1 Las heridas boca abajo, el vientre mudo y la razón sorda.
De Cirico, puedo decir que bailaba sin tropezar, tenía un don natural para aprender las coreografías y me ayudaba a veces con los alumnos más torpes, eso hacía que las clases fueran más entretenidas, o al menos, a mi no me desanimaban tanto; en este momento de mi vida, tengo derecho a echar de menos un poco de emoción. Se lucía porque tenía buen porte a pesar de su edad, se conservaba, giraba, se consideraba humildemente encantador y distante, y parecía levitar sobre sus zapatos negros. Los dos extremos de su encanto, la delgadez y la ligereza, lo llevaban a cada paso produciendo el mismo efecto, el de los calladitos que mueven hilos estrechos. Me quedé observando como se arrimaba a las señoras, hasta deshacer la tensión que los separaba cuando era la primera vez que bailaban. Me moví buscando mejor acomodo al tiempo que sacudía la ceniza de mi Marlboro en el cenicero. Últimamente todo el mundo fuma por aquí, y los ceniceros parecen tapas de yogurt, cada vez más pequeños. Se estudian, intentan no fallarse y giran buscando más espacio. Nada es real los tres o cuatro minutos que dura el pase, y al final se ríen y se agradecen el rato dándose un beso o la mano. Cirico no ejercía un liderazgo premeditado, era considerado por su habilidosa armonía en el terreno de la danza, pero nunca pretendió el protagonismo. Verlos bailar me inspiraba la fantasía de ser un turista, un extranjero, un hombre de paso al que nadie conocía, al cruce de las parejas permanecía sin mover ni un músculo, sin exteriorizar lo que pensaba, consentía en seguir siendo apreciado por lo que conocían de mí, y no por ese juego de evadirme de la realidad por unos minutos. Nadie 1