El cachorro ciego

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El Cachorro Ciego 1


1 El Cachorro Ciego Al final, después de todos lo terribles acontecimientos que lo habían llevado hasta allí, nadie podría decir lo contrario: si haber conservado la vida era lo más importante, había salido ganando de aquella podrida guerra. Miradlo como yo lo miro, quiero decir, el soldado se había enrolado en la marina en busca de gloria e ideales, pero había ganado algo mejor, conservar la vida. Si en aquel momento del regreso, hubiese querido recordar a alguien especialmente, lejos de la batalla, es posible que la suerte lo llevase de nuevo a Guadalupa y aceptar así que estaba exactamente en el momento anterior a su partida. No la conocía más que de hablar a través del ordenador, de sus fotografías y de la vida que iba plasmando en sus comentarios y reseñas. A pesar de su fuerza, y el obstinado convencimiento de estar en el lado que mataba con más razón y pasión, se había producido una conversión en la que no acertaba a ver lo que la muerte y las amputaciones (aún de sus peores enemigos) tenían que ver con los ideales. No era de ninguna manera el insoportable dolor que sentía lo que le llevaba a pensar en ella, tan sólo que sus pies volvían a tocar tierra y quería recuperar los pensamientos perdidos y el lugar que una vez había ocupado, a pesar de que sabía que ya nunca volvería a ser el mismo. Si Guadalupa hubiera sabido el día de su partida, hubiese intentado retenerlo, aunque también era cierto que hubiese resultado una pérdida de tiempo. Nadie que te conozca a través de una cámara tiene la fuerza para hacerte cambiar de opinión en decisiones tan relevantes, pero al menos hubiera sabido a donde se fue, y al volver no le hubiese resultado un extraño. Así que sólo le dijo que se iría un día a la guerra, y desapareció sin despedirse. Se encontraron a través de la web una tarde de lluvia en la que Raoul Castañeda se había quedado en casa dormitando y viendo la televisión -nada relevante, programación de entretenimiento para después de una digestión pesada-. Cuando encendió el portátil y abrió la aplicación para hacerle una llamada de video, Guadalupa estaba allí, sentaba frente a su cámara, exactamente igual que la había dejado un año antes, tomaba café y miraba sobre el teclado como si estuviese leyendo algo. Le dijo que había conocido el fin de la guerra hacía mucho, más de un mes y que eso le había causado felicidad, pero que hubiese sido mejor si le hubiese escrito para saber que había sido de él. En el tiempo que los hacían bajar a tierra en una sórdida isla y que estuvo corriendo en tierra de nadie, disparando a campo abierto y protegiéndose de la artillería, no había tenido ni idea de lo que la prensa decía en su país entorno a aquello. Ahora se presentaba la ocasión de saberlo a través de lo que Guadalupa le iba contando. Él que había sido un ferviente defensor de sus valores nacionalistas no podía creer las mentiras que se había esparcido desde los medios de comunicación y de qué manera habían desprendido el fervor religioso para terminar de mandar a todos aquellos jóvenes al matadero con la complicidad sigilosa de la burguesía. Otra vez, los más necios, como a él mismo le pasaran, habían repetido ciegamente las consignas de perdición y violentos alegatos de muerte y falsa liberación. Las primeras palabras que pronunció a su regreso a la web fueron de arrepentimiento, no había por qué ocultarlo. A continuación hubo como un incómodo silencio en el que los dos se miraban pero no hablaban, así pasaron dos minutos interminables. Nunca antes había sido capaz de sentir aquel dolor que se manifestaba desde un sentimiento superior y diferente, una nueva forma de saber que le importaba y que había pensado en él con resentimiento por haberse ido 2


sin más, sin un adiós o una excusa. Y, sin embargo, a pesar de la distancia, los dos minutos del reencuentro mostraban una débil llama de reproche que sólo, cuando aún importas, se manifiesta. Mientras permanecieran ensimismados en sus diferencias, no harían frente a sus miedos, ni pretenderían entenderse como lo habían intentado en el pasado, sin conseguirlo. Así pues, del mismo modo que había temido morir en la batalla, ahora se enfrentaba a un nuevo reto, revivir el sentimiento por una imagen en el PC, una cara hermosa de mujer, unos ojos misteriosos y una mirada profunda, que no podía significar otra cosa porque nunca se habían visto sin una cámara por medio, no se habían tocado ni había sentido la fragancia sensual de sus cuerpos. Cosas que sólo podían suceder con una presencia real y que podían desmontar la imagen idealizada que el uno parecía haberse hecho del otro. Además, había algo que Raoul Castañeda mantenía es secreto, que lo obsesionaba pero no se atrevería a preguntar, y eso era que tal vez debajo de aquella imagen de perfección que había encontrado en Guadalupa, existía una parálisis, un miembro, amputado, o aún peor, unas piernas insensibles, inservibles y para siempre paralizadas. Pensar cosas tan crueles lo hacía un ser despreciable, pero no podía evitar la contradicción de amarla como una figura perfecta y a la vez, creer que nunca se entenderían y que ella tendría una disposición psicológica al suicidio que la llevaría odiarlo. Ese tipo de cosas, estaban en su cabeza de soldado a diario. Algunos días después, esta vez de madrugada, se volvieron a encontrar a través de la red, sólo porque los dos estaban desvelados. Ella quería que hablaran pero sin imágenes, así que las pantallas aparecían en negro pero podían oírse como si se tratara de una conversación telefónica. En la casa de Guadalupa se oía una televisión de fondo pero eso no impedía la claridad de su voz. “Ves querido, nada es tan difícil, nuestras palabras están unidas a pesar de la grandísima distancia que nos separa”, dijo. Intentaba responder con ideas parecidas y hacer durar aquella conversación hasta que cayese de sueño. El significado de una larga conversación era el de tener gustos parecidos y poder hablar de las mismas cosas, pero también de haber establecido una sintonía que en el mundo real apenas se alcanzaba. Llegado un momento de indecisión, ella parecía haber perdido el interés o tener algo que decir que la hacía interrumpir. Lo intentó en varias ocasiones interrumpiéndose y volviendo a empezar, temerosa pero con voz decidida confesó que un hombre mayor le ha pedido que se case con él. En el caso de que Raoul no pueda satisfacerla en la misma medida, con una petición similar, deberá tomar una decisión, pero antes quería hablar con él. Durante la charla puso más atención a las voces del televisor que a la sentida intervención de su amiga, pues resultó para él un irrefrenable impulso de insana curiosidad intentar averiguar, qué tipo de cosas podía ver a aquellas horas de la noche. No disfrutaba plenamente de ese juego, ni llegaba a ser algo más retorcido de lo que simplemente parecía, sin embargo, disfrutaba con aquel descuido por parte de ella, lo que no duró demasiado porque en cuanto reconoció el canal con acento conocido de una telenovela, alguien apagó la televisión y se dejó de oír. En cierto modo era de agradecer que lo que acababa de suceder y oír pudiese corresponderse con el lugar alejado del mundo, casi salvaje y en muchas ocasiones nevado, que Guadalupa mostraba en sus fotos, y además, con las indicaciones que ella le había dado del lugar en donde vivía. Aquella noche apenas pudo dormir, estuvo intranquilo y respiraba con dificultad, sin embargo, cuando despuntó el día necesitó ponerse en marcha como si hubiese descansado durante más horas de las necesarias. Tomó la decisión de hacer algunas visitas, de ir andando y no darse tiempo para pensar en lo que acababa de suceder. Caminaba como seguido por el diablo, entraba y salía de los bares como si estuviese buscando a viejos conocidos, y se ponía la mano en la frente o sobre los ojos como si una fuerte fiebre le produjera un inesperado dolor. Parecía lograrlo, evitaba pensar en nada más que cada nueva etapa de su periplo, sin embargo, la fiebre era real y ya le preocupaba más aquel malestar que las confesiones de Guadalupa. Se cruzaba con personas que notaban que se encontraba mal y se paraban para mirarlo. No creía que aquello pudiera ir a peor pero si se desmayaba alguno de aquellos podría ayudarlo, venía de pasar por trances mucho más definitivos y llenos de verdaderos riesgos. En consecuencia recorrería la ciudad hasta caer exhausto pero no cedería hasta encontrar a algunos de sus antiguos amigos. Escapar de un acontecimiento reciente 3


