El viaje a decubierto

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El Viaje A Descubierto


El Viaje A Descubierto Ludvesky


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También Sueñan Las Medusas

Cuando uno entra por primera vez en un avión, si lo hace con la curiosidad necesaria, con una curiosidad casi infantil, se puede sentir irremediablemente desorientado. Mirar a derecha e izquierda en busca de algún salvador, de algún alma inocente que esté dispuesta a ayudarnos porque haya descubierto la duda en nuestros ojos va a requerir algo más que suerte, sobre todo si el personal de a bordo está ocupado o charlando detrás de alguna cortina. Empezamos la búsqueda siguiendo las señales de nuestro billete, los números perfectamente encerrados en sus cajas, justo debajo de las siglas que determinan si se trata, de un peso, de un montante económico, de la referencia de un asiento, de la hora, de la fecha, etc. Nuestros pies se enredan con la indecisión, mientras caemos en la cuenta que a través de una de las ventanillas se ven las alas, y el suelo, y que la luz entra por ella desparramada por el sillón de ventanilla, que suele ser el preferido de muchos pasajeros, entre los que me encuentro. Un buen sillón con vistas al exterior no garantiza un viaje completamente distraído pero es lo único que nos va a salvar en unas horas de la sensación de haber sido raptados. La primera vez que se hace cualquier cosa no garantiza un aprendizaje infalible, pero con el paso de los años, si se incide en una disciplina hasta convertirla en costumbre, todo lo que nos rodea nos hablará con la familiaridad y el amparo de nuestro primer hogar, de la residencia familiar de nuestra infancia, y si le damos ese


carácter a algo tan extraordinariamente frío y plástico como un avión, terminará por parecernos el mejor lugar del mundo. En esta forma de ver las cosas hay algo de consentimiento, de condescendencia, y también porque no decirlo, de resignación, sin que esta última afirmación que acabo de hacer entre en contradicción con la idea anterior, según la cual intento comunicar que se llega a amar cualquier lugar por sórdido que sea, si defendemos que podemos mirarlo como un hogar y si estamos obligados a habitarlo de algún modo. “También sueñan las medusas” me decía algunos años después, acostumbrado a viajar en avión tan a menudo que apenas había aparato alguno que mantuviera secretos para mí, en lo que a sus cabinas de pasajeros se refiere, por supuesto nada que ver con la pericia de los pilotos, o la gran responsabilidad de los mecánicos que conocen las tripas de las máquinas voladoras y tan responsables son de nuestra seguridad. Muchos años habían pasado desde aquella primera aproximación infantil adivinando cada secreto de cuanto me rodeaba, sobre cada botón, cada resorte o cada bandeja, por funcional que fuera, descubría una relación de aproximación que deseaba que yo lo pusiera a prueba, si bien los sistemas de seguridad sólo los podría extraer, pulsar o abrir, en caso de accidente y estaba por creer que nunca los vería en la plenitud y desarrollo de todas sus funciones. En esta ocasión, sentada a mi lado, en uno de los asientos de pasillo, se encontraba mi mujer, arrimando su cara a mi hombro, casi acariciándome con su mejilla. Más adelante descubriría que sus ojos miraban cosas que yo nunca había observado, y aunque solía pasar los viajes medio adormecida recordaba muchas más cosas que yo de los pequeños detalles que nos rodeaban como un puzzle de complicada factura. No hablamos mucho durante el viaje en avión, pero cada comentario suyo parecía destinado a ofrecerme un nuevo punto de vista, y así fui adquiriendo nuevas forma de interpretar los sonidos, los colores, las texturas, las voces, las luces y hasta los tejidos. Pero ninguna nueva visión del mundo, mucho menos dentro de aquel lugar que me tenia seducido, podía destruir todos aquellos años pasados de lento aprendizaje, y en todo caso, las novedades llegadas desde un ojo no del todo ajeno, se sumaban y engrandecían mi amor por los aviones y los viajes que tanto me gustaba hacer en ellos. Por eso, cuando tanto años después de mi primera aproximación al descubrimiento del misterio que se encerraba en la cabina de pasajeros, empecé a escuchar una posición diferente a la que yo había mantenido, no pude por menos que alegrarme de que aquello estuviera sucediendo. Ella me miró, se separó ligeramente de mi hombro, y me dijo muy seriamente, “si tú crees que También sueñan las medusas, es el mejor título para tu nueva película, nadie podrá hacerte cambiar de idea, ni aceptarás otras sugerencias”. Debido a mi enfermedad, yo ya no disfrutaba igual contemplando el ala que se sumergía extendiéndose entre las nubes, o cuando estábamos ya llegando a nuestro destino, la verde campiña de campos de pasto perfectamente delimitados por muros de piedra de nuestra tierra. Ya nada importaba el cansancio que se empezaba a acumular en los ojos y la garganta, en poco tiempo el avión empezaría a descender y todo se volvería mucho menos impresionable. Sentimos cuando las ruedas tocaron el suelo y en unos minutos el avión se había detenido por completo. Como tardamos en recoger nuestros maletines y nuestros impermeables, cuando nos decidimos a


abandonar los asientos ya se había formado una cola por el pasillo central en dirección a la salida. Cada uno de los pasajeros parecía empeñado en apretarse contra la espalda del precedente, así que renunciamos a intentar incorporarnos a la cola hasta que el avión estaba ya casi vacío. Desde detrás de los respaldos de otros asientos, apenas podíamos ver lo que sucedía, todo el mundo se había abrigado sobre la marcha porque partimos desde un lugar en el que el sol brillaba con fuerza, y aterrizábamos en una pesada lluvia. “No parece que estemos de suerte”, le comenté a Mariahna ante la sorprendente lentitud de nuestros compañeros de viaje, en su alarmante intento en un primer instante, atropellado deseo de llegar cuanto antes al exterior. El convencimiento de que aquellas caras que nos miraban terminarían por avanzar y podríamos acceder por fin al pasillo, nos tranquilizaba. Mariahna movía la cabeza sin ánimo para fijar su mirada en nada concreto, como si supiera que de pronto el motivo por el que la salida al exterior se había hecho más lenta, terminaría y todo discurriría con más fluidez. Surgieron algunas voces entre el murmullo general, alguien discutía pero desconocíamos el origen o el motivo de aquellas voces que se elevaban sobre el resto. Tuve el propósito de no impacientarme, y cuando Mariahna se volvió a sentar pensé que había tenido una buena idea, puse una mano de complicidad sobre su hombre e intenté entender a qué venía aquella discusión que se producía justo delante de la puerta. Me puse de puntillas y entre un hueco en la amalgama de cabezas curiosas pude ver que un hombre de chaqueta azul marino (parecía miembro de la tripulación), tomó del brazo al hombre que protestaba y lo apartó para que los otros pasajeros pudieran seguir avanzando. La cola empezó a moverse de nuevo de forma regular. Mariahna volvió a ponerse en pie, a pesar de la sensación de frustración que le suscitaba pensar que en cuanto lo hiciera la marcha se detendría de nuevo, y lo pensaba sinceramente, como si se tratara de una trampa. Pero no había engaño y en un momento todo se resolvió y nos incorporamos a un grupo de pasajeros, y que por se los últimos, como si eso fuera suficiente para que todo les diera igual y nos cedieran con elegancia que pasáramos delante, mientras esperaban al pie de nuestros asientos. Añoré aquellos primeros viajes en los que el avión era un recurso limitado, apenas conocido y del que muchos desconfiaban, a pesar del carácter universal al que apuntaba desde el principio. Me encontré retenido por otros cuerpos que al mismo tiempo me conducían, me llevaban en el único sentido posible; no puedo imaginar qué hubiese sucedido si en ese momento intentara volver atrás, tal vez por la pérdida de algún objeto o por algún olvido. Deberían habernos avisado de que ya nada era como en el pasado, y que los aviones se habían convertido en autobuses que volaban, aparatos que se usaban a diario y llenaban de gente normal, desplazamientos regulares en busca del trabajo habitual y excursiones de estudiantes que se amontonaban y se pasaban el trayecto haciéndose bromas o cantando canciones infantiles. Después de empezar a viajar con Mariahna me sentí más seguro, por eso empecé a dejar en sus manos el asunto de las pastillas, los horarios y las reservas. Mis inseguridades no me habían llegado por los aviones y los accidentes por problemas mecánicos, eso no me daba miedo, se trataba de los achaques, de la edad y la falta de fuerzas. Los médicos no siempre son claros acerca de las enfermedades, te llenan de pastillas, de analizan hasta las últimas consecuencias y terminan por dar a entender


