Juventud atacada, infancia ausente

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1 Juventud Atacada, Infancia Ausente La distinguida posición de Audrey llevaba a su tutora en el instituto a creer que saldría adelante a pesar de sus limitaciones intelectuales. Algunos de sus compañeros en aquel tiempo la recuerdan como una chica alegre, optimista y discreta. Antes de terminar sus estudios era conocida por sus resultados en el equipo de balonmano y algunos de ellos al preguntarle cobre sus recuerdos de aquel tiempo muestran una cierta admiración por ella, una reverencial estima por su entrega deportiva y humana. Venía de una familia principal que vivía en una gran casa en el centro del pueblo, y no le hubiese hecho falta haber seguido en el equipo de balonmano al terminar sus estudios, pero no parecía decidida a dar el paso del matrimonio, lo que, sin duda, lo hubiese cambiado todo. Tal vez su postura al respecto no era inamovible, pero su novio de toda la vida estaba haciendo un gran esfuerzo y desplegando toda la paciencia de la que podía disponer, que con el paso de los años demostró no ser poca. Una y otra vez le pedía el matrimonio, y una y otra vez ella le contestaba no creer estar preparada para semejante paso. Lo más sobresaliente que podemos contar acerca de aquel chico es que estaba muy preparado, sabía idiomas y literatura, y podría encontrar trabajo sin problemas en cualquier empresa de carácter multinacional si se lo propusiera. Había rechazado algunas ofertas de pequeñas empresas del pueblo, y cuando por fin se decidió a dar el paso profesional y desplazarse a una gran ciudad lo hizo sin Audrey, porque ella no quiso acompañarle. Tampoco lo acompañó a la estación de ferrocarril, y la despedida se produjo el día anterior sin responder a ninguna de sus preguntas sobre la intensidad de sus sentimientos y si se volverían a ver, o seguirían comunicados. Uno de aquellos chicos que se relacionaba con ellos afirmó que ella nunca lo tomó en serio, que el tiempo que él paso lejos del pueblo, ella salió con otros y que nunca pensó que se sintiera estimulada en ningún sentido por su novio de primera juventud. “Suele pasar. Nunca lo quiso de esa forma, con ese propósito. Durante años se acompañaron al cine, a los bailes y él le llevó los libros hasta el colegio, pero Audrey nunca lo vio como el hombre definitivo, el guardián de sus sueños, el compañero de su vida futura, ni ninguna de esas cosas que de haberlo aceptado la habrían llevado a no conocer más varón ni más vida. En aquel momento, sin duda, tuvo miedo. En aquel tiempo, según la tutora de curso de Audrey, no era vergüenza que las mujeres se mostraran reservadas, o que hicieran giros semejantes sin dar demasiadas explicaciones. Con frecuencia los chicos exponían sus sueños y sus sentimientos, y ellas “jugaban” con ellos, o dicho de otra forma, no se los tomaban en serio, porque no se resignaban a estar predestinadas a un matrimonio temprano, y como se suele decir, “retirarse de circulación” antes de tener una idea de qué va el amor -si es que hay alguien que lo sepa-. Pero las cosas cambian, y los chicos ya no desean atarlas, someterlas, enfrentarlas a la moralidad, y dejarlas en estado antes que que cumplan los veinte y sepan que en realidad nada es como les habían prometido. Bueno, tal vez el mundo no haya cambiado tanto como creemos, pero también hoy en día hay vanguardias, y Audrey fue una mujer vanguardista en muchos aspectos. Amablemente, la Señora Barnes Miggiaulina, la Tutora de último curso de Audrey, les entrega copia de un memorándum de aquellos años. Se trata de trabajos que los profesores solían hacer al terminar el curso y que contextualizaban los resultados y lo que los alumnos habían aportado al grupo. Añade algunos comentarios acerca de sus recuerdos, y los 1


objetos que se guardan en la sala de profesores como presentes que los alumnos solían entregar y que compraban realizando una colecta entre ellos. No sé lo que pudieron pensar los técnicos de imagen cuando entraron en aquella habitación forrada de estanterías, trofeos, bandejas con expresiones de agradecimiento en letra gótica, jarrones con dedicatoria, fotografías, ánforas que no son de la antigüedad pero lo parecen, madera tallada con frases conmemorativas, catálogos de viajes de fin de curso, más fotos, retratos de profesores realizados por alumnos, vajillas, representaciones del patrón del colegio con más frases en bajorrelieve en bronce y base de mármol, héroes deportivos lanzando jabalina y disco esculpidos en piedra, coronas de laurel de cerámica y casi cualquier otra cosa que los alumnos puedan regalar a sus profesores. La señora Miggiaulina tenía un dulce acento italiano con el que excusarse por el desorden, y el polvo acumulado. “Tendremos que llevarnos algunas cosas para el almacén, esto empieza a estar de nuevo sobrecargado”. Había algo en aquella habitación que arrastraba a la melancolía a los espíritus sensibles, a observar con respeto y en silencio, a curiosear en el alma de aquellas caras juveniles en fotos de hacía veinte o treinta años. Todo aquello tenía las proporciones del olvido, de lo importante que se vuelve inútil con el tiempo, y que en un momento indefinido algunos de aquellos objetos, tendrían que terminar en casa de los profesores más piadosos que los salvaran del contenedor de la basura. Nada se posee con la intención de conservarlo definitivamente, o tal vez sí, pero esa intención no lo salva del decisivo instante en que pierde su alma, su sentido, la intención última (en el caso que nos ocupa) de reconocimiento con que fueron entregados, pasando a ser simplemente objetos incapaces de resistir el paso del tiempo. Todo transcurría con lentitud hasta que la tutora tomó de una estantería una fotografía, y se la mostró a Bordieau, “ésta es Audrey a punto de su mayoría de edad”, y pasó su dedo sobre la figura de una chica joven, sonriente, que se destacaba en un grupo numeroso. La fotografía estaba enmarcada en algo repujado parecido a la plata, y pasó a las manos del fotógrafo que la miraba con curiosidad. Higgins, el técnico de sonido se asomó sobre el hombre de su compañero para mirar, y éste se giró ligeramente para para mostrarle la fotografía. Hubiera deseado llevársela para mirarla en el hotel más detenidamente, y no se le ocurrió que si se la pedía era probable que se la dejara unos días, pero le pareció que tenía prisa por devolverla a su sitio y la la ofreció de vuelta. Era una foto en blanco y negro, con un grupo de nueve o diez chicas apretujadas unas contra otras en un polideportivo, vestidas con ropa de deporte y mostrando sus blancas dentaduras plenas de emoción y unidad. Dieron una vuelta entre toda la cacharrería, y antes de salir, Bordieau no pudo evitar echar un último vistazo a la foto, con las manos en la espalda y estirando el cuello sobre la estantería a la altura de los ojos, adoptó un aire pensativo durante unos segundos, hasta que la señora Miggiaulina lo sacó de su ensimismamiento, “¿seguimos?”. Después de un tiempo en que su novio ya no estaba, su madre se ocupó de comprarle revistas y discos, de llevarla a los entrenamientos e intentar llenar ese vacío de alguna forma. Siempre se había preocupado por ella, y había extremado los cuidados para que llegara a convertirse en la mujer que esperaba de ella. Se había dejado llevar por sus atenciones durante la infancia, por lo tanto no era nada nuevo que la señora Deark Jones, en momentos muy determinados, creyera que debía centrarse en la felicidad de su hija. Para Audrey no constituía ningún esfuerzo reconocer que se sentía querida y llena de atenciones en el seno familiar. No creía que fuera necesario todo aquel despliegue de medios, pero mientras decidía la conveniencia de dejarse llevar por aquellos sentimientos que tanto la brumaban, reconocía que le creaban una sensación de seguridad a la que le costaría renunciar. Si sabía que le iba a resultar imposible seguir siendo el juguete infantil de la casa y para ello, negarse a seguir creciendo, por lo menos podría aceptarlo por un corto espacio de tiempo aún, sin que ello supusiera una reto de superación en ningún sentido. Habían pasado unos cuatro meses desde que empezaran aquel trabajo con la propuesta sobre la mesa de la secretaria en la productora y no tuvieron respuesta. Empezó como algo necesario, como la reacción a la inactividad y a la vez no dejar morir una idea que le parecía consistente y dispuesta a dejarse tocar. Parecía que no iba a dar mucho de sí, y que se cansarían después de un tiempo de 2


