El constante mar aún huye

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El Constante Mar Aún, Huye

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1 Hay Sangre En El Tejado Como naciendo del Subtítulo de una película sueca, Mirna Love intentaba hacerse entender y su interés por comunicarse era más fuerte que el dolor de garganta y la debilidad propia de una intervención así. El más fuerte de los hombres sería incapaz de extraviar todo el dolor o distraerse de una recuperación como aquella. Pero en su caso, tenía el vigor y las ganas de vivir de quien lleva tantos años esperando un cambio, que podría hacer un discurso gesticulando y expresando sus emociones con sus ojos, sus manos y el movimiento de su cuerpo. Además, estaba la libreta en la que apuntaba lo que le parecía más importante y que no debía darse a malentendidos. Según Rodden, que nunca se había esforzado demasiado por escucharla, las confusiones eran frecuentes, y añadía que, a pesar de eso, él era capaz de evitar que algunas cosas dejaran de funcionar en casa porque se daba cuenta a tiempo. No habían hablado de que la despensa necesitaba un vistazo y llamar al centro de ultramarinos para que les sirvieran algunas cosas, o que había que estar pendiente de la electricidad porque solía fallar y se les podían echar a perder algunos alimentos; estas y otras cosas parecidas eran la dimensión más clara de la libreta con la que Mirna intentaba comunicarse sin conseguirlo del todo. Hablaban (él hablaba mayormente y ella lo acompañaba con gestos) de cosas ligeras que no parecían importantes, hasta que Mirna se aburría y escribía, “estoy fatigada, déjame un rato”. Los posibles cambios en su estado sólo podían ir a mejor, no se trataba de nada grave y, por consiguiente, esperaba estar de vuelta en casa en unos días, aunque la vuelta al trabajo en la cafetería iba a tener que esperar, al menos un mes más. El buen tono y el ánimo que había desplegado en un momento semejante, aludían a la posibilidad de hacer un alto en su rutina por un tiempo, y eso no era poco. La evolución de estos primeros días después de la operación resultó sorprendente para los médicos, hasta el punto de que decidieron que podía tener el alta antes de lo previsto, y así, una mañana, con el pelo aplastado en la coronilla de pasar horas durmiendo boca arriba, recogieron sus cosas y se fueron a casa. El libro que estuvo leyendo durante su convalecencia la “enganchó” inmediatamente, era el tipo de libro que necesitaba en aquel momento de su vida, el libro que había estado esperando y que podía ayudarla a interpretar su desasosiego, su fracaso matrimonial, la decepción que representaba su rutina y su miedo a la muerte. No era un libro fácil de leer como otros a los que ella acostumbraba a acercarse por pura distracción, se trataba de un ensayo sobre las crisis del optimismo después de los cuarenta (ella leía, debo decirlo, novelitas ligeras), y en cuanto se aproximó a las primeras páginas, creyó que tenía mucho que ver con su propios problemas, pero que no era un libro para principiantes; también podía estar segura de eso. Su marido nunca se había interesado por su afición a la lectura ni por ninguna otra cosa que le causara interés. Ella, en verdad, había estado esperando los últimos años algún cambio de actitud al respecto, alguna muestra de cariño que demostrara que había estado pensando en ella y en sus necesidades, pero ese momento no iba a llegar. Podía estar segura de que no se trataba del tipo de hombre que llena a una mujer de atenciones, que la hace sentirse importante o que le demuestra, de una u otra forma, que sin ella no podría vivir. Tampoco se trataba de un presumido, o uno de esos hombres pagados de sí mismos y la categoría que esperan de sus acciones, pero era cierto que desde que se jubilara prematuramente no 2


había dejado de embarcarse en proyectos que situaba en un lugar preponderante en su vida. Ella lo seguía sin demasiado entusiasmo cuando se desplazaba para aprender a montar a caballo, asistir a una conferencia de un escritor famoso en la sala de congresos de alguna ciudad cercana, o cuando quería visitar una ermita con romería en una montaña que nunca habían visto antes. Durante el tiempo que duró lo de su recuperación de garganta, Mirna creyó observar en él algunas atenciones fuera de lo común, Rodden suspendió algunas de sus visitas deportivas o culturales, pero el espejismo se diluyó en cuanto ella se encontró más fuerte, se levantó de cama y empezó a hacer una vida normal a pesar de su afonía. Los daños que les podría acarrear una separación no eran tema que se hubiera tratado de forma minuciosa, pero habían hablado de ella en alguna ocasión, sobre todo, porque Mirna le habría preguntado si él también se lo había planteado alguna vez. Él, entonces, había respondido como un entendido en la materia y con absoluta ligereza había respondido que no tenían demasiadas cosas que repartir y que por lo tanto, sería una separación limpia y fácil. Le hubiera gustado que él hubiese aludido también a los sentimientos, a como lo superaría y a cuanto le costaría sobrellevar un fracaso así en su vida, pero no lo hizo. Sostuvo que sus efectos personales eran perfectamente identificables, y que no tenía demasiadas cosas; eso lo facilitaría todo. Y mientras él se obstinaba en hablar de cosas materiales, el mundo se derrumbaba bajo sus pies, la decepción de su mujer crecía y su matrimonio de tantos años se convertía en un sinsentido. El mundo la hastiaba, la gente, la familia, los compañeros de la sección de libros del almacén, todos estaban empeñados en vivir como si el tiempo precioso de sus vidas pudiera pasar sin importar que no les pasara nada. Como no podía hablar con su propia garganta tenía largas conversaciones con sus dos amigas, Marlenes y Araucaina. Sin rubor, en esas conversaciones manifestaba su actual falta de compromiso del mundo, y aunque no quería discutir con ellas, era categórica al sentir y decir que todo en su vida se estaba yendo al traste. Su alimentación, casi completamente se hizo a base de líquidos los primeros días, y después empezó a tomar sopas y cremas lo que fue un alivio porque no era mujer de poco comer. Rodden ponía mucho de su parte los primeros días en casa a la vuelta del hospital, le llenaba la mesita de noche de zumos, agua y leche y el mismo le daba a cucharadas un complemento de vitaminas que había ordenado el doctor que tomara tres veces al día. Mirna Love mostró una gran piedad por el esfuerzo de su marido, rebajando por unos días el concepto que tenía de él, lo que unido y enfrentado a su deseo de venganza constituyó un gran reto. Se preguntaba si otros hombres podían ser igual de imprevisibles, pero sus dudas duraron poco y Rodden la dejó sola durante dos días porque lo habían invitado a la opera en la capital de provincia, arguyó que se trataba de una oportunidad única y desapareció. Cada desaire, por pequeño que fuera, cobraba dimensiones catastróficas en su mente, por eso aquel gesto duro y gélido a la vez de forma permanente en su rostro. En ausencia de Rodden, Araucaina aprovechó para visitarla, pero más que una visita a una enferma, lo planteó como la necesidad inaplazable que dos mujeres tienen de hablar de sus cosas después de no verse por un periodo prolongado de ausencias en sus lugares comunes. No podía dejar pasar la oportunidad del marido ausente por motivos de placer y realmente ansiaba volver a ver a su amiga y compañera de trabajo, aunque sólo fuera para hacer algunas ácidas críticas al funcionamiento del sistema de salud y sus plazos. Aquel deseo por encontrarse también lo compartía Mirna, y lo de todo el tiempo que había tenido que esperar para ser intervenida no parecía molestarle demasiado, pero fue un buen punto de partida para su conversación (Araucaina hablaba sin parar, y Mirna matizaba con voz ahogada o usando su block de notas, no daba para más). En unos minutos estaban retrocediendo en el tiempo buscando momento mejores que alguna vez habían compartido, recordando anécdotas que las hacían reír y desposeyendo a algunos de sus compañeros de trabajo de sus corazas para poder diseccionar sus personalidades sin piedad. Profundamente sumergidas en sus consideraciones acerca de lo que las dos conocían del mundo intentaban darle sentido a aquella amistad y confianza que se demostraban, socialmente conscientes de que aquella conversación las convertía en firmes aliadas en los espacios que compartían en sus 3


