1 Este Frío Viento Entrelazado El viento y el frío no ocurren hermanos, sólo en los libros, En el vacío penetran entrelazadas las costillas, Pero para avanzar, sus flechas primero se lanzan oscuras, Contra la muerte, cuando oscura ya no madruga la mano asesina. Este viaje me está costando como ningún otro. Esa mujer que besa en la memoria No redime con sus ojos vacíos, Ni se acerca si no reclama. Para que la nada exclame enfermiza, Nada en el confín de todo respira. Ya no causa el asombro de antaño Pero no ha perdido sus malas maneras, Ya no prescinde de seducir.
1 No es que la impaciencia no le permitiera dormir, en cuanto se recostó y apoyó la cabeza en la almohada cayó dormida sin remedio. Tampoco era que estuviera tan cansada que no pudiera evitarlo, sino que lo deseaba por algo que había sucedido en noches anteriores y que durante el día se había manifestado hasta ponerla ansiosa. Se quedó en el primer sueño, anclada a una esquina como quien espera una cita. A su marido no le importaba esa novedad, o tal vez deberíamos llamarlo, esa nueva fiebre por acostarse temprano. Cuando era una adolescente le había pasado algo parecido, pero su primer novio se cruzó en su camino y echa un ovillo en sus brazos había perdido su capacidad de volver una y otra vez al espacio que desarrollaba en sus sueños. Casi lo había olvidado, pero esos espacios habían vuelto, llenos de peculiaridades, detalles, cuestiones específicas acerca de las imágenes y las sombras. No estaba sola en esos sueños, eso estaba claro, y los personajes iban y venían. Alguno era un poco más importante que otros, pero los espacios la tenían seducida, impresionada y sorprendida. La noche anterior había soñado que estaba en un salón francés de antes de la revolución, rodeada de pelucas blancas y enormes vestidos con generosos escotes. Se quedó dormida pensando que volvería a bailar en uno de aquellos salones. Etba podía olvidar los detalles de sus sueños, pero guardaba la sensación de realidad, al menos durante el día siguiente a una noche intensa. Y esa sensación era suficiente porque era más fuerte de todo lo que esperaba, y la hacía desear que volviera la noche y estar somnolienta. Cuando su hijo Rasp cumplió los quince años empezó a ser consciente de lo poco
habitual que era que su madre durmiera tanto. Ella le habría dado cualquier cosa que le pidiera, pero quedarse dormida era involuntario, y aquella tarde que cruzaba la ciudad en autobús con él, le volvió a suceder y se pasaron de la parada. Tenía la intención de no llegar tarde aquel día de fin de curso, pero al pasar delante del colegio, Rasp miraba por la ventanilla a sus compañeros que jugaban en la acera. Sobresaltado le movió el hombro y la cabeza, la barbilla se balanceó sobre el pecho sin la sujeción necesaria hasta que abrió los ojos. En el autobús iba más gente pero no miraban descaradamente a la señora dormida, como si el sueño mereciera un respeto. Fue la primera vez que él notó que aquello le podía crear problemas, pero bajaron en la parada siguiente y a paso apurado llegaron apenas unos minutos tarde. Aún no había vuelto a casa y empezó a sentir de nuevo la necesidad de soñar, cualquier pequeño acontecimiento que se cruzara en su camino tomaba la forma de un inicio, le abría el camino para imaginar una historia loca en blanco y negro, cubierta de sombras, pero capaz de las sensaciones más intensas. No había llegado a cerrar la puerta de la calle y ya se había sentado en una silla en el pasillo, ni siquiera había pasado del armario de la entrada donde dejaban los abrigos y los paraguas. Nada de eso. Se recostó y cerró los ojos hasta que le pareció que todo quedaba fuera de sus límites, la cocina, el baño, y por fin la habitación. Lo imaginó, lo deseó, pero seguía allí sentada, con su abrigo y sus botas puestas. Claro que si pudiera tumbarse en la cama todo sería más duradero y profundo, pero no se atrevía a moverse, porque la respiración había empezado a moderarse y esa era la señal justo antes de perder por completo el contacto con la realidad. No era una cuestión de fuerza de voluntad, pero reconocía que ese no era uno de sus fuertes, se trataba también de haber encajado perfectamente en aquella silla en el momento que más lo necesitaba, menuda, con las orejas y la nariz sonrojadas, dejándose arrullar por el calor de la calefacción y el abrigo abrochado hasta el pecho. Podía tratarse mucho más que de una enfermedad, si llegara a sospechar que también eso fuera. Tal vez se trataba de una elección entre muchas otras en la que debía poner un poco de orden, sólo eso. A veces podía verse desde el aire, o soñaba que se veía, inmóvil, profundamente dormida. La silla no le iba a ofrecer el confort que esperaba, o tal vez en un momento así no se piensa, pero lo cierto es que se fue escurriendo, y cuando despertó una hora después estaba tumbada en el suelo y la silla caída a su lado. Raulo tenía la virtud de dejarse impresionar por los sucesos extraordinarios, sobre todo si se trataba de accidentes; no obstante, lo que incidía en esa virtud era que esa impresión le permitía implicarse en el suceso sin paralizarse. La impresión, en su caso, era un aspecto positivo a tener en cuenta. Incluso en algún caso que se viera involucrado en un accidente de automóvil con sangre, miembros amputados y muertos, había conservado lo mejor de él hasta mostrarse activo y de indudable utilidad. Aunque el principio se mostró incapaz de pararse a verificar que estaba en un error, pensó que a Etba Rivetta le había dado un síncope y podía estar muerta. Pero, como digo, no se paró a comprobarlo. Inmediatamente la cargó sobre sus brazos, la llevó a la habitación y la tendió sobre la cama. Sólo entonces, en un análisis más sereno, comprendió que dormía, un sueño profundo como nunca había visto, lo que al dejarla sobre la cama la había llevado a un plano superior y respirando con más profundidad le hizo creer que sería incapaz de despertar alguna de vez de aquel estado, que por sus sonrisa parecía tan sosegado y placentero. Raulo. Por algún motivo difícil de comprender se sintió avergonzado, la cubrió con una manta, mientras decidía que, en principio, debía ocultar aquel hecho a todo el mundo, llevarlo en secreto hasta conocer la dimensión real de todo aquello, si se trataba de enfermedad o de una simple reacción fisiológica con la que tendría que convivir. Esa fue la primera vez que vio a su mujer en ese estado. No puedo expresarlo con más seriedad; afirmo que sin llegar a considerarse una enfermedad la forma de dormir de Etba Rivetta era enfermiza. No hubiera podido librarse de ella en aquel momento, pero como no era un síntoma permanente de algún otro mal, y como llegaba desaparecía, nadie podría diagnosticarlo ni atribuir a algún fármaco que en un momento dado desapareciera. Podría haber supuesto un peligro añadido si se durmiera de golpe, pero no se trataba de eso, no era como un desmayo, sencillamente se iba apagando, necesitando sentarse y apoyarse y cerrando los ojos lentamente. Aunque hubiese necesitado un médico para desprenderse de su sueño no hubiese encontrado ninguno que pudiera solucionar su problema de una forma científica. Aún con todo,
debemos valorar que si su sueño la hubiese tomado por sorpresa hubiese podido caer bajo las ruedas de un coche, caer por unas escaleras o por una ventana, o haberse derrumbado en la cocina con una sartén de aceite hirviendo encima, por poner algunos ejemplos contundentes de como de peor podría haber sido con sólo imaginarlo. Raulo empezó a trabajar en el taller unos meses antes sin contar los problemas añadidos que podrían surgir, ni imaginar que aquella debilidad adolescente de su mujer se manifestaría en un momento tan inoportuno. Hasta aquel momento se las habían apañado con su vida bastante bien, y tenían un hijo al que habían criado sin demasiados problemas. A veces discutían, pero en eso también se parecían a las parejas más corrientes. Si una discusión se cernía sobre alguna diferencia insalvable se encendían sin control pero sin llegar a levantarse la voz; al final se dejaban por imposible el uno al otro y seguían con su vida. Como su hijo había entrado en una edad en la que empezaba a preferir pasar tiempo solo, o dicho de otra manera, salir de debajo de sus alas, e intentar algunas salidas sin el control paterno, Raulo interpretó que podía existir una relación con el sueño de su mujer. Creyó entonces, que al sentir que su hijo ya no la necesitaba se liberaba al tiempo de cualquier otra responsabilidad, que siempre sería menor a la de atender a un hijo, y ese abandono le permitía evadirse de la realidad sin ningún tipo de remordimiento. Como el tiempo que a él le quedaba libre, la encontraba durmiendo, la comunicación quedó en un impasse al que él se enfrentó intentando minimizar los inconvenientes que le creaba. A Raulo le gustaría llegar del trabajo -ahora que por fin volvía a trabajar después de algún tiempo-, y sentarse en el salón escuchando alguna emisora de radio con música melódica, y charlar con ella de como había el día, después preparar una merienda fría y tomarse una cerveza antes de que se hiciera de noche. Podrían hacer cualquier cosa que desearan antes de que su hijo volviera de sus actividades extraescolares, lo que lo mantenían ocupado hasta muy tarde. Se trataba de un parón inesperado en todos sus planes, pero iban rodando a medio gas, como se suele decir. Raulo había jugado al fútbol durante su juventud, y no le había ido mal. Había ganado suficiente dinero y había conseguido ahorrar una parte, pero las lesiones acabaron son su carrera, y durante un tiempo había asistido a un entrenador como técnico de un equipo. Había jugado de defensa y finalmente le habían extirpado el menisco y no había quedado completamente curado de otras lesiones de rodilla. Cerca del momento final, cuando ya iba a salir del que había sido su club durante tantos años, sus compañeros le hicieron una gran fiesta de despedida. Hicieron una cena en un gran hotel, hubo mucho alcohol y chicas, y acabaron bañándose desnudos en la piscina. No hubo malicia en nada de eso, las fiestas del club eran como las despedidas de solteros, se trataba de pasarlo bien un día haciendo todo tipo de locuras, nada que afectara al equilibrio que también esperaban en sus vidas cotidianas. Nadie debía acordarse de aquella noche, y nunca le dijo a Rivetta en que términos se celebraba, pero suponía que ella tuviera momentos parecidos en sus salidas nocturnas sólo de chicas. Cerca del final de su carrera deportiva como ayudante de entrenador, terminó sus estudios de mecánica y empezó a trabajar en el taller, fue un cambio profesional algo extraño, un giro brusco en sus costumbres, pero, en honor a la verdad, la realidad de otros compañeros que habían dejado el club antes que él era todavía peor: desde los que pasaban de relaciones públicas de una gran discoteca a ser los porteros, a los que hacían unas oposiciones para bomberos, otros llegaban a salvavidas en una piscina y algunos, oficinistas, o jardineros en el ayuntamiento. En fin, los trabajos más variados, sobre los que volcaban una parte de su personalidad perdida en el mundo deportivo. Nunca dudó de que podría sacar a su familia adelante, y durante el tiempo que duró aquel cambio radical en su vida, alimentó la idea de estar enriqueciendo sus conocimientos y preparándose para algo aún mejor. Su propósito era mejorar en su trabajo, tal vez llegar a ser encargado, o montar su propio negocio, pero inexplicablemente pasaron los dos primeros años y se vio cómodo en aquel ambiente de camaradería y de bromas entre mecánicos que estaban cómodos con sus vidas tal y como discurrían. Habían pasado dos años desde el momento en que su mujer empezó a quedarse dormida sin previo aviso, pero había mejorado, y tal vez esperaba que en cualquier momento volviera a suceder, pero llevaba muchos meses sin volver sobre aquellos síntomas. Faltaba un mes para que Rasp cumpliera lo dieciocho y Raulo estaba empezando a asumir que los
cambios en su vida iban muy rápido. Podía entender que el muchacho iba en serio con su última novia y que si todo seguía como parecía, en poco tiempo se irían a vivir juntos y la casa quedaría con un vacía, no por esperado, menos helado. Ponía excusas para ausentarse por la noche, casi siempre decía que iba a alguna fiesta, pero no era difícil de adivinar que la pasaba con su novia. Lo imaginaba trepando hasta su ventana, y saliendo de allí antes de la mañana para que los padres de ella no los descubrieran. Esa era una posibilidad, pero había algunas otras: que algún amigo les cediera el piso para sus escarceos, que ellos mismos hubiesen alquilado una habitación sin decírselo a nadie, o la que más le desagradaba, que pudieran estar gastando una fortuna en moteles de carretera. Rasp había empezado a jugar en categorías superiores y no había dejado sus estudios pero empezaba a tener suficiente dinero para independizarse. Que la vida nos pase delante de las narices sin que apenas nos dé tiempo a interpretarla no debe parecernos nada extraño, existimos para pasar por ella, no para interpretarla; a menos que hayamos nacido con vocación de profetas, de filósofos, o se poetas. Sin embargo, cuando compartimos nuestros destino con otros, de esa convivencia surge una interpretación involuntaria, de la que conscientemente nos dejamos imbuir. La vida de familia y la forma en que se enfrentan al mundo, a lo que les queda por vivir y a la muerte, cada vez que se cruza en su camino, interpreta, categoriza, ordena, establece rangos y estéticas, e intenta entender lo que tiene que ver en un contexto más amplio. Cuando Raulo propuso por primera vez a Etba Rivetta que separarse era una opción que debían tener en cuenta para su felicidad, y que si ella creía que podría ser más feliz con otra persona él lo comprendería. Ella en aquel momento no le había respondido, pero (nunca sabría si la causa habían sido aquellas palabras) de pronto empezó a recuperarse de sus inesperados sueños. Había pasado mucho tiempo desde entonces y las dudas resurgían, esta vez por otros motivos. Raulo se dejó caer en una silla del taller, le tocaba cerrar y todos se habían ido. Estuvo allí sin moverse tanto tiempo que se hizo de noche y apenas se movió. Sus pensamientos iban y venían sobre la vida que le quedaba, sobre el amor que sentía por Etba, sobre cuánto iba a durar su matrimonio, y sobre si valía la pena seguir alargándolo a pesar de notar todo aquel descontento. No se trataba precisamente del mejor momento de su vida. Cuando un cúmulo de viejas conversaciones toman forma en la cabeza, y eso lleva a ideas sórdidas y atrevidas, y a continuación empiezan a tocar el alma y a entristecernos, nos creemos legitimados para tirar la toalla, por muy perverso que este acto nos hubiese parecido en el pasado. Le escocían los ojos, y empezó a considerar absurdos todos aquellos pensamientos que lo asolaban. Así pues, mientras se frotaba las manos con disolvente, se irguió e intentó ponerse de nuevo en marcha. El gato del taller -en realidad no era del taller, era un gato asilvestrado que entraba y salía a su antojo por un agujero en la puerta- se movió y dejó caer unas latas vacías; eso acabó de despertarlo del todo, se dio una ducha y después de sacarse el mandilón y vestirse con sus propias ropas volvió a casa sin ni siquiera parar a tomar una cerveza. Él no lo sabía, pero cada vez que hablaba con Etba producía una conmoción difícil de cuantificar. A ella le parecía un charlatán sin fondo. Razones a medias, vocecita de cura como avergonzándose, lloriqueos sin una lágrima, ¡Dios Santo, nadie podría reconocer en él al deportista rudo y arriesgado que había sido! No tenía sentido del decoro, al menos ante ella, porque ante extraños seguía guardando las apariencias igual de bien que siempre. Lo escuchaba con paciencia, a pesar de que le repugnaba ver como se rebajaba. ¡Qué hermoso le había parecido en otro tiempo! Pero ya no, y tampoco iría a verlo a jugar, ni siquiera un partido de veteranos. Él quería una respuesta afirmativa y ella callaba, como si no lo tomara en serio. Después, como si recapacitara, no volvía a tocar el tema durante meses, y esta última vez había pasado un año. Y volvía con aquel asunto, de que era ella la que no lo soportaba y no era feliz, y de que su ofrecimiento era sincero, porque lo hacía por ella. Quedaban muchas tardes en el salón esperando que Rasp volviera para cenar juntos. Entonces se dieron cuenta de que Rasp ya casi nunca estaba en casa a esa hora. Que entraba y salía como un fantasma, que no le gustaba oírlos discutir y que a veces ni se despedía. En una ocasión llamaron a casa de los padres de su novia para saber si iba a estar para cenar y a él le pareció tan mal que se lo dijo muy incomodado y no lo volvieron a hacer. Después de eso, Etba se inventaba cualquier excusa para bajar a la calle cuando empezaba a anochecer, y estar un rato dando vueltas esperándolo,
