La expresión de un momento

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La Expresi贸n De Un Momento



Probablemente, en su necesidad de calmar su curiosidad cuando empiecen a leer estas pocas letras, se pregunten si vale la pena el esfuerzo, e intenten descubrir ¿de qué va? No se ha escrito con la intención de que resulte fácil responder a esta pregunta, pero baste decir, que si alguna vez se han despertado a media noche y se han sentido solos y desamparados como si se encontraran en medio de la montaña esperando que amanezca con frío helador, y en ese momento han sentido también la necesidad de abrazar a alguien y además, están asustados y amenazados sin remedio, entonces tal vez descubran “de qué va”.

1 La Expresión De Un Momento Difícil Todo lo que pudiera decir de los momentos peores, tendría que representar el drama de la vida hasta convertirlo en extremo dolor, y no me veo capacitado para ello. Y por breve que fuera el significado que le diéramos al dolor que aún no se hace presente, pero se barrunta, sería un aprendizaje estimable. Pero sin duda habrá de llegar ese momento, y en ese instante insignificante, la condición del hombre, se representará ajena a cualquier interés o ambición que lo evadiera del destino inexcusable que cada uno merecemos. En la vida se presentan desgracias para las que nunca estamos preparados. Quizá, en ese significado que se adelanta, si lo hemos experimentado, podemos aproximar una representación de actores: acercarnos con la mesura de la víctima, a esa sensación de pesadumbre que nos invade, cuando los sueños se ven truncados por realidades superiores. Con todo, el desafío nunca debe resultar insuficiente y la fantasía ser considerada un disciplina sin carácter, una buena parte de las mejores enseñanzas del mundo moderno se deben a las novelas ligeras que nos invaden desde el siglo XVIII, o tal vez antes. Alguna vez habrán oído que “la fama tiene un precio” y eso forma parte de la idea que tenemos de nuestras expectativas (siempre de forma general), de lo cautivos que estamos de ellas y del escaso margen de creatividad que nos damos. Nos encontramos


empleando todo nuestro esfuerzo en buscar resultados, en concedernos algún éxito y alcanzar metas que nos dignifiquen, que nos distingan, pero también que nos sirvan de amparo. Nos concierne evadirnos del irremediable fracaso visto en la distancia y nunca extraviar la necesaria preocupación que alimenta nuestras vidas. Así, en tal reflexión, todo éxito es circunstancial e independiente de lo que realmente importa -que es llegar a conocernos a nosotros mismos antes de ser tan ancianos que ya no haya tiempo-. Estamos jugando un juego desigual, en el que partimos con poderosas razones, pero insuficientes. Para algunos hombres la desgracia llega por sorpresa, y no es hasta ese momento que se les descubre el sentido de la piedad, de la precaución y de la verdadera condición del hombre. Hablamos de nuestra integridad y a la vez de fragilidad, de aspiraciones que van más allá de lo que un hombre debería plantearse, y a un tiempo de lo vulnerables que son nuestros corazones. Me debería poner en alerta lo poco que hemos aprendido de rol superior que representamos, e incluso lo poco importante que es nuestra voluntad, aquellas tareas que pretenden evadirnos de esa realidad construyen un mundo poco artístico, pero a la vez conmovedor, que se mueve en la dirección del perdón, de la ofrenda y del sacrificio. Ya no se trata de una pirámide que albergue nuestra alma, dispuestos a un intercambio de tesoros que den fe de nuestra importancia, nadie nos va a dejar entrar en un paraíso si no es de esclavos, a menos, que reconozca el sobrehumano esfuerzo que hemos hecho por construir este mundo llenos de codicia, de envidia, de piedad, de rencor, de amor, de soledad, de inteligencia, de sacrificio, de placer, de honradez, de simpleza, de mala conciencia, de arrepentimiento, de traición, de perdón, de voluntad, de obstinación... No nos van a perdonar (o Dios no nos va a perdonar), entonces, entremos en la contradicción del esfuerzo que ya nadie puede medir y un perdón que no nos pertenece. Parece claro que el Faraón no persigue pasar al otro mundo con sus riquezas para poder disfrutar de ellas sino ofrecerlas como un sacrificio, o en todo caso, dar una dimensión de su rango para ser tratado conforme a tal. Los que nunca llegaremos a Faraones no tendremos esos problemas, iremos desnudos, algunos sumisos, otros desafiantes, aunque nadie se atreva a mirar a un dios a los ojos. A todos nos gustaría que alguien reconociera nuestro mérito, tal y como sucede en las guerras más civilizadas en las que a los oficiales hechos prisioneros se les mantiene aparte de la tropa y se les da un trato mucho más considerado. Estaremos sintiendo en este punto de que si el más allá también siguiera esa mecánica burguesa sería igual de injusto que este mundo que nos toca, y ese sentimiento rompería todas las cadenas. Incluso en el caso de que el sometimiento más doloroso y despiadado nos llevara a creer que sólo si portamos un tesoro suficiente podremos entrar en el paraíso, deberíamos aspirar a alguna puerta trasera o arreglo para parias. Esto no es aceptable, no dejemos que dominen también nuestras mente, que nos sometan en vida, con el látigo y con la represión pero nunca aceptemos sus creencias: Los Faraones se pudrirán igual que el resto, al margen de todo el avaricioso tesoro que hayan amasado en vida. Estos nuevos faraones que ostentan cargos de ministros o empresarios ya deberían saber que el mérito necesario para morirse en paz es haber vivido sin dejar nunca de luchar por ser libre. Somos libres mientras poseemos la libertad de morir, por eso el peor cautiverio lo


imaginamos en un salón de tortura, en una comisaría de un estado no democrático o en el sótano de un asesino en serie, delante de un verdugo encapuchado que nos va infringiendo todo tipo de sofisticadas quemaduras, cortes, estiramientos o directamente, dedos, uñas y ojos arrancados. El que no se haya imaginado en tal trance es porque aún no sabe de lo que es capaz el destino y su retorcida e inesperada desesperación. Tenemos libertad para amar, mantenernos firmes ante la pasión, y sin embargo morir un poco cada día. ¿Esperaremos cada momento un amor truncado o seremos capaces de bailar con la traición que nos supone? Los grandes amores nos matan un poco cada día, sin remedio. Pero ni el amor nos va a librar de tanta enfermedad, nos mantiene ajenos al paso del tiempo y finalmente nos traicionamos a nosotros mismos. Sería imposible intentar probar la relación que existe entre la ambición y el miedo que algunos hombres muy activos le tienen a su destino, si no fuera porque el éxito está en su mayor parte contenido por un miedo sordo y distraído. Aún en el caso de que pudiéramos probarlo científicamente, esos hombres no lo reconocerían; prometerían que todos tememos algo y que sus miedos no son ni mejores ni peores que los de nadie. Los otros hombres, los que no han sucumbido a la avaricia y se dejan querer y atender, parecen no cavilar sobre la importancia de lo que perderían en el caso de perderlo todo. Cuando nos llegan noticias de esos países en los que aún se practica la pena de muerte, nos preguntamos ¿qué es lo que falla? No es posible que sigamos creyendo en la venganza como una forma más de hacer justicia. Vamos buscando una libertad de espíritu que nunca consentiremos mientras permanezcamos ajenos a la peor de las torturas. Esta vez no se trata del hierro candente, se trata saberse condenado y que pasen semanas, meses, años, en el corredor de la muerte pensando que el día que amanece, puede ser el día en que por fin muera y lo liberen al fin, de vivir amenazado. Nadie es inocente del todo, pero queremos establecer una diferencia clara con todos esos asesinos, mostrarles la lección: “nada les hubiera ocurrido si no hubiesen traspasado la línea”. Entonces nos preguntamos algo más definitivo, ¿cómo es posible mantener nuestras sociedades con bajos niveles de delincuencia si en nuestro país no se ejecuta asesinos? Y sin embargo funciona, nuestras cárceles son más humanas, y reintegramos a la sociedad a aquellos que han pagado por su delito. Pero me estoy alejando de aquello a lo que quiero llegar y que parece convivir en nuestro inconsciente, del mismo modo que la ansiedad domina al condenado a muerte en el pasillo de la muerte; necesitamos saber como nos afecta vivir bajo amenaza. El desconcierto que nos produce lo inútil de todo esfuerzo delante la arruga, esa misma que nos sorprende en el espejo cada mañana, debería ponernos sobre aviso. La enfermedad, la vejez y la muerte no se pliegan a razonamientos, por muchas vueltas que les demos ni los Faraones están libres de su área de influencia, ni por su rango, ni por los honores que les dispensan sus soldados, ni por los tesoros que amasan y amontonan debajo de la cama. El Faraón moderno es un político burgués dispuesto a hacer pasar al pueblo las peores penurias, siempre que a ellos no les alcance. ¿Debería consolarnos pensar en una muerte democrática? La representación del hombre desvalido a pesar de su fortuna no es una solución para la continuidad. Permanecemos en el presente, en nuestras propias impresiones, en el punto sin


