Perdonados Angustiados. Ya No Vuelan Las Sirenas
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Perdonados Angustiados Ya empezamos a asumir que la vejez ciega las venas pero aún quedan sueños para ser feliz esta noche. Comprendo, estás buscando donde lloran las palabras. Comprendo, es como aventurarse a dar unos pasos por la cornisa, traspasar otra frontera. De rodillas, frente a ti, hoy se ahogan las palabras. Vértigo de luna. Aithana se estaba convirtiendo en papel y empezaba a traslucir, como si se hubiese propuesto desaparecer, o mejor, volverse la imagen de una de esas láminas plastificadas de las radiografías. Jordan intentó imaginar como era antes de que su enfermedad empezara, quería saber como era él y como había cambiado por su causa -en este caso se refería a su falta de paciencia, él nunca había sido tan nervioso-. No podría soportar por mucho tiempo aquella sintonía de autodestrucción y tampoco estaba seguro de que él mismo cediera en su optimismo, y empezara a sentir las fiebres. Llamó al médico, que había pasado aquel mismo día por su casa, pero tenía otros pacientes que atender y parecía usar el teléfono sólo para llamadas, así que llamó a la clínica y allí intentaron sonsacarle la verdadera gravedad y urgencia de su alarma. Debería haber pensado que eso iba a suceder así, porque ya había hecho llamadas parecidas en otras ocasiones y debían tener su número registrado; le molestó pensar que alguien hubiese escrito entre paréntesis, al lado de su número en una agenda vieja, “suele alarmar sin motivo”. Posiblemente, si insistía terminarían por contactar con el médico, y él decidiría si volvía a visitarlo ese mismo día, o si lo aplazaba hasta el día siguiente, en cuyo caso ni intentaría comunicar para una excusa. Dejó el teléfono descolgado y se dispuso a cubrir a Aithana con una manta, al menos sobre las piernas. Esperaba que no la rechazara y en unos minutos estuviera en el suelo. Oyó durante un rato las quejas de una enfermera, a la que la voz se le había vuelto estridente como dos latas golpeándose una contra la otra. Cuando notó que aquella interminable sarta de consejos cedía, y que nadie lo amenazaba al otro lado, se hizo de nuevo el silencio, y entonces colgó. Se sentó a su lado y permaneció en silencio, como si estuvieran representando una obra de teatro, y justo enfrente, las butacas aterciopeladas en rojo se abrieran delante de ellos. No sabía nada de aquella enfermedad, nadie le había explicado lo suficiente, pero tampoco se había interesado por buscar en las enciclopedias al respecto, y la terrible realidad que tenía tan cerca era más que suficiente. Pasaron un par de horas y vio llegar el coche del médico desde la ventana. Hizo un gesto de alivio y volvió a comprobar que Aithana seguía con vida. A pesar de las últimas recaídas no creía que se estuviera muriendo, al menos de forma inminente. Tal y como él había visto morirse a otros familiares, algunos muy queridos, no le parecía que ese momento hubiese llegado, aunque no podía decir si eso iba a ocurrir en el transcurso de un tiempo, tal vez meses, no sabría decirlo con exactitud. Podía pasar, no rechazaba expresamente una
posibilidad tan real en tales circunstancias. A no ser que encontraran un fármaco mágico, que no sólo la ayudara físicamente, sino que le devolviera las ganas de vivir y la ilusión por las cosas pequeñas, la posibilidad de un desenlace indeseado debía tenerse en cuenta. Tampoco le agradaba la idea de someterse en los últimos días a sus delirios terminales, a sus quejidos, al sufrimiento inevitable, y eso podía suceder sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Pero quería ser positivo, ese momento aún no había llegado, y podía tardar más o menos. La exactitud de la ciencia se ve vulnerada por la realidad de los hombres, los accidentes, los retrasos, los impedimentos inesperados, las pérdidas, todo lo que puede quebrar la regularidad de una afirmación científica puede terminar por llevarnos la “hoyo”. Así como en aquel momento tranquilizaba ver al doctor al fin tomándole la temperatura, extrayéndole sangre, dándole pastillas, del mismo modo, en cuanto desapareciera, lo consideraría todo insuficiente, y volvería a revisar la nota donde había apuntado las horas, la regularidad y la frecuencia con la que debía administrarle cada medicamento. Por falta interés no iba a suceder nada inevitable, porque cuidaba cada una de sus indicaciones. Le hastiaba aquel juego de atenciones, pero lo consideraba imprescindible y confiaba en una mejoría. Sólo debía hacer las cosas bien, tal y como le habían enseñado de niño, “si haces las cosas bien todo se arreglara”, le repetían como una oración. Se movían entre el anhelo de que esa afirmación conservadora tuviera una parte de verdad, y las muchas veces que le había fallado en el pasado. Bien sabía Dios que le hubiese gustado quedarse eternamente a su lado, cada hora, cada minuto del día, dedicándose unicamente a sus atenciones, pero eso no era posible. Le correspondía un tiempo establecido de acuerdo con los acuerdos laborales, y ese tiempo era muy insuficiente. Por otra parte, no podía prescindir del trabajo para seguir pagando las facturas, y aunque su jefe le había dado unos días más por su cuenta, debía decidir que hacer para que todo pudiera seguir funcionando en su ausencia. Como si una fuerza invisible le ayudara, se movió con rapidez e inteligencia y contrató a una enfermera que trabajaba por horas. Eso iba a ser un gran esfuerzo, pero hizo las cuentas necesarias y decidió que podía prescindir de algunas cosas sin necesita vender el auto. Apenas podía recordar como había empezado todo, porque no había sucedido en ningún instante preciso, los dolores de cabeza siempre habían sido algo corriente, una queja más entre tantas de Ainthana. Después, la delgadez, la inapetencia, y la enfermedad avanzando con la lentitud de un gusano, dejando un rastro viscoso, pero sin detenerse. Tal vez podía recordar un día en concreto, que ella estuvo demasiado fatigada para ir hasta la habitación por sí misma, y la tomó en brazos, y entonces notó que pesaba menos que un bebé. La llevó con todo cuidado y la depositó sobre la cama con la impresión de que la enfermedad