La esperanza en la niebla

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1 Esperanza En La Niebla Se inclinó sobre la última roca de la montaña que acababa de subir y miró un horizonte conocido y finito, con la poca vista que le permitían sus ojos sin la ayuda de unos lentes. No podía demorarse en aquel momento de placer o la noche lo invadiría todo y sería muy peligroso intentar el descenso. Había algunas piedras sueltas que echaban a rodar apenas les ponía el pie encima. Además, no había calculado que en un lugar tan alto haría frío y no se había provisto de ninguna prenda de abrigo. Descendió sin prisa para evitar un accidente, sabía que si doblaba un tobillo nadie notaría su ausencia hasta días después y Josie, aunque le era de gran ayuda, pensaría que estaba emborrachándose y pasando unos días en otra ciudad y tampoco se preocuparía por él. Había sido, sin saberlo, lo que había estado esperando, y no había podido subir tan alto en su montaña, hasta que él llegó. Cuando la enfermedad del viejo Pisquin se complicó, Josie apareció como si hubiese sabido que lo necesitaban y así fue también como recuperó, al hablar con él, algunos nombres de lugares, palabras que ya no solía decir, imágenes que se ponían de manifiesto en cuanto le contaba, caras sin nombre y también, el recuerdo de los peores momentos de su divorcio. Era justo lo que estaba necesitando, y eso sin traer a cuenta que era su hijo y que debería echarlo de menos por ser parte de su sangre y olvidar el resto. No es fácil asumir la llegada inesperada de un hijo cuando han pasado años sin saber nada de él, pero tampoco había tenido tiempo de asumir la parte sentimental del cambio y se limitaba, de momento, a verlo como un empleado o como un enfermero aunque pareciera una crueldad pensarlo. Cuando llegó a casa le esperaba la noticia de que había llamado Silvina y que estaría el fin de semana para comer con ellos. Después de revisar que el viejo se tomaba todas las pastillas y preguntarle a Josie si había habido alguna otra novedad se quitó la ropa de montaña y se dio una ducha. La la idea de la mera presencia de Silvina parecía inquietar a Josie, había estado haciendo sus ejercicios de gimnasia y lo notaba más hinchado que de costumbre. También había estado cocinando y parecía más cansado que de costumbre, así que no le extrañó cuando se fue a dormir. No podía pensar en todo lo que le sucedía por partes, creando situaciones estancas que poder analizar sin verlas bajo la influencia del resto, no era bueno diseccionando pensamientos para aportar soluciones. Supongo que a todos nos hubiese gustado, en algún momento de nuestras vidas, echarnos la manta a la cabeza y dormir durante años, o desaparecer, hacer un viaje largo y que al volver, nuestros problemas se hubiesen solucionado por sí mismos. Algunos políticos parecían hacer eso con los problemas de la gente y “se quedaban tan anchos”. Con la tristeza necesaria le hubiese gustado pedirle a Josie que se quedara para siempre, pero eso era algo que tampoco podía controlar. Ernst cree que no lo perderá mientras no haya un cambio en la situación, ya todos sabemos a lo que me refiero y de lo que no quiero hablar, pero cuando ese momento doloroso llegue, aprovechara para plantear una nueva huida. Ni siquiera podría rogarle, en tales circunstancias, que olvidara el pasado. Estaría pidiendo que pasara página de todo, que podía tener una vida en otra parte, que dejara de creerlo y que traicionara su orgullo. Eso era más de lo que nunca le habían pedido a él mismo, pero de una forma o de otra, la vida se encarga de complicarlo 2


todo, y te va a perseguir allá donde vayas con el final que tiene preparado, quieras o no, con sus crueldades, con sus dramas, con sus complicaciones, por otra parte tan previsibles. Nada ayudaba, la desmesura de la náusea sólo podía dominarse intentando no pensar, lo que le resultaba imposible. Las maquinaciones del tiempo y las situaciones sobrevenidas se lo impedían. Aquello que tanto le preocupaba, no era tanto el derrumbe a su alrededor sino como se anunciaba inevitablemente, el suyo. Y eso sucedía porque nada ni nadie podría ayudarle a eludir un final parecido al del viejo Pisquin más allá de unos veinte años. Como aquella noche se manifestaba en el aire, del mismo modo que se respiraba en su casa, la muerte acecha nuestras vidas incapaces de entender la urdimbre del anunciado complejo laberinto del que nunca saldremos. Cuando las cosas no salen como esperábamos, dejar pasar el tiempo no es un consuelo. Pero no se debe desesperar, seguir intentando un cambio en las fuerzas del