El Músculo Estremecido
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1 El Músculo Estremecido Era una hora avanzada de la tarde y todos sus amigos se habían ido, Lamparina y Garcés Tévez, que seguían acostados al sol, un cuerpo junto al otro, apenas se movían. Lamparina no parecía muy cansada, casi nunca lo parecía, pero era una de las que tenía mucho más que hacer a pesar de sus escapadas. El sol ardía como un soplete y la peor parte se la estaba llevando en la espalda, que se sometía a la aplicación constante de un castigo buscado cada día, pues así parecía si no fuera que el descanso por la noche después de estas jornadas, era mucho más profundo. Inesperadamente, algunos gritos que procedían de la playa y las carreras de algunos bañistas por congregarse en la orilla le hizo pensar que podía tratarse de un ahogado, pero no era así. El entusiasmo iba subiendo y algunos señalaban el horizonte como si se tratara de la salvación que acudía sin motivo aparente, a sus vidas. Lamparita se puso panza arriba y se apoyó sobre sus codos para tener una visión más elevada de lo que estaba sucediendo. Cada vez que hacía, esto un mezcla de olores, de protectores solares, de tabaco, de fritangas del chiringuito y de sal marina, volvía para invadirla y recordarle donde estaba. No era desagradable del todo, sobre todo si corría una leve brisa e impedía una excesiva concentración de fritangas y humo de barbacoas. No podía dejar de mirar aquella escena histérica que relacionó en algún sentido con el fanatismo religioso, y por un momento fantaseó con la idea de que Jesucristo estuviera andando sobre las aguas. El peso de la tarde se mostraba sin piedad en las marcas rojas del bikini sobre a carne quemada y el escozor al moverse o al volver a tumbarse sobre las partes más sensibles de la espalda. La desagradable sensación de encontrarse en un mundo de shows gratuitos fue disminuyendo cuando escuchó aquellos gritos de salvación, “es la Rosse Grosse”, repetían con reconocimiento emocionado. Se incorporó sobre sus codos y se dispuso a contemplar lo que sucedía. Del brillo cristalino del mar emanaba nuevo giro del barco como un fluir que se apoyaba en los aduladores. Un continuo y zigzagueante navegar en busca en busca de la corriente de fans, como si alguien a bordo diera órdenes precisas de seguir aquel canto de sirenas. Se acercaba a la orilla y los ánimos se exacerbaban en busca de una foto, mientras Garcés Tévez, ajeno a todo, ponía su mano dulcemente sobre el brazo de Lamparina y jugaba a que se trataba de una distracción; ella no lo retiraba. Apoyando su cabeza en la toalla, abrió un ojo y la miró, estremeciéndose de aquella imagen de ceño fruncido y ojos perdidos en el horizonte. Se mezclaba en esa sensación de plenitud otra menos inspiradora, lo más parecido a la inquietud de una certeza, un pensamiento que quería rechazar sin éxito, y ese era el que ella expresaba con su indiferencia; nada, en sus términos, en realidad parecía importarle. Por fin lo dejó ir, y de nuevo se sumió en sus imaginaciones sensuales y hedonistas. En demasiadas ocasiones, asustada y acosada por los admiradores, había salido huyendo o se había refugiado en un comercio o un taxi inconsciente de su importancia para tanta gente. No era agradable para Rosse Grosse someterse a esa falta de libertad, pero al fin y al cabo era su profesión, a muchos otros les pasaba parecido y, sobre todo, ella lo había elegido. Demasiado tarde y demasiados intereses en juego para orientar su carrera hacía algo menos popular. Por fin salió a 2
saludar, el barco se mantuvo a distancia suficiente de la multitud porque algunos se habían metido en el agua y nadaban hacia ellos, ¿qué pretenderían? Acerca de estos comportamientos deplorables, debo decir que la conducta humana siempre ha resultado para mi un misterio, pero también sé que tienen sus motivos para hacer cosas semejantes y que eso, posiblemente forma parte de las pasiones que alimentan su supervivencia. Tristes de nosotros, los anodinos, los que vamos perdiendo por el camino todas nuestras aspiraciones e ilusiones sin apenas percatarnos de ello. Garcés le pasaba algo parecido, y empezaba a aceptar como algo normal que todos menos Lamparina se creyeran mucho más divertidos que él. Debo añadir en su defensa, que los tontos se ríen de tonterías y no deben esperar que algunos menos tontos compartan su noción del humor. Por su parte, en ocasiones, Lamparina estaba ocupada en algo similar, deseaba conocer su valía y tener la certeza de que la confianza que demostraba en sus capacidades no la estuviera traicionando. ¿Inseguridad o prudencia? Garcés terminó por abrir los dos ojos del todo, sus miradas se cruzaron por un momento pero ella estaba interesada en algo que pasaba en la orilla. Su aspecto era de satisfacción por el espectáculo, pero también de incredulidad. Parecía que no iba a hacer ningún comentario al respecto, lo que terminó por provocar, también en él, un comedido interés. Sin percatarse de su sincronización se han puesto los dos sentados y cogiéndose las rodillas como en la grada de un cine de verano en el que todos se sentaban sobre la hierba. Siguen sin hablar, se dirían que han discutido, pero no es así. Por eso Garcés intenta una sonrisa perenne que no convence a nadie. Sin intentar encontrar el punto de partida de su amistad, eso nos llevaría a algún momento en una vacaciones en el extranjero, no nos resulta difícil adivinar el efecto sedativo que ella le infringe, casi siempre contra su voluntad. No hay más que verlos para entender que le sirve de apoyo, un gran apoyo sin duda, por muy injusto que nos pudiera parecer. Verlos pasear por sitios retirados o a él salir pitando cuando recibe una llamada porque desea que la lleve a una fiesta, es suficiente para comprenderlo. De eso a entrar en los motivos de tan paciente dedicación, sacar de Garcés todas las posibles implicaciones psicológicas en sus cada reacción que tuviera que ver con esa desigual relación, habría un puente largo de cruzar, incluso, si me apuran, de peligrosos descubrimientos. No siempre estamos preparados para asumir más de lo que podemos aceptar, por muy claro que nos lo muestren. Si no fuera por ese retorcido entramado de la psiquis, cualquiera habría renunciado a sus pretensiones y habría buscado el