luchar contra el olvido y la desgana de aquellas personas a las que entrevistaran, pero sucedió todo lo contrario y se lo empezaban a plantear como un trabajo lento del que no sabían si serían capaces de ponerle un final. La actitud primera cuando se quiere hacer un ejercicio de investigación, que puede terminar en documental, es tener el material suficiente que permita una conclusión, pero a veces, y este era uno de esos casos, si se acumulaba demasiada información, y es un tipo de información que abre caminos nuevos, que conduce de una historia a otra sin aparente conexión, algunos autores deciden cortar de pronto y contentarse con lo expuesto. Elaborar un final no siempre es posible. Llevaban moviéndose de una punta a otra del país durante todo aquel tiempo, visitando gente que la había conocido en su éxito y en su faceta más conocida, el deporte, pero al fin, se habían decido a dirigirse al lugar donde había empezado todo, su pueblo de nacimiento. Higgins y Bordieau esperaron el tiempo necesario para ser recibidos, para inspirar confianza y para poder insistir en sus entrevistas como una rutina, hasta el punto de que algunos lugareños creyeron que se iban a quedar a vivir allí para siempre, o que iban a poner la oficina principal y su centro de trabajo y nudo de todas las historias, en el pueblo. Dos meses antes, les informaron de que debían entregar el material de filmación en la productora, o renovar la solicitud de préstamos y así lo hicieron. Unas semanas después se pusieron de nuevo en contacto con ellos porque habían cambiado los protocolos y les faltaba documentación adicional. Hicieron fotocopias de todo lo que les pidieron y lo entregaron, eso les hizo para durante un tiempo sus visitas, pero al final consiguieron que los dejaran en paz. Finalmente se desplazaron sin esperar más, pero tuvieron suerte, y recibieron una notificación en la que les aseguraban que su préstamo había sido aprobado durante un año, pero que el trabajo que realizaran no estaba sujeto a ningún contrato. Sabían que no conseguirían financiación, y que para eso la solicitud debían enviarla a otro departamento, lo que habían hecho previamente, y sencillamente no habían recibido respuesta. La tediosa estrecha libertad de sus años adolescentes confería a la alumna un cierto halo de respeto que la tutora respetaba. Entretanto, se iban moviendo en dirección a la pista de balonmano al aire libre, que no siempre son lo más útil, pero a la que estos centros le sacan un indudable partido. La tutora afirmaba que no era ninguna molestia cuando ellos se excusaban, pero lo que ella ignoraba es que pensaban volver las veces que hiciera falta, y que la obstinación del buscador, del investigador de los detalles de las vidas ajenas, debía caer en la insistencia hasta el cansancio. La madre de Audrey, insistía en acudir a los entrenamientos y partidos de la temporada escolar, y no sólo eso sino que se hizo conocida como una asidua animadora, y Barnes Miggiaulina tuvo que reconocer que la recordaba celebrando los saltos de su hija cada vez que salía volando sobre la defensa del equipo rival. Lo estimulante de la conversación con Barnes es que le notaban cuando no deseaba hablar de algún tema en concreto, porque le pareciera personal, íntimo o impropio de ser expuesto en una película, pero al final terminaba por hacerlo. Por ejemplo, no sabía si a la familia le parecería bien que hablara de ellos y las relaciones que tenían en aquel tiempo, pero no era para tanto, ni había cosas tan secretas que contar, al contrario. Siempre hay gente dispuesta a interesarse vivamente por un documento parecido, y después de las extraordinarias historias que iban conociendo -como posiblemente también se encuentran en la vida pasada de todos y cada uno de nosotros a poco que levantemos la arena que las cubre-, no dudaban que podrían darle una exposición conforme a sus expectativas sin atribuirlo a la casualidad, y sí a un trabajo exhaustivo. Sin embargo, Barnes no podía saber si se trataba de un trabajo de aficionados o si iba a tener difusión por televisión, por lo que no eran muy compresibles tantas precauciones y miedos a la hora de “soltar la lengua”. A pesar de todo, escuchó con atención las observaciones que los periodistas -o si se prefiere cineastas porque aún no sabrían bajo que formato distribuirían su trabajo-, le hacían al respecto y se propuso ser un poco más locuaz de forma general. En su segunda visita al instituto hay un portero que antes no habían visto, y que los previene de que deben limpiar bien los pies para pasar a los pasillos de aulas, porque lo están dejando todo lleno de tierra. Por lo que parece el sábado anterior tenía libre y ellos también se libraron de su exacerbada manía por la limpieza. Pasaron delante de su ventanilla mirando furtivamente porque no 3


deseaban más inconvenientes. Obviamente pertenece a ese tipo de personas que por hacer bien su trabajo se meten en todo y le dicen a todo el mundo lo que debe y lo que no debe hacer. En ese momento Bordieau teme que le diga que está prohibido filmar dentro y que debe dejar las cámaras allí mismo, así pasa delante de él a toda velocidad y una vez lo deja a su espalda, ya no vuelve a mirar atrás. La señora Barnes no dice nada, se limita a acompañarlos y mas adelante, a dirigirlos a su destino, el aula en la que estudió su protagonista. Gracias a ella se han enterado que precisamente en aquella aula no han cambiado los pupitres en todos aquellos años, porque se conservan bastante bien y no lo consideraron necesario. Antes de que ella pudiera recordar ese detalle, le insistían en que recordara alguna cosa interesante que pudiera ser grabada. Resultaba evidente que tenía que existir algo que en aquel tiempo hubiese usado con las manos, que hubiese tocado y utilizado como una parte de si misma, y al fin fue una suerte que de todas las cosas que habían sido renovadas, una de ellas no fuera aquel pupitre delante del que se encontraban. Quienquiera que lo estuviera utilizando lo mantenía en perfecto estado, y se había olvidado cuatro pitillos Malboro en una de sus esquinas. Al levantar la tapa, observaron los pitillos y restos de virutas de un lápiz mal afilado, y lo que les pareció más interesante, todo tipo de dibujos obscenos, frases filosóficas y desafiantes, y pruebas de laca de uñas, amalgamado con el paso de los años como en una pintura de Pollock. Aquel exceso de lineas de color abigarradas debía ser grabado, fotografiado y observado con detenimiento, pero no iban a encontrar lo que buscaban, el nombre de la chica perdido al lado de un corazón. Había nombres, sí, algunos de los usuarios de aquel lugar, anteriores y posteriores al tiempo en que ella lo utilizó grabaron él sus nombres, y algunos los motes por los que los conocían, pero no estaba Audrey entre ellos. Hicieron unos cuantos planos entrando desde la puerta, girando desde el centro sobre sus propios pies y acercándose al pupitre hasta pararse sobre él y poder leer cada uno de sus mensajes. Entonces oyeron golpes en la pared, y risas que procedían del aula de al lado. Por alguna razón que no podían comprender, el equipo de limpieza estaba de tarea en sábado. Estaban convencidos de que no serían molestados, pero lo cierto es que los ruidos se colaron por encima de su conversación con Barnes y tuvieron que repetir la toma. Se presentaron inesperadamente entre su diversión y a uno de aquellos hombres le entró un ataque de voz que no les permitió decirles lo que hacían allí y que necesitaban silencio, hasta que el hombre terminó su “ataque de tisis”. Caminaron cansados por el pasillo portando el equipo de vuelta confiando en que se haría un respetuoso silencio con su trabajo. Gracias a los comentarios gratuitos que hizo Barnes (en esta ocasión no fue nada discreta ni prudente) supimos que el hombre que tosía tenía algún tipo de enfermedad y que podía estar en su casa reposando sin que a nadie le pareciera mal, pero se empeñaba en seguir trabajando. Antes de caer enfermo ya era uno de los mejores limpiadores de su equipo, y era como si no quisiera renunciar a ese estatus, y seguiría acudiendo cada día a su puesto hasta que cayera allí mismo y tuvieran que llamar a una ambulancia y dejarlo ingresado en un hospital sin aparente solución. Bordieu intervino en favor de aquel hombre y expreso su deseo de que se curara, a pesar de su afán por poner el trabajo por delante de la salud. Barnes tenía ese carácter que en otros siempre le parecía que hicieran lo que hicieran siempre tendría una crítica, se descubría en ella que nunca estaría contenta con una solución, y eso no les resultó nada agradable. “Pobre hombre, nunca lo respetarán ni por trabajador ni por perezoso”, le susurró Higgins a Bordieu sin que ella pudiera escucharlo. Aquella mañana tuvieron un malentendido con Barnes, que pareció enfadada porque le hicieron firmar un documento en el que admitía que sus opiniones eran sólo suyas, eso fue una evidencia más de la falta de química entre ellos. No la podían culpar por su actitud distante, o en ocasiones ser incapaz de congeniar con los extraños, porque parecía que formaba parte de su personalidad estirada y siempre exigiendo un respeto que nadie sabía a lo que venía. No me refiero que ese respeto lo pidiera expresamente, no deseo ser malinterpretado en esto, pero sí en su actitud. Más adelante les confesaría que no se fiaba de quien no conocía, de hecho, tampoco de vecinos con los que al fin no tenía un trato directo. Además, no estaba dispuesta a cambiar cuando estaba a punto de 4


la jubilación. No se trataba tanto de ser desagradable, ni de temer decir lo que se pensaba, como de demostrar un egocentrismo incapaz de someter. Lo mismo pensaba que el mundo, en cierto modo giraba alrededor de ella, y lo que no tenía que ver con ella le era de un interés muy relativo. En la vida la gente se mueve por sus fortunas o por sus ideales, y ese tipo de gente no le interesaba lo más mínimo, ella se movía por su esfuerzo y la recompensa que en justicia creía que le correspondía, y volvía una y otra vez a aquello del respeto que se le debía a las personas que se habían planteado la vida en esos términos. Decididamente les iba a resultar bastante complicado llegar a entenderse con ella, provocar una sonrisa o mantenerla dentro de unos parámetros amables que mostrar en la cinta.

