1 Lo nuestro merece una explicación En cada renovación de compromiso había una duda. Siempre hay dudas hasta que la vida nos pone a prueba, sí, siempre las hay. Larry Mangouras no estaba dispuesto a dar explicaciones a cada momento, eso se lo había dejado claro desde el principio, no podía vivir pensando de forma lineal y constante en las inseguridades de su mujer. “No merezco ubicarme en cada crisis desconocida”, se decía, se trata de un terrible exceso por el que nadie debería pasar. Como persona independiente, y hasta el punto del compromiso matrimonial también libre, se creía capaz de accionar los resortes que pudieran convertir sus vivencias en satisfacciones, y ese era el punto justo en el que aparecían ella y las dudas, y la sonrisa se le congelaba. Suponiendo que todo hubiese sido más “normal”, no habría cambiado nada, era cuestión de naturalezas desatadas cada una en su medio, ella impecable, infalible, profesional y controladora, él, ingenuo, sumiso, dependiente y con miedo al fracaso. En otros aspectos de sus vivencias en común, si nos detenemos en los pequeños detalles, no quedaban en mala situación sus más íntimas libertades, aquellas que se concedían abrazándose y besándose como dos niños. Todo iba cambiando con el paso de los años, y, sin
embargo, a pesar del entendimiento cuerpo a cuerpo, lejos quedaban aquellos primeros días en que ella lo recibía en cada una de sus citas con vivacidad adolescente y alegría liberada hasta la violencia. La tormenta agitaba las ramas de los árboles que creaban sombras estremecedoras animadas por un fulgor en el horizonte de naturaleza desconocida. Podía tratarse de un incendio provocado por la caída de un rayo, pero nadie podría asegurarlo sin más. Algo parecido al cansancio lo invadió a esa hora de la noche, con todas las condiciones de la fatiga en el umbral de una nueva depresión, cuando nadie podía verlo abrazado a la almohada, ni nadie podía escucharlo sollozar, al mismo tiempo del fulgor tormentoso que transformaba el color nuboso del cielo. Estaba entonces expuesto a los recuerdos que chocaban con su naturaleza, tan positivo siempre, intentado reír y haciendo broma de todo, quizá investido de la más poderosa sonrisa que nadie pudiera jamas olvidar, en favor de un positivismo que necesitaba como respirar. Pero su depresión no dejaba secuelas, ya le había pasado otras veces, no más allá de amanecer con los ojos hinchados y la boca seca. De ahí que lo creyera una necesidad, un contrapeso necesario a su amabilidad y encantadora condescendencia el resto del tiempo, y no, al menos, una maldición a añadir a otras, sino una verdadera y estimable ayuda, sin pastillas, sin drogas, sin química obvia, tan solo una buena y prolongada llorera compadeciéndose de sí mismo, nada más. En el juego de egos normal de los artistas del vino, Perdozo no tomaba posiciones, no intentaba disimular la pretenciosa intención de abrumar a sus amigos con sus capacidades, lo que en realidad, no se trataba más que de un aprendizaje, una captura de disciplinas que se van dominando a cuenta de pura práctica, nada más. Al principio, justo después de su mudanza y establecimiento en el pueblo, empezó a sentirse cómodo en La Plaza de los Convalecientes, y allí mismo montó una tienda de vinos y ultramarinos. No bien la primera luz del día se abrió paso entre un cielo encapotado, Perdozo sintió la necesidad de hacerle una visita. Sabía que Magallana había salido en uno de sus viajes de negocios, y encontraría a su amigo durmiendo o desayunando, otras veces había aprovechado esas ausencias para visitarlo, era un momento sin interrupciones y que no se podía alargar demasiado porque los dos tenían cosas que hacer. Y en tal momento, si apenas necesitar repensarlo se plantó ante la puerta de su casa y llamó al timbre. Minutos después desayunaban y conversaban. -¿Has visto el incendio? Desde aquí se pudo ver bien... Un rojizo resplandor la pasada noche, en el horizonte, hacia el norte. -Si, creo recordar que miré un momento a la ventana y me extrañó ese color. -Cayó un rayo, pero no fue nada grave, aunque amenazó por un momento acercarse a la gasolinera. Alguna gente estuvo para ayudar, pero empezó a llover y se apagó solo. Tu hermana Clahara estuvo allí. No se pierda una, en lo importante siempre está. -Sentido maternal no desarrollado. Intenta probarse que puede cuidarnos a todos.
