Los límites nunca esperan

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1 Los límites Del Yo Nunca Esperan Tenía un sueño parecido al de la Sumisa Confusa, intranquilo, emitiendo gemidos, moviendo los ojos con inquietud bajo los párpados. La Sumisa Confusa, en la medida de sus posibilidades, intentaba disimular su fatiga, y poco a poco iba siendo consciente de que era imposible. La había observado en otras ocasiones y le había parecido que aquel movimiento contenía la reacción a imágenes no deseadas y se lo había dicho. En aquel momento no suponía que ella misma se movería en sueños y que alguien la estaría observando y estableciendo semejante comparación. Siempre había lamentado tener que imaginar que su trabajo gozaba de general aprobación, o también, puesto que había entrado en terreno tan inseguro, que al menos, podía resultar útil para las pacientes. Lo de ponerle motes por la variedad del sueño era algo personal, y se debía a que no siempre estaba dispuesto a buscar sus nombres en un historial obsoleto o sin orden aparente. Por extraño que parezca, nunca, en los primeros folios ni en los últimos, se encontraba la información relativa al interesado, en ocasiones era secreta y otras veces simplemente olvidaban ponerla. Era por eso que podía pasar horas leyendo un historial en busca de un nombre, que en el mejor de los casos, aparecería relacionado con otro asunto, o con otra clínica, pero no de forma explícita. Suponía pues, que el código numerado que los documentos orgullosamente mostraban en la parte superior derecha, servía para identificar la información médica con algún fichero de datos personales del interesado, ese era el procedimiento más lógico. Unos días antes, la señora de la limpieza se paró más tiempo del habitual en el salón, Anuska le aclaró que la lógica de los ficheros podía no ser tal, y que podía tratarse de una extravagante aventura de su imaginación. Por fortuna él llevaba encima uno de los documentos y pasaron tiempo más que suficiente estudiándolo, y ella le hizo observar que la importancia de los datos allí expuestos eran exigua. Si en aquel instante hubiese entrado cualquiera en el salón, es posible que hubiesen tenido la necesidad del pretexto, o la excusa infalible. Por fortuna la inesperada irrupción de algún colega distraído, no se produjo. Pero fue su prudencia y sus prejuicios lo que los hizo terminar con sus pesquisas como si sólo se trataran de una excusa para estar muy cerca, a efectos prácticos podríamos decir que hombro con hombro. A partir de entonces se saludan siguiendo unos códigos de miradas que congeniaban o se sonreían, sin que sus bocas se movieran un ápice. Todo parecía correcto, y sin embargo, parecían sentir una correcta conciencia el uno del otro, una comunicación entre silencios, y una impostura ante miradas ajenas. La disposición de Giorini a meterse donde no le habían llamado lograba modular un mundo interior que partía a la búsqueda de otro más entendible. Es decir, si el conseguía aportar al mundo formas más justas y amables de reaccionar al caos, sus propias entrañas tendrían también una oportunidad. No podía decir que estuviera cerca de asumir su salvación como posible, aún faltaba mucho para llegar a sentirse a salvo, ser capaz de no formar parte de formas generales alguna vez malditas, de tal modo que pudiera rechazar conductas generalmente aceptadas como la normalidad. Para alcanzar tales aspiraciones, no podía sin embargo, cometer la osadía de condenar al mundo y salvarse él, de preservar su pureza condenados a todos. Ciertamente que de tal modo muchos intentan avanzar en sus estudios del hombre y sus maldades, cuando en realidad, dejar de considerar a los hombres como víctimas convierte a la pureza en una monstruosidad. Nada iba a ser fácil, para poder alcanzar la libertad que ansiaba tendría que pasar por dificultades, por ser considerado un 1