calor de otros besos menos intermitentes. El amigo de Garcés, un joven de familia adinerada, le había pedido que se fuera del país lo antes posible, pues tenía información contrastada por su familia, de que estaba a punto de estallar una rebelión que derivaría inexorablemente en una guerra civil. Era una petición extravagante para unos jóvenes que no tenían preocupaciones políticas ni necesidades económicas, y en verano se dedicaban a pasarlo lo mejor que podían. Tal vez intentaban que el último verano fuera siempre un acontecimiento, un referente y, por supuesto, superar al verano anterior. Odele tenía fórmulas para todo y consejos para cualquiera, pero aquello no se lo hubiese esperado. ¿Salir del país? ¿A dónde? Se trataba entonces de saber donde terminaba su ateísmo y donde empezaba su pasión por la literatura. Sólo de una relación semejante podía haber salido una idea tan absurda. Me pregunto por qué algunas historias prefieren de gente así, tan ajena a lo se cierne sobre ellos. No es que los considere personajes menores, después de todo, yo también soy de la opinión de que no vinimos al mundo a estar tristes, al menos, desde el principio. No eran conscientes de lo que se les venía encima, eso parece cierto, a todos nos pasó; y en el momento en el que empezamos a darnos cuenta de que iba esto, entonces, la lucha contra la tristeza, en estos personajes y en mi, debería haberlo sido todo. No son menos dignos los seres inconscientes por no sentir esa tenaza. Lamparina era la persona más sana que conocía -hablando en un sentido extrictamente físico, claro está-, sobre todo porque se cuidaba al contrario de sus otros amigos que hacían sufrir sus vísceras con exceso de comida y de bebida. Y él mismo, tuviera que someterse a una dieta porque durante un tiempo sentía náuseas después de las comidas y eso le hacía volverse irascible y enfadarse con todos a su alrededor. En uno de aquellos momentos tuvo una discusión muy fuerte 3
con su progenitor lo que casi termina a golpes, y tuvo que comprometerse a ir al médico. Desde aquel lamentable episodio y su posterior consulta, seguía con seriedad la dieta impuesta, lo que tampoco contribuía a mejorar sus enfados. Lamparina hizo un comentario acerca de lo fuerte que estaba el sol con eso quería decir que estaba más roja que de costumbre y que esa noche no iba a poder dormir por el escozor que le iba a producir. Debía haber tomado las precauciones necesarias, y tenía crema protectora en el bolso, pero había olvidado ponerla. Al intentar pasar su mano sobre uno de sus brazos notó el dolor y la separó de repente, casi de un golpe. Garcés revisó el bolso (lo hacía con frecuencia sin que a ella le importara) y le ofreció la crema protectora, “demasiado tarde”, dijo ella. Ninguno de los dos era ajena a situaciones parecidas en momentos muy parecidos de otros años, ni de la frecuencia con la que podía caer en el mismo error, sin que parecieran dispuestos a tenerlo en cuenta en ocasiones posteriores; sin duda sus cabezas estaban en cosas bastante más excitantes que ponerse crema, si es que eso puede existir. En tal situación, como no deseaba irse todavía, se refugió bajo una sombrilla y al momento apareció un muchacho para cobrarle por ello y también por la hamaca en la que se había acostado. Habitualmente no usaban esos servicios, de hecho, él se quedo en su toalla a su lado. Acostumbraban a tomar el sol en sus toallas sobre la arena, sin más, pero parecía una ocasión especial que tenía que ver con el interés que el espectáculo de Rosse Grosse estaba creando con su presencia. Como no encontraban la más mínima relación entre lo que estaba sucediendo y sus propias vidas, ella intentaba no ser absolutamente explícita en el interés que demostraba -miraba pero se hacía la distraída, por así decirlo-, cuando él hizo notar que si no se iban a quedar mucho rato no debería haber pagado media hora de hamaca. “Todos quieren salvarse”, se dijo, como si el aburrimiento fuera la muerte y las estrellas del entretenimiento, líderes de audiencia y sin los que nadie puede conocer qué es lo último en moda, pudieran redimirlos. Las fiesta de la pasada noche la había fatigado, mucho bailar y aguantar a un pesado que no dejaba de repetirle que su padre tenía derecho a empezar una nueva vida; el tipo estaba borracho. Por fortuna había dormitado sobre la toalla hasta lo del incidente en la orilla, pero la somnolencia continuaba. Así que, en lugar de hacer planes para volver a salir esa noche, pensó que lo mejor iba a ser quedarse un rato más en la playa, llegar a casa, cenar algo ligero y meterse en cama. No era mala idea, en ocasiones tenía tintes de sensatez que la asustaban; ¿se estaría haciendo mayor? Por supuesto que su padre no tenía derecho a rehacer su vida después de la muerte de Selena. Vanamente se había esforzado los últimos meses, por hacerle entender que ella había sido una diosa, y que el lugar en que se encontraba ahora no restaba un ápice de realidad a esa afirmación y que por eso le exigía un respeto. Por otra parte, era consciente que se descubría todo lo infantil que llevaba dentro cuando pensaba en su madre fallecida y la imposibilidad de ser sustituida. Estaba espantosamente decidida a impedir que ninguna mujer, por llena que estuviera de planes, de ilusión, de alegría y de inteligencia, pudiera restarle valor a esos recuerdos. En ese momento de la tarde en que el sol ya permitía que se viera el poder de su bola de fuego sobre la linea del horizonte, los socorristas hicieron una linea en la orilla, e inútilmente intentaban convencer a la gente de la necesidad de mentenerse sobre la arena y no nadar hacia el barco. Había tenido la idea, unos meses atrás, de llevarse a su padre lejos, de proponerle un viaje a un país diferente, posiblemente con un invierno largo y cubierto de nieve; ese habría sido fantástico. Así que lo intentó, lo puso con las espada contra la pared y lo amenazó, “te quedarás totalmente solo si tu devenir egoísta toma presencia en mi vida”. En aquel momento ella ya sabía que la otra mujer existía, que era maravillosa y que el momento de que se la presentara era inminente. Luego, las largas discusiones, los recuerdos traídos a la conversación sin motivo, las discusiones, los razonamientos imposibles; parecían más un matrimonio frente a su posible separación, que un padre y su hija. Para terminar de reafirmarse en su posición, y convencerlo a él de que podría perderla, le dijo que el año próximo quería estudiar en el extranjero y que eso le dejaría vía libre en sus “aspiraciones otoñales”. Otoñales, así lo dijo. Y no tardó en obtener una respuesta a su rabieta, él estuvo de acuerdo y 4
