejante situación, ya que algunas cosas no dependían de él era lo menos que podía hacer. Ya no había vuelta atrás, era una decisión tomada a la carrera, con prisa, en el convencimiento de que a veces, repensarlo hubiese sido lo peor. En este sentido su salud no iba a mejorar, de ninguna manera lo haría, ni en el desierto ni en otra parte, por eso haberse puesto en la carretera sin pensarlo dos veces debía considerarlo un acto positivo. A este respecto, la condición psicológica también debía ser tenida en cuenta y no pensar, distraerse para no obsesionarse, escapar de sus fantasmas: eso era una bendición. Miró la palanca de cambios, levantó la cabeza y clavó sus ojos en el retrovisor, un punto negro se movía en la distancia, más allá de la recta requemada de la distancia imposible, interminable, de la dolorosa carretera. El peligro está en resucitar fantasmas innecesariamente, a veces con formas de personas que ya no están en nuestras vidas, pero también situaciones que ya no queremos repetir o actos que nos avergüenzan porque creemos que hemos pasado a un estado superior en el que ya no tienen sentido. Una primera aproximación a la naturaleza de nuestro arrepentimiento nos convierte en renegados, descastados y a algunos, entre los que se encontraba Altavillo, desarraigados hasta la huida. Después de estar un rato mirando fijamente el auto que se acercaba en el retrovisor convino que tenía que moverse muy despacio, tan despacio que un caballo al trote lo pasaría sin dificultad. Respiró, cerró los ojos y se incorporó dejando caer la barbilla sobre el pecho. Abrió de nuevo los ojos y miró alrededor. El viento, suave como una caricia barría las rocas arcillosas creando nubes que se levantaban y se posaban al momento. Al fondo una fachada monumental de rocas se erguía como una cordillera, y cuanto más avanzaba ocultando otros horizontes, más bellos y grandioso se hacía en el infinito, allí hasta donde llegaba la vista. “¿Pensar para no pensar? Distraer las emociones hasta que no signifiquen nada y no atraigan el sentido, la razón y el equilibrio de tantas cosas. Debo seguir alejado de la formalidad de todas las condiciones que la vida me impone. Y al menos, aquel paisaje rojizo que se levanta inquebrantable en la lejanía, poroso se sugiere al tacto, me duele, pero no de la forma que hasta ahora todo me venía doliendo.” Embriagado por la grandiosidad de todo el aire dispuesto a dejarse respirar, todo el espacio fue creciendo más y más sin final como si adivinara que un tremendo molino iba a empezar a mover sus aspas y a golpear todo lo que se empeñara en concentrarse a su alrededor, y después esas mismas aspas iban a crecer horizontalmente hasta convertirse en hélice filosa y batiente, posiblemente ciega, pasando sobre su cabeza, u atónito observándola avanzar hasta cortar las montañas como el cuchillo corta la mantequilla. empezó a despejarse y se apoyó en el capó con las piernas muy


estiradas. El coche era un viejo modelo de los sesenta, grande y ruidoso. Fue disminuyendo la velocidad hasta ponerse a su altura, apenas a unos metros. Una mujer cubierta con un pañuelo a se movió sobre el asiento y abrió la ventanilla. -¿Necesita ayuda? -preguntó con sincero interés. -No, no hay problema. No es nada mecánico, me detuve a descansar. No se trata de una avería. La mujer del pañuelo hizo un gesto con la mano y se puso en marcha nuevamente. La parsimonia con la que el coche iba cogiendo velocidad resultaba peculiar, posiblemente debido a una forma de conducir ahorrativa o práctica, más que a una delicadeza necesaria para un motor cansado. A veces es la evidencia de la visión desértica que nos dice y nos descubre la revolución interior que necesitamos, en esa búsqueda salen muchos con sus autos deambulando, perdidos, sin haber trazado un rumbo, creyendo en la fuerza de la meseta ardiente y sin esperar nada que añadir de sí mismos. Es una lucha polisémica, el resultado de un desorden interior y la búsqueda de un final angustioso si el deseado no se produce. “Cada hombre tiene su destino”, pensó. Empezaba a sentir las bondades de respirar aquel aire. Lo había oído en muchas ocasiones, la bondad de respirar todo aquel aire devolvía no sólo la salud, sino una sensación de bienestar que lo conduciría también a la necesidad de reír, de soltar el río de la risa, y sentirse feliz hasta que se acostumbrara a su nueva condición de hombre libre y errante. Se trataba de una risa entrecortada, como una tos pujante que lo hacía retroceder y le llenaba los ojos de lágrimas. Dio un salto y siguió rodando sobre los tacones de sus botas hasta que apoyó una mano en la puerta del coche, con el brazo totalmente estirado e inclinado hacia adelante como si fuera a vomitar y así continuó un rato con aquel gesto de estúpida felicidad. Un hilo de baba caía de su boca, goteaba como si algo le hubiese sentado mal, como si estuviese deshaciéndose de alguna maldición que lo atormentaba. Después de eso, golpeó una de las ruedas de una sonora patada, lo que le produjo más dolor a él en el pie, que perjuicio a la rueda, desde luego. Altavillo se levantó la camisa y se miró la enorme yaga que seguía creciendo sobre su estómago, imparable, cruel e impía, sin apenas causar dolor -nadie la sentiría bajo el efecto de los calmantes porque resultaba sibilina, del silencio de las serpientes, avanzando líquida y resbaladiza-, definitiva compañera de viaje. Presionó con la yema de los dedos alrededor, donde la carne estaba menos roja y aún conservaba un poco de piel: no sabía porque hacía eso, posiblemente para cerciorarse de que nada iba más rápido de lo habitual y que las dimensiones seguían igual que los últimos días, que podía tocarse en esa parte sin que le doliera porque por debajo de la carne todo seguía también más o menos en las mismas condiciones que ya le conocía. O tal vez lo hacía por la atracción que aquel cráter supurante ejercía sobre él. Volvió a meter cuidadosamente la camisa por dentro de la cintura del pantalón, ya no reía. Observó las huellas de sus neumáticos, eran claras y concisas. No lo había hecho por


el viaje, hasta un día antes no sabía que iba a ponerse en marcha con semejante determinación, había sido hacía aproximadamente un mes que había cambiado los neumáticos. Era una costumbre como otra cualquiera, una vez al año, le daba un repaso al auto, aceite, limpieza, filtros, todo, y también los neumáticos. Parecían duros y no le iban a dar problemas, eran los neumáticos viejos los que solían aceptar los pinchazos no aquellos. Ahora los materiales con los que construían las cosas necesarias parecían más estudiados, y estaba seguro de que podría pasar por encima de unos clavos sin que pudieran penetrar la altura y dureza de aquel dibujo zigzagueante. Debía ser que disfrutaba sabiéndose a salvo de averías porque después de un rato seguía mirando el dibujo penetrante de las ruedas en el suelo arenoso.

2 Horas Enganchados Era preciso seguir la carrera, si así podemos llamarle a viajar tan sólo con metas interiores, por eso se puso de nuevo en marcha. El motor roncó como un animal hambriento y salió disparado. Un día descubres que la vida no es como creías, y lo que es peor, que nada salió completamente como habías planeado. La realidad siempre nos supera, y los más débiles necesitan buscar a alguien a quien culpar; es horrible. La atracción de la carretera prolonga la aventura, se inicia como una tarea moderada, inapreciable y mecánica, pero aparece continuado el cansancio, cada vez, cada repetido padecimiento devuelve la fatiga. La visión a ambos lados le obligaba a apreciar la aridez de la tierra, y a pesar de sus intentos por mantener los ojos en el asfalto, era incapaz de contener el rojo que desbordaba, de llenarlos de la nube de arena. Altavillo se enderezó en el asiento, y fue absolutamente consciente de que lo que sintió, al ver de nuevo aquel auto: desmedida curiosidad. Esta vez era él el que se acercaba en la lejanía y una nube humeante que salía del capó del auto aparcado en el arcén, decía, sin duda, que alguien necesitaba ayuda. Cuando frenó poniéndose a la par del auto vio de nuevo a aquella mujer desconocida; esta vez le había caído el pañuelo sobre los hombros y lucía una hermosa cabellera, llevaba pantalones y una blusa que acentuaba dos puntiagudos pezones sobre unos pechos diminutos cada vez que, en su enfado, se giraba hacia el