inadaptado, por aceptar y someterse al escarnio público, a la venganza de la masa obrera que protegía vidas mediocres aferrándose a la mezquindad de los linchamientos si ello fuera preciso. Su propia condición de trabajador manual, llena de limitaciones y pobres estimaciones, no convertía sus aspiraciones en una reacción más, un rechazo violento al capitalismo, un motivo por el que ser juzgado. No se conocía lo suficiente para asegurar que no deseaba destruir el humilde trabajo diario del hombre corriente, por su deseo de elevarse sobre tal condición, por su ego, por creerse superior y necesitar probarlo. En ese camino se vería obligado a justificarse, y si lo hacía, estaría definitivamente perdido. ¿Cómo podría entonces justificar su existencia sin convertir otras existencias en puro regocijo animal? Diría ocasionalmente, que todo lo que tenía la vida de hermoso y desafiante no le había sido dado, o en su caso, no se había sentido dotado para ello sin esperar a cambio un descontrolado remordimiento. Todos los vicios estaban lejos de sus más aceptables visiones, pero además los placeres burgueses le parecían intolerables, ni que decir tiene lo que de vida social, pretenciosa, llena de ostentación y de saciar el ego, pudieran ofrecerle. Incluso, en ocasiones, los más simples y agradables quehaceres de una vida ordenada le parecían demasiado; un desayuno al aire libre sintiendo la tibieza del sol de la mañana y los trinos de los pajarillos a su alrededor, podía llegar a parecerle intolerable mientras tanta gente en el mundo sufría por causa de las distracciones hedonistas del primer mundo. No podía decir que fuera algo nuevo, hasta la queja que elevó a la secretaría hacía tiempo que rondaba por su cabeza. Se decía que había sido obligado a ello y que no conduciría a nada, que le traería problemas porque todos dirían que intentaba jugar sucio, pero al menos consiguió que pusieran el nombre de las pacientes bien claro en los informes, a menos claro está que ellas pusieran alguna objeción. Así se enteró de que la mujer que tenía el sueño parecido al de la Sumisa Confusa, en realidad se llamaba Xoana Acevedes. Xoana no era una famosa que deseara probar por primera vez las bondades del sueño porque tuviera alguna dolencia que exigiera esa terapia, ni porque algún médico se lo aconsejara, ni siquiera porque hubiese leído algo respecto, sencillamente, una de sus amigas había pasado por la clínica, se lo comentó dejando claro que era un tratamiento muy caro, y ella no quiso ser menos. Muchas mujeres, y también algunos hombres, llegan a la clínica del sueño porque conocen a alguien que se lo ha aconsejado, y porque, sin duda, dormir sin interrupción durante quince días y alejarse del mundo y sus caprichos es lo mejor que se puede hacer hoy en día. Así pues, existía un perfil determinado entre los pacientes y ese era el de las buenas gentes facilmente sugestionables, de buen carácter y sin problemas por dejarse influir en sus decisiones por familiares y amigos. Cualquiera podría haberse dado cuenta de que ese era el principio de todos los negocios que se plantean como una estafa o un sutil engaño, sin embargo, las críticas de Giorini no iban tanto por ahí como la por el camino de enfrentar a la burguesía con las incongruencias de sus vidas anodinas y sórdidas. Pero Giorini sabía que no podía generalizar, que en la mayoría de los casos la burguesía funcionaba por codicia y por mantener a raya a sus competidores, y entonces podía tratarse de mundos paralelos pero los más equilibrados eran los más crueles. Cuando estos dos tipos humanos, el bondadoso-inocente, que busca un sentido en la vida gastándose su fortuna en dulces experimentos con los que llenar su tiempo, y aquellos a los que no les llegan las horas del día para defender sus negocios se juntan, al contrario de lo que pudiera parecer, se crean sistemas de afinidad que funcionan con relativo éxito. Entonces, Giorini aceptaba que la clínica era un éxito que daba respuesta a una necesidad humana, calmar la ansiedad. Y cuando los novios y maridos supermillonarios acudía al final del tratamiento a recoger a sus señoras en limusinas, tenía que aceptar que su mundo, el que se cerraba a aquellas cuatro paredes, funcionaba porque aquellas personas decidían vivir sin freno. Ahora bien, en cuanto a Xoana Acevedes ocurría un extremo notable, tenía sus propios motivos para hacer la cura de sueño, deseaba parecer más joven como indicaba la propaganda de la clínica, y vivir más tiempo como aseguraban los doctores, pero sobre todo ella encontraba un placer tan 2