desapareció unos días. Apenas hubo comprobado que no podía seguir por ese camino, se convenció de que debía tener en cuenta un nuevo argumento; el padre severo, el que había hecho todo por mantener la familia unida hasta el último momento, el que le había enseñado a valerse por si misma, en realidad, se ponía a su altura, y eso constataba de que podía ser más niño si no se le permitía acceder a sus caprichos. Media hora más tarde seguían en la playa, el espectáculo continuaba, sobre todo porque la diva estaba encantada y se había puesto a cantar sobre la cubierta ( y cantar no era lo que mejor sabía hacer). No parecía que nadie se fuera a mover aún y entonces ocurrió algo que si se trataba de un hecho realmente notable, una columna de carros blindados pasó por la carretera con un estruendo que robó el protagonismo a la estrella de moda por un minuto. No eran muy grandes y Garcés hizo un comentario al respecto porque conocía algunos de aquellos aparatos. Iban correctamente alineados y probablemente se dirigían a la base americana que lindaba con el fin de la playa un kilómetro más adelante. Lamparina se lanza a su bolso, y si hasta el momento no lo había considerado necesario -posiblemente por coquetería-, ahora saca sus gafas de lejos y se las pone apresuradamente para poder ver los tanques antes de que desaparezcan detrás de una hilera de casas. Eso si que no se lo esperaba, pero sabía que a veces sucedía. Pronto le queda claro que en su país, sin que nadie le prestara verdadera atención, estaban pasando cosas que les afectaban y que algún magnate dirigía desde su torre de oro. Recordaba perfectamente las palabras de sus maestros que, dirigidas en clase a sus alumnos, los animaban a tomar parte en las grandes decisiones y no permitir que otros lo hicieran por ellos. Pero ella no era más que una jovencita que apenas asomaba a la vida exponiendo su sangre efervescente a todo tipo de pasiones, menos a la política; ya de eso deberían encargarse los adultos, daba por sentado. La playa, donde por primera vez se sintió deseada y feliz, quizás el único lugar de la ciudad donde podía estar sin escuchar que alguien repetía las alarmantes noticias que había oído en la radio o la televisión. Si bien, los riesgos de la playa también eran evidentes: si pasaba demasiado tiempo rodeada de todos aquellos fans acabaría por pensar como ellos y creer que el mundo era un lugar tan simple que no merecía la pena preocuparse por nada. Con frecuencia la vida la ponía a prueba, la actualizaba de su dejadez y la interrogaba sobre su futuro. Cuando pasaba temporadas de absoluta inacción, fuera de horarios escolares o cualquier otra actividad útil o creativa, se soportaba mejor, de una forma insípida y carente de remordimientos. Entonces volvía el verano lleno de inocentes sensaciones que creía que habían desaparecido para siempre y no lo quería estropear. Se dejaba adormecer por la tiranía de una arena recalentada por su mejor aliado, el sol impío. En tal estado de quemazón, aún no aliviado por la tardía sombrilla, volvió a pensar que no estaba bien valorada, o al menos, tan valorada como esperaba. Esta insatisfacción era en parte culpa de ella y de su desgana, pero se negaba a admitirlo. La única disposición verdadera en las jóvenes de su edad, ella se incluía en esa categoría, era dejarse seducir y seducir a todos, daba igual si eran hombres o mujeres y su edad. Detestaba sus contradicciones, creerse capaz de juzgar al mundo por una falta de justicia que sólo existía en su cabeza y hacerlo desde una exacerbada frivolidad. Un hombre se hallaba apoyado en una farola, y si a Lamparina todo aquel ruido de gritos y tanques le pareciera sórdido, al hombre aún le había parecido peor. A veces se frotaba los ojos como si tuviera sueño, pero también daba en rascarse y en atusar el pelo de cejas y cabeza como un acto reflejo. Venía de lavarse en una de las fuentes de agua potable, y el pelo largo se pegaba a su cara como una maldición. Más allá de sus propios prejuicios, intentaba leer un cartel en un idioma que no era el suyo pero que entre otras cosas dejaba algo claro, “No perros en la playa”. Era un cartel de hierro con letras en tinta azul, y se dijo que aquellos carteles no eran baratos, así que se iban a quedar allí mucho tiempo. Lejos estamos de alcanzar nuevas enseñanzas si todas las órdenes son de un origen tan simple, se dijo. Había un sentido retorcido de la realidad, tan sólo permitida a los que aceptaban la conclusión de aquel cartel y otros tantos que se encontraba en su camino, en cualquier parque o plaza. Todo se había determinado mediante el uso del “no está permitido” y, por el contrario, la ausencia de metáforas sólo dispuestas para la inteligencia y la razón. Siendo ese 5
entretenimiento una razón fugaz para existir, se puso derecho y se echo su saco a la espalda, muy digno sin mirar todo el rato al suelo, afortunadamente. Dos hombres de uniforme le dieron el alto en la distancia y él, sin pensarlo, tiró lo que llevaba encima, y se dispuso a salir a la carrera. Parecía acorralado y su mirada era de susto. Saltó a la arena como única salida para escabullirse de sus perseguidores. Corrió hasta que no pudo más, para caer en medio de la multitud, escupiendo y regirgitando un trozo de pan que había comido un poco antes. Rosse Grosse seguía cantando y cambiándose un pareo por otro como una artistas de varietés. Todos se separaron del hombre e hicieron sitio para que la policía pudiera llevárselo. Lo más notable de la playa en el centro de la ciudad es la facilidad que cualquiera tenía para estar al tanto de todo. Era fácil incluso asistir a los acontecimientos más extraños e inesperados, cualquier cosa que pudieran mostrar en los informativos locales, posiblemente se podía conocer allí con tiempo suficiente. Es una ventaja tener un lugar así en la vida ordinaria de las clases populares, si bien, para ser justos, a los burgueses también les gustaba ir a husmear