viento y la ropa rebotaba en ellos haciendo arrugas. -!Increíble! !Increíble! -repetía muy enfada-. !Esto era lo que faltaba! ¿Este tipo de cosas es lo que contribuye a la confianza en el desarrollo de nuestra civilización? Ya no se puede confiar en nadie. !Maldición! !Maldición! !Una y mil veces! -Mientras miraba el motor hacía todo tipo de gestos, agitaba los brazos y la cabeza muy nerviosa. La reacción de la mujer fue de alivio al ver que aquel desconocido se apeaba y se prestaba a ayudarla, o al menos eso parecía. Ya un poco más cerca, se apreciaba que ese tipo de auto no estaba en condiciones para pasar la larga travesía que tenía por delante. Por lo que parecía el motor se había calentado tanto que sus piezas se había soldado (si eso es posible): el eje estaba rígido y no se movería aunque e motor se pusiera en marcha de nuevo. -¿Me deja echar un vistazo? -dijo Altavillo inclinándose y moviendo los brazos para intentar dispersar el humo que se concentraba alrededor. De una primera impresión ya estuvo en condiciones de decir que no había nada que hacer, que el coche estaba muerto, y que si no podía llamar a una grúa para que se lo llevaran habría que dejarlo allí tirado, arrojándolo al arcén. Casi no hablaba, sentada en el asiento del copiloto era como si fuera comiéndose por dentro -él ya había sentido en otras personas una sensación parecida, la que sufren los que creen que nunca nada les saldrá convenientemente y que todo el mundo los engaña, la miraba en silencio-. Era como si temiera hablar para no despotricar, lanzarse al trote resentida y volver a los insultos y las maldiciones hacia gente conocida, pero también otros que ni siquiera sabía si existían. Entonces se puso pálida, respiró profundo y se cogió la camisa sobre el estómago tratando de reprimir la profunda punzada. -¿Te duele? -preguntó Juan Atkinson Altavillo sin dejar de mirar al frente. -Es como la mordida de un perro rabioso -respondió ella. Iban llegando a una polvorienta gasolinera, miró al frente y redujo, sin poder ocultar la impresión que la tristeza le hacía expresar con su gesto. Concluyó dirigiéndose dulcemente a la mujer del pañuelo que estaban fatigados y en aquel lugar sombrío podrían descansar un poco. El aparcamiento era grande y en él sólo había un gran camión de cinco ejes, y dos coches que no destacaban demasiado por ser modelos antiguos. Eso le hizo pensar que se trataba de otros, como ellos, a los que les habían hablado de los beneficios del aire del desierto para curar sus úlceras. Delante de los surtidores de carburante Marnie se apeó, balbuceó algo acerca de que iba al servicio y que después lo esperaría en la recepción o en la cafetería, al menos hasta allí creyó él entender. Si los otros autos alrededor, también pertenecían a enfermos de úlceras, posiblemente tenían


ya reservadas sus habitaciones, y no resultaba muy cómodo saberlo. En una primera aproximación al pedazo de carne abierto, si era reciente, no se apreciaba el efecto de la carne que empezaba a morir, no desprendía el fuerte olor a podrido que llegaría más tarde y no parecía más desagradable que un simple corte de cocina. El desconocimiento de los pormenores y causas de esta nueva enfermedad estaba barriendo a capas de la población que buscaban en medicinas alternativas y supersticiones una solución que no existía, y empezaba a resultar sórdido ver a toda aquella gente deambulando sin rumbo fijo, consumiéndose, viviendo con la tortura interior de saberse condenados sin que nada ni nadie pudiera hacer nada por ayudarlos. Según les explicaron en la recepción, la gente se estaba animando a hacer reservas desde sus ciudades de origen, y eso era motivo de júbilo para los propietarios de la gasolinera, lo que llevaba a Atkinson Altavillo a preguntarse si esa alegría no estaría ensombrecida por sus propias úlceras. Cualquiera en esos tiempos, era sospechoso de haber contraído la enfermedad, los dueños de la gasolinera también. En todo caso, la felicidad, de existir, debe saberse libre de una tragedia acechante, o de una preocupación superior que lo ensombrezca todo. Nada importa si nos sentimos en peligro, si la seguridad se rompe y si nuestros miedos se vuelven un horror interminable. Por muy bien que le fuera el negocio nadie lo asumiría como solución a sus problemas si el tiempo de vida anuncia que todo ha terminado. “No puedo eludir por más tiempo la poca vida que me resta. Ocultarme a mí mismo todo lo que ha ido dejando de importarme como si no fuera consecuencia de mi inconsciente premonición de muerte. Este nuevo episodio, esa mujer que me acompaña tiene en los ojos la misma futura idea de vacío. Más allá de mis costumbres, el contenido de mis planes se ponen a disposición de una sola idea, demorar el momento.” Subieron a la habitación, mientras ella se duchaba John Atkinson Altavillo sintió la necesidad de revisar su bolso. No era muy grande pero suficiente para derramar sobre la cama una abultada quincalla, abalorios para el maquillaje y otros objetos plásticos de difícil interpretación. Abrió su cartera, curioseó entre su documentación y se detuvo observando minuciosamente unas fotografías de unas vacaciones en la playa en la que parecía feliz acompañada de un hombre joven; y en una de ellas el hombre la sostenía en sus brazos mientras ella pasaba los suyos alrededor de su cuello. Volvió a ponerlo todo dentro del bolso, pañuelos de papel, lápiz de labios, unas pilas viejas, ropa interior... Nada que pudiera relacionarse con su úlcera. Al fin el ruido de la ducha desapareció, el agua dejó de fluir y todo volvió a estar completamente silencioso. Curiosamente Marnie olvidó su enfado sin transición y se limitó a hacer apreciaciones divertidas acerca de la decoración y la complicación de los elementos más funcionales del baño, “este sitio es desconcertante,” dijo mientras soltaba una nueva carcajada. Entretanto, Altavillo la miraba fijamente porque no llevaba puesto más que una pequeña toalla que enrollaba sobre su pecho pero apenas llegaba a cubrir su pubis y sus ingles. Altavillo no estaba interesado en su sexo, sino en su úlcera, y de nuevo se entristeció.


-Marnie, estamos aquí, intentado ser felices cuando los dos sabemos que eso no es posible -dijo haciendo una mueca de disculpa, como excusándose por decirle una verdad inoportuna. -¿De qué hablas? Yo soy feliz, siempre lo he sido. Nunca he dejado de serlo. -¿Hace mucho que lo tienes? -volvió a poner la conversación en el punto que quería. No se trataba de una obsesión, ni siquiera curiosidad, no podía definir que era lo que empujaba aquel deseo. Ella seguía de pie, apenas a dos o tres metros delante de él, se había colocado justo debajo de lámpara, y la luz de una bombilla derramaba su luz sobre su cabellera como si se tratara de una virgen amazónica.

3 La Memoria Nunca Mata, El Olvido Sí Marnie tenía la piel húmeda, el cabello negro caía sobre sus hombros y y los ojos mirando a cualquier parte, a cualquier esquina vacía de la habitación, con tal poder de eludir los ojos de su interlocutor. El puso se acercó y puso su mano sobre la toalla que la cubría, justo sobre su cadera, “no te muevas, déjame ver,” y tomó la tolla y tirando de ella hacia abajo la retiró. Sus ojos se volvieron sombríos y se dirigieron directamente hasta la profunda herida sobre el estómago de la mujer. La tomó de la mano y volvió a sentarse en la cama, mientras ella permanecía de pie delante de él. Puso sus manos sobre el vientre desnudo y lo inspeccionó, palpando alrededor de la carne abierta. -¿Te duele? -preguntó seriamente a lo que ella respondió moviendo la cabeza negativamente. Altavilla, la acarició con dulzura y la besó justo encima de aquella úlcera, que debía ser reciente porque aún conservaba el color rosado que iría perdiendo con el paso del tiempo hasta volverse completamente negra. A pesar de todos sus esfuerzos no podía disimular que se encontraba profundamente emocionado y ella había pasado de una eufórica felicidad a desear ser abandonada para siempre por aquella tristeza que ni su más escandalosa risa podía distraer.


-¿Y tú? -preguntó Marnie Con cierta indulgencia, él se puso en pie y tiró de su camisa hasta sacarla del pantalón, se desabrochó los botones y la abrió hasta permitirle ver la señal de su propia enfermedad. -Hace unos meses empezó a crecer, y desde entonces no ha parado. !Es terrible! No se veía a nadie en el aparcamiento, todo estaba silencioso y abandonado. “Todo está muerto,” dijo con tristeza, “parece domingo.” Se había olvidado de desempacar su equipaje no tenía fuerzas para ponerse a ello, y durante los minutos que siguieron no hizo otra cosa que mirar a través de los visillos y pasear por la habitación. Ella se recostó sobre la cama, ocultando su herida con su propio cuerpo, sin mirarlo, sin escucharlo, sin pensar. -No deberías haber abandonado los cuidados que te ofrece el Estado, están investigando. En cualquier momento pueden encontrar una solución a la epidemia, es su prioridad -ella seguía ausente-. No debiste abandonar a tu médico, no debiste prescindir de la ciencia y sus avances y dejar de asistir a tus citas. Te has sumado a un ejército de perdedores, nadie puede creer en serio que se va a curar por deambular por el desierto. Venimos aquí a morir, somos elefantes errantes en busca de un cementerio común. Pero supongo que no me escuchas, estás ahí tirada como si no te importara, pero yo sé que no es cierto. Nos importa. JohnAtkinson dejó ir sus pensamientos hasta un momento de su propia historia, aquella en que su madre, una emigrada inglesa que trabajaba de enfermera en un hospital, descubrió en sí misma los problemas de salud que le causarían la muerte algún tiempo después. Todos sus familiares y amigos se fueron muriendo uno detrás de otros, ya no le quedaba nadie a quien recurrir, esa posiblemente era la realidad de tanta gente que decidía ir a morir a aquel desierto. En ese momento, al lado de aquella mujer que acababa de recoger en la carretera, tan sólo ella, sus recuerdos y el desierto eran su familia. Esto era una motivación necesaria, una invención de tantas que iban girando en el caos que se movía entre los recuerdos de las atenciones de su niñez, cada vez que su madre le acariciaba la cabeza o lo llenaba de atenciones para que hiciera lo que le pedía, pero nada llegaba a una emoción permanente; la tristeza terminaba por abarcarlo todo. Echaba de menos un beso consolador de su madre, un ambiente familiar, el afecto de una familia en la que poder pasar sus últimas horas, pero eso no iba a suceder. Le reconfortaba pensar en ella, sin poder evitar que su próximo final se colaba entre la infancia. De nuevo volvía la imagen recurrente de sus últimas horas, ella tumbada en la cama de hospital, rodeada de sus compañeras enfermeras, y él cogiendo su mano, hablándole sin esperar respuesta. “Se acabaron las comodidades, este sucio hotel de carretera es a lo máximo que puedo aspirar. Los enfermos tenemos prohibida la entrada en sitios importantes, donde vive gente importante y se deciden cosas importantes, tal y como siempre lo