En un acceso de sinceridad Perdozo manifestó su admiración por la hermana mayor de su amigo, lo que no debía resultar tan sorprendente porque en el pueblo era una persona muy querida y respetada. El papel que nuestras trayectorias vitales juega en el respeto que nos tengan nuestros vecinos, tiene mucho que ver con el arraigo demostrado, el compromiso y la entrega. Clahara era una mujer de fuerza, en el más amplio sentido de la palabra, tenía un taller de automóvil al que llegaba trabajo de provincias y ciudades aledañas, un negocio con éxito desde hacía muchos años. Legitimaba su autoridad delante de sus empleados trabajando ellos, vistiendo todo el día con un mono de trabajo que alguna vez había sido azul pero la grasa había vuelto negro. A pesar de su seriedad no “precarizaba” en bromas con los mecánicos, bebía como un hombre, y sus hombros fortalecidos en el taller, podían intimidar al más atrevido. Cuando no estaba trabajando, o en el bar, su paso se volvía lento y desganado, compensándose por repetir el mismo paseo calle abajo y calle arriba, como reflexionando, aceptándose al y como era, y aceptándolo todo porque formaba parte de su mundo. -También he visto a tu hermano hace unos días. Lo acompañaba esa mujer que parece una actriz de cine. Lo digo por sus gafas oscuras, los cardados y la ropa tan ceñida a un cuerpo tan desbordante. -Me hago cargo. -No hay sosiego en un paseo así, pero no es algo que me incumba. Tu hermano quería un “vino de champions”, así lo dijo, y no es que yo sea especialmente cínico, o que la champions league tenga un vino de merchandising... -Perdozo parecía divertido, y soltó una risita-. Al final intenté aconsejarlo sobre un rioja o un ribera del duero, pero estaba caprichoso, y se llevó unas botellas de somontano. -Siempre ha sido así, disfruta de todos los placeres como si el mundo tuviera una deuda con él. La evidencia de los “mejores” hombres no escapa a la percepción de aquellos que no tienen miedo a comprometerse porque el compromiso pueda truncar sus aspiraciones. El éxito quiere herramientas libres a las que proponer los más extraños contratos y algunos aceptan la trampa. Y no se trata en este caso de vender el alma, es algo mucho más mediocre, es creerse señorito y ser feliz con semejante ilusión. Fresky dedicó todo aquel día a ir resolviendo los detalles de la magnífica cena de aquella noche. Con toda lealtad había invitado a sus jefes a su propia casa para una velada en la que pretendía dejar claro que él era un señor y conocía las exigencias a las que lo ataban considerarse tal. Larry Mangouras miró a su amigo por encima del borde de su taza y respiró mientras bebía. Cada vez que le hablaban de su hermano le faltaba tiempo para la subjetividad y empezaba a comportarse con consentida confusión. ¿Qué le iban a contar a él? Fresky como viajante vendedor de equipos de calefacción era muy bueno, era su hermano e intentaba defenderlo, pero nadie mejor
que él sabía de su miedo al fracaso y de sus complejos. Era cierto que en lo que resultaba tan obvio no merecía la pena perder un segundo de triste depresión en negarlo. La soledad volvió a adquirir el punzante dolor que lo atravesaba en cuanto Perdozo decidió que era la hora de abrir la tienda en la Plaza De Los Convalecientes y abandonó la casa. No podría volver a enmascarar la fatiga si el timbre volviera a sonar, así que se volvió a la cama. Descubrir que aún el día no comenzaba y ya se había quebrado no le resultaba ninguna novedad.