universo es una obligación. Ernst se castigaba por enderezar su vida. La noticia recibida sin emociones le daba vueltas en la cabeza, “Silvina llamó y ha dicho que vendrá el fin de semana para quedarse a comer con nosotros”, eso había dicho Josie. Tal vez no era exacto y sólo había dicho que ella vendría, pero no, se quedaría a comer y eso era más de lo que había hecho en los últimos tiempos. La cabeza llena de ideas absurdas aún tuvo lugar para pensar que, cuando Pisquin muriera, Josie se iría para seguir viajando que era lo que le gustaba hacer, y él se quedaría solo, completamente solo sin más visitas que las de Silvina que acudiría alguna vez para chismorrear sobre los vecinos y los familiares (¿ese era el verdadero motivo por el que le habría pedido a Josie que se quedara?). Se sentía resentido, salir a hacer ejercicio no lo había relajado. Las intenciones de Silvina eran difíciles de entender y de asumir, él nunca sabía si disfrutaba cuando contaba aquellas cosas que eran el fracaso de otras personas o si intentaba hacerle ver que ella era mejor que todos. Habría preferido que lo visitara por que lo echara de menos, por afecto o por costumbre, pero parecía que sólo lo hacía cuando tenía alguna mezquindad nueva que echarse a la cara. Confusamente recordó algo que había oído mientras hacía la compra en el súper y lo relacionó con su visita. Ella llegaría el domingo para contar que al final a Rodri se lo habían llevado las drogas, pero él ya lo sabía. Quizá para Josie sería una noticia más amarga porque habían sido amigos y habían jugado juntos de niños. Sin duda Josie tenía muchas admirables cualidades que desconocía por haberlo tenido siempre lejos en su agitación viajera. En una ocasión en que Silvina parecía más locuaz que de costumbre y dispuesta a conversaciones diferentes a las que acostumbraba, le dijo que era un muchacho sensato y que no había que preocuparse por él, que viviría para siempre. Creyó que por una vez había intentado ser expresamente generosa aunque sólo fuera por tranquilizarlo. Le gustaría creer que ella aún se acordaba de haberlo dicho, pero cabía la posibilidad de que lo negara si alguien se lo decía a Josie. No puedo ser tan insensible como parezco se dijo mientras miraba pasar a Josie en dirección a la habitación del viejo. No se sentía un traidor por haber dejado a sus hijos con su mujer el día de su separación y haber cambiado de ciudad para no tener que someterse a la disciplina de las visitas como un ruego. Seguramente exageraba al pensar en lo trastornado que había estado siempre por culpa de sus infidelidades, pero esa no había sido la causa de la muerte de Olga, ni de su afición a la bebida. Entonces, Josie volvió de la habitación y se sentó en una silla de la cocina, con la puerta abierta, desde donde podían verse y hablar aún estando en estancias diferentes. Le preguntó si sabía algo de su hermana y Josie le respondió que seguía viviendo en casa del cura. Ninguno de los dos iba a decir una palabra en su defensa, pero tampoco lo podían hacer en contra, cuando Olga se fue a vivir con el cura ya había tocado fondo. Ernst intentó recordar y hablarle de cuando él y Olga lo acompañaban el día de cobro y después, de vuelta a casa, paraban a comprar caramelos y chocolatinas en una tienda del centro. Parece algo banal, pero no podía olvidar aquellos paseos; Josie debía tener siete años y Olga seis, y él se sentía rejuvenecido orgulloso de sus hijos. Josie respondió que no se acordaba de nada, que no tenía recuerdos de su infancia, que todo estaba borrado. Ernst insistió, no podía ser, tenía que esforzarse por hacerle recordar aquello, y Josie lo miraba pensando, no se da cuenta que me importa un carajo 3


su estúpido intento de parecer humano. Se acercaba peligrosamente a ese momento en la vida de un hombre en la que la vejez y la muerte se presentan en el horizonte como inexcusables citas, ese momento en el que se cree que ya no queda tiempo para corregir los errores y se sienten todos los padecimientos. Le parecía imposible recuperar el afecto de los hijos que abandonó siendo niños, pero al menos Josie había acudido para estar con su abuelo en sus últimos momentos. Creía en sí mismo, a pesar de haberse portado tan mal con Adelaida, que fue su mujer hasta que no soportó más sus infidelidades y le pidió el divorcio. Pero por mal que hubiera hecho las cosas en su pasado, estaba dispuesto a poner todo de sí por demostrar que algunos de sus problemas eran sobrevenidos y que su corazón no era de piedra. Resuelto a responder, a dar explicaciones y demostrar mejor voluntad que hasta entonces, sospechaba