significado, sin salvadores que se puedan inclinar sobre vacío al que nosotros cada día nos asomamos. Carecemos de sentimientos acerca de nuestra propia muerte, no asistiremos a nuestro entierro para decir, “¡Qué buen chico era. Aún no merecía morir!” La existencia tiene palabras que nosotros no entendemos, que no están en nuestro vocabulario, pero que adivinamos cada vez que nos ponemos en marcha porque comprendemos que no podemos sentarnos a esperar. Esperar no significa nada, porque no estaremos presentes para llorar nuestro propio cadáver. Pero estamos ahora, puede que recelando de la imagen que nos cuestiona en los escaparates, el reflejo que no palpita, que se mueve pero que está frío. 2 Tratamos De La Inmortalidad Me gustaría creer que el viento no tiene nada que ver en esto, que la noche precisa de cristales mojados pero no golpea contra la rama suelta. Decirnos que en algún momento cesará el ciego en su barrer esquinas con un bastón violento. Se guiará por el ruido de los tejados que volarán hasta sus pies, y chocará contra los autos y la farolas antes refugiarse en un portal y dormir sobre la baldosa. Presentía las carreras de otros cuerpos, de gentes que creían ver y se precipitaban en el mismo agujero. Esa noche tampoco pudo dormir. El pensamiento se pervierte hacía afuera, hacia la gente, hacia los amigos, la familia y los conocidos, donde el caos nos recibe con la medida de la continuación, nos condiciona reservándose el derecho al presente. Nuestras contradicciones, sin embargo, se quedan dentro, en la exactitud de la espera. Al futuro lo cuestionamos, la continuidad es frágil y el pensamiento cuando se trata de nosotros no se desplaza como lo va a hacer ahí afuera, con la gente. En ese lugar al que nos arrastran no acudimos mostrando el miedo, no está permitido y nunca tienen suficiente. Podemos estar en la concesión de que todo nos afecta; también el pensamiento ajeno, el que no muestran, el que a ellos también los mantiene a la espera. Un cuerpo muerto no hace las reglas, delante de un rostro que no respira uno pone barreras a los errores cotidianos. Sabemos que la verdad que nos asusta lo hace porque es dolorosa; nos ahuyenta sin remedio. En la condición de los muertos, deambular entre los vivos no es definitivo, y seguimos ahí, de pie con esa sensación fría en la nuca, como si un espíritu nos rozara. Nos escondemos detrás del luto, subimos el cuello de la camisa y giramos la cabeza. A nuestra espalda no hay nada, seguimos viendo el rostro que no respira, miramos la lampara, ninguna señal: va a ser que los muertos no asisten al espectáculo de acompañar a amigos y familiares y ver su propio cadáver. Encontrar una idea nueva en una situación así no es fácil. Miramos el cuerpo inerte, frío, indefenso, inofensivo, de esa manera que lo cambia todo para aquellos que por


fin lo encuentran, sin miradas huidizas, sin dejarse ya amar. ¿Qué buscamos detrás de una piel falsa?, una piel que no acepta caricias ni el calor de otra piel, incapaz de rejuvenecer, de brillar como brilla la piel de un niño o de resucitar. La muerte es un efecto contrastado por la falta de luz en los ojos y la opacidad de la piel, auspiciada por un cansancio infinito si ha sido una muerte aceptada, como se acepta uno cuando se apaga. Si Dios estuviera de nuestra parte nos permitiría asistir a nuestro propio entierro, quedarnos delante de una tumba que espera el ataúd y al fin, verlo tomar tierra como quien mira a un extraño. Tiene peligro desear estas cosas, colarnos entre los vivos y escuchar sus comentarios para hacernos llorar por nosotros mismos, mientras otros consultan su reloj porque llegan tarde a la oficina, o recuerdan nuestras últimas equivocaciones. Inventar una excusa para no asistir a este tipo de celebraciones, termina siempre en avería. Desear no ser nadie, no merecer estar allí, escondernos en el sótano de los cobardes no va a evitar esa visita tan inoportuna, el victimario de nuestras penas. Para aceptar que el último momento sea el momento más injusto, tenemos que estar totalmente vencidos, y no imagino que nos llegue de ninguna otra manera. Necesitaría una lengua propia y desconocida por el mundo para contar las apariciones, pero ni la aspiración a una lengua vinculante con la humanidad serviría para tal cometido. Espero que nadie se sienta decepcionado cuando hablamos de apariciones como podemos hablar de palabras, o de sensaciones. De pronto nos encontramos en un sitio diferente, en un lugar desconocido, y antes de que nos convierta, nos preguntamos si los lugares pueden hablar sin hacer gestos, sin dejar pistas o huellas que muy pocos puedan interpretar. Cualquier cosa que suceda nos hablará con labios carnosos, un tren que conduce la noche, un discurso que sucede exhalando vapor de estrellas, un idioma perseguido por un arma, un atleta llegando a la meta, una pesadumbre calentando los pies sobre un lar de troncos secos. Desde que desperté en el estómago de la ballena tuve todo mi tiempo para encontrar una equivalencia de cementerio húmedo, abandonado y de dudosa cimentación, Resbalando hasta enmohecer de semejante carne, dejándome llevar por el ronquido del cetáceo, podrido de mortajas. En el agujero de nuestro entierro, golpearemos la tapa del ataúd cuando ya no exista remedio. Para el perdón de viejas pendencias consentimos en convertir la muerte en un grave acontecimiento, pero la muerte de todos. En realidad una ballena no huele mucho peor haciendo la digestión de un pescado de diez días, que nuestra carne pudriéndose durante un tiempo equivalente dentro de un ataúd. Llegué a un punto en el que dormir no era lo más fácil, porque si nos acoge el sueño creeremos que volamos, o que se caen los aviones, perderán altura y asumiremos la angustia como una verdad aún no revelada. Llegados a este punto nos transformamos, nos volvemos seres tristes, grises, sin imaginación, sin ilusión y sobre todo, sin ganas. De vez en cuando quizá tenemos algún recuerdo de juventud, porque los acontecimientos de la vida siguen demostrando su avance, y deberíamos rechazar tanto optimismo porque termina por entristecernos aún más. No podemos reducir el pesimismo, es superior a nosotros, nuestra última aspiración es peregrinar por el abismo de una galaxia, caminar entre


