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Falso Cerebro Inocente Febrero de 2016 Ludvesky
1 Falso Cerebro Inocente Cada vez que Sonite afrontaba un problema de pareja, podía adoptar una actitud diferente, como una careta necesaria ante un auditorio que espera que les entretengas con una buena disculpa. Un confuso razonamiento, como otros hacen encontrando placer en las piruetas, no parecía ser de su agrado, y utilizar más palabras que ideas, o alargar innecesariamente el esfuerzo de su proverbial imaginación, tampoco iba con él. Sólo cuando Kolima dos Sohos llevaba el asunto a niveles disparatados, y pedía explicaciones amargamente, intentaba envolverlo todo en un encantador mundo de promesas, de planes maravillosos que aseguraban mejores momentos para los dos. Establecía para su futuro compartido, en un tono de misteriosa dulzura un raro e increíble bienestar, e incluso entonces, sabiendo que ella sabía que estaba construyendo una ficción, conseguía que se calmara y se permitiera soñar con él. Sonite contaba con un viejo amigo, Raustles, para hablarle de este tipo de cosas que afectaban su imagen. Raustles era un tipo muy ocupado que trabajaba para una emisora local de televisión, y él, 4
tal y como se veía a si mismo, hablaba demasiado, y no sabía por qué su amigo lo soportaba. En cada una de las ocasiones en que quedaban para tomar unas cervezas, terminaban hablando de Sonite y de sus problemas para parecer comprometido, y eso no se cernían unicamente a sus relaciones de pareja. Y sólo cuando estaban lo bastante borrachos, Raustles perdía su afable condescendencia e intentaba hacerle ver que su problema no era la falta de compromiso, sino que resultaba muy cargante para todo el mundo. E incluso entonces, era incapaz de adivinar si se trataba de un consejo y podía seguir en buscando solución en uno de sus temas preferidos (él mismo), o, si como parecía, Raustles empezaba a aburrirse y le decía entre líneas de que como siguiera por allí, mejor se volvía a su casa a pasar el resto de la tarde en la soledad de sus discos y su whisky. Kolima había encontrado un trabajo en una oficina no hacía mucho. En apenas unos meses había demostrado que era capaz de hacer lo mismo que sus compañeras que llevaban muchos años trabajando allí, y que además, como aspirante a relevarlas en alguno de sus puestos, podía quedarse algunos días a terminar su trabajo sin tener en cuenta los horarios. Comprendía cuan difíciles podían ser las vidas de sus compañeras, algunas muy establecidas y comprometidas en los horarios de la casa y los niños, pero no lo importó, pues lo consideró un problema de supervivencia; era ella u otra y no había que darle más vueltas. En la última semana, algunas de ellas, comprometidas por su desprendimiento le habían dejado de hablar después de una bronca en la sala de café, y otras simplemente la ignoraban. Así las cosas, cuando Sonite, ajeno a estas particularidades del trabajo, quedaba con ella para ir a comer algo antes de volver a casa y pasaba a recogerla, notaba con absoluta nitidez ciertas miradas de desprecio que las otras chicas vertían hacia él, como si eso pudiera cambiar algo. Una de aquellas veces en las que la esperó a la salida del trabajo, un grupo de aquellas chicas estaban hablando con cierta desenvoltura, así que Sonite se acercó disimuladamente y se dedicó a escuchar, y el resultado fue chocante. Kolima había salido a relucir en aquella conversación y no parecía que tuvieran para ella la indulgencia que se espera con los novatos y sus errores. Andar fisgando en conversaciones ajenas es lo que tiene, introduce en nuestro mundo piezas con las que no contábamos y que parecen encajar el puzzle y entendió de repente la animadversión que notara con anterioridad. Por aquel tiempo, la crisis había llevado a muchos a perder su trabajo y a otros, a permanecer indefinidamente en el desempleo, por lo tanto no podía considerar como anormal que las prácticas laborales por conservar un empleo se hubiesen vueltas más sucias de lo que recordaba. En ocasiones en las que miraba fijamente a Kolima, bien porque lo hubiese sorprendido con una inesperada respuesta insultante y cortante como un cristal helado, o bien porque hubiese despreciado su opinión (obviando que se trataba de tener un compañero idiota dando su parecer por algo absolutamente intrascendente), en esas ocasiones entraba en una incontrolable dinámica de odio que le hacía desear que se atragantara con su comida. Al menos, aquella situación tenía algo de ventajoso, no entraban en discusiones en bucle como les sucedía a otras parejas, y sus espectáculos de desencuentro en público eran muy leves. Por otra parte, la animadversión que le producía el trato recibido por la persona amada, se veía compensado con algunos gestos silenciosos que el observaba sin decir palabra. Mientras cenaban, ella movía sus manos con absoluta precisión, cogía los cubiertos introduciendo el grasiento espagueti entre sus dientes con tal maestría y dulzura, que podría estar pintando un cuadro y... ¿sólo él podía haberse dado cuenta? Era igualmente experta en buscar pañuelitos de papel en su bolso para retirar retirar una mancha que viera en la cara de Sonite, y cuando hacía esto, él podía oler aquella crema que ella se ponía con frecuencia en las manos y entonces creerse muy afortunado. Si en alguna ocasión se le caía algo de las manos, un cubierto, un ticket de la compra con el que jugueteaba, un bolígrafo, o algo parecido, daba un respingo de sorpresa como si eso fuera la cosa más extraña del mundo, y exclamaba sin poder evitarlo, “nadie es perfecto, supongo”, y ese supongo llevaba implícito que aquellos detalles ponían a prueba el tremendo esfuerzo que hacía por no fallar en todos y cada uno de los órdenes de su vida. Aquellos pequeños errores de precisión que la podían hacer romper una taza en un restaurante cuando estaba 5
más lleno, lejos de cohibirla o intranquilizarla, la llevaba a tomárselo con humor, a hacer gracietas sin esperar respuesta y a oscilar con una sonrisa que ya no se desvanecería en toda la noche. Por ese tipo de cosas, pasaba Sonite del amor al odio en cuestión de segundos, y por eso Kolima perseguía ser tan exigente con salir de sus imperfecciones. Un cambio de humor inesperado en los dos, les hizo terminar con su cena de fin de semana sin esperar al postre y salir de la cafetería deseando volver a casa. El sonido de una recia lluvia los detuvo en la puerta. Al otro lado de la calle el agua caía sobre los toldos metálicos de las tiendas chinas. Los neones de colores daban un aspecto mágico a los chorros de colores que se precipitaban sobre el óxido de los toldos desde los tubos de desagüe atascados. La lentitud de la lluvia sobre aquellos toldos la hacía parecer aceite, y parcialmente daba forma al contorno final de aquellas feas viseras de escaparate. El agua al precipitarse se curvaba dinámica intentando una linea hasta el suelo que terminaba por romper antes de llegar hasta él. El aire caliente de la calle iba a ser mejor que el humo tóxico de la freiduría, cerraron la puerta y esperaron un taxi. El cielo estaba negro, y ellos mismos no debían dar el aspecto de las personas más alegres del mundo bajo sus propios neones de toldo cobrizo. Tal vez no estaba preparado para amarla, de hecho, tal vez no lo había estado nunca. La extraordinaria firmeza de Kolima dos Sohos sólo podía hacerlo chocar sin quebrantarse, sin desequilibrarse ni retumbar, porque lo que le había atraído de ella en el pasado, su descomunal firmeza, su corpulencia granítica nunca podría ser abatida. La mejor aportación que podía hacer a su relación, aún en los preparativos de una nueva vida juntos, debía ser la fortaleza de la paciencia que arrojaba contra si mismo. Desde niño lo había puesto en práctica en favor de todos los que eran capaces de sacarlo de sus casillas, en favor de sus profesores, sus padre y sus amigos, y ahora, en favor de Kolima. Quería que su relación tuviera una naturaleza sana y floreciente, tal y como predicaban en los colegios de curas en los que había estudiado. Resultaba complicado mantener aquel nivel amatorio de pureza, sobre todo en las largas veladas del viernes por la noche, en las interminables cenas románticas previas al cine o las sesiones de sillón frente a la tele que compartían. Podía decir que gracias a ella estaba superando algunos de sus miedos y frustraciones, y que eso lo tendría en cuenta siempre, a pesar de su carácter.