que debes seguir sus órdenes con respeto, humildad y aceptando que nadie sabe cuánto puede durar un estricto tratamiento. Siendo un niño, mis padres me habían sometido a todo tipo de análisis, para intentar descubrir el origen de unas jaquecas que estaban complicando mis posibilidades en la vida escolar. Intenté conducirme de la forma más dócil y bienintencionada ante semejante situación, pero lo cierto era que mi confusión iba en aumento cada vez que un resultado negativo llevaba a un médico a certificar que él tampoco había encontrado nada sospechoso de marchar incorrectamente en mi organismo. Jamás me habrían dejado acercarme a los aviones a mi solo, y en esa búsqueda de un resultado científico a mi dolencia, empezamos a desplazar a los lugares más insólitos y aquellos primeros viajes los hice acompañado de ellos. Por otra parte, ya en aquel tiempo, me empezaba a preocupar aquella obsesión por unos dolores de cabeza que se podrían haber atribuido a una mala alimentación, a algún refresco excitante o incluso a una tensión muy baja, incluso a las costumbres de aquel adolescente al que no le gustaba el deporte y apenas salía de casa. Entre las ideas que mis padres albergaban iban creciendo otras nuevas que me hacían dudar de lo saludable de aquellas visitas a consultas de médicos cada vez menos facultados y más siniestros. La distancia científica iba creciendo entre algunos doctores efectivamente preocupados y consagrados a su profesión, y otros que sólo decían que lo eran y que en realidad se dedicaban a hacer profecías sobre los síntomas, las posibles causas y la relación que todo ella tendría con el resultado de mi vida y mi pasión por volar en aviones comerciales. Del mismo modo que mis recuerdos me anunciaban una nueva crisis, me aferraba a ellos para seguir en pie, deseando que se tratara tan sólo de un leve mareo debido al cansancio, y porque intentaba salvarme a mí mismo del pánico que me produciría conocer que podía caerme y permanecer desmayado dentro de un avión, algo que no había sucedido nunca. A partir de esos primeros síntomas, la cola que tenía delante se convirtió en un enemigo imbatible, y sin que aquello fuera lo que se podía esperar de mi, dije en voz alta y de manera que me pudieran escuchar bien adelante: “Avancen, por favor. No tenemos todo el día”. Mariahna me miró sorprendida y sonrió, pero no dijo nada, seguimos paso a paso, unidos al resto de nuestros compañeros de viaje. Nunca hablé con ella de estas cosas, al fin y al cabo los malos recuerdos es suficiente con que persigan a uno sólo no más, o tal vez temí que no lo entendiera, que abriera una caja de superstición y temores que ella guardara en su cabeza, o que me tomara por un tipo ridículo y desconocido, alguien que no tenía nada que ver con aquel otro con el que se había casado. Me fui alejando de esos pensamientos gradualmente, y cuando por fin llegamos a la puerta y miré en el exterior una aburrida lluvia lenta y fina, ya casi los había olvidado por completo. Puede que fuera la luz oblicua de un cielo cerrado de nubes, o el hecho indiscutible de haber pasado tres horas encerrado en aquella cabina que cuando pasé delante del hombre que había obstaculizado la salida sentí una extraña simpatía por él, lo llamaría solidaridad si conociera el motivo por el que se cerraba a discutir de aquella manera con los pilotos. Y no es que fuera yo -casi nunca lo fui, ni entonces, ni ahora, no en ningún tiempo que pueda recordar- demasiado dado a entrometerme en conflictos ajenos; quiero decir, que si al ir por la calle alguna pendencia acababa en pelea no tomaba partido por ninguno de los bandos, por si fuera el caso de


equivocarme, y mucho menos, intentar frenar una discusión poniéndome yo en medio, porque sabido es que en tal caso te creas dos enemigos a los que ni siquiera conoces. Me puse la capucha del impermeable y di un paso al frente, era consciente que aunque me hubiese gustado, no me podía parar en aquel punto, por él mismo motivo que me había provocado aquel mareo, pues aún quedaba alguna gente dentro y no debía retrasar aún más su salida. A no ser que un fallo en la oruga que comunicaba el avión con el aeropuerto se produjera, podía ya decir que habíamos llegado a nuestro destino. Miré por encima de mi cabeza el anclaje de aquella pasarela que se extendía hasta la puerta del avión como una sanguijuela y parecía clavarse en su garganta y succionar como si se tratara de dos seres vivos. Todo parecía seguro, tomé de la mano a Mariahna y avanzamos con un ruido de pasos metálicos hasta tocar las baldosas del otro lado y recibir el saludo de dos azafatas que esperaban para comprobar que había sido un viaje satisfactorio para todos. Puede que sea por la falta de reflejos, o por que esté entrando en una etapa nueva de mi vida que no termino de asimilar, lo cierto es que cada vez conduzco peor mis pensamientos, me noto que no termino de dominar su dirección con la normalidad con la que siempre lo he hecho. Tal vez debería hablar con alguien al respecto, o tal vez se trate sólo de la vejez y no deba concederle más importancia que la que tiene. Se trata de pensamiento que aparecen sin que nadie los haya convocado y a los que tardo unos segundo preciosos en relacionar con los pensamientos precedentes, trato de situarlos en su punto y en su momento, a veces sin éxito. Ninguna causa externa los ha motivado, nada ha sugerido que esa imagen apareciera de pronto pidiendo que empezara un nuevo pensamiento a partir de ahí, y que olvidara por completo cualquier reflexión previa. Me turba que pasen estas cosas, y me ha llevado a creer que debe ser algo parecido a la locura, no ser capaz de dominar la mente y que se vaya por su lado, sin más. Por fortuna no pasa con tanta frecuencia, que no pueda llevar una vida normal sin que nadie se dé cuenta de ello. Y cuando lo recuerdo creo que se trata de una mecánica parecida a la de los sueños, en los que la evolución de una escena no suele tener una sucesión lógica, es decir, lo inesperado de lo que pueda suceder a continuación es lo que los hace tan misteriosos e incomprensibles para la razón humana. Pues como si de un ordenador averiado se tratara, cuando te encuentras trabajando sobre una pantalla, sin previo aviso surge otra de algún trabajo muy antiguo que apenas recordabas y que reclama tu atención. La claridad de la nueva propuesta te pone en situación de nuevos pensamientos y no deja ni rastro de aquello otro que ya no tiene solución. Entonces, de nuevos necesitas hacer un alto y recapacitar, y crees que si tus razonamientos se pueden enviar con tanta facilidad, ya no a la papelera de reciclaje, sino a la nada más absoluta, como si nunca hubiesen estado, ¿de qué te vale existir? Dos policías pasaron a nuestro lado sin dejar de mirar al frente y casi nos arrollan, pasaron por la oruga corriendo y entraron en el avión de un salto. Nos quedamos mirando con una curiosidad insana, y entonces los vimos volver custodiando a aquel hombre. Me impresionó su aspecto de Jesucristo del siglo XXI, pelo largo y barba insuficiente. Salvo opinión en contra, la que no espero que cambie en los próximos tiempos, ese Jesucristo me estaba influyendo como si lo conociera personalmente, ocupando un sentido del descontento que se instala en todos los hombres frustrados y


sin éxito y que no era muy propio de mi. Aún por los pocos minutos que duró verlos a los tres desaparecer detrás de una puerta, cuyo único letrero hacía referencia al control de extranjeros, me creí capaz de ayudarlo, de hacer algo por él, de poder decirle a quien fuera que no me parecía un mal chico, y que aún sin saber lo que había sucedido, ni la dimensión del problema creado, creía que lo debían dejar ir sin más. Conserve mi gesto inescrutable, el que me sale invariablemente y sin planificación alguna en situaciones parecidas. No es que no me identifique con algunas de as partes, que suele ser en caso de conflicto, la parte más débil, pero pongo cara de poker y si me detengo mirar es por el tiempo indispensable antes de seguir mi camino. El significado de esta reacción ante situaciones complicadas, la inhibición y el olvido rápido me ha evitado muchos problemas, y tampoco me ha creado mayores cargas de conciencia, pero la sensación de inseguridad permanece. No lo sé con absoluta certeza, pero tal vez sea uno de esos individuos en los que no debería uno fiarse.

2 La Fase De Ida Y Vuelta Creo que hubo algo de mágico en llegar a casa y encontrar allí al hombre del incidente en el aeropuerto, eso parecía una señal más sin derecho a apelación de que a medida que la edad avanza nos volvemos más y más lentos. Además de eso descubrí que había perdido una de mis bolsas de mano, y que esa era la bolsa donde llevaba el original del guión de “También las medusas sueñan”. Por encima de otras consideraciones, había más rabia que extrañeza en lo de la bolsa de mano, y cuanto más pensaba en ello más enfadado estaba con mis crecientes limitaciones. A aquella hora de la tarde, cualquier idea, por absurda que fuera, iba a terminar por hacerme explotar, y cabía la posibilidad de que mis distracciones se lo hubiese puesto tan fácil a algún descuidero. Eso todavía me molestaba más, el enojo iba creciendo y tener que admitir la posibilidad de haber sido objeto de un robo iba a convertir el final del día en un infierno. Me dejé caer en un sillón avergonzándome de mi. Se trataba de discernir entre la importancia de lo que nos venía sucediendo en los últimos tiempos, y el posible robo de una estúpida maleta con algunas cosas personales, cosas de más o menos valor, pero absolutamente prescindibles al final. De todo el botín lo que más me dolía era perder el original del guión, pero ya había cumplido su función, al director -que además era amigo- le había gustado y se había comprometido a hacer la película en cuanto estuviera libre de algunas complicaciones familiares, y sus otras