que lo obsesionara y lo llevar a pensar en ello anulando por completo su voluntad de no hacerlo, era lo único que podía hacer. En el cuarto de baño de empleados de su bar favorito -o tal vez, deberíamos decir, el bar en el que había pasado la mitad de su juventud- había una estantería con un departamento secreto, un pequeño doble fondo, que en realidad era una falla del carpintero que allí lo instaló “a medida”. El dueño del bar era un viejo amigo pero no sabía lo que habían guardado allí durante años, él mismo y Rudy Priest. Si no había estado allí antes era porque no había necesitado dinero y además, aquellos billetes que en otro tiempo le habían parecido una fortuna, ahora no le iban a servir más que para unas cervezas. Había otro motivo por el que aquel dinero en el pasado había sido intocable y eso tenía que ver con un plan de un viaje para trabajar fuera que se había venido abajo de golpe. Él siempre había trabajado en el bar cuando no encontraba otra cosa, porque no tenía mucho sentido pasarse allí la tarde pagándose las cervezas, cuando lo podía hacer gratis y además cobrando por sus servicios. Nada que ver, era cuestión de tener buenos amigos; saludó a Reiker y puso uno de los billetes sobre el mostrador después de pedir un gin tonic. La amistad era manifiesta y se habían dado un abrazo al entrar, y entre el abrazo y la buena disposición Reiker le recordó una deuda de antes de partir para la guerra. Eso no fue precisamente lo esperado, pero tiró del fajo de dinero del bolsillo y pagó hasta el último billete de lo que debía. Fue una esperada satisfacción ver la sonrisa del dueño del bar al recuperar un dinero que había dado por perdido, aún siendo una cantidad moderada. Aquel reencuentro le pareció que duraba siglos, Reiker se detuvo frente al barman con su sonrisa infatigable pintada sobre el rostro, el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante como si fuese a saltar sobre él en cualquier momento y las manos nerviosas sobre el mostrador, respiró profundamente y volvió a decir lo contento de tenerlo de vuelta. En la calle empezó de nuevo a llover y los coches pasaban haciendo un ruido pesado y pegajoso sobre el asfalto. Como cualquiera puede imaginar, Rudy Priest tenía que ser uno de los mejores amigos de Raoul, esa es la única forma de entender que hubiesen intentado ahorrar conjuntamente para realizar su sueño, intentar cruzar las fronteras y cualquier obstáculo geográfico o climático que se encontraran en el camino y, al fin, llegar para entrar a trabajar a Francia. Con una ilusión, que sólo podemos ver como poco realista, iban poniendo pequeñas cantidades en su “caja fuerte”, de modo que a aquel paso no habría una cantidad suficiente para emprender su viaje hasta veinte años después de concebido su plan. Durante el primer año, no les preocupó que sus avances fueran tan menudos, incluso en alguna ocasión se había puesto de acuerdo para retirar dinero porque les hiciera falta, de tal modo que tuvieron que volver a empezar prácticamente de cero. Eso fue un duro golpe para sus ilusiones, pero eran jóvenes y fuertes y capaces de superar cualquier adversidad, por eso siguieron intentándolo, animándose el uno al otro, y esperando que un buen trabajo les permitiera poner en aquel allí algo más de dinero. Para cualquier otro, aquel lugar era el más inseguro para dejar dinero, pero ellos no conocían un sitio mejor y los bancos, sobre todo, les parecían de poca confianza. Respecto a la autoridad sofocante de Reiker, seguía sonriendo con una simpleza difícil de igualar. En ese momento, Raoul Castañeda empezaba a sentirse incómodo. Entonces recordó un pequeño detalle que le hizo más llevadera la artificial camaradería que, aún sin querelo, no terminaba de desprenderse de aquel momento. Debido a la creciente afición que aquel hombre tenía por los fármacos, sus reflejos se iban haciendo más torpes con el paso del tiempo y seguía mirándolo fijamente sin que nadie pudiera saber si su mente se había quedado completamente en blanco en los últimos minutos. Pero, por supuesto, nadie se atrevería siquiera a insinuarlo y volvería a la realidad en cuanto alguien se dirigiera a él por su nombre. Alguien desde el fondo lo interpeló dos veces y como no encontrara respuesta, se les acercó y lo tocó en el brazo para pedirle vino y unos aperitivos. Se dio la vuelta y cogió una bandeja, después con su habitual parsimonia le sirvió y, de la misma manera, pasó un trapo alrededor de lo que acababa de dejar delante de él. Cualquier cosa que Castañeda pudiese estar pensando había sido interrumpida por la escena que le devolvía la dimensión actualizada de Reiker, nada podía ser tan real como aquella forma de desenvolverse. Poco antes había leído en un periódico digital, que los hombres desarrollamos enfermedades que 4


sólo se entienden por la forma en la que conducimos nuestros cuerpos en las vidas que nos han tocado, como afrontamos nuestros hábitos y como nos dejamos dominar por ellos. Imaginó que su amigo podría desarrollar otras enfermedades, pero le costaba creer que una cardiopatía pudiese tener sentido en él, y tan lejos llegó su convencimiento, que lo imaginó acabando sus días por un camión que irrumpiese golpeando el escaparate y aplastándolo detrás de su atalaya, pero no porque se hubiese sofocado en una discusión y una subida de sangre reventara una de sus arterias. Pero, mientras pensaba cosas tan absurdas, él volvió a adoptar la sonrisa que lo hacía más amable y abierto y sintió una gran ternura por aquel hombre que siempre le había dado trabajo cuando lo había necesitado. Y esa sensación de protección que sentía en aquel lugar lo invadió de tal forma, que por un momento olvidó que el mismo parecía empeñado en morir de una forma rápida y accidental, y que eso era lo único que podría explicar algunas de las aventuras en las que se embarcaba. El hermano de Rudy Priest se presentó más tarde, fue algo inesperado, lo miró compasivo y le dijo que era una pena que todo hubiese ocurrido tan rápido. Se inclinó sobre él y miraron a los ojos, aquella mirada le pareció tan lejana que no quiso seguir hablando. Después se sentaron en una mesa, pensaba que se lo debía, a pesar de que ellos nunca se habían tenido un aprecio especial. Otra vez intentó hablar de Rudy y las circunstancias en que fue alcanzado por la metralla y esa vez Derek Dekard fue más receptivo. Sabía que se hubiese sentido muy orgulloso de su hermano si hubiese vuelto con vida, tal como hacen algunos patriotas, pero él no lo era. En su caso hubiese sido un orgullo por lo demostrado, por el valor, por lo poco interesado que habría sido al arriesgar su vida, por buscar algo más que lo que la vida le ponía delante de la nariz. Pero como había muerto, no se sentía orgulloso de él, ni de Castañeda, ni de ningún otro, sólo podía pensar que habían sido unos idiotas, pero no se lo dijo. Aquel momento fue uno de esos momentos que no se pueden medir, pero antes de que los dos pudieran darse cuenta del delicado camino de emociones que transitaban cambiaron de tema. Dekard se pasó los dedos por los ojos intentando borrar cualquier señal de las lágrimas que le corría por dentro, le horrorizaba que pudiesen verlo en aquel estado, o que aún fuese a peor y tuviese que desaparecer hacia la calle porque no pudiera controlarse; por eso cambiaron de conversación y decidieron que ya había sido suficiente aquel recuerdo, aunque Rudy se merecía mucho más. De eso no había duda, todos lo habían querido como un hermano, no sólo él y se podrían pasar el día hablando de él y los viejos tiempos, pero como un acuerdo tácito, parecieron resolver que no les conduciría a nada bueno seguir por ese camino. Cada vez que volvía a aquel bar, tenía la impresión de que podría suceder cualquier cosa. Allí tenía una sensación de abandono de lo que pudiese llegar. Poco a poco sería capaz de ir asumiendo cualquier acontecimiento por grotesco que le pareciera a otros desde las más elevadas cátedras. Llegar a ese estado interior debió surgir de muchos momentos en los que las peores cosas estuvieran justificadas. Se le representaba algo así como el ultimo deseo que se le concede a un condenado, porque después de todo, ¿qué eran todos ellos, todos los habitantes de aquel lugar, más que condenados? Además, algunos que durante algún tiempo no lo reconocían, se llenaban de actividad y falsas pretensiones, esos también terminaban por caer en la desidia. Y, sobre todo, lo que nadie podía juzgar era la autodestrucción. Había gente que entraba en el bar tan drogados o alcoholizados, que apenas podían hablar pero podían pedir algo de dinero para seguir comprando su veneno, el deseo de morir los acompaña, algunos les dan dinero pero nadie los ve abiertamente; creí que debía contarlo. Además, supongo que todo el mundo tiene alguna adicción, los más ricos son adictos a las compras, los pobres al paracetamol. Aquella tarde se la había pasado sentado en el bar leyendo periódicos atrasados hasta que llegó Derek Dekard. Había pensado en varias ocasiones en como sería aquel momento y había deseado evitarlo. Temía que lo culpara por la muerte de Rudy y sólo podía decir una cosa si llegaba el caso, habían tomado la decisión de ir al frente de guerra conjuntamente, no había habido un interés especial por su parte para que lo acompañara y, sobre todo, entonces, él era mayor de edad y tomaba sus propias decisiones. ¿Pero quien podría argumentar algo así en un momento parecido? No sólo 5