2 Exploraciones Mutantes Su compromiso no estaba siendo como había esperado, de alguna forma se sentían en un noviazgo no del todo resuelto, limitados por sus propias convicciones que chocaban con las del otro. No se enfrentaban a ello, ni lo hablaban, ni posiblemente conocieran su extensión y formas reales. Pero, por supuesto, había momentos muy sentimentales, caricias, dulzuras y algo que algunas parejas hacen sin saber por qué, lloraban juntos ante acontecimientos aparentemente superficiales, como puestas de sol, escenas tiernas de films extranjeros o noticias dramáticas en la prensa local. Aunque sabían de otras personas que por mucho menos habían expuesto sus interioridades delante de psicólogo, a ellos no les parecía que lo necesitaran. Raustles pasó por pura casualidad justo delante del toldo amarillento en el que se protegían de aquella aburrida y pertinaz lluvia, y frenó al creer reconocerlos y a pesar de que Kolima había abierto su paraguas y apenas se les veía la cara. La casualidad nos descoloca por la diversidad de sus formas y lo inesperado que acontece en su 6
raíz de juego de bolos. Un mundo sin casualidades perdería a muchos amantes que se reencuentran, muchos artistas que pasarían al olvido después de muertos porque nadie encontraría sus obras, o también, muchos gobernantes sobrevivirían al envenenamiento por equivocarse de copa de copa en la cena y preferir la de su mujer, o directamente, la de un invitado. Se nos arrima en silencio y es posible que nos observe buscando la utilidad de un efecto dominó que nunca busca la primera pieza que se viene al suelo. La angustiosa alianza con aquellos que no se desean ver también es notable, y cuando estaba Kolima, la presencia de Raustles era pura dinamita. Aceptaron que los acercara hasta su casa, y por el camino hizo a Sonite una proposición sorprendente, quería que contara su vida en la emisora, un programa de madrugada para recordar los acontecimientos más bizarros, románticos, caóticos o esperpénticos que un muchacho de apenas treinta años podía recordar de su vida sin arrepentirse. Raustles y él era buenos amigos y desde mucho antes de conocer a Kolima, eso era un hecho. Y era por eso que Raustles lo conocía bien y sabía que si aceptaba lo iba a contar todo, con absoluto desprendimiento; y por supuesto, también conocía que su historia era..., ¿cómo decirlo? Como mínimo, sofocante. Habían crecido juntos, y mientras Raustles había tenido siempre en mente buscar la parte de beneficio que había en sus entretenimientos, también los juveniles, Sonite se había dejado llevar por su romanticismo y sus distracciones más hedonistas, no encontrando el sentido práctico en ninguna actividad que desarrollara. Raustles era fuerte, enérgico, alegre, positivo y capaz de convencer a una vaca de que comer carne era mejor que ser vegetariano. Por su parte Sonite era la otra cara de la moneda, callado, propenso a las frustraciones, sumido en meditaciones inútiles, melancólico y ojeroso, y a pesar de eso, capaz de explosiones de ira que asustarían a cualquiera, aunque, en honor a la verdad, debemos decir de que pasaban meses, a veces años, sin que esas explosiones de paroxismo fruto de la rabia y la incomprensión se produjeran. Aquella noche, muy a pesar de la oposición mostrada por Kalima, teniendo en cuenta su desempleo y temiendo instalarse definitivamente en un desamparo, que por extraño que pueda parecer, podía llegar a resultarle propio dentro de un estado de comodidad, se dedicó a reflexionar con atención abstracta en la proposición que le había hecho su amigo. La noche pasaba y seguía mirando al techo mientras Kolima dormía apaciblemente. No despegaba su atención ni un milímetro de las imágenes que lo posicionaban dentro de la televisión del salón, o recogiendo la atención del público en un bar que lo dejaban todo por prestar atención a lo que él tuviera que decir, ¡su público! Dejarse llevar por la leve luz de una persiana mal cerrada y las sombras que provocaba en las paredes lo ayudaba a abandonarse a la somnolencia de sus imágenes preferidas en la ilusión que montaban en su cabeza y se veía a sí mismo como el más extravagante de los colaboradores televisivos de los programas de entretenimiento y morbo variado. La dolorosa imaginación de Sonite solía acabar en desastre, perdía el sentido de la realidad, y con frecuencia, del mismo modo que esa noche le sucedía, se sumía en un prolongado estado de excitación que podía derrumbarse sin razón aparente a la mañana siguiente. Era por ésto que no era aún segura la respuesta que le iba a dar a Raustles, pero ya estaba cansado de deambular por las calles en espera de la hora en la que Kolima salía del trabajo, uno y otro día sin horizonte y sin tener más que hacer que pasar a recogerla. Entre los numerosos compromisos sociales y amistades con las que compartir sus vidas, Kolima dos Sohos y Sonite Viana tenían una afición que respetaban especialmente, la obstinada asistencia a un taller de poesía. Empeñados en aprender a pesar de su entrada triunfal exponiendo algo de su trabajo a los otros alumnos -eso los hizo reír mucho a todos, que por su parte tampoco eran poetas pero se creían muy expertos en la materia-, debemos saber que se pasaron meses intentando hacer alguna frase, no más de un párrafo, que tuviera el equilibrio de las palabras elegidas, la sonoridad y el ritmo de otras poesías antes escuchadas, pero, a la vez, alcanzando la despreciada condición de un corazón abierto pero una mente demasiado simple para hacer oficio. En semejante estado de compromiso con las emociones, les azotaba el ansia de volver una y otra vez al taller, la creencia de que era un tipo de actividad que unían a los amantes, y que con el tiempo haría que de una forma elevada sus almas llegaran al fin a tocarse. Entretanto, sus propias atenciones debían sustituir la 7
belleza de las palabras y lo que debía ser dicho, pues nadie podría decir que en ausencia de tan alto propósito de aprendizaje, su amor fuera a verse irreparablemente perjudicado. Entre las devastadoras críticas de las que Kolima era objeto por su incapacidad para las letras, la que ocasionó su retirada parcial fue aquella que la situaba como una persona egoísta y sin corazón. Eso la revolvió por dentro hasta el punto de cuestionarse en cualquier cosa que pudiese decir, al responder a preguntas simples porque le buscaba una trampa o una segunda intención, o a creer que la gente era capaz de ver cosas de ella que ella misma no podía. Debemos añadir que este descubrimiento fue de tal gravedad que la hizo, quizá por primera vez en su vida, sentir vergüenza y dejar que su afición pasara a un segundo plano. Era más que probable que se sintiera incapacitada para aquella disciplina tal y como ella la había interpretado desde el principio, y dejó de acompañar a Sonite de forma regular al taller, haciendo su aparición en momentos disparejos con la única intención de reclamar la atención de su novio por encima de cualquier otra distracción que pudiese encontrar allí. En realidad no temía que el pudiese encontrar en aquella actividad nada que lo separase, lo desconectara, o descentrara de ella, sobre todo porque no era una actividad frecuente, pero además porque no parecía tener un especial interés en ello, y acudía a escuchar los poemas de sus compañeros con cierta pereza; eso la tranquilizaba. Después estaba lo de las visitas de los padres de Kolima y sus pasteles de obsequio de fin de semana. Sonite se sentía muy incómodo con aquellas visitas, que solían durar toda la tarde del domingo, después de una comida formal y abundante. Le turbaba especialmente los comentario de la madre de Kolima, buscando algún tipo de crítica a las nuevas formas de vida, como si ellos formaran parte de esa etiqueta, y buscara avergonzarlos por algo que no sabían bien lo que era, o en todo caso, era algo cambiante semana tras semana. Si Sonite hubiera sabido como justificarse lo habría hecho, pero muchas de aquellas interpretaciones desde la madurez y la seguridad que la señora proponía para su hija, tenía planteamientos difíciles de asimilar. Había hablado de eso con Kolima en más de una ocasión, le había repetido frases que le parecían ofensivas, si no exactas, muy similares a las que su madre pronunciara aquella misma tarde, y había sugerido hablar de ello tratando de convencer a Kolima de que era una molestia grande para él soportar esa fuerza inquisidora. Le dijo en más de una ocasión que el desembarco de los domingos por la tarde le parecía muy bárbaro y destructivo para su relación. Kolima entonces propuso que fueran ellos los que se desplazaran a casa de sus padres y eso lo complicaba todo aún más. Podía imaginar con cierta exactitud que los mismos reproches con el añadido de verse cohibido -aquella casa lo aplastaba especialmente- en casa extraña, engrandarían el efecto pernicioso que Vergana, la madre de Kolima, buscaba. La animadversión creada era real, y no deseaba agrandarla con una oposición frontal, así que dejaba pasar unos días y no lo volvía a mencionar, pero estaba seguro de que Vergana ya estaba buscando un hombre más “adecuado” para su hija. Quizá no debería mostrarse tan desentendido de sus problemas, o tal vez, no lo estaba tanto como quería hacer ver, y llegaba de nuevo el domingo por la tarde y la presión a la que era sometido le volvía a parecer intolerable, y lo peor de todo, entre hombres deberían apoyarse (pensaba él), pero el padre de Kolima se desentendía de todo. Aún con todo a Sonite su relación le parecía bien, y si hubiera sabido como proponer algunos pequeños cambios sin que eso hubiese supuesto una tormenta de problemas en el horizonte, lo habría hecho, pero era imposible justificar que cualquier alternativa al presente que se le ocurriera, en realidad no había sido pensada desde lo que Kolima pudiera necesitar (física o psicológicamente). Así que si él hubiese tenido alguna propuesta que le permitiera dar rienda suelta a algún deseo realmente acuciante, tampoco habría podido expresarlo libremente, porque su situación era de desventaja, o como la madre de Kolima solía decir, “para mejorar debemos primero salir de nuestro estado confort”. Como tantos otros parados de larga duración que conocía, los esfuerzos por mantener su economía dentro de lo razonable y sin provocar una catástrofe en el subsidio, le llevaban a realizar todo tipo de esfuerzos que convertían su vida en una carrera de largo recorrido. Se entregaba a 8
largas caminatas para ir a comprar algún encargo que Kolima le había hecho, ella decía, “he visto tal cosa a buen precio en tal sitio”, o... “creo que deberíamos comprar tal otra cosa en tal sitio antes de que se acabe, esta un poco lejos, pero no lo volveremos a ver a ese precio”. Mayormente se trataba de productos de alimentación, y como Sonite se prestaba a encargarse de ese tipo de cosas mientras ella trabajaba, se convirtió en una autoridad en lo que se debía comprar y lo que no en cada sitio, si merecía la pena, si era de una calidad aceptable o donde abusan con el precio. Descubría con placer que su vida estaba dentro de un orden a pesar de las dificultades, y que lo estaba haciendo lo mejor que podía para un chico de barrio, sin estudios universitarios ni familia que lo pudiese ayudar con su empleo, que era lo que le había sucedido a la mayoría de sus amigos. Había llegado al mundo en un lugar en el que apenas tenía contactos, “contactos”, esa cosa que no parece nada y lo es todo. Casi todos los chicos de su edad que conocía y con los que compartía un perfil subalterno, habían terminado por trabajar en alguna empresa familiar, de parientes o amigos de sus padres, pero él no; nadie había tenido tan mala suerte. Llegaron cuando un coche salía justo delante de la puerta del portal y Raustles aprovechó para aparcar y no lo dudó cuando lo invitaron a subir a tomar una copa. La lluvia había enloquecido llevada por el viento y golpeando desde los lados, de nada hubiese servido un paraguas, así que salieron corriendo para refugiarse debajo de la cornisa y a continuación entrar en el edificio. Raustles salió del coche y quedó inmóvil pegado a la puerta para dejar pasar un coche. Temió no ser visto porque la intensidad de la lluvia parecía convertirse en niebla por momentos, aunque se trataba de sus ojos y el pelo que empezaba a chorrear sobre la frente. Miró la superficie luminosa del asfalto y la piel de agua que se deslizaba calle abajo reflejando las luces de las farolas y los semáforos. El aire estaba cargado del olor que desprendía una gabardina aceitada que llevaba y que se mezclaba con la humedad hasta su boca. Ya puestos, olvidó cualquier prisa, si tenía que mojarse lo haría a conciencia y caminó despacio hasta la acera para reunirse con la feliz pareja.