obligaciones profesionales se lo permitieran. Pero ni siquiera eso era grave, todo el mundo parecía ya tener una copia, y yo mismo guardaba dos o tres copias en algún cajón. Lo problemas familiares eran mucho más graves, hondos y perdurables, y sentado en aquel sillón de ignominia pugnaba por olvidar mis problemas más superficiales, ¿o debería decir, “ diarias contrariedades”? No discernir lo realmente importante de lo superficial eso debería enojarme y no otras cosas, porque sabía que ni siquiera mis achaques eran comparables a la enfermedad de Ariadna, nuestra hija. Esto era lo que debía dolerme hasta desesperarme, ocupar todos mis pensamientos todas las horas del día, la obsesión hasta no dejarme vivir. Pero, una vez más, era Mariahna que me distraía, me sonreía, me consolaba y me hacía comprender que viene un día, y luego otro, y luego otro, y cada uno de ellos debe ser importante y saber vivir cada una de sus horas. Hasta el más insignificante pensamiento nos ayuda a vivir y no permite que nos ahoguen las complicaciones. De ahí que nuestro regreso fue rabioso al principio, pero cuando caí en el sofá, triste y derrotado me quedé inmóvil, sin ganas de hablar ni de moverme. ¡Estábamos en casa! De nuevo la cercanía, nuestros cuerpos cruzándose en espacios pequeños, entre los marcos de las puertas y los pasillos, la soportable cercanía que sólo lo es cuando los cuerpos son parte de una misma familia. Debía tomar la determinación de asumir que los tiempos habían cambiado, que viajar como lo había hecho ya no era posible, y que algo me ataba a nuestra casa. “Es el novio de tu hija”, me dijo Mariahna que había estado unos minutos charlando con ellos en la habitación de Ariadna, y me alegró saber que se iba a levantar para cenar. Daba la impresión que todo podía ir un poco mejor con aquella visita, al contrario de lo que suele suceder. Quiero decir que cuando en una casa hay una forma rutinaria de actuar, las visitas lo trastocan todo, hay que cambiar los horarios, las habitaciones, las costumbres y hasta las cosas de sitio, sin embargo, en este caso el muchacho con aspecto de hippie podía ser de una gran ayuda alegrando los días a su novia. O bien se comportaban como dos jovencitos paseando su amor de estudiantes, o terminaban por discutir agriamente y rompían allí mismo, delante de ellos. Así las cosas no deseaba intervenir de ninguna de las maneras, ni en ninguno de los sentidos, entre los dos enamorados. La luz de las ventanas se apagaba a una velocidad desconocida, en un cuarto de hora, o poco más, se cerraría la noche y habría que echar las persianas, además, seguía lloviendo y la humedad daba una sensación de frío creciente. El novio de mi hija se llamaba Trévedes, y por lo que supe era un estudiante brillante, aunque, no sé si eso tendría algo que ver con el lío que montó en el avión, porque algunos buenos estudiantes son altivos y orgullosos. Cada uno mira al mundo con ojos de diferente compromiso, poseemos tan distintas y extrañas visiones de las cosas que no nos perdonamos que casi nunca terminemos por acertar. En alguno de nuestros planteamientos más serios, los que tienen que ver con haber arriesgado en un planteamiento vital, en esos no acertamos casi nunca. Nos conocemos, nos tratamos, intimamos, nos queremos, vivimos juntos, pero seguimos estando en pensamientos desconocidos. Supongo que es el calor humano lo que hace que nos sintamos tan identificados con los nuestros cuando el pensamiento de cada uno es un misterio, y eso produce un cierto rechazo con los extraños. Miraba al hippie -por extraño que parezca mi hija aseguraba que era de una tribu Tarahumara


mexicana, y que se había venido a estudiar pensando en volver a su país al concluir en la universidad- y detrás de sus greñas imaginaba un buen chico, pero me resultaba infinitamente pesado tener que darle conversación. Siempre son así las cosas con las novedades, tardamos en aterrizar, y nos dejamos convencer a pesar de nuestras reticencias. Debería haber imaginado que mi mujer lo estaba ya disponiendo todo para que los chicos durmieran juntos, y no que agradaba la idea, pero no me quedaba más remedio que aceptar que el tiempo pasaba también en eso. Posiblemente por esa necesidad de descanso y no poder esforzarme más por parecer condescendiente con Trévedes, fue que poco a poco me fui quedando dormido en el salón, casi a oscuras y sin más ruidos que los que llegaban de otras piezas de la casa. Alguien me echó una pieza de ropa sobre las piernas, pude sentirlo pero no abrí los ojos. Dejaba volar mi imaginación por campos de nubes en caída libre, pero se trataba de un sueño ligero, al que creí que podría renunciar en cualquier momento, sin embargo, cuando Mariahna llegó para preguntarme si quería cenar estaba tan profundamente dormido que creí que había estado durmiendo durante un siglo entero. Alguien había puesto una estufa, me pregunté si era necesario, porque eso posiblemente había contribuido a adormecerme de aquella rotunda manera. Y por eso, en los primeros segundos de mi despertar, Mariahna se había inclinado tanto, y su cara estaba tan cerca de la mía, que así de repente, apenas la conocí. Al llegar a momentos parecidos, la vida nos regala con la lentitud, con la ausencia de prisa, y con el consentimiento de todos. Como si alguien hubiese estado cocinando debajo de mis narices, creí que un vapor inexistente se iba disipando, pero era yo y sólo necesité frotarme los ojos e incorporarme un poco para comprender que en los próximos segundos inexcusablemente debía hacer una aparición magistral en la cocina. Tal vez volvería a hacerlo un millón de veces más, tantos como novios fueran y vinieran en nuestras vidas, pero estaba seguro, cada vez sería la primera, ese era el espíritu con los novios de las hijas. Cada uno necesitaría un espíritu que lo guarde, como se guarda la calma, pero hay seres extraños dispuestos a dejarse sorprender por el drama de la vida. Sin embargo, en mi caso, creo que he tenido suerte, Mariahna no es de esas almas escandalosas que salen corriendo sin saber a donde cuando un accidente se cruza en su camino. Esa sangre fría no sólo es admirable, es lo que siempre he deseado tener cerca. Conozco sus reacciones y sus pensamientos, y sé que, pongamos el caso, que si sufriéramos un accidente de automóvil tan grave que alguno de nuestros miembros fuera amputado, ella guardaría la calma y sabría que hacer en todo momento. Entre mis prioridades debería establecer una, que en los últimos tiempos empieza a revelarse como muy importante, no debo alejarme demasiado de Mariahna. Cuando ella anda entre sombras, o se levanta a media noche para comprobar que no había pasado la llave a la puerta, o cuando se queda a leer y entra fría en la cama y yo ya estoy dormido, resulta de lo más reconfortante sentir su presencia. En esta casa todos estamos enfermos, me dije como un reproche, porque la vejez nos enferma físicamente, pero sobre todo, de melancolía. Solía suceder, a esa hora de la noche, que me invadía una ingrata inseguridad al pensar en mi hija y su enfermedad: Nada estaba claro al respecto, y no sabíamos como se iba a desarrollar. Era posible una curación, o que se alargara consumiéndonos a todos, en cuyo caso, yo no podía saber si nos sobreviviría a mí y a su madre. Y si aquel terrible momento


llegaba, no quería sufrir más de la cuenta, no querría, a mi dolor añadir pensamientos absurdos como que mi vida no había tenido objeto porque lo más preciado de todo, se había ido sin más. No podría evitar ver a Mariahna sufrir, y que eso me partiera el corazón, pero, al menos, me ahorraría el espectáculo dantesco, de los que lo llevan todo al límite, de los que gritan, se golpean, se arrastran por el suelo y rompen lo que encuentran a su paso, desafiando a Dios y a la vida, y pidiendo que los lleve también a ellos. Al contrario, conocía a Mariahna y sabía que sería un apoyo sobrio y entero, en la desgracia. Pero, no, estamos adelantando acontecimientos, y nadie sabe lo que la vida nos depara. Vivamos con pasión, pero sin dejar que la vida nos desborde, minuto a minuto, no podemos saber lo que va a pasar mañana. Además, desde que el muchacho de raza india está a su lado tiene que sentirse muy afortunada, porque una compañía que echaba de menos se añade a sus momentos más largos del día. Estoy seguro de que eso la animará. Como un furtivo, un intruso con malas intenciones en mi propia casa, me levanté esa noche cuando llevaba un par de horas durmiendo. Habíamos cenado más de la cuenta y me había ido directamente a acostar una vez terminado el postre; no tomé café. Por la rendija de la puerta comprobé que todo estaba en calma, el silencio era total y no deseaba encontrarme con ningún otro excursionista. Lo cierto es que mi vejiga no daba para más y quería desaguar sin que nadie lo notara. Mientras me dirigía al baño, descalzo y en calzoncillos -suelo dormir en calzoncillos para ahorrarme el desagradable momento de buscar un pijama cuando has echado el tuyo para lavar y nadie lo ha restituido por uno limpio sobre la cama-, me imaginé un momento después sobre la taza del retrete haciendo todo tipo de malabarismos para no chorrear bruscamente sobre el agua del fondo, y gorgotear sin remedio. Pensé que el eco sería total a esas horas, ya pasada la medianoche, pero no fue para tanto. Agradecido a mi resolución para terminar con rapidez ese trance que me incomodaba sobre todo por el extranjero, me volví a la habitación. En la carrerita al baño se me enfriaron los pies, iba a estar de vuelta en la cama en un momento, y ese también iba a ser un momento delicado, introduciéndome de nuevo entre las mantas, de tal forma que pudiera evitar tocar mis pies fríos los pies de mi mujer; no sería nada agradable. No suelo ser una persona impetuosa y en casas ajenas, ya me ha pasado otras veces, de intentar contener las ganas nocturnas hasta el amanecer sin conseguirlo. Al final de una noche incómoda tengo que salir a todo correr hasta el baño, y no siempre ser capaz de evitar que alguna gota de orín caiga en el pijama, por eso consideré que haber salido con tiempo suficiente había sido la mejor de las decisiones. Aquella era una de esas mañanas que rondaba en mi cabeza con sueños que no había terminado. En mañanas parecidas, en otras ocasiones, había tomado las mejores decisiones de mi vida, tales como comprar aquella casa, casarme con mi novia de toda la vida o renunciar a entregarle mi último guión a un productor sin escrúpulos que prometía un montón de dinero en mano, pero que no aseguraba que la película se llegara a rodar alguna vez -supongo que lo querría para enterrarlo en algún cajón esperando tiempos mejores-. Era víspera de vacaciones de navidad, así que adiviné que Trévedes, el Tarahumara, se había saltado algunos exámenes por estar con Ariadna. Levanté la persiana y descubrí que había parado de llover, y eso me animó, “el día no podía empezar mejor”, me dije me dispuse a recoger todo lo necesario para