habría de asumir la antipatía que le producía no poder exteriorizar el dolor de lo que había vivido, sino que tenía que mostrarse a todos como un hermano mayor conciliador, sin tener ni idea de como se hacía. Nadie nunca lo sabría, pero se avergonzaba de buscar evadirse de sus peores recuerdos, de poner música ensordecedora y comer toda lo noche de forma compulsiva, tal y como hacen los condenados a muerte, sí. Se esforzaron para que el reencuentro hiciera parecer que todo seguía igual y que podría continuar así por mucho tiempo. La sonrisa de Reiker parecía anunciar que el más interesado en revivir la camaradería y exaltar lo mejor de sus amistades la tenía él, pero no era el único. Después de un rato, Reiker se sentó con ellos en la mesa, abandonando la barra por unos instantes, y le hizo algunas preguntas a Castañeda sobre la guerra. Eso no le gustó al infante, que según una norma silenciosamente pactada por los veteranos -los mutilados y los que intentaban superar los traumas psicológicos-, evitó hablar de ello. Mientras tanto Derek, acompañado de su densa tristeza, no manifestaba interés alguno por la conversación y miraba lánguidamente el fondo de una taza de café. Quizá las otras personas alrededor tampoco estaban interesadas en conversaciones que les eran ajenas, no guardando silencio o pausas en las suyas propias para estirar el cuello en otra dirección, y harían bien, por el caso de que, al fin, pudieran evitar contagiarse de tanta tristeza. Así como la camaradería debería de haber sido esperada, quizás no hubiese sido tan malo que Derek se desahogara, después de todo, un poco de tensión no hace mal a nadie, sobre todo si a partir de tal momento algunas cosas quedan claras para todos. De tal modo, la apagada sensación de sosiego escondía sentimientos contrariados, reprimidos y no del todo aceptados. Le pareció entonces un juego mal cerrado, o como se suele decir ahora, cerrado en falso. Todos los hombres tienen sus propios problemas, durante nuestra vida nos vamos cerrando espacios, o también otros los cierran por miedo a chocar con esquinas afiladas, que parecen existir realmente por el daño que ya han causado anteriormente. El miedo a una muerte repentina no sólo lo tienen los ancianos, alguna gente joven parece buscar también problemas de una gravedad que los asusta. Podían haber esperado que los llamaran, lo contrario de lo que habían hecho al salir corriendo como dos tontos a la oficina de reclutamiento, llenos de falsos ideales, de propósitos de grandeza y de lo que siempre habían hecho, en busca de aventura. 2 Sobre Los Sueños De Todas Las Cosas Entró Priscila, a la que no había vuelto a ver desde su partida, incluso mucho antes porque no siempre se relacionaba con la misma gente. Pero se conocían bien desde la escuela y le parecía terrible que eso pudiera ser así porque volvía a entrar en el grupo cada vez que lo deseaba, escuchaba las historias de todos, llegaba a conocer sus cosas más personales y volvía a desaparecer para relacionarse con otros amigos que tenía en otra parte. Más o menos esa era su forma de comportarse y a Derek no le parecía demasiado bien, sobre todo porque, aunque no lo confesara, siempre le había gustado un poco. Podía ocurrir que, al ser ella la única chica en su mundo de hombres, no hubiese comprendido esa desconfianza, o acaso que tuviera la idea de su libertad personal y lo que quería tan desarrollada, que eso le impidiera sentirse tan entregada a los mundos que visitaba -que sobrevolaba con la independencia de una gaviota-, como el resto. Tampoco podía realizar todas las actividades del resto con la misma pericia y, si organizaban algún partido de fútbol, eso se le hacía especialmente complicado, pero no había duda al respecto, tal vez no iba a poder correr con una pelota entre las piernas a la misma velocidad que los otros, pero quería estar en el campo. Nunca en la vida iba a tener la oportunidad de meter un gol y celebrarlo como hacían 6


los otros, pero, aunque así fuera no iba a desistir ni a quedarse aplaudiendo en la grada como hacían las madres con los niños más pequeños; esa imagen la trastornaba. A través de sus ojos se podía sentir la música de sus auriculares conectados a una radio de bolsillo; su madre le había concedido al fin ese regalo a pesar de los disgustos que le daba; no era una mala hija pero tenía su propia idea de la libertad y, en cierto modo, eso tenía algo que ver con encerrarse en sí misma escuchando música con aquellos aparatos en las orejas. Empezaba a admitir que la libertad a la que aspiraba, le empezaba a salir cara. Era preciso, además, para que esa forma suya de verlo todo pudiese llegar a cobrar sentido, que sus propias aspiraciones no fueran más grandes que ella y, por lo tanto, que se le pudieran venir encima como una avalancha. Tal y como parecía haberle ocurrido unas noches antes que había accedido a acompañar a un hombre mayor a su apartamento. De algún modo despertó aquella mañana en su cama mientras el terminaba de arreglarse para ir a trabajar. Lo miró desde la cama intentando recomponer las sábanas para que no pudiese ver sus genitales, pero ya era un poco tarde para eso. Para ella, ver a aquel hombre que ni se molestaba en hablarle, preocupado por arreglar su chaqueta americana, consultando el reloj de forma obsesiva y saliendo por la puerta sin mirarla siquiera, no había significado nada y así debía confesárselo al mundo. Digamos también, que en aquel momento, intentó levantarse y ponerse algo de ropa para salir tras él a todo velocidad, pero cuando abrió la puerta de la calle ya había desaparecido. Estaba en una encrucijada, dispuesta a perseguir a hombres mayores por los descansillos para sentirse adulta, o volver con la pandilla y seguir siendo ella misma. Sólo entonces recuperaba el ritmo respiratorio tal y como lo conocía, y sólo entonces era capaz de detenerse para intentar pensar sobre lo que estaba haciendo con su vida, y hacerlo de tal forma que no supusiera volver a ser una niña caprichosa nunca más. A su llegada al bar, encontró a Castañeda y a Derek sentados a la mesa que estaba más cerca de la puerta de la calle, hablando sosegadamente pero, por lo que parecía, celebrando su reencuentro. Se sentó a su lado, y a medida que iba avanzando la conversación se presentaron algunas anécdotas del pasado, anécdotas que solían presentarse recurrentes cada vez que se volvían a encontrar. Priscila, como esplendorosa flor en aquella colmena, no solamente había sido deseada por todos, además, su apariencia falsamente aristocrática la había llevado a esforzarse en sus estudios, tal vez porque pensara que eso formaba parte de la mascarada de su rango. Durante un tiempo no había querido fallarle a sus padres, pero ya no era aquella muchachita encantadora, sabionda y recatada; había engordado, demostraba una ansiedad impropia de ella en otro tiempo, tendía a dejarse querer por el recuerdo de lo que había sido, lo cual daba a entender que ya no tenía un objetivo y que daba vueltas sin sentido azotada por los vientos de la vida. También se le notaba que su espontáneo espíritu de otro tiempo, a pesar de sus esfuerzos por fingir que todo seguía igual, había perdido su candidez. Entró en el bar y Reiker se levantaba para ir a servir a unos clientes, allí, sus dos viejos amigos de juventud, ¡le parecieron tan fiables! Enternecerse por algo así demostraba que últimamente llevaba las emociones a flor de piel. Reiker dejó un pitillo encendido sobre el cenicero, ella lo apagó al ocupar su lugar. La miró como si lo hubiese desafiado, pero no dijo nada. El bar no era nada del otro mundo, sin más decoración que las botellas de licor en las estanterías, se podía observar como una rareza, una enorme botella de al menos un metro de alto pero vacía de coñac que en otro tiempo fue una idea sorprendente y que había inspirado todo tipo de chistes y bromas. Según les hizo saber a los chicos, no esperaba encontrarlos allí pero se sentía muy feliz de que así fuera. Se había despertado aquella mañana muy deprimida y acababan de alegrarle el día. Ellos parecían tristes pero también se alegraban de verla. Derek movía inquieto las manos y el vaso ya vacío de cerveza, Castañeda parecía más hermético y distante, pero la apreciaba y ella ya lo sabía. El soldado, después de la tercera cerveza se encontraba mejor, y el dolor de cabeza de aquella mañana, remitió. El reencuentro hubiese dejado una fotografía de ambiente manso y poca luz, si Reiker hubiese sacado su cámara. Hubiese podido tomar aquella foto como un testimonio de los años pasados y, posiblemente, futuros, pero una operación tan sencilla la hubiese tenido que realizar por sorpresa, 7