había llegado a un límite ineludible. Se hallaba allí, viéndola tumbada de lado, sin ánimo para hablarle y consciente por primera vez de la gravedad de lo que le estaba aconteciendo. Ese recuerdo se había instalado permanentemente, con el dolor de un trauma, pero seguramente la enfermedad comenzó mucho antes, sin que él pudiera percatarse de que ella estaba sufriendo. Dentro de los límites de la moral, seguir trabajando en tales circunstancias, lejos de parecer abandono, resulta un esfuerzo más, un sacrificio añadido a los peores momentos que se puedan pasar. No temía especialmente la opinión general acerca de como supiera conducirse, al contrario, creía saber que todos se compadecían de él, y aunque no era el mejor de los escenarios, lo aceptaba con condescendencia hacia los que así se mostraban. No iba a ser él quien discutiera la necesidades sociales que sometían a las costumbres al dictado de la moral. Estar en cuestión, en la fuerza represora de la moral, le indicaba que su presencia lo abarcaba todo sacándole el aire, y su valor nunca se terminaba de decidir. Después de todo, se decía Jordan, algunos saben arreglárselas para vivir al margen de toda moral sin quebrantar profundos sentimientos; también religiosos. Desde la parte moral se puede esgrimir el cinismo si se guardan las apariencias, mientras que del lado del... digamos, transgresor, la hipocresía para aguantar toda presión suscita simpatías que no hubiese imaginado. Algún tiempo después Jordan recibió la visita de Su hija Ada, que no había podido visitarlos antes, a pesar de las circunstancias de enfermedad, porque vivía en el otro extremo del país. Le gustaba ir a la casa de su padre, aunque nunca tuviera mucho trato con su segunda mujer. Allí todo
funcionaba con relativa normalidad, la casa era hermosa, rodeada de árboles y parterres, y aparcaba su coche con mucho cuidado para no deteriorar ninguno de los bordillos que protegían las escaleras, o las flores que las franqueaban, aunque echaba de menos algunas luces exteriores cuando llegaba de noche. Solía darse un baño antes de bajar al salón para pasar alguna velada con ellos, pero en esta ocasión, cuando entró besó a su padre y quiso pasar a la habitación para ver a Aithana. Nunca podría excusarse lo suficiente por haber ido a vivir tan lejos, pero así estaban las cosas. A cualquiera le habría llamado la atención que los dos viejos intentaran salir de sus problemas los dos solos pero desde tan lejos, ¿cómo podría ayudarlos? En esa ocasión no sabía que decir, se quedó de pie, en silencio, mirando a su madrastra que dormía y respiraba con dificultad. Entonces empezó a preocuparse en serio; algo se le había ido de las manos, algo que no había calculado al tomar sus decisiones, y ya era un poco tarde para cambiar las cosas. No tomaría el camino de vuelta al menos hasta después del fin de semana, así que subió sus cosas a la habitación, y se sentó en una silla. En momentos así, se reflexiona sobre lo que se ha conseguido en la vida, si se ha conseguido lo que se perseguía o se ha actuado dejándose llevar por el azar, si la vida que se ha ido formando y adulterando cualquier plan, merecía la pena por todo lo que se puso en juego. Son momentos para pensamientos profundos y en ocasiones, dolorosos. No era que se sintiera extraña a pesar de reconocer el lugar como propio y disfrutar de su arboleda y su humedad, sino que no lo hacía del mismo modo que unos años atrás, ni siquiera como lo había echo no hacía más de mes, en otra visita en la que no se había quedado a dormir. Solía sucederle cuando andaba mal de tiempo, llegaba por la mañana, pasaba el día charlando con ellos o deambulando por el jardín y salía de vuelta al atardecer para hacer noche en algún oscuro hotel de carretera. En aquella ocasión, había parado en algunos de aquellos lugares sombríos sin apenas ventilación, y había demorado su vuelta transitando por carreteras secundarias, pero no se había quedado con ellos más que a pasar el día. No es que estuviera incómoda en su compañía, se trataba quizás de que se había distanciado y no quería molestar, ocupando una habitación, saliendo de madrugada sin tiempo y dejando todo a medio recoger. Esta vez era diferente, tenía que quedarse, aunque no supiera de que hablar con Jordan. Otras veces habían hablado de su juventud, y de juegos infantiles, pero con él era diferente, podía pasar horas sentada a su lado sin hablar de nada, sin pronunciar una palabra y sin sentir que fuera necesario. La enfermera con la que se cruzó al llegar apenas le hizo un saludo. Seguro que sabía lo que hacía, son personas muy profesionales y acostumbradas a tratar con este tipo de enfermos; no podía desconfiar de ella por su juventud. A su padre le había parecido bien, y no tenía nada que añadir al respecto. Se llamaba Zintia, y se despidió hasta el lunes, porque no trabajaba los fines de semana, a menos que hubiera una urgencia. Quería que todo marchara a las mil maravillas, que todo funcionara conforme a lo esperado, y se hubiese implicado más si se quedara por una temporada, pero no era posible. Quería hacer todo lo posible por ayudar, conocer los pormenores de la enfermedad y las dificultades que entrañaba, y sobre todo, saber si se habían tomado las medidas necesarias, pero la mirarían con recelo si preguntaba al respecto para salir volando en unas horas. Posiblemente, para Jordan, verla aparecer para el fin de semana no se trataba más que de una de sus escapadas para visitarlos y en cierto modo, desconectar de su trabajo; unas pequeñas vacaciones. Aquellos días había hecho proyectos con sus amigos para salir de excursión a la montaña, llevar todo lo necesario para pasar allí dos o tres días cerca de un río e intentar pescar algo. Despedirse de la temporada estival con alguna fiesta nocturna, en la que podrían beber ginebra hasta marearse, y por la mañana dormir en sus sacos hasta mediodía. A su padre no le habría dicho nada al respecto, y nunca se enteraría, pero no le pareció adecuado seguir esos planes cuando sabía que la estaba necesitando, aunque no fuera más que su presencia, su apoyo y su interés; eso ya sería mucho. Estaban en el salón cuando oyeron la voz débil y enferma de Aithana que llamaba, él fue inmediatamente allí para ayudarla a ir al baño. Creyó que se trataba de hacer sus necesidades, pero estuvo un rato vomitando, y entonces la llevó de vuelta a la cama. Iba a ser necesario llenarse de paciencia, porque no había imaginado que se trataba de eso, y los dos días que faltaban para su, al lavarla y a cambiarla de ropa. Tal vez la imaginación le había fallado y creyó que se trataba de