2 La Expectación De Los Departamentos Se sentían tan estimulados que se llenaban de ideas para otras entrevistas y visitas. Los dos creían que en tal momento de sus vidas nada podía reconfortarlos más, y ni siquiera la idea de encontrar una respuesta económica a sus limitaciones podía recompensarlos mejor que el trabajo que estaban realizando. Entonces encontraron que los cambios del clima eran un efecto recurrente en las imágenes y la idea que cualquiera que lo viera se pudiera formar. Cuanto más abierto de sol aparecía un nuevo día, mayor contraste encontraban en ofrecer imágenes de la nieve al borde de las carreteras, las vestimentas de los transeúntes y el acento local entrecortado por las mandíbulas palpitantes. Se trataba de aprovechar cualquier fenómeno característico de estos pueblos expandidos por todo el país y de los que salían talentos incuestionables de la vida social, de tal modo que expresara los modos de vida, los significados de aquella forma de ser y de actuar, y las soluciones que daban a sus problemas. El cansancio que sentía Bordieau tenía algo de físico, pero no se lo atribuía a la actividad que desarrollaban, por el contrario, creía que el trabajo le ayudaba a sobrellevarlo. Tenía más que ver con sus problemas con Marie, a la que en ese momento no sabía que tipo de relación lo unía o si no lo unía ya nada a ella. Y estaba también la profunda decepción que le había producido el mundo por no ser capaz de acostumbrarse ni acomodarse a él. Sin poder evitarlo todo lo que había girado a su alrededor los últimos años iba perdiendo sentido, y en lugar de servirle de base para seguir adelante con sus sueños, le afectaba de manera muy diferente con su desaliento. La madre de Marie lo había visitado hacía un tiempo en su apartamento. Él había pillado un catarro que lo tenía tumbado y apenas se valía por sí mismo para ordenar un poco su habitación, el salón o limpiar el cuarto de baño, pero tuvo fuerzas para levantarse de la cama y acudir al portero automático para abrirle la puerta del portal. Había desconectado el teléfono, así que no le extrañó que se presentara sin avisar. Era una mujer muy atractiva en su madurez, independiente, divorciada y activa. Lo apreciaba y se preocupaba por él, y se lo reconocía respondiendo a sus llamadas, y yendo a comer con ella de vez en cuando a algún restaurante del centro, a pesar de que sabía que si Marie se enteraba de estos encuentros se iba a quejar, y la peor parte la llevaría Margueritte, su madre. Cuando quedan para alguna actividad que podría parecer absolutamente familiar, incluso llevada a cabo por una madre y su hijo, ella va siempre muy maquillada, y sin que pueda saber como lo hace, sus ojos se llenan de misterio y profundidad. Tal vez ya nunca abandonará esa coquetería que le parece tan natural, pero a él en ocasiones lo pone ligeramente nervioso y debe recordar quienes son cada uno. Le dejó la puerta abierta y se volvió a la cama, cuando entró lo vio 5


cubierto con las mantas hasta el cuello, y temblando por el efecto de la fiebre. Había ocasiones en las que se sentía una víctima de un mundo que no contempla un lugar adecuado para los inadaptados como él, o al menos como deshacerse de ellos. Se trata de dejar que las cosas ocurran hasta que uno mismo se dé cuenta de que así no puede seguir, y en su caso, ese orden de cosas estaba consiguiendo hacerlo pensar al respecto. Pero, por otra parte, sabía que aquel pesimismo se debía en parte al efecto de sus dolores y de la medicación, y que cuando se encontrara mejor una incesante actividad sería el remedio que le haría olvidar todas sus carencias. Margueritte solía decir que le gustaría que su exmarido fuese la mitad de dócil que él, y volvió a comprobarlo cuando, sin ninguna objeción ordenó y limpió lo que vio en un estado más precario, después le preparó una sopa, le tomó la temperatura con un termómetro y le fue a la farmacia por el antigripal del que apenas le quedaban un par de sobres. El hizo todo lo que le mandó, le conectó el teléfono y le aseguró que le llamaría por la noche para ver como se encontraba. Lo cierto es que, obedecer le sentaba de maravilla, se le despejó el dolor de cabeza, se puso una bata y se levantó a tomar la sopa a la mesa de la cocina. También se puso unos calcetines y se lavó un poco, pero no se afeitó lo que le seguía confiriendo un aspecto deplorable. Pararon los temblores, la mejora era momentánea, tal vez psicológica, pero indiscutible. Ella se sentó a su lado mientras esperaba que terminara la sopa y se tomara un vaso de leche que se estaba calentando al fuego. Le preguntó por sus planes, y esa fue la primera vez que Bordieu le habló a alguien de Audrey. “Voy a pasar un tiempo investigando para un documental, se trata de una jugadora de balonmano del equipo nacional. Era bastante buena, pero por algún motivo terminó jugando en la liga de playa. Un día desapareció y no se volvió a saber nada de ella. Un misterio.” Poco antes de caer enfermo había sido consciente de que no iba a recibir más encargos de la productora y que si quería seguir en activo, debería planear sus propios trabajos. Aunque a él le hubiese gustado perpetuar una relación salarial estable, lo cierto es que llevaba un tiempo dándole vueltas a su independencia y a las nuevas ideas estéticas y la importancia que le gustaría darle a historias aparentemente intrascendentes. El flagrante desinterés que le mostraron por su trabajo debería haberle molestado, pero le encontró un lado positivo y empezó a pensar con frecuencia en Audrey, en por qué había actuado de aquella forma, abandonando una vida fácil y prometedora en su lugar de nacimiento, y que la había llevado a dedicarse profesionalmente al balonmano. Apreciaba sinceramente a Margueritte y todo lo que hacía por él, no se cansaría de repetirlo, lo hacía sentirse como un verdadero hijo. Era por eso, entre otras cosas, por lo que no quería hacer caso de algunos llamativos comentarios que circulaban libremente y que la situaban como una mujer muy inclinada a los encuentro sexuales fortuitos. Esos comentarios siempre existen de una forma o de otra. De forma general no solía dar crédito a la gente que andaba con ese tipo de historias entre sus entretenimientos, pero en el caso de Margueritte tenía una reacción adversa inmediata. La había visto en un par de ocasiones por la calle con dos hombres diferentes en actitud cariñosa, pero eso no era asunto suyo. Pertenecían a un mundo que se relacionaba con afecto, que interactuaba con afecto y se perdonaba cualquier cosa, además la apreciaba. Lo había comentado con Marie mucho tiempo antes, y su respuesta había sido contundente, “la vida de mi madre no la entiende ni ella”, no volvió a preguntar. Al salir por la puerta era consciente de que había hecho un buen trabajo y que la convalecencia iba a serle más llevadera, lo miró y le sonrió sinceramente. El la miraba desde la cama, recostado sobre dos almohadones y el cabecero, y las piernas flexionadas. Le había prometido que por la noche calentaría el cuenco de sopa que había sobrado y que estaba envuelto en una cinta plástica, que se lo tomaría y que dormiría abrigado. Le hizo un gesto con la mano y ella cerró la puerta de la calle. Durante el tiempo que estuvo enfermo no hubo un día que no pasara por el piso para ver como se encontraba y cocinar algo, o que llamara por teléfono. Le compró algunas cosas fáciles de comer que no necesitaban ser cocinadas como yogures, queso y embutido, y finalmente fue a la farmacia y renovó las cajas de medicamentos amontonadas sobre la mesilla. Era su forma natural de 6