entendí. En esos sitios tienes que levantar la camisa y enseñar el vientre antes de entrar y los porteros tienen muy “malas pulgas”. No es que me importe que hayan declarado oficialmente a algunos sitios como libres de todo contagio, a mi ya no me puede afectar, aunque supongo que si no estuviera enfermo sería importante saber que podía acceder a ellos. No hace tanto podría haberlo tenido en cuenta como cualquier otro, podría haber frecuentado los lugares más selectos, podría haber evitado muchas cosas, podría haberme cuidado del mundo y sus infecciones, podría... Pero no es momento de lamentarse de lo que podría haber sido, nunca lo he hecho y no voy a cambiar por un hecho tan insignificante como que la dichosa muerte se nos esté llevando a montones. Esa chica, ¿qué puedo decir de ella?, ¿qué espero de ella? Procuro entenderla como se entienden los que padecen las misma calamidades. Nos identificamos como iguales y nos consentimos como si fuéramos familia, lo noto. Mi condescendencia es casi familiar. Sería incapaz de juzgarla, todo en ella me resultará asumible y cercano mientras esté tan cerca como ahora la siento. Ya no tengo tiempo para desarrollar nuevos planes, especialmente porque soy incapaz de ilusionarme como antes lo hacía. El concepto de relación ya no es el mismo que antes me animaba a conocer gente, a desear saber de todos ellos su particularidades y a donde iban con sus vida. La originalidad de esta nueva dimensión estriba en perder todo deseo, lo que podría llamar “el límite de las fuerzas restantes.” A partir de aquí me apoyo para volver a ver su desnudez dormida, ocultando su herida: por supuesto que no me dispongo a articular la formación de una nueva estética, lo bello es bello con enfermedad o sin ella. Ni necesito la aproximación a sus recuerdos, información acerca de su vida pasada, de los compromisos abandonados, de los remordimientos, de todo lo que rompió su decisión. En mi libertad puedo entender que algunos de los hombres que deambulan por este aparcamiento, en realidad son padres, hijos, amantes esposos, que lo han abandonado todo para no comprometer a sus seres queridos en la dilación de su tortura.” No eran ni dioses ni santos, eran sólo hombres acudiendo a un encuentro. Los hombres no deben atenerse unicamente a las condiciones que la vida les propone, y aún ente el reto final algunos valiente aceptan el desafío. Existe una respuesta al reto que acepta que la suerte está echada, y que, sin embargo, no se rinde. Una mujer se acercó a uno de los camiones que se ponía en marcha, una pequeña nube negra salió del tubo de escape. Se acercó a la puerta del conductor y éste bajó la ventanilla, hablaron un momento y él afirmó con la cabeza. A continuación ella comenzó una pequeña carrera pasando por delante del enorme camión, y haciendo un gran esfuerzo, abrió la puerta del pasajero y se encaramó al primer peldaño, arrojó su bolsa dentro y por fin entró. En cuanto le fue posible, el camionero llevó su trailer hasta la carretera y una vez incorporado, se alejó ronroneando con dirección desconocida. Estaba de espaldas pero percibió el roce de las piernas de Marnie cuando se giró y tiró de la sábana hasta la cintura, necesitaba dormir. En realidad, se dijo, no era bueno dejarse llevar por la derrota de su situación personal, no interesarse por nada, dejar de estar en el mundo. ¿Quién era esa mujer?, ¿qué pasado tenía?, ¿a quién había abandonado? ¿Cómo había sido su vida? ¿Cúales eran sus gustos y sus esperanzas


más allá de la curación? Todo lo que querría saber de ella se enredaba en la garganta, y ya nunca se lo preguntaría. Se limitarían a seguir errantes por una carretera infinita hasta que uno de los dos muriera y el otro le diera tierra. Eso iba a ser todo, y eso era exactamente lo que necesitaban por encima de cualquier recuerdo o remordimiento, tener a alguien que simplemente deseara estar a su lado, permanecer sin reproches, ser presencia mayormente silenciosa, sí, estar.

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1 La Impresión Humana Dejaron el auto en una calle casi vacía, John Atkinson Altavillo se aseguró que aún llevaba su cartera y echaron a andar; ese primer suspiro del aire de la mañana le devolvió el ánimo, se ajustó la bolsa de su equipaje y ciñó la bandolera sobre su hombro. Todo había cambiado en poco tiempo, ni él se parecía a quien había creído que era, tan sólo unos meses antes, ni el mundo parecía haber permanecido inamovible a todos sus deseos y nuevas costumbres. No muy lejos tenía que haber un hotel barato, estaba seguro de eso. Se cruzaban con gente que llevaba una dirección definida, un concepto establecido previamente en sus vidas, una misión diaria y rutinaria que cumplir, llevaban los niños al cole, o se dirigían a sus trabajos, o volvían de desayunar en alguna cafetería cercana, todo lo que una ciudad en un frío día de invierno necesitaba para despertar. Su aspecto tenía que ser desastroso, después de conducir toda la noche, ni Marnie ni él parecían haber guardado algo de energía, lo habían entregado todo y, sin reservas, cualquier cama les parecería la cama de un príncipe. “La noche me seduce. No todos duermen, algunos escapan de la luz del día y se dejan dominar por el poder que los aísla, los veo pasar a mi lado. Es el efecto de que todo se para, de que no necesitamos justificar nuestra presencia vayamos donde vayamos. Quien conoce la noche no corre riesgos y eso me gusta de estos seres. Hay un mecanismo de supervivencia a considerar en la noche de la gran ciudad y siempre pertenecí al eco de los pasos en calles solitarias. Ahora siento que ya no es tan importante, pero me sigue entregando una paz que necesito.” La primera gran señal de su condición era que apenas comían, habían aprendido a vivir sin apenas sustento y cualquier acontecimiento que se cruzara en su camino los exponía subjetivamente a no darle la más mínima importancia por mucho que a otros transeúntes los escandalizara. Pero en cualquier medida, este cansancio de sus cuerpos vacíos de alimento y energía, los hacía quitarle importancia -sino despreciar-


hasta a los acontecimientos más chocantes: y estaban empezando a preguntarse si eso no añadía una triste condición a sus vidas, o lo que quedaba de ellas: su falta de energía, de criterio, su indiferencia, su ausencia de sed de justicia, su sentimiento más trágico de la vida que solía ser el más perenne, su evasión de toda sociabilidad, los estaba convirtiendo en monstruos, o eso pensaba John. Notó en ella que una doble absorción le presionaba el vientre, de un lado el desfallecimiento que empezaba a mostrar debido a su desgana y el miedo al dolor que le producía ingerir alimentos, de otro lado estaba la necesidad inapelable de seguir alimentándose. Mientras reservaban una habitación iban notando la obsesión de la comida que no podían comer más que comedidamente, y le preguntaron al portero donde podían comer algo ligero: les indicó sin demasiada dificultad que al final de la calle había una café que abría toda la noche. Ella comprobó que aún no la atravesaba tanto el cansancio que no pudiera seguir en pie. Había permanecido todo el rato reclinada sobre el mostrador, se incorporó y notó que la fuerza volvía a sus piernas antes de dirigirse a la puerta. Desde allí hasta el café, guardaron silencio, eso estaba convirtiéndose en una costumbre. Se sentían cómodos caminando sin mirarse o sin hablar, pero nunca se distanciaban. Además, la proximidad iba más allá de lo puramente físico, como atraídos por fuerzas invisibles, sin gestos que justificaran tan silenciosa comunicación, como la concentración de los juegan un juego intelectual que apenas les da un respiro que les permita mirarse o sonreírse. También en eso se establecía una diferencia con los inquietos humanos, plenos de salud e ilusiones, todos respirando, pero con conductas y expresiones tan opuestas. El fuego desenfrenado de una verborrea ilusionada de los que aún lo esperan todo de la vida por una lado, y el silencio, que elude hasta las miradas de la comunicación silenciosa, la comunicación de aquellos oprimidos por la decepción de un tiempo que se acaba. -Era cómico ese tipo de la recepción -habló él mientras daba un trago largo a su cerveza. -No hacía falta ni que intentara ser más amable, resultaba más que suficiente su fingida preocupación -sonaba irónica-. En fin, no es el tipo de gente del que uno puede esperar ayuda. Si al menos nos hubiese mirado a los ojos. Era tan huidizo como un perro asustado. -Llegará tan disperso el amanecer que ni lo notaremos de pura fatiga. Si seguimos aquí una hora más creeremos que el amanecer nunca sucede, pero el cielo se irá volviendo azul sin remedio. -No sé si eso que acabas de decir es romántico, o es un reproche. No me demoraré, en serio -e intentó seguir comiendo aunque cada vez que sentía algo en la boca una profunda arcada se presentaba, se dominaba y la reprimía, recomponía el gesto e intentaba tragar. Para John la internacionalización de la enfermedad -lo que acababa de suceder al encontrarse casos en otros países, algunos muy lejanos- no era un hecho más