rutinas. Mirna sabía que a su amiga le costaba demostrar que sus fidelidades podían funcionar de forma perenne, pero también era comprensiva en ese; después de todo, ella misma no se consideraba la persona más consecuente del mundo, por así decirlo. Exclusivamente intento poner de relieve esa sutileza con la que algunas mujeres son capaces de sacar a la superficie los temas más delicados -y para eso demostrar la necesaria complicidad- y a continuación pasar página como si nada de eso acabara de suceder. Al día siguiente, Rodden volvió muy temprano y dejó sobre la mesa de la cocina unos croisants que había comprado para el desayuno. Después de mirar un rato por la ventana como la ciudad se ponía en marcha, se asomó a la habitación para saber si Mirna se encontraba bien; dormía. Cogió todo lo necesario de las estanterías de la cocina para preparar café, y en un momento así le hubiese gustado tener el periódico para echarle un vistazo, pero lo sustituyó encendiendo la radio en el canal de noticias. El canal que le gustaba estaba poniendo un anuncio publicitario sobre las ofertas de un gran centro comercial, y entre frase y frase, sonaba una música impactante que parecía subir de volumen con cada golpe de batería. Pasaron a las noticias, el locutor era un hombre correcto, de formas tendentes a la moderación, sin inesperadas salidas de tono y, aunque nunca lo había visto, lo podía imaginar vestido cada día con traje y americana al viejo estilo. Escuchó aquella voz envolvente mientras ponía la cafetera al fuego y buscaba la taza que le gustaba en el escurreplatos. El matrimonio había durado treinta y dos años y habían tenido un hijo, pero se había ido a trabajar al extranjero y sólo lo veían en vacaciones. Algunas parejas dejan de entenderse, o de amarse, con el paso del tiempo, en su caso, la decadencia había durado desde el principio y por eso Mirna no podía explicarse como seguían juntos a pesar de tantos sinsabores. Durante su etapa de gestación. Rodden había sido un poco descuidado y la había dejado demasiado tiempo sola, en aquel momento todas las ilusiones propias de una amante primeriza se habían venido abajo. No necesitaba esgrimir argumento alguno en su contra, se sentía tan decepcionada que su rabia era más instintiva que cerebral. Cuando se había encontrado sola y deambulaba por la casa arrastrando su vientre ya muy desarrollado y sus dolores en la misma medida, guardaba un silencio resentido, en cuyo caso no podía atender razón alguna, y avanzaba mordiéndose los labios y las sinrazones de uno de los peores momentos de su vida. Una hora más tarde, él había vuelto a salir. Ella se levantó con los ojos semicerrados y el efecto de descompresión que le producían las pastillas para dormir. Realizó la tarea de prepararse el desayuno medio dormida, pero comprobando que había café en la cafetera y que eso significaba que él había vuelto. Intentó adivinar si aún seguía en casa, y hubiese sido suficiente decir su nombre en voz alta esperando una contestación, pero no lo hizo. Se limitó a ponerse un café con mucha azúcar, a sentarse en la cocina y a comer un croisant que descubrió en el fondo de la bolsa de papel. Cayó sobre su hombro derecho, la silla salió despedida hacia un lado y también cayó de lado con un estruendo del que el cuerpo humano no es capaz. Después se hizo el silencio. Ella permaneció allí tirada una hora, hasta que Rodden volvió y la encontró para llevarla al hospital. Se golpeó la cabeza contra el suelo, pero ese no fue el motivo de que quedara inconsciente, había algo que no funcionaba bien, y no tenía nada que ver con su operación de garganta. Mirna fue ingresada y operada de toda urgencia. Como surgiendo de un fantasma inesperado, la realidad rompía todas las ilusiones. Hasta en la debilidad extrema, con el dolor confundiendo su cabeza, era capaz de calcular la gravedad de la situación. Había otros daños de menor importancia, y la deuda de resentimiento arrastrada durante años también estaba, pero en su cabeza ya no había mucho sitio para elaborar minuciosas venganzas. Los médicos hablaban en un lenguaje confuso que ella no quiso entender más allá de que tenía que ser operada de urgencia; esta vez en su cabeza. Aludían a la garganta como un tema menor y pasado, y centraban toda su atención en algo que habían encontrado en las últimas pruebas. Un signo de su gravedad era que varios médicos participaban del diagnóstico e intentaban ponerse de acuerdo en las conclusiones, por eso ella estaba tan asustada. Y mientras los médicos intentaban ponerse de acuerdo, de nuevo, Rodden cesó cualquier actividad y ya no la dejó sola; hasta él era capaz de comprender la gravedad de la 4


situación. Permaneció a su lado muchas horas, y le dejó su teléfono a las enfermeras para que lo llamaran cuando iba a casa a asearse o a descansar un poco. No hubo un exceso de cortesía cuando le comunicaron la fecha de la operación, y tampoco le dieron expectativas claras de curación. Nadie parecía demasiado optimista, y en este proceso la que estaba sufriendo por encima de todos los silencios era Mirna. Mientras los médicos hablaban al pie de su cama, ella los observaba, cogidos a sus carpetas, obligados a mirar por encima de la montura de sus gafas sin sonreír. Observaba cada uno de los movimientos de sus caras, sus facciones y sus perfectos cortes de pelo, y se preguntaba si ellos también, algún día, pasarían por una situación de parecida duda, si se sentirían igual de desvalidos y si la incertidumbre los haría temer lo que habría de venir como lo hacía con ella.

2 Depresión Lunática Pero ya nadie tenía el amor en mente, se dijo Rodden al conocer la noticia de su fallecimiento. ¡Oh Dios! ¿Por qué a él? Entraba en la delirante y subjetiva atracción por su propio dolor, el de aquellos que se niegan a reconocer la realidad. Ansiaba entender lo que le estaba sucediendo, entenderla a ella de unos años para aquí. Le gustaría saber, qué había hecho mal que ella no le perdonaba, y eso lo llevaba a recordar situaciones, sus expresiones, su risa y sus arrebatos de ira, todo se la recordaba. Se iba hundiendo en sus recuerdos sin poder evitarlo. No encontraba sentido a sus últimas discusiones, y sobre todo, a lo consciente que le había parecido en cada uno de los reproches a los que él no había prestado atención. Cada uno de aquellos recientes enfados le habían dejado claro que su convivencia se estaba volviendo muy difícil, pero por su parte nunca había pensado en dejarla; esa era la verdad. La sensación de desamparo que sintió después de la muerte de su mujer duró más de lo que podría haber esperado. Pasaban los meses y se instaló en una triste soledad que no decaía. Para año nuevo había conseguido, de forma involuntaria, que todos se compadecieran de él, y llegó a estar en las conversaciones de la familia y los amigos de la pareja. Si por su parte hablaba con alguien de cómo le iba la vida, no podía traer a cuenta más que recuerdos de Mirna y todo lo que había sentido que le faltaba al desaparecer ella. Cuando no estaba muy deprimido pensaba que podía volver a tener ilusiones si se lo proponía, pero no lo creía con demasiada firmeza. Vivir se estaba convirtiendo para él en una mecánica de dudosa utilidad que no le producía ninguna ventajosa satisfacción. Rodden empezó a no salir, a esperar en casa por el pedido de la tienda de ultramarinos, a ocupar un sillón frente a la ventana, durante horas. Era enero y se sentía muy conmocionado, se había enredado en una madeja de recuerdos y arrepentimientos, y hubiese sido necesario un psicólogo para ayudarlo; en su lugar, Araucaina empezó a visitarlo para intentar levantarle la moral, o al menos eso decía a todos los que conocía y sabían que lo hacía. En aquellos momentos estaba desorientado, sumido en una parte de su dolor que lo convertía en un ser desvalido, incapaz de poner orden en los más cobardes pensamientos. “Creo que Mirna no sabía cuanto la querías”, le soltó Araucaina en un momento de sinceridad. A última hora de la tarde, cuando el invierno convierte cualquier momento en noche, aparecía la amiga de su mujer a pesar de cualquier cansancio. En muchas de aquellas visitas no había más que acompañarlo, y los temas de conversación se escurrían por la falta de ánimo. Parecía estar tranquilo, después de haber 5