someterse al aburrimiento mortal que solía sucederle cuando se enclaustraba por horas en aquel salón, pero esta vez, iba a tener que moverse un poco más. Hizo unas coladas, tendió y planchó ropa, preparó algo de comer, y se ocupó de adecentar un poco el jardín. Toda ayuda era poca, porque sabía que nadie volvería a tocarle al jardín en mucho tiempo, cuando ella no estuviera, toda la energía de Jordan estaría volcada en su mujer enferma y no querría ni oír hablar del aspecto abandonado del jardín. Posiblemente pensaría que si se lo comía la humedad, nada cambiaría de lo fundamental. Es posible que ese fuera un paso previo al abandono del aspecto personal. A su madre la recordaba como un hada, dispuesta a salir volando por una ventana para derramar su magia por todas las ventanas abiertas de la ciudad. O se había quedado con la imagen de alguno de los cuentos que le contaba de niña, o empezó a idealizarla cuando se murió, lo que explicaría esa imagen, porque sólo una niña de seis años la mantendría tanto tiempo y con tanta firmeza en su mente. Vestía ropas muy antiguas, algunas de época que se ponía para las ocasiones, como si pensara que eso formaba parte de su identidad. No se trataba de una mujer al uso, nada en ella podría pasar por común, había sido una lamentable pérdida, y no era extraño que su hija la recordara como un hada, como si a los adultos le estuviera permitido tener recuerdos tan fantásticos. No había muchas mujeres parecidas, pero todas resultaban iguales después de haberla visto a ella, así que para su padre tuvo que ser muy difícil volver a encontrar a otra capaz de ocupar su lugar una vez que falleció. En la vida quizá dejemos algún rastro, pero mientras la vida se produce nos elevamos en un juego mimético difícil de descubrir. Tal vez por miedo a desafiar la moral, que en ocasiones se convierte en locura colectiva y conduce a las masas a los linchamientos, al racismo o las guerras. Los populismos que no se apoyan en una religión, o en una moral fanática es posible que desaparezca en medio de unos cuantos planteamientos más o menos atrevidos. Pero nos defendemos contra nosotros mismos, porque alguna vez nos hemos sentido parte de esa masa encolerizada, aunque eso sucediera en las gradas de un partido de fútbol, en una procesión religiosa, o en un juicio por asesinato contra un político corrupto que ha comprado a un juez, y esa defensa nos lleva a sustituir algunas de las cosas que pensamos, por personas, y en un grado más pobre por el materialismo. La mentira de la sustitución nos lleva a vivir vidas más o menos felices cumpliendo los ritos sociales y morales, y a mimetizarnos con nuestro entorno. Jordan por su lado, no hubiese sabido vivir solo cuando murió su primera mujer, y por eso no tarde mucho en volverse a casar. No se trataba de una competición, y ni siquiera su hija debería haber comparado a su nueva madre con la madre natural. Es imposible triunfar a los ojos de una hijastra. La imagen idealizada de la madre ausente lo eclipsa todo. Después del fallecimiento de su primera mujer, Jordan estuvo un tiempo sin salir de casa, renunció a cualquier contacto con la gente, y si alguna visita tocaba el timbre, no abría la puerta. Mandó a su hija a vivir con unos parientes por el tiempo necesario, y la soledad invadió su casa por completo. Era lo único que le ofrecía una cierta paz interior, no tener la necesidad de hablar con nadie, ni intentar explicar como se sentía. Se le diagnosticó una depresión, y le mandaban la compra a domicilio, de manera que apenas salía furtivamente por la noche para dejar la basura en el contenedor. Nadie lo vio durante mucho tiempo. A cualquiera podría haberle pasado lo mismo, y a su hija le pareció lo más natural del mundo, porque la mujer que se acababa de ir era una pérdida irreparable; tanto la quería. Debemos a estas alturas presuponer que ya entonces perdió muchas de las simpatías de sus vecinos, y que aquella actitud fue desconsiderada y orgullosa, o que algunos de así lo consideraron. El día que su hija emprendió viaje de vuelta a su casa, Jordan no esperó que se hiciera de noche para volver a la habitación y sentar en un sillón a hacerle compañía a Aithana, porque a pesar de su falta fuerza había algo que lo atraía a permanecer a su lado. Apenas podía retrasar la hora de irse a dormir. Había situado una cama plegable en la misma habitación, no dormía con ella por no molestarle y el día que tomó esa decisión le pareció la mejor idea. La situó cerca de la ventana, y desde el sillón en el que se encontraba la miraba esperando el momento de recostarse un poco, aunque sabía que no dormiría de un tirón. Nada era tan fácil, despertaba varias veces en la noche para atenderla, darle agua o llevarla al servicio. A veces era él el que tenía necesidades y se pasaba
la noche dando vueltas por la casa. Ese era uno de los motivos por los que no tenía prisa por acostarse. En una esquina de la habitación había una cómoda llena de medicinas, y sobre la mesilla de noche, un vaso y una jarra de cristal a la que le ponía agua fresca con frecuencia. Se situaba fuera de si mismo, como si tuviera la facultad de hacerlo, y entonces se veía mirando al techo, con la barbilla levantada moviendo los ojos hasta llegar a la lámpara, y volviendo a dejar caer la cabeza hasta apoyar la barbilla sobre el pecho, entonces respiraba profundamente, como un suspiro de resignación, y volvía a estar dentro de sí, incapaz de pensamientos audaces, dejándose llevar por el aire tan respirado. Le resultaba sorprendente de todo punto, como su mujer podía mantener aquella dignidad en una situación tan comprometida. La admiraba por eso por encima de todo, podría decir que hasta el ruido confuso de su respiración enferma tenía la mesura y las buenas formas de otro tiempo, como si quisiera morirse