2 La Víctima Fantástica
Si aún no había conseguido controlar su romanticismo ni bajo la presión espantosa de la depresión nunca lo conseguiría. La imagen recurrente de los primeros viajes volvía como un desahogo, los dos unidos en una comunión matrimonial, como si en aquel tiempo sus dudas se hubiesen disipado y su espíritu se hubiese calmado. “Soy un inútil” se decía mientras pensaba en la actividad incesante de sus hermanos y sus amigos. Hacia las tres llegó Magallana y se sintió contrariada por lo que ya empezaba a ser una situación habitual, si ella no estaba Larry no comía. Se había encerrado en la habitación, pero sin pasar la llave; buscaba aislarse del mundo y eso acentuaba sus problemas. Tenía sus propia idea de como solucionar su dolor, aunque el ruido siempre terminaba por llegar, entre la inconsciencia de los calmantes y las pastillas para dormir. Magallana intentó despertarlo, sin gritos, sin labios mojados rendidos por la decepción, intentando ser positiva porque el recurso de la duda se debía a los amores incipientes. “No voy a justificarme”, parecía decirle desde su sueño. No respondía, así que esperó un momento flaco y miró las pastillas para dormir sobre la mesilla; el frasco estaba por la mitad, y un par de cápsulas estaban caídas en un cenicero. Hizo un gesto de desaprobación y volvió a colocar el frasco de las pastillas sobre la mesilla con violencia. Pensó que no podía dejarlo ni un minuto solo, y que tampoco podía renunciar a las giras por pasar todo el tiempo a su lado. Se sintió aliviada al moverlo y conseguir una protesta lejana, una somnolencia profunda de la que no iba a salir pero que confirmaba con un quejido de que no se trataba de algo tan grave como habría podido imaginar. Llamó un ambulancia y se dispuso a esperar despejando el espacio que separaba la puerta de la calle hasta la habitación. Hizo un gran esfuerzo por mantenerse en pie los minutos siguientes, llegaba cansada de un largo viaje pensando en descansar y debía mantener la tensión, al menos hasta solucionar cada nuevo problema que se presentaba. No podía volver a juzgarlo sin juzgarse a sí misma, y ya lo había hecho bastante, no quería seguir culpándose y descargando esa culpa en otras personas. Al fin y al cabo ella sólo era una estrella de rock, una de tantas en el panorama nacional, otra rockera sobre la que iban pasando los años y estaba destinada a ser olvidada. Se sentó frente a él y le cogió la mano arrimándola a su mejilla; entonces hizo lo más parecido a una oración, no se le ocurrió otra cosa y pidió que no le pasara nada, que todo fuera bien, y que en unos días todo fuera progresivamente volviendo a la normalidad. Se sentía sola. La figura de Larry se difuminaba, o quizás había algo en sus ojos que no terminaba de asumir y le producía esa imagen borrosa. Repentinamente quiso no perderlo nunca, y se trató de un sentimiento de profundo miedo. Clahara fue la primera en llagar al hospital, en cuanto vio pasar la ambulancia por delante del taller y minutos después, en la distancia, cargar un cuerpo en ella, se dirigió directamente al hospital. Resultaría imposible hacer un cálculo o intentar medir su velocidad para establecer semejante record pero lo cierto es que cuando Magallana bajó del asiento del acompañante y se dispuso a seguir a la camilla,
Clahara ya se encontraba en la puerta del servicio de urgencias esperando por ellos. -¿Qué ha pasado? -Se ha tomado unas pastillas para dormir. Le van a hacer un lavado de estómago. Ni siquiera sé si es nececesario, igual estoy exagerando. -¿Se tomó todo el frasco? ¿Mezcló pastillas? -No, no tanto en realidad. Creo que no. Por eso digo que quizá no fue para tanto. Faltaba la mitad de un frasco. No quise correr riesgos y pensé que lo mejor era llamar a la ambulancia. Las puertas abatibles se movían enérgicamente, parecía como si todo el mundo hubiese decidido accidentarse aquella mañana y una gran actividad llevaba a los enfermeros a entrar y salir sin pararse con nadie. El color blanco era no era una de los preferidos de Clahara, todo lo contrario, quizás por eso se sentía tan incómoda. -¿Por qué no aprecia nada de lo que la vida le ofrece? -soltó inesperadamente Clahara con un tono áspero que a la mujer de su hermano le pareció un reproche. Magallana se encogió de hombros. Miró hacia la ventana y no contestó inmediatamente. Ya no se trataba de pronósticos fiables en la vida de los tres hermanos, cada uno había decidido