cuerpos celestes, la soledad total. Los males del mundo no los podemos detener por llegar a la propia consciencia de nuestro cuerpo material, consciencia de que existimos y podemos cambiarlo todo y cambiarnos a nosotros. Desearíamos no ser tan viejos como aquellos a los que vemos y en los que nos convertimos, ese rechazo es de una influencia total, nuestros ojos nos revelan otra verdad contra la que nada podemos; nuestro camino no tiene alternativa ni distracciones. El mundo seguirá girando cuando resucitemos, ajeno a nuestra experiencia. Nada es peor que saberse vivo y competir con la eternidad, ninguna tortura debe ser más terrible ni angustiosa. Vagando con nuestra queja sin materia, eternamente conscientes para ir a ninguna parte conocida. Vivir sin cuerpo, sintiendo el mismo desasosiego, incapaces de perder la razón o de recuperar la minúscula parte del ser que una vez fuimos. Nos agrede la amenaza a la que Dios y el Diablo nos someten, cada uno a su manera de soltarnos despedidos contra la fuerza desconocida a la que nos sabemos atados cada noche. Los hombres pasan en sus alucinaciones de la experiencia del que se cree inmortal, al que se cree un resucitado. Incapaces de conocer la verdadera naturaleza de su miedo se disponen a luchar con un demonio nunca antes representado sobre un caballo en llamas. Podrían demostrarse un poco de valor si se dispusieran a la batalla, arrojarse contra el mal invencible y ofrecerse para ser degollados. Cada una de las manos del demonio se ha convertido en espada que les ha extirpado las vísceras; intentan sostenerlas presionando hacia adentro para que no caigan al suelo mientras se arrastran esperando el golpe que separe las cabezas de los cuerpos. Esa noche dormí a su lado, temiendo perder la razón, la abracé como se abraza una virgen. Dormía profundamente ajena a todo, y envenenado por su belleza caí sin fuerzas a su lado, pasando uno de mis brazos por su hombro, pegando mi boca a su nuca. Me acogí a su cuerpo transformado por la ausencia de miedo que experimentaba. Quedaba pues algún refugio, alguna fortaleza imbatible en la que ni el caballo de fuego podría entrar. El temporal no arrecia, se ha vuelto una lluvia sucia contra nosotros, llueve gusanos hambrientos desde la boca del Dios traidor. Representan la misma muerte reventados en su caballo al paso de floritura. La mujer que te acaricia no puede sustituir su consuelo, pero ya no existe la bondad tal y como la conocíamos. Lo he visto detrás del descomunal cornudo de fétido aliento, con los atributos de un caballo en la mano y llorando espasmos de serpiente. Se llevaban a nuestros padres arrastrados con gruesas maromas de esparto, eludiendo la batalla final para que siguiéramos torturándonos. Nada termina esta noche de abrazos, ella duerme. La última hora de la noche, uno cree que se van a retirar los fantasmas, apago la lámpara de la mesita de noche, pongo un transistor, las noticias tampoco traen nada nuevo. Qué tu pretendas terminar antes del amanecer no te va a ayudar, sabes que es engañosa esa placidez que interrumpe con publicidad de plantillas de gel o del refresco de moda. El último sueño vuelve a triturar la realidad, la conozco mejor que el delio que me atormenta. ¿Cúal es la verdad?


Dios no está en nuestro retorno, ¿se dejará perdonar por su traición? El Dios todopoderoso en su caballo de dolor, abrazando al ángel rojo que conduce las riendas de nuestra amenaza. Somos indiferentes a la destrucción del mundo con la fuerza de un instante. Tal vez la destrucción de la continuidad nos calme, dejaremos de ser la herencia que nos asfixia a cambio de un aire pacificador, una peste contagiosa, nuclear e irrespirable. Tenemos hijos como parte de una cadena que ofrecemos al Creador el dueño y señor del tormento, la herejía de nuestros despertares. Ofrecidos al horror de la guerra, de brazos mutilados por la vacuna o al cuchillo del vientre enfermo. Da lo mismo que los jinetes nos cubran de silencio, hay un amanecer de manzanas y serpientes. Tal vez esa espalda retorcida nos invita al olvido para morir al fin sin haberlo presentido, por un ruido de pistola repentina, atronador e inesperado. Libertad de morir para no abrir el pecho a la santa espada justiciera, mientras el ángel negro, desnudo se contrae por la terrible visión: el mundo ha volado por los aires. Nos amamos, tenemos derecho a ello, nos cubrimos de amor porque sabemos del desprecio divino. Su pelo le cubre la espalda, lo recojo sobre los hombros, y noto su respiración al ritmo de los escorpiones, desesperando las piernas abiertas transpirando la impaciencia de su abandono. La tragedia de la vejez no es la muerte, es amarse incomprensiblemente hasta las últimas consecuencias pero a una vida como la nuestra no le hacía falta llegar tan lejos. A un amor como el nuestro no le es preciso mostrarse, dejarse ver, ser conocidos, estar vigilados, sentirse rodeado, observado y nutrido por desconocidos. Amamos nuestras arrugas desde la caída apasionada del ocaso, aquí en el paraíso sin tocarnos, sin más abrazos, ya hubo suficiente. “Una vida como la nuestra! ¿Qué clase de frase es ésta? Prescindiría de ella porque no he venido a hablar de las vidas que se pueden vivir. Pero era necesario, porque sólo el amor calma esa sensación de falta de aire. Es necesario a veces hablar del amor aunque se comporta como un parásito.

3 Para Celebrar Visiones Necesitamos Ritos La cama sola, fría y quebrada; en ningún refugio uno echa tanto de menos otro cuerpo. Sin embargo, una vez que hemos caído encogidos como corderos sobre la piedra del sacrificio, desearíamos una noche más perder el sentido. Las palabras empiezan a salir de nuestras orejas, de nuestras fosas nasales, de nuestros ojos, y como hormigas se cuelan en nuestro pelo, nos rondan, y dan forma a la soledad del cuerpo diminuto que se encoge en posición fetal viajando un viaje universal, invadido del vértigo del momento más desamparado que recuerda.


El temor de encontrar a nuestro juez esa noche, el temor de ser juzgados por no haber tenido el derecho a la peor de las equivocaciones, al más terrible de los errores. El temor de sentirnos inocentes en manos de lo inesperado, sin respeto por nuestro sentir, En tal momento nos declaramos sensibles, vulnerables dispuestos para ser sacrificados en un altar de asesinos. Hace falta un mundo expuesto a la calamidad durante millones de años, para extraer de su esencia un puñado de artistas verdaderamente meritorios. Encogerse en la cama esperando que llegue el día no libra al artista de su responsable falta de mérito, si la obra que deja no cambia, no modela y no aporta una visión trascendente merece ser juzgado y sacrificado como el cordero de horror en los ojos. A lo largo de la noche vamos perdiendo la sangre prometida resbalando sobre escamas superpuestas, nos volvemos pez en comunión con la oscuridad. Nada sucede de día que sirva como definición de obsesiones, debemos tenerlo en cuenta, pero el motivo de la noche es el momento real que nos devuelve al anatema que con tantos otros pertenecemos. Debemos definir nuestro pensamiento como tumoral, ausente de felicidad o alegría alguna, hemos sido inspirados por una realidad diferente y nos aferramos a ella por encima del horror que nos produce. De tal manera hemos aceptado ser tocados por el pensamiento, que nos conduce sin protesta a pasillos en los que nadie deambularía por propia voluntad. La noche avanza como un cáncer en un proceso de disculpa, de amenaza, de aceptación y de reproche. Y si fuera posible nos gustaría apartar esa copa de sangre que una mano resbaladiza nos ofrece. Entonces un terror superior nos asalta y se trata de que nuestro miedo nos detenga para siempre y ya nunca despertemos. El proceso de sincerarnos con nuestra sensación más penetrante, a menudo es dramático y se queda de forma permanente. Se suele creer que en la juventud, al estar rodeados de otros jóvenes, no somos demasiado considerados con esta enfermedad que nos hace envejecer, que no tiene cura y que a pesar de producirse como una lenta invasión, al final termina por instalarse. Es en ese momento de nuestra madurez en el que ya nada nos distrae, en que volvemos a ver alrededor, a interrogar a nuestro entorno acerca de los que ya han muerto, y de los que desesperados como nosotros se enfrentan a la enfermedad, a todas las enfermedades, al envejecimiento y a la amenaza de la muerte repentina. Parte de la obsesión que aquí expreso tiene que ver con la verdad eludida, la parte que no queremos conocer, la negación, la traición de no aceptar lo que va a ser como definitivamente va a ser. Nadie más te va a ofrecer refugio, más allá de lechos provisionales en pensiones apestosas, enredado en piernas y cabellos de no más de una noche. Sin ternura, sin besos, sin caricias, todo es mucho más fácil sin afecto. El dolor emocional llevado al nivel de tortura es lo que heredamos de la continuidad del mundo. El show debe continuar, unos mueren y otros nacen, y la gran sorpresa continúa. Lo que no podemos asumir como una terapia debemos asumirlo como una liberación. En otro tiempo se pensaba, o cada uno pensaba, que como hombre era el centro de la creación; no había nada más importante que uno mismo, tiene gracia, ¡cómo si el mundo fuese a dejar de dar vueltas cuando cada uno de nosotros desaparece! Es sólo cuando somos conscientes de que eso no es así, cuando asumimos la traición, el engaño al que hemos sido sometidos, y en ese momento dejamos de hacer pie, perdemos el contacto con la tierra y sobre todo con el dueño