sin llamar la atención. Pensar acerca de la muerte le resultaba muy doloroso, la odiaba con todas sus fuerzas. La muerte era su peor enemigo, su único enemigo dadas las circunstancias; si alguna vez había odiado a alguien ya no tenía objeto, ya sólo odiaba a la muerte y todo lo que de ella se desprendía. La despreciaba incluso hasta intentar darle forma humana en sus sueños, ara poder hablarle y decirle todo lo que pensaba, insultarla y poder al fin desahogarse por todo el daño que le hacía. La obsesión de la enfermedad avanza en tales circunstancias, que en su caso sonaban a repetición, y no podía dejar de plantearse que el valor real de la vida, si se ha de resolver así, es muy pequeño, insignificante. Los reflejos de la luz del techo le resultaban molestos, así que la pagó y dejó encendida una pequeña lampara sobre la mesilla. Jordan está más decepcionado que vencido, se aleja del sillón y se acerca a su cara. La mira y le toma la fiebre. No es mucho mayor que ella, pero tiene el rostro lleno de marcas de vejez, y eso debería hacerle pensar en sí mismo. Una de sus manos está rígida en la parte exterior, y le inmobiliza dos de sus dedos, aunque no le resta capacidad para trabajar o desenvolverse en casa. La pone sobre la frente, y no nota nada extraño. Son los últimos gestos de la vida, los que tienen que ver con los achaques y la enfermedades, los que nos ayudan tener bajo control lo más inesperado. El efecto de estas atenciones es conmovedor, y duradero. Pero en los ojos del enfermo hay aún algo de desamparo que lo vuelve todo más emocional, y Jordan le sube la colcha hasta los hombros y le sonríe. Posiblemente ella no ha sido consciente de su sonrisa y cierra los ojos. Nadie conoce por qué suceden las cosas, la decisión del destino, sus tiempos y su tramitación incondicional de nuestras vidas. En el terrible momento de su inesperada voluntad puede cortar cualquier programa y hasta los planes más audaces, de reyes y emperadores pueden verse truncados por un simple virus que a edad avanzada los fulmine como un rayo. Incluso si nos encontramos en mitad de una vida y todas nuestras aspiraciones a punto de concluirse, el giro de lo que llamamos un accidente puede cambiarlo todo en cuestión de segundos; debemos tenerlo en cuenta. “Memento mori”, dicen los que saben hablar lenguas muertas, y lo que algunas religiones establecen con la fábula del que no debe construir su casa en medio de un puente. Los seguros de vida, los más indescriptibles inventos, brebajes, brujerías, oraciones, medicinas, refugios atómicos o colonias en el espacio, podrán evitar que lo que tenga que suceder, suceda. Recordemos que vamos a morir, o muramos cada minuto. Está un poco inquieto, hace rato que se ha hecho de noche, y preferiría haberse quedado dormido, al menos por unas horas, pero no lo consigue. No puede hacer nada contra los caprichos de un insomnio irregular. Su mujer se defendió del mundo en su refugio y ahora cayó enferma; la formidable protectora se está yendo. Puesto que tanto le debe no puede dejar de hacer cuanto está en su mano para que se sienta atendida, acompañada y vigilada en su debilidad; no se reconocería en otro papel. Por un instante desea que todo pase, que vuele el tiempo sin sentido. Para terminar de hacer de aquella una noche poco soportable, volvió a pensar en los vecinos que le reprochaban la falta de atención que les daba a sus mujeres enfermas, y también era posible esta vez, que pensaran que su hija era como él, y se lo reprocharan con sus miradas y al negarle el saludo. Algunos de sus vecinos podían estar juzgándola en aquel mismo instante, hablando en sus casas, decidiendo sobre cual es la forma más ética y menos inmoral de atender a los ancianos enfermos. Seguramente pensaban, que ella debería haber aplazado todos su planes, haber pospuesto todas sus tareas y haber vuelto a vivir con sus mayores, hasta que todo pasara. “Eso era lo que una
buena hija habría hecho”, se dirían llenos de un odio difícil de comprender para Jordan, ¿Por qué la metían a ella en esto? se decía cuando recordara que Ada le había comentado algo al respecto, algo sobre encontrarse con viejos amigos en el supermercado, y que la habían evitado indignados y crueles. Hay ciudades tan pequeñas donde puede oírse el rumor de las mujeres del extrarradio que se esperan en la carretera para ir juntas a misa de ocho. En esos lugares nadie entiende el lenguaje de los pobladores si no se introduce primero en lo que piensan y lo que quieren decir, porque el resto es ambiguo. Pensaba Jordan que debería haber cambiado de ciudad cuando aún estaban a tiempo, nada los ataba allí de forma tan definitiva. Le costó mucho llegar a entender las pretensiones de aquellos vecinos, pero entenderlos no significaba postularse para llegar a ser como ellos y sólo eso los calmaría. En ese momento las viejas murmuradoras tenían su misma edad, y había ido viendo con el paso de los años como se iba produciendo esa sustitución. Las recordaba de siempre, aunque sus caras cambiaran. Había hablado de ello en el pasado con su mujer, y realmente le parecía muy curioso que hubiese sucedido así. Era como si aquellas mujeres a las que había asistido a bailes, fiestas y reuniones de la comunidad, hubiesen asistido en calidad de representación de la liga moral de la iglesia. Él tardó mucho en entenderlo, pero al cabo de los años, viéndolas caminar inclinadas las unas sobre las otras, comprendió que hablaban de Aithana, su enfermedad, y la mala suerte que tenía por tener un marido tan pusilánime y una hijastra tan poco comprometida. Y en ese momento, creyó entender algo más, aquellas muchachas que conociera se habían pasado la vida formándose para ese momento. En nuestro tiempo todo es más complicado que en el de nuestros abuelos, vivir se muestra con la complejidad del arrepentimiento por equivocaciones que tuvieron más que ver con no saber (con pagar la novatada, por decirlo así), que con la mala fe. El celo que hemos puesto en saber de que iba la vida, y sobre el que hemos basado nuestro proyecto, se ve en ocasiones superado por los avances contemporáneos, y no voy a hablar de tecnología. No podemos dejarnos llevar por la relajación de la moral común, contra