pues ninguno de ellos deseaba ser retratado. Nadie quiere ser retratado en los momentos tristes, pero la fotografía no debe entenderse sólo como un complemento para recordar las celebraciones, sino que aún en la desgracia debe ser retratado todo lo que sobrevive. Aunque así fuera y se hubiesen negado, él debería haber sacado aquella foto en la que la amistad establecía el claro contraste entre nuestra vida real y lo que se nos impone, lo que alguien fuerza a que suceda sin contar con nosotros. En ese sentido, eran supervivientes que empezaban a comprender que la vida seguiría exigiendo de ellos y que posiblemente terminaría por separarlos. Sus traumas no eran menores a causa de sus inquietudes, otros de sus viejos compañeros de estudios, fiestas y fatigas habían tenido más suerte, pero habían quedados inertes, casi haciéndose pasar por muertos. En aquel periodo de sus vidas en que apenas habían dejado el colegio no podían suponer que su primera incursión en el mundo de los adultos iba a ser tan dolorosa y tan poco planificada. Nadie los avisó y si lo hicieron, no habían prestado atención. Ella pensaba que estaba perdiendo los mejores años de su vida. En los últimos tiempos se había dedicado a cuestionar la forma tan efectiva y práctica con que el mundo la ponía en evidencia. Estaba en estrecha relación con los juicios que sentía que hacían de ella, y era un interesante pasatiempo, si no fuera porque juzgaba a sus mayores con la misma intensidad y eso le atraía algunas antipatías. “Este es mi barrio”, se decía mientras respirando hondo escuchando a sus amigos hablar. Había caminado de vuelta de casa de su tía ciñéndose a las aceras como lo hubiese hecho en cualquier barriada de Berlín o Los Angeles, pero muy improbablemente entre los ciudadanos estriados de Londres o París -las ciudades más repelentes del mundo-. A su alrededor había visto gente obrera volviendo de la compra o llevando a sus hijos al colegio, algunos abriendo sus negocios y un hombre empezando a moverse de su catre instalado en plena calle. Desde cualquier extremo de la calle, a esas horas, iban y venían autobuses llenos de escolares y trabajadores, donde la nobleza y el sacrificio de esas gentes se convertía en un ceñudo gusano que se volvía más y más lento, de sofocante densidad, viscoso y pesado. Imposible recibir la caricia de la más mínima brisa tan cerca del banco donde una turba de jubilados se apiñan para entrar a cobrar su pensión los primeros. Cuando su respiración se calmó de la fuerte caminata, aceptó, una vez más. que amaba aquel lugar y sus gentes y que no deseaba crecer. Entonces se dio cuenta de que no conocía en absoluto, a su tía. Recordó que a pesar de los hombres que salían corriendo del lecho para ir a sus trabajos, de perseguirlos por los rellanos y los pasillos de los hoteles, seguía siendo una inocente e inexperta en los asuntos de la vida; tan tonta y torpe que no podía dejar de asustarse cada vez que su tía le pedía a todos los que la rodeaban, que la ingresaran en un colegio interno para chicas difíciles. Esa idea no la tranquilizaba y la insistencia con que aquella mujer llena de joyas y abalorios se reiteraba en su petición, ponía de manifiesto su inmadurez. Estaba asustada, pero no podía sentir ningún tipo de aversión o rechazo por su tía, se limitaba a escapar de ella siempre que podía. Poco antes de que Castañeda volviera del frente y algún tiempo después de que el cuerpo de su hermano fuera retornado y enterrado, Derek había superado los exámenes para entrar a trabajar en el cuerpo de oficinistas del concejo. Había sido destinado como apoyo de información en mostradores de entradas, puesto que ya no existe hoy debido a la revolución tecnológica, ustedes se habrán dado cuenta. No le resultó fácil pasar de su vida de estudiante a la estricta medición que hacían de sus tiempos en el mundo laboral, pero a cambio consiguió la tan ansiada independencia económica. En su caso, cualquiera que lo conozca podría asegurarlo, meterse en “camisas de once varas” no era habitual, es decir, llegar a ser aceptado en aquel trabajo, había supuesto un exhaustivo análisis de sus posibilidades, una preparación y disposición que no se podría esperar de otros de sus amigos o compañeros de estudios, y una dedicación y concentración de quien sabe que pude conseguir todo lo que se proponga. Pero una parte de todo eso era una estado de ánimo exaltado, un joven más dispuesto a comerse el mundo, eso sí, desde una prudencia engañosa. La vida de Derek comenzaba con la promesa de estabilidad y la perspectiva de mejorar en poco tiempo, tener su propia vivienda y vivir con cierto desahogo, por eso, cuando Castañeda le propuso que lo acompañara en su viaje en busca de Guadalupa lo miró como si fuera la persona más “rara” que 8


jamás hubiese conocido. No se trataba de un fanfarrón, es decir, cuando hacía una invitación similar iba muy en serio. Derek supuso que en términos parecidos habían decidido él y Rudy alistarse para dar tiros en el desierto. Era como si tuviera una atracción capaz de convencer a los más incrédulos de las cosas más inesperadas. No esperaba ser acompañado en sus locas decisiones, aunque sabía que la simple disposición de sus razones como él lo hacía, eran seductoras y convincentes casi siempre. Sus ideas eran tan fuera de la pura lógica que sería considerado una persona poco estable y en la que no se podía confiar si seguía con sus aventuras. Pero no se trataba de una inestabilidad psíquica o emocional lo que lo llevaba a actuar sin pensar en el mañana, más bien se trataba de una forma de ver la vida. Sus primeros recuerdos de Guadalupa y todo lo cautivaba de ella tenía que ver con sus fotografías. Estaban cubiertas de niebla, en vastos campos que comunicaban una gran paz y silencio, una vastedad de escarcha y árboles caídos, que parecía que sólo podía ser interrumpida por el ruido del obturador al cerrarse. Y aquella idea se desmoronaba en las fotos en las que parecía ella desnuda, tumbada en la humedad y la nieblas, como un animal herido, incapaz de sostenerse sobre sus piernas. Con la excepción de sus fotografías y las poesías con las que las acompañaba, Guadalupa se consideraba una persona sin importancia, casi invisible, imperceptible para el mundo en mitad de su montaña. Como excepción había llegado hasta allí la web y había algunas personas con las que mantenía conversaciones a través de Skype, pero eso no cambiaba nada de sus limitaciones y la vida apartada que llevaba. La imagen que tenía de sí misma intentaba mantenerla a flote, evitar compadecerse de sus problemas, obviar el desampara de una aldea en la que vivía sin servicios mínimos, recuperar la autoestima y olvidar el día en que su primer marido, por pura diversión se dedicó una tarde de borrachera a disparar a un perro .por la diversión de verlo correr dijo él, pero una de aquellas balas la alcanzó y la dejó en silla de ruedas para toda su vida. Desde su cabaña, al hablar con Castañeda no podía imaginar todo lo que de convencional hubiera en él, pero sus conversaciones eran tan personales y, a veces, dulces, que no podía dejar de atenderlo cada vez que se presentaba con su cara llena de cicatrices sonrientes llenando toda la pantalla de su PC. Era posible que su relación a distancia no fuera más que una fantasía, una invención entre la amistad y el pretendido amor, que posiblemente se desmoronaría si se conocieran físicamente. Esta apreciación sobre la forma en la que se conocían parecían compartirla y no les parecía falsa, sino que en la medida que les iba bien a los dos y en cuento colocarán sus realidades la una al lado de la otra el castillo de naipes que habían montado contándose cosas tan íntimas de su pasado, se vendría abajo. A él le resultaba especialmente curioso, por así decirlo, la forma en que algunas mujeres empiezan contando pequeñas cosas de sus vidas y, al cabo del tiempo necesario, terminas por hacerte una idea general de quienes son, o de como ellas quieren ser. Le llamaba especialmente la atención los recuerdos más vagos de su matrimonio, no sólo porque se casara a los dieciséis años, sino porque lo contaba con una desgana que parecía recuperar recuerdos que creía totalmente olvidados. Raoul Castañeda solía entonces ser sagaz al respecto, los reflejos se disparaban mientras intentaba un tono de voz en el que no se notara su interés y tenía todo tipo de ocurrencias que generaban cuestiones a las que ella respondía con absoluta serenidad. Apenas necesitaba tiempo para recomponer el puzzle, pero fue después de su vuelta -cuando parecía dispuesto a asumir tanto dolor como fuera necesario, porque al fin y al cabo, ya nada podía compararse a lo vivido en un conflicto armado aún por tiempo limitado- el momento de conocer de sus labios que estaba atada a una silla de ruedas para el resto de su vida y que sus fotos más sensuales posiblemente pretendía recuperar una parte de u belleza robada, aquella capaz de excitar a los hombres.