3 Las Horas Engordan De toda la numerosa serie de justificados rechazos que Raustles provocaba de forma irreparable en Kolima, de entre aquellos que denunciaban su ausencia de moral y buen gusto, debe mencionarse como uno de los más ofensivos y que causaba en ella más rechazo, los chistes que escogían a la mujer como escarnio de las frustraciones machistas del tipo de hombre con el que parecía sentirse tan identificado. Se trataba de algo incapaz de superar, que trascendía de los simples comentarios al malestar físico en los oídos de la mujer sensible, y en algunos casos sobreviniendo un vuelco en el estómago del que era incapaz de recobrarse sin salir apuradamente hacia el servicio en el que recibía en la garganta y en la boca que los hombres podían oír desde el salón. En la disolución de aquel repentino ataque de nervios y asco, miraba la taza del váter sobre el que se había inclinado y descubría que afortunadamente no había regurgitado. Descubría entonces que ya nada podría ayudarla comprensiblemente a eliminar la irritante sensación de desamparo que le producía aquel ser incompatible con ella de todo punto. Y era más que probable que ya nunca fuera capaz de intentar comprender aquella forma tan cínica que su mente tenía de razonar, pero temía ser una barrera entre Sonite y las pocas amistades que aún le quedaban -no era la primera vez que le pasaba eso con uno de sus amigos, y en otras ocasiones le había instado a dejar de verlos por la 9
incomodidad que le causaban-. Tal vez, para algunos de los lectores resulte difícil de entender que exista gente tan sensible que se sienta dolorida por comentarios ajenos, o por enfrentarse a personalidades que le parecen intrusivas, pero sucede con frecuencia. Había pensado acerca de ello en algún momento y había llegado a la conclusión de que en tales ocasiones debería de intentar armarse de un cinismo aún superior al de sus interlocutores, y hacer como que no pasaba nada, y que en esos casos el cinismo era una forma de condescendencia. Con la atención puesta en la trivialidad de las miradas y la superficialidad de los comentarios al volver a la sala, puesto que sabía que la habían escuchado en el imposible intento de reprimir sus arcadas, respondió que la cena le había resultado algo pesada, pero que ya se sentía mejor. Pero, tampoco en esto, Sonite debe ser mal interpretado. Es inexacta la aparente falta de atención o la falta de intensidad en esas atenciones, que le dirigía a su pareja. Su tendencia a soltarse a hablar con Raustles no era tan provocadora, si se tiene en cuenta que lo veía esporádicamente, mientras con ella lo creía casi todo hablado. Especialmente en el tipo de personas que ellos eran, contárselo todo, analizarlo todo, escudriñar la realidad de nuevas relaciones de amistad, los hacía pasar de hablar sin cesar de cosas que a los dos le importaban, a guardad largos silencios por creer que, como he dicho, ya se lo habían dicho todo hasta el momento. Tampoco es exagerado pensar que cada nuevo día les ofrecía nuevas oportunidades para especulación, pero era ya tarde, estaban cansados, y no parecía que desearan estar solos para hablar de ninguna cosa en especial. Tal vez fue por eso, por lo que Sonite se enfrascó en una conversación en la que ella no parecía encajar, y después de una cínica sonrisa, Kolima anunció que se iba a la cama. La reunión duró un par de horas, y entre los ronquidos de Kolima y la ansiosa expectativa de Sonite, las ideas para un “programa de confesiones” se fueron volviendo brillantes. Seguramente, hasta ese momento, Raustles no había creído del todo en el proyecto, seguramente no había visto la pasión y el corazón necesario en él, y ahora si lo veía, y, en todo caso, habría decidido sustituirlo por inteligencia, y además no iba a encontrar otra oportunidad tan necesariamente barata como la que su amigo proponía. A Través de la noche todo fue quedando en calma, y pusieron algunos discos nuevos de Dizzy y Thelonious que Sonite se había encontrado en un mercadillo, aquel día había desayunado sin bollos, pero el cambio había merecido la pena. Tenían algo de sueño y no se percataron de que habían estado hablando con demasiado entusiasmo hasta que el vecino bajó a protestar. Emiliano no era mal tipo, pero demasiado aficionado a quejarse por cualquier cosa, así que Sonite lo tranquilizó como pudo y prometió apagar la música para que pudiera dormir. Su relación era desconectada, se saludaban de forma fría en la escalera y habían dejado atrás otros tiempos en los que conversaban sobre las necesidades de la comunidad. Lo miró a los ojos después de excusarse y el otro ya no profirió una palabra más, dio por concluido el incidente y se fue escaleras arriba envuelto en su bata de franela a la que le colgaban dos rabos del cinturón. Cerró la puerta con cuidado y miró a Raustles con un levantamiento de cejas y apretando los labios en un gesto inequívoco de que lamentaba lo ocurrido. Sonite tenía el pelo castaño oscuro, los ojos del mismo color hundidos en sus órbitas, las mandíbulas gruesas y definidas, como si todas sus muelas hubiesen salido temprano y si en otro tiempo había llevado barba espesa durante años, ahora aparecía esmeradamente afeitado. Adoptó una actitud de falso cansancio, bostezando sin gana y Rautles cogió su abrigo y se dispuso a cerrar aquel capítulo. Dijo que sería mejor dejarlo por aquel día, pero que seguirían hablando de como podrían ir dándole forma al programa, y lo conminó a escribir todo lo que se le ocurriera en un cuaderno, sobre todo, que fuera pensando en los temas que deseaba tratar. Cuando se quedaba solo, en silencio, a reflexionar como le sucedió esa noche, tenía la deferencia de no ser demasiado exigente con las personas con las que había estado hablando y en las que pensaba. Se trataba de algún tipo de complejo que le hacía sentirse maltratado por los discursos ajenos, y eso era debido a su incapacidad de controlar las situaciones como otros, entre los que se encontraba Raustles, si sabían hacer. Se obstinaba en intentar aprender aquellos trucos de voz imperiosa, de seguridad, de escoger el momento para introducir un elemento nuevo en la 10
conversación, y en la tardía sublevación de su consentimiento a esos discursos, tenía que llegar a la conclusión de que aquellos seres superiores lo llevaban todo preparado. Era incapaz de discutir en tales términos, o oponerse a por capricho a una idea que le pareciera buena, pero si Kolima adivinara que se tenía en tan poco, entonces sí que iba a recibir una buena reprimenda. Conocía sus limitaciones y estaba resuelto a aprender, lo necesitaba, su estima dependía de ser más convincente y respetado en su exposición. Todas las luchas son por respeto y no había aprendido a luchar lo suficiente. Una semana antes, el padre de Kolima le había dicho que conocía a alguien que lo podía emplear de guardia de seguridad en la puerta de un comercio, y eso podía no ser lo más conveniente, pero estaba obligado a aceptar cualquier trabajo por muy desagradable que le pareciera. Como la mayoría de los desempleados en tiempo de crisis aceptaban empezar a trabajar sin ni siquiera preguntar cuánto iban a cobrar, sin conocer los pormenores de sus contratos y muy alejados de moverse con desenvoltura entre los entresijos de horarios amañados que les preparaban. Había nacido en una época en la que seguir trabajando fuera de su jornada un tiempo que no iba a cobrar parecía lo normal; era algo así como pagarle al empresario por haberlo empleado. Él en su inocencia asistía a estos ritos permitiendo que se aprovecharan de él, pero asimilando la incredulidad que le produjo al principio empezaba a comprender el mundo en el que se movía. O incluso, en el caso de momentos concretos en los que se sentía profundamente contrariado por alargar su jornada sin previo aviso, aprendía a disimular y tragarse toda aquella ira. Por otra parte, no era tan extraordinaria esta conducta en Sonite, ese remordimiento de haber aceptado y de seguir aceptando más de lo que la dignidad supone, iba con él en también en otros órdenes de su vida. Desde su adolescencia había aprendido a “tragar”, a no decir abiertamente lo que pensaba, y a ser plenamente consciente de que en la mayoría de las ocasiones en las que esto le pasaba de cualquier otro modo, el resultado hubiese sido peor. Quería superar su forma de pensar, sus prejuicios y sus lamentos, pero de tanto frustrar su rabia, terminaba por explotar días más tarde, a veces meses, con alguien que pagaba su desahogo totalmente sorprendido por su reacción de ira y sin comprender qué era lo que realmente le sucedía. Se dijo que no era para tanto y aunque no le gustaba ser guardia, ni siquiera iba a llegar a eso, no pasaría de portero abriendo y cerrando puertas con un uniforme ridículo, y esperando de él un control de apoyo los que sí eran guardias y pulularían a su alrededor. ¡Menos mal!, se dijo. No había nada en aquel trabajo que le gustara, pero al menos no era un guardia de pistola, ni lo iba a ser sin los exámenes necesarios, y eso si que podía ser un problema si con el tiempo llegaba a estar en la cabeza de todos menos en la suya. Desde aquel momento decidió que iba a ser un trabajo que no iba a durar demasiado, pero que tenía que darse una oportunidad. Como casi todos los vecinos en aquel edificio, Sonite deseaba convivir sin estridencias, sin salidas de tono, sin discusiones propias o ajenas, y eso no era nada fácil. A la mañana siguiente descubrió, no sin cierto sonrojo, que en más de una ocasión había juzgado a Emiliano a la ligera. Había asumido que el episodio de la noche anterior era agua pasada, pero muy temprano, Emiliano volvió a llamar, esta vez vestido de americana, zapatos relucientes y camisa de un amarillo desvaído, y visualmente todo el afeitado, repeina y planchado, y sin dejar a de mirarlo a los ojos le ofreció unas galletas que él mismo había horneado. Sonite lo observó con incredulidad y simpatía el tiempo que duró la entrega. Le hubiese gustado haber encontrado las palabras adecuadas para poder, en el mismo tono, recíprocamente, demostrar su agradecimiento, o incluso, si no estuviera aún bajo los efectos del sueño, haber correspondido haciéndolo pasar, para entregarse a un rato de charla. La aportación definitiva que Emiliano hacía a la comunidad, era su soltería en la que desenvolvía una difícilmente rechazable simpatía. Era una buena comunidad; un poco fisgones a veces pero no más que otras. Todo parecía conveniente, sin embargo, Sonite y Kolima estaban haciendo los trámites para cambiar de vivienda y parecía que su cabeza estaba ya en otra parte y no en todo lo bueno y la gente que conocían que iban a perder con el cambio.
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4 Convencional Aportación Precedida De Sueños En el baño se miró al espejo mientras el agua corría en la ducha. No le pareció su cara, tal vez por el efecto blanqueador de la fuerte luz fluorescente o por el vapor neblinoso que empezaba a cubrir su espalda. La boca desfigurada por un gesto de desagrado, el contorno de los ojos oscurecido por las ojeras azuladas le daban un aspecto que no podría definirse más que como derrota. De su garganta brotó un sonido, casi un soplido de desánimo y un entumecimiento en el costado izquierdo le preocupó hasta palparse repetidamente sin encontrar nada extraño. Kalima ya había salido para su trabajo, estaba solo en casa y sonó el timbre. Como tardaba en abrir debieron de pensar, quienquiera que fuera, que el timbre era insuficiente y golpearon la puerta. En ese preciso instante estaba enjabonado, casi a ciegas buscó una toalla y se cubrió con un albornoz que los padres de Kolima le habían regalado después de un largo viaje en busca del sol. Se trataba de Katherine Periñón, la portera que deseaba saber si iba a poder cobrarles para poder pintar la escalera, porque casi todos los vecinos habían pagado y se había corrido la voz de que ellos iban a dejar el piso. En aquella mañana después de un fin de semana en el que no recordaba mucho, el piso todo estaba tan desordenado como su mente y apenas la entendía. La hizo repetir su argumento y le respondió que tendría que hablar con Kolima de esas cosas, pero que creía que no les correspondía a ellos porque ya habían pagado su alquiler sin demora por lo tanto deberían preguntar al dueño. Se la quitó de encima lo mejor que pudo, y practicamente le cerró la puerta en las narices, aunque muy despacio, y ella arrimando la nariz al espacio que se iba estrechando sin dejar de hablar. Después la escuchó alejarse en el rellano sin dejar de maldecir en un susurro, aunque a él le pareció que se iba rezando. Aquella mañana creyó descubrir una de esas cosas que influían en su vida sin revelarse. Encontró un hilo de pensamiento y le dio vueltas y vueltas mientras se desplazaba en autobús, mientras hacía la compra en el supermercado, al volver a casa, al volver a salir para recoger algunos documentos que le harían falta en su nuevo trabajo. Se trataba de la relación que encontraba entre Emiliano bajando a protestar y la portera pidiéndole el dinero para pintar la escalera, y también, algo que ella había dicho acerca de que se había corrido la voz de que se iban a vivir a otro lugar. No quería pensar que la portera, con la que nunca habían tenido una mala relación, apareciera a mediodía con usa galletas caseras, un bizcocho, un pastel de chocolate, o cualquier otro dulce hecho por ella misma. Intentó descifrar cada uno de los gestos de la señora aquella mañana y reflexionó acerca de su significado, mil veces examinó las características de aquellas visitas y se estremeció al llegar a la conclusión de que los vecinos, de algún modo, le estaban pidiendo que no se fueran. Había leído en alguna parte, que se ha establecido a lo largo de siglos de historia que muy pocas cosas suceden por azar. De forma muy sensata aceptó que debía estar en lo cierto y que si se producía una nueva visita, haciéndole ver sus insensibles reacciones con sus vecinos, para a continuación ser agasajado con lo mejor que la gente da sí, que es dedicarle tiempo en la cocina para hacerles algún pastel, entonces tendría que hablar seriamente de ello con Kolima dos Sohos. Cuando lo tuvo todo listo para empezar a trabajar, después de someterse a una entrevista y entregar la documentación que le pidieron, Sonite necesitó prepararse psicológicamente para ello. Era plenamente consciente de que no podía dejar pasar aquella oportunidad (al menos durante tiempo) para recuperar la confianza de Kolima y de sus padres. Se abstuvo de escuchar música y dejó de leer algunos de sus libros favoritos en los días que precedieron a la fecha en la que debía incorporarse a su puesto. Eso fue duro, pero creía que esas actividades lo predisponían en contra del 12