mientras Raulo veía los partidos del fin de semana sin despegarse del televisor. El peligro era real, se estaban quedando solos, frente a frente, y cuando esperar también se hace innecesario cualquier cosa puede cambiar. Raulo creía que su hijo terminaría por tomarse más en serio sus posibilidades para el fútbol, que su dedicación sería mayor, y que comprendería que era joven para comprometerse y abandonarse a una vida fácil como otros habían hecho antes. Los deportistas que se acomodan en la vida familiar pierden mucho entrenamiento; eso pensaba. -No creo que se case tan joven. Los dos deseaban que se quedara aún algún tiempo, pero el cambio se estaba anunciando. -Crees que va a esperar por que a ti te parezca que no es el momento. Los jóvenes tienen su propia idea del mundo y sus necesidades. No lo plantees como una desgracia. -respondió sin levantar la vista del televisor. -Son como siempre. Nada cambia tanto -lo contrarió-. Igual que nosotros fuimos. No creyó que fueran a empezar una discusión por algo así. -Pues anda que no ha cambiado el mundo.... En serio, ¿lo sigues viendo igual? Veamos las cosas como son. Es egoísta por nuestra parte querer a nuestro hijo bajo nuestro techo como cuando era un niño. Ha crecido, ha llegado su momento, y él lo sabe. -Nada va a ser tan fácil. No lo es para nadie. En tales circunstancias transcurrían sus tardes, sin observar sus propios cambios. No volvieron a hablar del asunto, y el noviazgo del hijo se alargó aún un poco. Además de eso, Raulo empezó a llegar cada vez más tarde, y se iba volviendo huraño y lacónico. Poco a poco fue cerrando las conversaciones, como si no le apeteciera hablar con su mujer ni para una pequeña discusión de las que antes tanto lo entretenían. El tiempo avanza cambiándolo todo sin darnos tiempo a calcular en qué términos. Raulo no había sido un jugador que había pasado desapercibido por el tiempo que duró su carrera, ni tampoco había realizado un trabajo menor como ayudante de entrenador. Durante el tiempo que duró su contrato los resultados no habían sido malos, y un día alguien le mandó por correo un libro ilustrado que era algo así como una memoria del club. Fue una grata sorpresa, allí estaba él, entre otros, pero destacando en fotografías de su juventud, disparando a puerta con el gesto severo, o rematando de cabeza completamente cubierto de barro. Su nombre aparecía en varios apartados, y siempre con lisonjas difíciles de asumir. Para él, dedicarse al fútbol no había sido fácil, nadie le había ayudado ni aconsejado como él había hecho con Rasp. Había trabajado para poder seguir en el equipo cuando al principio no le pagaban ni los desplazamientos. Había ido subiendo de categoría con mucho esfuerzo, y renunciando a muchas diversiones propias de su edad. Nunca pensó en rendirse, aunque recibió golpes que lo tuvieron parado por meses, pero supo resolver también ese tipo de problemas. Llevó el libro al taller para enseñárselo a todos, y la secretaria nueva, una mujer de unos cuarenta años, se mostró muy impresionada por aquellas fotos de un Raulo joven y combativo. Lo relajó mucho aquel momento en la oficina pasando aquellas enorme hojas de papel plastificado sobre la mesa de Berenica. La mujer, que hasta aquel momento no lo había visto más que como a un mecánico lleno de grasa, y no había reconocido diferencia alguna con los otros chicos, de pronto creyó que debía tratarlo con cierta deferencia. Claro que él le llevaba unos diez años y no eso en aquel momento le hubiese parecido una distancia insalvable si se hubiese planteado un romance. Aquella mujer, soltera a edad en que empezaba a preocuparle ese tipo de cosas, empezó a dejarse agasajar con palabras dulces e invitaciones a tomar café. Al principio de su
incorporación a la parte logística del taller no pensaba en otra cosa más que en conservar su trabajo, pero esa idea también se había relajado a la vuelta de un año. Empezó a creerse con derecho a bajar a lugares que hasta entonces sólo eran frecuentados por hombres, y a dar su parecer sobre si algún trabajo merecía o no la pena de ser realizado. “Demasiado gasto para el resultado”, comentaba, y lo curioso que en ocasiones seguían su consejo y devolvían el auto sin reparar, asegurando al propietario que le saldría mejor comprar uno nuevo. Durante un tiempo Raulo notó que su nueva amiga lo miraba con detenimiento cuando se encontraba de pie frente a ella. Y no era despreciable sentir eso como una recompensa después de haber perseverado con simpatía para llamar su atención. No fueron más que unas miradas, como si estuviera constatando que aquel cuerpo fornido de obrero pudiera haber sido el de aquellas fotografías de deportista. Deberíamos ahora señalar que en tal momento a ella no la movía más que una inquietante curiosidad, pero que todo parecía estar abierto. Qué Berenica encontrara llamativo aquel cuerpo maduro, en el que al final se había impuesto un estómago redondo sobre la disciplina del cinturón, podía considerarse natural, después de todo ella misma empezaba a estar sometida a ese efecto inexplicable del paso del tiempo contra el que no se puede luchar. Inexplicablemente, o al menos, sin poder explicárselo a su mujer, Raulo comenzó a hacer deporte, a salir a correr, e incluso comentó que le gustaría apuntarse a un gimnasio. Practicó la carrera alrededor de la verja de un parque. Era un caso que solía dar en algunos hombres maduros, que posiblemente respondía a algún arquetipo psicológico que algún docto en la materia, describiría como un intento por enfrentarse al paso del tiempo. Día tras día iba cubriendo sus expectativas asaltado por la necesidad de demostrar que su fuego aún no se había apagado, y que su potencia, aún podía dar mucho que hablar. Sin haberlo decidido se encontró con un nuevo reto, darle espacio a la libertad que de nuevo empezaba a sentir. Sin embargo, y a pesar de todas las señales que desprendía, nada hacía creer que podía existir algo más excitante que motivara esta nueva reacción, además, claro está, que volver al deporte que una vez lo había seducido. Etba Rivetta tuvo una conversación con su hijo al respecto, y expresó sin reservas su desconfianza y su extrañeza; intentaron averiguar entre los dos, que podían hacer para devolverlo a la cordura y la serenidad de sus tardes de fútbol delante del televisor, de intentar arrastrarlo con aquello que le gustaba, buena cerveza y aperitivos. Pero también llegaron a la conclusión de que si descubría sus planes, la reacción podía ser la contraria a la esperada. ¿Era aquel hombre que dormía con ella, su marido? No lo conocía ni sabía que andaba buscando; permitan que lo diga, estaba tan desorientada que temía una recaída y volver a dormir indefinidamente. Tampoco reconocía sus gustos, que durante tanto tiempo habían sido un firme aliado para contentarlo, para darle lo que necesitaba, para anclarlo a la casa y ofrecérselo con un falso desinterés. Esa era la única verdad de su estrategia, retenerlo contra su voluntad. Constató por ese tiempo, que tampoco reconocía sus reacciones, y que si en otro tiempo era locuaz, cuando ahora le preguntaba por sus ausencias, era parco en palabras, distante y sombrío. Si ella insistía lo descubría irritable y cortante, dispuesto a no dar pie a nuevos interrogatorios. ¿Había valido la pena tanta vida mal vivida? En su caso no eran una excepción, porque muy pocos son los que consiguen resumirse sin un lamento parecido. Etba tendría que asumir su parte de culpa, admitir que todo se había compartido y también los inevitables errores. Los fracasos sugieren siempre mucho más de los que significan, y no se engrandecen hasta que no se reconocen, hasta que uno se siente atrapado y decide abandonar. Muy a su pesar, sin la resistencia necesaria, la voluntad se vuelve barco en la tormenta, a punto de hundirse sin remedio, entrando en las más íntimas cuestiones que propone la catástrofe. Era una auténtica lástima que ya no se considerara capaz de de enfrentarse a los nuevos “inconvenientes”, por así decirlo, que no pudiera descubrir la verdadera dimensión de la amenaza que sentía y llegaba para terminar de empeorar la situación creada por la marcha del hijo. Con el ánimo por los suelos, Rasp tuvo claro que sus padres se iban a separar, y así se lo confesó a Cecile, su prometida. Aquella tarde iban de camino a una fiesta que organizaba uno de sus compañeros, un defensa central rudo y lento en el campo, pero divertido y bailón cuando la música sonaba cerca. Dudaron si asistir, pero por otros motivos, esta que no estaban de camino en el coche,
Rasp no había dicho una palabra al respecto, pero lo tenía bastante preocupado. Era de suponer que si le iba bien a sus progenitores eso sería de gran ayuda para él, y lo contrario, si había problemas tendría que acudir como el coche de bomberos a apagar el fuego. Llegaron tarde a propósito, con intención de pasar desapercibidos. Que todos hubiesen tomado una copas sería lo mejor, mostrarían su lado más simpático, podrían quedarse un rato y tal vez ausentarse antes de que terminaran los discursos. Además, Jesepe, el anfitrión había invitado a dos nuevas figuras que se iban a incorporar al equipo en breve, y se las quería presentar, pero a Rasp no le hacía mucha gracia; aunque, tampoco quería ser desagradable. Cecile era una mujer discreta, y si bien, estuvo un rato a su lado, ateniéndose a su combinado y a disfrutar de la compañía, en un momento se distanció, charlaba abiertamente con unos y con otros, y hasta se decidió a bailar en una esquina del salón que habían despejado con ese fin. Rasp no dejaba de mirarla, preguntándose si estaba siendo indiscreta, pero ella no iba a comentar nada que no debiera porque sabía ser discreta, y porque no necesitaba pedirle permiso para hablar con nadie, hasta ahí podían llegar las cosas. Nadie podría calcular hasta que punto el futbolista se parecía a su padre, pero su vínculo con Cecile parecía igual de preocupante porque existía una desconfianza que si no controlaba podía estropearlo todo. Seguramente le había pedido que no comentara con nadie cosas personales, porque no estaba pasando por un buen momento y tendría que soportar algunas preguntas acerca de cómo le iba la vida, y cosas parecidas. En tal situación necesitaría tener las espaldas cubiertas, para poder esgrimir una amplia sonrisa y responder, “todo bien, todo muy bien. Nunca creí que este año iba a dar tanto de sí”. De alguna manera sus previsiones funcionaron, Cecile no comentó a nadie acerca de su depresión, y los motivos de ésta, y eso ayudó en sus respuestas, porque todos parecían tener envidia de lo bien que se le presentada todo. Todo iba bien, sin embargo, no quería sostener demasiado tiempo su fingida alegría. Se fueron temprano, y se dirigieron a un motel donde ella pasó mucho rato consolándolo, lo desnudó y lo acarició hasta que cayó dormido. Incluso, después de verlo roncando como un oso, lo tapó y se sentó a su lado en una silla, sin más distracción que leer una revista de estilismos para el hogar, muebles y complementos. Rasp debió de insinuarle que últimamente no era capaz de dormir, porque no lo despertó hasta que amaneció. Es posible que debido a la actividad agotadora de los estudios, los entrenamientos y el estrés familiar, lo estuviera pasando tan mal, que en los últimos tres días no hubiese dormido más que tres o cuatro horas de un tirón. No es fácil interpretar la intranquilidad del muchacho y la impresión que le causaba la posible separación de sus padres. Quizá pensaba que, en cierto modo, los que habían sido los pilares de su vida se tambaleaban. Sé que no es fácil de creer algo así, adulto, triunfando en el deporte, a punto de casarse y tan inseguro, y que le costara tanto hacer un ejercicio de aceptación acerca de algo que. por otra parte, empezaba a ser bastante corriente. En los próximos días andaría de uno a otro, hablando con Etba Rivetta y Raulo por separado, buscando algún gesto de arrepentimiento, tal vez palabras de buenas intenciones, algún acercamiento de buena voluntad, pero esa vez, ambos parecían haberse confabulado para no entenderse. Estaba aturdido y eso empezó a reflejarse en su rendimiento y lo pasaron a la reserva, casi lo costó algún disgusto al equipo, y lo aceptó con resignación. Ante el riesgo de sus compañeros llegaran a conocer el origen de sus preocupaciones antes de tiempo, de nuevo empezó un teatro de sonrisas que no resultaba muy natural, tal vez porque temía que se rieran de él a destiempo, o lo que sería peor, que sintieran lástima de su debilidad. Ningún jugador de fútbol puede permitirse ser tan sensible. Las tardes en el taller parecían alargarse y Raulo dejaba volar su imaginación. Siempre había deseado tener una aventura en la que pudiera poner en juego una pasión desmedida, loca, como se suele decir. Encontrar una mujer dispuesta a aceptar un juego de deseos y rotas ataduras, y que siguiera significando eses desasosiego indefinidamente. En una ocasión había pasado por un parque solitario de vuelta a casa, empezaba a hacer frío porque era una hora avanzada, casi de noche y parecía que todos se habían recogido antes que él. En un momento, doblando una esquina vio a una mujer fumando, exhibiendo un escote turbador, podía adivinar sus pezones y su mirada, incitándolo a pararse y decirle algo. Allí, en aquel instante, ya no se trataba de terminar el día, de deshacerse de