asearme. A eso de media mañana, abierta a la algarada de una fiesta callejera, cerca de donde yo me encontraba, Ariadna y Trévedes abrieron la ventana de par en para ver la calle mucho más de cerca, sintiéndolo todo como si estuvieran allí. Había unos diez chicos con instrumentos musicales, eran los que montaban más ruido, otros, alrededor corrían, bailaban y gritaban como si fuera lo último que fueran a hacer en el mundo. Cada uno portaba el uniforme de un colegio, una insignia o una capa que dejara claro que formaba parte de la fiesta de estudiantes. En el momento que dejaba de sonar la música pasaban sus gorras, y lo cierto es que la gente que por allí pasaba se mostraba bastante generosa con ellos, quizás porque no sabía que tenían la intención de gastárselo en vino y juerga. Hay gente que aún cree que los estudiantes se lo gastan en misas. En unos días les darían vacaciones definitivamente y algunos habían decidido celebrarlo antes de tiempo. Para cuando llegaran las calificaciones ya nadie podría decir que no lo habían celebrado, y eso sin contar con las sorpresas o con los suspensos más predecibles. Los dolores de cabeza han sido un constante en mi vida y no me permitieron siempre recuperar mi instinto en lo que a la respuesta a algunos problemas se refiere. Cuando durante el transcurso de mi vida, alguna vez me he sentido desafiado, no siempre he respondido con la acritud necesaria por considerarme un enfermo; al cabo del tiempo me pregunto si lo era. La sorpresa de infancia fue descubrir, que alguno de aquellos adivinos que finalmente frecuentaba mi madre, pudiera saber que me gustaban tantos los aviones y que me hiciera una profecía tan exacta y que hasta hoy ha ido acertando en todo. Era un tiempo de equilibrio familiar, la seguridad que le hacía falta a aquel niño que era yo, y que la buscaba y la ansiaba mucho más que todos los frentes abiertos en su lucha infantil contra las jaquecas. Me había confiado en todas aquellas visitas y en la rutina de los viajes, en tanto que mi madre parecía sufrir cada más con la falta de resultados, así que cuando aquel charlatán le dijo que debíamos aprender a convivir con nuestras dolencias se lo tomó como una revelación mística y empezó a exigirme fortaleza. Puede que, en cierto modo, aquella enseñanza desde un hombre de más que dudosa ciencia nos ofreciera la mejor oportunidad para ponernos al día con la que la vida exigía de nosotros, con lo que exige de todos, hay que luchar si se quiere vivir. Quizá la mejor forma de evitar algunos dolores, es dejarse llevar por el desahogo, por el instinto, por el enfrentamiento, ese tipo de cosas que a veces nos parecen tan rudimentarias y que nacen de forma espontánea de la sin razón. Levanté la voz en ese momento como no lo hacía de forma natural, “cerrar esa ventana o cogeré una pulmonía”, les grité a los chicos. Ariadna me miró extrañada, como si no esperara eso de mi, pero se dieron la vuelta y cerraron. Supongo que subieron a su habitación y allí siguieron mirando con medio cuerpo colgando del alféizar. Pero para mi fue suficiente, como si necesitara establecer que había unas normas de conducta que se debían respetar, y que yo, era la persona, como cabeza de familia, que debía cuidar de que se cumpliera. Aquello me hizo sentir como el jefe indio antes de salir de caza, afilando sus lanzas y sus flechas, dejándome llevar por el estado natural de mis instintos. Un grito no soluciona todo, pero desahoga, me dije. Para un niño vivir lo que yo viví no es agradable, ninguno, sin embargo, lo hubiese llevado con más felicidad porque cada vez que mi madre me decía que debíamos


viajar en avión para ir a tal o cual médico, se me iluminaba el rostro. En medio de aquella confusión de idas y venidas, de diagnósticos y medicinas, terminamos por aceptar la última profecía, siempre la consideré así, y he seguido todos los pasos que me han llevado a ir cumpliendo todas sus líneas. Mi matrimonio, mi hija, mi trabajo, y la peor parte, la que me anunciaba que moriría en un accidente de avión. Me he pasado la vida obsesionado por una idea, que sin embargo no me hizo renunciar a mi pasión por volar, aunque sólo haya sido como un pasajero en clase turística, claro está. Supongo que el modo más formal y frecuente de comportarse en casa ajena es dejarse llevar por las costumbres que allí se dan, o en todo caso mostrarse servicial y solícito para no representar una carga. Trévedes, el indio Tarahumara era servicial al principio, parecía amistoso y enamorado de nuestra hija, no podía ser de otra forma, si había venido desde tan lejos sólo para verla, y teniendo en cuenta además, que posiblemente ella no volvería a aquella ciudad en la que él vivía y estudiaba para terminar la carrera; al menos así lo había manifestado. El indio cuyo aspecto descuidado dejó muy pronto de molestarme, no podía sin embargo terminar de agradarme por sus comentarios, e incluso por el timbre de su voz, porque sin saber decir qué, había en él algo que me era de todo punto molesto. No se trataba de que me ofendiera por creer que su actitud colaborativa le daba algún derecho, o de que los celos naturales de un padre acostumbrado a las atenciones de su hija se vieran así expuestas y reconvenidas -no sólo detenía toda muestra de afecto familiar si él estaba delante sino que actuaba de forma artificial e impostada-, era que nada parecía detenerlo en su aventurada intención de penetrar en terreno extraño y intentar hacer parecer como que nada sucedía por eso. Ambos aspectos del invitado me hacían prever una confusión interior, la que me inclinaba a verlo con agradecimiento por su generosidad al venir a ver a mi hija enferma y la que me arrastraba a considerarlo un egoísta por eso mismo. De tal modo que lo más adecuado era abrazar la idea más benévola y positiva, eso evitaría que me dejara llevar por el mal humor de forma espontánea, y en todo caso, como acababa de suceder con la escena de la ventana podía exagerar algún enfado de vez en cuando, en busca de un espacio de tranquilidad. Esa decisión me tranquilizó, pensara lo que pensara, respetar a un invitado en una norma de educación inviolable para el hombre civilizado por el que me tenía. Además haber montado un “numerito” de distanciamiento y molestia que desembocara en una discusión, que a su vez, nos llevara a pedirle al Trévedes que diera por terminada su visita y se volviera por donde había venido, no hubiese sido lo mejor que yo esperaba de mi. De ninguna manera aceptaría de mi una reacción tan estrecha y poco generosa. Se ha dicho muchas veces que los recuerdos de infancia lo hacen todo mucho más voluminoso de lo que en realidad fue. No sé si en mi caso, cada vez que el recuerdo de mis padres prestándome tantas atenciones vuelve a mi, tengo la sensación de que todo aquello me afectó mucho más de lo que en realidad lo hizo, que aquellos movimientos en busca de una mejor salud, y de mitigar mis dolores, cuyo principio aún hoy desconozco, en realidad no fueron tan definitivos en como habría de discurrir todo al final. Además de eso, puede que yo haya escapado a un destino que en tantas ocasiones, como profecías se hacen sin contar con la voluntad de aquellos que entran


en ellas. Se trata de una señal que te marca para siempre y que tienes que intentar llevar lo mejor que puedas, una distinción que no te conviene porque si interiorizas todas esas historias esotéricas y místicas de los seudo-doctores, entonces lo condicionará todo. Es curioso que le siga dando vueltas a esto, si realmente pienso que no me influyó tanto como mis padres creían que lo haría. No creo que haya dejado nada de eso en los guiones, no he reflejado mi vida, ni mis traumas en “También sueñan las medusas”, espero que funcione convenientemente. Antes de seguir con la historia que nos ocupa permitan que le llame la atención sobre un hecho que por distante no debemos considerarlo superficial, y esto es que la tribu de Trévedes tenía un mérito nada despreciable tal cual era haber permanecido anclados en sus costumbres a pesar de la presión de la iglesia durante la conquista de Mexico. Los Tarahumaras tienen su propios ritos, y son un pueblo muy dado a la espiritualidad, si bien yo creí entonces y aún lo creo ahora, que eso se debe a que hacen infusiones con todo tipo de plantas alucinógenas, suele pasar. Y al igual que otras culturas ancladas en sus religiones y en costumbres ancestrales, apenas han progresado. Después de seis siglos del descubrimiento colombino, a su alrededor han crecido ciudades, los automóviles se mueven por sus desiertos con aparente naturalidad, sobre sus cabezas pasan aviones a chorro, y sin embargo, ellos siguen viviendo sacando lo que pueden de una tierra árida y estéril y yendo a buscar el agua muy lejos de sus casas. Se van formando las imágenes en mi imaginación de tal modo que no llego a comprender como han podido mandar a uno de sus chicos a una universidad, atravesando un océano y tan lejos de su país de origen.