renunciado a sus pasiones favoritas, los viajes y el deporte, si a haber perdido la ilusión por todo se le puede llamar tranquilidad. Como no podía escapar de sí mismo, Rodden incurría en el peor de los errores, creer que había merecido cada uno de los castigos que la vida le ponía delante, cada falso suelo que habría de llegar y que habría de pisar. En otro tiempo había estado atado a cada pueril conversación sobre la supervivencia, sobre formas de vida sana y saludable, sobre las dietas y el deporte y todo ese tipo de cosas. Mientras aquel espejismo de juventud había durado, se había creído inmortal, o al menos, que aquella situación de potencia en la que mantenía sus fuerzas iban a durar siempre. Había estado dominado por la ilusión de creer que la mecánica del mundo funcionaba a pesar de todo, que en la naturaleza podía conservar su energía al lado de toda aquella vida que se manifestaba en pequeños trinos, frondas de árboles expuestos al calor de la brisa en verano y a los vientos violentos de la galerna en invierno, en rocas que rompían y se precipitaban ladera abajo y en la hierba que se movía bajo las patas de los insectos. Entre esas ideas locas de perpetuación de sus actividades había olvidado su propia existencia, y el poder de los años que al pasar lo devolvían a la realidad de todo lo que empezaba a fallar y a faltarle. Por aquel tiempo, Araucaina se había vuelto una persona mística, ajena a cualquier religión conocida pero sensible a todas ellas. Eran muchos en un tiempo de confusión los que buscaban interpretaciones a sus propias vidas y al universo y las buscaban en explicaciones mágicas, fantasías poco convincentes, milagros improbables y profecías incumplidas. En viejos libros sagrados intentaban encontrar interpretaciones que se hubiesen pasado por alto a la humanidad durante siglos, los leían con fruición, los conservaban con devoción y respeto, y, a veces aquellos libros les respondían con interpretaciones a la intranquilidad que nos produce la muerte de seres cercanos. En esos meses, Araucaina había vuelto a buscar respuestas en esos libros, a frecuentar viejos amigos que militaban en sectas recientes y, ella misma, había vuelto a hablar en voz alta con su creador cuando en el silencio de su habitación creía que su marido y sus dos hijos no podían oírla. ¿Qué había motivado semejante rescate de sus más antiguas creencias? Posiblemente la muerte de Mirna Love había tenido algo que ver, pero también su empeño en ayudar a Rodden, el viudo desconsolado. Deberíamos entonces suponer que sus rezos y súplicas iban encaminados en encontrar respuestas a la desesperación de aquel hombre. Y si encontraba una respuesta, un camino que hacerle transitar en busca de sosiego... ¿Acaso ella no se hubiese sentido mejor? No digo que realizada o algo semejante, pero sí satisfecha por haberlo ayudado. Cuando alguien como Rodden se quedaba solo en la vida, muchos que habían seguido su evolución desde un segundo plano, pensaban que se había tratado de un fraude. Eso parecía pesarle más que otras cosas. No tenía argumentos contra esos rivales que sólo estaban en su imaginación y así se lo hizo saber a su amiga y así se lo relató Araucaina a Cobourn. Los aspectos más crudos de la vida no son para principiantes, del mismo modo que los trozos más duros de carne que los cazadores aportan a la manada, no son para los que aún tienen los dientes de leche. Rodden, sin haberlo esperado, se había convertido en una caricatura de sí mismo, y si todo seguí igual, en unos años moriría sin haber sido capaz de superar que sus circunstancias le hubiesen jugado la maña pasada de dejarlo solo, completamente solo, en la vida. Fue por eso que Araucaina creyó que debía pedir ayuda a Cobourn, un amigo profesor, miembro de una corriente mística de la comunidad, que había atendido en el pasado a algunos alumnos con problemas psíquicos y que en este caso podría echarle una mano ya que Rodden se negaba a ir a un psicólogo. Primero tuvo que convencerse ella misma de que estaba haciendo lo correcto y después lo discutió con su marido, que seguía las evoluciones del problema desde un segundo plano -de hecho, apenas había visto a Rodden un par de veces en el entierro de Mirna y ni siquiera había hablado con él-. En una ocasión, Rodden había tenido un vecino solitario, uno de esos hombres que se mueren rodeados de bolsas de basura que recogen en los contenedores y pasan días antes de que alguien los eche de menos. Aquel hombre tenía una mirada huidiza y llevaba un abrigo que olía a orines en cualquier ocasión y temperatura. Mirna no había querido hablar de eso, posiblemente creía que si se interesaban por él sólo podía ser para intentar ayudarlo y no para censurar sus actuaciones y hacerle las cosas más difíciles. Tal vez 6


habían hecho lo correcto, nadie podía ayudarle, era de manos deformes, colérico y cabeza rotunda. No deseaba ser molestado y no respondía cuando lo saludaban, pero no parecía peligroso. Los vecinos decían que tenía mucho dinero y propiedades, pero que no sentía el menor interés por saber nada al respecto. Alguien lo denunció, y la policía estuvo varias veces en la puerta, cuando los llamaban los vecinos alegando desórdenes, pero nadie pudo sacarlo de su casa hasta que se murió. Entonces, pasado un tiempo, Rodden se encontraba en una situación parecida, y eso era cómico. Al menos, en su caso, no quería ser una carga para nadie y así se lo dijo a Cobourn el día en que Araucaina se lo presentó. La insistente idea de la soledad lo atormentaba, y era cierto que eso producía terror a muchos hombres que el profesor conocía, y sin embargo, él mismo era un solitario y no le parecía tan amenazadora esa idea. En aquella época la gente vivía obsesionada por formar una familia, o tal vez siempre fue así, pero no seguir una corriente general no debía ser motivo de preocupación, o como sucedía en el caso de Rodden, por haberse quedado sólo habiéndolo intentado. Quizás Rodden necesitaba algún modelo que le sirviera de ejemplo, y por medio de las ideas del profesor, empezó a pensar en cuántos hombres viudos en el mundos seguían adelante con sus vidas con absoluta normalidad. Se trataba de una parte más de la condición social del hombre, aceptar que las familias no permanecen siempre unidas y que eso no es tan terrible. Cobourn intentaba comprobar si sus argumentos causaban alguna reacción positiva en la depresión de Rodden, le proponía actividades y le prevenía contra lo que no debía hacer: era simple, no quedarse inactivo mirando al techo y pensando demasiado, y para eso debía salir a la calle y distraerse todo lo que pudiera. En ayudar a otros con sus depresiones, Cobourn lo sabía, no había grandes respuestas, y hacía más el que vieran que alguien se interesaba por ellos y acompañarlos, que la toda la química que proponían los métodos tradicionales de medicina. Pero, sus éxitos eran limitados, había conseguido mantener algunas conversaciones con él, pero cuando se detenían para darle una nueva vuelta a su visión de las cosas, entonces Rodden se decía cansado y lo tenían que dejar por ese día. “Tal vez a Cobourn le produce algún placer ayudar a gente con problemas”, se decía Rodden cuando lo veía llegar con su aspecto de intelectual fracasado. “La vida ha pasado sobre mí como un rodillo”, se repetía amargamente mientras le abría la puerta. Muy de tiempo en tiempo algunos investigadores se ocupan de ese mal psicológico llamado de Diógenes, y no le dan una trascendencia especial, pues si todos estamos llamados a morirnos, parece que lo realmente trascendente, sería curar virus y tumores, o cosas que afecten directamente al deterioro de lo físico. A veces, seguir esta idea a dado buenos resultados, pero hoy sabemos que la soledad produce un deterioro físico mayor que una bacteria asesina, pero que actúa en las entrañas y hay que fijarse para encontrar signos externos que nos alarmen más allá de la pérdida del apetito. Aquellos que hayan compartido una enfermedad de la mente, desde una simple depresión hasta una esquizofrenia paranoide, sabe que sus efectos y signos externos son evidentes y en ocasiones devastadores. Tal vez estamos llevando este análisis a un límite que nada tenía que ver con la depresión que aquejaba a Rodden, pero supongo que todos los males psicológicos surgen de un mismo patrón, la necesidad de despegarse de un mundo que te ha decepcionado y que te daña. No es muy ilógico sentir dolor, identificar su causa y no alejarte de su fuente. Así que Rodden seguía encerrado en su casa, y ya ni las visitas de Cobourn le animaban a salir. Es cierto que el profesor preparó el camino para ganarse su confianza y consiguió distraerlo por un tiempo, pero hubo una recaída y ya no lo quería ver. En ocasiones, Araucaina tenía dudas, remordimientos acerca de su forma de actuar y preocuparse por Rodden. El noble impulso de rescatar a un antigua amigo de las garras de la depresión la habían llevado a dar más de lo esperado y se preguntaba si Mirna -al fin y al cabo, ella había conocido a Robben a través de ella- aprobaría sus desvelos. Aquel hombre no contaba para nadie, muchos que en otro tiempo habían pasado por su vida ni se acordaban de él, y los conocidos que había hecho en el periodo que iba desde que empezara a correr carreras populares, ni se acordaban de su cara. El mundo omitía su nombre o que alguien pudiera en una conversación sacarlo a relucir podría tratarse de un milagro, pero de ninguna otra cosa. El mundo podía pasarse sin él hasta el punto de que si 7