lamentable en sí mismo que haber llegado a conocer por la prensa, que tenía un origen artificial y que procedía muy posiblemente de algún laboratorio militar de su propio país. Estaba ojeando un periódico, si bien intentaba relacionar cada noticia con sus propias inquietudes, leía los encabezamientos y apenas se paraba con la letra pequeña si intuía que no hablaba de su problema. Pero sí, siempre había noticias, siempre había algo que decir al respecto, así se lo habían planteado desde las altas esferas y los periodistas obedecían dócilmente. Era un problema de dimensiones desconocidas y la gente debía estar sensibilizada y preparada, y era por esto que los periódicos siempre decían algo. Tal vez un artículo en la página de deportes descubría que un famoso jugador de fútbol había contraído la enfermedad, entonces le hacían una entrevista y le sacaban unas fotos en su casa con jardín y piscina, mientras él se separaba de su mujer que lo veía con tristeza mientras se recomponía el pecho dentro de la parte superior de su bikini, entonces él se levanta la camiseta de su equipo con el número dos en la espalda, para mostrar el terrible corte desde las costillas hasta la altura del ombligo. -¿Tú crees que ese pobre hombre, el portero, es cómico? Pues espera a ver esto -dijo mientras movía ligeramente el periódico-. Luego te lo paso. La querida del ministro de sanidad se presenta a su mujer, entra en su casa acusándola de irresponsable porque no la avisó de que su marido estaba infectado. Al parecer el hombre practicaba sexo sin desnudarse, y cuando lo descubrió era ya demasiado tarde. Lo que no entiendo que le pidiera cuentas a su mujer. ¿Es posible que conociera la traición y no la advirtiera por venganza? ¿Tú crees que el portero también está infectado? -añadió cambiando de tema. -Es posible. En un lugar así no puede haber ningún tipo de control. Nadie en su sano juicio aceptaría ese trabajo a menos que no tema al contagio. Eso sólo puede ser porque ya haya contraído la enfermedad, o porque se trata de un mártir. Estaba leyendo cómics, los tenía abiertos sobre el mostrador mientras nos hablaba, me tiene más pinta de inconsciente, que de mártir. Leer comics es una afición como otra cualquiera, pero en este contexto... -Marnie Balle a duras penas se había terminado su sanwich y comenzaba un dolor de estómago que se prolongaría toda la noche, era lo habitual-. Pone cara de no enterarse de nada, creo que pretende parecer más inmaduro de lo que es y de que la vida continúa a pesar de todos los fracasos de este mundo. Y después está lo de aspecto, ese postizo desteñido, los cigarrillos mentolados, los anillos y su colonia, !por dios!, pronto tendré que empezar a usar una colonia así si mi herida se infecta y supura. Tiene la afectación de un rey francés justo antes de ser llevado a la guillotina. En el café nada estaba tranquilo a esa hora, no había mucha gente, pero las discusiones con uno de los hombres que había entrado se sucedían. Al final el camarero tuvo que intervenir y procedía a ponerlo en la puerta. John Altavillo estaba incómodo, se trataba de la incomodidad que siente la gente enferma cuando algo no controlado sucede a su lado sin que nadie tenga en cuenta su malestar, se trata de una subida de tensión, la sangre golpeaba en las sienes, un bombeo que lo ponía a punto


de estallar o de huir. Pero pronto todo se calmó, y cada uno volvió a lo suyo. Entonces pudo de nuevo retomar sus pensamientos donde los había dejado, ¿así que aquel aspecto extraño el portero se trataba de un viejo cairel resbalando sobre su grasienta cabeza? Que Marnie le descubriera este tipo de cosas lo hacía todo más fácil y llevadero. -Ya nada nos importa lo suficiente, ¿no crees? -le espetó. -”No estamos para fiestas”, y deberíamos ser conscientes de ello. Debería estar de vuelta en la habitación, antes de que el sanwich empiece a doler y retorcerse en el estómago -lo dijo como un ruego. Asistían al avance de sus propias limitaciones, o por lo menos al recorte de fuerzas y a la dimensión de un dolor creciente. Pero no se trataba esta vez de ser conscientes del dolor habitual y conocido de la herida descarnada, eran portadores del dolor que prometía consumirlos como ningún otro, el dolor del miedo a vivir.

2 La Atenazante Historia Del Doctor Artemiso La acusación que hacían a aquel alborotador parecía suficiente para por fin decidirse a echarlo de allí. Le llamaron “buscalíos” y todos estaban ya en el borde de sus nervios. Minutos antes había apenas empezado una discusión en la que intervino el barman, y se lo había llevado a una esquina en la que pensó que podría terminar su desayuno sin molestar a nadie más, pero se equivocó. Si el revoltoso molestaba a otros debería saber que alguien se iba a levantar, otros se le sumarían y finalmente lo expulsarían de aquel lugar como ya habían hecho en otras ocasiones. Era feo abstenerse de mirar o tomar parte cada vez que algo pasaba, algo importante que debía ser tomado en cuenta como de interés social. Se trataba de algo así como si alguien corriera gritando “!al ladrón, al ladrón!, y al pasar a nuestro lado en lugar de ayudar a detener al perseguido miráramos para otro lado, como si nada. A partir de un momento semejante uno ya se sabe al margen de la moral corriente, y entonces se deja ir cuesta abajo, eludiendo todo compromiso social en el que de alguna manera deba justificar tantos atropellos.


El doctor Artemiso fue golpeado con la saña enfurecida de la manada, a continuación fue malamente conducido al exterior de la cafetería y los gritos se hicieron más duros e insoportables cuando el intentó resistirse. Fueron tirando de sus brazos como si se tratara de un trapo viejo, y, a pesar de su corpulencia no pudo evitar que el castigo fuera creciendo hasta recibir golpes también en cabeza y espalda. Sus miembros iban siendo reducidos a dolor, y consumidos por el agotamiento. Reducido en su respuesta por cada golpe que le llegaba claro cada vez que intentaba cubrirse con los brazos. Pudo ver como los curiosos trabajadores de la limpieza que acudían a desayunar, se agolpaban tras el cristal, mientras los tres clientes a los que había ofendido le propinaban una inesperada paliza y el mismo barman que minutos antes le había servido y calmado, ahora lo atenazaba para que los otros pudieran expresar su odio incomprensible con el gusto que demuestran de los impunes. Finalmente el doctor cayó al suelo donde recibió aún algunas patadas y se inclinó sobre sí mismo para escupir sangre mientras las fieras maldecían y lo insultaban. Los espectadores se fueron retirando a sus asientos con la satisfacción de haber presenciado un castigo justo y necesario. Los comentarios eran definitivos, “ya se lo venía mereciendo” o “a ver si aprende para la próxima y se comporta con más respeto por las personas” y otros más duros que apelaban a tirarlo al mar la próxima vez si seguía molestándolos. Altavillo tomó de la mano a Marnie intentando eludir el espectáculo, había salido por la puerta opuesta a aquella en la que se amontonaba la gente, la terraza en galería estaba cubierta por un armazón de hierro y cristal desde donde se podía ver el exterior sin dificultad a pesar de que no terminaba de amanecer. Era la primera cafetería en cerrar por la mañana, justo cuando las otras empezaban a abrir, y permanecía toda la noche abierta para atender a los trabajadores del puerto, a los marineros y a los trabajadores del ayuntamiento, limpieza y jardines. Se trataba de gente cansada, con vidas duras y sin solución a sus demandas y problemas en un plazo razonable. Muy posiblemente el doctor perdía la razón cuando bebía, insultaba, empujaba y escupía, y eso había llegado a su fin de la peor de las maneras. Lamentablemente tuvieron que dar la vuelta por la parte exterior de la terraza cubierta, y a pesar de que intentaron evitar un conflicto que no les concernía no les quedaba más solución que pasar muy cerca de la pelea para poder volver por el mismo camino que habían llegado hasta allí. Posiblemente si conocieran un poco el barrio hubieran podido tomar alguna ruta alternativa, pero no lo hicieron y cuando pasaron al lado del doctor, furtivamente John Altavillo lo miró y adivinó debajo de la camisa el estigma de su enfermedad. Fue entonces cuando decidió acelerar el paso y caminar hasta la esquina sin detenerse. Posiblemente él pensaba que deberían haberlo ayudado. En este caso no se trataba de subvenir a otro vagabundo, de apiadarse de quien lo necesitaba menos, en este caso se trataba de un igual, de un compañero en el dolor, un colega en la desesperación, y haber visto su herida era más que cualquier prueba de sangre o que cualquier identificación. “Las reglas de la enfermedad al fin me han alcanzado, que es tanto como decir las reglas de la enfermedad más postergada que es el tiempo de vida que a cada uno le toca. Si me atengo a mi proceder, y si me conozco lo suficiente, no hubiera creído hace unos meses cuando me enfrenté por primera vez al desierto en busca de libertad,