por allí. Un burgués no se siente cómodo en cualquier parte, necesita sus apoyos y aparatos, pero las clases trabajadoras lo tienen aún más difícil si intentan acceder a los clubs de la parte refinada del centro. Un burgués tiene un discurso, una forma de ver el mundo y es estricto en eso, lo que no encaja, no encaja y punto. Y de eso es una de las cosas de las que intento hablar, de lo difícil que suponía para Lamparita aceptarlo, aceptarse y reconocer que allí se sentía muy a gusto a pesar de las pequeñas diferencias. La escena del hombre huyendo de la policía y cayendo en medio de aquellos que lo encontraron divertido, o lo que es peor, les resultó totalmente indiferente, le resultó muy impresionable, sin reparar que aquello sucedía con frecuencia de forma más discreta. Su hamaca estaba situada en la parte más alta de la playa, así que pudo observar la “cacería” con toda claridad. Había otros hombres con aspecto de haber dormido en la calle por allí cerca y a pesar de que sabían que todos los días, más o menos a esa hora, una patrulla aparcaba su coche allí mismo y se daba una vuelta, no parecía ser suficiente para disuadirlos de organizar en aquel lugar, su único medio de subsistencia, el cambalache. Los policías, el uniforme limpio, algunos gafas oscuras y calzado reluciente, solían ponerse guantes de cuero negro para evitar marcas en las manos y en los detenidos, si consideraban que iban a necesitar ponerse violentos. Se acercaron sigilosamente a su presa, evitando ser vistos, por la espalda y cuando estuvieron tan cerca que casi lo podían tocar, él los vio y salió como un rayo. Cuando cayó vomitando se acercaron a él y sin miramientos le pusieron esas cintas de plástico en las muñecas que deben lastimar como cuchillas. Lamparina no podía culpar a la playa por lo sucedido, aunque, el despistado Garcés pagó su mal humor al principio. Al pobre hombre metieron en un furgón y allí lo tuvieran sin que nadie se percatara. Algunos minutos después, totalmente descompuesto fue puesto de nuevo en libertad. Sus ojos parecían sin vida, incapaces de llorar, resecos y hundidos. Miraba alrededor desorientado y abría la boca respirando como si le faltase el aire. Sobre la remera seguían las manchas de vómito de unos minutos antes. La detención del indocumentado señaló el final del día de playa lo que desconcertó a Garcés que aceptaba todo lo que ella proponía porque aquel tono no era el mejor como para intentar llevarle la contraria. Era relativamente fácil huir de los conflictos, mirar para otro lado e intentar calmarse. No había miedo en sus ojos como en los del mendigo, o el refugiado, o como le llamemos, en los ojos de Lamparina había incertidumbre pero también odio.
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2 Tropezar Con Los Acontecimientos Aquella misma noche, Lamparina sintió remordimientos por como había tratado a su amigo en la playa. El había aceptado solícitamente cada una de sus imposiciones, casi órdenes. Su impresión era la de haber interpretado un papel difícil de justificar y quería desprenderse de aquel sentimiento de culpa, así que no esperó y aquella misma noche lo llamó para invitarlo a una fiesta que había organizado el hotel en que se había alojado su padre por unos días -al menos mientras aquella mujer siguiera en la ciudad-. No era una fiesta muy grande, se esperaban entre treinta y cuarenta invitados, la mayoría alojados en el hotel. Uno de los camareros subió asustado de la cocina para decirle al gerente que unos gamberros habían puesto petardos en la puerta del patio y que habían salido corriendo. No parecían chicos alojados en el hotel porque se metieron en un coche y salieron pitando. Además de eso se habían dedicado a pintarlo todo con spray rojo, aludiendo al final de la burguesía. El camarero parecía realmente alarmado y el Gerente tuvo que tranquilizarlo diciéndole que por la mañana llamarían a la policía, pero que en aquel momento era importante centrarse en que la fiesta saliera bien, y añadió que le llevara de beber a los músicos. Garcés, que por casualidad llegó cuando los petardos hacían explosión, los vio huir y exclamó: “¡Malditos terroristas!” Después decidió entrar por la puerta de atrás y antes de que nadie se diera cuenta, estaba tomando Martinis sin necesidad de dar las explicaciones oportunas. En realidad no había para tanto, todos le parecían de lo más ordinario allí, pero debería haber avisado a Lamparina, y haber esperado fuera para entrar juntos, porque ella tenía los pases y porque su aspecto no era tan lustroso como deseara. Encontró al primer borracho de la noche apenas un momento más tarde. Aquel hombre ya tenía que venir perjudicado de su habitación porque a ningún mortal le hubiese dado tiempo a ponerse en el nivel de caerse contra todos, si así no fuera. En uno de sus movimiento hizo tres carambolas, y uno de aquellos hombres al que derramó su bebida casi lo golpea. No parecía un diplomático de tantos que se alojaban en el hotel, más bien, por sus rasgos, tenía el aspecto de un rudo campesino que había hecho fortuna y se la gastaba bebiendo y relacionándose con otros nuevos ricos. Solía ir junto a él, su mujer, que no bebía y se aburría horrores a su lado, y que ya se había ido a dormir. En el momento que Lamparina entró en el salón de baile, se paró antes de bajar las escaleras y se percató del desequilibrio poco natural que llevaba aquel hombre entre sus hombros y sus rodillas, así que fue hábil y dio un rodeo hasta reunirse con Garcés que no la vio llegar y seguía divertido con las evoluciones del invitado mareado. Una mujer con un traje negro muy apretado y un rubio nórdico difícil de obviar hizo su aparición más tarde. Lamparina la reconoció aunque sólo la había visto una vez antes de aquella. Era como la carta de presentación de su padre, que se habría entretenido a hablar con alguien y que llegaría sin resuello, siguiendo sus pasos como un perrito de compañía. Venían a bailar, ni siquiera sabían que ella estaría allí, y por su parte, Lamparina creyó que le resultarían indiferentes, pero no era del todo así. Nadie se ocupaba de nadie, se seguían unos a otros como en la manda se sigue el carácter como si se tratara de un signo de inteligencia. Cuando por fin los vio a los dos juntos comprendió que lo haría sufrir toda la vida, y que se había puesto aquellos tacones, siendo más alta que el doctor Terans, sólo por humillarlo. Era mucho más alta que él aún descalza, también se había maquillado en exceso y le sonrió cando la vio en la distancia, pero se movió en dirección contraria evitando que padre e hija pudieran reunirse, al menos en un primer momento. Lamparina aprovechó aquel momento para decirle a Garcés que había sido muy brusca con él aquella tarde y que tenía que perdonarla. Él no que no entendía nada, se encogió de hombros y miró a las parejas que se 7