desapareciera nadie acudiría a la policía a preguntar si sabían algo, o a pedir si lo podían buscar, o simplemente a denunciar su desaparición. Era como si ya hubiese desaparecido para todos menos para Araucaina y los que la rodeaban que se sometían a sus comentarios. Cobourn le explicó en qué consistía la labor de sacarlo de sus pensamientos más negativos, y como ya no le quedaban muchas ideas, y como último acto de piedad, decidió llevárselo de vacaciones con su marido y su hijo. ¿Conocen a alguien que fuera capaz de hacer algo así por otra persona sin apenas conocerla? Un gesto semejante no podía pasar inadvertido para nadie, pero lo cierto es que apenas lo comentó, y salieron juntos hacia la playa esperando que aquella inesperada idea no se convirtiera en un infierno. Si Rodden se ponía pesado, o si intentaba convertir el viaje en un infierno no podrían hacer otra cosa que volver y dejarlo en su casa definitivamente. Pero eso no iba a suceder. Aceptó ir a aquel viaje porque cuando estaba cerca de Araucaina pensaba con más claridad en Mirna Love. Cerca de ella se atrevía a recordar que una vez había amado a su mujer, aunque eso no fuera lo mejor para mantener el equilibrio que le pedía su médico y Cobourn -al que no parecía que fuera a ver de nuevo- Araucaina notaba avances, y no sólo no los rechazaba, sino que se aplicaba en ellos. En cada una de las etapas de su viaje amenazaba el desasosiego y el marido de Araucaina, Josué, empezaba a dudar de que hubiese sido buena idea haberlo invitado. Pero también hubo momentos de vigoroso encaje, de bromas que el seguía aunque no entendía del todo, y hasta intentó hacerse amigo de Deandrés el hijo de sus amigos -pero Deandrés andaba demasiado ocupado en perseguir a las chicas que iba conociendo en hoteles y campings, y apenas permanecía con sus mayores-. Se contenían con audacia en busca del equilibrio perdido, y nunca podría agradecer lo suficiente lo que aquella familia estaba haciendo por él. Luchaban por encontrar el sentido de las cosas de vuelta en la cabeza del enfermo, cuyo único diagnóstico era depresión y cansancio. ¿Cansancio? Eso había dicho el médico, y se lo repetía a Josué luchando contra su incredulidad. Iban pasando los días, y el marido de Mirna empezaba a dudar de que la dolencia psíquica de Rodden fuera, al menos, tan profunda como parecían creer. En ocasiones se adelantaba a las respuestas de su mujer, añadiendo que no existía una razón bien mentada, una señal, un síntoma claro, que justificara tantos desvelos. Ella respondía entonces, que sabía que su dolor era tan grande que podía invitarlo al suicidio, y que jamás se lo perdonaría si eso llegaba a suceder. Todos aquellos gestos de bondad de aquella familia no pasaron desapercibidos para él ni para nadie. La horrible enfermedad que él decía tener, deformaba su rostro día a día, y eso parecía un síntoma no facilmente eludible, pero Josué no terminaba de entender algunos extremos de cuanto estaba sucediendo. Prepararon el camino de vuelta unos días antes de o esperado, no porque la presencia de Rodden fuera tortuosa, sino de puro aburrimiento y deseo de estar en casa. Alegaron que no podían descuidar algunos compromisos como si hubiera necesidad de justificar ese adelanto de fechas. Habrían podido intentar una nueva etapa, y ocupar una actitud templada de desinterés, pero recogieron sus cosas y volvieron a casa. Después de aquello no volvieron a ver a Rodden en un tiempo. Dejaron pasar los meses deliberadamente, como si aquellas vacaciones hubiesen sido un premio y una despedida a la vez. Cualquiera hubiese notado hasta donde llegaba la artificialidad de aquel silencio, pero no querían saber nada de Rodden, tal vez, porque preferían pensar que se encontraba mejor, y Araucaina decidió que había sacrificado a su familia más allá de lo necesario. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, Araucaina había adivinado que Mirna moriría pronto cuando nadie más lo había sospechado. Había sido un par de semanas antes de que cayera en la cocina y fuera ingresada, se la había quedado mirando mientras ella se esforzaba por hablar, y le había causado una profunda impresión. Ella no se dio cuenta, hablaba de cosas sin importancia y de pronto, Araucaina dejó de oírla. Fue como un silencio que duró segundos, y esos segundos la sintió muy enferma, pero no dijo nada. Se acercó a ella y la tocó, pero no quiso alarmarla preguntándole cómo se encontraba o si se había hecho alguna analítica después de su alta hospitalaria. No hubiese sido buena idea asustarla con sus manía, pero ahora lo pensaba y no podía dejar de creer que si le hubiese dicho algo sobre aquella sensación que la dominó, tal vez, sí, tal vez, le hubiese salvado la vida. Después de aquello, se había ido a casa, se había dado una ducha y había estado llorando sin 8


motivo aparente. Cuando Josua llegó la encontró en pijama y a punto de irse a la cama, no hablaron de ello.

3 Contemplaciones Ella sabía que le costaría convencer a su hermana de que su historia era cierta y que Josua no aprobaría que se lo contara; de hecho, Josua quería que pasara página lo antes posible y no volver a oír hablar del enfermo insondable, como una vez le había llamado. Jena vivía a mil kilómetros y los visitaba un par de veces al año y en esa ocasión se iba a quedar con ellos unos días. Tenía el aspecto de una soltera saludable, sin demasiado interés por los hombres y con dotes y optimismo para la mejor proyección profesional. Había ido de compras nada más llegar, y disfrutaba paseándose por el parque con sus vestidos nuevos mientras Araucaina le contaba aquella historia increíble de su amiga muerta y el marido que no deseaba salir a la calle desde entonces. No se trataba de faltar al respeto al dolor que él pudiera sentir por la muerte de un ser querido, pero para Jena no era fácil concebir, en su mundo de velocidad imparable, que aquellas cosas siguieran pasando después de que el hombre hubiese alcanzado la luna. “Se muere y ya está”, le dijo a su hermana, “no hay que darle más vueltas”, añadió. Lo cierto era que Rodden seguía imponiendo la tiranía de su enfermedad. No había llegado a convertirse en el centro social de todas las conversaciones, pero la gente que lo conocía no podía dejar de hablar de él y de su actitud frente a su depresión. Los ciclos de su vida le habían durado poco en el pasado, sin embargo, ahora parecía enfrentarse a algo nuevo, tal vez la última etapa; pensar eso le daba miedo, pero que aquel agujero en el que había caído durara tanto, le daba que pensar. La primera noche que Jena pasó en casa de su hermana. Habían pasado el día visitando a unos amigos, y cuando Josua salió de trabajar, habían ido con él a cenar fuera. Había sido cuestión de una llamada por teléfono y él estuvo de acuerdo, pero por cierto que para él no fue muy buena idea idea debido a su cansancio. Ninguno de los tres parecía a gusto, era como si Araucaina fuera tan posesiva que sólo pudiera estar a gusto con las personas que quería, por separado. La tarde dejaba un aire espeso, y las noticias en la televisión no parecían dispuestas a dar un respiro. A la mañana siguiente, cuando Jena se levantó, Josua ya había salido para el trabajo y las dos hermanas estaban de nuevo dispuestas para hacer planes y llenar el día de franca ilusión, lo que a él le hubiese molestado y se hubiese considerado un estorbo de haberlo sabido. Todos menos Josua parecían creer que Rodden no superaría su depresión, o tal vez, Josua también lo pensaba aunque una oculta animadversión por él le impidiera expresarlo abiertamente. Había intentado convencer a todos de que, en realidad, no estaba tan enfermo como decía, pues no deseaba que siguiera aprovechándose de su enfermedad, pero para ser sincero consigo mismo, tenía un aspecto que en ocasiones le había alarmado. Rodden parecía ajeno a todo lo que se pudiese hablar o pensar de él, seguía haciendo sus pedidos a la tienda y sacando la basura por la noche, a escondidas. No le molestó, en absoluto, la distancia que Araucaina puso entre ellos después de las vacaciones, había empezado a pasar las noches en vela con el televisor encendido, y en cierto modo, recuperaba su estado natural y empezaba a considerar las salidas de casa, como una rareza. A Jena le hubiese gustado conocerlo, por pura casualidad sin que mediaran otras opiniones, o al 9