la planicie de tantas horas de duro trabajo, todo se desvanecía y daba lugar a una lengua azarosa que apenas lo iba a dejar hablar, resbalando de saliva. No le faltó deseo, pero el gusto por el paseo lo hizo desistir del desafío, de la carne blanca y fofa desparramada sobre el ombligo, y la piel traslúcida, depilada hasta sangrar ofreciéndose como prohibida. Ni todo un repertorio de pestañas postizas, de labios humeantes, soplidos intencionados y alientos susurrantes, fueron capaces de retenerlo dentro del portal al que fue al principio arrastrado. Se dejó llevar por las caricias y la excitación, más tarde recapacitaría reprochándose por su atrevimiento, “si el chulo de la chica estuviera dentro de aquel portal oscuro, podrían haberle robado, o haberlo herido, y nadie se hubiese enterado”. Aquel riesgo lo había dilatado aún más, el límite de la tragedia lo admiraba cuando recordaba aquel pasaje de su vida. Había llegado a casa y no le había contado nada a Etba, no lo hubiese entendido y se habría enfado sin necesidad. La situación, debo insistir en ello, había tenido lo excitante de lo que le estaba prohibido, y hubiese perdido todo su interés si sólo hubiera dependido de los encantos caídos en la intervención del grosero personaje. Eso debería hacerle pensar que una vez separado de su mujer, cuando el interés por Berenica no estuviera intermediado por el riesgo de la ruptura, todo se volvería insulso hasta apagarse. Algún tiempo después de su separación Eatba Rivetta empezó a sentir los síntoma de su enfermedad que volvían a manifestarse con virulencia. Se había quedado sola en el piso y Raulo había alquilado un pequeño apartamento en el centro. En una ocasión pasó un día entero durmiendo, caída en el salón, sin que nadie lo supiera. Estaba revisando los papeles del banco, las facturas del abogado e intentaba como quedaría su situación económica después de todo aquello. De una estantería del mueble de la TV bajó una caja con cartas, y documentación antigua. Allí encontró postales, fotos y recibos de un viaje que había hecho unos años atrás a la playa. Raulo salía en bañador en una de ellas, parecía mucho más joven, con su porte deportista, sonriente y radiante, todo le iba bien; satisfecho de sí mismo. En otras de aquellas fotos estaban juntos tomando combinados en una terraza, era de noche, estaban tan morenos que parecían de esos extranjeros que se pasa tres meses de verano pisando la arena de la playa. Sonreían, ella también estaba más joven y feliz, llevaban ropa blanca y el le había regalado un brazalete y un collar que le había comprado a unos hippies; los llevaba puestos. Sacó algunas de aquellas cosas violentamente de la caja y las rompió en mil pedazos dejándolos caer por el suelo. Entonces descubrió una nueva fotografía, era ella con un bañador amarillo a media tarde, había posado con un amigo de Raulo, un tipo que se había pasado cuatro días tonteando con ella discretamente. Al menos eso le pareció, y a él nunca se lo había contado. Visto con el paso del tiempo, ya no le parecía tan mal, y físicamente era flexible como el resto de los futbolistas amigos de Raulo que había conocido. ¿Qué habría sido de él? Rompió la foto y la dejó caer con el resto. Estuvo un buen rato allí sentada hasta que le dio el sueño y empezó a escurrirse. Una vez en el suelo se hizo un ovillo y quedó profundamente dormido. Esa iba a ser la primera cosa importante que sucediera en su vida, en la que él ya no iba a tomar parte. Nada de llevarla a la cama, de intentar convencerla de ir al médico, de preocuparse por ella o creer que lo mejor era ser discreto, porque como había dicho otras veces, “la gente está deseando saber este tipo de cosa para entretenerse”. Nunca sabría que la enfermedad había vuelto, y todo lo que eso suponía. Ya no se le permitía tomar parte en cosas que antes eran sus preocupaciones, y ni siquiera se iba a enterar. Después de volver de casa de su madre, Rasp habló con Cecile acerca de lo sucedido, y de la posición en que lo colocaba todo aquel lamentable asunto. Ella se mostró comprensiva e intentó ayudarlo a buscar soluciones. Rasp estaba muy disgustado, y sabía que su madre se quedaba en aquellas circunstancias, traspuesta e impedida para llevar una vida normal, cuando volvía a soñar, lo que para ella no era nada malo. Después de estar casi una hora sopesando los pros y los contras, Rasp sacó una cerveza de la nevera y se sentó en el salón del apartamento que al fin habían alquilado. Faltaba poco para la boda, y Cecile lo había amueblado con todo los detalles. En la operación la había ayudado su madre, y se podía decir que había quedado un lugar no muy grande, pero confortable. Los visillos dejaban entrar una luz blanca que proyectaba sombras de terciopelo, y Cecile le ofreció unas galletas saladas. Raulo creía que había algo de intención en que las mujeres le estuvieran siempre ofreciendo comida, como si con eso pudieran ahuyentar el mal humor, la
depresión, los malos momentos y el dolor por todas las catástrofes del mundo, aún así, tomó algunas de aquellas galletas con la cerveza y se sintió mejor. Después de hablar con su padre tuvo claro que ya no debía preocuparse más por él y empezar a pensar en como ayudar a Etba. Ya no podía seguir siendo comprensivo con aquel hombre que se empeñaba en ser un desconocido, que salía con la chica de la oficina y que le acababa de decir que se iba a vivir con ella. No podía comprender como le había hecho eso a la mujer que más había hecho por él, porque si la hubiese querido de verdad hubiese seguido intentándolo hasta desfallecer. Ya no podía estar seguro de que la hubiese querido alguna vez, y eso dolía como hijo y como persona. No podía soportar la idea de que hubiese pasado una vida engañándolos a todos. Etba no asistió a la boda por que temieron una de sus crisis y que cayera dormida en medio de la ceremonia, en cambio tuvo que soportar a Raulo del brazo de su nueva novia, intentando relacionarse con todo el mundo, y recibiendo respuestas frías de algunos conocidos que ya no lo respetaban. Pero cuando la gente se divorcia da por bueno todas las incomodidades que se derivarán de su decisión y después de la separación y habían decidido divorciarse. Etba había encontrado pequeños entretenimientos en casa, y estaba feliz de tener con ella a Rasp, que era la persona que ahora más se preocupaba por sus desvanecimientos. Cecile, en cambio, no se tomó nada bien tener que vivir con su suegra. No llegaba a hartarse de su conversación, de su presencia o de sus achaques, pero la incomodidad a la que me refiero era creciente. Esta difícil relación empezaba a manifestarse en reacciones y decisiones que nadie esperaba. A veces se ponía un abrigo y salía a la calle sin previo aviso, como si la hubiese picado un insecto y no resistiera de inquietud. Esa necesidad de tomar el aire y poder salir a pasear sin más, posiblemente le evitó muchas discusiones inútiles. Cecile intentaba acostumbrarse a la nueva situación, y además tenía otras válvulas de escape. Siempre había cosas que hacer, si Etba no se le adelantaba. Hacer planes no era lo mejor en tal situación, pero varias veces por semana, Etba salía para algunas compras y entonces aprovechaba para leer sin que nadie pudiera molestarla con preguntas impertinentes. Creía estar siendo injusta con la madre de su marido, y su juventud, soberbia y la poca paciencia de la que apenas hacía gala la llevaban a no poder entender, que la parte más divertida de la vida estaba desapareciendo. Los ruidos, inesperados eran lo peor, pero también al comer, al arrastrar las zapatillas, al vestirse, incluso al respirar, le parecían inconvenientes. Como se encontraba demasiado inactiva decidió volver a estudiar y eso la obligaba a salir de casa con cierta frecuencia. En un alarde de su compromiso valoró que podía hacer lo que quisiera sin objeciones porque nadie parecía necesitarla. Así que habló con Rasp y le pidió que la ayudara en su decisión, y para terminar de ser optimista, le dijo que él también debería estudiar y que podrían matricularse los dos juntos. Rasp se mostró desconcertado al principio, era muy pronto para empezar a proponer cambios que no esperaba. Aquella noche lo hablaron detenidamente antes de acostarse, y como dejar sola a Etba unas horas durante el día no tenía porque suponer necesariamente un accidente, todo fue pareciendo bastante razonable y así pasaron otro año compartiendo su matrimonio, el piso, la enfermedad de la madre de Rasp, y todo el resto.
2 Sin Mención De Los Malditos El tren se detuvo exactamente en el centro del corto apeadero. Habían pasado por unas casas aisladas y algunos bosques franqueados por caminos de tierra mojada. La hierba crecía profunda y libre, y las ganaderías se movían dispersas en todo aquel campo. No podía entender completamente
las razones que la habían llevado hasta allí, aunque ya había estado en otras ocasiones y Teddar era una buena amiga. No hacían falta razones de peso para hacerle un visita. La estaba esperando, y en cuanto puso un pie sobre el andén se precipitó sobre ella para darle un abrazo, sin esperar más tomó la maleta a pesar de sus objeciones y la condujo hasta el coche. Entonces cayó en la cuenta, mientras su amiga abría el maletero y depositaba allí todo su equipaje, de que no sólo tenía un coche nuevo y reluciente, sino que, por lo que parecía, había aprendido a conducir. El vehículo tenía una pinta estupenda, y como su amiga le demostraría en pocos minutos, se había convertido en una hábil conductora. Estaban deseando contarse tantas cosas que apenas podían dejar de hablar, pero el pequeño viaje hasta la casa de Teddar la estaba impresionando. No recordaba aquel paisaje de aquella manera, tan hermoso y definitivo. De pronto se cruzaron con un coche que hizo sonar el claxon con familiaridad, “es el señor Jordan”, dijo la anfitriona, “tiene una tienda de ultramarinos, y siempre anda de aquí para allá”. Y no le dio más importancia. Mientras Teddar la acomodaba en la habitación de invitados no podía dejar de pensar en lo mal que le había ido todo. Hasta no hacía más que unos años seguía entregada a la tarea de una familia burguesa bienintencionada. Estaba dolida y hacía todo tipo de conjeturas comparándose con antiguas amigas de cuando sólo era una colegiala; de eso habían pasado más de treinta años pero seguía en contacto con algunas de ellas. Es posible que no estuviera muy atinada al afirmar que a todas les había ido bien menos a ella. Teddar, sin ir más lejos, había quedado soltera, y a su edad eso parecía una terrible mancha difícil de interpretar. El resentimiento anima la confusión, de eso no hay duda, y a veces ni siquiera hacen falta los indicios de compararse con los otros, si queremos animar un razonamiento más o menos optimista. Al quedarse sola después de cenar y pasar un buen rato aseándose, se metió en cama y miró al techo en la penumbra. Le costaba conciliar el sueño -nadie lo hubiese pensado en su caso-, era como si no necesitara soñar, ni evadirse, simplemente estaba viviendo. No necesitaba librarse de la parte de la vida que le tocaba en aquel momento como en otras ocasiones, dado que cuando se había sentido atrapada lo había sentido con toda su fuerza. Empezaba a sopesar si de lo malo que le había pasado no podría sacar alguna enseñanza positiva. En la psique dormilona de Etba, repercutía el valor de los fracasos y eso conducía su carácter volviéndola introvertida, nadie tenía la culpa, nadie tenía por qué llegar a entrar tanto en su complicada forma de ser. Se le ocurrió hacer aquel viaje porque la mujer de su hijo apenas le daba conversación, y la vida se le había vuelto monótona. De hecho, no parecía una muchacha demasiado espabilada, y ya hacía unos años que la conocía, pero, para ser sincera, esa era la opinión que se había hecho de ella. No era precisamente culpa de ella todo lo que le pasaba, pero añadía un peso más a su existencia. Las amistades van cambiando; cambian de forma de ser, cambian de domicilio, y en suma, cambian sus vidas hasta que ya nadie ocupa lugar en ellas más que sus más allegados. Salía a sus paseos por la ciudad y ya no encontraba viejos amigos y amigas, en lugar de eso veía caras sonrientes que la saludaban pero que no tenían la más mínima intención de pararse a hablar con ella. Desde hacía unos años había notado eso. La gente tiene sus problemas, sus dificultades, y no quieren recrearse en sentir lástima por ellos mismos contándoselo a todos. A ella misma le había pasado al final de su matrimonio, cuando peor lo estaba pasando y ya ni siquiera discutía con Raulo. En aquel tiempo si se hubiese encontrado con alguien que quisiera saber como le iba la vida, hubiese salido corriendo para no tener que contar nada. Por esa razón y otras parecidas se había decidido a visitar a Teddar, su mejor amiga, casi una hermana. Debería haberla puesto en antecedentes, porque hacía mucho que no hablaban ni se escribían, y aunque sabía lo de su divorcio, no había entrado en detalles, pero seguro que iban a tener mucho tiempo para hablar. E incluso, si la conocía tan bien como creía, querría saber hasta lo más íntimo y delicado, y tendría que pensar de nuevo si le iba a contar lo de aquella chica que trabajaba en la oficina del taller de su marido y de la que le habían contado que se había hinchado los labios con silicona. No era fácil de entender que hubiera mujeres que por tener los labios de silicona se creyeran capaces de retener a cualquier hombre, pero parecía que esa era la nueva realidad en los tiempos que corrían. Podía apañárselas sola, no necesitaba depender de nadie, y por fortuna desde que se había divorciado no había sentido la necesidad de dormir y evadirse soñando. ¿Sería posible que aquello no volviera nunca más? Pensar que hasta en eso podía mejorar,
la animaba. Antes de dormir aún tuvo una nueva reflexión acerca de algo a lo que le había dado vueltas en el tren. Era un tema en el que le costaba entrar, sobre todo porque quería planteárselo como un modelo, y establecía una insegura comparación con su propia situación. Los momentos de la vida que conocía de su amiga eran examinados en busca de una seguridad. Necesitaba saber que la felicidad de Teddar no era fingida y necesitaba saberlo con la recomendable libertad que se tomaba al pensarlo. No sentía censura ni cargo de conciencia alguno, porque la apreciaba y no se trataba de un ejercicio que naciera de un mal sentimiento. Así fue comparándose en agudas ideas, hasta llegar a la conclusión de que ella misma tenía que intentar una libertad parecida, pues no veía en ella represión alguna que le produjeran las convenciones sociales. No obstante, en aquella ocasión debía ser prudente y no parecer una loca que imitaba abiertamente las formas de otra persona, creándole una obvia incomodidad. ¿Pueden imaginar tener un amigo, que se pegue a ustedes como el caracol a su concha, y que se dedique a imitarles? Siendo por naturaleza una persona tímida, se dijo que debería asumir todo lo que de bueno tenía aquel espíritu libre, pero sin que nadie pudiera notar que simpatizaba con todo ello, ni observar abiertamente los cambios que se produjeran. De nada sirve darle tantas vueltas a las cuestiones de la propia vida si no se está dispuesto a cambiar algunas de ellas. El momento decisivo cuando llega, va a ser un acontecimiento del que dependan muchas cosas, y sobre el que giremos en equilibrios, en un sentido positivo o en el contrario; y eso ha de ser así, aunque ese acontecimiento nos pase discretamente desapercibido. Pero precisamente de ese interés que tenía que poner en no dar un paso en falso, debía nacer el cambio. Al fin llegaba a ese pensamiento que había estado evitando, no ya últimamente, o debido a la situación a la que se viera reducida después de su divorcio, sino, desde que había entendido que Raulo ya no la quería. Si hubiese sido valiente, esas ideas que ahora fluían con cierta facilidad lo hubiesen hecho entonces, y todo habría sido mucho más fácil y comprensible. Era una sensación nueva, sentir el aire del campo golpeando su cara como una dulce piel ajena, y se dejaba caer, como los restos de una vieja casa familiar, sobre la ropa de cama, para que acariciara su mejilla renovada cubierta de un sabor de poros que creía haber olvidado. Aquel viaje había durado apenas unas horas, pero desde el primer momento notó que lo había estado ansiando desde hacía mucho. Se lo sugirió a si misma como un secreto, pero lo cierto es que llevaba mucho tiempo, posiblemente años, pensando en él. Delante del asombro general dijo que se iba de vacaciones sin especificar a donde ni por cuanto tiempo, y a su hijo casi le da un ataque (fue gracioso para ella ver las reacciones que se desprendían de su decisión). No llegó al pánico, pero se preocupaba por ella. A final de temporada, había mejorado mucho como futbolista, su progresión había llamado la atención de los clubs más importantes, y lo llamaron de una cadena de TV para hacerle una entrevista. Ante la pregunta de, “¿qué es lo que ahora te preocupa?”, su respuesta había sido: “Mi madre es lo que más me preocupa. Ya tiene una edad y muchas de mis reflexiones se van hacia ella y los problemas que se le plantean. Siento decepcionar, pero el fútbol no es mi prioridad”. Algo tenía que haber de terrible en envejecer a los ojos de Rasp. En general, la vida activa como profesionales de los deportistas no es demasiado larga. No se trataba de nada decisivo, sólo una vacaciones, y además, ella prometiera llamar al llegar a su destino, y así lo hizo. Era un buen hijo, ella lo sabía y lo valoraba, pero apenas estaba en casa y eso también influyó. Todo aquello formaba parte del momento, de las nuevas situaciones y formas de estar en el mundo, de la búsqueda de la postura más conveniente para enfrentarse a los nuevos retos que el divorcio proponía. Es algo que sucede todos los días, gente moviéndose, viajando, cambiando de casa, yéndose de vacaciones... buscando. Hasta el momento en que al fin montó en el tren, y acomodó su maleta sin necesitar que nadie la ayudara, no estuvo segura de que podría hacerlo ni comprendió cuanto lo había deseado. Nadie acudió a despedirla porque así lo dispuso, y sus conversaciones telefónicas con Teddar fueron a escondidas. Su destino era un enigma, y posiblemente a la que más le molestó fue a Cecile, su nuera, porque todo lo que ella hacía lo miraba con extrañeza; pero no dijo nada. Por la mañana Teddar volvió a dar muestras de su habilidad para conducir su coche nuevo, y fueron hasta el pueblo para hacer algunas compras. Etba Rivetta llevaba los ojos bien abiertos, y todo le parecía muy viejo, las casas eran de un estilo de una altura con porches y balcones de