que era demasiado tarde. Nadie puede explicar el sentido de un fracaso familiar, del abandono, la indiferencia y el inexcusable paso de los años sin demostrar el más mínimo gesto de arrepentimiento. “A veces, alguien debería decir lo que piensa y lo que siente y cuando lo quiere hacer es demasiado tarde”, le soltó. Y en ese caso, y en ese momento, Josie se sintió incapaz de entender pero no quiso ofenderlo y se retiró a su habitación con una sonrisa. Ernst miró a su hijo por un instante, era la primera vez que lo hacía desde que se instalara. Se le quedó mirando con cara de desconcierto mientras se alejaba rascándose la cabeza y arrastrando los pies. Hasta aquel momento se había limitado a ser amable -o tal vez había aparentado indiferencia-, abrirle las puertas e intentar facilitarle las cosas en uno de sus regresos, pero no se había parado a mirarlo, ni siquiera lo miraba a la cara cuando le hablaba. Sintió que la desazón lo podía y que se apoderaba de él. Empezó a sentir una ligera inquietud que reprimió bebiendo un poco de vino. Josie parecía estar en un buen momento, había dejado atrás muchos de sus reproches y remordimientos, se limitaba a vivir el momento y el rechazo que posiblemente aún sentía por él no era total; eso era más de lo que habría podido pedir no hacía más de un año. Habían sucedido cosas graves motivadas por el divorcio en las que no había tomado parte pero de las que también se sentía responsable, así estaban las cosas. Como familia habían sido un perfecto fracaso y a él le había quedado muy lejos lo de hacerse entender por sus hijos. Le seguía dando vueltas a lo obvio, a su debilidad juvenil por las mujeres, a su falta de compromiso y, sobre todo, a la idea de que se había casado con Adelaida sin quererla lo suficiente, ¿cómo podía explicar eso? Casado con aquella mujer exuberante, de buena familia y dispuesta a coger todos los vicios de los hombres como si fuera uno más, fumaba y bebía sin descanso; aunque a sus hijos siempre les había gustado pensar que empezó a beber después del divorcio. En aquella época ella se pasaba noches en vela esperando que él regresara. Entonces ya habían empezado las discusiones y no se soportaban. Con una elegancia que no esperaba de ella, un día le pidió el divorcio y vio una puerta abierta a la que no podía renunciar, le dejó todo, la casa, los hijos, el perro pastor y una pensión. Cualquier cosa que le hubiese pedido en aquel momento en aquel momento, se lo hubiese dado. Silvina llegó el domingo a mediodía para comer juntos y ella misma cocinó algo de carne al horno. Venía dispuesta a hablar largo y tendido de Rodri y él no se opuso. Josie los acompañó en silencio, mientras iba y venía de la habitación de Pisquin. “Rodri con el tiempo y a pesar de las drogas se había hecho muy popular como cantautor. Muchos lo adoraban y prometían un futuro brillante como poeta de la guitarra. Cada vez que anunciaba una noche en un café concierto de la ciudad, vendía todas las entradas, el público se agolpaba en la puerta y coreaban sus canciones en plena calle. Al contrario de lo que solía pasar con los músicos con éxito reciente, a él no le hizo falta producción ni un plan estratégico de publicidad para darse a conocer; era puro talento, ni rastro de artificio o montaje. La prensa local empezaba a hablar de él como un fenómeno extraño y todos lo aclamaban como un producto genuinamente singular.” Silvina avanzaba en su lamento por una muerte a tan corta edad, cuando Ernst se sintió animado por preguntar por algo que siempre lo intrigó pero de lo que no sabía demasiado, “¿Es cierto que él y Olga tuvieron algo que ver?”. Josie se adelantó para responder, que nadie lo podía ponerlo en 4


duda después de tantos años. Preocupado inesperadamente porque se pudiera establecer como verdad irrefutable algún inconveniente, interiormente se exigió paciencia y se entregó a las manos del destino para que aquella comida fuera llegando a su fin. Al hablar, Silvina era incapaz de controlar su pasión y parecía que iba a escupir toda aquella comida mal masticada. En medio de ese momento delicado pareció notar algún gesto de desagrado en Ernst y se limpió con la servilleta e intentó ser un poco más comedida en su exposición. En otro tiempo la había besado sin pudor y entonces no tenía reparo en sentir el sabor de todos sus líquidos, sus encías e incluso su sudor, le había parecido no sólo tolerable, sino atrayente. Pero ese momento había pasado y el hecho de que en otro tiempo hubiesen sido algo más que buenos amigos, no cambiaba que ya no pudiera pensar en ella en aquellos términos.