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3 La Chatarrita Del Renegado A lo que había sucedido se le dio la forma de un accidente, o al menos así se lo contó a Raoul Castañeda. Era lo mejor para todos, pero obviamente, nadie podría apostar que, después de lo sucedido, aquel desigual matrimonio pudiera durar más de un mes. Cuando faltaban pocos días para el final de aquel verano, la hermana de Guadalupa, Belinda, había insistido en que los planes de divorcio se llevaran a cabo lo antes posible. Guadalupa había regresado del hospital y se recuperaba de una operación que no había podido llegar tan lejos como las expectativas de los médicos. Acordaron no volver a verse y que el marido sin conciencia se mudaría a la ciudad, lo que lo pondría un buen montón de kilómetros por medio. En realidad, en una estrategia delirante, él había planteado el divorcio como un favor que les hacía a las hermanas, pero sin llegar a plantearlo explícitamente, y ella estaba atónita de “tanta generosidad”. También estuvo dispuesto a mandarles algo de dinero si encontraba un trabajo, al menos por un tiempo. Otro punto que les pareció importante dejar claro fue que intentaría olvidarlas lo antes posibles, que no preguntaría a nadie por ellas ni intentaría saber cómo les iba -y en eso Guadalupa fue especialmente agria-. Todos los papeles quedaron firmados. El marido rechazado había prometido tantas veces dejar de beber que ya nadie le creía, y aún así, se ofreció para terminar de reparar el tejado, pero las dos hermanas, dispuestas a cerrar aquel capítulo de una vez, le respondieron que ya encontrarían a alguien que lo hiciera, y añadieron entre dientes, que no deseaban pasarse la vida esperando que terminase la obra. Antes de que cogiera sus maletas y echara a andar por el camino polvoriento que llegaba hasta la casa, Belinda se acercó y le dijo, “Quisiera pedirte una última cosa”. Él guardó silencio con aquellos ojitos de cordero degollado y ella continuó: “Sería bueno que te dedicaras durante un tiempo a dejar claro a todos que os habéis divorciado. Como hombre libre puedes rehacer tu vida, pero el motivo, como comprenderás es que no deseamos que vengan hasta aquí tus acreedores, no deseamos malos entendidos.” Había sido siempre como si Belinda tuviera que tomar las peores decisiones. Cuando el marido no estaba dormía en la cama con Guadalupa, pero si alguna vez había pensado en ello, era incapaz de traspasar la barrera emocional del afecto fraternal que le profesaba. El genio y la autoridad eran totalmente de ella, por lo tanto más capaz que cualquier otra persona que se hubiera cruzado en su vida, para tomar las decisiones, y hacía uso de eso poder con las mejores intenciones, o al menos eso pensaba Guadalupa. Siempre la recordaría con el cejo fruncido, estableciendo las condiciones de la separación. Se lo había puesto muy claro a los dos interesados sin que ninguno se atreviera a llevarle la contraria, y especialmente a ella, porque si daba marcha atrás la dejaría en una posición imposible de mantener y tendría que abandonar la casa. Gadalupa nunca se enfrentaría a Belinda porque se sentía totalmente dependiente y sometida. Eso se acentúo desde el momento en que aquella bala rebotó y se alojó en su espalda, desde que quedó en la silla de ruedas y desde que aceptó el cambio como si de siempre hubiese estado así diseñado en su destino. Cuando Belinda deseaba que alguna de sus órdenes (o si prefieren, “exigencias”) se cumpliera, sólo tenía que echarle una de aquellas miradas severas. En realidad, siempre había sido así desde el colegio, en casa de sus padres, con los amigos de ambas, después con los novios, y por supuesto, también cuando tomó la decisión de irse a vivir con los recién casados. Por su parte, Guadalupa se sentía muy agradecida porque la ayudaba a vestirse, le hacía la comida y la casa, se incorporaba al proceso artístico de la fotografía y el resto de juegos que las dos inventaban, así que, de algún modo, las dos pensaban que se entendían y se complementaban. Belinda podía ser la “generala”, como ella la 10


llamaba, pero cuando se trataba de atenderla, dejaba cualquier cosa que estuviera haciendo para dedicarle todo su tiempo, su energía y su afecto. Los sueños secretos de Raoul Castañeda parecían mantenerse a pesar de todas las catástrofes y traumas, en las cuales, con la férrea convicción con la que se sueña en la juventud, debía hacer a cuenta a partir de donde debía la vida seguir su curso. Por un tiempo había creído que eso no iba a ser posible, que había vivido tanto en tan poco tiempo, que ya nada podía sorprenderlo y que aspirar a normalizar sus emociones estaba fuera de toda lógica. Se veía a sí mismo y los años pasados, de forma poco amable, se contemplaba como un error, como un hombre con mala suerte y nada de la estela que iba dejando se podía ver de forma halagüeña. Eran imágenes de un pasado apasionado, imperativo e incansable, un pasado lleno de derrotas en el que nada había sucedido según los planes y las estrategias: lo que suele ser lo normal con las expectativas que la vida en la juventud nos ofrece. Por otra parte, debía estar agradecido, ya lo he dicho antes, salió con vida del “avispero” en el que él se había metido. También tenía amigos, una identidad, un lugar al que pertenecía y en el que todos lo conocían y le mostraban aprecio, pero sobre todo, tenía a Guadalupa -que por ridículo que pueda parecer, le había servido de ayuda y había llenado sus pensamientos en los momentos más difíciles-. Lo mejor de la vida le había llegado por añadidura, no se había tratado en ese caso de ir a por ello, sin apenas haberlo notado se había ido construyendo esa estabilidad a su alrededor de forma espontánea, lo que tenía un peso indudable en su equilibrio. Más de una vez se había planteado si era justo con su barrio y sus amigos más cercanos y si les daba el aprecio debido. Pero, al contrario, no parecía dispuesto a aceptar esas dudas, no tenía pensado echar raíces ni nada parecido porque aunque aún no se lo habían notado, ya estaba pensando en nuevas aventuras. Como Priscilla tenía por costumbre no acudir a la academia preparatoria para acceder a las convocatorias para la policía local, se servía de sus compañeras para que la cubrieran diciéndole a su profesor que estaba enferma y a su tía, si era el caso, que habían pasado la tarde haciendo prácticas de auxilio con el cuerpo local de bomberos, lo que sería increíble para cualquiera menos para la anciana. En otro tiempo, con su uniforme escolar había parecido tan distraída y encantadora que los chicos apenas se atrevían a llevarle la contraria, sin embargo, ese no era el caso en su nueva situación, con la ropa de hombre que se ponía a diario, sucia y descosida, parecía tener la intención de alejarlos de ella, pero no lo conseguía. Nada de lo que se ponía parecía suficiente para hacerla parecer de nuevo aquella encantadora señorita de antaño. En la mañana en que se reunió con sus amigos en el bar de Reiker apenas se levantó de su silla, porque un nuevo descosido a la altura de la ingle, se había sumado al resto, y siendo el sitio particularmente delicado, en esta ocasión no quería que se le notara. En cuanto a sus amigos, no parecía que a ella le importara que Raoul aún llevara ropa militar, o que Derek, en los últimos tiempos, pareciera disfrazado de chupatintas, repeinado y abrochado hasta el cuello. Siempre se habían tratado y apreciado al margen de la condición social, la religión familiar o las modas que seguía cada uno. A pesar de la presión social, la censura y la nueva moral política instaurada en tiempo de guerra, nada podía disuadirlos de su sentido de libertad, por eso habían porfiado en mantenerse fieles a su propia idea de una revolución juvenil que nunca llegaba. Como pueden imaginar, el caso de Raoul Castañeda era de lo más insólito, era capaz de ir voluntario a una guerra patriótica y a un tiempo creer en la revolución de la que hablaban, pero supongo que en esas contradicciones reside la grandeza de la juventud. Nadie podía entender lo que Derek encontraba de incontestable y sublime en su relación con aquellos chicos. Por su edad podría ser su padre y, a su manera, entendía cada una de sus sugerencias como palabras sabias y a tener en cuenta. Delante de él, no se atrevían a hacer planes, porque en ocasiones se apuntaba a las propuestas más difíciles y cerraba el bar por días sin dar explicaciones. En aquella ocasión no dejaba de ver los increíbles ojos verdes de Priscilla, los miraba con insistencia y ella ya se había percatado pero no dijo nada. Era como si no los hubiese visto nunca antes, como si nunca se hubiese percatado de aquel detalle sublime, como si el brillo de aquellas dos joyas le hubiese pasado desapercibido, o como si no los hubiese sabido apreciar. Entró en pánico cuando ella sacó unas gafas de sol de un bolsillo y jugueteando con ellas estuvo a punto 11