madera oscura. La torre del ayuntamiento lucía banderas que no conocía, y un reloj con campana. Parecía un poco atrasado, y volvió a mirar su reloj para establecer una comparación; eso la hizo dudar, porque tal vez era el suyo el que no iba bien. En ese momento, Teddar tomó una curva y la torre del ayuntamiento se perdió de vista. Decidieron aparcar delante de un bazar, donde compraron ropa de cama, y unos platos y vasos. Curiosearon todo lo que pudieron, pero terminaron pronto allí. Al salir a la calle, un hombre las saludó, era el médico, según le dijo más tarde su amiga. Un hombre atractivo, pagado de si mismo, bien peinado, perfectamente vestido y afeitado, soltero, el sueño de cualquier viuda, pero no para ellas. Caminaron un poco, en dirección a una cafetería al fondo de la calle, pero no pensaron en entrar porque ya habían desayunado y era muy temprano. Enseguida, antes de que puedan cambiar de idea, entraron en el ultramarinos de Jordan, y allí Teddar parecía desenvolverse como nunca. Los ultramarinos de estos pueblos pequeños, alejados de todas partes, tienen todo lo necesario, están surtidos con picardía, casi conociendo lo que le gusta a cada vecino, y allí iban encontrando una cosa tras otra aquello que habían apuntado en una nota para no olvidar nada. En el mostrador, el señor Jordan les esperaba sonriente, y también en eso era bueno, les atendió con simpatía y eficiencia. Teddar le recordó alguna cosa que estaba esperando porque debía ser pedida, pero le respondió que aún no había llegado. De uno de sus bolsillos, sacó la cartera, pero Etba se le adelantó y le pidió que le permitiera ser generosa en eso, que era lo menos que podía hacer. Había comida para unos días, y el señor Jordan las cobró devolviendo el resto exacto. Mientras unos vecinos subían a un autobús en la parada-centro, justo enfrente de donde se encontraban, salieron a la calle principal. El primer objetivo, la compras, parecía superado. Como si Teddar fuera capaz de cronometrar cada actividad se puso de nuevo en movimiento. Se preguntaba si su amiga sentía aquella actividad tediosa por haber pisado aquellas calles toda su vida. Unos obreros tambaleantes comenzaban su actividad aquella mañana en un edificio casi terminado, era el nuevo centro de salud, le dijo su amiga, “responde a una vieja reivindicación de los vecinos que tenían que desplazarse para consultas menores. No nos librara de ir a un gran hospital en caso de ingreso, y el más cercano está muchos kilómetros, pero al menos tendremos médicos, servicio de urgencias, laboratorio de análisis, ese tipo de cosas.” De vez en cuando Teddar saludaba a vecinos que conocía, y miraba con curiosidad a otros que la sonreían, “esto me pasa mucho, me sonríe gente que sé que conozco pero sin terminar de recordar de quien se trata”. Un comentario acerca del tal cosa o de tal otra, las iba llevando en una conversación entretenida. Podían cambiar el gesto, la gravedad o la emoción que le producían los temas que sacaban, pero seguían hablando y mirándolo todo como si aquel paseo no fuera a terminar jamás. Todo el tiempo invertido en vivir se resume después de una edad en la que ya nos consideramos demasiado viejos para emprender nuevas aventuras. Si concentraban todos sus saberes y aprendizajes como imprescindibles para saber vivir el momento real y presente, el único punto de partida en ese momento de derrota, se debe utilizar para ir preparando el último tramo de la carrera, el final de todas las fuerzas. Si ya el interés por el viaje al campo había sido un acto de libertad, pero también de aprecio por su amiga, ¡qué se debería esperar de esa relación de sumisión que surgía al sentirse tan a gusto en su compañía! Y sin embargo debemos tener algo más en cuenta, se trata de no pasar por alto la necesidad que se vuelve exigencia en aquellos que acaban de sufrir un terrible golpe del destino, un corte inesperado en los planes de sus vidas, de empezar a construir de nuevo los parámetros que los ha de regir en el futuro, y, en su caso, hacerlo de forma que tuviera éxito en el equilibrio que esperaba. Nada es infalible en el tiempo de vida, ni existe razón para ser optimista acerca de los finales felices. Nada debe ser tomado como inapelable, lo cual debería ser tenido en cuenta por Etba Rivetta y cualquier nueva ilusión que pudiera albergar. Si su viaje se trataba de añadir un parámetro más a su vida, un escape para momentos de presión, tal vez podría hacerlo compatible con todo lo otro. Si, al contrario, lo planteaba como una ruptura, más expuesta a cualquier mal viento se encontraría. De aquel primer paseo por las calles del pueblo jamás olvidaría el paso decidido de su amiga, aquella mujer de gesto reclinado y comprensivo, escuchando pero firme. Como sabiéndolo todo, es
tipo de mujer que no necesita explicaciones pero está atenta a cualquier reacción para convencerse de que nunca se equivoca. Le propuso entonces un paseo hasta el café del lago, allí en verano los excursionistas practicaban todo tipo de deportes acuáticos, y en invierno acudían los jubilados a tomas café caliente con bollos, “no quiero decir que nos vea como a dos insulsas jubiladas, pero es un sitio tranquilo y agradable”. Hicieron su paseo vadeando el lago bajo unos árboles de ramas caprichosas. De aquella mujer a la que creía conocer, le llamaba la atención lo decidida que se había vuelto, su abrigo negro y su pelo recogido, a la que seguía sin hablar como habiendo aceptado una invitación que no se interpretaba en todas las dimensiones. Pero ya se veía el edificio viejo, más que nada decadente, deteriorado por el invierno, y en el que se adentraron con la confianza que inspiraban los camareros en librea con sus voces armoniosas y sus gentilezas al retirarles las sillas para que se pudieran sentar cómodamente, o al preparar la mesa aportando unas cartas que no eran necesarias. Dos desayunos, café, bollos y zumos. La vista es muy hermosa, se lo hizo saber, y Teddar respondió que era bueno que aquel sitio siguiera estando olvidado de la mano de Dios, que nadie se acordara de que existía ni de que intentaran modernizarlo y arreglarlo: “tal y como está es suficiente para los vecinos, y un aluvión de extranjeros no nos iban a hacer más ricos, aunque posiblemente el sr. Jordan, el dueño del ultramarinos no opine lo mismo”. Las dos amigas pasaron los primeros días muy ocupadas, haciendo compran y preparando la casa para una estancia larga de la invitada, aunque, a decir verdad, Etba no sabía cuanto tiempo se iba a quedar. Las dos se conocían bien, y se parecían, lo que hacía la convivencia mucho más fácil de lo que habían esperado, si eso era posible. Como de jóvenes habían sido buenas amigas, y ya habían convivido en otras ocasiones, todo parecía bastante regular. El verdadero motivo del viaje quizá nunca terminaría de ser expuesto con libertad en una conversación. Todo parecía dentro de la normalidad, pero Etba hacía ya algún tiempo que estaba asustada, enojada con el mundo, desubicada, y sólo Dios sabe cuantas cosas más. Le contaba a Teddar sobre su separación, sobre la boda de su hijo y lo antipático de su nuera, de sus ataques de sueño, sobre la chica del taller, sobre la necesidad de salir de su piso que la ahogaba, pero no le hablaba de sus miedos. Quiero decir con esto que empezaba a replegarse, y que si no se abría de todo era porque no estaba aún segura de cual iba a ser el próximo paso a dar. Hacía demasiado poco tiempo que estaba allí. Aún no terminaba de encajar pero estaba haciendo todo lo posible por sosegarse y descansar; eso era lo que más le hacía falta. Durante la temporada Rasp no había sido un jugador más, creo que lo debo repetir las veces necesarias. Hubo un momento de ruptura en su carrera ese año, al menos hasta los dos últimos partidos, en los que su juego se ensombreció. Pero iba aprendiendo el oficio, y a pesar de su mal juego, supo mantener sus posiciones y el resto del equipo hizo el resto. La clasificación fue buena, y nadie le reprochó aquel mal momento al final de la temporada. Era un chico honesto y se preguntó que le había pasado, se enfrentaba a sí mismo a solas en su habitación buscando soluciones, ese era un rasgo de la personalidad de los buenos jugadores. Quiero decir que cuando algo falla y acaba el partido, no pasan a otra cosa hasta no conocer exactamente qué falló. En poco tiempo jugaron unos amistosos y se vio recuperado y entonces lo atribuyó a una llamada telefónica de su madre, en la que le decía que sus vacaciones iban bien, y que las estaba disfrutando mucho. No había de que preocuparse, pero entonces entendió que tenía que estar emocionalmente estable y tranquilo para rendir. Algo tan simple no se le había pasado por la cabeza. Y de una forma o de otra todos sus compañeros tenían bajones emocionales, y habían llegado a la misma conclusión. Divorcios y problemas de pareja parecía el problema más común, pero también deudas, juergas, discusiones con otros compañeros, y por supuesto la peor de las situaciones, encadenar una mala racha y no ser capaces de recuperarse de la depresión colectiva que les producía. Después de un tiempo, Etba iba relacionando los rostros que le presentaban, estaban los serviciales, los amigos, los que no respondían al saludo y los descartados. Alguien le sugirió que sonriera, que en los pueblos se tiene muy en cuenta eso, y que se está destinado a encontrarse con las mismas gentes una y otra vez. Y si eso era lo normal, entendió que debía congeniar con las costumbres, y sonrió con más frecuencia. Al mercado empezó a acudir sola, y a adelantar el trabajo en casa para la comida. Otro le sugirió que comprara las hortalizas y frutas de los vecinos, que
estaban en una estantería aparte. Ella le preguntó si eran mejores y él asintió, y añadió que también eran un poco más caras. No sabía por qué, pero en algunos aspectos se encontraba muy perdida, como si nunca hubiese hecho ese tipo de cosas. Pero todos intentaban ayudarla, algunas señoras la ponían sobre aviso de no cargarse para evitar que se le estropearan los productos en casa, pero eso ya lo sabía, y así lo haría si no se daba el caso de que no pudiera hacerlo con tanta frecuencia como deseara. Lo único que podía hacer para contentar a todos era sonreír, a los que agradecía sus advertencias y a los que ya terminaban por parecerle muy cargantes. Algunos días que salía sin previo aviso, había visto de lejos, más o menos a las mismas horas, a Jordan y a Teddar, hablando. Aquellas conversaciones parecían formar parte de un juego firme de comprensión y entendimiento, ¿tendrían tanto que decirse? Se sintió un poco excluida porque Teddar nunca le hablara del tema, todo parecía indicar que aquella familiaridad con la que se hablaban escondía algo más. Empezó a sospechar que entre Teddar y el tendero había algo más que una simple amistad, y si eso era así, ella debería suponer un estorbo. Creía que la confianza tenía una naturaleza recíproca, y que por algún motivo te la devuelven con la misma intensidad con la que la ofreces, pero no es así. Al acercarse a su amiga para intentar hablar de temas más personales la conversación siempre terminaba por escurrirse por lo banal. Su decepción era tan grande que no podía disimularla, por eso Teddar se inclinó sobre ella e intentó comprenderla. El día había sido largo, cada una a sus cosas, no se habían visto hasta que se pusieron a preparar la cena y no habían empezado a hablar con aquella intimidad fracasada hasta que se sentaron en el sofá tomando café y escuchando música. Era una música muy lenta, algo clásico de violines y piano, muy triste. Más le valdría no haber comenzado aquella conversación sobre lo que cada uno espera, porque comprometía a su amiga en un tema muy personal, de que posiblemente no deseaba hablar. Notó sus evasivas, pero se sintió mejor cuando se le acercó y la miró directamente mientras le pedía que no se pusiera triste, que la vida no era fácil para nadie. Pero la desolación que la había embargado aquel día procedía del golpe inesperado a su psique la hacía no sentirse segura en ningún sitio, ni siquiera en los últimos refugios, en aquellos a los que le damos un valor de santuario y no llegan ni altar de estampitas y velas del supermercado. Debía aceptar una vez más que cancelar los planes por muy firmes que parezcan es inteligente si se hace cuando se aprende a quitarle importancia al fracaso, o se aprende a moverse, haciendo pie para dar un salto y seguir imaginando libertad. Teddar se dio cuenta que no había sido del todo honesta con su amiga, pero por muy hermanas que se consideraran, no se encontraba en disposición de acortar más los espacios. El rostro de Etba la rehuía, evitaba encontrar sus ojos porque estaba deprimida y no creía que hablando fueran a recuperar el tiempo perdido. Hay derrumbes que se producen en la desgana, pero de los que sabemos que saldremos sin problema si descansamos un poco, y esperaba que por la mañana se encontraría mucho mejor. Sólo acertó a hacer una pregunta , “¿Te ves con Jordan, el tendero?” Sonó despectivo, y no hubo respuesta. Teddar se levantó, y apeló a la intimidad, a que había cosas personales que no se van contando sin más, y que él era un hombre casado, con una familia preciosa a la que no deseaba causarle ningún daño. Hablaban con un tono enfermo, saboreando las palabras hasta hacer aparecer los matices del desasosiego sobre ellas. Empezó a llover y el aparato de música terminó su programación, silencio. Ni siquiera trató de explicarlo como se sentía, como eran sus retos y sus fantasmas de vieja solterona. Etba se movió, levantó la cabeza y los ojos y por un momento pareció que iba a hablar, pero permaneció en silencio. Entonces, Teddar dijo que se iba a acostar, que estaba molida como si le hubiese pasado un camión por encima, se acercó a ella y se despidió con un beso en la mejilla. El ruido de la lluvia lo inundó todo, posiblemente venía sucediendo desde hacía un rato, pero aquel gorgoteo de desagües la hizo sentir muy sola, la llenó de miedos y se acurrucó como una niña que echa de menos una caricia de sus padres. En algún momento de aquel mes ya avanzado empezó a bajar sola hasta el café del lago, ampliando su paseo diario por el pueblo con el desayuno en aquel lugar, y dejando las compras para la vuelta. Daba la casualidad de que para hacerlo tenía que pasar delante de la tienda del sr Jordan al que saludaba con una sonrisa maliciosa de la que no podía desprenderse, y que parecía decir: “¡Ajá, así que eres tú! La sorprendía la tranquilidad con la que la gente asumía sus secretos