actuar,siempre había sido así, y no creía que debiera sobrentender nada, no había un mensaje implícito en sus atenciones, pero a Bordieau le llevaba a conjeturar acerca de la mujer perfecta, con la juventud, la espontaneidad y la alegría de la hija, y las atenciones y el afecto de la mujer madura. En aquellos días la mirada de Margueritte le parecía más profunda, lo miraba y lo escuchaba hasta hacer que se sintiera turbado, y el apartaba sus ojos como si se tratara de un colegial. Una mañana despertó y la fiebre había bajado, se levantó se dio una ducha y se dispuso a afeitarse. No reconocía su propia cara en el espejo, había adelgazado y la barba había tomado unas dimensiones que no podía imaginar. Primero la rebajó con una tijera intentando dejarla lo más rala posible, y después echó mano de la espuma y de la cuchilla. Debía hacer un admirable juego de muñeca para evitar lo pronunciados que se habían vuelto los pómulos y la nuez, pero al fin no quedó rastro de pelo sobre ella, y apenas se hizo sangre. Se secó concienzudamente, se puso una camiseta limpia y el pijama y volvió a la cama. El último día de su enfermedad, volvió a hablar con ella de Audrey. Se suponía que su pasión por el trabajo podía alcanzar cualquier meta que se propusiera. En cambio buscar información de una jugadora del primer equipo que lo había sido hacía años, y que ya nadie recordaba, eso iba un poco más allá. En el curso de sus pensamientos empezaba a organizar esa labor, y hablar de ello con Margueritte, durante aquella desafortunada convalecencia le ayudó. Pensar en ello, y sobre todo hablar, exteriorizar sus pensamientos, le ofrecía la ocasión de organizarlos, verlos crecer como un espasmódico reflejo de lo que quería alcanzar, y entusiasmarse con la idea una vez más. No solía ser una persona entusiasta en otras circunstancias, pero recuperar las fuerzas, y creer en sí mismo, lo hacía acelerarse y mostrarse exultante, y, posiblemente, la presencia dulce y sonriente de Margueritte tenía también algo que ver en ello. Iba formando imágenes que consideraba extraordinariamente útiles para poder explicar lo que quería hacer, y se identificaba con ellas como si se tratara de herramientas, y ella intentaba seguirlo recostándose en su sillón como si creyera que podía pasar horas escuchándolo. En tanto que la historia de Audrey iba tomando forma, Higgins se movía inquieto en la habitación del hotel y advertía a su amigo y compañero en el proyecto, de que debían estar alerta sobre los falsos recuerdos que aparecían como verdaderos en el ánimo de aquellos entrevistados, que terminaban por adornar sus historias de una forma totalmente inconsciente. Unos contraían una especie de compromiso para el engrandecimiento del mito que se gestaba, y otros intentaban presentarse como parte ineludible y comprometida por lo que había vivido en aquel tiempo, y ambas formas de narrar pervertían el espíritu verdadero que se espera de un documental. No fue hasta después de un accidente de automóvil que la jugadora de balonmano cambió la liga profesional por jugar en un pequeña organización de equipos que se enfrentaban en los meses de verano en campos de playa, sin apenas remuneración económica y sin más ambición que la satisfacción de competir. Aunque quiso plantear que el cambio se debía a las lesiones que le había causado el accidente, lo cierto era que esas mismas lesiones las sobrellevaba con más o menos ánimo desde hacía mucho tiempo, tal vez años. El burdo engaño no pasó el filtro de la prensa que se cebó con ella haciendo ver a todos que ya no estaba a la altura, o que tenía problemas personales. Ella tenía motivos de sobra para querer desaparecer de la primera fila del deporte, de la exigencia que le suponían y de la persecución de la prensa. En aquella época se acababa de divorciar de su marido, que también era su representante y en ocasiones entrenador físico. Higgins quiso conocer que Barnes Miguiaulina podía decir al respecto, pero o no sabía o no quiso comentar nada de la vida personal de su exalumna. El que fuera su marido por el tiempo que duró su carrera y hasta que decidió desaparecer de la vida social, el señor Clark, había sido anteriormente su profesor de gimnasia en el instituto y lo había dejado todo para casarse con ella y seguirla a donde la llevara su carrera. Cuando se divorció volvió al pueblo se volvió a casar y tuvo dos hijos. En los comienzos de su relación la había manejado como había querido y ella hacía todo lo que él le pedía. Pero lo que se pueda saber de su relación no nos va a explicar por sí misma porque sucedieron las cosas, siempre hay factores a los que no llegaremos, por eso los documentales cuentan una vida comprimida, sin poder entrar en los 7


detalles de las emociones detenidamente. El cielo se volvió del color del plomo y las nubes pesaban como nunca. Empezó a llover y Higgins cerró las ventanas mientras un chaparrón violento golpeaba los cristales. La calle más ancha del pueblo pasaba justo delante de sus ojos y se hizo un remolino que se vertía cuesta abajo, mientras una señora se refugiaba debajo del porche de una barbería. Desde la ventana situada justo encima de la suya, alguien arrojó un barco de papel que cayó de costado y se fue hundiendo sin remedio. Por un momento tuvo la tentación de abrir de nuevo la ventana y asomarse mirando arriba, pero posiblemente no vería nada absolutamente, así que retuvo la curiosidad y se limitó a seguir contemplando la riada. La calefacción estaba puesta y Bordieau leía el periódico sentado en un sillón, era un sensación agradable, casi familiar, si no rompiera ese encanto las bolsas de deportes abiertas asomando zapatos, pantalones sucios y otra ropa caída en el suelo. Según se comentó por el tiempo que Clark volvió al pueblo nunca había querido a Audrey, y la prueba fue que se volvió a casar con una novia que había tenido, y que lo esperó todos aquellos años. Algunos decían que podía haberse tratado de lo contrario de lo que parecía, y que no se trataba de una chica dispuesta a romper aquel matrimonio con cartas secretas, llamadas de teléfono y contactos esporádicos. De haber sido así, aquella mujer habría sido esa imagen que todos odian de la inoportuna fresca dispuesta a la aventura, pero en el pueblo era muy apreciada, su nombre era Evelyn Turner, y también practicaba deporte. No obstante había sido Audrey con su juventud, la que se había interpuesto en una boda planificada seduciendo a su profesor de gimnasia cuando no era más que una estudiante de bachiller que apuntaba buenas maneras en el balonmano. Las reservas de los vecinos, así las cosas, no se centraban en Evelyn, sino en Audrey, y en todo caso en la ligereza con la que Clark había ido y venido como si se mereciera una segunda oportunidad. Algún tiempo antes de llegar a plantearse que aquella entrevista pudiera ser necesaria, Bordieau había supuesto que iba a ser improductiva e insulsa, parecía como si pudiera adivinar la actitud desentendida de aquel hombre, al que por otra parte no le venía nada en todo aquello. Solía soñar lo que iba a preguntar imaginando reacciones y gestos, que en este caso eran de desaprobación de un hombre incómodo por exhibir una parte de su vida que aún le dolía. Intentaba visualizar hasta lo más inconsciente, y desde unos días antes había empezado a sentirse derrotado, exhausto con lo que no era capaz de vislumbrar, con el trabajo que le estaba costando imaginar algo más o menos coherente. Se había movido inquieto por la habitación, había intentado escribir preguntas perspicaces, y había respirado con dificultad viendo viejas fotografías del exmarido entrenador de Audrey, y todo eso no había pasado inadvertido para Higgins. Por algún motivo que no entendieron del todo, pero que les pareció de buena suerte, Clark apenas disponía de unos minutos para atenderlos y no les permitió grabar nada de lo que hablaron, les pidió que no lo molestaran ni a él ni a su familia. Esa iba a ser la primera vez que alguien intentara filmar un documental partiendo de las declaraciones de un sujeto principal, y cercano, tal como era el marido del mito que se intentaba desentrañar, y sin imagen alguna de él. En otro tiempo su entusiasmo les hubiese llevado a intentar lo imposible por hacer aquella entrevista, se habrían puesto tan pesados que rayarían la falta de respeto, e incluso podrían intentar una cámara oculta, pero aquello posiblemente acabaría de forma violenta, y en esos pueblos abandonados de la mano de Dios, las buenas gentes suelen tener armas en casa para guardarse de los intrusos. Así que cuando salieron de vuelta para el centro del pueblo había parado de llover, y no habían conseguido gran cosa. Aunque ni entre los dos habían conseguido el apoyo necesario, se sentían a gusto compartiendo también los fracasos. Higgins había sido vecino y colaborador de Bordieau en un programa de radio, en el que por cierto ninguno de los dos cobraba y que nunca pasó del nivel de “prueba”. Aunque no había entre ellos una afinidad especial además de la pasión por todo lo freelance, se sentían cómodos trabajando juntos. Cuando les apetecía podía llevarse la contraria y entrar en furibundas discusiones sin por eso afectar a su amistad, y al contrario, en seguida entrar en una incesante catarata de acuerdos, buenos deseos, conformidades y razones compartidas, que bailaban entre lo cómico y la hipocresía, sin que tampoco en esas ocasiones, ninguno de los dos 8