de ponerlas, pero no lo hizo y él dio un suspiro de alivio. De haber sido así, entonces si sus miradas hubiesen sido de dolor, de drama, de pena e insistentes, hubiesen manifestado una súplica para que se quitara aquellas cosas negras que no permitiendo que se le viesen los ojos le habrían echado a perder el descubrimiento del día. Imposible saber lo que se le pasaba por la cabeza para quedarse absorto en la barra con la cabeza apoyada en su mano, lo que pudo tener un momento así para hacerlo reaccionar como si estuviera en la peor fase de una borrachera de absenta, o saber que tenía de importante para él que Priscilla, en cierto modo, no se hubiese puesto las gafas y le hubiese seguido el juego. No importaba demasiado que algunos no los comprendieran o les hicieran reproches por su falta de compromiso. Pero, en realidad, ¿eran jóvenes sin compromiso? Tal vez, algunos jóvenes que no encuentran trabajo se alistan con los peores destinos para salir del paso. Tal vez, en el caso particular de Raoul Castañeda, se había tratado de su necesidad de moverse, de sentir que pasaban cosas y, sobre todo, sacarse de encima la presión social que tanto esperaba de él. No se había alistado porque sintiera la patria o por defender su fe y sus valores, había sido mucho más simple que todo eso. Sí, escapar de la presión de los familiares y los vecinos en primer lugar, pero también de la presión de los viejos profesores y, sobre todo, de los antiguos compañeros, que se iban colocando en buenas empresas y empezaban a construir sus vidas con grandes metas y estabilidad. Todos ellos, desde su situación de privilegio, se atrevían a juzgarlos, a compadecerse de aquellos pobres perdedores que se pasaban el día en el bar. Se alistó, en fin por escapar de todas las expectativas, pero su compromiso generaba muchas dudas. ¿Cómo podemos llegar a saber cuanto ha costado a otros abandonar las oportunidades para llegar a la vida que habían diseñado para ellos? Eso tiene necesariamente que formar parte de un drama que desconocemos y no puedes juzgar sin sentir primero. Decirse a dar un nuevo paso confundiendo las jóvenes conciencias, nunca nos descubrirá sus verdaderos motivos. Tan pronto como la calle se llenó de obreros del astillero en busca de bares para comer, Los tres amigos se apresuraron a levantarse y despedirse de Reiker. Un payaso alucinante los saludó efusivamente al pasar delante de la hamburguesería, debía tratarse de alguien a quien conocían pero que no pudieron descubrir debajo de su disfraz comercial. Temían separarse por algún motivo y como Derek tenía turno de tarde, se dirigieron a una alameda en la que se habían reunido otras veces y que estaba casi vacía a mediodía. En mitad de la plaza habían puesto una fuente con tres mujeres mirando el horizonte y una de ellas parecía que guiñaba un ojo cuando el sol se reflejaba por el movimiento de las hojas de un arce que lo tapaba. No era posible no fijarse en ella porque se sentaron en un banco de piedra mismo justo enfrente. Apenas tuvieron tiempo de nada, ni de abrir unas latas de cervezas que habían comprado, ni de lavarse la cara en la fuente -que lo estaban deseando-, porque Raoul soltó de pronto que estaba pensando en hacer un viaje para conocer a una amiga que había conocido en la web y les pidió que lo acompañaran. El caso de Derek era el más difícil porque su trabajo no le dejaba mucho tiempo libre y Belinda temía que su tía la ingresara en un colegio de monjas, en un convento o en un psiquiátrico, si le daba otro disgusto y se iba sin avisar, porque, además, sabía de antemano que si le pedía permiso le diría que no. Aquel mediodía resquebrajado por las nubes y adormecidos por un aire sin movimiento, se disponían a pasar una hora más sin interferencias, celebrando sin demostrarlo, el feliz reencuentro. Tras haber dado unas vueltas alrededor de la fuente, haber pensado en las locas ideas de Raoul y haberse detenido frente a un olivo -plantar olivos parecía la nueva moda del ayuntamiento-, seguían hablando de ellos mismos, como si aceptar que no había un rumbo claro en el que la vida les ayudase fuera la mejor opción. Los bancos donde comían los oficinistas empezaban a quedar vacíos. Algunos de los cajeros del banco vivían muy lejos del centro y se contentaban con abrir su fiambrera y un termo de café caliente allí mismo, para volver a casa después del turno de tarde. Recogían, cerraban todo herméticamente, lo envolvían con servilletas de paño y lo introducían en una bolsa de deportes. Algunos quedaban con sus novias para comer allí y se despedían con besos y caricias. Les resultó imposible no reparar en ellos y hacer algunos comentarios sobre la gente que 12


parecía feliz. No eran como se habían visto a sí mismos, eso era seguro, no eran luchadores contra el sistema, no tenían sus propias y profundas decepciones, no eran perdedores, aún. Priscilla se sentía a gusto con sus dos viejos amigos, esta vez no se sentía como el centro de toda la atención, a pesar de ser tan consciente que eran sus apreciaciones más superficiales lo que atraía de ella. No era preciso seguir pareciendo la niña que todos mimaban para eludir su madurez, para evitar entrar de lleno en aquello de ser responsable, de ser eficaz, de sacarle partido a las horas, a los minutos, no era necesario que la vieran al lado de los más fuertes del instituto como antaño hiciera, para sentirse respetada. La hicieron sentarse entre los dos en uno de los bancos de piedra, y esa también fue una forma de demostrarle el aprecio que sentían. Se sintió obligada a hablar, a contar y a descubrirse tan nueva y reveladora como se creía. Siempre había temido que su timidez pudiera dañar su popularidad e intentó explicar a sus amigos lo mucho que había sufrido en el pasado por eso. Ellos se rieron y compartieron con ella que, al fin, pudiera expresarse con libertad. “Hay jóvenes felices. Algunos pueden contar a sus padres sus problemas, contar con ellos y esperar ayuda cuando la necesitan. Tal vez nosotros no hemos tenido tanta suerte”, le respondió Derek. Una vez resueltas sus posiciones y atenciones, Priscilla agradeció a los chicos su amabilidad, parecía haberse despreocupado de los motivos que la habían llevado aquella mañana hasta allí e inesperadamente, cayó en un estado de decaimiento y ensoñación que no se entendió al principio. Por su parte, Derek guardó un silencio melancólico que pareció devolverle la imagen de su hermano con vida y, a su vez, Raoul de dejó llevar por la abstracción general y empezó a hablar de Rudy Priest. Sus palabras, sin embargo, fueron interrumpidas por una maldición que Priscilla soltó al aire como si el mundo se nutriera de justicias similares cada minuto. “Este mundo es una mierda”, dijo sin dejar de mirar al suelo. Hubo algo muy conocido en su forma de reaccionar, volvió la antigua luchadora dispuesta a darse de tortas con el cielo si fuera preciso. La naturaleza de los tres les impedía reencontrarse después de tanto tiempo y en apenas unas horas, sentirse incapaces de seguir silenciando sus sentimientos. Un sentimiento casi reverencial de profundo afecto los embargaba. Habían concluido una parte de sus vidas con la muerte de Rudy, y desde aquel momento habían perdido un trocito más de la inocencia y de la juventud que se resquebrajaba. Hablaban con libertad sin poder definir lo que los atraía de los buenos momentos que habían pasado a su lado, lo que los podía definir después de la tragedia. Sin embargo, lo conocían tan bien y lo sentían tan cerca que no temían ofender su memoria con viejas anécdotas que los hacían reír a pesar de su tristeza. Él, a pesar de la fuerza con la que había comenzado su vida, no había necesitado enfrentarse a la sociedad, ni se había alistado como una reacción o un rechazo a un futuro incierto. No del mismo modo que Raoul que buscaba lo definitivo, pero también era un soñador en sus propias batallas. Llegando desde el fondo, detrás de la fuente y de una hilera de castaños, apareció a buen paso un tipo al que los tres conocían y que había sido compañero de ellos en el instituto. A medida que se iba acercando, los tres iban reparando en él, y, mejor que sus amigos, Raoul, desde la posición en la que se encontraba, lo vio el primero. Parecía ir con el tiempo justo y posiblemente volvía a su casa cansado después de una mañana de duro trabajo. Como si le fallara la vista, cuando los vio cerró los ojos y los frotó deteniéndose en seco con la sorpresa. Se apartó de su camino y se dirigió a encontrarse con ellos para saludarlos efusivamente. Sólo llevaba un chaqueta americana al hombro, unos zapatos negros, unos jeans y una camisa blanca, y eso le permitía moverse con rapidez y ligereza, aunque, según podían recordar, siempre había sido nervioso y de pasar poco tiempo en un mismo sitio; tal vez por eso nunca fue uno de ellos en el grupo, ni formó parte de ninguna pandilla en los pubs. De pie, con una sonrisa de hierro, no se conformó con darles la mano, sino que quiso abrazarlos, y aunque, cuando su brazo se dejó caer sobre los hombros de Derek, él supo separarse y pudo evitarlo, lo cierto es que Castañeda y Priscilla apenas pudieron impedir sentir el efusivo apretón; sin embargo, estos muchachos rudos y posiblemente más vividos que él, tampoco pudieron por menos que mostrar su sorpresa por el encuentro y apreciar el buen aspecto del muchacho cuando ya se había ido. Pero, posiblemente para él no pasó desapercibido el aspecto desolado de los 13