incorporándolos a la vida diaria. La confundía el asombro que podían llegar a producir los que vivían dentro de una grave contradicción intentando darle la apariencia más respetable y natural. Sin ir más lejos su marido era uno de esos especímenes, o al menos lo había sido. Escuchaba los cantos de los pájaros por las riveras húmedas, como si en la ciudad ya no existieran y estuviese asistiendo a una manifestación del pasado. La primera luz de la mañana asomaba a veces entre los árboles creando sobras caprichosas, en contraste con alargados espacios de hierba alegremente iluminada. Miraba la hora para poder asistir al día siguiente al mismo espectáculo, si salía el sol y se lo permitía. Era un sol dulce y reconfortante que la tentaba de parase y orientar la cara hacia él durante unos segundos. Cada sonido, cada movimiento, cada brillo, formaban parte de un santuario del que se dejaba inundar en su paseo. A veces algún pez saltaba en el agua y creaba círculos que se repetían abriéndose hasta desaparecer. No podía desprenderse de sus aprendizajes en la ciudad ruidosa y otras expresiones tan diferentes de las que formaba parte, pero se veía seducida por nuevas sensaciones. Seguía caminando enfrentándolos con aquella deriva rural que penetraba en sus pulmones en la verticalidad del último tramo de cuesta y escaleras de cemento, antes de pasar por un pequeño puente y encontrarse en los parterres justo delante del café. Se creía lo suficientemente fuerte para enfrentarse a eso, se sentó en una mesa y desayunó hojeando el periódico local. Esa mañana el camarero la tendió sin demora, se trataba de un momento absolutamente tranquilo, de luz desigual y tedioso, de una forma que nadie más sabría relacionar con el aire limpio que respiraba. El día seguía su trayectoria en busca de nuevos estímulos, y el hecho de haberse detenido al café de la mañana en aquel lugar empezaba a convertirse en una rutina. Las mesas de alrededor empezaban a llenarse de jubilados lo que le resultaba agradable, porque las cafeterías de jubilados no curiosean, no se fijan en el aspecto de los más jóvenes, ni parecía que corriera rumor alguno acerca de nada ni de nadie, porque estaban demasiado fatigados para detenerse en semejante entretenimiento. El camarero, muy estirado, iba y venía cerrando puertas a su espalda. Sin quererlo, en su afán por resultar eficiente, iba y venía con una velocidad que resultaba insoportable para aquellas personas, a las que apenas les daba tiempo a abrir la boca, y sólo podían volver a cerrarla sin expresar idea alguna, antes de que él se diera la vuelta y saliera disparado. No era fácil encontrar el momento justo para colocarle cualquier pedido, a menos que se tuviera la fortuna de atraer su atención con un gesto lejano, entonces acudía y escuchaba. Escuchar es eso de lo que el mundo anda tan necesitado, y que queda anulado por el signo de estos tiempos, la gente eficiente y rápida, que son los que se enteran menos y los que nunca están donde deberían. Etba Rivetta, acababa de cerrar los ojos y se quedó traspuesta. La felicidad ingrata de algunos viejos conocidos nos hacen comportarnos con resentidas escapadas, pero las felicidad inconsciente de los desconocidos ponen a prueba el respeto debido. No se encontraba del todo bien, y no consideraba que la felicidad fuera siempre el resultado de planteamientos positivos e inocentes, por eso cuando oyó a los camareros bromear y reír a lo lejos, antes de salir de vuelta a la carrera para llevarle su café, sintió una ganas incontrolables de cerrar los ojos. A las reacciones de las gentes que habitan los diferentes espacios del planeta no le podemos dar unicamente una influencia telúrica, climática, cultural o política. Las aspiraciones de las personas no sólo se miden en medidas de economía y desarrollo, influencia exterior o libertad de consumo, nada de eso es definitivo. Las personas envejecen tropezando con su psique, con sus miedos y sentimientos de culpa. Nunca terminan por desaparecer los arrepentimientos, y es posible que podamos añadir un punto más a esa aspiración de llegar a viejos con el sosiego necesario, y capaces de aceptar lo que nos espera. Se trataría ahora de probar que existe también,en algunos lugares, una relación entre los más grandes pecados y vivir al pie de una gran catástrofe. Es como respirar el peligro minuto a minuto llevara a las buenas gentes a entregarse a sus pasiones, y que eso sea debido a que el miedo a un fin inmediato se adhiere a esa necesidad de más vida y más entrega. Durante siglos hemos conocidos historias que parecen fantásticas de amor, al pie de un volcán en erupción, ante la inminencia de un terremoto y sus réplicas, enfrentándose a ríos que se desbocan arrasando sus vidas cada año de lluvias, tsunamis, sequías y huracanes, y esas historias quizás hayan sido reales en su gran mayoría. Etba tenía una mente fantástica, y cuando se fue a vivir al campo, es posible que intentara huir de su falta de vida, de la necesidad de sentir de nuevo, pero también de
creer que en una hecatombe nuclear una gran ciudad un objetivo, mientras que un pueblo lo suficientemente lejos de todo podría intentar eludir los vientos radioactivos. La misma mente fantástica, que ahora, sentada cada mañana con su desayuno delante del lago, esperaba que un animal mitológico emergiera de sus aguas sin que nadie pudiera esperarlo. Se sentó en un sillón a esperar que su amiga volviera a casa y tal vez cenar las dos juntas. Nunca le decía a donde iba ni cuanto iba a tardar. Un reloj de dígitos encendidos en color rojo iban marcando los segundos al lado de una taza humeante de café. Echó una mirada innecesaria alrededor de la habitación, y no reconoció nada nuevo, ni había esperado que sucediera. Respiró, se reclinó y dejó volar la imaginación. En seguida oyó el ruido de la puerta, era Teddar, a la que reconoció porque a esas horas no pensaba en volver a salir y pasaba la llave dejando el llevaro colgando en la cerradura. -Hay novedades -le dijo mientras la observaba sacarse el abrigo. -No me digas, ¿algo grave? -Respondió Teddar haciendo una pregunta. Etba se terminó el café y dejó la taza sobre la mesa. -Tanto como grave no diría yo, pero para mi es trascendente. No me siento obligada a hablar de estas cosas, ni contar todo lo que me sucede, pero creo que te lo debo. Me he quedado dormida en el café del lago. ¿Imaginas que susto se llevaron los camareros? Ellos sí pensaron que era algo grave. Podría pedir una ambulancia y que me llevaran a casa, pero no quería irme sin despedirme de ti, y agradecerte como me has acogido, sabes que te aprecio demasiado para hacer algo semejante. -No sé que decir, necesito sentarme -Teddar dejó cualquier cosa que tuviera pensado hacer al llegar a casa, no podía pensar en nada. Estaba afectada por como se sucedían los acontecimientos-. ¿He hecho algo mal? -No, por supuesto. Esto no tiene nada que ver contigo. Sólo te voy pedir una cosa más, que llames a Rasp para que pase a recogerme. -Claro, ahora lo llamo, y mañana lo tendrás aquí. Estoy segura de que vendrá en seguida. La separación fue dolorosa. Algo no acababa de encajar y rompía todo lo que tocaba, cada ilusión, cada nuevo plan que establecía para la vida. Se abrazaron mientras Rasp esperaba en el coche. Eran mujeres corpulentas pero sensibles, y no existía contradicción en aquellos brazos rudos intentando abarcarse, y las lágrimas que asomaban a sus ojos. Podrían haber abrazado a un oso con la misma intensidad y fuerza sin experimentar temor alguno. Las palabras se agolpaban en la boca y se interrumpían en deseos inconexos para el futuro, exacerbaban cada nuevo deseo, cada aspiración de felicidad para ambas en el futuro, se llevaba al extremo. No había una estrategia de continuidad, ni para volverse a ver algún día, no para los pasos a seguir en los próximos meses. Tal vez sucedía, cuando no existían esas expectativas, esos sueños necesarios, cuando la enfermedad de Etba se manifestaba de nuevo. En tal caso, si aceptamos que pueda ser algo más que una especulación, tenía lógica que después de su separación, todas las novedades, todos el mundo que se abría para ella, había contenido el sueño, y no había recaído hasta el momento en que de nuevo las puertas se le cerraban sin solución. No era posible permanecer con Teddar, porque ella tenía su vida perfectamente estructurada, y porque había ido por un mes, para unas vacaciones que ahora terminaban. Por otra parte, si la idea de vivir con su hijo y su nuera le había parecido fantástico al principio, ahora se sentía encarcelada, controlada y, en fin, en ocasiones, un estorbo. Todo empezaba a derramarse de tristeza y el éxito grandioso que había esperado se daba la vuelta en su contra y la hacía sentirse vieja sin demasiadas oportunidades. Ya no había tiempo para muchas maniobras y el desaliento la paralizaba. La irreparable sensación de vergüenza se acentuó al subir al auto y mirar a los ojos a sus hijos. Antes de que Teddar se retirara, cuando aún sostenía su brazo en
el aire, la vio apoyar la cabeza contra la ventanilla y caer profundamente dormida mientras su hijo se esforzaba por atarla al asiento estrechando el cinturón de seguridad sobre su abrigo.
3 Tomaba La Forma De Otro Rostro Sólo una vez le había pasado algo parecido, con misterios parecidos y dudas igual de inquietantes. Era todo tan parecido como en el hotel de vacaciones y en el café del lago. Entonces había empezado a preguntarse, ¿qué cosas son las que nos unen? Y lo había formulado en voz alta por si Raulo tuviera la respuesta. De seguir por aquel camino hubiese estropeado la vacaciones, pero antes de renunciar por completo debía intentar satisfacer su curiosidad durante un tiempo prudente. Le parecía entonces, y se lo siguió pareciendo a su vuelta a casa, que cuando un grupo de amigos y amigas se divierten juntos (ellos se habían conocido en uno de esos grupos numerosos vinculados a un equipo de fútbol), algunos creen que podrán encontrar su pareja y así cerrar el círculo de su existencia. Ese no era su caso, porque ellos estaban recién casados, y por lo tanto había superado esa expectativa, y también la de aquellos otros que no buscaban nada más que un poco de compañía. Al tiempo que paseaban por los jardines de aquella construcción barroca en medio del campo, el notaba su inquietud, porque creía que sus pasiones estaban colmadas, y no sabía muy bien a donde quería llegar y qué era lo que le producía aquel estado. Estaba extraña, como si celebrar una segunda luna de miel, una año después de casarse le pareciera motivo suficiente para cuestionar algunas cosas que se daban por sentado. Insistía en conocer sus motivos porque descartaba que estuviera enamorado, “ya nadie se enamora”, afirmaba dando por sentado que no creía que lo que ella sintiera fuera amor, en el sentido más amplio del término. Rasp aparcó el coche y subieron. Cecile abrió la puerta sin darles tiempo a hacer sonar el timbre, estaba preocupada y se sentía algo culpable. Después de mirar como Rasp la tomaba de un brazo y la sostenía en pie, todo le pareció aún más grave. Mientras él conducía a su madre a la habitación ella se hizo cargo del equipaje y los siguió sin hacer una sola pregunta, aunque estaba rabiando por decir algo. Etba no la miraba, llevaba la cabeza baja, y, al contrario de lo que podía parecer, no se encontraba mal, no más que cualquier otro momento de su vida los últimos cuarenta años. En cuanto se sentó en la cama, sintió la necesidad de recostarse y se quedó dormida. Rasp echó las cortinas y Cecile salió de la habitación cogiéndose el brazo izquierdo sobre el vientre como si le doliera. La expresión de la cara de la nuera era de dolor, pero siguió en silencio, y el olvido y el silencio nunca son inocentes. Tal vez Cecile se sentía culpable por en todo aquel mes, había intentado no pensar en ella, creer que nunca volvería y que podría pasar página sin más. Cecile tenía la concepción estética del mundo de los adolescentes, y cualquier cosa que pudiera afear su vida, le producía un rechazo inmediato. Esa noche Rasp tardó en conciliar el sueño, estaba inquieto porque al día siguiente tenía una entrevista por una oferta para cambiar de club, pero también porque iba a ver un médico y hacerle una consulta sobre la enfermedad de su madre. Lo mejor de ser hijo de Etba era que podía ocuparse de ella, o al menos eso era el pensamiento positivo que intentaba sacar de cuanto acontecía. El doctor lo miró atentamente y examinó algunos informes antiguos que guardaban en casa acerca de la enfermedad. Se los tendió de vuelta señalando que no hubiese sido necesario, que estaba muy claro y que si quería volver al día siguiente con su madre para que la examinara lo haría, pero que todo indicaba que se trataba de un caso irreversible, con un claro y elevado componente psicológico, y que esos ataques la acompañarían hasta su muerte. Añadió que era una enfermedad