pudiera sentir desconfianza alguno respecto del otro. En el trabajo compartían las esperas, a veces noches enteras esperando a la intemperie que apareciera un personaje al que deseaban abordar. En los lugares más insólitos se turnaban para echar cabezadas en el coche, o se refugiaban en alguna cafetería abierta a horas intempestivas. Sólo por eso su trabajo ya merecía una atención que respetara tanta dedicación. De las viejas copias de trabajos antiguos poco quedaba, y parecían de acuerdo en destruirlas, como si se sintieran avergonzados de su falta de profundidad, cuando en sí mismas eran también documentos, no ya de los temas escogidos, sino de la evolución de su trabajo, de su estilo, si así queremos llamarlo. Seguían un guión aunque pareciera que improvisaban. Entraron en un edificio de oficinas en donde sabían que trabajaba la señora Deark Jones, que ya debería de estar retirada, pero por algún motivo desconocido para ellos seguía en activo como oficinista. Bordieau pensó que debía de tener algún parentesco con el dueño del negocio, y que la mantenía en su puesto como una cuestión de favor, pero no dijo nada. Un edificio de puertas y ventanas, escaleras y ascensores, de pequeños despachos y retretes diminutos, poco más había que contar de este tipo de torres cubiertas de aluminio y brillos en los días soleados. Tal vez no deseaban estar allí, tal vez cualquier otro sitio sería una mejor elección, pero entraron y buscaron a Deark. Por las indicaciones del portero, que no pensó que pudiera ser indiscreto, ella acababa de cruzar por el portal y había subido en dirección a su oficina, y a continuación les dio las indicaciones necesarias para encontrarla sin dificultad. Subieron en el ascensor, salieron a un pasillo y abrieron una puerta acristalada, y sin más, allí estaba ella, vestida de falda hasta la rodilla, camisa, chaqueta y zapatos de tacón. Derecha sobre su asiento, sin permitir que su espalda tocara el respaldo, con los brazos sobre la mesa, a ambos lados de una máquina de escribir antigua. La cara inexpresiva los miraba sin adivinar, sin un gesto, esperaba capaz de hacer una interrogación del más infinito silencio. Sería interesante señalar que nunca fue una mujer dada al halago fácil ni a la risa floja, nunca se comprometía en afirmaciones que no se pudieran probar y la neutralidad suiza que desplegaba dejaba claro que con su vida tenía más que suficiente. A este respecto, podemos llegar a la conclusión de que le dieron todo tipo de explicaciones sin que ella se las hubiese pedido, quienes eran, lo que hacían en el pueblo y lo feliz que los haría que aceptara contarles cosas de Audrey. Después de todo la película que rodaban era una especie de homenaje a todas las mujeres luchadoras que habían llegado lejos en los equipos nacionales de los diferentes deportes. De hecho, así se lo dijeron, si aquella primera experiencia salía razonablemente bien, podrían hacer una serie con algunas otras de aquellas chicas valientes y luchadoras. Este tipo de lenguaje, le gustaba a la gente de edad. La vida tenía para ellos cuestiones de honor, de valentía, de esfuerzo, de fe, de perseverancia, y ese tipo de cosas. No es una mujer fácil tiene su propio peluquero que acude a su casa cuando lo necesita, y tiene suficiente dinero para vivir dos vidas sin trabajar, y no les costaría reconocer que hasta su tono de voz parece tener la falta de tensión de clases más elevadas. Sin embargo, la desaparición de su hija fue un drama en medio de una vida de exigencias convertidas, y propósitos alcanzados, y por todo ello deben suponer que se trata de un tema poco agradable para ella al permitir que sea abordado. Nunca habían visto una expresión tan desdibujada, y semejante frialdad les hace muy complicado hablar con ella. Pero Bordieau sabe que si hacer un documental fuera fácil lo haría cualquiera, y que su talento consistirá en saber sacar un buen documento con el ingenio necesario. No los atendió inmediatamente, pero estuvo de acuerdo en que visitaran su casa y en que llevaran con ellos sus cámaras y micrófonos. Mientras esperaban ese momento se dedicaron a editar material y hacer las mezclas necesarias respetando los patrones originales, eso les daba la seguridad de las nuevas copias que podrían a salvo lo grabado ante la posibilidad de un accidente. Una noche se celebraba una fiesta en un bar del pueblo, y Higgins lo comentó porque se había parado a leer los pasquines pegados en los cristales de las ventanas. Hasta entonces se habían centrado en sus tarea y habían evitado cualquier distracción, pero llevaban más de un mes en aquel lugar, y a Bordieau le pareció buena idea salir a airearse un poco. Como solía suceder en estos casos, Higgins empezaba a beber a primera hora de la tarde y cuando entraron en el salón de baile ya estaba bastante perjudicado. Algunas caras conocidas 9


los saludaron, y todo se desarrolló en una atmósfera de diversión. La señora Barnes solía asistir a todo tipo de fiestas lo que no suele suceder con otras mujeres mayores que han preferido quedar solteras y se cierran en círculos muy determinados. Higgins se las ingenió para bailar con ella y casi cae dormido sobre sus pechos, pero al final se despidió muy contento de haber sido sostenido por aquella mujer, que lo apretaba como un diablo. Ella pareció interesarse por todo lo que él contaba, aunque por lo que cualquiera podría adivinar, se trataba de cosas sin sentido. Después de beber un poco más y de reír y hablar con con algunas damas desconocidas que parecían interesadas por los forasteros, decidieron volver andando al hotel. Prefirieron salir de aquel lugar mientras se sostuvieron en pie, y eso fue una decisión inteligente.

3 La Introducción De La Frecuencia Una vez en el hotel se dejaron caer cada uno en su cama con desgana. Toda la energía de la que eran capaces durante el día se había desvanecido en aquella fiesta. Bordieau le pidió a Higgins que le pasara el mando a distancia de la televisión, pero gruñó haciéndose el dormido. Tal vez, en realidad, tenía ganas de conversar, pero si era así estaba claro que había elegido el peor momento. No quería molestarlo más de la cuenta, así que renunció a poner la tele y guardó silencio. No hablar acerca de lo que tenía en la cabeza podía ser lo mejor, porque estaba pensando si su obstinación no sería un obstáculo en su trabajo, y además tenía serias dudas acerca de que la procedencia de esa forma de ser no estuviera relacionada con un orgullo inestable, descomunal y nunca reconocido. Si hubiese mantenido una conversación con Higgins en esos términos, hubiera creído que le faltaba al respeto, y no sería cierto, pero lo hubiera creído. Debía sincerarse consigo mismo al menos en eso, o al menos encararse consigo mismo sin eludir la violencia de aprender a conocerse. Le hubiera molestado hablar de algo tan personal cuando él mismo habría empezado esa conversación, que por su puesto no estaba al alcance de nadie, y acerca de lo cual a nadie le permitiría opinar. Higgins hubiese caído en la trampa y hubiese hecho algún inocente comentario lo que el inconsciente de su amigo no hubiese podido tolerar. Miró por la ventana y por increíble que pareciera, había dejado de llover y un cielo estrellado aparecía a ratos entre las nubes. Habían podido ir y volver a su destino en sendos paseos, no volvió a caer ni una gota. Había enfriado, el cristal se empezaba a empañar y los desagües ya tragaban el agua restante con cierta normalidad. En momentos parecidos todos hemos recibido alguna vez una especie de iluminación que no esperamos, como si de repente sonara en nosotros un despertador atrasado que ya no puede prolongar por más tiempo nuestro plácido sueño inconsciente. Tal vez en esos momentos se nos presenta todo lo que hemos estado evitando durante meses, incluso años, y ya no podemos entretenernos más que en la turbada ausencia que nos alarma y se declara inmortal. A la mañana siguiente Bordieau despertó con un humor parecido con el que se había acostado la noche anterior. No le dolía mucho la cabeza si tenemos en cuenta todo lo que había bebido, y el silencio era total. El pueblo parecía haberse puesto de acuerdo para respetar su resaca y todo dormía aún. Un sol suave de invierno parecía pedir permiso para brillar, pero si insistía terminaría por secar las calles que conservaban la humedad del chaparrón de la tarde anterior y el frío de la noche. En la calle apenas se mueve algún tendero sin prisa, y en el pasillo del hotel notó unos pasos que se movían sigilosamente. Se sintió tan intrigado que estuvo a punto de abrir la puerta, pero prefirió 10