2 La Naturaleza Indispuesta En el entierro de Pisquin no podía quitarse de la cabeza lo fuerte que había sido siempre y como los había enseñado a enfrentarnos a sus problemas sin miedo. Miraba a todos los seres queridos que no podían evitar sentirse tristes por él y por ellos mismos. Pero, una y otra vez, como si estuviera aún inspirado por el viejo, volvía el recuerdo recurrente de su fortaleza y cuanto ayudaría tenerlo aún cerca y vivo. Siempre había sido consciente de que no sólo él apreciaba como los había llevado a su lado durante toda su vida, ni tampoco en lo tocante de lo desamparados que se sentirían a partir de entonces. Desde luego, Ernst no iba a ser capaz de sustituir un símbolo semejante, sobre todo porque ya había destruido cualquier confianza que hubiese podido despertar en sus hijos. Llegó a temer en ese momento, que alguien pudiese pensar que estaba destinado a cubrir un vacía tan grande como el que el anciano dejaba atrás. No pretendía entender como alguna gente pensaba en ocasiones tan particulares, pero, ni que decir tiene que si se diera el caso, era posible que saliera corriendo a algún viaje del que tal vez nunca volvería, tal y como había aprendido de su hijo Josie. Huir siempre da resultado, se decía mientras veía la tapa del féretro, aunque algunos piensen que los problemas te persiguen allí a donde vayas. ¡Qué mal he vivido!, se lamentaba. Todo el mundo debería asumir la vida como un conjunto de experiencias, por lo tanto, un camino enriquecedor. Pero no, hay mucha gente que lleva vidas lamentables, algunos por sus propias elecciones, otros por imposiciones, por sorpresa o premeditadamente. Seguimos adelante con la esperanza de alcanzar sueños que no siempre nos ayudan. Y luego llega la nostalgia, y ya es demasiado tarde. Aprendemos de todo, a veces en contra de nuestra propia naturaleza, pero aprendemos, no nos queda más remedio para sobrevivir. Pareciera que Ernst se negaba a aceptar algunas enseñanzas de pura obstinación y que repetiría su vida en los mismos términos, cuando, en realidad, era muy consciente de que lo único que le importaría sería tener a sus hijos cerca. Aunque todo parecía ya resuelto y lo único que restaba era retirar el cuerpo para tenerlo presente en la misa, nada pudo despejar la terrible angustia que sintió cuando Silvina se le acercó y como si de una venganza se tratara, le soltó: El cura el el tal, Olga estuvo a primera hora haciendo unos arreglos y ya se ha ido. El destino había puesto allí, ante sus ojos a aquel hombre que le llevaba 5


veinte años a su hija, que era un viejo de setenta y que dio la misa por el viejo Pisquin obviamente mareado por el vino. Las injusticias de la humanidad se le vinieron a la mente como si de eso dependiera la felicidad de su hija y miraba alrededor buscándola pero ella ya estaba muy lejos. La desazón que le producía aquel inconveniente sobrevenido, al menos esa vez, no había sido culpa suya. El azar establecía sus pautas y conllevaba complicaciones que reavivaba viejas hogueras en los corazones humanos. El mundo no dejaba de dar vueltas y traía y llevaba su desgracia como si fuese un juguete. Los largos silencios y las confusiones del cura mientras intentaba leer pasajes de la biblia fueron muy comentados de vuelta a casa. A Josie parecía hacerle tanta gracia que no había reparado en la verdadera identidad de este, hasta que Silvina, del mismo modo cruel que se lo revelara a Ernst se lo dijo a él. El taxi se detuvo unas calles antes de llegar al barrio, porque no tenían prisa por volver a casa y porque Ernst manifestó que necesitaba tomar un poco el aire. Pero se fatigó apenas anduvieron un poco y Silvina y Josie lo acompañaron cuando se sentó en una terraza, en medio de una plaza, rodeado de palomas y turistas. Poco a poco se fue recuperando, los síntomas de su falta de aire desaparecían y mostraban al hombre mayor pero aún fuerte que era. “No puedes salir ya a