trabajo disciplinado, aquel que no le permitía pensar y que incidía en que no había nada más importante en la vida para ser respetado que las órdenes de los jefes, y ese trabajo iba a ser así, porque no sabía de ningún trabajo que no lo fuera. Cuanto más se acercaba la fecha, su sueño se fue volviendo más inquieto, más interrumpido y ligero. Se levantaba varias noches, a veces despertaba con remordimientos de no sabía qué y necesitaba comer o beber algo. Y esa inquietud por la inminencia del trabajo quizás demostraba una responsabilidad desconocida en él, era como un combate contra lo que iba a suceder inevitablemente, como tratar de cambiar las cosas que no van a cambiar. Sin embargo, esa nueva sensación que no le gustaba nada, tenía algo positivo, Kolima lo veía con renovada ilusión, como si ese miedo, o inquietud, o desasosiego o como le queramos llamar, fuera lo normal, como si todos los hombres sufrieran ante la idea de no ser lo suficientemente buenos para u trabajo, y después, una vez conseguido, ante la idea de poder perderlo. No se trataba de una tortura innecesaria, pero lo veía como el que se enfrenta a la enfermedad terminal de un pariente, esperando cada día que las cosas e, que el doctor de un diagnóstico que arroje alguna esperanza de vida, pero aún sabiendo que todo es inútil conservar cada minuto esa desesperación que niega que las cosas tengan que ocurrir porque sí. Sí, realmente lo veía como algo parecido a eso y a la impotencia cuando la vida se va por su lado. Podría jurar que a pesar de todos las precauciones tomadas, no sabía en que momento había sido descubierto por las compañeras de trabajo de Kolima, cuando ni siquiera lo habían visto nunca cerca de ella. Los minutos transcurrían largos en la espera a la puerta de su trabajo, y como tardaba tanto en salir, para cuando lo hacía todo el mundo se había ido ya. Quizás ya no iba a recordar con agrado aquel pitillo que se fumaba distraídamente en aquella acera, haciéndose de noche y acercándose a aquellos grupos de chicas para escuchar sus conversaciones porque empezaron a señalarlo y a murmurar de él, y cuando intentaba rescatar de sus conversaciones alguno de sus chismes, se dispersaban como gatos asustados. A decir verdad, aquel momento tampoco tenía la magia del principio, y el último día que podría recogerla porque al día siguiente en empezaba también a trabajar, arguyó la excusa de la preparación de todo lo necesario y acostarse pronto para no acudir a aquella cita, que por otra parte ya no podría ser para salir a cenar, ni siquiera para demorarse en un paseo. Su forma de actuar, sus excusas y su pereza, no solían ayudarle en su relación, sin embargo, esta vez Kolima lo aceptó sin protestar, dejó el camino franco a sus argumentos, y él, consciente de su nuevo estatus intentó no parecer tan cauteloso y resignado como antes. Años más tarde. Como si su mente hubiese hecha para retener imágenes, recordaría aquel primer día de trabajo como un juego en el que todo lo iba a salir mal. Primero que todo recordaría que estaba hecho un figurín. Con su uniforma índigo y camisa rosa desde luego podría pasar por cualquier cosa menos por un guardia de apoyo. Otra las asombrosas interpretaciones de su imagen eran unos zapatos negros de invierno que había rescatado del trastero, se había pasado horas lustrándolos y como el efecto no era el deseado terminó por aplicarles un producto que lo que hizo fue pintarlos. Pero ya era demasiado tarde para salir a comprar zapatos, así que acudió con ellos confiando que nadie tuviera especial interés en ver sus pies en lugar de hablarle mirándole a la cara. Cualquier otro ante una cadena de desastrosas circunstancias hubiese entrado en pánico, pero él se aferro a su puerta y la abría y la cerraba como un portero profesional. Estaba a punto de acceder orgullosamente a la bolsa de un cliente al que paró para un registro, cuando uno de sus jefes se le acercó y le dijo que tenía que ser amable, que no estaba allí para eso. Nadie pudo imaginar lo que le pasó por la cabeza en aquel momento, sabía que no aceptaba de buen grado los reproches de los superiores, eso estaba claro, pero se sintió engañado por un anuncio que pedía un guardia debió creer que eso le proporcionaba algún estatus-, y en realidad era un portero al que terminarían pidiendo que llevase las bolsas hasta el coche de los clientes más relevantes. Pero aquel desamparo no llegó a tomar sus definitivas dimensiones, el decisivo enfrentamiento con la torpe creencia de su valía, hasta que a una señora le sonó la alarma y la trató como a un delincuente cuando finalmente se demostró que se trataba de un lamentable error. Eso casi le cuesta el puesto el primer día de 13
trabajo, pero aún más, estuvo a punto de hacerle decidir sin que nadie lo forzara, salir corriendo de vuelta a casa y no volver más. Al cabo de los años lo contaría como un momento gracioso, pero lo cierto es que lo pasó extremadamente mal. Su memoria, además (lo sabía porque cada noche escuchando música solía recordar las cosas más locas de su infancia y adolescencia), funcionaba como ilusión óptica: creía ver cosas que no habían sucedido, partía de un recuerdo y derivaba en invenciones o adornos que nada tuvieran que ver con la realidad, y en ocasiones, montaba historias tan fantásticas que eran difíciles de creer hasta para él. La radio local en la que empezó a contar su vida, hoy ya no existe, estaba situada en el centro de la ciudad desde antes de la guerra, de eso hacía más de medio siglo, y había sido mucho antes de que Sonite naciera. Al margen de que era una radio sin definirse políticamente, cualquiera podía ir allí y contar lo que quisiera -prestando a asistir a uno de los programas de encuestas ciudadanas y cumplimentando las necesarias solicitudes por escrito, claro estaba-, entre otras cosas porque casi nadie la escuchaba, y de madrugada, a la hora que Sonite empezaba a “soltar”, la gente con insomnio o los que permanecían en pie por diversión, hacían otras cosas. La decadencia era evidente en su mobiliario y en la parte técnica, había allí aparatos que no funcionaban desde hacía años, incluidos algunos micrófonos que podrían estar en un museo. Muchos de los técnicos trabajan relativamente, tenían horarios relativos y cobraban de la misma manera; no se prestaban a abandonar otros trabajos para compensar su precariedad y apenas se tomaban en serio lo que hacían, ocupados como estaban en la prensa deportiva o en cubrir quinielas. Las estadísticas les otorgaban una de los peores cuotas de radioyentes de su historia, y eso los mantenía en un conformismo que no apetecía de grandes retos profesionales, creativos, sociológicos o artísticos. Pero, Sonite no se sentía con fuerzas de hacer grandes juicios al respecto, ni siquiera de comparar aquella decadencia con la suya, ni con la imagen desorientada que tenía de sí mismo. El edificio era tan viejo que los dos primeros pisos estaban abandonados y a través de las ventanas se podían ver estancias diáfanas, de pintura desconchada y maderas podridas, y el tercer piso al que subía cada noche si mucha idea de lo que iba a decir, le faltaba un ascensor y practicamente lo escalaba, escalera a escalera, sin demasiadas fuerzas, pero movido por el ánimo que le producía aquella nueva experiencia. También recordar es sugerirse y dejarse reunir con voces y gestos. Lo asombroso de todo era la facilidad que exhibió desde el primer momento para hablar de su pasado con tanto detalle. Nadie puede imaginar lo que le pasó por la cabeza en aquel momento absolutamente rompedor, extraordinariamente motivador y peligroso para una lengua tan suelta como la suya. Todo aquello empezó a funcionar como una rutina, un relleno entre cuñas publicitarias, y con el convencimiento de que nadie lo escucharía. Hasta una semana después no vio a Raustles, que acudió a primera hora para saludarlo pero apenas estuvo un minuto y con el convencimiento de haber acertado con una voz tan monótona. Sonite no esperó demasiado para hablar de su trabajo, y eso no era una de sus historias del pasado, como había prometido descubrir en el primer programa, pero necesitaba desahogarse acerca de lo ridículo que se sentía con aquella librea y con la exigencia de tratar a todos los clientes de usted, daba igual la edad y la condición. En cualquier caso, aquella presentación también había previsto un cierto margen para sus elucubraciones, para entroncar temas con noticias del presente o para relacionar sucesos famosos con pequeñas anécdotas que le pasaran a él. El técnico al mando del sonido lo veía con desgana, pero en pocos días se fue recuperando de su impostura como si hubiera consumado un primer desprecio necesario para establecer su posición. Al terminar cada sesión de confesiones nocturnas, le indicaba a Sonite que había en la ciudad historias como las que contaba. Al principio, Sonite se alarmó de que no sonaran reales, pero enseguida pareció recuperar la fuerza porque se dio cuenta de que a Redding se le había despertado un interés insano por lo que tuviera que contar al día siguiente, y eso le hizo pensar que había ganado un oyente. Le respondió que quedaba a su criterio creer semejante cosa, pero que él sabía que no era así, que debía creerle, había historias mucho más increíbles que las suyas, pero que lo que creía que pasaba era que las personas a las que les sucedían no querían contarlas, y que eso era debido a que su naturaleza era la de los inadaptados. 14
Nadie lo tomaba en serio, no necesitaba que lo recibieran majestuosamente pero sí que echaba de menos un poco de atención. Nadie le decía los límites de sus trabajos, nadie le dedicaba un poco de tiempo una vez que lo tenían en el punto que deseaban, y no esperaba que Raustles estuviera con él en la emisora, pero las noches eran tan solitarias... Aunque había superado los tiempos del psicólogo una vez a la semana, no era habitual verlo feliz por sentirse querido o acompañado, tal y como le había manifestado al médico que necesitaba. Pero los avances en su fortaleza mental habían sido suficientes y aún sintiendo las mismas convulsiones ya no le afectaban de la misma manera. Una noche habló de cómo había conocido a Kolima, cuando ni siquiera era un jovencito al que le gustaban las scooters y veía competiciones de coches en la tele. Mucho tiempo había pasado desde aquel día viendo reallys en un bar, pero aquel recuerdo se había fortalecido en su memoria sin que supiera por qué le sucedía que había momentos de su pasado, aparentemente dentro de la normalidad, que se pegaban a su memoria mientras que otros más recientes e importantes, pasaban al olvido. Quizás tenía que ver con el número de veces que se sentaba imaginariamente de nuevo en aquel café y la veía entrar acompañada de algunos de sus amigos, se producía las presentaciones y ella se sentaba a su lado. No obstante, creía haber reconocido con tristeza, las veces que volvieron al mismo lugar sin que se produjera de nuevo aquel encanto, aquella magia rememorada una y otra vez. Y mientras contaba en antena aquel momento y lo que le hacía sentir, ya no le cabía duda de que la intensidad con la que se ama las primeras veces se pierde en pos de otra cosa más obstinada pero menos profunda. Estaba seguro de ser capaz de establecer una diferencia real sobre la intensidad de momentos vividos, pero de eso no habló porque era un camino que se abría en el momento sin saber a donde lo podía conducir. Mientras contaba como había llegado a un grado de pasión y enamoramiento que nunca antes había conocido, lo asaltaban ideas que anunciaban lo vivo que estaba en su mente todo lo que tuviera que ver con Kolima y la fuerza de su relación. Cuando entró por primera vez en la radio, y sobre todo, cuando se sentó delante del micrófono y le dieron la señal para que empezara a hablar se sintió fuera de la tierra, como en una nave espacial. Esa sensación que muchos han sentido de no pertenecer al mundo, una mezcla entre nervios y el cumplimiento del deber. Todo el que se había sentado en aquella silla había sentido el contagio de la radio, aunque muchos de ellos se habían dedicado a construir un personaje con su vez, de tal manera que les permitiera encubrir mucho de lo que decían o no decirlo todo. Anhelaba cada tarde, abriendo y cerrando puertas en el centro comercial, que llegara aquel momento, eliminaba cualquier pereza o cansancio y se entregaba al éter sin reservas.