entrar en el baño y dejar que su vejiga se desahogara. Marie, a veces parecía buscar la confrontación, y hasta que se separaron, durante al menos el último año le llevó la contraria a capricho, por los temas más irrelevantes. Solía terminar las discusiones de con una afirmación irrebatible por su determinación, aunque según el lo veía muy cuestionable. Empezaron a perder la comunicación mucho antes, pero estaba claro que ella buscaba un poco de aire desafiando sus respuestas. Hasta donde el sabía, había salido con algunos hombres desde entonces, y alguno de ellos había estado viviendo con ella una temporada larga. No había vuelto a hablar de ella con nadie, aunque no podía evitar que algunos amigos comunes le contaran algunas cosas de ella y como le iba, lo que soportaba en silencio mientras buscaba la forma de cambiar el curso de la conversación. Ahora estaban claramente separados y no había posibilidad alguna de reconciliación, en eso los dos estaban de acuerdo. Por lo tanto aquella mañana recibir una llamada de teléfono de ella mientras desayunaba fue algo más que sorprendente. No se trataba de un hotel caro, pero incluía el desayuno en el precio, y uno de los empleados de la recepción de acercó para indicarle que lo llamaban y le mostró un teléfono sobre una mesa en la sala de estar desde donde podría responder. No era momento de sacar viejas acusaciones, no creía que ella lo hubiera llamado por eso. Su voz era débil y parecía existir un motivo de fuerza mayor para justificar una llamada que sería lo último que él pudiera esperar. Lo comprendió desde el principio, pese a lo mucho que se habían odiado había algo que podía obligar a hacer una llamada en los peores momentos: “Mi madre ha sufrido un accidente de automóvil. La enterramos mañana. Se lo muy unidos que estabais y cuando te apreciaba por eso te llamo. Si no te da tiempo a venir no te preocupes, va a ser algo muy rápido y muy reducido al ámbito familiar”. Intentó conservar la calma ante semejante llamada, más aún cuando la persona que le daba la noticia tenía que estar muy afectada. Intentó en un segundo articular algún tipo de condolencia, aunque sabía que eso nunca había sido su fuerte. Después de eso no hablaron mucho, cuando colgó el aparato la cabeza había empezado a darle vueltas y ya no pudo volver al comedor para terminar su desayuno. Al parecer, Margueritte volvía de un viaje largo y se le hizo de noche. Tal vez tenía la presión habitual de una persona que lleva conduciendo todo el día y apura el acelerador en los últimos kilómetros porque no cree que pueda pasar mucho más tiempo al volante sin hacer una pausa. Tal vez durante unos cuantos kilómetros estuvo calculando y decidiendo entre correr un poco más y reducir el tiempo que la separaba de su destino o parar en un bar de carretera y tomar algún estimulante que impidiera que la fatiga terminara por inmovilizarla. Las ambulancias llegaron de inmediato pero ya no había rastro de vida ni de respiración en su cuerpo. Bordieau imaginó aquel momento sin esfuerzo, las luces de emergencia sobre el techo amarillo brillando en la noche,la exaltación de los sanitarios separando a los curiosos y toda aquella actividad nerviosa intentando sin éxito devolverle el ritmo cardíaco. Aquella mañana nada le salía bien, y al volver a la habitación su compañero de aventuras seguía durmiendo. Por algún motivo eso lo enojó. Incomprensiblemente se puso a dar voces, tiró las mantas al suelo y lo dejó destapado, desorientado y mirándolo con cara de terror. Se trataba de una reacción incomprensible, y Higgins no podía saber si se trataba de una broma, e intentó reír, pero al ver aquella cara enrojecida y aquellos pulmones faltos de aire comprendió que algo no iba bien. Se apresuró a levantarse y preguntarle qué le pasaba, y después de un silencio a intentar calmarlo. Por lo que parecía Bordieau lo acusaba de seguir durmiendo mientras el mundo se desmoronaba, pero sin entrar en detalles. En otro tiempo, ante una reacción así, Higgins hubiese salido corriendo y no lo hubiese vuelto a ver más, pero era su amigo y si le pasaba algo debía compartirlo. Se hablaban con tonos encasillados, de ninguna manera resultaban fluidos o naturales, y estaban a la expectativa de la respuesta que pudiera dar el otro. Aún no había acabado el enfado de Bordieau y ya se estaba arrepintiendo, no tenía sentido el trato que le daba a las personas, incluso a los amigos cuando se enfadaba. De esa manera se daba a entender a sí mismo que algo no iba bien con su vida aunque no lo quisiera reconocer, y posiblemente, escuchar la voz de Marie había acentuado esa sensación. Eso 11


unido a la noticia terrible de la muerte de una persona que le tocaba tan de cerca había hecho el resto. No había otra explicación para su conducta, y al final Higgins aceptó sus disculpas y él salió solo a caminar sin destino fijo, solo andar, embotado por mil pensamientos sin orden, incapaz de pensar con fluidez. Unos años antes, una navidad a la puerta de un centro comercial, había conocido a Marie. La gente pasaba a su alrededor sin reparar en él, y él veía aquella marea humana cargada de bolsas y regalos. Había quedado para tomar algo con unos amigos antes de ir a cenar con su familia, pero no tenía prisa, había salido con tiempo suficiente e intentaba hacer un poco de tiempo viendo escaparates. Un grupo de chicas se divertían a su costa, posiblemente porque les parecía ridículo su forma de vestir y de andar. Nunca se había visto en una situación parecida y el descaro con el que se reían en su cara esperaba alguna reacción en él, pero se conformó con dirigirse a una de ellas y preguntarle qué les hacía tanta gracia. Ella dejó de reír y respondió algo confundida, “eres un tipo cómico, no te lo tomes como un desafío”. ¿Un desafío? Se había preguntado en aquel momento. Las otras chicas siguieron caminando calle abajo, y ella aún permaneció un momento para seguir hablando con él. “Me temo que contra eso no puedo nada, no conozco los parámetros de la corrección burguesa”. En aquel tiempo estaba aceptando la verdad de una vida que no avanza, de un hombre que se encuentra en un callejón sin salida, que se creía menospreciado en su trabajo y, en ocasiones, acorralado por la mediocridad. Puede ser que por su juventud no estuviese en condiciones de poner en valor su experiencia. Reaccionó aceptando el aire que ella le ofrecía, aunque sabía desde el principio que ninguno de los dos buscaba una relación de larga duración. Pocos amigos o familiares llegaron a saber como se sintió entonces, ni lo que conocer a Marie supuso para él. Como fue construyendo un muro de influencia que lo aislaba de todo, y como pasó de luchar contra la adversidad a sentirse el hombre más débil del mundo pero amparado por ella. A cualquier otro, todo aquello le hubiese resultado extraño, pero se dejó llevar y cuando ella lo dejó, se creyó el hombre más triste y patético del mundo. De vuelta en el hotel hizo la maleta y le dijo a Higgins que era algo que debía hacer, ese tipo de cosas en las que no se puede volver la cara o mandar a otra persona. Quiso saber al menos de que se trataba y Bordieau se lo contó, y al saber de lo que hablaban se compungió y se quedó en silencio unos minutos. Bordieau retomó la conversación, “no es por no querer evitar dar una opinión al respecto o crear una idea equivocada de cuanto la apreciaba, no me preocupa lo que piensen. Después de esto posiblemente no nos volvamos ver nunca más, de ninguna manera somos familia ni nada parecido.” Higgins se rascó la cabeza, había estado pensando acerca del cambio de humor de su amigo durante el tiempo que estuvo fuera, y de golpe, más allá de la noticia triste que acababa de conocer, se preguntaba que iba a hacer esos dos días mientras él volvía. “No me importa mucho que digan que me parezco a ellos, que soy casi familia. ¿sabías que decían eso? Mi vínculo era Margueritte, pero ya no”. Durante el tiempo que estuvieron acompañando el cadáver intentó acercarse en varias ocasiones a Marie para darle sus condolencias y al fin lo consiguió. Estaba con un hombre alto que creyó reconocer, pero no sabía exactamente de qué. Sin duda todo estaba siendo muy sobrio pero Marie no dejaba de llorar y eso lo emocionó pero no podía hacer nada al respecto. No sabía lo que ella podía esperar de aquel reencuentro pero no se iba a quedar para preguntárselo. Estaba convencido de que había hecho lo correcto y puso todo de su parte para desplegar toda la amabilidad y sincera consternación, no sólo porque le salía pensar una y otra vez en Margueritte, sino por Marie, a la que no podía dejar de ver. Al terminar los últimos compases de la ceremonia de despedida en la iglesia, salió sin mirar atrás porque estaba sobrepasado por los acontecimientos y ya no sabía como reaccionar, así que prefirió no despedirse de Marie. Los asistentes se consumían por su impotencia ante la muerte que una y otra vez se nos presenta en la vida sin que nadie la haya convocado. Nos dejamos devorar por la sensación del absurdo cada vez que se presenta, lo llevamos lo mejor que podemos, pero no podemos ser ajenos a su voracidad. 12