que ahora estaría aquí. El presente obedece a normas, y no es malo del todo que así sea, necesitamos cosas diferentes en momentos diferentes. Y ahora, más pausado, el orden me hace sentir más sereno.” A la mañana siguiente se lo encontraron de nuevo, esta vez el doctor Artemiso estaba completamente sobrio y comunicador. Lo saludaron y se sentaron en su mesa, apenas unas marcas y unos apósitos habían dejado la señal de los golpes la noche anterior. Les dijo que se encontraba bien, y que en unos días no quedaría ninguna señal. Se hacía difícil para ellos creer que después de semejante paliza se encontrara allí, delante de ellos como si nada, sonriente, dispuesto para la charla y de buen humor. Que dos jóvenes se sentaran en su mesa y estuvieran dispuestos a charlar con él parecía ser de su agrado, y cada vez que le hacían una pregunta, por sencilla y superficial que fuera, se enredaba en la respuesta como si deseara que aquel momento no terminara nunca. Sus ojos eran pequeños y dulces, amables, inofensivos, nada que ver con los ojos de fuego que desplegara la noche anterior. !Qué raro resultaba todo! John se preguntó si aquel hombre dormía, si había dormido aquella noche o si se la pasara en las urgencias del centro de salud, o también, si había dormido alguna vez en su vida. Iba contando aspectos personales de su vida, y no negó que había sido médico realmente, porque tal vez consideraba que esa era una forma de ser tenido en estima, porque según decía, “todo el mundo aprecia a los médicos”. Hasta donde podían seguirlo, su forma de expresarse era de una basta cultura adquirida en algún momento del pasado y que ahora exhibía sin pudor, así, se refería a las cosas más simples y cotidianas con expresiones y palabras que una persona corriente no entendería y ni John ni Marnie estaban dispuestos a descifrar. Arrimaba la taza de su café a los labios con tanta dulzura que apenas hacía contacto con la loza, y lo devolvía a la mesa con la lentitud y armonía de un experto bailarín. Desde hacía dos años, según les contó, vivía solo, sin más ayuda que un gato que se restregaba en sus pantalones por un poco de leche y que lo recibía acudiendo a la puerta, al volver cada noche a su habitación en una casa de una señora, gordita y amable que alquilaba habitaciones, aunque, debemos decirlo, no se trataba, ni en limpieza ni servicio, del mismo tugurio que acogía desde el día anterior a John y Marnie, era algo más adecuado a la pensión generosa de un médico. No se juzgaba a sí mismo por estar enfermo como otros hacían, según confesó, y le parecía lamentable que una pareja tan bonita, también hubiesen contraído semejante “peste”. Era como si los enfermos se reconocieran, fueran capaces de establecer diferencias sustanciales con otros que aún no lo sabían, o creían que nunca contraerían la bacteria, por eso, probablemente, les hablaba con franqueza. -Cuando empezó a evidenciarse el VIH en los ochenta, todos creyeron que era la enfermedad del demonio, al menos hasta que pasó un tiempo. Todos creían que se trataba del apocalipsis, y cundió el desconcierto. Yo trabajaba entonces en un hospital, y lo viví muy de cerca, el desconcierto era grande entre los científicos, sí, pero también entre los políticos. Y ahora ésto, tan inesperado y virulento. No tiene nada que ver, no avisa, no te deja llevar una vida normal, no exige protocolos de limpieza o aislamiento, porque siempre va a seguir avanzado, nada lo detiene. Pero ellos, los grandes hombres, pueden seguir creyendo que lo tienen controlado. Nadie


controla a un demonio -El doctor, les hablaba sin reparos. Notaba el interés que sentían por un tema con el que estaban relacionados directamente y se vertía en el presente, pero también en hechos pasados que de algún modo estaban relacionados con su discurso. No lo iban a interrumpir nada más que para seguir haciendo preguntas, y saber más sobre él y sus pormenores, y dejarlo que siguiera vaciándose. Hablaba en párrafos largos, sin apenas tomar aire, dejándose llevar por la reciente amistad. Se refería a su vida pasada con cierta admiración y lástima porque no haberse mantenido en ella. Creía haber perdido una parte de sí mismo al jubilarse y dejar de hacer lo que realmente daba sentido a su vida, su trabajo. Pero, había sido una decisión valiente, en cuanto sintió la primera punzada en el vientre, lo dejó todo, e intentó aislarse. Confesó que había sido una decisión muy difícil de tomar pero era su deber, no podía seguir tratando con pacientes que aspiraban a ser curados, sin saber si en realidad, los estaba perjudicando. “Mucha gente sigue haciendo su vida normal. Nadie sabe bien como actuar.” -Estuvimos en el desierto. Algunos creen que el aire es saludable y beneficioso -Hablaban con cierto secreto, y estaban apartados del resto de los clientes en la cafetería, así que era improbable que alguien pudiera seguir su conversación, por eso hablaban con cierta confianza, se sentían cómodos y ahondaban en un tema que no era corriente-. Hemos venido por lo del registro. Los casos diagnosticados no necesitaban ser registrados, porque ya lo eran de hecho en el momento que eran reconocidos en algún hospital, pero la duda era inmensa, ¿cuántos eran los contagiados?, ¿hasta dónde llegaba realmente la extensión de la enfermedad? El registro intentaba hacer una aproximación al número de enfermos que habían decidido dejarse ir y no recibir ningún tipo de cuidado. -Comprendo que alguna gente no desee ser registrada, ni atendida. Algunos creen que los van a tratar como cobayas. Tienen miedo, es normal. Después de un rato, el doctor seguía teniendo fuerzas para seguir hablando, como si se sintiera estimulado por algún motivo. Volvió a retomar su discurso sin pausas, sin duda porque empezó a hablar de su familia y eso lo volvía más sensible. Hablar de su familia a dos desconocidos no parecía lo más apropiado, pero ellos no eran ya desconocidos, debió pensar que en realidad se trataba de estar en combate codo con codo con dos seres de los que dependía su vida, no debían distraerse, y eso los hacía más que simples conocidos, vecinos o amigos, más que cualquier cosa a la que se acostumbrara por un trato de años, por un habitual saludo en la escalera. Y de esa idea iba soltando palabras, fabricando la confianza necesaria en su discurso y desvelando los secretos más íntimos. Volvía al chorro de largos párrafos para contar como habían muerto todos, uno tras otro. Aseguró que no tuvo valor para suicidarse aunque lo intentó varias veces, y que aunque no pudiera separarse de ese recuerdo ya no lo intentaba, porque iba a morir pronto y no necesitaba otra cosa que dejar pasar un poco más del tiempo sórdido que le tocaba vivir. Un día al volver de su trabajo había


encontrado a su hijo sobre la cama, mientras su mujer le cogía una mano y lloraba encogiéndose sobre el pecho. ¿De qué valía llorar? Ya nadie lloraba, todo el mundo estaba aprendiendo a enfrentarse a la enfermedad con cierto desafío. Después se murieron sus padres y su mujer, y se quedó completamente solo, por eso quiso irse con ella, su vida no tenía ningún sentido. Desde entonces, vagaba como un cuerpo vacío de toda emoción, dejándose llevar por los minutos por ver si le llegaba su hora más pronto que tarde. Marnie sintió un dolor en el alma que no la dejaba hablar, una mano invisible la tenía prendida por el cuello y lo apretaba sin permitirle articular palabra. John Atkinson, le dijo al doctor que debían irse, pero que se volverían a ver. Todos habían quedado en silencio, con mal cuerpo y sin demasiada gana de enfrentarse a un nuevo día. Pero tenían que ir al registro, no podían andar por ahí sin más sabiendo que tenían aquella cosa pegada a su carne. Era muy posible que se tratara de algo inútil, porque que no había solución para la muerte cuando se presentaba, pero las autoridades debían someter la epidemia a un cierto control, eso nadie podía ponerlo en duda.

3 El Castigo De La Obediencia La resistencia a la enfermedad que demostraban, tal vez tenía que ver con el tiempo que pasaron en el desierto, después de todo podía no tratarse de una leyenda urbana las cualidades curativas de su aire. Marnie se cruzó en los pasillos del hospital con un pariente lejano, que escondió la cara al verla y apuró el paso hasta desaparecer detrás de una puerta. Ella había querido asearse antes de partir para el hospital, así que quedó de encontrarse con John en la puerta. Llevaba ropa limpia y se había mudado porque tenía la extraña idea de que, cuando se va a un hospital uno nunca sabe cuando va a salir, y por lo tanto es necesario ir preparado para un ingreso. Incluso en situaciones como la que la ocupaba, en la que tan sólo iba a cubrir unos papeles y firmar su conformidad. Todo lo que no hubiese parecido primordial hacía unos meses, ahora cobraba un sereno sentido. Al principio era un terrible shock, todo se derrumbaba, hasta los gestos más amables se volvían sórdidos, por fortuna todo se


había tranquilizado para ellos hasta el punto de sentirse animados a colaborar con El Registro. John como siempre en mangas de camisa, sus viejos pantalones cubiertos de polvo y sus botas gastadas, miraba con extrañeza a Marnie. Nunca había ocultado su deseo de terminar lo antes posible sus compromisos en la gran ciudad para volver a vagar por el desierto sin rumbo fijo; después de todo había sido idea de ella lo de volver a la ciudad, que por otra parte tampoco era la suya. Se entretuvieron cubriendo sus expedientes y charlando con una enfermera mientras John ponía su brazo alrededor de la cintura de Marnie, y la apretaba contra sí; era la primera vez que lo hacía con tal ternura, porque no había pasado tiempo suficiente para mostrarse tan sensible como podía ser, y por considerar que ella necesitaba apoyo y seguridad en momentos así se decidió a abrir una parte oculta de su carácter. Se presentaron con confianza a la enfermera, porque les pareció una chica abierta, simpática e inteligente, y porque les confesó que para aquel trabajo la habían escogido porque también tenía la enfermedad y eso podía hacerla “conectar” con los pacientes. ¿Se lo diría a todo el mundo? Parecía natural, y fueron dejándose llevar hasta que en un momento les indicó debían hacer un análisis de sangre y pasar a hablar con el doctor. Bajó la mirada un momento, si se le hubiese corrido el maquillaje no hubiese resultado peor, entonces volvió a mirarlos y señaló una puerta, “entren sin llamar”, les dijo. John no estaba dispuesto a que aquello les afectara en su estado de ánimo, ni por un minuto se lo hubiese planteado si notara que la alegría que parecía acompañar a Marnie podía verse empañada porque creyera que, en cierto modo, estaban utilizándolos. Otros habían pasado por lo mismo así que se hicieron el análisis, y en un momento estaban hablando con el doctor. Cuando salieron por la puerta del hospital habían dejado allí tanta información a cerca de sus vidas presentes y pasadas que había muy pocas cosas que el doctor no supiera acerca de ellos. John le preguntó a Marnie si se encontraba bien, y ella le respondió sin dejar de sonreír que estaba un poco confusa pero que pronto volvería a ser la misma “loca irresponsable” de siempre. -Creo que sí, que podremos volver a ser locos e irresponsables. Nadie lo merece más. El gran sistema de salud nacional, un poder sólo equiparable al poder y a la estructura militar, y sin el que la vida civil no sería posible, pero aún en menor medida, ¿alguien imaginaría que podría funcionar un ejército sin médicos? Nadie puede ocultar que todos los soldados retornados a la patria desde tierras lejanas necesitan, prótesis, psicólogos, cirujanos, y ahora más que nunca científicos dispuestos a dar alguna solución a las enfermedades biológicas y bacteriológicas que vienen en su interior. Además, ¿cómo culpar a otros países de ese tipo de experimentos si cada país amigo también lo hace en mayor o menor medida? Cierto es que las guerras modernas tienen algo de cinismo, se mata pero a los pocos, civilizadamente, intentando no torturar, nada que ver con los inquisidores medievales pero con más eficacia y ambición que nunca en la matemática que posibilitaba sumar más y más muertos sin dolor. Para construir una sociedad tal, hace falta una cierta inconsciencia en la población civil, hacer que deseen la evasión, estar