del caballo ardiente en el que monta a su ángel negro para que lleve las riendas. Para un neurótico dolorido por la idea de la noche que no amanece, los dos montan el mismo caballo que nos amenaza cada día de nuestras vidas. Perdemos materia, queremos ser éter condenado a vagar por los siglos sin cometido alguno, sin razón ni pensamiento: sin emociones. Mientras el cuerpo no se desvanece comprobamos que otros cuerpos se pegan al nuestro, hacen suyas todas nuestras mejores cualidades, eligen cada confesión y nos someten con insultos que no esperábamos. El insulto puede resultar mucho más doloroso que otro tipo de violencia, física, desprecio, privación de libertad o de alimento, la violencia que siempre busca lo mismo, someternos. En las novelitas románticas del siglo XIX, palidecían de amor, se dejaban mutilar o chupar la sangre, las vírgenes se ofrecían para ser sacrificadas en los altares de sectas que se bebían su sangre e invocaban a Belcebú para que las montara con forma de macho cabrío. Estos hombres y mujeres sectarios, lejos de vivir en la creencia de que así salvaban sus almas, se veían así mismos como herramientas del ser superior, se dejaban utilizar para calmar su ansia de entrar en un mundo burgués a cambio se sociedades secretas que se movían en los salones de baile y los teatros con la mayor naturalidad. Desgraciadamente el espíritu ya no vale nada, ni el amor, ni la justicia ni la creencia de que si entramos en el más allá coronados de tesoros seremos tratados con un rango de reyes. Ya nada vale, nada calma al hombre moderno descreído de antiguas supersticiones. De todas las religiones ninguna va a resistir el paso del tiempo, porque ya no tienen la fuerza supersticiosa que hacía imaginar a los hombre los milagros más intolerables. Y con este hombre moderno descreído las religiones desaparecerán. Pese a los intentos de los gobiernos de todo el mundo de mantener al hombre corriente en la inocencia de los que creen lo increíble y se dejan sugestionar, la fuerza de la sicosis avanza y la preocupación nos asola. Culpamos a cualquier fuerza desconocida de la metáfora de la enfermedad, de la vejez y de la muerte, culpamos a todos los dioses y demonios del mismo modo que culpamos al vecino desconocido por el ruido de su televisión que no nos deja dormir. Volvemos a creer que moriremos esa noche mientras a través del tabique escuchamos un anuncio de la teletienda, y caemos rendidos ante las bondades de bata-manta jedai. Ella es delicada, blanquecina, hace fantasías cuando se mueve, que es a lo que estaba esperando para despertar el tacto mórbido de la carne hinchada. La diferencia entre la fiebre de la pasión y la fiebre de su cuerpo enfermo no es apreciable si de cualquier manera me consume, si de cualquier manera tendré que usar metáforas para poder decir que se disuelve de romanticismo. Podríamos desatar fuerzas hasta ahora desconocidas, a partir de una imagen que cuestiona lo que existe por separado, lo que nunca se compromete con la vida del hombre y su naturaleza. Concebir que es mejor así, someterse al disfraz de lo que nunca cambiará, de aquello que no cederá porque nadie es joven, intrépido, innovador y atrevido para siempre. Los conservadores escriben la historia de los que han perdido, pero sobre todo la de los que van a perder. Como lo explica nuestra tragedia, ni la transformación del poder político podría detener un engaño semejante. Así como


la guerra ha mandado una maldición de destrucción sobre las generaciones venideras, un exceso de sensualidad nunca nos convino. La maldición del joven soldado, apenas ha dejado de ser niño y sale corriendo para alistarse. Se trata del resultado de la ferocidad humana, dispuestos a condenar a todos sus enemigos a morir atravesados por una estaca, a bañarse en una pila de corazones jugosos, templados y confortables. Han formado un documento, un contrato con el Estado que les anuncia como representantes legales de la barbarie. Según toda la amargura de la que un anciano es capaz, el derecho a morir podría cambiar algunas cosas. Ya no se trata de libertad, sino de derechos lo que nos consolida en favor de la traición, de la misma de la que hasta entonces nos hemos sentido víctimas. Ningún templo albergará el estiércol de los resucitados según se mueven con aliento fétido y paso torpe, o se muevan con una danza inventada en el mismo momento de su ejecución. Nadie baila como los fantasmas o los muertos, sin música, sin armonía sin pretender agradar o convencer. Dancemos como para una boda porque lamentarse no va a solucionar nada. Celebremos que la guerra tiene que terminar ya que no podemos expresar con felicidad que aún no haya terminado. Unos pocos millones de años para felicitarnos por la continuidad de los vienen a tomar el relevo. La luna brilla sobre los árboles escarchados, mi vista no alcanza más allá de un camino angosto y una figura retorcida, un mendigo o tal vez un viajero, muy cerca de la casa se encoge y duerme. Los arbustos se mueven inesperadamente, en el momento que una alimaña se precipita sobre un pequeño ratón de campo y lo inmoviliza. Los espíritus de muertos recientes vienen hacia la ventana de mi casa, son soldados de guerras pasadas, mutilados, de uniformes desgajados de sus costuras, de dientes caídos y de ojos vacíos. Mi perro le ladra al aire, incansable protesta porque le molesta que toda esa fiesta de muertos hayan venido hasta aquí, no es el mejor lugar para concentrarse. En un momento, tengo la impresión de que ese hombre, o lo que sea, necesita ayuda, me pongo un impermeable y me dispongo a salir. Con rápidos movimientos los espíritus se dirigen hacia mi, me acosan , revolotean sobre mi cabeza, los más osados me atraviesan como si yo también fuera la luz de un proyector poco antes de precipitarse sobre una pantalla de cine. Acechan todos los males a través de la impotencia que me asola, empieza a llover y la distancia de pocos metros que me separa de aquel bulto oscuro me parecen kilómetros hasta el fin de la tierra. Entonces mi perro, más tranquilo por mi presencia, ladra en espacios disconformes, intentando acomodarse a aquellas presencias que se alejan de él para seguirme de cerca. “Fuera de aquí”, grité al aire, a la lluvia y a la nada. Agité los brazos sin conseguir mi objetivo, porque cuanto más me movía más se agitaban sobre mi cabeza estos incómodos nuevos “amigos”. Me convida la lluvia, miro el trozo de carne desde mucho más cerca, parece un perro, pero es más grande, un mastín o un lobo. Está casi muerto pero aún respira, tiene las señales de la muerte, posiblemente le ha disparado un soldado. Ha debido arrastrarse mucho hasta llegar aquí, hay un rastro de sangre entre los dos. Con la crueldad de un gruñido intento tocarlo y se gira esparciendo la espuma de su boca hasta hacer presa en mi mano. Y no parece dispuesto a soltarla, los huesos crujen, la carne se abre y cuando intento retirarla los dientes de esa tremenda bestia se clavan más y más profundamente. Lo pateé con todo el desprecio que pude, ya no podía responder, la cabeza le cayó sobre la tierra sin fuerza. Fui en busca de