3 Convocados A La Supervivencia En el transcurso de las horas de esa mañana los pensamientos se movían sinuosos, y debo reconocer que mi cabeza ya no tenía la espontaneidad y frescura de otros años. Procurando respetar todo lo que de bueno me daba la vida, una serie de dudosos acontecimientos me hacían comprender que la pérdida de fuerza también se producía en la mente humana, y que lo que a esa parte de mi anatomía se refiere, lo perdido ya no lo iba a recuperar. Ya habían pasado unas horas desde el amanecer, había desayunado café y tostadas, y había estado ordenando la masa del despacho durante bastante rato, cuando volví al sillón para leer sin prisa, mi cabeza volvió a dar síntomas de ir a su aire. Mis pensamientos regresaban sobre cosas del día anterior que no habían sido convocadas, mi respiración se aceleraba porque me alteraba comprobar una vez más que algo no iba bien. Me quedaban unas horas de estar solo aquella mañana, porque Mariahna


había salido y no parecía casual que todo sucediera de tal manera. Sólo ante la perspectiva de la inacción podía responder con recuerdos sórdidos, y lo que era peor, el esclarecimiento de un sueño de aquella misma noche abriéndose paso entre otras ideas y recuerdos, un sueño con una perspectiva terrible que me había despertado con angustia esa noche y que empezaba a revelarse en el momento de relajarme un minuto recostado sobre el sillón. Conozca o no cada representación de los diferentes tipos de sueño, de si la madera o el agua que aparezcan en ellos tiene algún significado, para el caso iba a ser lo mismo, porque iba de algunas cosas más concretas y cercanas. Entre la idea de aborrecer al invitado y la protección paterna por su cachorrilla, tomaban forma algunos símbolos que posiblemente tampoco sería capaz de descifrar ni aunque fuera un experto en psicoanálisis. Se iluminaban todas las luces necesarias para ir dándole forma a lo ya soñada, y ya sé que a nadie le hace falta pasar por una elaboración semejante. Sin embargo, en los recovecos de una mente que se estaba disgregando intentar montar los recuerdos, las ideas y las intenciones, como si se trataran de puzzles, era lo menos que podía hace. Poco después de ver las imágenes inventadas la noche anterior con más o menos claridad, noté que aquel rechazo por el novio de mi hija era real, y que había soñado que me enfrentaba a él como si hubiese venido a hacernos daño. Y no estaba mal pensado, porque si le hacía daño a Ariadna, nos hacía daño a todos. Hay quien opina que Dios no creó al hombre, que lo que pretendía crear al llenar el universo de pormenores palpitantes, de detalles insospechados y de vida, en realidad era crear la familia. Es una idea susceptible de ser tenida en cuenta, porque tenemos que creer en aquello que realmente apreciamos, y descubrir si apreciamos nuestra familia por encima de todo el resto, incluida toda la humanidad. Entre otras cosas que dan sentido a nuestras vidas la importancia de volver a casa cada noche y saber que lo vamos a encontrar todo en orden y que esa seguridad nos acoge, es una de las más importantes y tiene el más alto grado de confirmación del triunfo de la vida sobre la muerte. El deleite de los placeres sedentarios de la familia no lo entienden los espíritus inquietos los que buscan la aventura y el riesgo. Pero esa huida en busca de una vida más inquietante no va a librar a nadie de que llegue el día de que necesite y eche de menos los goces y la seguridad de la familia, la proyección de su propia vida en las costumbres heredadas de los hijos y todo lo que se desprende de la necesidad de envejecer. Atrapar la esencia de la vida dentro de la familia no es una empresa fácil, en algún momento parecerá que el universo se conjura en contra de nuestros planes, las enfermedades, los fracasos laborales, las empresas arruinadas, los accidentes, los dramas que se desprenden de todo lo que se relaciona con nosotros; es por eso que estamos siempre alerta, intentando identificar cualquier peligro, cualquier posible ser extraño que entre en nuestra casa puede suponer una amenaza para la familia y podemos llegar a la paranoia desconfiando de todo y de todos, ¿por qué no? De ahí que también se eleven la incomodidades de las visitas a extremos difíciles de entender, en el orden de los que han sido educados para ser buenos anfitriones. Y yo debía ser un buen anfitrión, a pesar de mis pesadillas violentas, de corregir mi costumbre de andar descalzo por casa, de confinarme en mi estudio la mayor parte del día para no cruzarme con Trévedes e intentar conversaciones sobre temas comunes que no existían, y de todo el resto de prejuicios que un padre tiene acerca de


cual debe ser el aspecto de los novios de sus hijas, de conocer que planes tienen para el futuro o si son o no de “buena familia”, y en el caso concreto que me ocupaba, si tomaba drogas -lo que viniendo de un indio Tarahumara, una tribu de la que todo el mundo sabe que conserva su exacerbada espiritualidad por consumir peyote-. Para mi mujer todo parecía diferente, yo tenía la impresión de que quería que el compañero de nuestra hija pasara a formar parte de la familia lo antes posible, creo que eso se desprendía de algunos comentarios y confesiones que me hacía en la intimidad. Si nuestra vida necesitara cambios urgentes de composición o tuviera otras necesidades y carencias graves, podría entender aquella sorprendente inesperada simpatía por él, pero yo no lo consideraba así. El rigor con el que yo interpretaba la fuerza con la que podríamos enfrentarnos a los desafíos que la vida aún nos reservaba, no parecía ser el mismo con el que Mariahna lo hacía. ¿Se trataba pues de la fría estadística? “A veces no queda más remedio que hacer estadística con los asuntos y conveniencias familiares”, me decía. Con el tiempo pasa como con los fantasmas, se desaparece pero lo puedes presentir, adivinas el lado por el que te recibe, que es el lado de la indiferencia, e incluso, a veces, lo pierdes por completo, son momentos que no proporcionan pistas y te dejas olvidando hasta que existes. Desde la mañana, este tipo de hechicería se llevó las horas en un vuelo, y ya hacia mediodía alguien llamó a la puerta. Se trataba de un hombre alto y vestido de negro, con los zapatos relucientes, lo habían mandado desde el aeropuerto porque había aparecido mi bolsa. Le quedé agradecido como si lo hubiese encontrado él, y también, él mismo hubiese decidido generosamente venir hasta mi casa para que pudiera recuperar mis cosas. Se lo agradecí tanto que le di un abrazo, y le quise dar dinero pero lo rechazó, dijo que no les estaban permitidas las propinas. Me resultó un poco extraño que el aeropuerto diera ese servicio, lo normal me hubiese parecido una llamada de teléfono para que yo mismo pasara a recoger el maletín por las oficinas de objetos perdidos que el aeropuerto debe tener en alguna parte. En cuanto se fue revisé el maletín por si faltaba algo, y lo más notable fue comprobar que nadie lo había abierto, todo estaba tal y como lo había dejado, también el guión del que esperaba tanto. Esta nueva situación, el cambio operado en los movimientos en la casa, a los componentes de una familia numerosa le parecerán ridículos, quiero decir que aquello que se me hacía una montaña de contrariedades, lo era porque no estaba acostumbrado a los cambios, al movimiento a mi alrededor ni a escuchar una voz diferente a las que ya conocía. Y en un sentido más particular, nunca fui un hombre de aguante, y funcionar bajo presión me ha llevado a errores tempranos. La diferencia con los grupos familiares numerosos es que ellos desarrollan una forma de tolerancia basada en el amor que tienen, y se disponen a ceder porque no consideran que dentro de la entidad familiar eso signifique perder. Un invitado en una familia de más de cinco hijos, a un invitado no lo considerarían un hijo más, pero no representaría ninguna molestia, al contrario sería un reto más a los problemas de número a los que están acostumbrados. Yo, por mi parte había sido hijo único, y Ariadna a su vez lo era también, lo que aparentemente lo debía simplificar todo pero, ojalá me equivocara, creo que nos hacía más tristes. Mariahna me preguntó si me había levantado por la noche, le dije que “sí, y que


resultaría molesto encontrarme con Trévedes en el pasillo, o que nos cruzáramos los dos en la puerta del baño agarrándonos abajo para evitar que se nos saliera la orina antes de llegar al destino”, y que no había sido así. Ella se rió, y contestó que, “al menos, la casa estaba en silencio y no escuché jadeos, que al fin y al cabo eran jóvenes”, ¿qué les parece? Eso me dijo. Tendré que agradecer de algún modo a alguien, aún no sé bien a quien, que a pesar de la fuerza incendiaria de la juventud, aquel hombre se abstuviera de hacerlo con mi hija bajo el techo de mi propia casa. No había una voz más dulce en el mundo que el de aquella jovencita que explotaba por hacerse adulta a pesar de su enfermedad. Detrás de la relación padre-hija había una dependencia de destrucción, al menos por mi parte. Si aquel muchacho se casaba con ella y se la llevara lejos, eso me rompería el corazón. Es cierto que expreso un profundo sentimiento sin tener en cuenta los planes que ella puede hacer para sí, pero en tal situación, mezquinamente lo digo, su enfermedad se convierte en un aliado. Hacía ya algún tiempo que había decidido hacer una visita a un viejo amigo de la escuela, Raloskin Gallius el desenfrenado. Como él mismo diría de su apodo, el excesivo uso de los analgésico y la cafeína lo llevó a ser lo que era. No podía imaginar como sería nuestro encuentro después de tantos años, pero estaba deseando que sucediera. Estaba seguro que la impresión de vernos viejos y achacosos iba a ser toda una oportunidad para reflexionar acerca de lo rápido que había pasado todo. Debo reconocer que viví en mi burbuja sin preocuparme por nada de lo que sucedía en el mundo exterior durante décadas, que yo recuerde, nunca ha sido de otra manera. Necesito creer que en la vida las cosas pasan sin motivo, y que debemos ponernos al servicio de esa sinrazón para estar dispuestos a entregarlo todo en el momento que la misma vida lo demande, que invariablemente, más pronto o más tarde, ha de suceder. Pero no siempre la entrega ha sido total, nadie renuncia a un compromiso absoluto, no lo creo. En este punto debería intentar discernir si a donde he llegado era el punto al que realmente me dirigía, porque el inconsciente, a pesar de nuestras ambiciones, no siempre nos permite transitar ciertos caminos. Hace ya un tiempo que se dio nuestro encuentro, fue por teléfono y nunca pensé que una cosa así pudiera suceder. ¿Pueden creer que su número haya permanecido perdido en una agenda en medio de un buen montón de direcciones durante décadas? Y sobre todo, ¿pueden creer que ninguno de los dos en ese tiempo hayamos cambiado de número telefónico? A mi me parece muy extraordinario, sobre todo si tenemos en cuenta que con el desarrollo de las nuevas tecnologías, casi todo el mundo ha cambiado de teléfono y de compañía de servicio, un buen número de veces en los últimos años. Esa fueron las circunstancias para que volviera a contactar con Raloskin, un número equivocado tomado de una agenda vieja, y llamas a otra persona y no a la que deseas, pero la persona a la que llamas resulta ser la sorpresa del año. Sentí en ese momento que me había empotrado en el pasado y resultaba agradable que así fuera, si bien, para terminar de ser exactos sería bueno decir también, que no lo reconocí primero, no pude reconocer su voz, y tuvo que ser él quien se sorprendiera con una sonora carcajada, y descubriera su identidad para que yo pudiera deshacer el entuerto. En ese instante comprendí lo que había sucedido, su apellido era casi idéntico a la persona que pretendía llamar. Debía de estar un poco adormecido porque en mitad de tales recuerdos la intriga