abrazaban y bailaban viejas canciones ligeras. En los alrededores del hotel los músicos habían pegado unos carteles anunciando la fiesta y eso no había sido del gusto del gerente. Habían llegado también hasta una emisora de radio local para hablar de como se encontraban en la ciudad y como iba todo. A los ciudadanos le debió de parecer muy chocante todo aquello, porque conocían la reputación de exclusividad del hotel y sabían que si se acercaban hasta allí no los dejarían pasar. Aquel discurso en busca de popularidad ensuciaba aquella imagen que quería dar el hotel. El gerente mandaba a un empleado a sacar los carteles por la mañana, y algún gracioso, por la tarde los volvía a poner: eso estuvo a punto de costarle el contrato a los músicos. Se hubiera dicho que el mundo se estaba volviendo loco y ya no se respetaba nada. Sé que no es fácil ponerse en la librea de un gerente y mucho menos en su mentalidad después de tantos años sirviendo a la idea de un hotel clásico que empezaba a notar su decadencia. Ya nada era lo que parecía, hasta el punto de que algunos notables de la ciudad preferían hoteles más modernos y apeados de una moral y orden tan estrictos. Hasta ese momento a nadie le había parecido un problema poner barreras, letreros y órdenes que dejaran claro que las viejas normas, para ellos, seguían teniendo importancia. Al tiempo que la sala se iba llenando, antes de que las pequeñas incomodidades que producían los hombres que habían bebido más de la cuenta, desaparecieran arrinconadas por los bailarines, Lamparina creyó sentir la emoción de la primera vez que asistiera a una de esas fiestas, que por lo demás no habían sido tantas. Podía sentir sus quince años recién cumplidos la primera vez, y a los hombres guiñándoles el ojo con picardía, podía recordar el traje que le dejara su madre y podía recordar a su madre, aún con vida. Se trataba, más que nada, de creer que la falta de pistas para seguir con el mismo ánimo de entonces, no se debía a que las cosas hubiesen cambiado tanto. Y, sobre todo, sentirse exactamente igual de mimada y atendida por su infalible interlocutor, Garcés. De tal forma que al amor debe surgir de lo desconocido, y de que es un error salir en su busca, el respeto por los admiradores, tal y como a ella se le presentaba, debe ser irrenunciable. Sin la menor duda, se ponía en una situación, como tantas veces ocurre, de romper un corazón sin haber advertido de su desprendimiento. Era por eso que ella considera que aquella dedicación era la expresión máxima de la amistad, pero sabía que en algún momento se quebraría, como tantas otras cosas se habían quebrado en su vida. Vivir es ser susceptible a las decepciones que seguro nos aguardan y que sólo podía obviar con sus secretas travesuras. Si la vida se trataba de eso, debería sentirse obligada a no ser menos que otros. Solía repetir que en el amor y en la guerra todo vale, y eso en sus labios sonaba muy atrevido e insoportable, a veces. Nunca nadie podría ver a Garcés como realmente era, y sobre todo, a pesar de su forma de conducirse en la atracción que sentía por ella. Era algo así como un amor ciego, que parecía que mostraba sus cartas para comprometerla, pero tal vez sin hacerlo del todo. Ella se dejaba comprometer en apariencia, conmovida, pero o convencida. “Siempre hacemos las mismas cosas”, le decía pensando en que la juventud se les estaba yendo entre los dedos. Y, de repente, con la falta de conciencia y de ligereza en que ella a veces hacía algunas cosas, lo introdujo en el baño de mujeres, y allí lo sentó en un retrete mientras encendía un porro. Tal vez, él nunca conseguiría de ella lo que quería, pero le daba mucho. No sabía si aquello lo hacía madurar, pero se dejó besar y ella metió su lengua en su boca como si no le importara lo más mínimo lo que él pensara, o como si estuviera acostumbrada a hacerlo por puro compromiso. Después de aquello, sabía que no lo oiría quejarse en una temporada, pero podría seguir manteniendo sus posiciones y contando con él como muleta. Al salir del baño, contra la pared, en el angosto y mal iluminado pasillo, ella siente que resbala sobre el diminuto tacón de sus zapatos de fiesta. Posiblemente no era la primera persona que se había puesto sobre el vómito del borracho y se miraba los zapatos levantando las piernas mientras un camarero acudía en su auxilio armado de un caldero y una fregona. A todo el mundo se le daba por vomitar ese día, se dijo, tapándose la boca y la nariz con una mano. Se hubiera dicho que se trataba de un mal augurio, de un anuncio desastroso de un mal día que terminaba para empezar una era de hambre, tortura y desolación. “No leas más novelas clásicas” dijo Garcés 8
mientras las sostenía por uno de sus brazos. Por primera vez, desde que la conocía, Garcés se muestra frío ante sus besos, ya conoce su significado y ya no lo mantener la esperanza como en otras ocasiones, no se trata más que de un juego de una niña malcriada. Ella se pronuncia a favor de la revolución, a pesar de que no entiende nada de política, y él cree que ha bebido demasiado y lo hace por molestar a su padre que desde donde se encuentra puede oírla. Han vuelto a pedir de beber y se ponen muy cerca de la pista de baile, Garcés intenta hacerla callar. La mujer rubia pone una mano enguantada sobre el hombro del padre de Lamparina, el señor Rouxere. La mujer rubia vigila, está atenta a todo, y su sonrisa no parece demasiado sincera; además, sus manos no son comprometidas, se apoye en el señor Rouxere, pero sin fuerza, sin ánimo de retener, sin hacer presente ni aceptarlo, dispuesta para desaparecer ante cualquier inesperada jaqueca. A Lamparina le gustaría prevenirlo una vez más, le gustaría despertarlo contra el amor y sus fantasías, ahuyentarlo