irrenunciable en dormir, que a pesar de no levantarse nunca antes de mediodía decidió que sería muy buena idea someterse a la terapia. Observó al verse al espejo, después de los quince días de rigor sometida a drogas y sin más alimentación que el suero y vitaminas, que estaba mucho más delgada, su piel más tersa y hasta sus pensamientos le parecieron más sosegados. Todas las pruebas realizadas antes y después del sueño habían sido positivas, su corazón redoblaba como un tambor, y su sangre había eliminado cualquier impureza que en ella pudiera quedar de antiguos vicios. El día a día de Giorini en la clínica tenía mucho que ver con vigilar máquinas y suministrar tranquilizantes. Para él era una suerte el exhaustivo control al que se sometía a los pacientes, sobre todo antes de empezar el tratamiento porque eso evitaba muchos sustos y malas sorpresas. Durante aquellos primeros momentos podía verlos moverse, hablar con los médicos y permanecer en silencio en los jardines, pero cuando llegaban hasta donde él se encontraba lo hacían ya dormidos, por eso nunca había cruzado ni una palabra en una conversación que le permitiera conocer sus voces con ninguno de ellos. Cuando por primera vez accedía a la habitación de algún de sus pacientes encontraba un gran fastidio no poder cruzar unas palabras con ellos, mirarlos a los ojos y que conocieran a la persona que iba a vigilar su movimiento en el sueño, sus gestos, cualquier cosa que indicara placidez o incomodidad, y sobre todo la inquietud propia de las pesadillas. Posiblemente, ese día se arreglaría un poco más de lo normal; tal y como él era, se pondría un uniforme limpio, se afeitaría a conciencia, y sin ánimo de exagerar, es posible que uno o dos días antes se arreglara el pelo aún cuando no le hiciera falta. No poder hablar con aquellas personas, de cuyos rostros podría decir mil cosas, caras con las que se familiarizaba cada día y a las que podía llegar a considerar amigas, era más de lo que podía soportar, y una herrumbrosa sensación de fracaso se apoderaba de sus labios cuando les susurraba palabras de ánimo al oído sin que nadie más pudiera saber que lo hacía. Cada mañana se decía que tenía suerte de tener un trabajo que apenas lo sometía a desafíos, que no exigía nada de su inteligencia y no lo obligaba a tomar decisiones. Se había acostumbrado al zumbido de las máquinas eléctricas, a los murmullos de sus compañeros, al chirriante cabalgar de ruedas de camillas en los pasillos, a las campanas de los ascensores al abrirse en la planta y a la protesta de las persianas de plástico cada vez que las movía, lo que sucedía un par de veces al día según como estuviera el sol de alto o el cielo de nubes. Le sobrecogía saber que se estaba acostumbrando a esa rutina hasta el punto de echar de menos esos ruidos en sus días de descanso. Tal vez, aunque no lo reconociera, esperaba que, de una forma o de otra, algo cambiara. Pasaba el tiempo a una velocidad que no podía soportar, y no parecía tener la fortaleza suficiente para modelar la naturaleza de las cosas decisivas, las que al fin podían conseguir que nada fuera como parecía que iba a ser. El rigor de de las profecías en las vidas anodinas, en las vidas muy ordenadas y rutinarias, no tiene nada de meritorio. Cualquiera podría hacer una, pensaba premeditando acontecimientos; “nada cambiará”. Desde que podía recordar había deseado eliminar la distancia con los pacientes que la dirección de la clínica le establecía. Soñaba que se encontraba con alguna de sus bellas durmientes en un parque, que disputaban por un taxi, o que se le quedaba mirando en la cola de un supermercado como si lo conociera y que entonces él le hablaba. Puesto que manifestar públicamente un deseo semejante sólo podía traerle problemas, se contentaba con intentar recordar cada día lo que había soñado por si, de esa forma tan antinatural, se relacionaba con ellas. Pero eso era una tarea imposible, sólo era capaz de recordar los sueños más recientes, aquellos que se cortaban cuando sonaba el despertador. También podía recordar los sueños muy intensos los que debido a una impresión profunda de terror, ero también de abandono, de angustia por lo perdido, de peligro inminente, de amor inusitado por alguien a quien ni siquiera había reparado despierto, por la emoción desbordada de un paisaje sobrenatural, la presencia de un dios que lo tocara en la frente, etc. ese tipo de cosas tan fuertes que pueden hacer que despiertes eran también recordadas, pero casi nunca tenían que ver con su trabajo. Imaginar un encuentro con una de bellas durmientes era algo muy personal en lo que ni siquiera sus jefes debían meterse, pero sabía que deseaban saber lo que pensaba, y, sobre todo, lo que soñaba. 3