sobre una fecha determinada se me hizo presente, aquella que habíamos elegido para el reencuentro se cruzó entre mis reflexiones, y como una punzada alarmante se ancló al momento. Sabía que una intriga así no se iría si no me levantaba, iba hasta mi agenda y consultaba la fecha que allí había escrito, y sí, así era, la suposición que había tenido era cierta, esa misma tarde había prometido acercarme hasta su casa. Alcanzado por la prisa y la inercia me puse en movimiento, debía planificar mi salida de casa y prepararme y prepararlo todo para hacerlo después de comer, me afeité de nuevo y me cambié de ropa. Le dije a Ariadna si quería acompañarme, pero me respondió que tenía cosas que hacer, sin embargo, que se quedaría más tranquila si Trévedes lo hacía, y en voz baja añadió, “la niña está fatigada”. Lo de llamarle “la niña” a nuestra hija era una forma de escapar a la realidad, de no admitir que el tiempo pasaba, y que de niña no tenía ya nada. No estuve muy de acuerdo con esa idea, pero insistió y al fin tuve que acceder y enredarme en una discusión inútil. Parece existir en mi una fidelidad desatada en favor de acumular acontecimientos que amontono en mi cabeza y a los que después intento recurrir sin encontrarlos. Es entonces cuando surge esa sensación de haber perdido algo, de haberme dejado algo importante si hacer, de saber que debo recordar y mi memoria responderme con sus limitaciones. La memoria inmediata es la más traicionera, creo que eso es así, porque siempre me deja colgado con algún detalle importante. Si bien debo añadir que, la memoria de lo más antiguo y lejano, aquella que ya no tiene relevancia alguna en el presente, me ata durante horas con los detalles más insignificantes. En estos últimos años, hasta donde he podido saber, Raloskin ha estado muy ocupado estudiando la resistencia de algunos metales y aleaciones. Como tuvo la precaución de no compartir sus estudios y sus descubrimientos con nadie, es posible que haya encontrado alguna cosa que pudiera ser útil a otros, pero como suele pasar con algunos viejos, se ha vuelto raro y desconfiado, y ya nadie va a poder convencerlo de que coopere con otros investigadores que desarrollan su actividad en el mismo campo y con la misma curiosidad. Esa actividad la ejercía después de dar clases a un nutrido número de jóvenes exaltados que se reían de sus rareza y con los que tampoco le gustaba intimar, así que la visita que le voy a hacer va a suponer rememorar la mejor etapa de su vida, la de los colegas de juventud. No suele permitir muchas visitas, pero estoy seguro de que se alegró del malentendido de los números de teléfono, ahora bien, tendré que avisarle antes de salir para su casa de que llevaré un acompañante. Con un sentido de necesaria justicia debo admitir que los estudiantes de hoy en día son rápidos, sagaces y llenos de reflejos, también son capaces de trabajos largos y pesados, de esos trabajos de muchos folios difíciles de corregir e interpretar hasta por algunos profesores, es por eso, que para Trévedes resultará una tarde de interesante conversación. Raloskin de todo el grupo de nuestras salidas de juventud era el más tranquilo, nunca se dejó alejar de sus propósitos por nadie y nunca inició un camino que hubiese seguido otro antes con anterioridad sin meditarlo primero, por eso creo que ha escogido estar donde tiene que estar, y que no hay nada más gratificante que visitar una residencia que resiste y soporta contra todo, por el convencimiento de que al fin, era eso lo que se había deseado y buscado. Escuchando lo que mi viejo amigo tenía que contar, las lineas de mi vida se iban empequeñeciendo, me dividía entre lo conveniente que me había resultado todo, pero


también en la emocionante historia de investigación que estaba escuchando, como había resuelto los problemas y como se había enfrentado a las dificultades. Desde luego para un investigador, las renuncias más graves a los placeres más simples de la existencia, por haberse volcado en sus experimentos no era un tema menor. Intentaré explicar sin embargo, que lo que a mi me pareció una tarde de insuperable verdad y compañía, a Trévedes le pareció una prisión insufrible. Hay generaciones que revientan por salir corriendo, la energía se contiene como sucede en una máquina de vapor, y se manifiesta en una inquietud difícil de dominar. Supongo que a esto también se refería Mariahna cuando me dijo que debería sentirme feliz de que la pareja se contuviera mientras estuviera bajo nuestro mismo techo, pero de eso tampoco estaba seguro. Debo considerar además que el origen de raza de Trévedes. Esa energía a la que hago referencia, su juventud, su naturaleza de origen salvaje, podía llevarlo en cualquier momento a salir corriendo en busca de un caballo y tomar la ciudad al galope. Por otra parte no hay mucho más que contar, salvo que al volver a casa se nos pinchó una rueda del auto y el indio mexicano demostró una destreza absoluta realizando el cambio de rueda en cuestión de pocos minutos. Ante esto, sólo puedo expresar admiración y respeto. Pero también hacer autocrítica e intentar discernir que si será cierto, que la gente nos cae mejor cuando nos son útiles de alguna manera, y estaba empezando a verlo como un espléndido aliado. Entre todas las buenas lecciones de Raloskin, hubo un detalle que no llegué a comprender del todo. Se trataba de una diversidad de ideas difícil de amparar sin queja alguna, porque no todas eran de fácil comprensión. No quise preguntar por temor a que intentara extender sus explicaciones, que ahondara en la materia, que sin duda a él le resultaba facilona y familiar, y entonces si que ya le perdiera el hilo por completo. Precisamente fue por preguntar que Trévedes llevó una mala contestación, cargada de cinismo y yo diría que de algo de burla. Desde luego, en su cima de saber, nadie puede adivinar si sus enseñanzas se merecen un interlocutor mejor o peor, y de eso debió de tratarse aquella contestación. El novio de mi hija no volvió a abrir la boca, y pareció contentarse con que fueran pasando los minutos, sin más. Por una parte estaba la emoción que representaba para mi encontrarme ante un viejo amigo, y saber que se había convertido en alguien tan sabio que podía pasar horas hablando de la calidad de algunos materiales que conocía bien, pero hubo ese detalle desagradable, y no dejo de darle vueltas. Del lado opuesto al placer con que lo escuché estuvo esa contestación a Trévedes, que al fin era un invitado mío, fue algo así como: “si no entiendes de algo no te metas”, creo que no lo recuerdo, al menos, no exactamente, pero ese era el sentido. La enseñanza de una buena charla es un bien impagable, pero quizás deberíamos conocer algo más sobre la persona que la imparte antes de tomarla como algo serio. Volví a hablar con él acerca de Trévedes antes de irme, y aprovechando un momento en que quedamos los dos solos. Cabía la posibilidad de que lo hubiese tomado por un sirviente o sabe Dios qué, por eso creí importante aclararle que se trataba de un brillante estudiante de arquitectura. Me parece que mis intentos por explicarme no valieron de nada, y nos despedimos sin darle mayor importancia. Arranqué el coche y el muchacho ni miró atrás, como si diera por hecho que ninguno de los dos se habían caído bien. Más adelante vino aquello de que se me pinchó una rueda, y él se ocupó del todo, como si fuera capaz