como a un perro que sigue su rastro con devoción ciega, pero todo sería inútil. A las doce de la noche, como si se tratara de fin de año, el gerente se subió al escenario y anunció na gran sorpresa, lo que en realidad no debía ser para tanto, pero que el componía como el resultado más exigente de su carrera. “Esta noche, queridos amigos, está con nosotros, recién llegada por mar en su yate particular, la gran estrella Rosse Grosse. ¿No es una gran suerte? Les aseguro que cuando le he pedido que nos cantara una canción, se ha comportado con una cordialidad que sólo de puede esperar de la más exquisita educación, y por eso, hoy está con nosotros..... (sonó un redoble de batería mientras aparecía seguida por un foco de luz) Rosse Grosse.” Los acordes de Crazy, la canción de Willie Nelson, comenzaron a sonar a ritmo de Jazz, tal y como la conocían los músicos, si bien, la mismísima Patsy Cline, tendría poco que argumentar en su contra, hasta que la voz desafinada y fingidamente pasional de Rosse Grosse empezó a sonar. En ese momento los nervios y la excitación general alcanzó niveles difíciles de entender. El anuncio del gerente provocó una reacción brusca en los invitados y todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para situarse lo mejor posible delante del escenario. Sin embargo, fue también en ese momento, cuando Garcés vio entrar por la puerta a su amigo Olsen Odele y pasar directamente desde la puerta del hotel hasta la sala de música y a continuación hasta donde él se encontraba. Se conducía como si estuviera fuera sí, excitado y con los ojos fuera de sus órbitas. De ninguna manera podía saber que se encontraba allí, así que Garcés lo atribuyó a un encuentro fortuito. Lo cogió por un brazo y lo arrastró a un esquina, entonces con una voz aflautada e insegura le dijo que todo había acabado. “Se terminó, los tanques están en la calle. Los medios de comunicación están intervenidos y silenciados, hay controles en todas las salidas y entradas de la ciudad. Es como si hubiesen anunciado un toque de queda que nadie conoce; horrible. Dan el alto a cualquiera que ande por la calle y si no se detienen disparan. Hasta llegar aquí me pidieron la documentación tres veces y me dijeron que me fuera a casa. Por fortuna mi apellido no parece comprometerme. Este lugar es seguro; aquí se alojan muchos secretarios de embajadores y otros miembros de cuerpos diplomáticos de varios países. Yo de aquí no me muevo.” Al salir de la pista de baile, Rouxere se cruzó con su hija, ella de mirada recia, mascullo algo como, “eres patético”, él, por su parte, sólo le sonrió. Ya habían estado otras veces en situaciones parecidas, como si le gustara provocarla cruzándose en su camino, buscando los lugares que frecuentaba o, simplemente, distrayéndose de la precaución de tropezarse con ella, lo que inevitablemente, en una ciudad pequeña tenía que suceder. Garcés no dejaba de escuchar a Olsen Odele, pero miró a Rouxere con indulgencia, como si las críticas que continuamente su hija vertía hacia él, estuvieran fuera de lugar. Se rascó la cabeza y la metió entre los hombros hasta casi tocar el pecho con la barbilla, levantó las cejas y respiró. No podía haber esperado una velada tan emotiva y sorprendente, sin embargo, nada de lo que sucedía tenía que ver, o al menos eso pensaba hasta el momento, así que respiró con resignación y continua en su postura inmadura de quitarle importancia a todo y no permitir que nada lo comprometiera. Llegados a este punto, la ternura que Garcés siempre había sentido por Lamparrina empezaba a 9
disiparse. El hielo casi se había diluido en el vaso y el combinado sabía a algo químico; eso no ayudaba, pero se rehízo poniendo cara de sorpresa y atención, se llenó de paciencia e intentó escuchar todo lo que pasaba a su alrededor. Si le preguntaran posiblemente no podría concretar ni representar completa ninguna de las conversaciones en las que se vio envuelto en apenas unos minutos, y en las que no abrió la boca. No quería ser cruel, ni pretendía mostrarse desinteresado, pero las inquietudes de su amigo o partían de una inventada preocupación, o partían de alguna exageración que oyera en un bar del puerto. Todos hemos sentido alguna vez la necesidad de impresionar a nuestros amigos, o hemos necesitado un poco más de la atención normalmente retenida y era por eso que la incredulidad de Garcés iba en aumento. Finalmente, Garcés Tévez, se desconectaba psicológicamente de ella, fue como una revelación que le hiciera ver que perdía el tiempo. Definitivamente, sus años de dedicación daban un vuelco; el carácter aventurero de Lamparina la haría abrirse a un nuevo amor cuando llegara el momento. Vivía conforme a sus propios códigos, a él lo movía como un juguete y no lo tomaba en serio. Hasta aquí la historia se rodeaba de muy diferentes inquietudes; la banalidad de una hija malcriada que quiere imponer al padre una forma de vida, la inminencia de un cambio político y la necesidad de distracciones del pueblo, desde las clases populares hasta la burguesía más refinada, que prefieren vivir ajenos y distraerse voluntariamente del ruido militar que se desarrolla a sus espaldas. Es difícil conocer el significado del amor y si algo bueno se puede llegar a desprender de él. Era por eso, que el relato de amores imposibles termina siempre imponiéndose al drama de la vida, a la vejez y la inminente posibilidad de no poder valerse por uno mismo. Así fue como mientras los soldados rodeaban el hotel y hablaban con el gerente para indicarle que era por su seguridad, el padre de Lamparina subía a una habitación con aquella rubia dispuesta a un alarde de imaginación para extraer de un cuerpo viejo la poca pasión que aún le quedara. Nadie podría salir ni entrar, pero el gerente, hombre de orden, lo consideró una atención del comandante con la importancia de sus invitados. Como era hombre que gustaba de hablar por el micrófono, explicó a sus invitados la situación y a nadie pareció importarle demasiado. Después los instó a brindar por que cada nuevo tiempo fuera para mejor, y a continuación, anunció que la orquesta seguiría tocando hasta el amanecer. De inmediato, Odele se puso muy pesado, con su letanía de “os lo dije, os lo avisé”. Comenzó de nuevo una descripción de lo que había visto en la ciudad, el