5 Un Juego Después De todas las cosas que se le pasaban por la cabeza en su desmoronada imaginación, hubo uno por aquellos días que se centró en las escasas posibilidades de su memoria, refrenó la dispersión habitual en él, y empezó a darle vueltas a ese tema como si nada fuera más importante. Todos sus intentos por sacar más de sus historias para poder contarlas en condiciones reales, eran vanos. Y así, una y otra vez intentando retraerse a tiempos vividos que se parecían más a un sueño lejano que a la respuesta a ilusiones, que ya no se producirían en la misma intensidad, sentía que estaba perdiendo algo de sí mismo, desvaneciéndose la historia de su vida, ocupando su lugar entre la multitud, en los números de los registros de nacimiento, entre los extraños que se cruzaba en la calle y que como él, 15
no conseguirían una vida tan relevante que alguien consintiera en contar su historia después de que hubiesen muerto. Al menos, en su caso había aún una posibilidad, un nuevo esfuerzo para hacer presentes aquellos momentos que ya, tantos años después, no parecían significar nada para nadie. Entonces imaginó a esas personas que llegan después de muchos años y le dicen, te acuerdas... y vuelven sobre un momento que tuviera un significado especial para ellas. Antiguos amores, juegos, aventuras de infancia, travesuras, momentos difíciles compartidos, viajes, reencuentros familiares, todos parecían sensibles a aparecer en cualquier momento y evocar algo que la memoria había perdido. Después de una hora él y el técnico se quedanban solos, libres de dejarse llevar por una nueva atmósfera, de levantarse y sentarse cuantas veces quisieran mientras ponían música o cuñas publicitarias. Una vez, una noche de una extraña historia, el teléfono sonó repetidamente. Sonite podía ver a Redding responder, reír, disculparse, asentir... Colgó el teléfono por última vez y lo desconectó sonriendo, entonces le hizo un gesto positivo, todo iba bien, no debía preocuparse. Oyeron las señales horarias, era muy tarde y debían ir terminando. En aquel momento empezaban a estar cansados y no razonaban con claridad, Sonite no había acabado su historia, algo sobre un colegio de curas en el que había estudiado, así que decidió aplazar el final para la noche siguiente. Apenas se estaba dando cuenta de sus contradicciones, pero era dueño de moldear las historias a su gusto siempre fiel a un principio de verdad, o dicho de otra forma: siempre había algo de verdad en medio de todo lo inventado. Los años que Redding había pasado al frente de su mesa de control, le habían ofrecido la intuición de saber lo que pasaba sin verlo u oírlo del todo, y de nuevo, como le había sucedido otras veces, tenía un presentimiento. La intensidad de ese ánimo que de repente se le presentara dislocado, le hizo afirmar que no era normal que hubiera tantas llamadas a esa hora, y que eso era buena señal. ¿Buena señal, de qué? Se preguntó Sonite. Podía ser un buen resultado del tiempo que habían estado haciendo en el programa nocturno, que por otra parte no era tanto. Había programas que se pasaban años en antena sin acabar de encontrar su público. Se trataba posiblemente de una buena cosa, y ver a Redding tan animado ya era un factor a tener en cuenta en las ganas que nunca le faltaban para enfrentarse a una nueva historia cada día. De todos los trabajos que había tenido aquel era el que más le gustaba, pero estaba tan mal pagado que no podría sobrevivir con él. Una noche empezó a contar lo del psicólogo, lo de que había sido un adolescente problemático, hasta que su padre le había dado “cuatro hostias”, pero que se las merecía y que ahí se le había acabado toda la tontería. Fue una historia especialmente dolorosa, pero contada con humor, y Redding la siguió con el interés de quien se ha encontrado en la calle una entrada para la ceremonia de los Oscars, y la sigue sentado en medio de sus actores favoritos, sin rechistar, sin hacer un ruido, sin moverse, temiendo en cada instante ser descubierto y expulsado. Así iban sucediéndose las semanas cuando en advirtió que se estaba distanciando de su mujer porque apenas le dedicaba tiempo. Intentó prestarle un poco más de atención en los ratos que pasaban juntos, pero como ella trabajaba y él se había enredado en una actividad loca de la que no era capaz de salir, esos momentos de intimidad apenas existían. Además, si en el desayuno o en la comida se ponían de acuerdo para verse, él recordaba alguna extraña historia de su pasado y se lo pasaba escribiendo en un papel para no olvidarlas lineas generales. Se frotaba las manos en las pausas, como si en lugar de un recuerdo estuviera delante de un saco de billetes, y cuando levantaba la vista del papel, posiblemente Kadima ya había partido llena de ansiedad y prisa hacia su trabajo. En esa nueva etapa, intentó hacer desaparecer las notas y los bolígrafos de sus bolsillos a la hora del desayuno, la miraba ensimismado y la escuchaba sin rechistar, y parecía que había dado resultado porque empezó a notar una restitución de la vieja comunicación que reinaba entre los dos antes de los cambios. Sus esfuerzos no fueron en vano, podía seguir con sus locas historias de radio, asistir a su trabajo (no sabía por cuanto tiempo) y recobrar la atención que le debía a la mujer que tanto había hecho por él. De pronto el amor nació de nuevo, como un animal que se hubiese estado escondiendo, se entregó en cuerpo y alma a noches de sexo desenfrenado en aquellas horas que los 16
fines de semana le quedaban libre, y todo resultaba tan bien, que Kolima esperaba con ansia cada día que llegara el sábado por la noche para volver a inspeccionar aquella inspirada faceta de Sonite que tenía tan olvidada. Una noche que se sentía fatigado y presa de una gripe insoportable decidió quedarse en casa y tomar ponche caliente para intentar sudar y echar fuera el mal que lo aquejaba -se trataba de una creencia popular sin base científica alguna, pero creía que le funcionaba-. Se había puesto a prueba con una actividad desenfrenada, apenas tenía tiempo para nada que se saliera de sus horarios habituales, y cuando volvió la pasión, sin extrañarse lo más mínimo de lo que lo había echado de menos, su cuerpo, aún joven pero no invencible, empezó a dar síntomas de agotamiento y fiebre. Kolima por su parte, parecía más animada que nunca. Había dejado de recriminarlo por pequeñas cosas sin sentido, parecía apreciar el esfuerzo que estaba haciendo. Lo atendía en sus horas libres, y entraba y salía sin que él, en su duermevela, pudiera advertir esas desapariciones. Volvía a casa cargada con medicamentos, verduras para el caldo que él apenas tocaba y hasta compró un termómetro, algo que nunca les había hecho falta pero que era el síntoma de una relación que se asienta, como si un termómetro también pudiese tomar la temperatura de sus afectos. El primer día de ausencia en el trabajo lo unió al fin de semana, y aún se tomó un par de días más para recuperarse del todo. Fue el tercer día que empezó a sonar el teléfono, pero no era del trabajo, se trataba de Raustles. La inquietud que mostraba era real, y descubrió en él por primera vez la anomalía competitiva que su amigo se había reservado para los negocios. “Ya sé que no te pagamos mucho”, le había dicho, y añadió, “pero esto es un negocio”. En el intenso devenir de su conversación le confesó que nunca el teléfono de la emisora había sonado ininterrumpidamente como en su ausencia, habían llegado cartas pidiendo su vuelta, y a pesar de haber dicho en un programa afín, indirectamente lo de su gripe, nadie se lo había creído. Quiero decir que, después de que Raustles hiciera todo lo posible por contener una hola de protesta que una emisora pequeña no está acostumbrada a tener, al fin se había decidido a pedirle, a suplicarle, que volviera lo antes posible con su programa y sus insanas confesiones. “El morbo está funcionando”, dijo ofreciéndole un pequeño sueldo y un contrato. Raustles llevaba la vida de un hombre de negocios -porque tal y como todos sabían, no tenía una ocupación fija que pudiéramos decir que se tratara de un trabajo al uso, con sus derechos y obligaciones-, acudía allí donde le llamaban sus intereses, y eso lo hacía concluyendo temas de una radio a la que apenas le prestaba atención; y a pesar del cargo que ostentaba en ella. Todo el mundo lo trataba con un cierto respeto porque sus actividades eran tan variadas que parecía realmente una persona importante, aunque nadie sabría decir si tenía más deudas que ingresos. Caía bien, y era considerado hasta con aquellos que le resultaban cargantes. Con Sonite había tenido bastante paciencia y así había salvado su amistad durante años: en todo caso, no se atrevería a decir que se trataba de un amigo pesado, o en los términos que empleaba con los desconocidos “un cargante ambicioso”. En casa de la señora Vergana todo empezó a complicarse porque su marido, Milton Nascido, recibió un golpe en una rodilla y ya no salía de casa a menos que tuviera que ir al hospital, y eso lo solucionaba llamando un taxi porque ya no podía conducir. Kolima y Sonite acudieron a la llamada del accidente, ofreciéndose para ayudarlos en momentos tan difíciles, aunque sabían que eso también iba a ser complicado para ellos que no vivían tan cerca como para poder hacer todo lo que hubiesen deseado. Habían puesto buena voluntad en su ofrecimiento, y acudían los fines de semana para hacerle compañía a los padres de Kolima y para llevarles algunas cosas que les podían hacer falta, sobre todo productos del supermercado, de la farmacia o del banco. Si los padres de Kolima se sentían agradecidos por su inmediata reacción lo disimularon bien, porque en realidad, su postura no cambió mucho de lo que era habitual en ellos, al menos al principio de aquellas visitas. En una de aquellas visitas, tal vez Kolima pensó que el accidente terminaría por unirlos un poco más, y que la continuada presencia de Sonite sería una salvaguarda de su compromiso. Pero la señora Vergana, enfundada en su aspecto de dignidad irreprochable, de pelo de medias canas, frente espesa y ceño 17
rápido, no parecía dispuesta a cambiar a esas alturas y empezar a simpatizar con el mundo, muy a pesar de sus desgracias. Les reprochó no haber llamado por teléfono y llegar inesperadamente. Sonite intentó acercar posturas con una cordialidad poco habitual en él, y como había tenido también una lesión de rodilla en el pasado, intentó animar al señor Milton Nascido afirmando que era una cuestión de reposo, que llevaría su tiempo pero que se recuperaría. Vergana observaba severamente cuando se dirigían a su marido sin tenerla en cuenta, se le notaba tensa, pero no dijo nada. Todos en aquella casa parecían más sensibles y dispuestos a la emoción que de costumbre. Kolima lo miraba con una mirada que no era habitual en ella, la del desamparo. Era como si estuviera pidiéndole prudencia; y él, que se sentía más fuerte que nunca debido a la intensa actividad de la que había llenado su vida no parecía muy dispuesto a aceptar los desagravios de momentos menos felices. Sin conocer los códigos de aquella familia, interactuaba sin terminar de interpretar las ironías de la señora Vergana, pero entendía perfectamente que no le había gustado que perdiera el tiempo en la radio, y si bien nunca había escuchado el programa de su “yerno”, sabía que apenas le reportaba ningún beneficio. No quería ver a su hija unida a un perdedor, y desde luego Sonite no parecía tener claras sus prioridades. Debido a las circunstancias especiales que los rodeaban, Vergana también fue un poco más comedida que de costumbre y se sentaba al lado de su marido como si creyera que eso lo reconfortaba, y posiblemente sería así, en el caso de que dejara de mirar a Sonite como a un extraño. Durante un número no determinado de fines de semana acudieron para ayudar y reconfortar a la solitaria pareja madura, que habiendo pasado de los sesenta, aún no se consideraban en absoluto, viejos. Kolima hablaba con sus padre con una voz apagada en la que dejaba ver un sentimiento de culpabilidad que nadie sabía a que se debía, y ella, desde luego, no era culpable de la lesión de rodilla de su padre. Sus padre la recibían cariñosamente si Sonite no estaba delante, pero tal vez, además de saber que él no era de su agrado, creía que haber sido la buena hija que habían esperado, pero ya no había vuelta atrás. No, desde luego, Kolima no habría querido ser de ninguna de las manera, la hija que sus padres hubieran querido que ella fuera.