menos, aunque fuera en la distancia, le hubiese gustado verlo y valorar por sí misma su enfermedad. Ella, por su parte, se encontraba mejor que nunca, dispuesta para todo tipo de chismes e historias delirantes que contar a sus amigos de vuelta de su viaje. Además, económicamente le iba bastante bien en aquellos tiempos y estaba valorando hacerse una intervención quirúrgica para ponerse unos pechos firmes y algo más voluminosos. Es posible que perdamos el interés por darle sentido a la vida, por intentar interpretarla, cuando nos convencemos de que morirse lo simplifica todo bastante, y en una posición parecida se encontraba Rodden, justo antes de empezar a adelgazar y de que Jena se acercara para hacerle una visita. No le costó mucho que la dejara pasar a su apartamento, pues a él pareció agradarle la idea de que fuera la hermana de Araucaina. Se sentía en deuda con ella y no podía hacer menos que pasar un rato charlando con su hermana. Jena declinó tomar café ni ninguna otra cosa porque el fregadero estaba lleno de loza sin lavar, y a pesar de que apenas había luz ni aire allí adentro, se apreciaba la suciedad y un olor desagradable. Que le resultara imposible ceder a los buenos sentimientos, formaba parte como reacción al sentimiento de culpa que alimentaba al menos, una parte de su enfermedad. Por ello podemos afirmar que la prematura y espontánea lucidez del hombre golpeado por la vida debería servir de advertencia al hombre en su vida cotidiana, ajeno a todas las pérdidas que le esperan. Al respecto de la visita de Jena, creo que podríamos situarla en esa parte inconsciente del mundo que desea saber, pero sin complicarse demasiado. Para que una persona como Jena, entregada a la vida, dejándose seducir por todo tiempo de pasiones, pudiera asumir los males que la acechaban, es necesario comprender que ni muriendo ni resucitando después, cambiaría el entramado de su vida tal y como lo había armado y entendido. Todo lo bueno está siempre por acontecer, pero muchas veces no llega, y cuando lo hace, pocas veces se deja su disfraz de estruendoso confuso movimiento hedonista. Nuestros sueños, envueltos en anuncios publicitarios de playas paradisíacas no permitirán que renunciemos a vivir. Esa era la realidad a la que había renunciado Rodden involuntariamente, después de sufrir aquel golpe mortuorio, aquel altercado de hospitales que rompiera la constancia. Se preguntaba: ¿si en lugar de haber perdido a Mirna por su muerte inesperada, la hubiese perdido por un divorcio, se hubiese sentido igual de solo? Ya nada lo invitaba a vestirse, a asearse, a afeitarse y salir a dar un paseo cada mañana, no había nada en la calle que lo animara a desafiar la inseguridad que sentía. La exposición que Jena hizo a su hermana de los motivos que la llevaban a desear conocer al “hombre enfermo” no duraron demasiado. Tampoco iba a convertirse en un problema entre ellas. Araucaina simplemente pensó que uno más de los caprichos de su hermana había terminado por excitarla hasta la pasión, y no hablo de sexo sino de curiosidad insana, algo que algunas personas sienten sin poder controlarlo del todo. No se acababan en ella los periodos de caprichos en los que -lo sabía desde la infancia-, aún cubierta por una primera idea de ayudar, terminaba por hacerle daño a todo el mundo. Tal vez, sólo se trataba de intentar tener suerte donde había fracasado su hermana. ¿En verdad pretendía en un par de visitas curarlo de su inapetencia por la vida, cuando ella lo había dado por un caso perdido? Tras su primera visita empezó a comprender que era como una caja que no se podía abrir y que había sido demasiado optimista. En los últimos minutos, por ridículo que parezca, hasta se permitió flirtear con él sin conseguir respuesta. Le dijo que era un hombre muy guapo, y que no le importaría salir a pasear algún día juntos por el parque, pero cuando se lo contó a Araucaina se reafirmó afirmando que se lo había propuesto totalmente en serio, aunque si él aceptara habría que asearlo y comprarle algo de ropa. Antes de que acabara su visita ya esperaba con ansia poder volver. De vez en cuando hablaban de nuevo de la enfermedad de Rodden como tema recurrente y era como si ese interés por él les hiciera sentirse mejor. Unas horas antes de partir, con las maletas hechas y todo el resto preparado para llamar a un taxi, las dos hermanas se sentaron en la cocina y prepararon café. Mientras Araucaina iba y venía de los fogones, Jena había puesto los pocillos, las cucharillas y el azúcar sobre la mesa, y después esperó sentada a que su hermana le sirviera el café y aportara la leche de la nevera. Todo se realizó con nervios y movimientos constantes, posiblemente por la inminencia del viaje. Araucaina se sentó y adoptó un tono sombrío; dejaron de hablar. Deandrés había ido al colegio y 10


Josua había salido de mañana para el trabajo y no lo esperaba hasta más tarde. Entonces Araucaina le anunció que la acompañaría a la estación porque no quería quedarse sola tanto rato, y porque se encontraba un poco deprimida. Jena se permitió bromear previniéndola de que la depresión de Rodden podía ser contagiosa, que él podía ponerse bien en el momento que le pasara a alguien toda aquella tristeza. Araucaina cerró los ojos y respiró profundamente significando que no, como si no fuera obvio que se trataba de otra cosa. Antes de despedirse definitivamente, en el andén le dijo a su hermana que las cosas con Josua no iban bien. Alrededor de un año después, cuando Jena volvió a la ciudad, Araucaina hacía un par de meses que se había separado pero no la había querido ver hasta entonces. Ella y Deandrés estaban tomando café en una cafetería esperando el reencuentro cuando apareció con una sola maleta, lo que indicaba que no iba a quedarse mucho tiempo. Estaba a punto de anochecer y no había nada más que hacer ese día que volver a casa y hacer la cena. No hablaron nada de la separación, y ni siquiera mencionaron a Josua; si bien es cierto que ya habían hablado por teléfono al respecto desde hacía mucho y durante tiempo suficiente. Jena parecía animada a pesar del largo viaje y de que se quejaba de un característico en ella dolor lumbar. Después de acompañarlas en silencio y de tener todo tipo de atenciones con su tía, Deandrés esperó al momento posterior a la cena para decir que iba a salir, que había quedado con unos amigos y que no volvería hasta tarde. A su tía no le importó aquel desarraigo tan típico de su edad, ella en cierto modo también era así, aún se consideraba una mujer joven, y sabía que atraía las miradas de los hombres jóvenes, otra cosa sería cuando atrajera las miradas de los hombres mayores unicamente. La reconfortaba haber renunciado a un par de relaciones que no la satisfacían plenamente, y resistirse a una nueva relación con una voluntad admirable. Su hermana, cuando hablaban de este tipo de cosas, la contemplaba como si creyera que había tenido mucha suerte, cuando ella había temido quedarse sola y se había precipitado con un hombre al que no parecía haberle importado demasiado haberla dejado a ella y a su hijo, y que en menos de un mes ya se acompañaba de una chica rubia mucho más joven. Ahora ya no se trataba de Rodden, en pocos años las dos hermanas entrarían en la cincuentena y no resultaría fácil evitar convertirse en dos solitarias solteronas. Cuando compartió sus miedos con Jena, ésta hizo como que no la entendía, a continuación se enfadó y la recriminó por tener una imaginación tan negativa. No iban a empezar a sentir lástima de sí mismas antes de tiempo. “No te quejes, al menos tú siempre tendrás a Deandrés; y nos tenemos la una a la otra, eso también debes tenerlo en cuenta.” Después de una conversación en los términos de la soledad y la vejez como la que acababa de tener, Jena se fue a dormir sin poder evitar un momento de recuerdo para Rodden, el depresivo “amigo” de Araucaina. Y entonces, lo comprendió mucho mejor que un año antes, entendió su postura, su enfrentamiento a las ilusiones de la vida que lo apartaban de su dolor y la inminencia de la muerte. Descubrió que su visita de un año antes había sido muy frívola, pero que ahora podía sentir una sincera tristeza por él porque en la conversación que acababa de tener se veía a sí misma de igual manera, o muy parecida en un tiempo no tan lejano. Ella, llena de vida, perdería todas las ilusiones al ir perdiendo a sus seres queridos, posiblemente a sus padres, y no quería ni pensar de lo sola que se sentiría si no tuviera a su hermana. Eran cosas tan simples que se avergonzaba de no haberlo pensado antes, y de que hubiese sido Araucaina quien le hubiese “abierto los ojos” de tal forma. Esa noche tuvo una amarga pesadilla en la que aparecía Rodden, Mirna Love, la mujer muerta que una vez había visto años atrás, y Josua, todos jugando a la ruleta rusa, afortunadamente sin consecuencias. Nunca había tenido sueños de brutalidad, si de despertarse empapada en sudar por miedo a algo indefinido, pero no de brutalidad, digamos por emplear un adjetivo, de brutalidad gore. Se despertó aún conmocionada, y aquel estado que la hacía temblar, se fue disipando entre la ducha y el café. No podía ver a Rodden como a un familiar, porque amaba a su familia por encima de todo, pero empezaba a sentir ternura por él, aún sabiendo que en vida de su mujer, según contaban, había sido un marido muy egoísta -pero, ¿quién no lo es? Lo excusaba en silencio. Se sentía fatigada y no respiraba bien del todo, así que se puso el termómetro. Tomó una pastilla de paracetamol y esperó. Tener fiebre era algo insólito en ella, pero algo le pasaba, eso era una 11