una estaca afilada y lo rematé. Lo ensarté una y otra vez, y comprobé que estaba definitivamente muerte metiendo la estaca en la herida de bala que traía consigo. Allí lo dejé pudriéndose con su bandera. Ella estaba despierta, sentada ante el espejo de su tocador, fumando e intentando borrar la pintura de sus ojos y la sonrisa de sus labios, nada podría detenerla. Me propuse no alarmarla e intenté esconder mi mano. “¿No creerías que podría morirme sin esperar tu vuelta?”, ella hizo como que no me había escuchado. Entre el amor y la pasión se entrelazaban nuestros ojos, nuestra respiración, nadie podía amar más sin sufrir tanto. Han pasado cien años y ni la guerra pudo con nosotros. Su cuerpo ya no es el mismo, la presión de su ropa ya no puede contener por más tiempo cada nuevo suspiro, la vejez ha convertido sus pechos en membranas, y sus nalgas en tumores, pero la piel de su espalda es brillante, de un blanco absoluto y lacerante. Coge mi mano y la mira extrañada, saca una botella de whisky del cajón y la riega como si tuviera sed. La detengo y vierto el whisky en un vaso, entonces tomo un trago y le ofrezco el resto. Tenemos cientos de años, pero nos amamos sin remedio.

4 Vuelve a tu hoyo maldito idiota. La gente no entendería una resurrección porque nunca existí. Otro rasgo de que el amor me calma, es reconocer que en ese momento el miedo vive en las palabras que articulan las fobias. Mi penitencia fue poder contarlo y no lo hubiese hecho si no me hubiese sincerado con la mujer que volvía cada noche de bailar en un cabaret y reír los chistes zafios de soldados mentirosos. Según entiendo, morir de pena es aún peor, pero eso no consuela, al contrario, enfermar nostalgias es la peor de las soluciones. El humo adquiere el significado de la destrucción cuando la guerra desaparece a los hombres bajo el fuego de esta tierra. De todos los predadores que acompañan a los soldados sólo aquellos que los bendicen, los que se arrodillan para recibir un disparo de oro me causan alguna piedad. En la condición del hombre está rechazar la guerra por su detestable demostración de dolor, de ser una herramienta al servicio del mal como cualquier laboratorio de tortura medieval o cualquier comisaría política de alguna detestable dictadura. La guerra no termina, no podemos atribuir a esos presidentes que matan a su propio pueblo la absolución, porque algunos se esconden detrás de un signo político y otros creen en el poder divino de la resignación: Dios nos ha abandonado a todos, nos ha puesto a prueba y ha convertido la vida en muerte


sin sentido, en fe sin alegría, en mostrarnos sin rubor (divino eso sí) que sólo admira a los hombres capaces de dominar a otros hombres, de someterlos y destruirlos si es preciso, porque de eso va el mundo. La traición de Dios se consuma con el miedo creciente a sufrir sin motivo y morir sin haber entendido su propósito. Ha convertido cada vida en un nicho de cáncer, de viejos enfermos en geriátricos, de niños de la guerra matando y dejándose matar y de hombres corriendo a la oficina porque tienen trabajo atrasado. Que hoy en día sigamos creyendo que debemos rodearnos de riqueza para establecer nuestro rango dice de los que creen eso que se someten a ser amados por sus traiciones. Y llevamos la traición y la falta de compromiso a la razón final de la que debemos alimentarnos. Nadie puede creer que los hombres que se arrogan el derecho a la santidad, son realmente santos, ¿o sí? El relato del orden religioso, de la disciplina, del dolor, del sacrificio a cambio del orden social se viene una y otra vez abajo porque pierden la serenidad. Matar se convierte en algo relativamente fácil, amar la muerte en solución a las guerras a las que sirven, consagrar a los soldados y formar parte de un ejército de los propensos al semen fácil, al estúpido intento de germinación desinteresada de novicios y sus mentes virginales. En ese momento de juventud, cada uno de ellos empezará a comprender que la extinción de la vida, con todo lo que representa, exigirá de ellos un sacrificio personal para el que no habrá consuelo. Por muy concentrados que se nos muestren en sus rezos, en su tortura interior, nunca serán perdonados por un Dios que quiere tiranos dispuestos a morir y a someter al mundo con la espada. La guerra suena como un mar tormentoso arrojándose contra los puertos, partiendo los barcos y no dejando refugio. Mi mano ha empezado a sangrar de nuevo, la he vendado y la tela se ha teñido de rojo. He salido a la terraza para poder ver el cielo nuboso, cerrado de un gris que no que no entiende de secretos. Se oye el estampido de los cañones, de ahí retumban los espíritus que de nuevo me rodean, que bailan sobre mi cabeza e intentan molestarme. Si al menos pudiera tenerlos un poco más en cuenta..., es posible que sean viejos parientes que sólo reclaman un poco de atención. El resplandor del fuego en la lejanía empieza a disolver el gris y volverse naranja sucio. Cada uno guarda sus dolores y obsesiones como un secreto. Guardarse el miedo es, sin embargo, más difícil. Estamos muco más cerca de lo que creemos, ella fuma y me mira a través del espejo. A continuación, inesperadamente, moja un trapo en una tinaja y lo escurre, entonces se lo pasa por la cara hasta que la pintura se va corriendo desfigurando sus rasgos. La presión del bombardeo, suena muy cerca, como un mar embravecido, apasionado, sin respeto. De nuevo a empezado a llover. Las ráfagas de viento hacen dibujos nerviosos con el agua que se arroja contra todo. Está la noche en su oscuridad a campo abierto, cubriéndose del bombardeo, dispuesta de barro para aceptar cuerpos mutilados. Los gritos de la guerra repugnan al alma, se acercan. En el camino entre la casa y el pueblo hay un cementerio, algunos soldados dormirán allí esta noche. He pasado por allí no hace mucho, algunas lápidas habían sido levantadas, ya no puedo saber si los huesos de mis abuelos siguen reposando su ceniza en el mismo sitio. -No puedo creer que el fin del hombre sea la guerra. Así debe ser si todo nos conduce siempre al mismo fin y no ha habido un sólo creador capaz de dar una idea que pueda evitar esta inclinación natural a destruir, a nunca conservar ni respetar lo