6 La Recepción Del Cuartito De Atrás Por aquel tiempo ya se habían instalado en su nuevo piso, y no quedaron del todo contentos con el cambio porque descubrieron que el casero era un poco pesado y los llamaba por teléfono con frecuencia con diferentes excusas, pero suele suceder que en los cambios siempre hay circunstancias que se nos escapan. Sonite iba perdiendo algunas de sus costumbres de hombre casero y con mucho tiempo libre. Redding empezó a llamarlo por teléfono también con frecuencia, para encontrar tiempo y así preparar mejor los programas, pero él creía que ya le dedicaba suficiente interés a la radio. Entonces Redding insistía haciéndole ver que tenían algo bueno entre manos y que no debían dejarlo pasar. Él no sabía muy bien que hacer, si comentaba algo así con Kolima, se iba a molestar, y le agradaba lo suficiente como había cambiado su vida como para tener que proteger todas y cada una de sus nuevas experiencias. El ánimo de Kolima no era bueno, trabajaba mucho y no conseguía ganarse las simpatías de sus compañeras, pero lo interpretaba como una circunstancia previsible de la competencia propia en esos casos. Los dos deseaban que las cosas 18
no cambiaran demasiado, seguir siendo la joven pareja con ilusiones y dispuesta a luchar que habían sido, pero la tierra se les movía debajo de los pies. Sonite tenía un buen montón de historias en su memoria, historias que era capaz de moldear en su beneficio. Podía contarlas como quisiera, darles la vuelta a su antojo y, si lo deseaba, cambiarles el final o el principio, nadie lo notaría. Kolima nunca le había dado motivos para pensar que su amor se movía, y no siempre en la misma dirección, pero aquel sentimiento no dejaba de desplazarse. Era demasiado hermética y distante cuando se lo proponía, y si eso sucedía, esa frialdad podía durar semanas o meses, dependiendo de su estado de ánimo. Analizaba cada uno de sus movimientos y el entusiasmo que ponía en hacer tal o cual cosa, y si ella creía que la desgana se apropiaba de él, entonces reaccionaba inesperadamente, eso daba lugar a una bronca y después a la “guerra fría”. Si bien, ésto no sucedía con frecuencia, y desde que empezara a trabajar no había vuelto a ocurrir. En realidad, no podemos decir que se tratara estrictamente de caprichos, solía exhibir en sus enfados los motivos concretos que la llevaran hasta allí, en eso era bastante condescendiente. Y si Sonite, al principio, no hacía mucho caso de sus enfados, con el tiempo había aprendido que era cuestión de respeto escucharla e intentar no enfadar la más. “No le tires del genio inútilmente” se decía en silencio mientras la miraba. No había duda al respecto, su relación iba a ser así para siempre; ella molestándose y él dando explicaciones. Para cualquier otro hubiese sido motivo de preocupación, pero tenía otras cosas en mente, y no iba a dejar de hacer lo que le gustaba sólo porque ella pudiera ponerle alguna vez una cara más que dudosa cuando volvía a casa cada madrugada. Además, ella solía dormir a esas horas, y la ocasiones de verla enojada por eso apenas se daban. Sonite, a pesar de su carácter, aparentemente distraído, no dejaba de analizar a su pareja, pero sobre todo a la madre de su pareja, a Vergana. Tal vez lo consideraba necesario porque había notado una amable hostilidad, ese tipo de rechazo contra el que es necesario ponerse alerta, y pensar en ello también era una defensa. Ella no le había dado motivos para una discusión, pero la tensión parecía mantenerse en los límites de lo transparente. Todos eran demasiado racionales para dejar que aquello se les fuera de las manos, pero en realidad, la incomodidad que suponía vivir en una situación de permanente desconfianza, aún parecía peor. En verdad no le había agradado como se habían entregado en el asunto del accidente, y como había sentido aquella mirada de señora dolida; lo había hecho, de nuevo, sin decir una palabra al respecto, sentirse como un intruso. Creo que por aquel tiempo nadie había creado mejor la sensación de incomodidad contando algunas cosas, en apariencia absolutamente personales, a través de un medio tan íntimo como la radio. En la voz se podía notar cada emoción, el motivo de cada pausa, el cansancio y la intención de proximidad de una voz susurrante en la madrugada. Enmarcaban cada historia como si se tratara de una fotografía de otro tiempo, rebajaban la tensión cuando sucedía, que no eran pocas veces, con música de jazz que el mismo Sonite se encargaba de escoger, y en un tríptico perfecto, introducían la publicidad, estableciendo que el tiempo era un muro infranqueable y que después de la tercera cuña debían cerrar. A pesar de la inseguridad que le producía contar algunas cosas, un noche soltó aquello de que en su adolescencia, un amigo de su padre había querido intimar con él. Que se habían producido algunas caricias inesperadas, y que le había propuesto cosas que no podría repetir en antena. La historia se movía entre una vacaciones a la costa del sol, y una navidades en la que aquel hombre fue invitado por su relevancia social, a pasarlas con la familia. Llegado a aquel punto, lo más probable era que las protestas empezaran a producirse, porque tenía dudas acerca de si no estaría moviéndose desde el morbo hasta el porno: así de explícitas resultaron algunas partes de su historia; algo que yo no me atrevería a repetir. El escándalo estaba servido. Desde su imaginación cualquier cosa era posible, en una cabeza como la suya cabía el recuerdo, pero también cualquier fantasía que pareciera real o tuviera la apariencia de ser algo que le pudiera haber pasado a él. Pero sólo cuando llegó el momento fue capaz de medir la importancia de sus palabras, y a pesar de eso, contar lo de la abolladura injustificada en la defensa de un coche antiguo que ya no usaba por estar averiado, pero que mantenía guardado en un garaje. Durante las horas que 19
precedieron a aquella noche de radio se estuvo planteando si contar aquello, pues aunque no era fácil de creer podía no gustarle casi a nadie. Desplegó toda su simpatía para quitarle importancia y contarlo en los términos de la gracieta, pero un horror. Redding lo miraba con incredulidad y cuando terminó no le dijo nada, se hizo el distraído y ni se despidió de él. La historia, según contó, había sucedido después de una fiesta de fin de curso, todos habían bebido y volvía a casa en su coche. Hasta ahí nada parecía tan raro, pero en su lucha por no perder la pasión de sus recuerdos hasta sentirlos vivos, lo contó de un tirón: Aquella noche creyó que iba a morir, estaba muy dolorido porque había bebido más de la cuenta y se había quedado frío. Cuando decidió coger el coche para volver a casa sólo tenía ganas de vomitar pero abrió la ventanilla y se sintió capaz de moverlo con cierta normalidad. Después de conducir una media hora, había sentido un golpe, y acto seguido, las ruedas se saltaron como si hubiesen cogido un cuerpo. Había golpeado algo, pero no oyó ni un lamento, ni un grito de dolor. Pensó que había sido un perro y no se detuvo. No le dio mayor importancia y siguió conduciendo como si tal cosa. Al meterse en cama cada noche contemplaba el cuerpo de su mujer, escuchaba su respiración profunda y su sueño reposado le hacían comprender que, un día más, se había acostado rota y necesitaba descansar por encima de todas las cosas. Sólo en aquellos momentos en los que él también necesitaba dormir, era capaz de medir sus necesidades, se acurrucaba a su lado y eso le producía un bienestar inabarcable. Durante largos minutos, apoyaba su cara en su espalda y olía su pelo intentado no despertarla, y retenía ese sentimiento de apasionada idolatría hasta que se quedaba dormido. Era incapaz de describir tanta felicidad, y le daba igual que no se quedara a escuchar algunos de los programas de radio de los que se sentía tan orgulloso, daba igual que nunca lo dijera, él sabía que lo valoraba en su justa medida; tenía que ser así. La siguiente noche, contó una historia de amor idealizado hasta perder la razón. Él había pasado de los veinte y tenía una compañera de clase que se sentaba a su lado y con la que hablaba con frecuencia, Irma. Aquella muchacha era la más bonita que había conocido, con su coleta rubia, sus pantalones ajustados y sus uñas siempre cortas y nunca pintadas, siempre sin pendientes, siempre con zapato bajo; era como un prototipo de la sencillez; pero para su resignación llevaba cuatro años casada con un multimillonario. Su marido vendía coches de alta gama y ella, sin ser demasiado explícita, se quejaba de él con cierta amargura. No habían tenido hijos, y cuando había una exposición de automóvil en el palacio de congresos municipal (que también se utilizaba de sala para conciertos de rock, mitines políticos en tiempos de elecciones, y cenas de empresa), ella se ponía una minifalda y actuaba de azafata al lado de un ferrari que era el orgullo del marido. Se fue enamorando de ella estúpidamente, mientras ella salía a la pizarra para resolver algún ejercicio, el no dejaba de calcular su cuerpo y sus movimientos. Un día, a mitad de curso, ella dejó de asistir a clase, desapareció sin que nadie supiera por qué o donde se había metido. Pasaron dos años y aunque pensaba en ella, su amor se enfrió. Se la encontró en unos grandes almacenes, iba con muletas acompañada de su madre y se paró a hablar con él. Había tenido un accidente de automóvil y había perdido una pierna, el choque había sido frontal, la persona que viajaba en el otro auto había muerto. Él se preguntó si seguiría casada, si había vuelto a estudiar o si el recuerdo que guardaba de él era lo suficientemente amable. Nunca más la había vuelto a ver, y la imagen guardada en su cabeza, fue aquella, apoyada en sus muletas y su pierna ortopédica mientras se alejaba en dirección al pasillo de ginebras y whiskys. Esta vez, Redding entró en la cabina al terminar y sonriendo le puso la mano sobre el hombro, “todos sufrimos de amor alguna vez”, le dijo, y le pidió que cerrara la puerta y apagara las luces al salir. El pasar de los días hacía que todo pareciera más estable, que habían entrado en una dinámica normalizada en sus horarios, y por fortuna todo en los trabajos de la pareja iba más o menos bien. Sin embargo, en el momento más inesperado Kolima cayó enferma. Súbitamente, pasó de fiebres muy altas a consumirse por la debilidad y el frío. En su inquietud deliraba, hablaba en sueños y rechaza las atenciones de Sonite. Los movimientos que se producían a su alrededor, aunque fuera para recoger el cuarto, o para llevarle la comida, eran contestado con desgana y malos modos. 20
Sonite pidió unos días en el trabajo para poder atenderla, pero por la noche cuando se quedaba dormida, hacía una escapada a la radio para hacer su programa, Volvía sin demora, y el trayecto a casa lo hacía en tiempo récord, aún así no parecía muy satisfecho, ni podía concentrarse en lo que hacía. Cuando Kolima se recuperó, le pidió que dejara la radio. Lo había estado escuchando aquellas noches de fiebre, sin más que hacer que tomar analgésicos y dejar que el proceso gripal pasara, se había entretenido escuchándolo, y no le había gustado. El contaba de su habitación de infancia y como intentaba dormir mientras su hermano, que dormía en la cama de al lado llevaba allí a sus amiguitas a escondidas de sus padres, o que en unas navidades había llegado borracho y que sin tener en cuenta los invitados se había llevado de la mesa las botellas más caras y se había ido tambaleándose para tomarlas en la escalera, o que el abuelo se negaba a que le cambiaran el pañal y que en esa pelea todo terminaba manchado, también sus manos que luego le ofrecía llorando para que lo ayudara a levantarse. Eran casi todas historias vergonzosas o lamentables que la gente no cuenta por decoro, pero que son más habituales de lo que pensamos. Alguien se había suicidado porque se había quedado solo en el mundo, así se le dijo a Kolima, y después también contó aquella historia. Aquel chico no tenía a nadie en el mundo más que su madre, una anciana enferma que mantenía la llama del hogar. Cuando su madre murió el mundo se le vino abajo, y se tiró al mar un día de tormenta. Su cuerpo apareció flotando en el muelle, nadie conoció sus verdaderos motivos. También contó la historia del viejo galán que salía del geriátrico para intimar con señoras viudas a las que invitaba a merendar en las cafeterías del centro, y con las que organizaba fiestas a las que invitaba a algunos amigos que apenas eran capaces de andar sin quejarse de la próstata. Se meaban en todas las esquinas y por eso algunos tenían que cambiarse el pantalón varías veces un mismo día porque lo mojaban de orines. Sintió por primera vez que no debía contar algunas cosas y ser más comedido