evidencia. Tenía la boca pastosa y la cabeza le daba vueltas, pensaba con dificultad y los sentidos no respondían con claridad. Le molestó la luz del sol en una ventana y la voluntariedad transparente de los visillos en dejarla pasar hasta sus ojos. Se sentó en un banco y se apoyó en la mesa de la cocina, por unos minutos suspendió todos los planes. Miró el termómetro, no tenía fiebre, ¿a qué venía entonces aquella extraña sensación de debilidad? ¿Había sido efecto de su pesadilla? La desproporción de los síntomas que era incapaz de analizar la hubiesen desmoralizado de encontrarse sola en su apartamento (lo que tampoco hubiese sido corriente en ella), pero se encontraba en la casa de su hermana y se hizo la fuerte, se vistió y dejó pasar la mañana sin más sobresaltos. Empezaba a tener la sensación de que cada cosa tenía su importancia y que no podría mantener indefinidamente la postura evasiva de la juventud. Haber elegido la soltería y no desear tener hijos, era haber elegido un estado de cosas que no la retiraban de sus revelaciones. En aquel estado de nuevos descubrimientos la mañana le pareció profundamente inmóvil e innecesaria, cuando hasta ese momento le había parecido, de siempre, el mejor momento del día, mejor que la noche y su paz, mejor que los ocasos y mejor las siestas al aire libre. La vida seguía para todos menos para ella, estaba sola, apenas se había movido en la última hora, nada la había perturbado o exaltado y lo consideraba agotador. No estaba obligada a la inacción, ¿por qué tanto pensar? Por la tarde, sin haberlo planeado, salió para visitar a Rodden. Quizás debería empezar a creer que la verdad sólo se encontraba en las grandes cosas, y que esas son las definitivas, aquellas en las que el hombre no puede interferir. Como mujer y como parte de la existencia humana, tenía la obligación de buscar respuestas, encontrar un modo de estar en el mundo sin contentarse con lo feliz que es contentarse con todo y sacarle partido a todo, como había hecho durante años. Ya lo he dicho antes, había pasado de los cuarenta y los cincuenta se acercaban peligrosamente; a esas alturas todo empieza a dejar de sorprendernos. Jena descansaba la cabeza sobre el asiento del taxi dejándola caer hacia atrás, lo que debía resultar gracioso visto desde el espejo retrovisor, pero no le importó ser observada, pues la conciencia de necesitar hacer acopio de fuerzas era superior al decoro. Cumplía con una exigencia moral, lo que no era equiparable a la caridad de los que visitan enfermos creyendo cumplir con un mandato divino, en absoluto. Rodden la reconoció al instante y se alegró de la visita. Se apreciaba en la casa un notable cambio, todo limpio, despejado y ordenado, nada que ver con el espantoso caos de la última vez. Una asistenta acudía un par de veces a la semana y atendía algunas cosas muy necesarias según él contó más tarde, y se alegró por ese cambio. Y tal y como hubiese esperado su mirada se había vuelto más amable y ya era capaz de mirar a los ojos de su interlocutor mientras le hablaban. Pero el cambio más extraordinario que pudo notar, se había operado en el cuerpo y la cara de Rodden, había adelgazado al menos quince kilos, y eso la preocupó. La vida nos cambia a una determinada edad, eso lo sabía. Lo había presentido a pesar de lo mucho que le había gustado divertirse y moverse en ambientes sofisticados. Sabía ahora por aquel hombre que tenía delante que había grandes verdades irrenunciables que habrían de llegar a pesar de todas las mentes evasivas. Eso era lo que había estado haciendo los últimos veinte años, evadir toda tristeza, toda realidad, la responsabilidad de pensar en como algunas de las peores cosas que sucedían a su alrededor eran mucho más que accidentes. La gente, eso también lo sabía, le es fiel a sus muertos, rezan, hacen misas, se acuerdan de ellos, los recuerdan en interminables conversaciones y lloran por haberlos perdido. Y aunque había considerado que todo eso era recrearse en la desgracia hasta emborronar el cuadro de la vida, podía comprender que el morbo era otra cosa. Como humanos tenemos la obligación de asumir nuestro dolor y nuestras pérdidas, y, en algún momento, dejar de pensar en la vida dirigida a la diversión, al hedonismo y a la búsqueda de la juventud que se nos escapa entre los dedos. Y allí estaba, sorprendida de sí misma por haber vuelto a aquella casa, vestida como para ir a misa. No le extrañaría que el vestido la empezara a rascar en el cuello y descubrir que era nuevo y que se había olvidado de quitarle la etiqueta, pues en un momento así, su cabeza no funcionaba abiertamente, no estaba segura de nada, y cualquier cosa podía pasar sin acabar de entenderla del todo. Se sentó comedidamente, y hablaron de como había 12


ido todo el último año. Al mover la mandíbula, al intentar articular las palabras, Rodden resoplaba, y comprendió que había perdido piezas dentales, lo que unido a su extrema delgadez le hacía pronunciar con una especie de bufido y el músculo facial se colaba en su boca temblando como un baile de zancudos. Estaba mejor en algunos aspectos, el orden había llegado a una vida que se contentaba. Se había acostumbrado a no salir a la calle a menos que fuera imprescindible, y asumía sus otras enfermedades; las físicas. Usualmente no lo hubiese aceptado, si embargo, ahora lo veía como un ejemplo perfecto, un ser consecuente con sus decisiones, tal vez, dispuesto para morir. En cualquier otro momento lo hubiese hallado terrible, y sin embargo aceptaba que todos estamos sometidos a la misma inminencia de la muerte y se limitaba a participar de aquel enfrentamiento, de aquella batalla violenta, de un hombre con su destino y contra las condiciones que la vida le había impuesto. Estaba con vida, ese era su nexo principal, no necesitaba palabras gruesas para definir una posición común, al menos una posición con la que ella simpatizaba. Había ido a visitarlo porque se interesaba por él, no por lo que provocaba su depresión. No temía llegar algún día a pasar por lo mismo y no se estaba preparando para ello, si es eso lo que puede parecer. Había ido esperando escucharlo en una amabilidad que conocía de un año antes que resultaba reconfortante para los dos. Los seres humanos tienen la obligación de hacer este tipo de cosas, pensaba, cuando aún estaba reciente en sus sentidos y en su sangre la última fiesta en la que había bebido más de la cuenta en el ambiente más sofisticado y selecto de su ciudad. En aquel momento, sentada frente a la delgadez extrema de Rodden comprendió que algo estaba cambiando en ella. Intentaba sacar respuestas desde su agotamiento, sobre todo le preguntaba sobre Mirna y la naturaleza de lo que había sentido por ella. Intentaba descubrir que parte de su amor por ella había provocado aquella devastación, o si como su hermana pensaba, no se trataba más que de una crisis existencial, un dolor personal ante un mundo que se derrumbaba. Todo mucho más normal. 4 La Inmaterialidad De Las Grandes Cosas Aquella tarde, según pudo recodar, la conversación había girado alrededor de sí misma; si es que se le puede llamar conversación a abrirle la caja de secretos a un hombre al que no parece importarle nada, que se limita a asentir y al que no se quiere agobiar con preguntas que no es capaz de contestar. Tal vez, hablaba consigo misma, y se ponía al corriente de las cosas que pensaba de su propia vida, de sus amores fracasados, de sus amistades superficiales y de su éxito profesional. Todo iba “de perlas”, tal y como lo había planeado, capaz de taparle la boca a los que la habían criticado o simplemente habían apostado por su fracaso, y sin embargo, no era feliz. Ese era el significado de su reunión con Rodden. Ella era también buena en saber escuchar, y lo demostraba cada vez que se ponía, en silencio, al servicio de la necesidad de su hermana de desahogarse. Pero con Rodden era diferente, primero porque no tenía esa necesidad y no apenas hablaba, segundo porque estaba empezando a entender que lo que la llevaba a visitarlo era una terapia personal, un ejercicio de piedad con sus propias necesidades. Naturalmente, las condiciones de su vida, las lineas de exigencia y autoimponerse una soledad tan sobria como exigente, podían desequilibrar a cualquiera. Además, llevaba demasiado tiempo haciendo las mismas cosas en la gran ciudad y eso empezaba a convertirla en un ser previsible. Como una vez dijera Araucaina, “la muerte nos gana la partida siempre, cuando morimos, por supuesto, pero en vida cuando nos hace perder toda esperanza, las ilusiones, la alegría de vivir.” Hablar con Rodden era como hablar con un moribundo, la muerte le había ganado la partida. Ella había perdido sus ilusiones y su capacidad para dejarse 13