que otros han construido. Se que tu me entiendes aunque no me respondas, se que me amas y por eso guardas silencio cuando no te dejo dormir, pacientemente. Por alguna razón te expresas cuando el maquillaje pasa de tu cara a ese trapo sucio. Cada una de tus arrugas se va en él, en el color marrón de un agua que hace mucho que dejó de ser potable, tus arrugas están en la textura del tejido y en el agua de la tina en la que intentas escurrirlo, como si ya no sirviese -me mira y fuma, en un momento se va a dar la vuelta y va a coger una de esas novelas románticas que se amontonan sobre la coqueta-. Me dirijo al lugar donde yacen todos mis sueños, el mueble bar, es una especie de mueble antiguo de formica con tapa abatible que cierra por la parte superior. Tenía que haber sido un mueble lleno de botellas con una barra semicircular, acolchada en piel por la parte delantera pero hemos vendido esa parte. Tampoco está lleno de botellas, apenas un par de botellas empezadas de whisky que Llorena se trajo del cabaret, y una botella de champagne francés auténtico que guardamos para una ocasión especial. Al ir moviendo los vasos que justo alguien ha lavado no hace mucho y dejado por delante, intento no romper nada, mis manos ya no tienen la precisión de la juventud pero siguen igual de inquietas e impacientes. Respeto es parte de mí que acepta que el whisky me sienta como un veneno, acelera cualquier enfermedad que pueda padecer y me dejará postrado durante unas horas, porque al menos esa valentía rechaza los reproches que me hago y reavivan el odio que a veces me tengo. Pero además, cuando me decido a beber, me olvido de ella, es injusto cambiar amor por botella, pero dejar de odiarme a ratos a mi mismo es otra de las puntas de un cuchillo inevitable. Cuanto más me deje ir durante unas horas, tanto mayor será el frío del que se acompañará el miedo la próxima noche, la incertidumbre de lo desconocido y el insomnio. Este juego de aceptación me postrará cualquier día, y entonces sabrá con toda seguridad que lo que me producía tan abismal desesperanza eran estos momentos de abandono, la conjetura de que el whisky puede mitigar los dolores no ahonda en la idea de que te provocará la muerte si se lo permites. Puede ser que yo ya lo sepa, y aún con todo elija continuar con todas mis costumbres, pero en esto no voy a dejar entrar opiniones ajenas, como todo el mundo hace, empeñados en decirte lo que es más conveniente para ti y tú ya conoces No puedo insultar a la muerte como si hubiéramos alcanzado tal grado de confianza, aunque deberíamos, pasamos mucho tiempo juntos. Por lo tanto debería poder decirle lo que pienso, y no lo hago, pero me hace compañía. Es como mi mujer, Llorena en algún modo, me acuesto a su lado, comparto con ella mis miedos, la miro haciendo fantasías porque sus movimientos me parecen tan exactos que me conmueven, siempre que no está espero que vuelvo y sé que nunca falla, tal vez debería también amarla. Todos creen que es por respeto que guardo silencio, de hecho, se puede insultar a quien no amas, aunque el insulto de amor va lleno de deseo y de pasión. Suenan tres aldabonazos en la puerta principal, como si estos fueran tiempos para andar pidiendo permiso para entrar en tal o cual sitio. Tendremos que bajar a abrir, uno de los dos tendrá que hacerlo, Llorena está cansada, lo sé, pero es ella la que se levanta para bajar las escaleras. Me dio la impresión de que esperaba a alguien, como si hubiese estado esperando una señal para precipitarse a la puerta. Sube acompañada de un soldado que no habla nuestro idioma. Muy joven, posiblemente aún no cumplió los veinte, pero en sus ojos se nota cuando ya han


matado. De lo que ve no se muestra impresionado, como si no le importara. No quedan muchas casas habitadas y se han vendido muchas cosas, pero aún causamos la impresión de haber tenido una posición. En vez de ponerse a curiosear -podría coger lo que quisiera sin pedir permiso, comida, joyas, vajilla de bronce y plata, cuchillos, ropa, el fusil que lleva entre las manos es el único poder ahora- se ha sentado y me hace un gesto, tal vez me pregunta si puede tomar; le sirvo en un vaso un poco de whisky. Ha soltado una sonrisa de dientes negros, tiene buen carácter: Supongo que esperamos que no se ponga violento y que se marche. -Yo no quiero nada de esta casa. Veo vuestros ojos y se que os preguntáis a qué he venido. Yo no quiero nada de este país ni de su gente -sonaba enfadado, pero era una sorpresa saber que dominaba nuestro idioma con fluidez, aunque con acento extranjero. -No queremos parecer malos anfitriones, lo que hay lo compartimos. Sabemos que sufren en el frente, los soldados siempre sufren en todas las trincheras -le dije con un tono de apesadumbrado. -Come un poco. Me haría feliz que comieras. Yo tuve un hijo que ahora tendría tu edad -Llorena le acarició la cabeza. El joven soldado arrastró la silla con ruido de maderas, y esquivó la mano con un gesto de sorpresa. -¡No me toques! ¡Nadie puede tocarme sin mi permiso, soy un guerrero, podría matar a alguien por eso! -¡Un guerrero! ¿Y a dónde nos han conducido vuestras guerras asesinas? Nuestros campos ya no albergan el alimento que el hombre necesita y justifica su trabajo, nuestros no se pueden labrar porque si abres la tierra, encuentras piedras, pero también cabezas de hombres muertos. ¿Un guerrero? -Cuando los hombres abrieron los ojos descubrieron que si eran sometidos serían menos que esclavos, naciones enteras sin voluntad. Lo peor de la guerra no es cuantos hombres tienes que matar, lo peor es aceptar la derrota por aquellos que nunca merecieron formar parte de la tropa. Los oficiales creen conocer a sus hombres, los ven marchar en su conjunto y cada desfile les parece perfecto, dispuesto para el enfrentamiento sin ceder en la valentía, la disciplina y el honor del soldado. -Bonita imagen, el desfile -le dirigí una mirada de desprecio, y la ironía sonó con fuerza. -Pero hay un hombre secreto y lleno de dudas detrás de cada uno de nosotros, lo aprendemos demasiado tarde, cuando hemos visto caer a nuestros compañeros en la trinchera y cuando hemos disparado a otros hombres que nos miran pidiendo clemencia mientras le disparamos por segunda vez en la cabeza; este hombre secreto no sabe de oficiales, pero se levanta cada vez y sigue matando porque debe cumplir


con su deber. -¿Deber? ¿Qué deber? -volví a preguntar con absoluta incredulidad. -En favor de gente como vosotros ofrecemos nuestra vida, y sólo encontramos incomprensión. En favor de la historia, de la libertad, de los ideales, de la Patria, de nuestra independencia y de todos los valores en los que creemos por ser de una misma raza y nación. Lo que mi afán busca detrás de este caos, es una fuente de verdad que respeta el único orden que nos puede servir. -¡Qué poco vale la vida de un hombre! -le puse otro whisky mientras el se aferraba a su arma con el convencimiento de un suicida-. Hemos vuelto a los que siempre encuentran motivos para disparar sus cañones, los Patriotas y los idealistas.

5 El Gesto Del Hombre Ante Su Destino La exaltación patriótica anima a los soldados en el campo de batalla, en el cuerpo a cuerpo de las bayonetas. Observamos los resplandores, el soldado se acercó y dijo que nunca lo había visto así, y que eso le producía dolor en los ojos. Se frotó y permaneció en silencio a mi lado. Llorena dijo que tenía que salir de viaje y que iba a la habitación a preparar sus maletas -no era la primera vez que se iba, pero siempre volvía-. Ya no hay sorpresa en la retaguardia, cada noche suena el tormentoso rugido de los cañones, por el día los chicos vuelven y hacen recuento, si las bajas son excesivas hacen una misa y una ceremonia militar. El valor de los ritos está en todos nosotros, pero no sirven en el frente como sirve el ardor patriótico. Cada forma de sentirnos sirve un propósito, convencidos asistimos a los ritos que hemos inventados porque no conocemos otra forma de sincerarnos con lo que desconocemos. Fomentamos la evolución de los desfiles como un rito de disciplinas, aprendemos la coreografía y memorizamos los procesos. Queremos creer que respetamos la protección de las armas, pero vamos mucho más allá, estamos desde siempre, desde que el hombre es hombre, imponiendo nuestra ideología. Creemos que es una forma de santificar a nuestros antepasados, sin embargo, la categoría de nuestros principios es más violenta que el amor por el polvo que duerme en el cementerio familiar. Esta historia la escribo intentando mantener la distancia con el dolor, pero las más terribles atrocidades emergen una y otra vez para presentarse invadiendo más espacio del que le había reservado. He intentado rehabilitarme de la esfera de negatividad en la que se mueve el destino, y he dejado de influir en la historia, pero ella vuelve una y otra vez