muy rara, pero con peligros similares a los de la epilepsia, es decir, que nadie podía saber en que momento volvería a derrumbarse. La epilepsia por su parte estaba muy relacionada con el estrés y una alimentación adecuada ayudaba a que as crisis se espaciaran, hasta llegar a desaparecer en algunos casos. Si su madre encontraba el motivo de su ansiedad, es posible que consiguiera controlar los ataques. Era lo mismo que ya le habían contado otras veces, cuando su padre había recorrido todo tipo de clínicas privadas en busca de algún resquicio sobre el que se pudiera colar una solución. Sentía una cierta envidia sobre aquellas personas que conocía que tenían familias sanas, sin médicos y medicinas por medio, sin preocupaciones de este tipo, y pudiendo afrontar nuevos retos. Al menos nadie podría decir que no se había preocupado, y que tomando por normal lo que evidentemente era un anormalidad, se había acostumbrado a la enfermedad y no había intentado una vez más encontrar una solución. Rasp llegó a casa y se sentó en un sillón, todo estaba en silencio. Pensó en Raulo, y como había derivado todo. Aquel silencio prolongado, al que se entregaba su padre, tenía todo el aspecto de un insensible desinterés. Pero en seguida intentó ser positivo, y se dijo que si no había llamado ni se había preocupado por ellos era porque tenía ocupaciones que se lo había impedido. No podía ser por miedo a un rechazo, ni por haber tomado una decisión resentida y precipitada acerca de la fiabilidad de sus afectos. “Si no llama, es porque tendrá sus propios problemas, porque se halla cambiado de ciudad o porque le hallan propuesto algún trabajo muy lejos que lo tenga muy ocupado”, se dijo. El divorcio de sus padres lo obligaba a tomar decisiones, a ser crítico, a posicionarse, y nada de eso le agradaba. Ya no era ningún niño, y su mundo había cambiado por completo. En aquel momento, le quedaban muy pocas cosas a las que aferrarse. Los años pasaban y no iba a poder seguir indefinidamente comportándose como un adolescente. Al día siguiente, después de la infructuosa visita al médico, antes de que pudiera cambiar de idea, llamó al taller para saber si su padre seguía trabajando allí y preguntó su domicilio. Él estaba trabajando en ese momento pero no quiso hablarle. No lo había vuelto a ver desde que hiciera sus maletas y saliera por la puerta, pero no había dejado de pensar en él, aunque lo hubiese deseado en más de una ocasión. Uno de aquellos días se decidió a hacerle una visita. Vivía solo, y escogió un momento en que pudiera encontrarlo en casa y pudiera presentarse sin previo aviso y no tener que darse la vuelta por haber actuado de una forma tan impulsiva. Le abrió la puerta y no supo como actuar, quedó sorprendido, se saludaron y le pidió que pasara sin ningún signo de haberse alegrado de verlo; sin abrazos, sonrisas, o excitación alguna. “Esperaba encontrarte en casa”, le dijo. Él le ofreció un refresco y se sentaron en dos sillones al lado de una ventana. Le ofreció unos dulces que había comprado de camino como una forma de aclarar que sus intenciones no eran las de discutir acerca de lo ya pasado, pero eso tampoco lo tenía muy claro. Raulo lo miraba fijamente esperando algún tipo de reproche, con la cabeza alta y los ojos bien abiertos. Si Rasp se hubiera vuelto invisible, por algún motivo sobrenatural lo hubiese mirado del mismo modo y hubiese sido capaz de seguir sus movimientos. No parecían tener prisa, aunque estas situaciones no suelen ser cómodas y suceden con más frecuencia de la que posiblemente creemos. No son situaciones deseadas por nadie, pero, sin duda, Raulo lo tenía que estar pasando mucho peor. Lo había superado en todo, mejor deportista, mejor hijo que él nunca había sido, y por lo que parecía con menos errores lo que lo hacía mejor persona. Pero aún era joven y la vida pasa facturas que son difíciles de interpretar. Un padre desea lo mejor para su hijo, y que lo supere en todo, pero era pronto para saber cuales iban a ser sus errores, y pudiera parecer si él estuviera escribiendo estas lineas, que ponía en duda la capacidad de Rasp para superar esos errores. La vida no se escribe con trazo claro, nadie es tan bueno, nadie es tan transparente. Considerando que todo era según como se quisiera ver, la intención contaba. No había ido hasta allí para hablar de los problemas, ni siquiera para hablarle de Etba y su enfermedad, sólo quería conversar un poco, sin pensar que se trataba de un ogro indomable. El universo podía ser bello o frío como una roca del polo, según desde donde se viera, y posiblemente el universo más hermoso se veía desde la tierra, una noche limpia de luna llena en buena compañía. Con los seres humanos pasa algo parecido, todos somos hermosos y vulnerables, pero depende en la posición que nos pongamos para llegar a esa conclusión. No había hecho
muchos planes para llegar hasta allí y le sabía a poco, quería poder confiar en él y que alguien ñe devolviera el aprecio perdido. “Me alegro de que hayas venido”, esas fueron sus palabras, pero la tensión no se rebajaba. “Sí, todos deberíamos alegrarnos, pero no resulta fácil. Estas cosas llevan su tiempo. Pero es mejor empezar a quitarle importancia, antes de que se monte una gran bola y no seamos capaces de moverla. No sería bueno que pasaran los años y nos fuéramos a morir como desconocidos” Todo discurría dentro de la normalidad hasta que Raulo le preguntó si se iba a quedar mucho rato, que no lo estaba echando, pero había quedado con Berenica para tomar algo y que pretendía pasar la noche en su casa; esto último lo dijo guiñando un ojo de complicidad. En ese mismo instante, el padre se desdibujó y apareció ante sus ojos un mecánico desconocido, posiblemente dado a la cerveza y las películas baratas de gasolinera. Todo esto sucedió en una fracción de segundo, lo que sumado a la desconfianza de la que provenían, la que Rasp había pretendido superar con su visita, acentuaba el arrepentimiento por el paso dado. A pesar de todo hizo algo de tiempo, comentándole que todos estaban muy bien, que les iba de maravilla y que el futuro era prometedor, no sólo por sus resultados en el fútbol -esto último era lo único cierto de su discurso-, sino porque la vida familiar parecía marchar de lo mejor. Ni un gramo de condescendencia habría a partir de aquel momento. Si hubiera planeado la visita para urdir un elaborado engaño, y así intentar causar a su progenitor algún tipo de pesadumbre, no lo hubiese hecho mejor. Había dejado su abrigo colgado en el perchero al lado de la puerta, y mientras hablaba no dejaba de mirarlo, como si deseara que saliera volando y pasara delante suya para que pudiera echarle mano y anunciar su despedida. Pero no, iba a necesitar alguna excusa para levantarse y acercarse a la salida, tomar el abrigo, ponérselo bien abrochado y salir como si lo estuviera esperando el presidente de la federación de fútbol. “Lo he estado pensando todo este tiempo, no creas que no lo hago. Sé he cometido muchos errores en mi vida, y eso me mortifica. Lo sabrás cuando tengas mi edad. Se piensa mucho en como hubiesen sido las cosas si no hubiésemos tomado aquella decisión, o si, al menos, nos hubiésemos equivocado menos. Es por eso que me alegra que estés aquí, no me gustaría envejecer pensando que no quieres volver a verme.” Raulo, hablaba sin saber que al hacerlo hacía incurrir a su interlocutor en un río de contradicciones. Parecía querer hacerle entender que unas cosas importan más que otras, y que ser su padre iba a importar siempre. Rasp intentaba imaginar qué parte de aquella mente deseaba una vida tan caótica como la que parecía llevar, y qué parte decía respetar los lazos familiares a pesar de todo. Mientras el mundo siga dando vueltas los desencuentros con los hijos se moverán en la dermis entrando y saliendo por los poros a su antojo, llenando el espíritu y erizando el vello con un sarpullido en cada rechazo. Y sin embargo, todavía estaba dispuesto a ser juzgado, Rasp estaba en su derecho y podría mostrarle su desprecio, se lo tenía merecido. Con toda exactitud la escena se iba construyendo sobre los parámetros que deberían haber esperado de antemano, una tormenta de perdón y odio, todo contenido por las mejores formas, por la exquisita educación de los dos. Ras hubiese haber dicho algo más, pero no quería demorar la parte de aquel encuentro que no entendía, así que lo dio por concluido, se levantó y se puso en marcha, despidiéndose estrechándole la mano, sin besos ni abrazos. Simplemente, ofreciéndole la mano, y diciéndole adiós. Hacía tan sólo unos días, había hablado con Cecile de la necesidad que sentía de ver a su padre, de hablar con él y normalizar sus relaciones. Resaltó en aquella conversación que no pretendía ser indulgente, pues era una necesidad que partía de él, de hacerse bien a si mismo. Y esta conversación no habría tenido la menos importancia si no hubiese llegado a casa, el mismo día de su entrevista, quejándose de como había resultado. “Forma parte de su naturaleza. Es un ser incapaz de calcular como ven otros las situaciones en las que él también está involucrado. Su visión de lo que le rodea, con sus intereses, su egoísmo, sus necesidades, sus beneficios y pérdidas, es lo único que es capaz de tener en cuenta. Creo que ya ni se acuerda de ella ni para quejarse.” Era una situación nueva, en cuanto se descubría un aspecto que hasta entonces no tenía en cuenta, la posibilidad de un dialogo fluido con su padre se iba cerrando. Poco a poco iba teniendo claro algunas cosas que le endurecían el corazón. Señaló una y otra vez, durante el tiempo necesario, lo enojado que estaba, para terminar concluyendo que a pesar de todo, la puerta había quedado abierta. A veces no se puede establecer
una relación familiar después de las crueldades a las que lleva un divorcio, y más si es el de tus progenitores, pero esperaba, en cualquier caso, poder volver a verlo. Hacia el final de la tarde, Etba se presentó en el salón como una aparición, arrastrando los pies y con la cara con las marcas que se hacen después de un sueño larga sobre una almohada arrugada. Como Rasp no quería que supiera lo de su visita, cambió de conversación inesperadamente, y continuó hablando de los libros que había visto en el escaparate de una librería y que según dijo le gustaría comprar. Seguía su argumento añadiendo que se trataba de un lugar nuevo, y que parecía muy acogedor. Cecile no sabía si interpretar que, en realidad, le estaba sugiriendo que se los regalara, solía emplear ese tipo de estrategias cuando quería algún capricho. Desde la puerta cerrada del balcón Etba veía a los vecinos volver a sus casas y a las farolas encenderse ante la inminencia de la noche. Repasó mentalmente los nombres de los vecinos que veía y conocía. Movía los labios, subió la mano a la altura de la cara y se frotó los ojos. La observaban sin ánimo de intervenir, y porque si le hubiesen hablado hubiese tardado en responder. Perdían la capacidad de anticiparse; invariablemente, fuera cual fuera el resultado de la tarde, deberían actuar sin precipitarse. Se creyeron preparados para manejar la situación sin mirarse a los ojos, guardando el primer silencio. Para ella, responder preguntas cuando acababa de despertar e intentaba recordar sus sueños, la podía conducir a volver a la cama y caer de nuevo en aquel estado en el que creía vivir una parte de su vida que se estaba perdiendo cuando estaba despierta. Etba Rivetta se volvió y los miró como si nos los conociera. Acordaron no discutir esa noche, y a Rasp se le puso un dolor de cabeza que no esperaba. Otras veces había padecido de inesperadas jaquecas y se preguntada si algún día una enfermedad como la de su madre se manifestaría hasta impedirle vivir libremente. No era el hijo perfecto que pretendía, por lo tanto no tenía derecho a pedir explicaciones. Tenía las emociones a flor de pie, y comenzó a quejarse de su falta de compromiso y su incapacidad para resolver los problemas que se les iban planteando. -No estoy satisfecho de mi, ni mucho menos. Me hubiese esforzado si fuera de otra forma, sin embargo, soy como soy y como me he ido haciendo, y eso ya no se puede cambiar. Tengo la impresión de haber engañado a todos por no contar la verdad del rendimiento deportivo, se trata de un remordimiento recurrente. La relación del equipo con los reconstituyentes y las drogas es imperdonable, pero nos amparamos en la excusa colectiva. Cuando intento no fallarle a los míos me estoy carcomiendo por no haber podido ser mejor, y por tratar de evitar los peores resultados. Nos encontramos en un momento muy difícil, y no sé si soportaría fracasar también en la vida personal. ¿Me comprendes Cecile? Ya sé que tu crees que no me va mal en mi carrera, pero no soporto la falsedad, y debo mantener mi vida personal a salvo. Te preguntarás que tiene que ver el fútbol con la enfermedad de mi madre, y para lo tiene que ver todo, porque son las dos cosas más importantes de mi vida, después de mi matrimonio. Al deporte ya le he fallado, y no sé como recomponerlo, y no le quiero fallar a ella. No quiero más abismos en mi pasado. Rasp pasó mala noche, no se lo dijo a Cecile, pero aquel día le iban a dar un premio. Nada de fiestas de la federación, al contrario, se trataba de un reconocimiento del vestuario que se concedía al jugador más motivado, o dicho de otro modo, el que más había estimulado a sus compañeros durante el año. En realidad, se trataba de un reconocimiento del año anterior porque ese año aún quedaba mucha liga. Atribuyó su dolencia a las preocupaciones, y a que se le había puesto un interminable y lento dolor de cabeza. Sin embargo, mientras se preparaba un café, creyó que lo superaría en los minutos siguientes y estaría en perfectas condiciones para un nuevo entrenamiento, y para aceptar la celebración después de la ducha. Por un momento tuvo la impresión que dormía poco porque su madre le hurtaba los sueños, ¿de qué otra forma se podría explicar que durmiera por dos personas? En seguida rechazó esa idea. Recordó que Cecile también iba a salir esa mañana para unos exámenes, y Etba se quedaría sola. No era nada extraño, lo hacía con frecuencia y no esperaba ninguna crisis, que de suceder la llevaría a dormir aún más. En ocasiones la dejaban durmiendo a primera hora de la mañana y cuando volvían a mediodía, seguía exactamente en la misma posición
y con la misma profundidad en su respiración. Nada más salir de casa comprobó que no olvidaba nada, palpó la bolsa en la que llevaba sus zapatillas de deporte, y revisó un pequeño discurso que había apuntado en un papel. No le gustaba dar discursos, y menos en un vestuario cubierto de camisetas sudadas, pero esperaban que dijera unas palabras y lo iba a hacer. Al llegar al campo se tomó un refresco en la barra del bar de la entrada. Esperaba en vano que llegara algún compañero, porque no había visto el reloj y ya todos habían entrado y se estaban cambiando. El camarero que era conocido le previno porque se dio cuenta de que estaba desorientado. Temió “dar la nota” en un día tan indicado y si no se daba prisa, llegaría cuando ya todos estuvieran corriendo y dando vueltas al campo, que es lo que solían hacer de calentamiento. Esa parte no se la excusarían y tendría que hacerla solo mientras el resto seguían con su programación. La única solución que vio, fue entrenar con el chándal que llevaba puesto. No fue un buen día. En un momento se empezó a sentir mal y tuvo que retirarse. En el vestuario vomitó, y lo atribuyó a un principio de gripe, pero esperó y dio su discurso antes de volver a casa. Había un silencio total y nada parecía fuera de lo normal, otras veces había encontrado la casa en silencio, sin un ruido en la cocina o en el baño, sin televisión o radio, sin conversaciones. Supuso que su madre dormía y tomó precauciones para no molestar su sueño. Caminó despacio, dejó los objetos que portaba, la bolsa de deporte y las llaves, con extrema suavidad. Se sorprendió al ver a Cecile también durmiendo echada sobre la cama de matrimonio, se quedó mirándola desde la puerta intentando no ser descubierto. Sabía que si se mira insistentemente a una persona dormida se la puede despertar y bajaba la mirada al suelo, y la volvía a mirar. Había visto aquella habitación un millón de veces, la había ocupado, la había sentido, había dormido en ella, y aquellos escasos veinte metros cuadrados, ahora como nunca, parecían respirar. No era una casa grande, pero el salón se interponía entre las dos habitaciones y eso les daba una somera intimidad. Probablemente había secretos que quedaban así bien guardados. Tras aquel mal día, había deseado por encima de todo estar de nuevo en casa, y seguía sin apartarse del marco de la puerta de la habitación, como si el aire expulsado por los pulmones de Cecile, el aire templado de una respiración plácida, concediera a la estancia un halo de natural solemnidad y paz. Era la primera vez que sentía algo así y no podía saber si lo volvería a sentir alguna vez. Inmediatamente entendió que si seguía contemplando aquel cuerpo femenino dormir, si permanecía allí, no era para hacerse preguntas acerca de la lógica y el por qué de las cosas. Cecile tenía, más o menos su edad. Solía mirarla fijamente cuando hablaba con ella, y ella respondía con una atención similar. La conocía, la había amado y poseído tantas veces que se había convertido en delicada costumbre, ¿a qué venía aquella sensación de estar respetando el sueño de una virgen? Cecile era atractiva, y realzaba sus formas con ropa muy ceñida, pero detrás de una apariencia superficial se escondía un fuerte carácter. No era muy habladora pero cuando abría la boca todos el mundo la escuchaba; sabía hacerse respetar. Era el tipo de mujer que crea inseguridad cuando observa a un desconocido, y sin embargo a los que van a su lado les sucede lo contrario, los ampara y los cubre de una pátina de respeto. Los cuadros de la habitación los había escogido ella, y parecía que tenía el don de alegrar cada estancia, porque eran cuadros de flores, vistosos pero con predominio de blancos. Tal vez eso conjugaba adecuadamente con lo visillos de las ventana, pero Rasp no entendía demasiado de esas cosas y procuraba no darle demasiadas vueltas; ella se encargaba de la decoración y punto. Al abrir la puerta había dejado entrar la suficiente luz para hacer sombras, pero no tanta como poder entrar sin tropezar con alguna cosa. Cecile había echado las persianas para poder dormir en pleno día, como si de repente hubiese sentido la necesidad de saber lo que sentían las mujeres que hacían eso. Sabía que algunas mujeres, en algunos momentos de depresión, incapaces de huir de otra forma, desertaban de todo, se echaban a dormir en pleno día y no querían hablar con nadie, ni siquiera con su marido o con sus hijos. Pero, aún sería más alarmante, que deseara imitar a la madre de Rasp, o que creyera que podía existir algún tipo de relación entre el sueño que ella sintiera y el de su suegra. En la calle había empezado a llover, y en la casa había una temperatura que invitaba al reposo. Todo parecía haber sido planeado para el propósito de dejar irse la tarde sin oposición, sin añadir las objeciones que buscan la utilidad de todas las cosas en cualquier tiempo. Contempló la escena como una pintura a la que debía añadir