en la parte real, cuando acudió a su viejo domicilio a recoger alguna correspondencia. Había un buen montón de sobres en el buzón, pero tuvo que subir a pedir a los nuevos inquilinos que se lo abrieran. Ellos lo habían llamado por teléfono y tenían algunas cartas que habían subido para casa y que también le entregaron. Todo muy formal. Los dedos se deslizaban intentando no diluirse entre aquellos papeles, intentando encontrar algo que fuera de importancia; y todo lo era. Cartas en su mayoría de admiradores del programa de radio. Las palabras son importantes, y empezó a tener una idea de que algunas de aquellas personas esperaban el momento de sentarse a escucharlo contar intimidades exageradas que, a veces, ni el se creía, ¿lo creerían todo? Hubiera querido calmarse, se despidió, y en aquel estado de excitación bajó lentamente las escaleras sin levantar la vista de todos aquellos sobres. En un momento, tropezó con Emiliano, el anciano que vestía como un actor de cine antiguo, con su bigote exiguo y su pañuelo a medio salir del bolsillo de la americana. Lo miró como si fuera la primera vez, volviéndose a sorprender de aquel aspecto tan caballeresco y falso a la vez. No supo por qué, pero aquella mirada confusa a un hombre viejo, cargado de inseguridades y vestido para ir a una fiestas en zapatillas de andar por casa, le causó una profunda tristeza. Se saludaron, pero el hombre parecía reticente, resentido por alguna causa desconocida. “Me alegro de verle, pero su programa de radio me parece un cloaca”, le espetó sin más. Siguió su camino ascendiendo a su apartamento, y aquel desprecio le produjo un malestar mayor a cualquier otro conocido en los últimos meses. Si lo que estaba haciendo al contar “sus cosas”, producía esa reacción, ya tenía que ser irremediable, demasiado tarde para cambiar. Concluyó, fuera de cualquier titubeo, que era suficiente una opinión tan simple, tan poco elaborada y condicionada por lo que los que lo conocían pudieran pensar de él, para condicionar su libertad a la hora de pensar. No iba a estar todo el día abatido por aquella escena tan pueril, y por eso, a esa primero decepción le siguió una indignación poco reflexiva, “¡qué se habrá creído el viejo!”, pensó. Empujó los pies escalera abajo, y cada peldaño le pesó por no haber tenido tiempo de preguntar, de responder, de entender. Imposible seguir descendiendo con la alegre carrera que solía imprimirle a aquel lugar, pero tampoco detenerse. Aunque durante el tiempo que fueron vecino habían mantenido una relación cordial en realidad 21
nunca habían salido de las historias de vecinos en lo que sabían el uno del otro. Siempre se habían guardado cierta distancia, pero en las historias de viejos que contaba lo había tomado como modelo y eso le había hecho tomarle cierta simpatía. Le solía pasar que algunas personas a las que no parecía tener un aprecio especial, se tornaban amables y hasta les cogía cierta simpatía cuando las convertía en personajes de sus historias. El podía ignorar muchas cosas de todos ellos, sin embargo, haberlo conocido los convertía sin que lo supieran en posibles caracteres, que debidamente mezclados le servían para crear pequeños mundos en los que actuaban con todo tipo de emociones, pasiones, rencores, mezquindades, amores y luchas. Podía llegar por ese sistema a la extraordinaria concepción de vidas y actuaciones que por no haber sucedido no las hacía menos importantes, y con divertida dedicación iba tejiendo una afición que con el tiempo se convertiría en pasión y finalmente en adicción. Nunca había desarrollado, en ninguna etapa de su vida, una afición tan duradera y que lo estimulara de tal forma y estaba agradecido a la vida por ello; dicho de otra forma, ya nada iba a poder limitarlo en interpretar aquellas historias que se cruzaban en su camino. A partir de entonces podría dejar la radio, incluso olvidar escribir o registrar cintas, pero tendría que seguir asumiendo la realidad como un cuerpo que debía ser diseccionado para poder curiosear en cada uno de sus órganos, sus funciones, sus formas, sus relaciones, sus texturas, sus fallos y enfermedades, sus virtudes y como envejecían, todo, cualquier cosa que pudiera ayudarlo, en casa nueva ocasión a desarrollar nuevas visiones, nuevas teorías y fantasías. Al fin, tendría que asumir el riesgo de que alguno de sus referentes se identificara en sus historias, y era posible que eso le hubiese sucedido al viejo Emiliano, así que también debía estar preparado para reacciones inesperadas, a sentir el rechazo de unos y el interés de otros; nada era fácil en la relación con otras personas, aunque, tal y como él lo veía, lo importante era el momento de la creación, el instante en que la imaginación se echaba a volar y deseaba no dejar nunca de relacionar y estimular aquellas curiosidades que se le presentaban como piezas únicas rozando su propia existencia. En esto he estado y así lo he mirado, se decía. De vuelta a casa, Kolima lo esperaba sentada en una silla de dura madera haciendo como que se arreglaba las uñas. Se incorporó al verlo y se quedó mirándolo por encima de sus dedos sin decir una palabra. Al principio le pareció malhumorada pero no quiso ahondar en esa idea y dejó la correspondencia en la mesa a su lado en la que apoyaba un codo. Intentó convencerse de que al día aún le podían quedar muchas horas para entenderse, cuando ella le preguntó por el programa de radio. Había estado hablando de sus relaciones últimamente y calculó que de una forma o de otra ella lo sabía. Siguieron mirándose, se sentó a su lado, también apoyó uno de sus codos en la mesa y entrelazó sus manos colgando en el aire. Durante unos segundos permanecieron en silencio y se observaron como se observan los desconocidos que se gustan, invitando al otro a “romper el hielo”, pero deseando que no lo haga para poder seguir en su zona de confort. Seguramente nada de lo que hubiera podido contar de ella debería molestarla si lo hubiera escuchado, pero parecía que otra persona le había contado algo que había oído y, de alguna forma, le había dado un tono ridículo que rayaba en el menosprecio. Le dijo que había contado lo de la tarde que habían pasado viendo motos en los comercios del centro, que ella se había empeñado en llevar su mascota, un hámster gordo y peludo, y que los habían echado de un comercio porque habían pensado que se trataba de un ratón, intentando aclarar ese extremo, el encargado concluyó respondiendo que no se admitían animales. Tenía un especial recuerdo de aquella tarde porque después habían paseado por el puerto hasta que se hizo de noche, y no habían hablado demasiado pero a él le había gustado. En realidad, el motivo de su historia era compartir que desde que empezara a trabajar, y se llenara de actividades ella había dejado de repetir la cantinela de que necesitaba estabilidad y que la intranquilizaba si se situaba cómodamente en una situación de desempleo. Eso había sido todo, y ella lo escuchó terminando de limarse las uñas, y levantándose con un gruñido para ir al baño y recoger todos los objetos de manicura. A duras penas podía admitir que su relación no se siguiera moviendo o que no transitara por una linea de inseguridad, pero todo quedó ahí, y a pesar de que ella le había pedido no hacía tanto que dejara lo de la radio, ese día no volvieron a hablar del tema. 22
En el tiempo que pasó desde aquella conversación ella pareció comprender que si la tenía en cuenta en sus historias tenía que ser porque le importaba, y aunque él tuvo que ir otras veces a buscar el correo a su antiguo apartamento, ya no volvió a tener una recepción tan exigente a su vuelta a casa. Y también fue por aquel tiempo en que le dieron vacaciones en su empelo abriendo y cerrando puertas, lo que no lo estimulaba en absoluto y ya le empezaba a pesar. Hablaban menos y aprovechó aquellas vacaciones para esperarla a su salida del trabajo, y como hacía antaño. De allí ir a cenar algo antes de volver a casa. En ese periodo intentó aliviar sus tensiones acerca de lo poco que encajaba en casa de sus suegros y lo difícil que Kolima se lo ponía a veces. Fueron saliendo todas las compañeras de Kolima y ella quedó para el final y en aquel momento anochecido, algunas de las que hacían grupos lo señalaban y parecían comentar algo acerca de él sin demasiadas sutilezas. Y así, a medida que iban pasando los minutos y Kolima se demoraba en salir, oyó la palabra radio y una de las chicas, con bastante descaro, se le acercó para preguntarle si era él el que hacía el programa de historias en la noche. Respondió que sí, y ella le dijo que lo escuchaba con fruición siempre que podía. Eso fue todo, porque en ese momento apareció Kolima y la chica se retiró para al volver al grupo del que había salido. “¿Qué hablabas con ésa?”, fue lo primero que dijo. Él la miró con desagrado por aquel terrible recibimiento y respondió que sólo quería decirle que escuchaba su programa de radio. Todo se iba complicando y uno de aquellos días, Kolima le dijo que prefería ir sola a casa de sus padres, que la situación estaba controlada y que no hacía falta que la acompañara. A Sonite le sonó como una excusa, pero por otra parte le proporcionaba la posibilidad de dormir un poco más los domingos y no se lo pensó. En los días que siguieron a aquella primera ausencia ni mencionaron el tema. Ni ella le contó como iba todo por casa de sus padres, ni él quiso interesarse por la pierna dolorida de Milton Nasciso y la esforzada Vergana. Una apatía inesperada se fue apoderando de él, creando una nueva situación en la pareja, algo nunca antes experimentado y de consecuencias imprevisibles. Hasta entonces, Sonite había soportado con estoica y admirable resignación el papel de sufridor que le había tocado en la vida, y hubiese aceptado que todo siguiera igual si no fuera por la frialdad que Kolima empezaba a mostrar. Ella se negaba a hacer ningún esfuerzo por coincidir en sus horarios, y él estaba tan lleno de actividad que apenas se veían. Ninguno de los dos parecía ver su futuro con claridad y ambos se entregaron a pequeños placeres y salidas con amigos que les aliviaba de la pesadumbre que se había instalado en su relación. Redding lo notó y hablaron de ello, Sonite le dijo que tenía problemas con su pareja y que entendía que se le notaba en las ondas. Al hablar comunicamos nuestra estado de ánimo de forma involuntaria y Redding lo instó a solucionar sus problemas porque estaban llegando correos que preguntaban si le pasaba algo. Después hizo un comentario absolutamente machista porque creía que las mujeres en su afán por tenerlo todo controlado solían crear problemas y sabían como hacerlo “sin apenas despeinarse”. Y así, a medida que los días pasaban sin cambios aparentes se fueron acostumbrarse a saludarse fríamente, a no tocarse ni besarse ni nada parecido, y aunque había cosas de común acuerdo que tenían que hablar para su subsistencia, lo cierto era que habían entrado en un camino sin retorno. Al menos, él tenía claro que no serían esos días tristes los que recordaría de Kolima, sino que los mejores momento se habían clavado en su memoria como una prótesis necesaria para vivir. Los buenos recuerdos nos dan motivos para ser optimistas, para verlo todo con mejor humor y para confiar en que en adelante volverá a haber momentos increíbles que desean ser vividos. No habló de estas cosas con Redding, ni comentó sus problemas de pareja por el micrófono, eso hubiese sido demasiado, aunque muchos lo hubiesen esperado de él. Idealizó aquellos años al lado de Kolima como no lo había hecho con nadie ni con ningún momento de felicidad de su vida. Las largas horas de soledad que vivió cuando al fin se fue a vivir a otro apartamento se dedicó a pensar en lo feliz que había sido a su lado, pero convencido de que no había lugar para recomponer aquello, las segundas partes nunca funcionaban y ellos no iban a ser una excepción. Entre otras cosas, conservó pequeños recuerdos de ella, cosas insignificantes que marcaban momentos vividos, servilletas de cafeterías, bolígrafos, prendas de ropa que ella le regalara y que ya no le servían pero se resistía a poner en el contenedor. Sin 23
embargo, sabía que por muy positiva que intentara ser su actitud se trataba de un fracaso más. Y al menos esperaba sacar algún aprendizaje de todo aquello. “Es un problema de encaje”, se dijo, y añadió, “necesito relaciones menos complicadas y en las que encaje mejor”. Sin duda, Kolima tenía aspiraciones en las que él no parecía tener un lugar, ni se esforzaba por tenerlo, y en el momento que ella se dio cuenta de que su vida iba a ser igual de provisional buscó la ruptura. No podía decir que le llegara por sorpresa, pero había sido todo muy rápido y menos doloroso de lo que había calculado.