otros tres. Según se mire, no habían tenido tanta suerte como él, que se alejaba para volver a su mundo familiar de facturas y paseos con el niño y los potitos el fin de semana. Posiblemente había tenido una madre fuerte que había sido capaz de retenerlo en casa mientras no terminara sus estudios, cuando en realidad, los tres amigos lo pensaban así, debería haberse relacionado más y no complicar tanto las cosas. Tenía las costumbres de una persona de edad avanzada, eso era evidente -como los tres sospechaban, aunque no hubiesen conocido a su madre, tenía que ser una mujer muy egoísta si lo quería a su imagen y semejanza y no lo dejaba vivir una vida propia-, y quizás por esa evidencia Priscilla se sintió obligada a hacer un comentario al respecto que sonó a defensa. A menudo, Raoul había pensado que si él hubiese estado más cerca de Rudy el día de su muerte, tal vez hubiese podido hacer algo por ayudarlo. La circunstancia de dividirse en dos grupos en medio de un emboscado lo decidió que se separaran, en el peor momento, sin retorno, sin capacidad para recoger a los heridos. De algún modo, aquella decisión condicionó el peor de los desenlaces. Al principio, desprovisto de la ayuda de una voz amiga, había sentido una desesperación interior, a la que, por otra parte no le permitió exteriorizarse hasta que en su retorno estuvo solo en su apartamento y lloró sin remedio. El sol caía moderadamente entre las hojas de los árboles, respiró profundamente y escuchó en silencio mientras Derek se despedía porque debía volver a su trabajo. Priscilla se puso sus auriculares y se distrajo viendo los brillos que el sol hacía en el agua. Entonces, Derek le dio un abrazo a Castañeda y le dijo, “me alegro que hayas vuelta, uno es mejor que nada”. Y se fue cruzando la calle mientras Priscilla le hacia un saludo lejano con la mano. Los dos solos se tendía el momento de nuevas confidencias. Él la miró y le dijo en un tono de inmensa tristeza que cuando Rudy murió, él estaba muy cerca pero no lo suficiente. Aún no estaban dispuestos a volver del sueño dolorido de la muerte de Rudy y eso los hacía sentirse confusos. Pero también estaban satisfechos de como había ido su reencuentro aquella mañana. Entonces ella se percató en aquel preciso momento de que a Raoul le faltaba la voz. Debemos suponer en cualquier caso, que nadie es capaz de expresarse en total libertad, ni comunicar todas sus emociones, por mucho empeño que ponga en ello. Era como si se acabaran de descubrir de nuevo, como si todo lo que creían irreconocible acerca de lo que habían cambiado ellos y sus vidas les tomara ahora por sorpresa, como si estuvieran recuperando las impresiones causadas al verse de nuevo. Unos minutos antes, los dos en silencio, a ella le había parecido que lloraba; no lo manifestaba exteriormente pero era como si hubiese empezado a llorar por la muerte de Rudy y ese río interior aún no hubiese cesado. Le contó como había sucedido todo, la separación y la explosión, a continuación la orden de retirarse sin poder recoger a los heridos ni a los muertos. Al principio, Priscilla escuchaba con absoluta fruición, los ojos muy abiertos y claramente impresionada. Era como si hubiese entendido que el relato era la realidad de la vida, algo a lo que la gente normal no se enfrenta habitualmente, el riesgo, la muerte, la valentía, el miedo, las emociones a flor de piel, cosas que raramente experimentaría si seguía buscando una vida gris, intrascendente y anónima. Apenas parpadeaba y si dejara de respirar no se daría ni cuenta. Raoul parecía agradecido por su atención y su sentido del silencio en las pausas. Supo después que esperaba para colocar también su confidencia, por decirlo sin acritud y Raoul se dejó llevar sin poner resistencia. Con su ya habitual dulzura, esta vez lánguida y arrastrando la melancolía de todo lo que acababa de saber, intentó moverlo y tiró de él hasta que se levantó de su banco de piedra y caminó a su lado. Era como decir, dejemos ya la tristeza, estamos en otra cosa. Algún curioso se les quedó mirando como si se tratar de dos enamorados haciendo locuras, pero no era eso. Como la vida debía continuar y como no debían considerar sus ganas de vivir como un desagravio a todos las injusticias del mundo, se permitieron correr en carrera desigual hasta el señor que vendía chucherías en un soporte de madera atado a sus hombros. Ella llegó primera, él la dejó ganar. Ella era una loca, el le seguía los juegos. Así se encontraron, con la libertad de una tarde de espaldas a cualquier presión o culpa, compartiendo, en el más amplio sentido de sus posibilidades, analizando sus rostros mientras comían caramelos que 14


le acaban de comprar al señor de la gaveta reciclada de dulces, de revistas y de tabaco. Con buen ánimo, Priscilla se dispuso entonces a relatar su confidencia. “Hace unos años”, comenzó, “Reiker cerró el bar temprano porque ya no quedaba nadie más que él y yo, y se ofreció a llevarme a casa. Entré en su coche con la confianza que le tenía y cuando llegamos delante del portal me preguntó si quería tener sexo con él aquella noche” y añadió, “Para curar las penas”. ¿Para curar las penas? Y dicho esto, Priscilla soltó una sucia carcajada como si hubiese contado la cosa más graciosa y ridícula del mundo. A Raoul no le pareció tan gracioso, pero cuando regresó de su sorpresa, encontró que ella estaba tan llena de vida que todo lo que pudiese añadir le hubiese parecido poco. La miró con ojos temblorosos, intentando comprenderla. Le estaba contando una de esas cosas que no era necesario contar, que nadie suele contar ni en confidencias, tal vez por pudor o por respeto. Además, como los dos conocían a la otra parte en cuestión, o la parte que no se podía defender del ridículo al que ella lo llevaba, hubiese sido generoso haber resumido o haber ahorrado risas. Era como si le estuviese pidiendo que fuera su cómplice en su intento por ridiculizar a Reiker y en eso salía la niña caprichosa de la que Priscilla no podía desprenderse. El efecto que la historia causó en Raoul fue confuso. De un lado estaba la diferencia de mundos en los que vivían y eso se manifestaba en la forma en la que ella podía pasar de una historia terrible, de pesadumbre y dolor, a la diversión significativa de la superficialidad dela que no era capaz de escapar. Al fin, cada uno cuenta las historias que buenamente puede. No podía aprobar el poco respeto que demostraba por Reiker y no consideraba que Reiker le hubiese hecho una proposición tan sucia como ella lo veía. El carácter del barmam era despreocupado y ligero, siempre había sido así, casi les doblaba la edad y en otras ocasiones había tenido que condescender con sus vicios; nada nuevo. Bueno, pensó, dejemos esta estúpida historia, es hora de volver a casa y poner algunas cosas en orden, el tiempo se nos escapa entre los dedos. Todo lo sucedido el año de su retorno, constituyó una forma de análisis de como había vivido hasta entonces. Para otros habría resultado por completo, un aviso, un toque de atención sobre su forma “extravagante” de conducirse o, un alto en el camino, la reflexión necesaria para anclarse a un cotidiano existir que lo apartara del mal que parecía acecharlo en cada nuevo paso que daba. Pero, en su caso, visto desde tan cerca como sólo el podía hacerlo, su vida no le parecía tan diferente a cualquier otra. Es inevitable llegar a conocer a una persona con cierta profundidad si la tratamos cada día y si conocemos todo lo que ama de la vida, pero a veces nos cuesta ese ejercicio con nosotros mismos. Había algo en Raoul que lo inclinaba a la aventura, a no soportar una vida sin la expectativa de la competición, de la superación personal, de un complicado viaje, de un riesgo inevitable o la perspectiva de un nuevo frenético desafío. En resumen, a los ojos de los que lo querían, le atemorizaba la idea de una vida dedicada a un trabajo seguro y una familia tradicional. Raoul Castañeda se compró una moto con la que pretendía hacer un largo viaje, una “chatarrita”, según el mismo decía en la que, sin embargo, creía poder confiar. Devolvió a Derek la parte del dinero que le hubiese correspondido a Rudy si lo hubiese acompañado, pero el dinero ya no era un problema porque a los voluntarios para ir a zona de guerra les pagaban bien, y como durante el tiempo que estuvo allí no tuvo ocasión de gastar mucho, lo cierto es que al terminar su servicio le habían dado una cantidad nada despreciable y tenía todo lo necesario para partir: algo de dinero e ilusión.