la que también se rebelan las mujeres de misa de ocho, porque las nuevas tendencia apuntan a que el hombre que no ha conseguido ganar unos cuantos cientos de miles antes de los cuarenta, que durante su vida no se haya divorciado al menos un par de veces, que no haya viajado lo suficiente o no sepa manejar un coche último modelo, ha perdido el tiempo. Al final de nuestra vida, al contrario de tiempos pasados, puede entrarnos la congoja del perdedor, de haber vivido una vida estéril y no haberle sacado el partido suficiente a nuestras capacidades. En otros tiempos era suficiente haber tenido una familia, haber sacado los hijos adelante con salud y trabajo y haber llegado al final rodeado del afecto de los tuyos: y había unos cuantos que lo conseguían. Haber vivido una vida suficiente, tal vez sea condición indispensable en el buen morir, lo sabré cuando llegue el momento. A veces me pregunto si no estaremos avanzando demasiado de prisa, y para mover esa locomotora, necesitamos ir quemando nuestros cimientos. Pero debemos dejar el espacio suficiente al desarrollo, ya después veremos. Los pretextos para frenar tanto consuelo, no deben prosperar si no estamos absolutamente seguros. El sufrimiento del pasado, las vidas que no eludían dejar de vivir a cambio de atender la enfermedad y la vejez, es posible que no estuvieran tan equivocadas. A la mañana siguiente, Jordan no fue al trabajo, se sentía culpable por no poder atender mejor a su mujer, así que llamó por teléfono y les dijo que no podría ir en un tiempo. Se figuraba que podría tener problemas por eso, pero tal vez debería ir pensando en dejar de trabajar y coger la pensión mínima que le ofrecían, y no la que le correspondería si llegaba a la edad que le exigían. Zintia llegó muy temprano, preparó café y se sentó con ella en la cocina. Hablaron de Aithana y el se puso un poco melancólico y emocionado. Se figuraba que aquella prueba que la vida le mandaba lo hacía mejor persona, y en cierto modo lo preparaba para su propia muerte. Se disculpó por no ser capaz de mantenerse más entero, y le explicó, que como podía verse por su aspecto apenas había dormido, pero cuando se diera una ducha todo iría mejor. Zintia fue a la habitación de Aithana y le dio la medicación, la aseó y la sentó en el sillón mientras le mudaba la cama. Tenía la impresión que lo que había oído del señor Jordan, no debía ser cierto. Se decía que era un hombre de corazón duro, huraño y poco hablador. Pero que no le gustara saludar a sus vecinos tal vez no era motivo para que todos lo consideraran cruel, insensible, y posiblemente cosas peores. No debía ser así, se dijo de
nuevo, porque por muy estirado que parezca, como se suele decir, “la procesión va por dentro”, y lo que aún es más importante, en los peores momentos todos estamos obligados a sufrir lo menos posible y conducir los momentos más dramáticos sin exagerar. Pero Zintia era joven y generosa, y o parecía estar muy de acuerdo con las viejas y atrasadas culturas que se bajan en juzgar a todo el mundo. El bien y el mal, no puede ser estar sometido, ni depender, del castigo, sino de la mejor educación. Esa mañana recibió la visita de una de sus vecinas, Rosita, una solterona de, más o menos, su edad, y del grupo de misa al que ya he hecho referencia. Llamó a la puerta con timidez y fue muy correcta. En las manos llevaba una cesta de fruta que le entregó después de saludarlo y decirle que sabía que estaba pasando por un momento difícil. No se trataba de una mujer que hubiese conservado su belleza con el paso de los años, pero tenía el aspecto de una dama, correctísima, extraordinariamente sensible y a la que se le podría perdonar casi todo. Se le notaba que se había arreglado para la visita y olía a jabón de tocador. Invitó a Jordan a pasar por su casa si necesitaba cualquier cosa, pero no coqueteaba con él, estaba casada con un hombre bueno al que amaba, y con el que había hablado al respecto. Su afabilidad y comedida desenvoltura terminó por convencer a Jordan de sus buenos propósitos, y aunque dijo estar seguro de no necesitar nadas, le quedó eternamente agradecido. Algo había cambiado que no podía comprender. Hasta cierto punto le agradaba que así fuera, pero no podía interpretarlo en su totalidad. La señora Rosita había hecho un movimiento que jamás hubiese imaginado, y eso cambiaba todas las posiciones. ¿Qué tenía aquello que ver en realidad con los malos tiempos que vivía? Hubiesen terminado por llamar a su puerta con algún obsequio, porque los años limaban todas las asperezas. Hubiese llegado entonces con su marido con alguna excusa, pero buscando conocerse mejor. Eso era lo que había exacerbado tanta desconfianza, que pasaban los años sin tener un trato directo, ni siquiera un saludo abierto y apenas se conocían. Inesperadamente el médico se presentó esa mañana, se anunció por el ruido inconfundible del motor de su coche, ronco y destartalado. Su cara no expresaba nada en absoluto, y Jordan se dijo que nunca lo había visto así. No sabía si se debía al efecto que madrugar causa en algunas personas, o que era portador de malas noticias. No le gustaba la cara del doctor, pero no sabía si era culpa de él, porque había llegado a detestar todo lo que tenía que ver con la enfermedad. Encontró a Aithana con un aspecto terrible, agotada, con la boca abierta, respirando como un enfermo terminal, moviendo los ojos debajo de los párpados y en ocasiones, gimiendo como si algo le doliera. Le tomó el pulso y la fiebre, y preguntó si se le estaba dando toda la medicación, y la respuesta era afirmativa. Parecía dispuesto a enfadarse con Jordan, no le hizo ni una concesión, pero si había ido con idea de explotar con él, se contuvo. Decidió en un momento que por el bien de la enferma había que ingresarla de toda urgencia, y que era preciso llamar a una ambulancia. Lo prepararon todo para cuando la ambulancia llegara siguiendo las indicaciones del doctor, y Zintia le puso a la enferma un camisón limpio, una bata de raso y unas zapatillas (sin calcetines). Más tarde, Jordan le dijo a Zintia que de momento iba a prescindir de sus cuidados, pero que la llamaría si las cosas se complicaban para que le echara una mano. Ella estuvo de acuerdo.