tan desesperados por su enfermedad que no puedan pensar en los problemas de Estado y la guerra. El nacimiento de semejante idea tenía su origen en una mente enferma, la que ocupaba la presidencia de la nación y cada vez que aquella cara anodina de político democráticamente elegido salía en la televisión John se ponía malo. Una repulsión incontrolable lo invadía, una reacción en la que apenas ponía intención, era algo natural que lo hacía enmudecer, porque posiblemente si abriera la boca y liberara su garganta, un gran grito de dolor invadiría el bar en el que se encontraban. El mecanismo de propaganda estaba funcionando como nunca antes, no era difícil notarlo, las portadas de los periódicos, los discursos televisivos y radiados, se producían con frecuencia, y eso sacaba de sus cabales a john, pero también lo hacía pensar. Se trataba del procedimiento, de la incapacidad del gobierno de hacer llegar sus preocupaciones y por lo tanto, su incapacidad para solucionar algún escandaloso problema, sin evitar que aquella profusión de mensajes terminara por alarmar a la población -gente inocente de las truculentas intrigas que siempre suceden a sus espaldas, víctimas sin información, votantes convencidos-. Durante unos minutos John no separó sus ojos del televisor, y durante ese tiempo recordó que él había estado en la guerra cuando no era más que un chiquillo. Habían sido días de horror, nunca se sobrepuso a esa experiencia, y habían pasado muchos años pero la experiencia de muerte estaba impresa a fuego en sus recuerdos. De una cosa estaba seguro, cuando volvió estaba sano de todo menos del ánimo, entonces creía que podía morir sin que le importara, y cuando llegó al desierto, cuando ya no había solución, mucho tiempo después, había recuperado por completo su deseo de vivir. Durante el tiempo en que Marnie repasaba la prensa y el veía al presidente dar uno e sus mensajes de esperanza, recordó un momento de guerra en que se quedó acurrucado contra un árbol con la conciencia de que no le mandarían avanzar. Se trataba de esa hora de la tarde en que el ocaso se vuelve de terciopelo, y el aire se vuelve polvo templado cayendo sobre los cuerpos. Había cesado el bombardeo y tan sólo se oían las ramas de los árboles moviéndose con un viento suave. En aquel momento supo que les ordenarían volver a la base, y que sus días de guerra se acababan, le había llegado el permiso para volver a la vida civil. Le costaba creerlo, iba a dejar atrás aquel horror, se abrazó a su arma y se durmió en espera de que alguien le dijera, “Vamos john, esto se ha acabado para ti. Volvemos a la base.” -!Menudo mentiroso! -soltó entre dientes, y ya no volvió a abrir la boca hasta que vio al doctor Artemiso a punto de caer contra la puerta acristalada. Se quedó mirando fijamente sin saber que hacer. -¿Qué sucede? -preguntó Marnie Belle -El doctor Artemiso está en la puerta, y parece que ha bebido generosamente. Intenta entrar pero sus reflejos no dan para tanto, apenas puede sostenerse en pie y agarrarse a la puerta al mismo tiempo. El verdadero suplicio no era el escozor de la “grieta” cuando se decidía a crecer. Así la llamaba John, en ocasiones, “la grieta”, como si se tratara del resquebrajamiento de


un edificio. Pero sí, no era el escozor de la grieta, era los alimentos, la digestión justo después de ingerir alimentos, lo más insoportable. Por eso estaban los enfermos tan delgados, y por eso sabían que la propagación de la enfermedad era un hecho incontestable, apenas se veía gente obesa por la calle. De hecho hacía mucho que no veían a nadie que realmente pesara más de sesenta kilos. Pero existían excepciones, no podían creer que todo el mundo estuviera contagiado, tenía que haber gente sana en alguna parte, y por lo que el doctor Artemiso les había contado, su casera era una de esas personas. John empezaba a sospechar que todo el mundo podía estar enfermo, o al menos estar sintiendo el principio de la enfermedad. La idea de que si la verdad se supiera, si la opinión pública llegara a saber la verdad, el Estado dejaría de existir tal y como lo conocían. La primera obligación de un gobernante es el amor por los ciudadanos, los que dan forma a cada una de las poblaciones libres que surgen y palpitan en en toda la tierra que gobierna. No es nada nuevo, pero cabía cuestionarse si todo lo que sucedía formaba parte de esa verdad. Recogieron al doctor Artemiso y lo llevaron a su casa.

1 Iba Vestido Con Un Resplandor Bajo los ojos verdes de la señora Von Steinchen cualquier cosa podría suceder sin impresionarla. Era tan robusta como el doctor les había descrito, no se trataba de una leyenda, en el mundo aún quedaba gente saludable, pero eran tan pocos que se escondían, apenas salían a la calle y se avergonzaban de su suerte. Se trataba de una mujer joven y decidida, que no dudó en tomar las riendas cuando vio llegar al doctor tan descompuesto, así que ayudó a john a recostarlo en la cama mientras Marnie asistía a la operación sin poder hacer otra cosa que moverse alrededor con inquietud. -¿Qué le ha pasado? -Preguntó


-Estaba intentando entrar en el bar. Obviamente ha bebido. No parece grave -respondió John Altavillo. -Menos mal, corren malos tiempos. Alguna gente está empezando a creer que puede poner orden sin esperar, están perdiendo la paciencia. Ayer le golpearon, por fortuna es fuerte, y no le rompieron nada -se esforzaba por parecer agradecida. Las palabras tienen la fuerza de devolvernos a sitios y situaciones que cambiaríamos si pudiéramos, y entonces, de ruborizarnos. Tal vez no hubiesen podido impedirlo, en ese momento no lo conocían, pero tanto John como Marnie se sentían muy avergonzados por no haber ayudado al doctor la noche anterior, cuando habían tenido más interés por ponerse a salvo que por enfrentarse a la multitud. El tiempo no pasaba, hablaron de cosas sin sentido, como la marcha de la guerra, o lo inestable de la meteorología. La dueña de la casa se ofreció para preparar algo de comer, pero rechazaron la invitación. Tenían ganas de sentarse un rato pero no dijeron nada, simplemente permanecieron en pie, y cuando el doctor se encontró más despejado, hablaron con él. En esa conversación, Altavillo manifestó su deseo de volver lo antes posible al desierto y Marnie no respondió, sin embargo, el doctor casi suplicó que lo llevaran con ellos. -!Lléveme con usted! -dijo dirigiéndose a John-, no quiero seguir aquí, esperando la muerte como único pensamiento. No tiene sentido pasar los días sin hacer otra cosa que esperar que el momento fatídico llegue en cada paso, en cada copa, cada vez que vuelves a casa o si te demoras en un paseo. Vivir así no tiene sentido. -Todos estamos igual. Nada cambia tanto en el desierto. Mucha carretera y mucho polvo. Y nada se olvida, sigue presente esa sensación. De vuelta a casa pasaron por delante la cafetería en la que habían estado la noche anterior, la cafetería que permanecía abierta toda la noche y la misma de la que habían echado al doctor y lo habían arrojado como un saco contra el asfalto. Un cartel sobre la puerta anunciaba el horario de apertura, pero no lo leyeron, pasaron de largo sin detenerse. En ocasiones John no podía dormir por la noche, eran noches de horas largas y lánguidas en las que tener a mano un local abierto en el que tomar alguna cosa, pero en esta ocasión ya había decidido que prefería beber en casa. El tiempo se detenía, había llegado el momento de recapacitar después de tantas jornadas juntos desafiando al horizonte. No había justificación para la distancia entre ellos aunque Marnie parecía más ausente que desde costumbre y debería ser así, después de todo la idea de volver a la ciudad para cumplir con el registro había sido idea suya. Y podía haber sido buena idea, John no lo había puesto en duda, pero no deseaba alargarlo innecesariamente. De forma inesperada se habían sentido responsables del doctor, posiblemente por su edad, pero era un viaje entre dos y todo se complicaría si asumían todas sus necesidades y lo metían a él y sus achaques en el