de reconocer de un vistazo que yo era un perfecto inútil para esas cosas. En alguna de las contrariedades que el día aún nos deparaba estaba llegar a casa y descubrir que Ariadna estaba en cama con un ataque de fatiga, y que mi mujer nos pidiera en voz baja que no hiciéramos ruido para no despertarla. En tal momento comprendí que la tranquilidad de todos estaba íntimamente ligada, que nada de lo que funcionaba dentro de la casa seguiría funcionando si aceptábamos esa comunicación, y no hacía falta darle muchas vueltas porque nosotros ya lo sabíamos, pero comprendí que, en realidad mi mujer estaba informando al estudiante. Era una forma de avisarle de que nada era como había sucedido en las horas precedentes, que había dormido con ella, que había pasado las horas del días anterior, y también jugando y riendo esa misma mañana, moviéndose libremente por toda la casa, casi divirtiéndose como dos niños en su primer día de playa, pero, por desgracia, aunque él no lo hubiese apreciado eso se trataba de una excepción. Los dos jóvenes se compenetraban con la exactitud de los que no creen haber pasado suficiente tiempo juntos. Creo que les hubiese gustado vivir juntos de forma permanente, organizar sus vidas en un vínculo de necesidad mutua, de tenerse en cuenta en cada decisión para que sus vidas no se fueran cada una por su lado. Según esto, la visita de Trévedes a su novia tenía una intención que se empezaba a difuminar, una finalidad que pretendía el desarrollo de una forma real, y la realidad estaba ante sus ojos, esa noche dormiría en el sofá y no la volvería a ver hasta el día siguiente, y lo que había tenido en la cabeza hasta ese momento había sido fantasía. En ese momento ya no tenía mucho más que decir, y aunque durante el trayecto en coche había estado hablando amigablemente con Trévedes -tengamos en cuenta que ni él era muy hablador, ni yo estaba especialmente inclinado al discurso-, ya no me quedaba mucho más que decir ese día, o tal vez, si lo pensamos con otra perspectiva, no parecía que si había algo que decir fuera ese el momento. Mas que intentar deslizarme entre las dudas que el muchacho pudiera tener, opté por el silencio en espera que ordenara sus ideas e hiciera alguna pregunta, la precipitación no suele conducir a buenos resultados. Todos hubiéramos preferido que las cosas no fueran así, que la nuestra fuera una familia alegre, jovial, llena de energía y desenfadada, pero la realidad era que parecía la casa de unos viejos prematuros. Como si se tratara más de una actitud que de la consumación de un hecho real constatado, en una ocasión había sumado la edad de los tres, y comparado con otras familias no era para tanto, si bien si nuestra hija se hubiera decidido antes a tener un bebé, la media hubiera bajado bastante y la casa se habría llenado de otro aire; creo que ya era un poco tarde para eso. Supongo que no pasaba inadvertido para Trévedes que la enfermedad de Ariadna iba más allá de lo que había pensado, y por lo tanto, cualquier sueño que hubiese albergado en las condiciones de ambición total, en que los jóvenes suelen hacerlo, debía ser revisado.


4 El Juego De Las Lagunas Como en la última parte de todas las historias, tiene que llegar un momento que se manifieste como el final de un ciclo, que se llene del significado que empieza a interpretar que todo expira a nuestro alrededor. Concluyamos que como la luz de una vela nos vamos apagando hasta ser solidarios con todo lo que se apaga alrededor, no sólo por haber compartido el mundo sino por ser conscientes al mismo tiempo de que formamos parte de un final compartido. Formulamos entonces una poesía de vencidos que tiene que ver con nuestro cuerpo afligido. Hemos protagonizado nuestra historia y va llegando el momento de aceptar el final, se aproxima, lo sentimos en que el peso se va volviendo más y más insoportable. Nos arrastramos hasta el espejo para mirarnos desnudos y descubrir que nos ha pasado lo que tantas veces intuimos en la fruta, no sólo perdemos musculatura, se arrugan nuestra piel, pero también los tendones, y posiblemente los huesos se oscurecen y pierden fuerza. Clamamos contra la vejez, porque nos cuesta aceptar el final de la historia, pero lo cierto es que nuestros órganos internos también se arrugan. Vemos a nuestros padres ancianos y sabemos que su hígado, su páncreas y su corazón ya han trabajado más que un motor de un auto viejo, uno de aquellos primeros autos de antes de la guerra, y que los motores no se arrugan como la fruta que se va desinflando como un corazón que no admite bombear más sangre, y que por lo tanto nada debe ir tan bien como creemos. Me identificaba conmigo mismo, con lo que era y con lo que representaba, pero jamás me había sentido más asustado de mi propia imagen que la delgadez a la que me había sometido después de cumplir la edad de jubilarme. Algunos a mi edad habían dejado toda actividad y se habían dedicado a viajar, y estuve tentado de eso, pero no sería justo para mi familia. Como suele suceder en estos casos, uno valora sus aficiones -ya les he contado como me gustan los aviones, y más que eso, los viajes en avión-, y cree que haber sobrevivido a una vida da derecho a confirmar sus aficiones en la edad avanzada. Era una idea recurrente, llegaba en los momentos que menos esperaba, y aceptaba que debía ser tomada en cuenta. En una cabeza de anciano, las ideas van y vienen con cierta locura, al menos, a mi me pasaba, y por una causa u otra solía surgir algo que terminaba por relacionarse con esa afición maldita que me atraía de tal forma. Sin embargo, aún con todo mi ánimo intacto, nada afectaba tampoco a la contrariedad de la superstición y aún permanecía presente entre todos mis deseos para una vejez feliz, la profecía acerca de mi muerte en un viaje de avión. No sé como llamarla, porque darle la categoría de profecía me parece demasiado para un médico psicólogo de segunda que posiblemente ni siquiera tenía un título. Creo que me tranquilizaba creer que no había pasado de ser la sugestión que nos creó con algunos aciertos de simple adivino de teletienda. Crear un fantasma en la conciencia de cada uno no debe ser difícil -me decía pensando en la posibilidad de un accidente-, sobre todo si hemos acudido


desprovistos de toda defensa en busca de ayuda a un adivinador o charlatán sin escrúpulos. La permanencia del conflicto tiene mucho que ver con la fuerza de la impresión, con el impacto y el tamaño de la cicatriz, y la transmisión del mismo ya no será miedo sino fanatismo. Tenía que renunciar de una vez por todas a creer que la atracción que sentía por viajar en avión pudiera tener algo que ver con la creencia de que moriría en uno de ellos. Algo no es real de lo que ha condicionado mi vida, me decía mientras volvía a mirar la bolsa que había llegado de aeropuerto. Para cualquiera que me hubiese visto, por segunda vez hacer una inspección tan exhaustiva lo hubiera llenado de extrañeza, pero se trataba del contenido improbable de lo que no recordaba haber metido en ella. ¿Nunca les ha sucedido de llevar una bolsa de la que no conocen todo lo que alguna vez habían metido en su interior? Se trata de que con el tiempo vamos llenando cosas hasta que no sabemos lo que contienen. Introduje mi mano en el interior y empecé a sacarlo todo y dejarlo sobre una mesa. Podría calificar de surrealista encontrar allí un periódico viejo, una llave que no sabía qué puerta abría o un cortauñas, pero nada me hacía suponer que hubiese perdido alguna cosa importante. Fue como una repetición, como volver a ver la película de esa mañana, el mismo proceso, el mismo orden, las mismas cosas colocadas sobre la mesa, todo en su sitio, nada extraño. Para terminar la inspección abrí el guión y lo leí -me gustaba releer lo que yo mismo había escrito y siempre encontraba alguna cosa que me gustaría cambiar-, todo iba bien, hasta que los dedos que lo sostenían notaron una irregularidad en la parte posterior, un relieve desconocido que rompía la sensación de planicie y lisura que los dedos esperaban encontrar; lo cerré, le dí la vuelta y con sorpresa comprobé que alguien había arrancado las últimas hojas. “Parece que alguien ha leído el libro y no le ha gustado el final”, pensé. Recluté las fuerzas necesarias para creer algo improbable, porque no le hubiese dado tiempo a leer el libro en una mañana por muy rápido que fuera. Cabía la posibilidad de que hubiesen utilizado las páginas para salir del paso en alguna necesidad imperativa, incluso que alguna limpiadora las pusiera en un suelo húmedo para evitar resbalones, pero prefería pensar que el final del guión era malo y que ese había sido el motivo. Desde que descubrí que faltaban unas diez páginas, la obsesión por cambiarlo me acompañó minuto a minuto. Puesto que el momento que estábamos viviendo no era el más idóneo para retirarme a mi estudio a escribir, decidí ponerme en contacto con el productor que me había comprado el guión y acordar los términos en que se podría realizar el cambio y que me llevaría algún tiempo. Se mostró muy sorprendido porque él tenía una copia y le gustaba como estaba, así que añadí que lo haría de todas formas y que luego escogiera el que más le gustara. Por supuesto le dejé muy claro que eso no iba a suponer ningún cambio en las condiciones económicas. Mariahna había comprado un vestido de flores durante el viaje, posiblemente mientras yo estaba en alguna oficina hablando con aburridos secretarios. No había querido enseñármelo por no romper el paquete, y así, perfectamente empaquetado se lo trajo en su maleta. Le tenía cariño a algunos de sus vestidos eso era un hecho, aunque nunca lo hubiese reconocido. A mi me parecía muy natural que así fuera, porque otras mujeres tenían esa misma pasión por los zapatos, o por los colgantes y los pendientes, sin dejar por ello de ceder la fuerza de sus cuerpos a sus abalorios. Me