3 Espacios Extremos

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Estaba pasando por el mejor momento de su vida, que era el peor momento para todos. Había que pagar el desastre de la guerra, llorar por los muertos, el paro había crecido y los jóvenes andaban perdidos entre sueños rotos y decepciones. Claro que algunos sabían sacar partido de esa situación, sobre todo los vendedores de armas, el proveedor local de licor barato y las farmacias vendiendo tranquilizantes y ansiolíticos, y si alguno de ellos era reconocido por los políticos como empresario del año, se ponía orgullosamente la medalla en el pecho y salía en las noticias del mediodía dándose besos y abrazos con todo el cuerpo municipal. La policía se cebaba con las manifestaciones de estudiantes, que parecían servirles de entrenamiento para sus estrategias urbanas. Los delincuentes de verdad no se manifestaban, pasaban desapercibidos entre fiestas, recepciones y negocios, se atrevían a relacionarse con lo más florido de la política empresarial local y eran convenientemente recompensados por su atrevimiento, lo que, en ocasiones. les había valido el título de emprendedores del año. Además de todo esto, las ceremonias de enaltecimiento patriótico soldados tullidos se repetían, y los cementerios militares apenas tenían sitio para más cruces. Con ese panorama y ante la expectativa de su viaje, era normal que Raoul se sintiera un privilegiado, al menos podría escapar por un tiempo de tanta hipocresía y las manipuladas noticias de la prensa burguesa. A propósito de su necesidad de moverse, debemos saber algo más. La gente que no era como él nunca lo entendería, la gente que aspiraba a una vida segura ni se planteaban sus motivos. Raoul luchaba contra sus penas, pero además intentaba mantenerse en una actitud que no dejara de tener en cuenta a aquellos que se cruzaban en su camino, a los que sin conocer, les otorgaba la importancia de la vida que debe ser respetada. Era él y sus contradicciones, todo lo malo que veía en la gente -sus desconfianzas, egoísmos y capacidad para mirar para otra parte- y la gran aspiración de un espíritu noble, conceder a aquellos a los que no conocía la presunción de inocencia. Era indulgente con los desconocidos, así generaba su capacidad para acoger las ideas ajenas y a sus creadores, así modificaba su visión del mundo y así aprendía a mirar con ojos diferentes. Pero había algo aún más importante que también influía en como había imaginado la vida, y eso tenía que ver con la forma en la que nos formamos para honrar a nuestros muertos. En el ejército era diferente, todo se volvía anónimo y la parafernalia de los honores te convierten en el amigo del soldado caído, pero en medio de un batallón presentando armas a cajones vacíos. De niños, aún no conocemos que cuando nuestros mayores envejezcan, empezaremos a tomar posiciones y a saber que tendremos que enterrarlos. Como si hubiésemos nacido para saber llegar a ese momento, haber vivido con dignidad en comunidad y ser dignos de honrarlos. También en el caso de Raoul hubiese sido así si sus padres hubiesen sobrevivido. Así se venía operando desde siempre, pero él los perdiera muy joven y estaba solo y eso era suficiente para comprender sus motivos. Sólo acercándose sin estridencias ni inesperados movimientos, como quien acecha a un animal asustadizo, se podía llegar a conocerlo. Se empieza teniendo la sospecha de que no aspira a una vida convencional, pero eso le pasa a muchos jóvenes hoy, ese miedo cerval al compromiso existe. En su caso por motivos diferentes, el concepto del desarraigo, de no tener mayores a los que honrar lo llevaban a pensar que él moriría a su vez, sin unos hijos dispuestos a enterrarlo en el calor de una familia que los pudiera llorar con dolor afectuoso. Él podría desaparecer sin que nadie lo echara de menos, no necesitaba ser honrado por una vida construida en el equilibrio familiar. Podría tener un accidente, caer con la motocicleta por un acantilado, ser asaltado por asesinos de mendigos, caer enfermo en un país sin asistencia sanitaria, o pudrirse en una cárcel oriental acusado falsamente, cualquier cosa por las que mueren los viajeros desconocidos cada día. Llegaron unos días de calor que lo empujaban a partir para el viaje que tenía programado. Las temperaturas subieron tanto de golpe que la ropa pesaba como si estuviera mojada y la espalda chorreaba como una cisterna. Se pasaba el día cambiándose de ropa y no podía evitar pensar que cuando alguien pasaba a su lado volvía la cara con un gesto de desagrado por su olor. Sentía repugnancia de si mismo, o mejor, de no ser capaz de reconocer su propio olor como todos aquellos 16


que se acercaban inesperadamente. Tenía que acabar de poner la moto a punto y entonces, al fin, ventilarse libre como si montara un caballo alado o un águila con ruedas, si es que era capaz de imaginar algo semejante. A diferencia del resto de los humanos que inocentemente lo rodeaban en aquel barrio, había sido sometido a una tensión que volvería incapaz de imaginar fantasías sin un sentido de supervivencia en su moraleja. Aún no se había secado del todo y celebró sus más locos, inconclusos e inconexos pensamientos. Como Guadalupa tenía que pasar unos días internada para una revisión de la espalda, le pidió a su hermana que se sentara delante del ordenador a cierta hora y esperaba por si tenía la ocasión de hablar con Raoul. Lo que quería decir que no quería desaprovechar una oportunidad de recibir noticias suyas, a pesar de que él ya le había dicho que se casara con el hombre mayor porque no podría igualar su oferta. Además, como ella se había sincerado y le había contado todo lo que tenía que ver con su matrimonio fracaso y los términos en que sucediera. Raoul encontró un mono de cuero adecuado para su viaje en moto pero le iba un poco grande. Por algún motivo que desconocía, cada vez que encontraba una prenda de ropa que le realmente le gustaba, o no le iba bien, o era excesivamente cara, o no se ajustaba a lo que en un principio había esperado de ella. En cuanto al viaje, creo que no se había hecho una idea real de lo lejos que quedaba su destino, y la alegría y la ruidosa marcha con la que se empleaba en la carretera se fue apagando a medida que los kilómetros iban pesando sobre sus hombros. Por su aspecto cualquiera hubiera dicho que acababa de volver de una guerra -lo que no era del todo incierto-, pero se ajustaba más a la realidad pensar que era de ese tipo de hombres que se empeñan en convertir la vida en una penitencia. En cuanto a la chatarrita parecía aguantar sin problemas las duras pruebas a las que la sometía y no podía por menos que reconocer que haberla revisado a conciencia antes de partir había sido la mejor de las ideas. En las duras condiciones de la ruta se habían sucedido momentos peligrosos, en ocasiones por conductores imprudentes que pasaban a su lado como si desearan arrojarlo contra el arcén, pero en otras ocasiones había sido él mismo quien protagonizara escenas de las que no se creía capaz. Se saltó algunas prohibiciones y se creyó perseguido. E, incluso, cuando tuvo que parar para comer algo en un lugar desconocido, entró en una pendencia por algo tan trivial como un empujón sin sentido y tuvo que salir corriendo y sin pagar lo que debía. Así pues, cuando iba llegando a su destino y redujo la marcha para entrar en el pueblo, ya muy cerca de la casa de Guadalupa, todos se paraban a mirarlo como si una capa de barro lo hubiese cubierto desde el casco hasta las ruedas de las moto, lo que sin duda le daba un aspecto siniestro, desafiante y combativo, o tal vez agotado, digno de piedad y fracasado, según los ojos de aquel delante del que pasaba. Lo cierto es que dentro de él algún temor se venía manifestando en los últimos días, había adelgazado y se sentía decaído. No era la mala conciencia por los errores cometidos en la carretera -bien que era muy posible que la policía lo estuviera buscando por ello-, ni siquiera el resentimiento por la sus mala vida, era el remordimiento por una decisión tomada si apenas reflexión y la posibilidad de que Guadalupa no quisiera ni siquiera hablarle. La idea del desamparo y convertir el viaje en algo sin sentido lo asaltaba sin remedio. Pero, bajo el peso tanta incertidumbre. al menos le valía el hecho de haber llegado hasta tan lejos y estar tan cerca de su destino. Al igual que a su regreso a casa, no sabía muy bien a quien dirigirse, que hacer o como comportarse. Siguió la misma estrategia de contenida felicidad e intentó esbozar una sonrisa, a pesar de que en una de sus recientes peleas le habían herido en un brazo y se le había infectado. Intentó sacar el brazo de la manga pesada del mono y lo consiguió. En plena calle decidió sacar la otra manga y atrás las dos sobre el estómago, después sintió el alivio de una brisa inesperada. Al inclinarse para recoger su bolsa oyó pasos en la arena que se acercaban y se dio la vuelta. Era un hombre pequeño, con pies pequeños y ojos pequeños que lo miraba y sonreía. Al cabo de un momento le preguntó si necesitaba un hotel, era tartamudo, le dio una tarjeta y las indicaciones precisas. Cerró la cremallera del bolso sin volver a mirarlo, entonces le dio las gracias y se alejó. Aquel modo de hablar le recordó a un tipo que conoció en el campo de instrucción donde pasó tres meses, pero además, tenía una peculiaridad cuando no podía realizar alguna de las actividades 17


porque no daba la estatura o se sentía agotado y no podía seguir, su voz se volvía grave y dejaba de tartamudear. Entonces insultaba con limpieza, para que no quedara dudas, y cuando todos se separaban de él, entonces comenzaba a insultarse a sí mismo. Como no esperaba que nadie le ayudara lo intentaba una y otra vez, hasta que, en la disciplina que fuera, estuviera a la altura de los demás. Hubiese sido preciso que lo pusieran al cuidado de alguien, estaba claro que no iba a ser capaz de reaccionar con la cabeza fría ante los problemas, pero, por otra parte, nadie estaba preparado para todo. Perdió un pierna y fue enviado a casa muy pronto, pero siguió mostrándose intratable hasta el final, y cuando Raoul con un par de chicos intentaron despedirse, los mandó a paseo y les llamó cobardes. Había hombres que reaccionaban así cuando sus compañeros les demostraban su afecto porque creían que se complacían en apiadarse de ellos y que eso los hacía sentirse inferiores. “Si pierdes el orgullo todos te pisan”, se dijo leyendo la tarjeta que el tartamudo le acababa de dar. A su debido tiempo podría acercarse al hotel pero primero quería tomar una cerveza bien fría, y se fue al bar al otro lado de la calle. Se quedó encogido pensando que al día siguiente conocería a Guadalupa y que ella lo cuidaría y curaría la infección de su brazo. Estaría muy cerca de él y le pondría cremas y cataplasmas hechas con plantas del bosque. En el bosque, en medio de la noche más oscura, oiría a los animales como un lamento y los árboles frotándose lánguidamente mientras se mantuviera el viento. Vería la luna y las estrellas salir a intervalos entre nubes en movimiento y el tejado roto. El resto del mundo les volvería la espalda mientras mientras montaban una nueva escena entre troncos caídos y caballos muertos; todo listo para una fotografía. Belinda le sería beligerante desde el principio, desde siempre había defendido a su hermana de los hombres que se querían aprovechar de ella. Estaba cansado, pero lo había conseguido, era parte de la historia.

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