la montaña con tanta frecuencia”, le soltó Silvina. Pero como tenía la cabeza llena de ideas que iban y venían sin ninguna conexión, apenas la escuchó. Así que la miró y le sonrió como si el tono de su voz hubiese sido justamente lo que necesitaba en aquel momento. Debemos traer a cuenta, que del mismo modo que a unos hombres la edad les causa problemas de memoria o de articulaciones, a otros les quita la respiración hasta obligarlos a vivir sin apenas moverse, y a esta última categoría parecía que iba a pertenecer Ernst en unos pocos años. “En unos días saldré para París. Tengo unos amigos allí y me han escrito para que me reúna con ellos”, dijo Josie. Era inevitable, nunca había creído del todo que su hijo pudiera acompañarlo todos aquellos años que se le presentaban por delante tristes y sucios. “Rodri quería a Olga. Yo lo sé porque él hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Por cierto que me iré sin verla porque ella me rehuye como a un mal hermano. Todo el mundo recuerda el episodio del caballo, Rodri montado con el torso desnudo y completamente ebrio. Todos lo recordáis, gritando su amor delante de nuestra casa porque Olga lo había dejado. No quiso salir, nadie salió a hablar con él. Mamá se metió en cama y Olga subió el volumen de la televisión.” Josie decía la verdad, su amigo la había querido como nadie. Muchos hombres pasaron después por su vida. Cuando su madre murió se sintió perdida y durante unos años nadie supo nada de ella. Al parecer, la oscura noche de ciudades innombrables la asumieron como si fuera de su propiedad y la mordieron como se muerde para matar (abriendo mucho los ojos hasta el final). Esa cosa que ocurre a las muchachas que escapan de casa sin tener a dónde ir y se entregan a los brazos de desconocidos, en el caso de Olga podría parecer insólito, pero no era tan diferente a otras si así se quiere ver. Todos eran culpables, también ella y la madre muerta, pero sobre todo Ernst tenía que vivir con sus remordimientos. El cura le hizo un sitio en su casa, y por algún motivo, ella cumplió con el decoro necesario y allí llevaba veinte años, haciendo los trabajos de las mujeres que normalmente los limpian y los atienden, no se puede decir otra cosa. Sus hijos, al contrario de lo que pudiera pensar, apenas tenían recuerdos de él; lo habían borrado todo. Sin embargo, él sí que podía recordar las noches en vela por pequeños resfriados infantiles, preparando medicamentos y bajándoles la fiebre con remedios caseros. No todo había sido su trabajo en el banco y las mujeres que lo habían distraído de sus responsabilidades, también hubo momentos de paternal amor diluidos en las discusiones posteriores con Adelaida. Y además -esto también lo recordaba-, se encorvaba sobre ella para poder dormir y la abrazaba como si durante un tiempo hubiese tenido miedo a perder su familia. O, a veces, se quedaba en el bar hasta tarde porque no quería ser recibido con discusiones y prefería esperar a que se durmiera. Pero, el momento de la reconciliación nunca se produjo. Si durante un tiempo se lo pasó esperando que algo cambiara, eso fue parte de sus imaginaciones, una más de sus fantasías. No podía aceptar las condiciones de sumisión que la vida familiar proponía y seguir siendo el hombre por el que Adelaida, una vez, se 6


había sentido atraída. Y en ese momento de la memoria en el que introducía a Pisquin, a sus hijos cuando dependían de él y todos los errores cometidos, se decía que no es que tuviera que haber nacido en un tiempo más de acuerdo con su forma de vivir, sencillamente no había sido capaz de hacer las cosas mejor. Se quedó sin soluciones, no fue capaz de más, no dependió todo de él, estas y otras cosas rondaban su parsimoniosa conciencia. Unas semanas antes, una mañana de domingo se levantó con una sensación de bienestar que hacía tiempo que no experimentaba. Era como si le sacarán un ladrillo del pecho y pudiera descargar de