sucedía algo parecido con mis zapatillas de estar en casa, no me duraban mucho, pero tenía una buena colección de ellas, aunque sé que no es una buena comparación. La miré distraídamente cuando pasaba delante de una ventana, se paró allí mismo y la luz cerró mis pupilas y apenas podía ver otra cosa que la luz de la calle, pero no la perdí de vista. En ese momento se movió un poco porque notó que yo la miraba y se giró sonriendo, el vestido era precioso y se lo dije. “Es una pequeña obra de arte”, insistí, y ella seguía sonriendo. Tendría miedo a tocarla por no arrugar el vestido floreado. Jamás la había visto tan luminosa, venciendo todos nuestros fantasmas. Fue un acto generoso, porque yo sabía que no le apetecía mostrarse tan alegre como a mi me parecía que estaba, “ya me lo voy a quitar, me lo puse sólo para que lo vieras”, me contestó y desapareció. Ariadna iba dejando un rastro reconocible de amor y ternura. Desde el momento en que empezó a empeorar dentro de mi se desarrollaba ese sentimiento profundo de afinidad que tenemos con los hijos, y que no sabemos si atribuir a nuestra necesidad de sentirnos queridos, o a que ellos se saben hacer querer. Puesto que se iba apagando sin que pudiéramos hacer nada al respecto, todo lo que representaba se sobredimensionaba, me apresaba y en ese tiempo pasé horas pegado a su cama, me quedaba dormido en un sillón que pusimos al lado de su cabezal. Prestarme a analizar cada incongruencia de una muerte que presenta sin previo aviso me hacía muy desgraciado. El ciclo se presenta no sólo en nuestro cuerpo gastado, sino en el agotamiento de todo lo que nos rodea. En estas condiciones empecé a escribir el final de “También sueñan las medusas”, pero al estar contagiado de toda la tristeza posible, no fui capaz de escribir nada que no estuviera imbuido de ella. Después de la incineración de Ariadna volví a ver a Trévedes y me alegré por ello; vino a visitarnos en cuanto le fue posible, porque había vuelto a México y hacer un viaje con ese único propósito era una muestra de incomparable nobleza. Creo que es fue el momento en que empecé a pensar que Raloskin, en realidad, era un pobre idiota que juzgaba a la gente por su apariencia y no les daba ni una oportunidad. “Somos tan vulnerables...”, una vez más hablaba en voz alta, buscando un eco en las paredes del salón, una tarde que se hacía noche invadiéndome de sombres que empezaban a desaparecer para quedar todo en absoluta oscuridad. Incapaz de asumir lo más triste de mi vida empecé a lamentarme a escondidas y sentir lástima de mi mismo. Descubrí entonces que la vida tiene el sentido de lo efímero, cuando hasta ese momento había creído que lo que era mí por derecho nadie podría nunca quitármelo. Consolándome con la compañía de mi mujer -mucho más entera que yo, o tal vez haciéndomelo creer para darme fuerzas- me refugiaba en el trabajo y en terminar de una vez el guión que el productor esperaba con ansia para poder saber que final le pondría a su película, y digo “su” porque ya no era de nadie más que de él, ni siquiera del director. Como tenía por costumbre sumergirme en el trabajo una ver que sabía a donde quería llegar, le día todas las vueltas necesarias y algunos meses después de la muerte de Ariadna, casi pasado el año del viaje para entregar el primer original con el primer final de lo que iba a ser la historia, que finalmente, posiblemente, el director diría que necesitaba comprimir, empecé a plantearme un segundo viaje para llevarles la corrección a la que lo había sometido. Pero, al igual que hubiese escuchado a Mariahna, en esta ocasión cuando me pidió


que lo mandara por correo, apenas dije que no con desgana y creo que me entendió porque no insistió. Quería hacer ese viaje, quería volar de nuevo, sentir al avión despegarse del suelo, no como aquellos estudiantes que viajaban en grupo y no dejaban de bromear, porque para ellos era como un viaje en autobús, pero para mi representaba la conquista de la libertad. Excitado me preguntaba cómo era posible que un aparato de acero y aluminio, con el peso de cien elefantes, cargado en su interior como carga sus tripas un hipopótamo, podía de pronto echar a volar, navegar a través de las nubes, y después dejarse caer suavemente y rodar por la tierra hasta detenerse. La singularidad de mis últimas decisiones, debía reconocerlo, extrañaban a Mariahna hasta considerar que ya había sido bastante de todo, para que aún quisiera darle una vuelta más encerrándome a escribir. Olvidé yo entonces, que mientras me ocupaba de escribir guiones, ella siempre había tenido el apoyo de nuestra hija, mientras que ahora la dejaba sola demostrando un egoísmo en el que no me reconocía. Creo que fue por eso por lo que no quise que me acompañara en mi último viaje. Sin más motivos a tener en cuenta, me negué a que viajara sin necesidad. Teníamos una idea similar del mundo y sus condiciones, aceptamos que estábamos juntos en nuestra última etapa, lo sufrido, los fracasos, las decepciones, todo lo que habíamos pasado y encajado juntos, debería unirnos en esos momentos difíciles. Quiso el destino que finalmente también estuviéramos de acuerdo en la separación y en que yo no hiciera el viaje en coche como ella sugería, respetando así mi deseo de volar de nuevo. Apenas tardamos en superar nuestro enfado y me pareció más animada, no obstante puso la condición de que Trévedes me acompañara, y estuve de acuerdo en hablar con él que aún permanecía en nuestra casa. Aunque, como creo que se ha notado durante toda la narración, el hecho de que Trévedes fuera indio influía notablemente en las reacciones de amigos y conocidos, yo no quería que se llevara una mala impresión de nosotros. Estas circunstancias y otras parecidas eran del tipo de cosas que me hacía perder la confianza en el ser humano, de seguir por ese camino, la tan anunciada autodestrucción del hombre como especie, llegaría antes de lo que pensábamos. En sus rasgos se apreciaba una evolución de las facciones que estribaba en una falta evidente de bordes filosos, lo que a muchos les podía parecer exótico, pero para otros era la muestra clara de alguna limitación genética, opinión que, por supuesto, yo no compartía. Trévedes se había prestado generosamente a todo cuanto le habíamos pedido, y nos sentíamos a gusto con él en casa, de hecho, no podíamos por menos que reconocer que nuestra hija había hecho una buena elección, y que era una pena que al final hubiesen podido fundar una familia; tener nietos medio indios creo que me hubiese gustado. Los pormenores de la conversación que debía tener con él estaban casi decididos, y al fin sabía que debía ser afectuoso y mostrarme agradecido, pero sin pasarme. Todos estábamos doloridos por los últimos acontecimientos, pasar por tragos semejantes en la vida, afecta al carácter de las personas, a algunas las cambia por completo. Igual que en el ejército los peores sargentos alimentan la idea de que el dolor forma el carácter de sus soldados, la experiencia de perder seres queridos nos puede volver seres amargados, huraños, irascibles, incomunicados, encerrados en nosotros mismos, con desprecio por los superficial de la vida o mal encarados. Así las cosas, no podía


saber si Trévedes interiorizaría la muerte de sus sueña y el entierro con ella de todos sus sueños, hasta tal punto o si estaba en una transición lenta de resentimiento hacía esas posiciones. Recuerdo aquellos primeros minutos de nuestras conversación por el temor que me infundieron, no podía dejar de relacionar los largos silencios de Trévedes con la desgracia, si apreciar que siempre había sido así. Nuestra amistad no era la solución de un momento, o de un encontronazo callejero, nos habíamos ido conociendo poco a poco y había mediado el dolor que de la misma forma nos afectara, por lo tanto esa comunión era sincera y había elementos suficientes para poder hablar con cierta libertad. -Estimado Trévedes -le dije-, espero que no me malinterpretes. Sé que estarás deseando volver a tu tierra, con tu familia y tus amigos, pero nos gustaría que te quedaras una temporada con nosotros, de hecho nos gustaría que te quedaras definitivamente, sustituyendo a la hija que hemos perdido pero sabemos que eso es imposible. Hay algo que no te he contado de Ariadna y es posible que este sea el mejor momento para eso, ella era una hija adoptada, y tal vez por eso y por la forma en que llenó nuestras vidas la quisimos mucho más que si fuera una hija natural. Sólo Dios sabe como la quisimos y cuanto la necesitamos -Trévedes parecía confuso, pero me dejaba hablar, adoptaba aquella postura tan propia de él de dejar que le soltaran todo antes de responder-. En realidad, esta particularidad de Ariadna no tiene mucho que ver con lo que te quería decir, pero también quería que lo supieras, porque te apreciamos y no hay secretos entre nosotros. La consideración que mostraba por el estudiante de arquitectura estaba más que justificada por su buen carácter. Si la forma de ser de alguno de nuestros congéneres no nos resulta de la positividad necesaria, debemos resignarnos a privarnos de su compañía, abocarnos a la soledad si es necesario, porque cuando dos mundos muy distintos se encuentran es muy posible que uno quiera pasar por encima del otro y eso es lo que hay que evitar siempre y de cualquier forma. Por todo lo que ya conocíamos a nuestros huésped, él no era así, al contrario, nos aportaba una gran tranquilidad y sosiego, y eso a ciertas edades es un mérito importante a tener en cuenta. Aquello que algunos consideran una circunstancia menor, para Mariahna y para mi, incluso para Ariadna antes de su muerte, era de una importancia vital: no he pensado mucho en ello, pero quizás fuéramos gente de sangre fría, de tensión baja, dados a la quietud y a pasar horas sin movernos, desde luego, cualquiera no puede soportar eso. Sería inútil sostener que además de las demostradas cualidades que nuestro amigo tenía, nosotros no nos sentíamos huérfanos, y que él era la parte más importante que nos había dejado la memoria de nuestra hija. Por eso y por el deseo, quizá oculto, de mantener a Trévedes una temporada más con nosotros, era por lo que quería que hiciera aquel viaje conmigo, presentarle a la gente de la productora y en fin, que nos lo tomáramos también como una vacaciones. -En lo que se refiere a tus planes, no sé cuales son, pero me gustaría que me acompañaras en este último viaje para mostrarle a los señores de la productora los cambios en el guión y así podrías ver como funcionan estas cosas por dentro. Por


supuesto que lo entendería si me dices que no, acompañar a viejos no es un pasatiempo de lo más entretenido. En ese sentido, debo añadir que yo tampoco soy precisamente la persona más divertida del mundo, pero me gustaría que me acompañaras. Teniendo muy presentes lo complicado de que mi propuesta llegara a funcionar y tuviera una respuesta positiva, todavía me situé en un estado mayor de excitación cuando la primera respuesta fue que se lo tenía que pensar. Concebí, durante los días siguientes, que fuera lo que fuera lo que Trévedes me tenía que decir, excusa o no, tenía que ser ya, porque se acercaba el momento de la partida y debía decidir si planificar un viaje en solitario o no. Entonces la idea de ir solo no me pareció tan mala, después de todo..., los últimos viajes son siempre en solitario, ¿no creen?



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