No iba a ser él quien le contara sus deseos más íntimos, y eso parecía molestarles, lo que conllevaba que lo mandaran con frecuencia a hablar con el psicólogo. Esas visitas se convertían en mañanas anodinas sin ningún resultado práctico, a menos que su objeto fuera molestarlo, para eso si iban bien. El psicólogo, que en realidad era una mujer de hombros poderosos y estrecha de cadera a la que llamaban por su nombre, Vegan, por que ese era su deseo y así se lo había manifestado, insistía en preguntarle qué soñaba. No era fácil engañarla, pero con mucho desparpajo se inventaba que sus peores sueños tenían que ver con insectos que cubrían su cuerpo cuando se quedaba dormido, y que eso era suficiente para despertar de golpe y no pegar ojo el resto de la noche, añadía que en tales casos necesitaba levantarse a beber agua o abrir una ventana para que entrara un poco de aire, lo que no siempre era buena idea por causa de la afluencia de mosquitos en la zona que vivía de la ciudad, muy cerca del río. Este tipo de fantasías parecía calmar a Vegan que se quedaba haciendo informes e interpretaciones de consecuencias que nunca llegarían, porque todo era una invención sin sentido. No es que le gustara mentir, pero le empezaba a molestar que rebuscaran en su mente para justificar algún tipo de trastorno que lo degradara y lo pusiera a la merced de lo que quisieran hacer o no hacer con él, a cambio de su buen comportamiento. Tampoco se trataba de que se comportara especialmente mal, sobre todo desde que elevara una queja sobre la ausencia de nombres en los informes, pero, sin duda, alguien había creído conveniente prestarle una especial atención, por así decirlo (lo que por otra parte es bastante corriente en todas las empresas con aquellos empleados que muestran tener criterio propio, y que en ocasiones es contrario a la postura oficial que es la única valida y verdadera según le han dicho). Cada vez que intentaba recordar como había llegado hasta allí, se ponía en la piel de muchacho demasiado joven, con las urgencias propias del que ha terminado sus estudios y se encuentra en una encrucijada sin saber para donde inclinarse. Entonces le pareció un éxito que su vanidad apenas podía asimilar, sobre todo porque muchos de sus compañeros de último año seguían sin encontrar trabajo. Lo cierto es que le sirvió para aprender de algunas máquinas que ayudan a la medicina, que de no haber estado allí no habría visto en su vida. Pero de aquellos primeros momentos ha pasado tanto tiempo que apenas sabe si entonces realmente le gustaba lo que hacía, o se alimentaba de otras expectativas; posiblemente ésto último. Tanto tiempo había pasado que todo se difuminaba eiba perdiendo sentido, eso hacía agrandarse el desasosiego cada día. Las más pequeñas tareas habían sido repetidas miles de veces, y se le hacían pesadas e interminables. Apenas le quedaba moral para asumir nuevos retos o alimentar algún sueño que hiciera menor sus padecimientos. Se mostraba irónico con algunos de sus compañeros que lo trataban como a un inferior, sólo porque aquellos se consideraban en posición de prosperar y se habían ganado las simpatías de sus superiores. Y visto así, debía aceptar esa relación de inferioridad porque en cualquier discusión por absurda que fuera siempre llevaría las de perder, atraería la atención de algún jefe de planta y lo mandarían callar mientras él otro lo vería alejarse con una sonrisa de triunfo y desprecio a un tiempo. De cualquier forma eso no le coge de sorpresa, él ya sabía que el mundo laboral se sustenta en simpatías y serviles palmeros pululando entre los compañeros para escuchar y contar los últimos rumores a aquellos jefes de los que obtienen favores. En ese sentido, no era extraño que le hubiesen dado un día libre entre festivos en los últimos años, y de nada le serviría quejarse más que para generarse más antipatías. Nada había sido fácil, y en estas circunstancias y otras parecidas se había desarrollado su vida laboral, porque desde luego de él nadie podía esperar que compitiera con los aduladores para desplazarlos y ocupar su lugar, eso iba a ser muy improbable. Así que en medio de este maremagnum de emociones encontradas acerca de su trabajo, se empezó a plantear un encuentro con una de sus pacientes. Eso estaba totalmente prohibido pero ahora sabía su nombre, Xoana Acevedes, y o era del todo una desconocida, había hablado con ella mientras dormía, le había susurrado cosas amables al oído para que su sueño fuera reconfortante, había ayudado a las chicas que la lavaban y conocía con precisión partes de su cuerpo que ni ella misma reconocería. En fin, nadie podría decir que sus intenciones fueran confusas, porque si algo tenía claro de su trabajo sobre todos los sinsabores, eso era que le cogía afecto a las pacientes, un afecto de hermano o de 4