el hormigueo de la lluvia en las ventanas, aquel picoteo fino que le hubiese pasado desapercibido con sólo entregarse a una conversación, o llenando la casa de voces de una televisión olvidada en el cuarto paralelo. El color desigual de las paredes también era un capricho de Cecile, lo veía más moderno, y según decía más práctico a la hora de pintar, pero él tenía sus dudas. Intentó recordar si aquel día había dicho algo inconveniente. Alguna de esas cosas que se dicen sin pensar y de las que no se espera ninguna reacción, y sin embargo, caen como un bomba modificándolo todo. ¿Podía ser posible que algo así hubiese sucedido? ¿Qué hubiese dicho algo inconveniente sin haberse dado si quiera cuenta? Lo que acababa de argumentar tenía el peligro añadido de una imaginación desbordante, y no quería ponerse en la situación del que ve como su mujer se contagia del sueño de su suegra y que a partir de entonces, cada día, al llegar a casa, las encuentra a las dos dormidas y ausentes por completo de él y de su mundo. No obstante, su alarma cesó, Cecile se movió ligeramente, su sueño era ligero y estaba seguro de que la despertaría y se levantaría si intentara acercarse a la cama o si le hablara. Al haber llegado inesperadamente se encontró una escena que no esperaba, porque no contaban que después de su premio y su discurso no hubiese salido con el resto de chicos a celebrarlo. Pero no estaba bien, lo atribuyó a una gripe, volvió a casa sin previo aviso y quedó paralizado por la idea de que el mundo se redujera, de pronto, a una interminable somnolencia que despreciaba cualquier innovación, adelanto tecnológico y progreso científico o filosófico. Aunque algún hombre fuera capaz de descubrir el razonamiento que le diera sentido a la existencia, o también, aunque el presidente del parlamento europeo hubiese anunciado una campaña para acabar con el hambre en el mundo, hubiesen seguido durmiendo. No se trataba más de un acto de rebeldía poética que de egoísmo, porque según entendía, la poesía hace falta una mirada poética para interpretar casa situación y cada cosa bella, pero esa mirada surgía de un tipo de hombre capaz de sincerarse consigo mismo, enfrentarse a sus máscaras y plantarse ante los demás tal y como es. Echarse a dormir era dejar que les importara cualquier cosa que la gente pensara, y en ese sentido, dando valor a su propia rebelión, se incluían en la relación poética de los que renuncian al mundo y lo que interesa a todo, imponerse. Respiró hondo, se puso la mano en al frente y la frotó bajándola sobre la cara hasta cogerse la mandíbula entre la palma y el pulgar. Volvió a respirar, y esta vez se frotó los ojos con fruición. Eso podía ser debido al escozor que sentía, pero se hacía el duro y se decía que era debido al cansancio. E esa hora solía salir a dar un paseo, pero no quería hacerlo sin avisar que se ausentaba, que en ese momento despertara Cecile y se sintiera sola, con la noche caída y presintiendo que a él no le había importado como se encontraba. No era tan despreocupado, ni tan relajado para las cosas que ella le importaban y, mucho menos, para lo que pudiera sentir o le pudiera suceder. Siempre se había tenido por una persona sensible, y siempre había reaccionado ante la desgracia de los seres queridos. No sabía lo que estaba pasando, ni a que se debía aquella escena de sueño colectivo, si era una enfermedad, una depresión, alguna noticia recibida que la había postrado, o simplemente que le había apetecido tumbarse un rato y había caído en un sueño profundo. De cualquier manera, no pensaba despertarla, tendría que esperar y no impacientarse. De nuevo volvió a estar tentado de acercarse a la cama y mirarla de cerca, observar sus ojos, si había marcas de haber estado llorando o alguna otra cosa y por segunda vez rechazo la idea por miedo a despertarla. Se desplazaba en la inquietud de no entender, de sentirse también enfermo y de creer que todos podían tener síntomas parecidos, pero también lo contrario, que estaba exagerando, que todo se reconduciría y que el día siguiente lo vería más claro y limpio. En el desayuno, Cecile pone interés en que todo esté muy ordenado. Coloca la cafetera y la luche en el centro de la mesa del salón, y a continuación pone tres tazas, pan y mantequilla, pero sabe que probablemente Etba no se levantará -lo hace arias veces al día, come, se asea un poco y vuelve a la cama, pero con horarios tan diferentes como extraños-. No parece recordar nada del día anterior, porque cuando al fin Rasp se fue a la cama, ella no se despertó. Muestra su blanca dentadura absolutamente convencida de ser la mujer que cualquier hombre pudiera desear en una mañana así. Por supuesto que puede convertir aquel principio del día en algo memorable, ya lo ha hecho otras veces. Desde que ha comenzado el show no ha dejado de pasearse semidesnuda delante de Rasp, y eso no es una novedad para él, pero sabe cuando ella lo hace maliciosamente. También es verdad
que cuando el la observa disimula y desaparece tras la puerta de la cocina con la excusa de ir a buscar tal o cual cosa, eso ayuda a que el piense en otras cosas. La estrategia no es demasiado elegante, y si le preguntara a él, y si el decidiera responder sinceramente, sabría que resultaba torpe en ese juego, pero no sucederá. Termina por sentarse a su lado y empiezan a conversar. Ella quiere contarle algo de su profesor, cosas que le dice y que la hacen sentirse muy coqueta. En realidad, ya le ha hablado de ese tipo otras veces, y él lo considera un mediocre por ponerse así en sus manos. Después de todo,ella le está contando a su marido lo que otro hombre le dice, ¿eso no lo convierte en un estúpido?, ¿qué esperaba, que ella le guardara el secreto? Eso si que hubiese sido sorprendente. Después de un momento de silencio vuelve a hablar de él, y lo nombra como “ese profesor”. “Él es como es, y me dice que soy de una inteligencia mediterránea. No entiendo todo lo que me dice pero no me lo tomo a mal, porque creo que busca estimular una parte de mi que considera dormida”, casi se arrepintió de haber dicho algo semejante, porque aceptaba varias interpretaciones y alguna de ellas no era muy adecuada. Por un momento creyó que se iba a venir abajo, aquel optimismo no era muy creíble. Entonces, sin haberlo esperado, guardó silencio durante casi un minuto, y lo miró fijamente. “¿Estamos perdiendo una parte de nosotros? -ya no hablaba del profesor-. Parece que te da igual, tu seguirás adelante con tu vida y tus cosas. Nada parece afectarte y eso me descoloca. En cierto modo debe ser cierto que hablo demasiado. También en eso voy a tener que darte la razón.” Podría hablar hasta el infinito si acabara de llegar y se creyera sola, pero su suegra siempre estaba allí, y nunca se sabía si dormía o simplemente estaba, como una presencia que no siempre se sospecha. Hubo un nuevo momento de silencio y ella a continuación se retiró a la habitación y lo dejó solo. Entonces, Rasp se quedó mirando a través de la ventana, transido, con la taza de café muy cerca de los labios estiró las piernas y dejó volar la memoria hasta un momento de su juventud en que había salido para un paseo con su mejor amiga. Era una compañera del instituto que se hacía mechas en el pelo, y a aquella edad era extraño que las chicas se tiñeran el pelo intentando parecer mayores de lo que eran, pero las mechas le daban un aire muy maduro. Había chicas capaces de ponerse colores increíbles para le pelo, como rosa, o verde, pero mechas con brillos rubios sobre un pelo castaño, no era a lo que solían aspirar a su edad. Se fueron al centro de la ciudad andando, un lugar donde había una cafetería cada dos portales, y así toda la calle. Algunas con dos puertas eran la misma, unidas por un pasillo interior, otras estaban llenos de ancianos, y otras ofrecían especialidades de bollería con chocolate. Cada vez que se paraban delante de una de aquellas puertas atiborradas de fumadores y niños jugando, ella hacía un mohín, y comentaba algo que la desagradaba, así que seguían andando en busca de otra cafetería que realmente les sedujera. El rumor de los cuerpos y las conversaciones en un día de fiesta, lo llenaba todo. Y cada vez que él pensaba en que clase de lugar la podía hacer sentir a gusto, volvía una y otra vez al presentimiento de encontrarse ante alguien que se creía tan selecta que no podría pasar aquella tarde agradablemente, si no le invitaba a un sitio poco concurrido y posiblemente, caro. No hablaban de otras cosas, no encontraban un tema de conversación adecuado, pero ella encontraba las palabras adecuadas para comentar la puerta acristalada de cada uno de aquellos sitios. Rasp no pensó que Cecile podía estar esperándolo, y que había algo más, si en los minutos siguientes no acudía a su encuentro, ella iba a entender que no le importaba. Desde luego, aquella chica del instituto que retenía en su memoria como el perfume evocador de un cabello sano, no tenía mucho que ver con su mujer, pero había dejado volar la mente hasta recoger mecánicamente, y salir por la puerta robotizado. Había perdido la expresión de su cara, no miraba a nadie. Solo caminaba, una paso detrás de otro, sin mirar a los transeúntes con los que se cruzaba; podría haberse cruzado con la chica en la que estaba pensando y ni haberla reconocido. Intentaría en vano aquella mañana, comprender la profundidad de la herida que había causado, y de la que en tal momento empezaba a ser consciente. Se concernía de cualquier hecho que, aún en el peligro de lo que se realiza de forma inconsciente, lo había llevado hasta el borde la crisis matrimonial. Tan sólo hacer las cosas bien había sido su finalidad, pero estaba más claro que nunca que sus intereses eran disparejos y buscaban la felicidad por caminos que en nada se asemejaban. Juntos había vivido los avatares más insólitos los últimos años, habían asistido al nacimiento de
nuevas ilusiones, y por el contrario, se habían enfrentado a nuevas contrariedades, y debía insistir en eso, si de todo ello, algo no había compartido en su resolución, nunca había partido de una premeditación consciente que pudiera causar un dolor en Cecile que, no por oculto, menos importante y a tener en cuenta.
4 Reptar Sin Aliento Habían discutido otras veces, y se había dado cuenta de que sus diferencias eran cada vez mayores, pero hasta ese momento no le habían parecido insalvables. Asistido, en el nuevo tiempo que se habría después de su separación, por la ineludible tarea de ayudar a Etba, los fantasmas de la depresión se fueron corrigiendo. Lo que para otros hubiese sido un derrumbe, él lo convirtió en actividad desenfrenada para salir adelante en aquella difícil situación. La casa materna, en aquel año de matrimonio, lugar de paso y asumida provisionalmente, volvía a convertirse en su propia casa. Por algún motivo se sentía inclinado a permanecer el tiempo que hiciera falta, nada de prisa ni ansiedades por volver a cambiarlo todo, o esgrimir nuevos planes. Ya no estaba entre sus ideas aquella que propusiera Cecile de tener su propia casa, aunque eso supusiera llevar a Etba con ellos. Esa y otras, en realidad, eran planes e ideas compartidas, no del todo suyas. Durante meses, después del primer año de matrimonio intentaron enderezar sus aspiraciones, o quizás se trataba de las aspiraciones de ella. Puede que en el fondo, la separación, a pesar de todo lo que le había costado renunciar a su matrimonio, le serviría para llegar a conocer cual era su forma de pensar, cuales de las ideas del último año eran suyas, o si simplemente habían constituido un ejercicio de acuerdo y aceptación con la otra parte. Hay razones para creer que Rasp no había puesto demasiadas objeciones cuando ella le dijo que la fatigaba y le propuso separarse. Hacia mediodía ya se habían puesto más o menos de acuerdo, sin una discusión ni una palabra malsonante. Otro en su lugar, es posible que hubiese esperado algún tipo de explicación, pero él sabía que ni siquiera una bronca hubiese sacado otra idea que la que se hacía presente y se deducía de sus palabras; ella quería otra vida para si misma diferente a la que se estaba planteando. Y como si aquello, que se intuía pero no se decía, fuera de una fuerza obstinada tal que nada, ninguna apelación a los buenos propósitos o, al sentido de compartir todas las responsabilidades, o cualquier otra cosa que pensara que podrían mejorar, podría hacerla cambiar de idea, resultaba también inútil entrar en agrias discusiones sin fin. Nadie que lo hubiese visto esos días podría decir sin mentir que no estaba apesadumbrado, o que no daba la impresión de sentirse derrumbado. No podía evitar que las cosas fueran como eran y no iba a eludir las miradas, los comentarios y algunas mofas de sus declarados enemigos. En ese estado de cosas, no tuvo, sin embargo, la intención de pasar página sin demora y seguir con su vida como si nada. Nos pasamos la vida haciendo cálculos, y cuando sucede algo importante que realmente lo cambia todo, para bien o para mal, no lo vemos llegar. Una y otra vez, en sus momentos de soledad, intentaba poner orden en sus pensamientos, pero nada de lo que le sugería su situación, ni sus planes ni sus pensamientos, eran precisamente consoladores. Así pues, si cumplía con sus obligaciones y permitía que la vida siguiera su curso sin salir huyendo, la realidad era como para echarse a temblar, y en momentos parecidos es donde los hombres deben demostrar la madera de la que están hechos. Y a estos hombres y mujeres, que aceptan las condiciones que la vida les presenta en los peores momentos, se les atribuye el valor de sostener el hecho social con la fuerza de los héroes.