Por un momento se calmaban todas las ansiedades, todos los padecimientos estaban supeditados a un momento superior de despedida. Nadie era más que nadie, y eso los hacía mejores, o al menos así lo creían. Había en todo aquello una despedida de siglos un padecimiento por el combate que nos era ajeno entre Dios y Satán. Tal vez, Bordieau olvidó que en esas ocasiones hay cosas que decir: suele suceder que alguien cuenta algo -casi siempre bueno, y con espíritu constructivo- que alguna vez dijo el personaje desaparecido. En tal situación le hubiera sido preciso tener paciencia, hablar un poco más de lo estrictamente necesario con Marie y esperar que ella le confesara, “mi madre te apreciaba como a un hijo, te iba a pedir que te fueras a vivir con ella y lo abandonaras todo”. Cualquier cosa que pudiera imaginar que Marie le pudiera revelar en aquel momento tan adecuado para ese tipo de confesiones, por loco que pareciera, entraría dentro del ineludible compromiso con la cercana memoria de los muertos. Pero salió corriendo, no le dio tiempo a elaborar un discurso sobre aquello que alguna vez, en un estado de cercana confianza, Margueritte le había revelado. De alguna manera Marie, encontró la manera de hablar con él, y le dijo aquello que él no sabía que ere. “Tuve una conversación con mi madre una semana antes de su accidente. Hablamos de ti. Me dijo que no iba a encontrar a otro tan bueno, y que debía hacer todo lo posible por “repescarte”, esa fue la palabra que empleo. Y añadió que había sido muy tonta por mi comportamiento. Segundas partes no son buenas, y volveríamos a fracasar, pero quería que supieras que ella te tenía en un altar”. ¿Un altar? No era lo que esperaba. Eso lo avergonzaba, de la misma manera que en el pasado lo habría hecho si Marie se hubiese parecido a su madre. Aquellas vidas se habían cruzado con sus errores y sus virtudes, con sus manías y sus impaciencias, y algo quedaba de todo pero no suficiente. Asumió su facilidad para equivocarse, dispuesto a confesarlo todo, cualquier error imperdonable, a asumir todas las culpas, a humillarse, pero incapaz de dar un paso atrás. La vida continuaba con la desmesura de lo que no se sabe si va a ser, y esa preciosa incertidumbre que echa tierra sobre los fracasos por muy reconocidos que sean, lo invitaban a decirle adiós con dulzura. En ese estado de desvarío que siempre el dolor nos produce despertó dos días después en un taxi de vuelta en el que llevaba una hora dormitando. Era una hora avanzada de la tarde y no encontró a Higgins por ninguna parte, así que se quedó en el hotel. La luz se iba con rapidez, las nubes cubrían el sol pero no llovía. Un vendedor de hortalizas pasó con pequeño carro, tirando con sus brazos de él. Por algún motivo prefería hacerlo así, pero lo creyó innecesario, no podía ser que no tuviera una animal que hiciera ese trabajo, o mejor aún, una furgoneta vieja. En las distancia se amortiguaba el significado de semejante actividad, pero razonó que si iba muy lejos y lo hacia con frecuencia, acabaría rompiendo la espalda. Ya estaba sintiendo remordimientos por su dolor, cuando volvió a la mesa de la habitación y se puso a trabajar sobre los papeles que definían las entrevistas hechas y el guión de lo que les quedaba por hacer. Se pasó lo que quedaba tarde trabajando en las entrevistas, y cuando anocheció Higgins entró por la puerta. Se alegró de verlo, pero olía a tabaco y a alcohol. Se puso a hablar sin parar de lo que había sucedido aquellos días, y por no había avanzado en el trabajo porque, según decía había preferido esperar para enfrentarse a eso los dos juntos. Eso a Bordieau no le pareció del todo cierto, porque a continuación le soltó que había estado viendo a la tutora, y que había pasado una noche en su casa, pero no entró en más detalles. Entonces pasó de la positividad de volver a ver a un amigo al que había echado de menos, a pensar que Higgins se estaba tomando aquel viaje como una vacaciones. Estaba tan fatigado que no tenía fuerzas para seguir dándole vueltas a eso, y apenas hizo caso cuando su amigo fue a servicio y lo oyó vomitar como si se hubiese bebido todo el ron del bar. No creyó oportuno hablarle hablarle del entierro y de como había ido su viaje. Ventiló el servicio, se lavó los dientes y después de ponerse el pijama se echó a dormir. La madre de Audrey, los llamó unos días después y estableció una cita que tendría lugar en su casa, una de las mejores y más suntuosamente adornadas del pueblo. La señora Deark Jones, acababa de sufrir un accidente y tenía una pierna vendada, lo que le proporcionaría unos días de descanso en la oficina. No estaba completamente paralizada, los recibió de pie sostenida sobre unas 13


muletas y en seguida se sentó en un sillón al lado de una ventana. Según ella misma les informó no se trataba de nada serio, una torcedura que debería remitir en su dolor en pocos días. Los calmantes estaban aún sobre una mesita al lado de una botella de agua mineral y un vaso. El olor era a limpiador, por lo que adivinaron que alguien había estado fregando los suelos. Al fondo del pasillo una escalera subía a las habitaciones, y en uno de los rellanos un enorme vitral de colores fuertes mostraba una representación de San Jorge matando al dragón, con una lanza ensangrentada, desde su caballo, lo atravesaba penetrando el hasta a través de la boca, y posiblemente alcanzando sus tripas. La luz que entraba en el pasillo era tan roja y amarilla como los cristales que atravesaba y eso recreaba una sensación de permanente puesta de sol. Había una chica vestida de mandilón que estaba atenta a cualquier cosa que la señora le pueda pedir, y en su conjunto, cuesta creer que necesitara trabajar para mantener todo aquel gasto, pero según aseguró se incorporaría a su puesto en cuanto pudiera. En pocas ocasiones volverían a entrar en un lugar tan lleno de detalles e impresionante y personal decoración. Al cruzar la puerta del salón, Higgins se abalanzó sobre el sofá y ocupó el lugar más próximo al sillón de la señora. En pocas ocasiones lo había visto actuar de una forma tan decidida e independiente, él, que siempre le consultaba todo. Pero Bordieau asumió que algo estaba cambiando, algo que tardaría en entender pero que tendría que ver ineludiblemente con ese desafía que aceptamos todos alguna vez, y que tiene que ver con demostrarnos de lo que somos capaces con nuestro talento, mayor o menor. No podía evitar verlo con extrañeza y sentirse incómodo desde su vuelta. Cada vez que quería hablar con la madre de Audrey tenía que pedirle a Higgins que se inclinara hacia atrás, pero como él obedecía dócilmente, la conversación avanzaba. La señora Deark Jones tenía algo que decirle, y se esforzó por ser comprendida. Durante largo tiempo su hija había permanecido desaparecida para él mundo, se trataba de uno de esos casos sin resolver que se dan a veces. A menudo el mundo tiembla porque un campeón de ajedrez, un atleta o un multimillonario, desaparecen sin dejar rastro. No es como esos aviones que desaparecen cuando sobrevuelan el océano, no se trata de un posible accidente, de un secuestro o del efecto sobrenatural del triángulo de las Bermudas, en los casos a los que me refiero, o bien se trata de un accidente o de una desaparición voluntaria. Tal vez Bordieau fue muy torpe al no asumir esta última posibilidad, y cuando la señora Deark Jones les dijo que había estado hablando con su hija y que deseaba que dejaran de molestar a gente que conocía y apreciaba, y mostrándose aún más categórica, que suspendieran el documental por no contar con su aprobación.

4 El Temblor De La Sirena Durante muchas horas los dos amigos pasaron el tiempo sin hablarse y casi sin mirarse. Aquel tiempo en el pueblo no había sido malo, pero el presupuesto empezaba a flojear, las diferencias entre ellos crecían y la señora Deark lo había dejado claro, era la hora de abandonar el documental. Se esforzaban por continuar unidos hasta que el trabajo terminara, lo que a pesar de las presiones no sucedería inmediatamente. Pero Bordieau había empezado a mirar a Higgins como un rival, había algo en él que no le gustaba y ya no lo disimulaba. A menudo en los días siguientes a esa entrevista con la señora Deark le empezaba a molestar todo de él, como comía, como dejaba sus cosas por la habitación o si salía sin previo aviso y sin que nadie supiera cuanto iba a tardar. Además, trabajaba 14