toque de queda y el maltrato a los que no podían identificarse. Los camiones que entraban en algunas casas y se llevaban a la gente sin que nadie pudiese preguntar a donde, y las persianas de los vecinos que caían dándole la espalda al mundo. La brutalidad se estaba instalando y nadie iba a poder hacer nada por evitarlo. En la confusión que asomaba tras los ojos de Lamparina, estaban todas aquellas películas americanas de grandes familias venidas abajo, enredándose en su propia decadencia. Se miraba a sí misma en cada una de sus facetas representando aquellos papeles en la vida real, se veía actriz sin luces ni cámaras. Incluso, en momentos concretos, ponía todo de su parte por intentar parecerse a algunas de ellas en escenas de gran carga emotiva. Conseguía, sin demasiado esfuerzo, que algunos de sus seres más queridos se creyeran aquellas interpretaciones de jovencita disgustada por su fracaso en una vida que aún no comenzaba. Además todos debían estar predispuestos a aceptar sus caprichos porque día a día se ganaba que claudicaran con un encanto que más bien se diría encantamiento. El último año había sido determinante para Garcés. Le pesaba hacerse adulto, y esa angustia, en ocasiones, hacía que le molestara respirar. Tal vez era por esto que esa noche había empezado a sentir una gran decepción de sí mismo y eso era debido a que creía que se había dejado manipular por Lamparina durante demasiado tiempo. Tal vez debería analizar someramente qué parte de esta historia permanece en la oscuridad (si es que hay algo oculto en ella), si en verdad el amor lo puede todo y si debería pasar por encima del resto como si no hubiera un mañana, y ese tipo de cosas que nos ayuda a buscar un final. Pero no parece lo más apropiado, eso nos llevaría a seguir profundizando en la personalidad de nuestros 10
personajes, y nadie tiene derecho a entrar tanto en las intimidades de nadie, ni siquiera de personajes de ficción. Lamparina y Garcés han cometido algunos errores de juventud y seguramente aún les quedaban unos cuantos por cometer, pero no creo que debamos juzgarlos con severidad para justificar contar lo peor de ellos, y que al fin nada tiene que ver con su historia. Para algunas cosas, el señor Rouxere era bastante temperamental, sobre todo si hacía mucho tiempo que deseaba algo y de pronto, sin que pudiera haberlo adivinado, se presentaba una oportunidad de conseguirlo. Además, para vivir prudentemente uno escoge otro tipo de vida, y a su edad, tener el ánimo de andar de fiestas no era un rasgo menor de su personalidad. Tampoco era un hombre tan popular que tuviera que justificar cada uno de sus movimientos, por eso, cuando aquella noche el gerente volvió a subir el estrado para preguntar si había un médico en la sala, en realidad ni conocía su nombre. El médico y él tuvieron que hacer algunas preguntas hasta que dieron con Lamparina, la que confirmó su identidad, encontró su carnet de socio del club de campo y así pudieron certificar su muerte. A pesar de todas las incomodidades, la mujer rubia seguía en paños menores, sentada en una silla y llorando, parecía paralizada, incapaz de sobreponerse, y repetía entre sollozos que nunca le había pasado algo así. A Lamparina ya no le quedaban fuerzas para odiarla, la miraba de reojo, pero no tenía fuerzas para llorar antes de salir de aquel sofoco que suponía todo lo que estaba sucediendo. Este hecho definitivo, debió tener lugar entre las cuatro o las cinco de la mañana y eso no la tranquilizaba porque la fatiga la llevaba a excitarse; Y, enfadarse con un muerto reciente hasta alcanzar el cabreo no conducía a nada. A pesar de todo lo malo que obviamente estaba sucediendo aquella noche, Garcés no se sentía con fuerzas para apoyarla, o, al menos, para decir las palabras adecuadas. Se decía que debía desaparecer de su vida y lo haría en ese momento, si no fuera porque no lo iban a dejar salir del hotel. Supongo que escogió el peor momento para que se le notara esa distancia que sentía, ese frío que ella podía interpretar como una venganza. Ella se separó de él, y se quedó en silencio, sola, pensativa. No era venganza, estaba siendo sincero consigo mismo, más sincero de lo que lo había sido en los últimos años. Hay silencios que expresan más que las palabras, se acababa el verano y era muy desagradable comprender que con él se iban a ir muchas buenas cosas que no volverían nunca. Todo se derrumbaba aquella noche, una forma de vida. La vida nunca sería igual, y lo peor de todo, es que ni siquiera sabían si eso iba a ser lo peor de todo. Aprenderían a vivir de otra manera; a sobrevivir de otras maneras. Cuando salió de la habitación de Rouxere, estaba derrotado, sin ánimo para dar un paso, así que se fue directo al bar y tomó un combinado de los más fuertes. Después se quedó mirando a las sombras al otro lado de las cristaleras, los fusiles, los cascos militares y las luces de los focos que mantenían el perímetro controlado. No había otra que esperar a que decidieran que hacer con ellos y quedarse allí sentado bebiendo durante horas, o sumarse a la fiesta y echar unos bailes; prefirió quedarse en el bar. Desde que conocía Lamparina se había comportado como un perrito fiel, y había escogido el peor momento para fallarle; era un capullo sin solución. En un momento, Odele se le acercó y se quedó a su lado; no hablaba. La pista de baile empezaba a vaciarse. A los invitados les había costado entender lo que sucedía pero empezaban a sentarse y apoyarse en las esquinas porque alguien había prohibido que subieran a las habitaciones. Cuando se oyeron gritos y disparos por una alarma de fugitivo, la orquesta, que llevaba ya un tiempo tocando sin ganas se detuvo y los instrumentos no volvieron a sonar. Se encendieron un par de focos, y de una oscuridad casi total, pasaron a soltarse los murmullos a media luz. Eran conversaciones entrecortadas, aún no de incertidumbre, pero sí de querer saber, de no entender y de sentirse incómodos. Vagamente iban volviendo a la realidad de el sueño hedonista en el que se habían creído intocables. A pesar de su nuevo estatus, en la realidad de su secuestro, los camareros los seguían sirviendo y el gerente, no dejaba de moverse para atender las órdenes, que alguien que se habían instalado en una de las habitaciones, le iba dando.