auto. Hasta ese momento les bastaba con sus recuerdos y aceptar la idea de que habían hecho una buena elección al relacionar el tiempo que les quedaba con una cantidad indeterminada de kilómetros por recorrer. Se atendía el uno al otro, estaban pendientes de sus parecidas necesidades, se intuían y aceptaban el vértigo como un desafío entre dos. Se cerraba el mundo entre ellos, sus miedos y la carretera, ninguna nueva situación. Las costumbres se iban convirtiendo en ritos, confesiones proferidas en otro tiempo, inscribiéndose en una operación de manifiesto amor. Los principios habían sido más de conocerse, comprenderse, entregarse y confesarse, sin llegar a dominar lo que les quedaba de existencia pero en ritos de tierna cooperación. “Nunca sabremos quien se inventó este suplicio. Se trata de una ceremonia de intranquilidad. Nos ejecutamos en frialdades que intentan superar la desesperación, pero no he dejado de verla con deseo; ella lo sabe. El objeto de nuestra cooperación es un equilibrio transitorio, sólo esperamos que dure lo suficiente. A veces lo he pensado, muchos hablan de la dignidad necesaria cuando el momento llegue: a nosotros nos llegó el día en que nos supimos afectados por la yaga y curioseamos con nuestros dedos, palpamos, la acariciamos, sentimos su relieve, introdujimos los dedos buscando profundidades, protuberancias supurantes o seres vivos agusanados moviéndose en la ceguera exterior del intestino.” La enfermedad no se trataba de que de pronto se abriera una grieta entre las carnes, a cielo abierto, sin aviso previo, la enfermedad se trataba de seguir viviendo, siempre se trata de eso y de otra cosa que nos hace aún un poco más estúpidos; se trata de creer alguna vez que nos hemos curado de una muerte probable. La pena, la gran pena de los grandes martirios y matanzas que en la historia han tenido lugar, debería ocasionarnos un desequilibrio tal que nuestro buen juicio no resistiera. Pero la estupidez nos protege contra la mala salud, lo que no se conoce no sucede, nos decimos, o lo que es peor, vivimos en la inconsciencia que a su vez se basa en una firme creencia de que lo que no se reconoce, no sucederá: Y va sucediendo, como todas las malas leyes que nos afectan y no permiten que conozcamos. John Atkinson Altavillo y Marnie Belle tenían prisa por subir a su habitación y descansar, todo lo que deseaban, era sentarse y no hablar, cerrar los ojos y dormitar, o tal vez echarse en un sillón y dejar volar la imaginación, pero intentar relajarse, sin que nada ni nadie disturbara ese acuerdo a dos que parecían haber iniciado en algún momento. Tímidamente entraron en el recibidor, y al soltar la puerta de aluminio retumbaron los cristales. Pasaron delante de la recepción y se extrañaron porque no estaba el mismo “tipo” de la noche anterior, y cuando ya iban a subir la escalera la voz del nuevo recepcionista dijo sus nombres. Un nuevo italiano con fingida amabilidad se dirigió a ellos al verlos asomar a la ventanilla, dijo de nuevo sus nombres interrogándolos, “¿son ustedes? -Les han dejado este documento. Parece del centro de salud. -Usted no es el señor que nos atendió anoche... -señaló Marnie. -No, se trataba de mi hermano. Le dio un ataque de la “enfermedad” y se murió.


Vino una ambulancia a buscarlo esta mañana. ¿No la oyeron? -dijo “enfermedad” como si todo el mundo tuviera que saber a lo que se refería, es más como si todo el mundo tuviera que estar familiarizado con ella. -No, me temo que hemos salido a un recado. Lamento la pérdida -se compungió John. Iba a decirle que tuviera un buen día, pero en tales circunstancias no era lo más adecuado, así que cogieron el sobre que les tendía y subieron a la habitación. Para algunos enfermos el significado del documento que acababan de recibir tenía una doble crueldad, por un lado hacerles concebir falsas expectativas de curación, por otro pedirles que se prestaran a todo tipo de experimentos apelando a su solidaridad. Algunos se sentían tan culpables al aceptar la posibilidad de haber contagiado a otros que aceptaban prestarse a los experimentos a cambio de tranquilizar su conciencia. De hecho algún factor desconocido pero que sólo podríamos atribuir a algún remordido sentimiento, pudo llevar a Marnie Belle a aceptar que en la forma en la que su sangre reaccionaba a la enfermedad podía estar la solución a una vacuna curativa que salvara al mundo de semejante peste.

2 Para Los Rituales De Seguridad Y Ceremonias De Partida La invitación a formar parte del cuerpo de voluntarios que se prestaban a a ser estudiados y a la investigación acerca de la enfermedad, se hacía extensible a John, y algunos hubiesen visto como un acto de camaradería, que hubiese tomado la misma decisión que Marnie, y que la hubiese acompañado en este nuevo reto también. Para hacerse a la idea, john la escuchó desde el principio, le hizo preguntas con las que intentaba determinar su punto de vista -aunque lo hubiese descubierto, lo cierto es que no se lo hubiese aplicado a sí mismo de ninguna de las maneras-, casi la interrogó, hasta que finalmente la hizo sentirse incómoda. Fue la primera vez desde que la conocía que la acosó de tal forma. En su enfrentamiento, intentó que no pareciera una discusión, fue como una exigencia, pero a la vez como si deseara saber desde la retaguardia, dispuesto a ceder pero con un desprecio; un gesto inapreciable a los ojos de su interlocutora. No fue muy agradable para él: según su propio derrumbe interior se trataba de una traición, pero nunca emplearía esa palabra, nunca se lo diría,


aunque, sí le hizo notar que algo no marchaba bien con su decisión. “Esta bien,” se dijo, “el desierto otra vez”. Todo aquello no ayudaba con la pena permanente que arrastraba, le causaba dolor que todo se moviera sin haberlo calculado, y que incidiera en su moral de forma negativa. De tal forma empezaba a comprender y aceptar el anuncio de Marnie. No solamente quedaba todo esto claro para él que sentía como algo se movía dentro sin remedio, también ella, sólo con ver su expresión, había comprendido la profunda dolorosa impresión que le había causado. No llegaron a abrazarse, aunque los dos lo estaban deseando, al menos él comprendía que necesitaba rechazar cualquier signo de efecto porque eso avivaría su dolor interior, y porque dudaba que ella estuviese sintiendo lo mismo. Ya nada lo animaba a seguir en la evasión, al arrojo con que se había puesto en la carretera. Así planteado nada podía volver a empezar como una mera exigencia, y si al menos eso sirviera para encontrar nuevas respuestas. En algún momento había alimentado esa idea improbable, pero empezaba a entender que cuando la vida te pone un cepo como al que a él le había tocado, se agitaban de pronto todas las respuestas. Unos días después John y el Doctor Artmiso acompañaron a Marnie Belle, al hospital. Había comprado algo de ropa interior y unas toallas, y llevaba una maleta pequeña con algunas otras cosas de aseo; no necesitaba nada más. Todo forma parte de un mismo contenido en el que nos movemos, vamos precedidos de una misma materia y de otros seres que han sentido lo mismo que sentimos mucho antes. En seguida nos damos cuenta de que el resultado tampoco difiere demasiado. Ahí estamos todos, recociendo en el mismo saco. Ante la realidad que nos daña, tan sólo la falsa impresión que la luz crea. A john le había pasado con frecuencia en el pasado, dejarse arrollar por un presente de impresiones nunca puestas a prueba y ser superado por dolorosas realidades, con muchos otros como él que no descubrían la crueldad de sus fantasías hasta que la obsesión de la salud no se había cernido sobre ellos. “Siempre que me encuentro en una encrucijada termino por preguntarme lo mismo, ¿qué estoy haciendo aquí? Ya no soy capaz de ramificar mi pensamiento como hacía en otros tiempos, capaz de mantener varios frentes abiertos, o de pensar sin esforzarme tres posibles futuros. Nada queda de esa extraña cualidad, mi futuro es el que es, debo asumirlo. He resulto todas las ambigüedades. Y claro que la vida sigue proponiendo, pero no me demoro en tomar decisiones. Mi destino está marcado, llevo la señal de los derrotados adherida a mi piel. El encauzamiento del siguiente paso a dar nunca es tan difícil en tales circunstancias. Sólo hay una cosa que me incomoda, y es la insistencia del doctor. No puedo llevarlo conmigo, a su edad no sobreviviría al primer mes; eso sin tener en cuenta que se alimenta de licor, y el auto tiene el maletero exhausto.” La misma enfermera que los había atendido o hacía tanto, la recibió amablemente, portó sus cosas y la acompañó a una habitación. A sus dos acompañantes les permitió


acompañarla y ayudarla a instalarse. -Aquí la tienen. Podrán venir a visitarla siempre que quieran, pero tendrán que pedir su pase en la recepción. El doctor tendrá que dar su visto bueno. Ahora, mientras Marnie Belle se alejaba de su vida, John recordaba detalles de compromiso que había asumido, sin tener en cuenta que todos somos imprevisibles en nuestros más íntimos deseos. El doctor Artemiso lo contemplaba comprendiendo que su silencio tan artificialmente prolongado era expresión de un dolor inconfesable. Se fueron los dos calle abajo como dos viejos amigos, asumiendo que la presencia del otro era lo único que a dos seres perdidos en su enfermedad era lo único que los salvaba de la infinita soledad. Después de caminar un rato en silencio, comenzaron a hablar. -Estos tiempos no son buenos para nadie. Todos están enfermos o lo van a estar, no se dan cuenta de que no se salva nadie. Me deprimen algunas reacciones, porque de ellas se desprende que aún quedan algunos que se creen inmortales. Me propongo cada vez, ser justo en mis apreciaciones acerca de otros que no comprenden la enfermedad como yo lo hago, intento ser condescendiente con todos. A veces creo que existe una necesidad política de enfrentarnos, los burgueses contra los trabajadores, los estudiados contra los que han rechazado el estudio, los funcionarios contra los privados, los viejos contra los jóvenes, los militares y cuerpos de seguridad contra los civiles, los sanos contra los enfermos -hizo un gesto de desprecio al resoplar, y arrojar ese soplido de descontento tan lejos como se iba su mirada. -!Vamos ya! !No se me haga ahora de nuevas! No hemos nacido ayer, nadie confía en que sus gobernantes les solucionen sus problemas personales. No somos víctimas, ni siquiera debemos dar lástima -el doctor estaba totalmente sobrio. Quizá intentaba demostrar que podía pasar sin beber, pero no duraba más de unas horas en su propósito. Ya le había sucedido antes. -Nunca hubiera pensado, querido doctor Artemiso, que se pondría de parte del sistema en esto. Permítame que se lo diga, es usted demasiado ingenuo en lo que respecta a nuestras autoridades. -!Venga! !Vamos ya! Otro comunista, que cree que deben dárselo todo hecho. -De ningún modo, yo no soy comunista, pero cuando le llevo la contraria a los poderosos todos me lo llaman. No es una postura fácil estar dispuesto a luchar. Los comunistas desprecian a los que humillan al pueblo, en eso nos parecemos. Pero a ellos les gusta el poder, yo estoy enfrentado con los poderosos, con todos los poderosos. -¡Esa es “su” confusión! ¡Menos mal que no va por ahí diciendo a todos lo que tienen que hacer! Es usted muy raro. Hablemos de cosas importantes. ¿Me va a llevar


de copiloto al desierto? -El desierto ya no es lo que era. Algunos van allí buscándose a sí mismos, y no hallan esa paz. En poco tiempo empezará a parecer un circuito de carreras. No lo creerá, pero el tráfico está aumentando de manera considerable. Todos deberían confesar sus intenciones al ir allí, ver el mundo desde la superioridad de los que se consideran preparados para la más larga meditación, no es un planeamiento muy sincero. -¿Cómo se lo tengo que decir? Qué usted sea un pretencioso, no le da derecho a pensar que todo el mundo tiene ese mismo grave defecto. Creo que no nos pondremos de acuerdo.