No era natural lo que algunos querían interpretar de sus reacciones, y la verdad de su mansedumbre y su dolor. Como los giros del destino imponen con firmeza sus castigos, tenía que seguir pareciendo fuerte. Hubiese preferido tirarse en una cama, no comer, no afeitarse, emborracharse todo el día y negarse a atender visitas, pero, por el contrario, prefirió refugiarse en el deporte, en los entrenamientos y en salir a correr por el parque a las horas más insospechadas. El primer año después de separarse de Cecile fue el más duro, pero no consiguió impacientarlo ni destruirlo, y cuando se encontró un poco mejor afrontaron el divorcio y nunca se volvieron a ver. Sobrellevó las atenciones a su madre, que tenía recaídas pero ya pasaba mucho tiempo haciéndole compañía en el salón. La cuidaba, y ayudaba en lo que podía a la chica que pasaba todos los día para hacerles la comida y arreglarles la casa. Su padre no supo nada por él de aquellos cambios en su vida, y si en otro momento había anhelado que se pudiera dar una reconciliación ya no. A partir de tal momento Etba empezó a ser consciente de que tenía un hijo importante, casi famoso, y cuando jugaba los domingos por la tarde, ella se lo pasaba viendo el partido por la televisión y esperando su vuelta.. Allí nada eran diferente, hasta el punto de que las idas y venidas a la habitación para dormir, se convirtieron en normalidad. Después de vivir un tiempo los dos solos, madre e hijo fueron sometiendo la tensión de sus pasadas emociones, a una vida plácida y serena. También existía el trajín propio de una casa que necesita un mantenimiento, una dedicación diaria y una preocupación cuando faltaba tal o cual cosa. La vida hogareña estaba forzada por la reclusión de la madre, pero no resultaba desagradable para un hombre que no deseaba pasar página después de una separación. El inesperado choque que le sobrevino después de conocer las intenciones de su pareja, y la asunción de una nueva forma de estar en el mundo, lo creía una forma de purgar sus pecados. Pero la vida familiar, al final concitaba en él buenos sentimientos, lo volvía más sereno, y no le resultaba tan agobiante como en un principio pensó que sería. La descontrolada dinámica de algunos de sus compañeros de equipo, no parecía tentarlo y dejó de ir a fiestas. Los años pasaron y Etba se volvió una anciana prematura, hablaba poco y dormía mucho. Para los vecinos seguía siendo la misma de siempre, con su “problemática”, la que todos ya conocían. Su comportamiento distaba mucho de problemático, pues apenas salía, pero cuando, en ausencia de su hijo, se había encontrado a alguien a la escalera, y había parecido tan desagradable por no contestar a un saludo, se había limitado a huir y dejar a los peores protestando y maldiciendo por lo bajo. Para algunos vecinos era imposible comprender que ese comportamiento se debía a un estado mental que derivaba de su enfermedad, y se creían ultrajados por el trato recibido, pero a ella le daba igual. El gradual deterioro de sus funciones físicas y falta de fuerza, la llevaban a pasar con frecuencia por el servicio, y en ocasiones a no llegar a tiempo, Rasp adivinó que en los años siguientes todo se iba a complicar demasiado. Durante aquellos años, el jugador tuvo algunas lesiones graves, y su carrera se truncó, cambiado una y otra vez, hacia equipos más humildes. Pero si le veía el lado positivo, eso le permitió seguir llevando la misma vida anodina de siempre, porque si su carrera lo hubiese llevado a fichar por equipo importante, posiblemente hubiese tenido que cambiar de ciudad, o incluso de país, y eso le habría planteado el problema añadido de llevarse a su madre con él, o internarla definitivamente en una residencia geriátrica. En su vejez se le daba por pedir todo tipo de caprichos, si bien era fácil de contentar porque se trataba de cosas simples y propias de su edad, como camisones, zapatillas, dulces, té de una determinada marca o tabaco. Rasp salía a propósito a horas avanzadas por darle el gusto, pero ella no parecía agradecerlo especialmente y su carácter se iba volviendo difícil y huraño. Inútilmente luchaba la anciana contra su dolores y achaques, y las piernas empezaban a fallar lo que la hacía moverse con lentitud y torpeza. -Madre, sería bueno hacer otra revisión. Ir al médico nunca está de más -le pidió Rasp en una ocasión. -Ya estoy muy mayor para empezar ahora a aceptar tu autoridad. -No se trata de eso. Lo digo por tu bien, te queda mucho que vivir, y debes hacerlo en las mejores
condiciones. -Si yo decidiera que lo necesito lo haría. No me agrada que te preocupes tanto por mi hasta el extremo de hacer que haga cosas que no quiero hacer. Cuando tengas mi edad comprenderás muchas cosas. Se cambia mucho, no sólo por fuera, la forma de pensar toma extremos que muchos no entienden. La vida nos hace sufrir mucho, y nos ganamos descansar. -Lo comprendo; pero otros también han pasado por dificultades y son fuertes para seguir haciendo lo que deben en cada momento. Y creo que ahora lo que deberías hacer es una revisión médica; nada del otro mundo. Son pruebas sencillas -Rasp sabía que era una batalla perdida pero quería intentarlo. Se mueve hacia una silla y se sienta para verlo como se mueve alrededor de la habitación. Como otras tantas veces se vuelve una y otra vez sobre sus propios pasos. Apenas se da cuenta, pero es una situación repetida que ella hace posible cuando se muestra receptiva a conversar. Por momentos similares, van encontrando aspectos comunes de la existencia que les hace posible seguir sintiéndose madre e hijo, y convivir con sosiego. Concluye la discusión dejando bien claro que no piensa volver al médico hasta que se encuentre realmente mal, lo que supone tanto como decir, hasta que ya no tenga solución. Acaba de descubrir que se ha arreglado más de costumbre, se ha puesto una bata de raso que el recordaba haberle comprado, pero que no había estrenado hasta ese momento. Se ha arreglado el pelo, y le parece que lleva algún tipo de maquillaje, pero no puede asegurarlo a pesar de su extrañeza. Se muestra desconcertado, pero le parece un paso positivo, y cree que ella podría empezar a salir de su estilo de vida, de su encierro y de su depresión, si se arreglara cada día. Mostrar interés por la vida y el aspecto que se representa en ella, sería un paso adelante. Tal vez, esta vida que se nos presenta provocando, cubre las paredes de su laberinto con enfermedad, vejez, delirio y muerte. En este marco nos movemos veloces hasta desaparecer, acosados por la exigencia de descubrir un secreto que nunca existió en un tiempo insuficiente: los parámetros de una ecuación absurda. Concebimos la existencia como un acertijo supersticioso, seguros de que al fin, alguna generación será capaz de interpretarla y ofrecer la respuesta a la cuestión que se nos plantea. Inspirados por la ciencia quizá encontremos el remedio a todos nuestros males y vivamos cientos de años capaces de recordar aquellos acontecimientos más íntimos de nuestra adolescencia. Y un día, hartos de dar vueltas sin sentido, nos preguntaremos si existe un desplazamiento, que nos perpetúe, una forma de deslizarnos que valide lo que no es más que sinsentido. Ya no vale correr, cuando estas seguro de haber probado todas las ecuaciones. En un momento así apreciaremos que otros hayan muerto creyendo que no tuvieron tiempo suficiente para seguir evaluando y desenredando el comportamiento humano y lo que tiene que ver con la creación y con la esperanza de que la respuesta existiera. Si eternizamos la existencia, desearemos morir cuando decidamos que después de haber relacionado todos los parámetros posibles no existe la necesidad de seguir manteniendo ese absurda investigación de principiantes, inseguros neófitos e interinos. Debo confesar en este punto, que la historia de Etba Rivetta no ha sido sugerido por ninguna historia real, pero se parece a miles de historias que, por corrientes, no son menos eludidas. También Rasp se puede parecer a algunas personas que conocemos, dispuestos a hacer renuncias tratando de aguantar los pilares de su vida. Me limito a sentirme atraído por lo inevitable. Es perfectamente asumible que nadie quiera obsesionarse con los finales, porque eso es tan sólo una parte de la historia que deben vivir, y utilizan con este fin, entregarse a todo tipo de entretenimiento que les ayuden a evadirse de la realidad. El trabajo, el fútbol, el cine, la cultura, la política, la guerra, etc., a mis ojos, no son más que la necesidad apremiante que el hombre tiene de evadirse de la vejez, de la enfermedad y de la muerte. A lo sumo, Etba llegaba a contemplar su paso por todas las cosas desde la perspectiva de su amor perjudicado. Su hijo era capaz de oponerse a sus recuerdos, pero se resistía a contarle acerca de
Raulo, de como le iba la vida, de si era feliz, y de los contactos que alguna vez habían existido entre el hijo y el padre ausente. Era preciso resumirse de alguna forma, llegando más lejos de la enfermedad o del amor que le dedicaba su hijo con sus atenciones. No diría que desde mi atalaya de constructor, que ella se estaba volviendo loca. Eso sería tanto como intentar justificar todo lo que va mal en el mundo, todo lo que se tuerce sin motivo y todo lo que se rompe definitivamente sin posibilidad de enmienda. En nombre del dolor ella debe retener la cordura y devolverse todas las preguntas a las que no le encontraba respuesta. De todas las vueltas que le demos a un mismo tema, a una misma historia necesariamente tendremos que encontrarle algún tipo de enseñanza. Por muy torpe que yo haya sido en la exposición el lector debe verlo como un muro infranqueable, porque la intención es que funcione como las sombras de un trapecio, discurriendo entre los cuerpos y las cabezas que se vuelven hacia lo más alto discurriendo espontáneas como el asombro, deseando formar parte, aspirando a volar. Todos los cuidados no parecía suficientes, y los giros de humor de Etba eran cada vez más frecuentes e inesperados. Debería valorar como habían ido las cosas en los últimos años, porque todo había funcionado a su favor, pero no lo hacía. La chica que los asistía en la casa no era muy habladora y parecía no caerle bien. Por todo ello Rasp pasaba mucho tiempo en un club local en el ayudaba al cuerpo técnico sin ningún cargo concreto o que se pudiera definir de alguna forma. Hubo un momento en que sintió la necesidad de hablar con ella, eso fue cuando empezó a trabajar, pero la chica se empeñaba en contarle dramas de su familia y bastante tenía Etba con lo suyo, así que fue dejando de comunicarse con ella, y había llegado un momento que evitaba su presencia, yendo de una habitación a otra cuando la chica estaba en casa. Debemos ponernos en el lugar de una mujer mayor, enferma, abandonada por su marido y decepcionada del mundo y sus amistadas. Pero, aún después de ese ejercicio, debemos tener en cuenta que todo podía empeorar. Si ella se empeñaba en no colaborar con la situación familiar, Rasp se podía encontrar realmente en apuros. Un día, regresó a casa a última hora de la tarde. Fue uno de esos días raros en los que se hubiese quedado a dormir en el gimnasio, y que paró a tomar unas cervezas para hacer tiempo. Todo estaba en silencio, y no encendió la luz inmediatamente porque pensó que Etba podía haberse quedado dormida en el sillón del salón. Desde la entrada del salón podía ver la débil luz de la lamparita de noche que llegaba desde la habitación y el murmullo de una radio a muy bajo volumen. Esta vez entró en la habitación, se había quedado dormida con las gafas puestas y un libro caído sobre el pecho. Apagó la luz y volvió sobre sus pasos para sentarse y coger algo de aire. Pero cuando llevaba unos minutos sentado en silencio un olor a podrido le llegó de la cocina y se levantó para ir a ver. Al abrir la puerta un golpe de aire caliente y aquel olor lo golpeó. Entonces se percató que nadie había sacado la basura en los últimos días y que en una de las bolsas había carne con gusanos y fruto enmohecida. ¿Qué es esto? Se preguntó. Algo estaba sucediendo que se escapaba a su control. Cerró las bolsas y tuvo que apretar el plástico grasiento para obtener dos puntos solventes, con las que poder hacer un nudo. Todo estaba cubierto de un líquido aceitoso y no creía poder llegar a la calle sin dejar un rastro en el portal, aún así, se acercó al contenedor y sacó del edificio aquel olor penetrante. De vuelta a casa limpió la cocina y se dio cuenta, por primera vez, que la chica que los asistía en la limpieza hacía muchos tiempo que no pasaba por allí. Más tarde supo que Etba le había pedido que no volviera más, y entendió que sus problemas no eran pocos y que su madre iba a añadir unos cuantos más a puro capricho. Le dijo unas cuantas cosas que de ninguna manera justificaban lo que habían hecho, y peor le pareció aún que insultara a la chica sin motivo aparente. Tuvo que mover a algunos amigos para volver a localizarla y pedirle, casi rogarle, que volviera porque su madre ya era muy mayor y empezaba a hacer cosas extrañas. La muchacha estuvo de acuerdo pero eso le costó un poco más de lo que le pagaba. Es innecesario esforzarse en imaginar lo que sucedería a continuación, porque hasta la mente más obtusa vería venir lo inevitable. Entre los dos hubo buenos momentos de conversación, los debidos a la madre y a su hijo. Momentos que constituyeron una agradable armonía, la esperada convivencia de una misma sangre. Confiados y entregados a largas tardes de conversación no podían suponer que la naturaleza humana era tan caprichosa y que la madre empezaría a volverse reservada y desconfiada. En ocasiones, de forma vehemente e inesperada, se levantaba y se encerraba en su
habitación de un portazo, sin mediar discusión o motivo aparente alguno. Esta personalidad resentida era algo nuevo para Rasp, y con la precisión de un cirujano intentó interpretar y manejar la situación, pero no tuvo éxito. Llegó a creer que su madre perdía la noción del tiempo, y, en ocasiones, que no lo conocía, pero nada de eso era cierto. Buscaba entender, descifrar, encontrarle la lógica a aquellas reacciones, y llegó a pensar mezquinamente, que prefería que volviera uno de sus ataques de sueño, y que estuviera sometida unos cuantos meses a la disciplina del sueño. Algo se estaba perdiendo en la dedicación en la que se había entregado, y la naturaleza de los conflictos, cada vez más frecuentes, empezaban a tener consecuencias en la psique de los dos. Y no sólo por el daño de algunas cosas que se decían y se reprochaban, sino por las formas que se empleaban y que terminaban en gritos y lamentos dolorosos. Pero, llegado el momento, después de un tiempo necesario de líos inesperados, Rasp empezó a sentirse molesto con la simple presencia de Etba Rivetta. No soportaba la visión de su cuerpo desplazándose como un fantasma, haciendo sombras, espiándolo detrás de las puertas, o respirando con un pitido desagradable que no podía evitar. Se ponía nervioso, hacía gestos de desaprobación, y cuando no ya no podía aguantarlo salía al bar a tomar unas cervezas confiando que a su vuelta ella ya se hubiese acostado. Etba empezó a sentirse culpable, pero era incapaz de reconvenirlo sin el furor que se esperaba de ella, y parecía como si lo culpara por haber sido abandonada por Raulo. No se hubiese sorprendido si en un momento ella le hubiese dicho, “eres igual que tu padre”, o algo semejante. Pero no lo hizo. No era locura, pero la vejez estaba deteriorando cada víscera, cada articulación, los ojos, la piel y también cada gramo de masa encefálica, todo seguía el proceso de una uva que se mustia hasta perder toda su esencia. Y parecía, en un contexto tan determinado, que no era consciente del daño que se causaba. El gradual deterioro del cuerpo iba unido al deterioro de las relaciones con el mundo. Todo le parecía mal, todo la molestaba y le dolía, pero no estaba dispuesta a explicar como se sentía, y en cambio, mostraba signos de ese estado con sus reacciones furibundas y sus gritos. Con el paso del tiempo, Rasp pudo comprobar que nada cambiaba, que la actitud no remitía en sus principios y efectos, y la piel se le oscureció, no se cortaba las uñas, el pelo parecía cubierto de una blanca electricidad, los dientes se pudrieron y aparecieron bajo sus ojos una verrugas que le robaban cualquier luz. Hubo un momento en que el hijo paso de apiadarse de su madre y todo lo malo que le sucedía, a verla como un rival del no podía por menos que detestar su presencia. Se acostaba desesperado, apenas podía dormir de un tirón, y creía que no podía hacer nada por ella, pero por la mañana se tranquilizaba e intentaba sacar adelante un día más. Se quedaba pensativo y entristecido cuando bajaba al bar, o cuando acudía al club, y él no se daba cuenta, pero su alma se estaba secando y ennegreciendo como le sucede al alma de la gente que no es capaz de superar sus resentimientos. Por aquel tiempo, Rasp empezó a temer que su madre pudiera salir por la noche de casa, que echara a andar y desapareciera para siempre. Entonces empezó a cerrar con llave y no abrir hasta la mañana. La imagen de llamar a la policía y tener que organizar una brigada ciudadana para buscarla entre los indigentes, muerta en un callejón o en un río, o descubrir algún tiempo después que había aparecido en un vagón de tren sin documentación a muchos kilómetros de allí, le producía escalofríos. No sabía como iba a afrontar el futuro, pero se confesaba incapaz de afrontarlo sin una familia a su lado que pudiera ayudarlo en momentos tan difíciles. Y lo que aún parecía peor, verse a sí mismo con unos más intentando ser aceptado en un geriátrico para futbolistas retirados. Pero no quería seguir pensando en cosas tristes, debía intentar evadirse de alguna manera de esos pensamientos, para seguir enfrentándose al día a día sin obsesionarse. Salió para el campo donde tendría entrenamiento con las categorías inferiores, y afrontaría el partido del fin de semana con ánimo. Si los chicos ganaban el año siguiente subirían de categoría; la vida debía continuar.