2 Por un instante ¿Por qué te abrazas como si yo fuera tu patria? En un instante de ciegos, respiramos. Has de hacerte a otra garganta, para que te suene sin ojos mientras tientas sus favores (otros referentes) y adivines aquellos encuentros malgastados... ¿Qué no habría de durar sin hijos que no supieras? Eso ya estaba escrito hace mil años. Un paso al frente, que nadie diga, si no nos siguen coagulados en los márgenes de nuestra letra. Nadie advertiría al mirarlo que acaba de recibir la llamada de teléfono más triste de su vida. Pero el tampoco encontraba interés suficiente en todos aquellos cuerpos deambulando por la cafetería sin objeto aparente. Tal vez si alguno de ellos lo hubiese reconocido, y conociera sus circunstancias, se pararía con él, y abriría su compasión como quien abre un paraguas brutal de tristeza, hasta hacerlo llorar. Esa mañana se había afeitado concienzudamente, y había esperado con paciencia que llegara la ambulancia. En ese momento sonó el teléfono y le dieron la terrible noticia, su hija Ada había muerto en el viaje de vuelta a su casa. Los accidentes de coche suceden como si fueran algo normal, no causan más muertes que el cáncer de pulmón, que el SIDA, que las enfermedades cerebrovasculares o la tuberculosis, pero aún así, esa realidad es terrible. La vida le había arrebatado lo que más quería, desde que muriera su primera mujer se había sentido apercibido, vivía con miedo a perder y empezó a pensar que la muerte de Aithana también era inevitable. No podría reconstruir su vida después de eso, sólo dejarse llevar. Su infancia había sido feliz, lo que contribuía aún más si cabía, a no ser capaz de encajar que la suerte le hubiese vuelto la espalda. Distinguir entre las vidas equilibradas de sus vecinos, amigos y parientes, y la que le había tocado a él, no era difícil, la diferencia era sustancial. Durante aquellos meses, había confiado en que aquella maldición cesara, que diera un giro más y si alguien le había deseado algo malo, le fueran de vuelta los malos deseos. Y después de haberlo intentado todo, estaba seguro de que ya nada se podía hacer por evitar que siguiera cayendo cuesta abajo, sin freno. Era un mal ejemplo porque algo no había hecho bien, y a partir de ahí se le ocurrían un buen montón de ideas de formas de pensar y de actuar que debería haber cambiado a tiempo. No era tan extraño que se sintiera recriminado por la vertiente social del vecindario. Al final había dos ideas que pesaban sobre las otras, y una era todas las veces que se había dicho, “esto no puede pasarme a mi”. Por otra parte era algo que todo el mundo hacía. Asistir al drama de la vida al abrir cada periódico, y leer de accidentes de tren, de automóvil, de enfermedades terminales, de caras que nos son familiares de actores a los que casi consideramos de nuestra familia, y han envejecido prematuramente, han enfermado o se han suicidado, y decir “eso no puede pasarme a mi”. Tener noticias de nuestros amigos de infancia y saber que les va bastante mal, que se han arruinado, o que se han divorciado y no dejan de beber, o de algunos otros con los que jugábamos al fútbol en el colegio, y que ruedan por la calle sin rumbo fijo. Pero en todas esas noticias que nos van llegando
de seres que conocemos por las revistas que hemos ojeado en la sala de un dentista, y las otras de viejos conocidos a los que habíamos perdido la pista, no hay ninguna que nos sea ajena. Ahora lo comprendía, todo nos puede pasar en cada momento, y lo que es peor, algo dramático nos está siempre reservado para el final; cuanto antes empecemos a acostumbrarnos a la idea, será mejor para todos. La otra era no haber sido capaz de vivir sin tomar posesión de todo cuando se cruzaba en su camino, de mirar las cosas y no tocarlas, de salir a la montaña y cambiar piedras de sitio, cortar ramas o patear arbustos a su paso, sin ningún tipo de cuidado, o de encontrar que llegaba un mueble nuevo a casa u usarlo inmediatamente, sobrecargarlo, sentarse en él o mancharlo dejando comida sobre él. Pensaba que todo eso le hizo sentirse mejor, pero lo convirtió en peor persona, y sobre todo cuando hablaba con gente a la que no conocía e intentaba moldear sus cabezas, comunicándoles ideas que nada les importaban; eso había sido lo peor. Quería que todos tuvieran en sus cabezas sus mismos pensamientos, y eso también había sido un intento por poseer. Por un momento tuvo la duda de que algunas personas podían tomar posesión del mundo con solo mirarlo, no necesitaban más, y los envidió. En las nuevas circunstancias pasaba más tiempo en el hospital que en su propia casa. Quizá la cara de extrañeza que algunos le ponían al verlo por allí mañana y tarde, tenía que ver con que pensaban que podía caer enfermo. Tenía una edad avanzada, eso ya lo he dicho, los dos eran viejos, por mucho que se empeñaran en creerlo, o, en los últimos años, en seguir trabando o viviendo como dos jovencitos. Se visten con ropas más apropiadas para una concentración musical de últimas tendencias, que para una pareja que ha dejado de hacer sus paseos de la mañana porque ya se fatigan más de la cuenta. No comprendía a qué venía tanto desconcierto, porque para él era lo más normal del mundo, pero lo cierto era que se preocupaban por él, le llevaban de comer y de beber, e insistían en que debería cuidarse o tendrían que ponerle una cama al lado de la de Aithana. Les hacía caso, era dócil, siempre que estaba en su mano, y sobre todo, si no le suponía una clara contrariedad psicológica -había momentos que no podía prestar atención a nadie-. Se trataba de la novedad del hospital, y al pensarlo dos veces, debería haber caído en la cuenta, que cosas más raras habrían vivido aquellos enfermeros. No podía tomárselo como una incomodidad más, así que cada vez que veía a una enfermera que entraba a sus cosas, o cuando se cruzaba con ellas en el pasillo, intentaba sonreír. En su tradicional medida, Rosita acudió algunos días después al hospital alarmada porque creía que su vecino había sido abandonado en su desgracia y se sentía culpable. La honesta preocupación que sintió al ver la casa cerrada uno y otro día, le llevó a investigar lo suficiente para llegar a la conclusión de que el dueño pasaba sus horas al lado de su mujer enferma en el hospital. Era su deber saber esas cosas, no por una imposición legal, claro está, pero si tenía sangre en la venas y un alma en el pecho, no podía hacer por él menos que eso. Claro que también formaba parte de su educación y su familia se lo reprocharía si no actuara con tanta bondad (que en su forma de ver el mundo, todos nos debemos los unos a los otros). No era la primera vez que iba a un hospital a acompañar a la familia del enfermo en los peores momentos y Jordan, a pesar del poco trato que había tenido con él, no iba a ser una excepción. Todo lo que pudiera hacer por él, lo hacía también por sí misma, porque eso la hacía sentirse mejor persona. Jordan pensó que aquella mujer se tomaba demasiadas molestias y que estaba siendo de una generosidad que no podría devolver. Ella se percató de que se estaba quedando muy delgado y que la muerte de su hija lo había sumido en una depresión, que intentaba no exteriorizar pero se revelaba en su mirada. De una bolsa sacó un trozo de pastel de carne que había hecho aquel mismo día, y Jordan pensó que cada vez que veía a aquella mujer terminaba comiendo algo que no esperaba. Pasaron unos minutos hablando, y ella se interesó por algunos aspectos de su nueva vida, que resultaban un poco embarazosos y a los que él no quiso responder. Le dijo que le agradecía mucho su visita, pero indirectamente la fue invitando a marcharse. Dijo estar fatigado, y que posiblemente echaría una siesta en aquel mismo sillón, justo al lado de la cama de su mujer -Aithana seguía ajena a todo lo que pasaba a su alrededor, y no parecía que eso fuera a cambiar-. Teniendo en cuenta que Rosita no era del tipo de mujer que se deja convencer con facilidad, aún tardó un poco es abandonarlos. Mientras esperaba que volviera una enfermera que prometió
cambiarle el gotero, Rosita albergó la esperanza de verlo sonreír. No quería irse sin que su visita hubiese servido para, al menos, levantarle un poco la moral, pero no lo consiguió. Al tiempo que la enfermera hacía las comprobaciones necesarias, Rosita notó que la enferma se volvía hacia ella y la miró con tristeza. Se acercó y le puso durante un segundo la mano en el hombro, después se encogió y desapareció. Una noche, Aithana se despertó consciente, y eso si que era algo realmente extraordinario, y más aún a aquella hora avanzada en la que todos dormían y en aquel lugar al que no sabía como había llegado. Los hospitales son fríos, dolorosos, impíos, y huelen a desinfectante, pero son bastante efectivos (cuando de ellos depende). Jordan sabía que lo estaba reconociendo, y se acercó hasta que ella puso sus brazos alrededor de su cuello y lo aproximó, hasta que tocó mejilla con mejilla. Sin esperanza, Jordan intentó elevarse cuando sintió la humedad de sus lágrimas, y entonces permaneció con una leve tensión en sus cuello tratando de evitar que lo aplastara contra sí misma. No duró mucho, ella lo soltó y cayó inconsciente con los brazos a ambos lados del cuerpo. Intentó recomponer su figura y se pasó la mano por el pelo que se había levantado cuando ella se aferró a él dejándolo sin respiración. Su cuerpo ligero como una pluma nada tenía que ver con aquella fuerza interior que demostraba capaz de concentrar en sus brazos por un breve espacio de tiempo. Se apartó de la cama y no llamó a nadie, dormía de nuevo. Se recostó en el sillón y quedó en una duermevela que duró hasta que la primera luz del día entró por la ventana. A Jordan nada se le podía reprochar, tenía toda la moralina del vecindario de su parte; esta vez al menos había sido así. Su disposición para actuar a favor de cuidar la naturaleza humana, había quedado establecida en el momento que dejó su casa y su trabajo para ponerse al servicio de la sanación de su mujer. Si había algo que demostrar para que nadie se atreviera a decir una sola palabra al respecto, él lo había hecho. A veces, en las cabezadas que le sobrevenían involuntariamente, veía una comitiva vestida de negro caminando por el arcén de la carretera nacional con un imagen de una virgen dolorosa, mientras los coches pasaban a su lado sin detenerse. 3 Superficies Hay un hueco de polvo para el tiempo luego de un llanto, todavía, un drama. Donde una estrella fue hacia ella, en los brazos de otra, con distintas superficies, con otras cavidades murales y espesas. Diferentes y amargas. Aithana murió algunos días después sin que nadie pudiera terminar de interpretar la cara de enfado del doctor. Parecía contrariado, o enojado por algún tipo de tratamiento mal diagnosticado o mal administrado, pero sólo se podía decir que lo parecía, porque si era así, nunca lo dijo. Poco antes, Jordan había encontrado un momento entre delirio y delirio para asistir al entierro de su hija, no podía dejar de ir por mucha atención que necesitara su mujer, pero encontró el teléfono de Zintia y estuvo dispuesta a pasar un par de días a su lado; el tiempo que le llevaría el desplazamiento. Al volver del entierro puso en venta la casa. No se trataba de ningún secreto, al contrario, llenó el jardín de carteles de “se vende”, con el objeto de encontrar un comprador lo antes posible. Estaba en muy buen estado a pesar de sus años, no se podía decir que su dueño fuera un hombre
descuidado. Cada detalle había sido cuidado hasta el punto de no necesitar ninguna reforma en muchos años, si ese era el gusto de los nuevos dueños. Y murió Aithana, y no quería volver a aquel lugar a dormir, ni a ver pasar las horas muertas, ni a ninguna otra cosa que pudiera hacer sin ella. Se instaló en un hotel y empezó el embalaje de la mudanza. Sin prisa acudía uno y otro día, e iba empaquetando libros, ropa, pequeños recuerdos, documentos, etc. todo por separado. No había costado mucho en un principio hacerse con ella, pero los arreglos le había supuesto una cantidad, sin embargo, había pasado tanto tiempo que se había revalorizado hasta doblar precio inicial. Empezó así una procesión de posibles compradores y curiosos, a los que atendió solícito, y a los que decía sin rubor el precio por el que la habían tasado. Al principio dudaba de como reaccionarían las visitas más interesadas, y si sería conveniente añadir en la nota de prensa que pusieron al efecto, que se podía discutir el precio; pero nada de eso fue necesario, primero porque se lo quitaron de la cabeza en la inmobiliaria, y segundo porque los posibles compradores reaccionaban con toda normalidad, incluso a favor de la cifra esgrimida. Empiezo a creer que que Jordan es una víctima del tiempo, de lo que tiene que ocurrir aunque no hallamos pensado en ello. Nos dejamos arrinconar paso a paso, año a año, a medida que van desapareciendo nuestros ancestros, nuestros hijos y nuestros mejores amigos. Grotescamente nos vamos quedando solos. Y nosotros desapareceremos para otros si tenemos suerte, porque en el caso de Jordan y algunos