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3 Después de pasar un tiempo en silencio al lado de Odele, rompió a hablar acerca de todo lo que tenía el la cabeza y parecía que se la iba a hacer estallar. “Rouxere ha muerto; Lamparina está arriba, en la habitación, con el cadáver. Supongo que, en los momentos más inesperados pasan las cosas más extravagantes. Estaba echando un polvo con su novia; el corazón. Nada pasa en mi vida como yo espero, siempre coge por sorpresa. No sería para tanto si fuera uno de esos tipos que egoístas que buscan desahogarse y evitan comprometerse, lo que me resulta insoportable es que todo lo malo que nos ha de suceder, parece agazapado, paciente, observándonos mientras intentamos sacar la vida adelante con el mejor humor posible. Me he comportado como un crío con Lamparina y creo que debo dejar de verla. Recuerdo que hace unos años pasábamos el tiempo dando vueltas por la ciudad sin que nada más nos importara, volviendo a los sitios que más nos gustaban, sólo por besarnos a escondidas. Cunado llegaba a casa, cada anoche, mi último recuerdo del día era para ella. No exigía nada de mi, todo era perfecto. Ya sé que soy muy joven para entender las cosas del amor, pero me parece que en este caso ella ha crecido más rápido que yo. Nos hemos distanciado sin remedio”. Y así seguía hablando y hablando como si le hubiesen dado cuerda. Por si el oficial al mando necesitaba alguna cosa, el gerente lo acompañaba y hacía las indicaciones necesarias para que fuera servido. Se había instalado en una de las mejores habitaciones y estaba pidiendo la documentación a todos. Para él, aquel lujo no debía ser más que una ofensa porque se empeñaba en poner sus botas sucias sobre cualquier mueble por caro que le pareciera. Eso de sentarse cómodamente y apoyar los pies sobre los muebles debía ser un símbolo de poder y a la vez un extravagancia. El oficial Tiwin, no parecía tener prisa y debía conocer cada caso para saber que hacer con ellos por la mañana. Los diplomáticos estaban muy esperanzados porque había echo correr la voz de que los llevaría al aeropuerto y los mandaría de vuelta a sus países. Empezaron las declaraciones, de las que se tomaba nota y se registraba con sello oficial. No llamaban a todos, sólo algunos subían a la habitación del oficial para aclarar su situación, o, como el decía, para entrevistarse. Garcés entró, conducido por el gerente y un soldado, y se trataba precisamente de la habitación contigua a aquella en la que se encontraba Lamparina acompañando el cuerpo de su padre. Dudaba si acercarse a la mesa hasta que le indicaron que se sentara. Era lento en sus movimientos y no parecía decidido a facilitar las cosas. Un camarero le trajo un café al oficial, lo que lo puso de mejor humor y apenas lo miró mientras se lo tomaba. En las ventanas la claridad indicaba que empezaba a despuntar el día y le pareció que los cascos de los soldados, algo de lo que no se había percatado hasta ese momento, brillaban como si hubiesen estado meses limpiándolos y esperando aquella noche de acción y protagonismo. En aquella habitación silenciosa le preguntaron por quien era, quienes eran sus padres y a lo que se dedicaban, encontraron alguna documentación y alguien dijo que debía ser apartado del resto. Eso era preocupante, porque si lo apartaban de los otros invitados sólo podía ser porque lo fueran a llevar detenido. Pero se mostró sereno, era preciso no adelantar acontecimientos y siguió escuchando y respondiendo sin prisas. Cuando le preguntaron por el tiempo que había trabajado para el sindicato de estudiantes, aunque formaba parte del pasado y casi lo había olvidado, comprendió cual era su situación. Mientras intentaba asimilar el cambio en los acontecimientos, seguía preguntándose sobre si él tenía implicaciones políticas, o si sólo en algunas ocasiones se había visto implicado. Y las respuestas que se daba no le parecían demasiado atinadas, no acertaba a saber el grado de realidad de éstas, o si se mentía a si mismo buscando una solución a sus problemas. Se trataba de la incertidumbre, del miedo de pasar de ser considerado un “ciudadano de bien” a un revolucionario, y si eso ocurría... Al volver de su ensimismamiento, el comandante se había levantado y se había apoyado en la mesa, 12
justo delante de él. Le llamó la atención que se había desabrochado el botón del cuello y que se disponía a fumar un pitillo, dado que comprendía su situación no quiso mirarlo de frente y se limitaba a bajar la cabeza y sólo levantarla cuando le preguntaba. Nada de aquel hombre le parecía dentro de los límites de la cordura, no sólo lo creía capaz de matar, sino que estaba seguro que lo haría sin sentir absolutamente nada si lo creía necesario, y aún a sabiendas de que su víctima fuera inocente de cualquier cosa. Inspiró profundamente y exhaló el humo como si pudiera vaciar los pulmones del todo, con sólo desearlo, no dejaba de mirar, y posiblemente ya había notado que estaba temblando. Le preguntaron algunas cosas más, pero como se sentía tan nervioso no alcanzaba a responder con coherencia y entraba en contradicciones. Lo registraron y lo dejaron en paños menores, pero no encontraron nada, aunque él, en su inocencia no podía concebir que pudiesen creen que fuese armado o que llevara información revolucionaria relevante. Sin duda, en todas las revoluciones, muchos espíritus inocentes han pagado por no entender lo que sucedía. Le haría falta un amigo importante que pudiese utilizar y que diera buenas referencias de él, pero ni con sus profesores tuvo buenas relaciones. Entonces pensó en el padre de Lamparina, pero estaba muerto, y para cuando ya se había cansado de imaginar una forma de convencer a sus secuestradores de que era un “buen chico”, se lo llevaron y le dieron una paliza antes de meterlo en un furgón. Allí estaba también Odele, en una situación parecida. Lo reconoció por sus ropas, pero su cara, contra el suelo estaba desfigurada. Al intentar incorporarse, descubre que tiene algunas costillas rotas. Intenta hablar pero tampoco puede. Odele no responde, pero parece que respira. El único recurso posible en una situación así para evitar que te sigan pegando, debe ser hacerse el muerto, y para eso no hacía falta convencerlos, porque apenas podían moverse. Les dijeron que los llevaban detenidos, lo que le quitó un peso muy grande de encima porque creyó que los matarían allí mismo. Entonces pensó que Lamparina, si habría corrido su misma suerte o si la habrían considerado una persona lo suficientemente relevante para no estar confrontada con los poderosos. Se hizo de día, la luz se filtraba por las grietas del furgón. Ya nunca la volvería a ver, nunca se volvería a dejar tomar el pelo y ni sería objeto de sus bromas y sus risas. ¿Cómo era posible que en su situación estuviera pensando en ella? Le resultaba incomprensible estar pensando en Lamparina, en temer por el destino que le hubiese tocado, desear volverla a ver. El mundo no respetaba el amor tal y como lo jóvenes lo conciben y, en ocasiones, lo desprecia. Pero entonces comprendió que para él, pensar en ella, era una tabla de salvación, lo más importante que podía tener y una imagen preciosa a la ue no iba a renunciar aún.
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