sobre los pasos del horror, imposible zafarse de su inmovilidad. Estamos rodeados de inesperadas explosiones que rompen un cielo de nubes en la distancia. El soldado da media vuelta y al fin, deja sus armas sobre la mesa. Creo que debe sentirse mucho mejor sacándose de encima todo ese peso. Quizá nunca intenté hacer las cosas bien, o al menos convenientemente, me refiero a Llorena y sus circunstancias, le cuenta a todo el mundo que tuvo un hijo, pero lo que yo sé es que se divorció cuatro veces. No soporta que los hombres se acostumbren a ella, por eso a veces desaparece y por eso no hago preguntas cuando vuelve. Su show en el cabaret dicen que es hermoso, muy estético. Tiene gracia, no creo que ninguno de los soldados que se gastan allí su dinero, esperen un espectáculo estético, pero así es lo que dicen que es, Llorena es una artista. Nunca lo vi, de tal forma que no puedo opinar en consecuencia. Podría hablar infinitamente de Lorena y de su espectáculo, si alguna vez me decido a pasar por el cabaret para verlo. Hubiera podido hacerlo, ¿por qué no? En la superficie del espectáculo nadie notaria la turbulencia interior, el celoso proceder del licor embriagándome y el control de un cerebro vacío de ideas y de prudencia. Ella se habría limitado a mirarme sin mostrar sorpresa, sin mover un músculo por encima de los que su coreografía le hubiese establecido, exactamente al mismo nivel de esos muchachos que antes de salir al frente desfilan delante de las autoridades. Espectáculo, eso es todo lo que la consuela, el recurso maloliente de los hombres sudados, el aplauso los gritos que magnifican el resultado de una actuación realizada desde el convencimiento de su arte. Estoy en el centro del mundo, debe ser eso y por eso todo el mundo tiende a venir a esta casa. Me buscan un problema si me sacan de mi obsesión, me vuelvo irascible, deseo estallar y soporto voces que hablan de cosas que nada me importan. Primero es un rumor, una pequeña discusión de histerias que subiendo de tono, hasta imponerse, como si todo el mundo estuviera a saber de lo que hablan, por qué discuten, cuales son sus relaciones, en donde se produjo esa diferencia que, la mayoría de las veces, es una tontería a la que al minuto no le dan la más mínima importancia. Eso he aprendido de otra gente, olvidan con extrema facilidad. Pero yo no me siento obligado a asistir a estos encuentros, a veces en la plaza, a veces en la escuela, en el teatro, en todas partes. Y todos parezcan disfrutar asistiendo a estos espectáculos aún me molesta más. No voy a discutir con Llorena, ya hemos pasado de esa edad en la que la pasión duele más que los insultos, ya nada nos duele de esa manera. Se juntan todas las fuerzas del universo para derrotar a un solo hombre, como si eso fuera necesario. Y es necesario ponerse a cubierto, encontrar refugio en las aristas de un amor, a veces inestable pero sin el que no sobreviviríamos. Cuanto más grande es el amor, menos necesario es su presencia material. Pasa que cuando ese poso nos alimenta nunca aparece el final de la botella. Hasta que desaparece el recuerdo idealizado de un rostro, de un gesto o de una piedad que no merecíamos, pueden pasar cientos de años; en nuestras manos está cuidar ese poso como si de él dependiera nuestra vida. Lo que no existe, o no está ni se puede tocar, se convierte en un estímulo imaginado y la imaginación tiende a crear mundos sin dolor, sin averías, sin errores, sin vuelta atrás y con colores nítidos, firmes y permanentes: mundos casi perfectos en los que vivir es una aspiración inalcanzable.


-¿Se ha cortado? -el soldado señaló la venda de mi mano. -No es nada. Un accidente. Llorena parece estar dispuesta a irse esta vez como si se fuera para siempre. Nunca pensé en situaciones parecidas que su pretensión sea hacerme sufrir aún más de lo que nuestra escena propone. Cuando ella apareció con sus dos maletas el pobre chicos se quedó mirándola confundido. -¡Qué sorpresa! ¡La dama ha llegado, atención, guarden silencio! -No pretendía ser sarcástico, pero sonó como un reproche. -Estoy segura de que a este chico no le importará que lo que acompañe -dijo dando por hecho que cualquier cosa que ella pidiera, en su condición de diosa que acompaña a hombres, sería atendida y que todos se pondrían a sus pies agradecidos por concederles la oportunidad de poder servirla. -No se preocupe, no es la primera vez que se va. Algunos tenemos nuestro accidente que se repite. Es como tirarse por una ventana, pero cada vez esa ventana está un poco más cerca del suelo. ¿Alguien ha sido educado para enfrentarse una y otra vez a la misma catástrofe? -No te hagas la víctima. Todo te resulta conveniente, y te propones para que así sea. Todo es una juego que te favorece. Te conviene que te amen. Si se trata de caerse por un precipicio, las veces que haga falta. Nuestra nueva diferencia quedaba así expuesta a los ojos de un extraño, y no podía por menos que hacerlo sentir incómodo. Incorporaba a la tensión de vernos pasando por una guerra de cañones desde la ventana, la desvariada intención de Llorena de acompañar al muchacho para que la ayudara a llegar a salvo hasta el pueblo. En él me cautivaba su paciencia, su inocente concepción de las discusiones ajenas, y como se situó en un segundo plano para que aquella pareja de desconocidos pudieran decírselo todo sin avergonzarse. ¿Avergonzarse? Si eso era lo que pensaba no conocía a Llorena, ella no sabía lo que era sentir vergüenza. Se trataba sin duda de un misterio para ella oír a la gente hablar de esa sensación desconocida. De ninguna manera había dejada nunca de hacer nada por timidez o rubor, o situarse enfrente de uno de sus más dolorosos deseos sin hacer nada por evitarlo. Pero nada sale como deseamos y muchas cosas le habían salido mal a Llorena que no tuvieran nada que ver con tener o no vergüenza. Estoy siendo muy poco generoso ahora, pero acaba de decirme que hace sus maletas y se va, mi mezquindad está justificada por la rabia que debería sentir y que a pesar de todo aún no empieza. -A veces pienso que nunca nos comprenderemos y a veces pienso que somos la misma persona. Somos un castigo el uno para el otro, y sin embargo, en ocasiones nos encontramos, nos aproximamos como si nos conociéramos tan profundamente


que pudiéramos tocar esa parte del ser humano que está prohibida a otros. -De nosotros no queda nada, no vale la pena seguir interpretando, pensando por qué nos suceden las cosas de la forma que lo hacen. Somos criaturas inconstantes culpando al mundo y a la guerra de un fracaso interior, de un naufragio constante. El soldado no entiende nuestro diálogo, porque le hablamos al aire como si un foro teatral estuviera interesado en las palabras, pero nos dirigimos el uno al otro. A veces pienso que nadie nos iba a dedicar tanta atención como nosotros lo hacemos. Nos ofrecemos todo lo que tenemos y nos consolamos, y eso no es poco importante. Nos damos ánimo, nos infundimos la fuerza necesaria para seguir luchando contra todo, pero juntos, dispuestos a recibirnos de brazos abiertos y yacer dormidos al fin. Se fueron juntos pero separados en circunstancias, no se miraban, no se tocaban, no se hablaban, pero irían juntos hasta el pueblo; ella creyendo que él era su hijo desaparecido en su niñez, él imaginando que antes de la guerra aquella cantante de cabaret había sido un famosa estrella de cine. -Hemos visto pasar las Hordas de soldados extranjeros por la carretera, muy cerca de la casa. A veces algún soldado se despista y se acerca para pedir algo de comer, o para robar alguna gallina; nunca hemos tenido grandes problemas con ellos. Se trataba hasta ahora, de saber estar e nuestra propiedad, sin hacer preguntas, sin tomar partido, sí, como los traidores. Después pasaban soldados Nacionales de infantería en dirección contraria y recuperaban la parte conquistada. El número de soldados siempre es el mismo, por cada soldado caído, otro ocupa su lugar, y así mantienen ese equilibrio de mapas. Estrategias y medallas. Igual ese portazo ha sonado peor que otras veces, es posible que haya sonado como un adiós definitivo, empiezan las dudas. Necesitaba apagar la luz, la puerta de la terraza sigue abierta, de nuevo se han abierto algunas nubes y la luz de la luna ilumina la habitación y la calle mojada. Los límites de nuestro catre están en la pared del fondo, justo detrás de la mesa, recojo la botella y dejo los vasos en el fregadero, todo en la misma pieza. Aquí encogiéndome detrás de las sábanas, intentando dormir sobre mi impermeable la soledad de la última estrella conocida me cubre. Hay una idea que se pudre como si fuera la última, como si después de ella no hubiera ni una idea más, la figura de mi propio cuerpo deshaciéndose como mantequilla al fuego. Tengo una extraña fiebre que me recorre en noches de miedo, otras noches similares detrás de tantas últimas ideas, los pensamientos ocurren con libertad y no, aún no es el último. Detrás del duelo que nunca cede la inocencia de los hombres se deja arrebatar la salud. Por eso nos prestamos a ir consumiéndonos en espera de un nuevo día, fluir como un agua, volvernos corriente de aire, si ni siquiera fuéramos aire, llenar botellas de cristal y permitir que alguien pusiera una tapa enroscada con la presión necesaria para olvidarnos sobre una repisa durante siglos.