otros, puede ocurrir que en nuestra ausencia nadie nos eche de menos. Lo que quiero decir acerca de tener suerte, apenas depende de uno, pero Jordan se culpaba de no haber sido capaz de planificar su vejez con tiempo e inteligencia. Nada nos impide ponerlo todo de nuestra parte para morir rodeados de nuestros seres queridos, y eso si nos decidimos por una familia numerosa, lo que posiblemente nos llevara a la tumba tempranamente. Jordan era de ese tipo de personas capaz de encajarlo casi todo, pero esta vez había quedado al borde del precipicio. Tocado por el destino, herido por la mala suerte no parecía que fuera capaz de remontar, y sin embargo ya estaba dando los pasos para desprenderse de aquel manto lastimero que se cernía sobre él. No había lugar para lamentaciones en público, y si había de desahogarse llorando toda la noche, nadie lo sabría jamás. Lo que puedo decir de él sin miedo a ser injusto, es que se trataba de un hombre fuerte, y eso no niega el sufrimiento, al contrario acepta que lo pasó y que fue buscaba volverlo loco, pero lo resistía como nadie que haya conocido. A menudo la gente está triste porque “la vida los ha alcanzado”, digámoslo así. Mientras somos jóvenes y tenemos planes, sueños, conjeturas y fuerzas, la vida se abre para nosotros. Las posibilidades se nos ofrecen y es el momento de elegir. Cada elección supone un acto de vida. Pero llega un momento en el que ya es demasiado tarde para muchas cosas, un momento en el que la vida nos da alcance y empezamos a ver el resultado del drama al que estamos llamados. Nos apenamos insoportablemente porque nos sentimos viejos cada vez que por la mañana nos vemos en el espejo. Una y otra vez intentamos alisar las ojeras sin conseguirlo. Y, a la vez, veo gente tan irremediablemente feliz, que pienso que ríen tanto porque tienen mucho que ofrecernos, ¿quién sabe? Es posible que no podamos entender la parte loca e irracional de sentirse feliz a pesar de todos los peligros que entraña. Jordan quedó para una cena de la sociedad católica con Rosita. Aquella noche no le hizo falta consultar su agenda, porque la había hecho añicos y tirado por el retrete cuando lo despidieron. Además, no iba a encontrar nada nuevo en ella, lo cierto era que hacía mucho que no quedaba con nadie para cenar, ni siquiera del trabajo. El motivo de la cena era una colecta para arreglar el tejado de la iglesia, pero posiblemente se trataba también para quien lo quisiera comprender de una despedida, porque Jordan, aunque no lo había manifestado publicamente, había empezado los trámites para un largo viaje, y le notaban que sus últimos pasos en el vecindario iban encaminados a abandonarlo en cuanto vendiera su casa. Allí estaba el cura, y los maridos de algunas de las señoras casadas, pero las mujeres eran mayoría pues de ellas dependía la buena marcha de la sociedad, y había unas cuantas viudas y otro tanto de solteronas. Todo fue de perlas y los antiguos recelos quedaron atrás. No podía comprender como había pasado tantos años de espalda a aquellas magníficas y amables personas; de hecho, toda una vida. Ni siquiera le importó que el cura, apoyado por el marido de Rosita lo estuvieran sondeando -en nombre del Señor-, por si podía
dejarle la casa a mitad de precio a la parroquia, porque justo por aquella zona querían montar un centro social y cultural. Eso sin duda le iba a granjear muchas simpatías en el otro mundo, y teniendo en cuenta su edad podía ser un buen negocio, pero al final de la cena cuando ya se despedía los desengaño. No quería que se pasaran los próximos días esperando una llamada suya para decirles que aceptaba sus condiciones; les expuso claramente que le iba a hacer falta el dinero al lugar donde iba, y que ya tenía un comprador. Llegó el día de la partida y se levantó temprano. Estuvo un rato en pijama viendo la calle desde la ventana del hotel, apoyado en el alféizar y sentado en una silla que situó a tal efecto que le supusiera la postura más cómoda. Era un nuevo día de primavera que empezaba, el aire fresco se hacía agradable de respirar y los vencejos hacían cabriolas bajo un cielo de azul desvaído. Había visto tiempos mejores, de eso no había duda, el sabor de la amargura no se iba de su boca, e incluso en momentos así tenía recuerdos para su hija y para su mujer. Delante de él, la naturaleza con su peculiar forma de manifestarse, se enfrentaba a la vida. Aquellos pájarillos que volaban y piaban, las ardillas y los gatos que rondaban los contenedores de la basura, el movimiento de las ramas de los árboles, aquella atmósfera que despertaba inconsciente y les decía que debían ser reemplazados una y otra vez para que aquel milagro se produjera. Estuvo allí sentado casi una hora, sin apenas moverse, dejándose invadir por aquella sensación, y alrededor de las diez, cuando sus amigas empezaban a pasar para misa, encendió su coche y se puso en marcha. Cuando al fin salió de la ciudad y encaró la primera carretera nacionales, con rectas interminables y vías muy anchas, miró al frente buscando el sur, el cambio de clima, la oportunidad de rejuvenecer y pasar los últimos años que le quedaban en la comunidad más tranquila que pudiese encontrar a muchos kilómetros de la que había sido su casa toda la vida, pero que ahora no le ayudaba a vivir. Lo siguen intentando. Ya no vuelan las sirenas Se decidieron empapados de absolutos cicerones, separados por la playa y cubiertos de brisa. ¿Por qué a la compañía de ojos le faltó alargar la mano, y tenerse en la ardiente y contagiosa arena? Pensó verse tarde verde y consolada, tenderse por un tratado de tirones de pelos, por un picor de gaviotas. Habrá una mujer con licor de escamas saludando a las orillas. De una nube cae una cuerda Atrasa el reloj, paisaje, sobre el trapecio de mi memoria, que hoy regresan nubes para hacerse de equilibrios, en el cristal de mi ventana. Pienso que especula con mi voluntad, cuando me ofrece su cuerda, nada la detiene, todo lo puede con su insolencia. Pero, si tuviera, al menos, la manos trenzadas, yo podría ayudarla. Vengo de su rechazo aterido, como un puño en el pecho, atado al fracaso: recuerda.
La trituradora de lenguas Tenemos la fama de los desafortunados, de los que no fueron llamados a sentarse con los elegidos en la Ăşltima cena. Llegamos tarde a todas las citas, y nos convierten en figurantes (o eso o nada), cargados de pesadas armaduras, mientras otros recitan los mĂĄs ligeros textos. Por fortuna hemos aprendido a callar algunas lenguas, a insultar al venenoso, y agraviar a los que nos compadecen.