El alma hambrienta

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1 El Alma Hambrienta (de una verdad que mata) Al terminar de leer las condiciones que exigían para poder optar a un trabajo en el muelle, tuvo claro que no estaba a su alcance. Le devolvió los papeles al oficinista sin poder decir nada ni a favor ni en contra, tampoco parecía que aquel hombre lo esperara. Muchos de los requisitos que le pedían habían vencido, el más importante, la edad: cualquiera que pasara de los veinte era un viejo allí. No se trataba de reticencia, era su actitud habitual, muchas veces al día debía recibir papeles, cubiertos o no, y ni siquiera miraba a los ojos a su interlocutor, se limitaba a recibirlos, ordenarlos, clasificarlos, comprobar si estaban bien cubiertos y sellarlos si era preciso. No es necesario describir al hombre de la ventanilla hasta el extremo de sus características físicas, cualquiera puede hacerse una idea de los tics y el armazón de insignificancias del que se cubren para que no se les aturda a preguntas. En cambio, en cuanto salieron de allí y accedieron a la sala de espera, Roimar y su amigo se encontraron frente a frente con el director de exportaciones. No hicieron más que entrar para casi tropezar con él, tan sólo un alarde de reflejos lo pudo evitar, y a continuación dieron unos pasos hasta sentarse en uno de los bancos. Justo debajo de la ventana que daba a la calle, y al lado de una señora vestida de negro, que había dejado a sus pies una cesta con dos gallinas vivas, atadas por las patas. En las circunstancias de la oficina de contratación del puerto todo el mundo parecía más amable de lo habitual, sin embargo, aquel hombre voluminoso y de pasos anchos, no parecía dispuesto a pararse ante nada. Deberíamos señalar que a pesar del encontronazo no reconoció a Rudy, que se mostró contrariado al señalar a Roimar que creía que se estaba “haciendo el sueco”. No era extraño encontrarse allí al director, al que Rudy conocía por Faber Castriño; el puerto no era tan grande y todos entraban y salían de todas las oficinas. No quería creer que se había tratado de una descortesía o de un desprecio, pues no recordaba haberle hecho ninguna cosa inadecuada en el pasado a la que respondiera de tal modo. Cuando se sentaron en el banco al lado de la señora con gallinas, Rudy seguía preguntándose si no lo habría reconocido, si se había tratado de una grosería, y llegando al colmo de la duda, si habría sido él que lo habría confundido con otro hombre de extraordinario parecido. Puesto que cualquiera podía saber lo que se comentaba de como se había hecho rico, y de como hacía alarde de su riqueza, no había demasiadas explicaciones que ofrecer acerca de su poder y su influencia. A Roimar parecía darle bastante igual, mientras que Rudy no le quitaba ojo, y le hacía medidos comentarios, susurrantes apreciaciones acerca de su fortuna oculta y de que se comentaba que tenía comprado nada menos que a un ministro. Otras cosas no las contaba, pero Rudy sabía que muchos personajes muy conocidos del ámbito social más elevado en la ciudad, tenían que dirigirse a él para que les solucionara algunos problemas. Por un momento estuvo a punto de confesar que habían sido buenos amigos en la escuela, y que habían tenido la misma novia, pero prefirió callar. Castriño se paró en el mostrador para solucionar algún problema, posiblemente algo de un contrato o de que necesitaba personal para trabajar en el muelle de contenedores, ¿de qué otra cosa se podía tratar en la oficina de contratación? Entonces volvió la cabeza y vio a aquellos dos individuos cuchicheando, y le molestó. Hizo un gesto de desagrado y 1


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