7 Asalto A Las Últimas Emociones Siempre la tendría presente porque le había enseñado que en la vida las cosas importantes no pueden esperar. Sin embargo, aquel sentido práctico de la vida, del que él no tenía ni idea hasta que la conoció, empezaba a sentirse como una mordaza, y tampoco quería eso. Lo había inducido a una realidad absoluta, sin tonos parciales o el derecho a no terminar lo que una vez empezado no resulta como se esperaba; en su caso particular, también ella ahora había dejado algo a medias. La memoria empezó a gastarle una nueva mala pasada cuando se centró en un hecho doloroso de hacía algunos años, la operación de su padre. Andaba como incapaz de salirse de ese bucle, obstinado en recordar cada detalle de su operación a corazón abierto y lo que había sufrido pensando que no lo volvería a ver. Y esa obsesión pedía un lugar entre sus historias de radio. Fue por eso que mientras contaba pequeñas cosas sin sentido iba preparando la gran historia, la fantasía del dolor y la enfermedad, de la vejez y las enfermedades de corazón, el miedo a la orfandad y al desamparo. La antigua idea de la tristeza por los muertos recientes, los muertos propios y asumidos volvía a tomar forma definida en su nuevo estatus de casa vacía y pocos gastos; pero no quería calificarse así mismo como la burda broma del dolorido solitario, pues poco había en su inquieta imaginación de un constante sufrimiento obsesivo como otros recordando cosas parecidas suelen tener. Sin embargo, en ese momento era el único recuerdo que se manifestaba con una fuerza liberadora semejante, y así iba alimentando día a día la imagen del cuerpo abierto, dispuesto a mostrar su corazón latiendo, palpitando, ofreciéndolo para que lo tocaran si ese era su deseo. Indeciso corazón dejándose hacer de válvulas y respuestas. De haber sido juzgado aquella navidad por su ausencia de lágrimas, lo habrían condenado en falso, porque cuando nadie lo veía, en la opacidad de su cuarto, lloraba lloraba como bendecido. Podrían juzgarlo ahora por su programa de radio, por no decir la verdad, y eso hubiese sido una condena mucho más justa. Por increíble que parezca, para la noche de navidad el viejo estaba de vuelta en casa, dolorido, lleno de heridas que no terminaban de curar y descansando. No hicieron demasiado ruido, lo dejaron dormir mientras esperaban que todo se normalizara. Habían llegado a esa parte de la vida donde algo empieza a fallar, y a veces, falla todo. Al terminar la cena de navidad, su madre, su hermano, una tía que vivía con ellos y el mismo, habían dado gracias porque todo había salido bien en aquel momento tan delicado, pero lo hicieron susurrando porque el viejo dormía en la habitación de al lado y no lo querían molestar. La tele estaba sin sonido y bajaron las persianas para que los vecinos no molestaran con los petardos y su algarabía festiva. Le había parecido entonces, que de alguna remota manera, llegaban a sus oídos músicas celestiales, coros religiosos o algo parecido. Confusamente intentó descifrar, él que 24
escuchaba música de los ochenta y otras cosas más ligeras, donde había escuchado aquello que se repetía en su cabeza como un homenaje. Posiblemente se trató, sin intentar darle un origen místico ni celestial a aquella cosa que parecía ser capaz de repetir moviendo sus labios o silbando, que dejó atraer su atención por algún anuncio publicitario tan propios de la época o la música de algún centro comercial, así que visto con la perspectiva del tiempo se había tratado de un cúmulo de coincidencias y la rápida recuperación de su padre no se había tratado de ningún milagro musical. Al terminar de hacer apuntes sobre aquella parte de su vida tan dolorosa se quedó pensativo, por un momento le pareció que todo lo vivido hasta aquel momento había tenido sentido, para así al fin poder interpretar las navidades pasadas hacía unos años, en las que su padre había sido operado del corazón. Le habían llegado las ideas con claridad y había sentido emociones muy fuertes recordando como era la vida en casa de sus padres. Había sido, sin lugar a dudas, la mejor historia, el mejor encaje y el artesonado y cimientos más fieles a su memoria. Los elementos de sus programas de radio, como suele suceder por espectadores que siguen este medio en la sombra, estaban siendo analizados, muchos lo criticaban, otros disfrutaban con su voz mecánica, pero ninguno se retiraba una vez que Sonite había empezado a contar. Todos parecían coincidir en que había dado en el clavo con el formato y que sabía escoger los temas a tratar, y entre todos también estaban Redding y Raustles. Durante un tiempo no quisieron saber de qué manera había afectado al programa la rotura sentimental de su amigo, pero cuando también acabó su contrato abriendo puertas en el centro comercial, entonces empezaron a preocuparse. No querían creer el resultado de actividad de sus encuestas: Sonite se había convertido en la estrella de la cadena. Tanto tiempo viviendo en el olvido, y de pronto recibían felicitaciones y peticiones de colaboración también desde los directores de las ciudades más grandes del país. Y fueron sometidos a todo timpo de consideraciones acerca de los cambios que debían hacer y los consejos que debían seguir. Pero lo cierto era que el único que podía saber el giro que iban a tomar los acontecimientos era Sonite. Al principio empezó a plantearse descansar de su actividad como una necesidad, pero cuanto más lo pensaba menos le apetecía seguir indefinidamente contando pequeñas cosas que le sucedían como si fueran tan importantes. Hubo discusiones, insistencias, la obstinación de Raustles lo llevó a visitarlo con frecuencia para hablar de su futuro, pero nada lo hizo cambiar de idea y al final comprendieron que no podían pedirle que fuera en contra de lo que sus tripas le pedían. La opinión según la cual la felicidad ofende a los que no se creen capacitados para competir, no era compartida por Sonite, aunque Raustles lo empleaba como argumento con cierta frecuencia para forzar a otros a cumplir sus compromisos. Ante semejante argumento, y para demostrar que no era cierto, muchos que habían decidido abandonar alguno de su proyectos, aún seguían a su lado. Perdía fuerza la idea de que lo que él dijera podía tener una etiqueta que ofreciera la seguridad de encontrarse ante algo serio. Raustles ya no convencía como antes, y quedó demostrado cuando Sonite, a pesar de encontrarse en uno de sus peores momentos, no quiso seguir escuchándolo. Cuando tuvo el ataque de paroxismo que lo llevó a destrozar su apartamento en una aburrida y interminable tarde domingo, los razonamientos de Raustles seguían resonando en su cabeza como si hubiese intentado tomarlo por idiota, y eso era lo que más e molestaba de todo. “No estas preparado para darle a una mujer la seguridad que necesita y poner en ello el esfuerzo necesario”, le había dicho buscando, a la desesperada, que siguiera con el programa de radio. En aquella convulsión por destrozar muebles y objetos de decoración, repetía llorando, que a él no le ofendía la felicidad de otros. Y mientras los vecinos que se agolpaban en la puerta de su apartamento ya habían llamado a la policía, había tomado una lámpara de pie de aproximadamente dos metros y la arrojaba por al ventana en un estruendo de cristales. Se sabía desde hacía mucho que aquello podía pasar; o al menos, sus familiares y también Kolima y sus padres y algunos de sus amigos lo sabían. No era un secreto que tenía reacciones inesperadas, que, a pesar de no suceder con frecuencia, acumulaban tanta tensión que terminaban en una explosión violenta. Las señales al principio del desequilibrio eran sutiles pero claras, dejaba de contrariar exteriormente a las personas más cercanas y se contrariaba a sí mismo sin decir una 25
palabra, desaparecía en medio de una conversación, salía a la calle sin previo aviso y sin cerrar la puerta, como si de pronto hubiese necesitado aire. Para él, en esas crisis, era absolutamente necesario huir de las zonas de conflicto, cuando en situaciones normales simplemente desconectaba y dejaba hablar sin escuchar. Un exceso de pasión en los planteamientos ajenos, si los consideraba equivocados, o que iban a influir en los patrones de su vida cotidiana, eran suficiente para provocar el desajuste mental y nervioso que terminaba por llegar. La exaltación de todo lo bueno del ser humano era la reacción posterior. La necesidad de creer en los hombres y sus bondades ocupaba su mente los días que pasaba internado en un hospital después de dejarse llevar por el vértigo de romperlo todo. Todo lo que había provocado su depresión tenía que ser reducido, y reafirmarse en la idea de que si creía en una fuerza bondadosa en el interés que otros demostraban por él, terminaría por volver al equilibrio de forma permanente. Después de aquello se convirtió en una sombra para los que lo habían seguido a través de su programa de radio. No hubo más aventuras de popularidad ni egos compartidos, y Raustles dejó de verlo. Cuando alguien quiso interesarse por él descubrió que ya no tenía domicilio conocido y que posiblemente se había cambiado de ciudad. No se volvió a saber nada de él.
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