una forma de existir, y la forma de Larry Mangouras era anti-todo. Es decir, el desencanto, la desgana y la somnolencia no lo conducían a ninguna parte, pero era incapaz de separar vida y sueño. -Esto es así, todo parece que se va a derrumbar por momentos. Nos rehacemos y seguimos un poco más. ¿Sabes? Nunca me sentí a gusto en los hospitales, por mi piel blanca, por mis tatuajes, por mis lorzas y mis piernas gordas, por mi cabello teñido. !Aquí todo es tan blanco! ¿Qué tipo de pacientes esperan? ¿Ángeles? Todo el mundo parecía muy enfadado, no eran caprichos expedidos desde una mente insatisfecha. En un momento apareció Perdozo para interesarse por su amigo. Todo iba bien, lo tranquilizaron. Él explicó que no hacía más que unas horas que había estado con Larry, que habían desayunado y que lo entonces lo encontró normal. Todo se iba normalizando pero Clahara seguía enfadada, se despidió y volvió al
taller. Aquel día le pidió a uno de sus empleados de confianza que cerrara, y a media tarde se fue a casa. Se sentía como si el mundo se hubiese concentrado sobre ella y pesara como una tremenda roca amenazante sobre su cabeza. Fresky se pasó todo el día organizando la cena que quería darle a sus jefes. Lo veía como una oportunidad, una forma de integración y de poder demostrar que si depositaban una nueva confianza en él podía estar a la altura. Llevaba mucho tiempo siendo el primer vendedor, trimestre a trimestre sumando nuevas y demoledoras cifras de venta, así que un nuevo desafío tenía que estar al llegar. Su mujer se puso tanta pintura que los labios parecían pesar por encima de de los músculos que los mantenían pegados a la cara, y ni el caballo más belfo hubiese dado una impresión más cubista. Se apretó en un vestido nuevo como nunca y fue a la peluquería, además de eso se propuso se más cordial que de costumbre y no abrir mucho la boca, porque la mujer del gerente lo acompañaría y creyó que debería dejarla hablar todo lo que quisiera sin interrumpirla. Toda la organización del evento incluía comprar en el día, poner una mesa conforme a la exigencia debida, y dejar que todo ese compromiso gravitara con cierta inseguridad sobre planes que ya otros habían tenido primero. En ocasiones los días pasan muertos, repetidos, esperando que algo ocurra nos vuelven intranquilos porque parecen anunciar un golpe repentino, un golpe que nunca llega solo. Son días ascendentes que terminan en erupción de laderas, dejando los costados de nuestras vidas tan vulnerables como los enfrentamientos que se anuncian y se precipitan. El mundo toma posiciones y de pronto, en dos o tres días, vemos lo que estaba sucediendo, nadie tenía la culpa, era el resultado del tiempo. No podía soportar ver como todo se venía abajo, como las personas que apreciaba irían desapareciendo y se quedaría allí, atada a su taller, a sus paseos hasta el bar, a sus tardes de domingo inactivas, a sus días de semana sin conversación. El sudor empezaba a deslizarse por la la espalda, se estiró la camisa y se puso otro whisky. La casa estaba en silencio y a oscuras, se sentó en una silla e hizo repiquetear las uñas de los dedos sobre la mesa. Suele concebirse la vida como una meta, y mientras la juventud dura todas las metas están a nuestro alcance. Aún cuando tengamos la determinación y la obstinada creencia juvenil de que nuestras fuerzas son un caudal infinito, una energía inagotable, una limpieza en la lucha y de que hemos sido elegidos para un bien superior indefinible, nadie podrá demostrar lo contrario. Después de eso pasan los años, la confusión de nuestras pasiones, la determinación de desconocidas propuestas y por fin la convicción de que lo que hemos conseguido en el paso de los años, ya no lo vamos a alcanzar en el tiempo que nos queda. Había sentadas a la mesa seis personas espléndidas, los dos mejores vendedores de la empresa, su jefe y las mujeres de los tres. Todos hablando de cosas parecidas, de lo que habían conseguido, de lo que deseaban conseguir, y de lo que creían que podría enriquecer sus vidas si alguna vez daban los pasos adecuados en tal o cual dirección. Clahara seguía sentada en la silla, se había hecho de noche, encendió la luz y comprobó que, a los pocos, se había bebido toda la botella. No sabía que su hermano, el intrépido, Fresky Anaoukadour Mangouras, el único que había estudiado de los
tres y que se sabía preparado para los desafíos de una vida abierta, tenía una cena importante.