3 Vigilancia Constante De algún modo, nadie se acordaba de la guerra, las preocupaciones cotidianas lo superaban todo. En alguna parte, en aquel preciso instante los soldados se mataban, de abrían el corazón con su bayonetas, luchaban cuerpo a cuerpo, avanzaba el odio del que se habían impregnado para poder seguir adelante en aquel trabajo. El mundo había llegado al limite de convertir a los soldados en trabajadores bien remunerados: de los mejores. Cuando volvían de su aventura, que se solía concretar por un tiempo determinado, tenían los bolsillos bien llenos. Por contra, nada les satisfacía, la vida civil les parecía vacía y sórdida. Entre los enfermos, los soldados retornados y anímicamente derrotados y la crisis económica, la ciudad se había convertido en un paseo de miradas perdidas y espíritus deambulando sin destino fijo. Un informe sobre la evolución de la enfermedad en John Atkinson Altavillo había llegado, se trataba de un sobre grande en el que se especificaba el buen estado de salud general, lo que lo animaba a llevar una vida más o menos normal; en realidad todas aquellas letras para


decirle lo que ya sabía, que no apreciaba proceso de infección y que el dolor parecía remitir cuando se acompañaba de calmantes. En el sobre había también unas recetas que le servirían para comprar algunos medicamentos que le aconsejaban, metió la mano hasta el fondo para llegar hasta ellas, y las dejó sobre una mesa. No era extraño empezar a sentir la inquietud propia de antes de los viajes, la partida era inminente. Había llevado el coche a una revisión, y había cerrado su bolsa de viaje con todo lo necesario; poco más quedaba por hacer. Se sentó en la cama mientras una idea le daba vueltas de forma obsesiva en la mente: No existía una relación definitiva entre la muerte y la enfermedad. Al menos nadie podía probar que aquellos que iban muriendo lo hicieran por aquel corte vertical encima de sus hígados. La muerte sucede por factores diversos, que atribuían a la enfermedad o derivados de ella de forma improbable. Otra cosa que le inquietaba era la razonable buena salud de la que todos los que la contraían gozaban, y cuando eso se evidenciaba empezaban a hablar de naturalezas capaces de resistir o de haber creado anticuerpos que necesitaban ser estudiados. Nada de todo esto resultaba creíble. El tiempo pasaba de prisa cuando alimentaba la idea de volver a la libertad del desierto, de pasar las horas conduciendo perdido en pensamientos absurdos pero a veces, llenos de ilusión y placenteros. No parecía mala idea alimentar hasta tal punto su alma, que perdiera las preocupaciones y fuera capaz de evadirse de la realidad. Se trataba de un refugio, de un santuario, capaz de de albergar, aún en condiciones de muerte, los mejores deseos. Lo conocía bien, podía abandonar la carretera y adentrarse en lugares que nadie había aún pisado, sin perderse o enloquecer, lo que posiblemente le sucedería a quien lo hiciera sin la información necesaria de aquellos mapas imprecisos. De pronto la tierra podía tener un corte de cientos de metros en vertical, y caer por uno de sus barrancos podía suceder sin previamente percibir el peligro. Había un lugar que había visitado hacía unos años, y era ese rincón quemado por el sol, estéril y sin abrigo, el que quería volver a visitar. Donde aparece una llanura aparentemente interminable, surge de pronto un barranco inesperado, y nadie sobrevive si conduce su auto por esos lugares sin la prudencia necesaria. Podía pasar horas evitando los peores desniveles, serpenteando por la ruta de los alacranes y finalmente encontrar un pico reconocible en la lejanía hacia el que poder dirigirse. Con la condición de no compartir su silencio, su dolor y su rabia con nadie, había partido la primera vez hacia el primer horizonte; eso había sido algunos años antes. Y esa condición solitaria se había visto alterada en los últimos meses por aquella criatura delicada y triste que quiso compartir con él la grieta de su vida, o de su muerte. ¿A qué se debía esa necesidad apremiante por volver al desierto? Podría llegar a entenderlo esta vez. Necesitaba tocar cada piedra, dejar que la arcilla se deshiciera entre sus manos y que lo cubrieran todas las impresiones de sequedad perpetua. El único lugar en el mundo donde podía ordenar los últimos acontecimientos, ordenar sus reflexiones y como se había enfrentado a la tragedia. La serenidad había funcionado por un tiempo, pero la prueba se alargaba y su paciencia no era infinita. Se trataba del aspecto tangible y respirable de la naturaleza salvaje que lo emocionaba y le daba el sosiego que necesitaba para enfrentarse al resto de vida. Como moribundo no debía resultar tan extraño que deseara alejarse de todo y de todos, de no sentir más rechazo que el que él mismo se imponía. Y al alejarse, volvía


a abandonar la idea que junto a Marnie había albergado de ser capaz de asumir también la enfermedad ajena como propia. Ya no respiraba con dificultad, se levantó de la cama y se dirigió a la pileta. Se lavó la cara y se frotó los ojos con intensidad. Se miró, con extrañeza, no se reconocía. “No puedo ser yo”, se dijo, había envejecido de golpe, lo notaba en la piel arrugada y en la delgadez que avanzaba. La cara, sin duda era un anuncio del resto del cuerpo, una transparencia de pieles sólo irregular donde los huesos abultaban su tristeza. Esa era otra de las ventajas del desierto, no había espejos y estar delgado era una ventaja. Tal vez fuera una impresión suya, pero había llegado a la conclusión que adelgazar hasta desaparecer lo ayudaba olvidar sus padecimientos, y e eso estaba. Morir por inanición, o convertirse en un espíritu. Aunque el desierto se convirtiera en moda para turistas, aunque la vieja carretera se llenara de caravanas en busca de una aparición extraterrestre, nadie lo encontraría a donde él iba, porque él podía adentrarse en los más solitarios recovecos, entre rocas solitarias y coyotes: la soledad le pertenecía más que nadie. La convicción del engaño se iba instalando en su inconsciente. No se trataba e nada evitable, estaban siendo engañados y todos deberían saberlo, pero no tenía pruebas, no podía acudir a la prensa tan sólo con sus sospechas para decir: “¡Eh chicos, el gobierno nos engaña! No estamos tan enfermos como nos quieren hacer creer. Lo hacen para evitar las críticas por una guerra sin solución”. Así que dejó que muriera ese primer impulso, pero se quedó con el ánimo necesario de quien se acababa de sacar un gran peso de encima. Su corte no se cerraría pero no moriría de eso. Lo peor era lo de Marnie, a ella si la habían engañado. ¿quién podía saber en que consistían sus experimentos? A lo largo de casi toda su historia con Marnie, John había creído en sus posibilidades, y sobre todo había creído en las posibilidades de los dos. Sus vidas se habían cruzado, y no se trataba de un compromiso eterno, pero se creyeron afortunados de estar juntos mientras aquella unión duró. Pero no había resultado, y ahora, como una revelación, se encontraba con que debería haber tenido en cuenta algunas contradicciones que suelen aparecer para cuestionarlo todo. La definición del fallo tenía que tener algo que ver con las contraindicaciones que el amor siempre tiene, y del prospecto del que debería ir dotado. Había sido muy estúpido creer que un amor era distinguido y afortunado porque sus condiciones fueran tan adversas. Amor, esa era la palabra prohibida. Había sido amor, a pesar de todo. La concepción de la primera atracción, de la compresión, del entendimiento del dolor del otro y finalmente, la concepción de la velocidad que el desierto les permitió recorrer juntos había por fin tomado la forma de esa dulce palabra entre sus recuerdos. Y ahora, justo antes de subirse al auto que lo llevaría lejos de la ciudad, creía haber descubierto algo nuevo acerca de los hombres y porque sólo funcionaban con libre afecto mientras se necesitaban. Debía suponer que alguna forma de resentimiento estaba empezando a colarse en su partida: puso el coche en marcha y se dirigió a los suburbios, justo donde podría coger la carretera que buscaba. John empezó a toser, y sintió una fuerte punzada en la herida. Mientras que sus ideas se volvían más y más torturadoras, la fiebre empezaba a subir y la vergüenza lo hizo enrojecer. Estaba enfermo, solo y viejo. Y todo lo que tenía por delante era el sueño loco de poder estar por fin lejos de


todo, donde nadie lo oyera sus gemidos, donde no lo pudieran ayudar y sobre todo, donde su presencia no tuviera significado.


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