en la edición de los vídeos sin contar con la opinión de Bordieau, y aunque su trabajo no era malo, lo cambiaba todo y eso era u problema añadido. Sabía que Higgins se veía con Barnes Migguialina y eso no le importaría si no lo hubiese planteado como un secreto. De cualquier modo, en la semana siguiente su relación tuvo altibajos. Parecía que mejoraba cuando se ponían de acuerdo para pagar el hotel una semana más. En alguna ocasión Higgins recogió el baño después de asearse y no lo dejó todo para el personal de limpieza del hotel, que al fin lo que hacían era meter todas sus cosas en un cesto para que él después se hiciera cargo. En una ocasión cenaron juntos, y en esa cena estaba también la señora Barnes, fue muy incómodo para Bordieau que escuchaba una conversación acerca de la posible implantación de una cadena de hamburgueserías en el pueblo. De aquello la que más tenía que decir era ella, que vivía allí y conocía el desarrollo del proyecto, y Higgins le hacía preguntas que hasta podían llegar a hacernos creer a todos que era una conversación interesante. Bordieau apenas abrió la boca, pero tomó el postre sin quitarle ojo a una camarera que ni se había fijado en él, pero estaba de buen ver. Barnes, dijo que se llamaba Margarita, y que se la presentaría si no estuviera casada. Lo cogió por sorpresa y se sintió un poco avergonzado de que sus miradas furtivas no lo fueran tanto. Barnes continuó con un despectivo contando sobre una pelea que ella había provocado en una ocasión: “le gusta provocar a los hombres, y su marido es muy celoso. Aquella vez, alguien se puso muy pesado con ella y le estaba diciendo algunas cosas subidas de tono. No sé si respondían al consentimiento, o si el insistía después de que ella le pidiera respeto, pero en ese momento pasó por el café su marido, y golpeó en la cara al hombre, rompiéndole la nariz.” Nadie podía decir sin temor a equivocarse que ella disfrutaba cuando los hombres se peleaban por su causa, o que la excitaba que su marido se apasionara de tal forma que llegara a golpear a los hombres que la miraban, pero lo que ya se empezaba a comentar era que había empezado a pegarle también a ella. Bordieau no quiso saber nada más, dejó de mirarla, pero le molestaba que Barnes hubiese manejado la situación influyendo tan decisivamente, moviéndolo a reaccionar hasta abandonar la mesa. La sentía riéndose por dentro, así que pagó su parte y se inventó un dolor de cabeza para irse. Estuvo a punto de montar una escena de enfermo sin fuerzas, y se hubiese vomitado allí mismo si hubiese podido, pero no llegaría tan lejos. Para él estaba claro que había algo burlón hacia las miradas que le había dedicado a la camarera en el relato de la señora Barnes. La tutora se revelaba al fin con su personalidad endeble. Eso no influiría en la historia que ayudaba a contar porque nadie lo notaría a través de la cámara, aunque a veces bastaba un tono de voz falso para consensuar un rechazo. No sabía por qué los había acompañado a cenar, había sido un error, de eso estaba seguro. Ni siquiera tenía tanta confianza con ella para aceptar que fluctuara con sus advertencias, con el objeto de ver si ponía en alarma y a la defensiva a su interlocutor. Estaba seguro de que con Higgins, al contrario, sí que había alcanzado un grado superior de cercanía, pero eso según la forma de pensar de Bordieau no le daba derecho a nada. Lo había tratado como a un vulgar fracasado en busca de entretenimiento, o peor aún, como a un estudiante en prácticas, y esa reprochable conducta no se la debía consentir. Sin embargo, nada podía ser tan grave, porque había decido que en un par de días se pondría en marcha hacia un nuevo destino, y entonces la perdería de vista. La declaración de la señora Deark lo había cambiado todo. Creía Bordieau entonces que no podía ser de otra manera. Teniendo en cuenta cuántas esperanzas había puesto en su proyecto apenas podía aceptar que detenerse era una opción, y que en cualquier caso, mostrar lo ya filmado como un trabajo inacabado, era una posibilidad. A fin de cuentas, tenían material suficiente para llenar dos horas en la vida de un público dócil, pero debería concentrarlo y dejarlo en apenas treinta minutos para un público más exigente. El tiempo que estuvo solo en la habitación del hotel pudo dormir un poco hasta medianoche, y aún tuvo ocasión de recapacitar acerca de todo lo que sucedía. El prodigio del destino se volvía a manifestar con toda su fuerza, rompía los planes y la marcha lógica y consecuente de los acontecimientos. De nuevo, como tantas otras veces en su vida, disminuía su influencia sobre la realidad y sólo tenía la opción de amoldarse lo mejor que pudiera a los cambios. Al día siguiente 15


estuvo recogiendo sus cosas y metiendo la ropa en las maletas. Aún no sabía lo que iba a hacer, ni lo que tenía pensado Higgins, que iba y venía como si de pronto todo su vida se redujera a hacerle visitas a la profesora. Bordieau recibió una invitación para reunirse aquel mediodía con Clark, y eso le sorprendió. Después de varios intentos y conversaciones, al fin había un cambio de actitud en el exmarido de Audrey, y fue tan inesperado como estimulante, aunque la decisión de abandonar el pueblo en los próximos días, tal vez en las próximas horas, estaba tomada. Se dan ocasiones raras a lo largo de la vida, momentos dispuestos a descolocarnos, en los que parece sonar una alarma de gravedad que nos pone alerta, que nos avisa de que nada depende absolutamente de nosotros. Necesitamos creer que podemos abrirnos paso en la contrariedad, pero lo cierto es que si las cosas se enconan, por mucho que apretemos con nuestras pretensiones no terminaremos de hacer que las cosas sigan rodando. Pensaba que debería despedirse, pero quedaban demasiados cabos sueltos, porque su vida se resistía a dejar aquel espacio abierto en le momento en que decidiera empezar la película. Amortiguado por la distancia que empezaba a poner entre él y las contrariedades, pensó en presentar la cinta a un concurso, pero para eso debía firmarla con Higgins, cuando en aquel momento estaba pensando en perderlo de vista. ¿Cuántos finales podía imaginar para su trabajo? Imaginó primero, dejarlo tal y como estaba, y anunciar con letras en blanco sobre negro, “en el momento que la madre de Audrey nos lo pidió paramos nuestra investigación, pero sabemos que ella sigue con vida”, otro final, podía tratarse de cortes de imágenes de archivo de alta competición, de sus mejores actuaciones en partidos memorables y granes finales, y por último, cabía prometer una segunda parte y dejar un final abierto en espera de que la deportistas quisiera ponerse en contacto con ellos. Estuvo con Clark aquel mediodía, y la reunión transcurrió dentro de la amabilidad. Aquel hombre lo tenía todo calculado y lo invitó a comer, pero lo llevó a un reservado donde nadie podía escucharlos. Empezó hablando de la situación económica del país, del tiempo que hacía pensar que el invierno iba a durar aún bastante, al menos eso afirmó con voz de experto. Cuando llevaban un tiempo comiendo, Bordieau quiso tocar el tema que lo había llevado hasta allí, Audrey. El exmarido estaba dispuesto a hablar de todo, pero sin micrófonos ni cámaras. Después de ponerse de acuerdo le dijo todo lo que quería saber, pero no explicó sus motivos para aquel cambio de postura tan obvio. Después del postre y el café, quiso pagar, y como conocía al dueño del restaurante se impuso también en eso. Cuando ya se levantaban, hizo una última sorprendente revelación. Le explicó que los motivos de su divorcio se debieron a que ella había conocido a otro hombre con el que vivía en la actualidad, pero no contó nada de él, ni un comentario, y le ofreció las indicaciones necesaria sobre su dirección y la mejor ruta para llegar hasta allí en coche. Después de la última semana de depresión, en la que había creído que algún castigo se cernía sobre sus errores, una nueva luz se encendía, un nuevo concepto de derrota al que poderle sacar partido. En su nuevo planteamiento del todo, debía aceptar que habían fracasado ostensiblemente, que no habían sido capaces de conducir el trabajo documentado hacía las ideas predeterminadas. Al terminar de leer todo lo que recordaba y que había escrito acerca de su entrevista con Clark -sabía que lo podría utilizar con una voz en off-, lo puso sobre la mesa del escritorio de la habitación, justo al lado de una televisión diminuto que a veces ponían a la hora del informativo de la noche. Se levantó y miró que empezaba a anochecer y se encendían las farolas como insectos nocturnos avisando de su presencia. Separó los pies para deja todo el peso sobre su espalda en una demostración de fuerza innecesaria. Permaneció allí unos minutos sin apenas modificar aquella postura, viendo montañas a lo lejos por encima de los tejados y esperando sin saber qué. La exaltación que le producía encontrarse de nuevo en el camino, dispuesto a abrir nuevas puertas, a añadir nuevos temas a la narración, le producían ese estado de peculiar optimismo. Había dejado a la vista su última entrevista porque quería que Higgins la viera. Estaba minuciosamente escrita, sin tender a ser comedido en las palabras utilizadas y sin entregarse a un esfuerzo que encerrara la frescura como quien encierra un animal peligroso. No había motivo para el arrepentimiento por aquellas hojas de contenido sincero y, desde luego, nada secreto. No le desagradaba en absoluto la idea de que le pudiera molestar, pero el objeto final de aquellas hojas, eran que comprendiera que 16


nada había terminado aún, y que debía tomar una decisión al respecto. Vio a Higgins moverse entre las sombras de la calle. Hubiese apreciado el vapor que salía de su nariz cada vez que respiraba si hubiese puesto atención. Lo siguió hasta que entró en el hotel, lo que suponía que en cualquier momento entraría en la habitación, justamente, el tiempo que le diera llegar al ascensor, subir y cubrir los diez metros de pasillo que lo separaban de la puerta. Miró los papeles desconfiadamente una última vez, como si aún estuviera decidiendo si meterlos en un cajón, pero no lo hizo. Encendió la televisión y se tumbó sobre la cama dejando que los zapatos colgaran a un lado, estaban poniendo un programa de insectos moviéndose entre hierbas y arenilla, se hizo el distraído y saludó a Higgins cuando entró sin dejar de mirar el espectáculo de la naturaleza luchando por la supervivencia. 5 de Febrero de 2015 Gurade

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