3
Cuando Las Armas Son Los Ornamentos De Los Triunfadores
En cada casa hay un fuego que brilla con colores desiguales. Suele considerarse el desnivel de unas a otras por ese fuego que a veces tampoco calienta, de troncos pobres, leña esponjosa que se quema con el fuego vivo de la paja y no deja ningún rescoldo. En cambio Fresky sacudió la lumbre y avivó la llama de unos troncos duros y negros mientras sus invitados se sentaban a la mesa, entre todos compartían un ambiente tibio que no parecía variar en los próximos minutos. Se sentía orgulloso del cambio operado en su vida en los últimos años, lo creía un cambio de importancia y sin marcha atrás. En su interior una nueva fase se revelaba y los mojaba de opulencia interior, de palabras y de convencimiento. “Nadie puede ya negarlo”, se decía mientras lo preparaba todo y servía a los invitados. Era una humedad interior que ningún médico comprendería, una sensación indescriptible más allá de un corazón húmedo, unos pulmones húmedos y una estómago húmedo y líquido como no lo había sentido nunca antes. Y al jefe de Fresky, ya avanzada la cena, no se le ocurrió otra cosa que levantarse y dar un discurso en favor de las dotes y extraordinaria disposición del anfitrión, ese fue el momento en que sonó el timbre. Con la innegable sensación de haber hecho u gesto de desaprobación que hubiese reprimido de no haber resultado espontáneo, un acto reflejo incontrolable, Fresky se dirigió a la puerta. “El rumor labial”, así le llamaba fresky a los comentarios de empresa, a los que no podía controlar o se producían a su espalda. A pesar de todo seguía confiando en sus posibilidades, lo había sopesado todo, sin tratarse de un acto de contrición, animado por sus posibilidades, había creído tener entre sus cálculos cada diferencia con sus posibles rivales. Nada podía evitar ya que por fin diera rienda suelta a sus capacidades, o eso creía. De todos modos, por mucho que hubiese pensado en ello y por mucho que creyera tenerlo todo controlado, lo que estaba apunto de ocurrir no tenía nada que ver con su posición profesional. Tal vez las cosas más desagradables de la vida nos llegan como una censura, nos despiertan, nos devuelven a la vida con un reproche. Y por eso, la entrada de Clahara en la escena no tenía nada que ver con el mundo profesional de su
hermano, no le iba a reprochar por no haber acudido con los demás al hospital para interesarse por Larry -también era cierto que aquella misma tarde estaba de vuelta en su casa-, ni siquiera por no haber llamado para interesarse por él. Lo que Cahara tenía en la cabeza era una inquietud de muerte que se la había presentado aquella tarde, y que la había llevado a beber hasta apenas mantenerse en pie. Fresky evitó mirarla y se hizo a un lado cuando ella entró como un torbellino, sabía cuando su hermana estaba enfadada y sobre todo, sabía que en tales circunstancias, lo mejor era no contrariarla. Al ver a aquella gente allí sentada dudó un momento, pero no se detuvo. -!Vaya! !Una fiesta! Me iré ya, no quiero molestar. Se inclinó sobre la mesa y empezó a recoger las botellas de vino, a las empezadas les puso sus tapones de corcho, y se las ponía debajo de los sobacos. El compañero de Fresky, el más joven, intentó detenerla, se la ventó de un salto y echó mano de una botella; Clahara le dio un empujón y lo sentó con una mirada asesina. Todos quedaron inmóviles menos ella, que continuó con su recorrido. Entonces se dirigió al mueble-bar y sustrajo una botella de whisky, no le cabía ni una botella más en bolsillos y brazos. -Ya me voy -Dijo encaminándose hacia la puerta- Por cierto, a Larry le han hecho un lavado de estómago. Nada importante, ya está en casa y está completamente recuperado. Larry Mangouras se sentía feliz cuando estaba cerca de su mujer, reía desconsoladamente y encontraba motivos de felicidad en todo, hasta en las cosas más insulsas. Parecía un hombre nuevo, no quedaba en él ni rastro de su depresión y necesitaba justificar cada uno de sus últimos movimientos. Su risa era tan histérica, que podría pasar al llanto en cualquier momento. Magallana lo miraba con desconfianza, temía que se viniera abajo, que cayera sobre las rodillas y se sintiera incapaz de levantarse. Más tarde, como había sucedido otras veces, él volvería a sentirse fuerte, posiblemente después de haber dormido, y entonces le reprocharía ser más fuerte que él, dejarlo tanto tiempo solo y sobre todo hacerlo sentir culpable porque eso lo llevaba a inventarse historias difíciles de creer y darle todo tipo de explicaciones.