sorprender por todo lo maravilloso que tiene la vida, pero por otros motivos. Erika no estaba obsesionada con los cortos espacios de vida que se nos permiten, no creía que se fuera a morir pronto, y no pensaba habitualmente en sus problemas de salud como le sucede a tanta gente. La tarde que de nuevo pasara con Rodden la había ayudado a pensar en el rumbo de su vida, no había sido una conversación exactamente, pero él la había ayudado con su silencio. En aquel momento terrible, cuando ya se iban a despedir le confesó que se encontraba mejor en lo psicológico, pero que físicamente no se encontraba nada bien y que estaba seguro de que si iba al médico le encontrarían “algo malo”. Ella lo relacionó con su delgadez y le dijo que debía ir al médico, que no lo dejara, que era importante saber...” De vuelta a su vida cotidiana, después de una vacaciones anodinas en casa de su hermana, Jena deseaba enfrentarse a los nuevos retos de la gran ciudad. Debía ponerse al corriente de los cambios operados en su entorno en el tiempo mínimo, porque un par de semanas en los ambientes en los que se movía, podían significar una diferencia insalvable para los profanos. Ella, por su parte no tenía mucho que contar más allá de su aventura con el hombre que se negaba a salir de su casa. A todos les parecía una historia increíble y estaban deseando saber como acabab, pero eso tendrían que aplazarlo hasta las vacaciones del año próximo. Los amigos de Jena eran gente que admiraba la vida en provincias, y hacían escapadas siempre que podían, aunque sabían que eso no les proporcionaría historias excitantes que contar a su vuelta, por eso, la historia de Jena merecía un cierto respeto. En sus fiestas, todos bebían y tomaban pastillas excitantes lo que los hacía reír sin sentido y esa era una soledad diferente a la de aquel hombre que conociera y al que visitaba. Aquella gente ansiaba ser feliz, pero no sabían como hacerlo, por eso se reían tanto. Era una forma de convencerse de que vivían vidas mejores que las del trabajador medio y que su “hora feliz”, nadie la pondría en duda si reían aún sin ganas. Por una vez se dejaba guiar por algo que no era su sentido del deber y las necesarias distracciones que lo soportaban como en una tarima de piedra. En casos parecidos, ella lo sabía muy bien, otros habían puesto en cuestión la forma en que vivían la vida, y llegados a ese punto no había retorno. Vendedores que dejaban de vender, comerciales que se jubilaban prematuramente y ejecutivos que se iban a vivir a la playa para siempre. Debía reconocer que ella también se sentía desorientada y asumir que había llegado un momento de duda en su carrera. Lo siguiente fue inevitable, que alguien lo notara y le dijera, más como una orden que como un consejo, que necesitaba un descanso. ¿Cómo era eso posible si acababa de llegar de vacaciones? La sugerencia podía tener otro significado: “No sabemos que hacer contigo y vete una temporada mientras tomamos una decisión”. Entró en pánico. Posiblemente era la persona más preparada de su empresa, más que cualquiera independientemente de su posición jerárquica, otra cosa eran sus decisiones y hacia donde estaba orientando su vida. Naturalmente todos esperamos los mejores resultados de la gente con un brillante historial académico, pero la vida es otra cosa. Después de los primeros diez años en la empresa había dejado de sorprender y la exaltación que sintiera al principio había terminado por dejar paso a la costumbre, si bien en ese tiempo su indudable preparación había recibido los apoyos necesarios para situarse en una buena posición, o al menos, de menor exigencia de lo que ella había esperado y mejor remunerada que otras. Deseaba encontrarle sentido a su vida, lo deseaba profundamente, pero al final todo se reducía a beber y fumar excesivamente, a rechazar a los chicos con pretensiones y tener relaciones esporádicas con desconocidos que no la beneficiaban en nada. La descomposición del sentido tradicional de la familia no era algo fácil de asumir, pero saberse incapaz de un compromiso con tantos riesgos aún era aún peor. Trataba de analizar cada cosa que podía salir mal -nadie lo hacía a su alrededor, la gente que conocía se había casado y habían tenido hijos porque consideraban que era lo que debían hacer-, de establecer un porcentaje que le demostrara que valía la pena arriesgarse, y de tal manera nunca lo iba a conseguir. Si hubiese creído en Dios, el miedo a los resultados de unos análisis médicos no le hubiesen dado tanto miedo. Todo empezaba a torcerse en su vida, las noticias de amigos y familiares con enfermedades o fallecidos iba en aumento, y esa la hacía incapaz de manejar la situación sin miedo. 14


No sin cierta simpleza, desde que recordaba, cuando se enfrentaba a situaciones semejantes, había pensado que ese tipo de cosas no le pasaban a ella. Eso había sido una gran ayuda en su existencia, pero di de algo estaba convencida ahora era de lo contrario, en cualquier momento, una dolencia o unas pruebas médica rutinarias podían descubrir la enfermedad fatal. En cuanto se ponía a pensar en ello, su mente discurría sin freno por territorios dolorosos, caras que ya nunca volvería a ver, gestos que echaba de menos y llamadas de teléfono que esperaba pero nunca se producirían. “El miedo es libre”, había leído en alguna parte, y ahora lo podía entender mejor que nunca; no era libre, se tomaba la justicia por la mano. A pesar de que el resultado de los análisis no era tan malo como esperaba, una de aquellas tardes se encontró mal. Estaba en su apartamento, sentada en una silla y con las cortinas corridas, sin luz natural pero con dos lámparas encendidas sobre una mesa. Había abandonado la limpieza durante un tiempo y el desorden era evidente. La televisión estaba encendida sin voz y en la calle discurría la vida con forma de automóvil evitando atascos. Había cogido el correo al volver a casa y tenía unas facturas de pagos relacionados con el alquiler, la luz y la limpieza de la escalera, sobre la mesa. Cuando por fin creyó que lo mejor era meterse en cama no pudo controlar un acceso de vómito y ensució la moqueta del salón. Antes de dirigirse a la habitación intentó limpiarlo sin demasiado éxito. Le dolía el estómago y no podía pensar con claridad, nadie la llamó y no llamó a nadie en los dos días siguientes. Nadie la echó en de menos en dos días y eso no la alarmó, después de todo ella había decidido vivir así. En ese tiempo apenas ingirió algunos líquidos calientes, café y uno de esos caldos de brick que toma la gente solitaria y que calientan al microwaves. Al parecer, después de sudar hasta mojar la cama, y alcanzar niveles de fiebre desconocidos para ella, empezó a encontrarse mejor, lo peor había pasado. En la lucha contra la enfermedad -posiblemente un virus del principio del verano que se había cebado en su debilidad- había perdido mucho peso, y no se trataba de una mujer corpulenta, así que su aspecto se volvió preocupante. Para ella ese episodio tuvo un significado clarificador, había tocado fondo y debía hacer algunos cambios en su vida. Somos testigos de nuestros padres, eso lo sabemos, pero en su caso, de padres fallecidos unos años antes en accidente de automóvil, ni siquiera ese cometido había podido mantener. ¿Sólo le quedaban Araucaina y Deandrés, y el resto era vacío? Empezó por ese entonces, a frecuentar los paseos solitarios, los parques y las grandes avenidas a horas poco habituales. Desorientada, intentaba distraerse sin ser capaz de pensar en cual sería su próximo paso, unicamente se centraba en su equilibrio. Cuando salía de casa temprano, la mañana se le hacía agradecida y frecuentaba un café en el que desayunaba un café y una magdalena. Aquel lugar lleno de actividad le recordaba su puesto de trabajo, al que probablemente ya no volvería. No exageraba si pensaba que otros compañeros de su oficina, viviendo momentos parecidos antes que ella, se habían sentidos atrapados en una situación que no les daba la posibilidad de avanzar y seguir con sus vidas y que los rechazaba si miraban atrás. En lo que se refería al trabajo, el cambio era total e inevitable, y eso lo cambiaba todo; quizás en su caso, al no implicar a una familia con hijos y marido en ello, todo sucediera en menor medida. Podría parecer que los seres sin grandes responsabilidades en la vida estarían capacitados para sufrir menos los cambios impuestos, tal vez fuera así, pero en su caso no lo estaba pasando nada bien. Pasó algún tiempo sin que nada se moviera en su vida, y de pronto, sin saber por qué, sin poder identificar el origen de un recuerdo, pensó el Lucas. Parecía incapaz de desarrollar el único afecto que aún conservaba y se dijo que eso no podía ser posible. Decidida a mover pieza, buscó el teléfono de su compañero de oficina de un verano que había durado poco hacía unos años. Sin darse cuenta, estaba entrando en una linea nueva de conducta en ella, lo llamó y quedó con él para verse. Hubo una significativa distancia al principio, pero les apeteció volver a verse otra vez. Lucas le preguntaba sobre la marcha del trabajo desde que él ya no estaba allí y ella al principio, mientras le acariciaba el pelo, no se atrevía a decirle que ella tampoco seguía trabajando, “todo como siempre”, afirmaba sin interés. Le estiraba el cuello de la camisa y lo besaba. En algún momento le confesó sus peores intenciones cuando lo telefoneó y a él no le importó ni quiso saber cuales eran. En su 15