golpe toda aquella sórdida sensación de culpa que lo oprimía. Hasta el viejo Pisquin pareció respirar mejor, sin poder adivinar entonces que e quedaba muy poco de vida. Durante los días que siguieron a aquel momento memorable, cuando se sentía cansado o deprimido intentaba recordar en algo que hubiese soñado aquella noche, por tenerlo presente y así recobrar un poco de aquella libertad que había sentido. Cuando se lo contó a Josie, lo atribuyó a un efecto desconocido, tal vez a una luna suave, calma en las tormentas solares, o que las bajas presiones que tantas veces le oprimían los pulmones, le estuvieran dando un descanso. Josie, que lo escuchaba con la atención de un discípulo más que un hijo, intentaba ser paciente y amable con él pero no lo conseguía. No podía entender que aquel hombre que había hecho tan poco por conocerlo y saber lo que pensaba de la vida, le contara aquellas aspiraciones de sosiego que pusieran fin a sus pesares. “Creo que un psicólogo te descargaría mejor de tus paranoias que las altas presiones”, le respondió secamente, y se quedó tan ancho. Y, a pesar de todo, no podía ser ajeno a los intentos de Ernst por obtener su perdón. No hacía tanto, escuchaba en la radio el programa de confesiones a medianoche, le hubiese gustado hacer su propia llamada y no contentarse con escuchar como les había tratado la vida a otros, tan dignos de piedad como él mismo. De aquel modo triste y simple en que los corazones y las almas se mostraban sin reparación, podría haberse servido de sus recuerdos para hallar la calma. Claro que no sería igual que contarle sus miedos y remordimientos a Josie, ni de lejos se parecería a esa comunicación perdida. Tal vez, a su modo de ver, era necesario que en el círculo de la vida, unos aprendiéramos de los otros, y sobre todo, los hijos de los errores de los padres. Aún, mucho tiempo después de que Josie desapareciera y no volviera a saber por donde andaba, toda aquella confesión reprimida seguía revuelta entre sus pensamientos más habituales. ¡Si al menos un día se atreviera a soltarlo todo en la radio, y por un golpe del destino, Josie lo escuchara! Nadie lo esperaba, nadie lo necesitaba, la casa estaba vacía cuando subía a la montaña, no había prisa por volver, ni precisaba hacerlo. No encontraba la forma de dejar de pensar en su pasado y los errores cometidos. Si se dejara vencer por el desánimo terminaría por encerrarse en casa y no salir; esperando la muerte por vejez, enfermedad o inanición. La montaña se volvía intratable con el paso de los años, parecía cada vez más imposible subir por sitios que en otro tiempo no le parecieran difíciles. Esa brusquedad la atribuía a su propia debilidad. Le llevaba más tiempo superar algunas dificultades, repechos y rocas que antes (eso le parecía) no estaban, se entretenía dando un rodeo por buscar senderos más asequibles, y en el borde de algún precipicio, daba vuelta para seguir por donde siempre había subido. Sudaba y se fatigaba más de lo normal, su respiración hacía un sonido ronco que lo llevaba a creer que podría ahogarse en cualquier momento y, a pesar de eso, seguía adelante. Nunca dejará aquella afición, a menos mientras las piernas le respondan, se dice. Y, sin embargo, no hay un día de su vida que no desee poner tierra por medio, coger un tren o un avión, e irse a vivir a otra parte, tan lejos como pudiera de todo, tal y como hacía su hijo -y que parecía darle tan buen resultado-. Es un pensamiento inexcusable, una falta de respeto para con la montaña y lo que representa. Pero ella sabe que no es así, que no hará una cosa semejante, que prefiere la pequeña aventura de ir por donde no va nadie y arriesgarse a un accidente que le impida volver a la ciudad. Es la misma persona que necesita ese juego de realidad, de caminar entre monte bajo y rocas desprendidas, sobre gravilla que lo hace caer una y otra vez.

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