6 No Sirve La Verdad Desde La Derrota Todos mis esfuerzos por enfrentarme al caballo alado son inútiles, basta que cierre los ojos para ver a los fantasmas de nuevo agitando sus espadas, el Ángel Negro golpeándolo con las riendas, y Dios a su espalda empujando para cortar cabezas. Es el miedo un invento para someter conciencias libres, siempre listo para sobrevolarnos y aclararnos que después que esa espada caiga sobre nosotros se acabaron las quejas, nadie es un chivato con la cabeza cortada, después de que el firme de la tierra se mueva bajo nuestros pies para nunca más mantenernos erguidos ya no habrá más interpretaciones, ni podremos contar como ha ido el viaje. ¿Nos soportaremos sin cabeza con la abultada sensación de penes y vaginas tristes, de manos amputadas y de testículos y ojos rodantes? Iremos sobre el asfalto hasta que abran las puertas de los manicomios y salgan gritando todos esos pacientes llenos de ansiedad gritando: “¡alabado se Dios!”, empujándose unos a otros por ser los primeros en pisar ojos y testículos rodantes. Me estoy volviendo pez, podría andar en esta humedad que entra en la boca con sabor a sangre seca, rasposa. La transformación avanza, la piel se vuelve escamas, no admite interpretaciones al tacto, fría, brillante y dura. He soñado mi tumba cubierta de cuervos negros como la noche, incapaz de sospechar sus intenciones he sacado mi cabeza para curiosear. La tierra está blanda y la hierba crece alrededor. En mi sueño, la cabeza salía de la tierra sin ojos, tal vez los locos siguen jugando a pisar cualquier cosa blanda que se estremezca como un sapo bajo sus zapatos. Los cuervos estaban esperando su momento, no se moverían de allí hasta que encontraran su oportunidad, y en cuanto saqué mi cabeza de la tierra se abalanzaron sobre ella y me comieron los labios, las encías y los dientes. Creí que moriría esa noche y tal vez lo hice. Escuché la puerta como se dejaba seducir por una llave amable, y a continuación, un arrastre pesado y un cierre violento. Era ella, no se había ido. -¿Dónde dejaste a tu soldado? ¿No viene contigo? -Le pegaron un tiro. Ha muerto. Abandoné su cadáver, ¿qué otra cosa podía hacer? -Esta guerra no terminará nunca. Ya no queda tierra para tantos muertos. No es el valor lo que los conduce una y otra vez al frente, es la costumbre. ¿Rezaste por él? -Yo no rezo querido, como máximo podría hacer un esfuerzo de imaginación y cantarle una canción de cabaret. Pero en el cabaret no hay sitio para la melancolía, y


yo no conozco ninguna canción triste, sólo canto cosas alegras, locas, viciosas, que incitan a los hombres a dejarse llevar por el deseo hasta quedarse sin dinero; tu ya lo sabes. Me cogió la mano mientras caía derribado, creí que me llevaba con él, que me tumbaría con su fuerza y su juventud. Sentí mis lágrimas correr por mi cara, y su mano fría al fin se aflojó y resbaló por mi muñeca. Hubiese cogido sus armas para seguir luchando en su lugar, pero no sé usar un arma, sólo se cantar. -Te prefiero insinuándote, engañando a otros hombres, guiñándoles un ojo y haciéndoles caricias, a que les dispares; no importa si son enemigos, no importa que no hablen nuestro idioma, hace falta leña para la chimenea. -Cayó con la cara sobre un gran charco de barro y agua sucia, y ya no se movió. Se hizo un silencio total, como si el disparo que lo mató lo hubiese efectuado el viento. No había nadie allí, tan sólo unas nubes negras cerrándose, ocultando la luna, dispuestas para más lluvia. No sé porque lo hice. No sé porque me fui con él, ni a donde podría llegar sin perder la vida, nadie puede escapar si no muere primero. En ese preciso instante me percaté de que el pelo le caía por la cara como una lengua de agua, que sus ropas estaban caladas y que temblaba. Se encogía como un animal enfermo y se fue a sentar a su tocador, se secó el pelo con una toalla y empezó a desnudarse. La había visto desnudarse millones de veces, pero no podía dejar de mirarla. Encendí la luz de la mesita al lado de la cama, y ella encendió las luces alrededor de su espejo y volví a mirarla, las formas de su cuerpo se tensaban entre las sombras. Como si la flacidez de la edad nunca se hubiese presentado jugaba con el deseo de los hombres, se creía inmortal. Mientras yo temía los amaneceres, ella se abría, noche tras noche se abría hasta romperse. Después de secar su cabello intentó peinarlo, los sacrificaba con su cepillo plateado sin percatarse de que cada vez que lo acercaba a la cabeza un mechón de su propio cabello desaparecía. Había algo de desprecio en la forma en la que se dejaba utilizar. En un momento se detenía y limpiaba el cepillo, sacaba su propio pelo con furia y lo arrojaba a la chimenea. Abrió una de las maletas y se quedó totalmente desnuda, hacía un frío endemoniado, y sin embargo allí seguía, agachada sobre la maleta, buscando entre todas su cosas la ropa de cama que consideraría adecuada para aquel momento. Sus movimientos eran lentos y sus formas se expresaban con claridad. La lluvia golpea suavemente contra el cristal, hay un viento suave que silba contra los vivos, nadie responde con parecida endecha, silencio. El prolongado bombardeo ha cesado, la crueldad de los hombres está ideando nuevos espantos. Hubiese caído exhausto si Llorena no hubiera decido volver a la cama dando saltos de yegua galopante. Es incomprensible tanta vital energía en un cuerpo tan deformado por el baile y el alterne, no lo puede ocultar, la flacidez de su brazos y piernas han vuelto. Nos abrazamos dispuestos a enfrentarnos a nuestros demonios. Es difícil en momentos parecidos volver al amor pasado, aunque sea con la misma persona y ni su voz ni sus caricias me parecían las mismas. ¡Cómo nos desaparecemos del amor cuando llega la costumbre! Nos habíamos pasado la vida intentando clavar la relación con puntas al suelo de la casa y después de tantos


intentos uno tiene derecho a reconciliarse consigo mismo. La abracé, me abrazaba a mi mismo, eramos una misma parte a pesar de sus pequeñas traiciones -nunca se lo tuve en cuenta-, el hombre enamorado de la mujer de bar lo perdona todo. Suspiró y se quedó dormida llorando. No bastaban sus lágrimas para hacer desaparecer la contrición en la que me encontraba. Oí un golpe de caballos, llegaron entre humo de antorchas y lluvia espesa. El soldado muerto ya no iba a encontrar un trozo de tierra para descansar sus huesos, no lo habían recogido. Todos pasaron a su lado mirando al frente, desfile de traiciones, ninguno se paró para reconocer sus credenciales, nadie quiso saber si un hilo de aire aún cabía en sus pulmones. Uno de aquellos hombres daba las órdenes, echó pié a tierra y mando descansar. Esa noche sonó de nuevo un aldabonazo que casi tira la puerta abajo. No hizo falta, minutos más tarde lo ocuparon todo de forma violenta. Nadie sobrevivió que se opusiera a la fuerza del Estado de Guerra y sus razones.



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