primer encuentro se dieron cuenta de que tenían mucho más en común de lo que habían pensado, que habían perdido su mejor oportunidad desde que se conocieran y de eso hacía mucho. Se sentaban en las cafeterías y ponían las manos encima de la mesa esperando el momento de entrelazarlas, como dos maduritos en busca de un amor adolescente. Aquello revelaba de ambos algo sorprendente, no había circunstancias en sus vidas que impidieran un amor de verano o si lo deseaban, una relación algo más duradera. No existían indecisiones, dudas o confesiones dolorosas, se movían por impulsos y fue Jane la que quiso dejarlo todo muy claro desde el principio, en aquella confusión no había graves compromisos. Lucas no quiso saber más, si ella deseaba seguir siendo libre tenía que comprenderlo, pero no iba a dejar pasar la oportunidad de amar a aquella mujer por la que se había sentido tan admirado en el pasado, y eso, aunque estableciera que sería por tiempo determinado. Era sobre todo la sensación de saberse utilizado lo que trascendía de las reglas de juego. No había más pistas que las de una relación esporádica y eso a Lucas no le agradaba, pero como ya he señalado, no le quedaba más remedio que aceptarlo. Una de aquellas tardes en las que se amaban en la habitación de un hotel del centro, a él todo se le antojó muy sórdido y tedioso, le parecía indigno que ella expusiera que lo podría dejar en cualquier momento y se rebeló con palabras muy gruesas que no deseo repetir. Aquella reacción de protesta, al menos durante un tiempo, le parecería una expresión de libertad contra la tiranía del amor programado y con fecha de caducidad. Y también se trataba de expresar lo malo que provocaba en su interior para que algún día, cuando en el futuro recordara lo débil que había sido y pudiera ser un poco más indulgente con la cobardía que lo invadía la idea de perder aquel momento. Es extraordinario reflexionar acerca de que cuando el amor andar por medio, hasta las ideas más repugnantes pueden parecer aceptables. Y en esa reflexión no esconder ni escamotear todo lo que de bajos instintos tenía aspirar a pasar una nueva tarde ahogándose de placer primario y líquido. Los dos se conocían y sabían lo que podían esperar el uno del otro, y eso lo confundía todo aún más. Cuando hablaban, se referían al pasado como si fueran viejos amigos y en realidad no había para tanto. Lucas se consideraba una persona fuerte, capaz de soportar los embates del destino con entereza, pero también parecía adivinar que si ella le hacía daño le iba a doler como nunca. Apenas estuvieron juntos un año, el tiempo necesario para que Jane asumiera su nuevo estatus, se convenciera de que debía tomarse un tiempo antes de volver a trabajar y volviera a visitar a su hermana, esta vez con una incipiente barriga de mamá primeriza de la que Lucas no sabía nada. Araucaina vivía con un hombre que había conocido y que representaba una nueva oportunidad de enderezar su vida; Deandrés lo aceptó con optimismo pero ya estaba en una edad en la que empezaba a plantearse su independencia. Precisamente fue la idea de que Deandrés la dejara sola y empezara la vida por su lado, lo que la decidió a comprometerse, incluso empezó a buscar un piso más pequeño y acorde con la vida que quería llevar. Con todos estos cambios en marcha les llegó el anuncio de la visita de Jane, y no era extraño que estuvieran deseando verse para contarse los pormenores de unas vidas que habían cambiado tanto en tan poco tiempo. Según parecía la salud de todos marchaba mejor cuando se llenaban de actividad y se entregaban de lleno a la vorágine de vivir, pero eso, sobre lo que ya habían conversado en el pasado es una falacia, olvidar que las enfermedades avanzan porque nuestra mente esté en otra cosa no nos hace inmunes. Araucaina no quería hablar de Rodden porque lo había visitado hacía poco y había quedado muy impresionada por su aspecto físico; se estaba muriendo. En cualquier caso, Jena esperaba que en esa ocasión la acompañara a su visita: la tercera en tres años. Todo parecía perder importancia o bajar de intensidad, ante la visita al drama que habían voluntariamente poner en sus vidas al seguir la enfermedad de cerca. En realidad Araucaina tenía más motivos para sentirse contrariada ante el anuncio de los médicos de que a Rodden le quedaba poca vida, y lo digo porque las tres visitas en tres años de Jena no parecían nada más que un apoyo simbólico. Ni la nueva relación romántica de Araucaina, y la barriga embarazosa de Jena parecían capaces de llegar a coger la importancia que se esperaba de noticias tan relevantes y la emoción se apagaba cuando innecesariamente surgía al lado 16


de ellas la conversación sobre la pendiente visita a casa del enfermo. Como si no hubiesen podido esperar más, a la mañana siguiente, llevadas por una convencida piedad, se levantaron temprano y se arreglaron para realizar la visita. Por el camino hablaron de como el valor infranqueable de las enfermedades, los accidentes y otros dramas humanos, y de como ponía a prueba la entereza de todo aquello en lo que necesitamos creer para seguir viviendo. Nadie, en un momento de su vida, podrá eludir enfrentarse a esta realidad. Se nos mueren los amigos, los familiares, los compañeros de trabajo, los vecinos, y se nos mueren hasta los conocidos que nos servían de apoyo con su conversación cuando hacíamos algo tan simple ir a comprar la prensa el fin de semana. Jamás podremos entender lo que tiene de sistemático y de qué manera nos afecta la muerte de todos aquellos a los que apreciamos. Deseamos que sigan a nuestro lado, tener nuestro mundo controlado, pero lo cierto es que poco a poco nos vamos quedando un poco más solos. Hablaron del enfermo, y en ese momento, Araucaina se sintió un poco más dispuesta para preparar a su hermana con lo que se iba a encontrar. Por fortuna, los dos últimos años, una chica a la que pagaba por sus servicios se había hecho cargo de la casa, y lo tenía todo muy atendido. Cada día, cuando lo dejaba al caer la tarde para volver a su casa, la muchacha lo había limpiado y ordenado todo y lo dejaba cenada y con todas sus necesidades cubiertas. Pero, en eso Araucaina fue muy clara, la enfermedad lo había deteriorado hasta el punto de no resultar agradable hablar con él mirando las heridas en su cara y en sus manos -posiblemente las ulceras cubrían todo su cuerpo añadió Araucaina en un alarde imaginativo-, y su extrema delgadez lo convertía en un esqueleto con voluntad, y a pesar de todo, capaz de levantarse para ir al servicio, lo que en un enfermo de estas características era toda una victoria. Les abrió una mujer joven y las dejó pasar. Rodden las reconoció y pareció sonreír. Jane sintió un leve mareo, se apoyó en su hermana y expresó su deseo de sentarse. Había una silla cerca de la cama, la chica trajo otra silla de la cocina y se sentaron cerca del enfermo. Rodden parecía haber superado aquel ensimismamiento que lo encerrara en sí mismo dos años atrás, sus ojos parecían comunicar una gana inmensa de expresarse y dijo, “me alegro mucho de veros, de verdad”.

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