buen amigo, y que se sentía mejor por verlo así. Anuska le hacía todo tipo de confesiones porque ella tampoco parecía contenta, y era capaz de interpretar sus reacciones, mejor que él mismo. No buscaba cambios, no deseaba que sus críticas fueran suficientes, no se enfrentaba abiertamente a los que no pensaban como ella, porque era de ese tipo de personas que tenían terror a que algo o alguien pudiera modificar sus rutinas; sin embargo, podía explicar mejor que nadie, incluso que la psicólogo Vegan, que él estaba en una búsqueda particular de lo espiritual, y que si llegara a hablar con Xoana Acevedes ese lo tranquilizaría. Si iba a dar ese paso debía actuar con cautela. Usar un nombre falso al principio, convocarla con una excusa y no presentarse como si la conociera, sino como un perfecto desconocido, tal vez un fotógrafo o un articulista de una revista de variedades. Tenía alguna información sobre ella que había estado mirando en revistas viejas, pues no había sido una modelo tan desconocida después de todo. Había cosas sobre sus matrimonios y divorcios, algunas fotos de sus trabajos pasando moda para diseñadores que como ella tampoco eran importantes, y algo de sus vacaciones en un país frío que convertía las fotos en una exposición de ropa para la nieve, porque la cara apenas se le veía. Lo que él veía en toda aquella información antigua era una extensión de la mujer que había estado durmiendo delante de sus ojos durante dos semanas. Se inventó una historia sobre su necesidad de escribir acerca de las mujeres que fueron importantes para algún fotógrafo de moda, y entre las que ella se encontrara. Después de su primera entrevista durmió mal, quizás había prolongado en exceso la entrevista, y aunque ella se había sometido al interrogatorio extendiéndose en sus respuestas y añadiendo cosas que no venían al caso, descubrió que no se trataba de la bella durmiente que había imaginado. La conversación no se concretó, era como deambular sin terminar de entrar en la expresión somnolienta que había esperado de ella. Ella había repetido en varias ocasiones lo importante que le había parecido toda su vida el amor y cómo se había desvanecido al final, y entonces, en uno de esos momentos le preguntó si él no pensaba lo mismo, y él respondió que no lo veía así. Estuvieran toda la tarde los dos solos, en el reservado de la cafetería de un hotel, y ella no pareció reconocerlo en ningún momento. Era cierto que los pacientes, en ocasiones abrían los ojos, y se quedaban mirando a los enfermeros, pero hasta donde él sabía seguían durmiendo, y en su cabeza no se representaban imágenes reales, sino que seguían su camino en historias que elaboraba su propia fantasía. Esa noche se confesó a sí mismo que no encontraba mucho por hacer en la vida que pudiera ayudarlo a conocerse mejor. Era un hecho de que no controlaba sus vicios y sus virtudes aunque no tuviera demasiado de ninguno de los dos. Al menos de la forma en la que él se entregaba a la vida no era extraño que le faltara ánimo hasta para pecar. Al menos, la excitante sensación de hacer algo prohibido al ver a Xoana Acevedes y escuchar su voz al otro lado del teléfono, era real. Cuando pudo conseguir su número de teléfono lo escribió en un papel y mientras lo miraba sentía como temblaba entre sus dedos. Una vez que ella descolgó y le habló se rompieron todos los destinos predeterminados, nadie podía imaginar que una cosa así pudiera suceder. ¿Halo?, sonaba aquella voz grave y trasnochada, fatiga de terciopelo. Ella entraba en el juego, y la parcialidad de los primeros compases, se convirtieron en participación sin reservas cuando aceptó su entrevista. También se preguntó si no habría algo de atracción sexual en lo que sentía por ella, en esa necesidad de verla y hacerse una idea de como era, de lo que pensaba de él y del mundo, y sobre todo de como era su respiración cuando no dormía. En el reservado de aquel hotel participaban de una inquietud común, intentar averiguar a donde los llevaba aquella actuación furtiva, porque lo dos eran conscientes de eso, se escondían, evitaban a la gente, la conversación con camareros o con aquellos que les ofrecían flores. Ella se había puesto un pañuelo con motivos marineros que tapaba por completo su pelo, y sobre sus ojos unas gafas enormes negras como la noche, y que sólo se quitó cuando se sentaron y empezaron a hablar. No recordaba sus ojos tan fatigados y pequeños, y se dijo que tampoco había tenido ocasión de fijarse demasiado en ese extremo. Así pues, le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, su sueño podía ser realidad, no había nada imposible. 5


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